martes, 23 de diciembre de 2008

24. LA FE Y LA VERACIDAD COMO ACTITUDES CONTRADICTORIAS.

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES DE LA JERARQUÍA CATÓLICA: LA CONTRADICCIÓN SEGÚN LA CUAL LA JERARQUÍA CATÓLICA EXIGE LA FE A LA VEZ QUE LA VERACIDAD, CONCEPTOS EXCLUYENTES EN CUANTO LA FE IMPLICA ACEPTAR COMO VERDAD ALGO DE LO QUE SE DESCONOCE QUE LO SEA, MIENTRAS QUE LA VERACIDAD IMPLICA RECONOCER COMO VERDAD SÓLO AQUELLO DE LO QUE SE SABE QUE LO ES.

CRÍTICA: En cuanto la fe se relaciona con el reconocimiento como verdad de algo de lo que no se sabe que lo sea, mientras que la veracidad hace referencia a la actitud por la cual uno trata de no mentirse a sí mismo respecto a lo que sabe y a lo que desconoce, en esa medida la fe y la veracidad son conceptos contradictorios. Y en cuanto la jerarquía católica defiende por una parte que hay que tener fe en lo que ellos dicen, pero por otra siguen aceptando las tablas de Moisés, en las que se dice que no hay que mentir, en esa medida la doctrina de la jerarquía católica es contradictoria en sí misma en cuanto al asumir como verdad algo que desconoce como tal uno se mentiría a sí mismo.
¿Pero, acaso podrían los agentes del Vaticano defenderse de la crítica a su doctrina acerca de la necesidad de someter la razón a la fe, es decir, a la aceptación irracional de aquellos absurdos que ellos decidan que hay que creer?
Ante esta situación de perplejidad por la contradicción de sus doctrinas y por su insistencia de que deben ser creídas, a pesar de lo que diga la razón o el simple sentido común, la jerarquía católica insiste en decir de cada una de tales doctrinas:
-¡Se trata de un “misterio” y hay que “creer” en su verdad, aunque la razón no alcance a comprenderlo!
-Pero, si es un misterio, es decir, si se trata de algo que la razón no puede llegar a comprender, ¿podríais explicar cómo habéis llegado vosotros a conocer su verdad?
-¿Para qué te crees que está la fe? La fe nos la ha dado Dios y su valor es infinitamente superior al de la razón y, además, como ya decía “San Agustín”, “nisis credideritis non intelligetis”, o, dicho en castellano, “si no creéis, no entenderéis”.
-Pero, ¡qué suerte la vuestra, que os comunicáis con Dios! Claro que, si lo que decís fuera cierto, ¿qué mérito tendría vuestra fe? El caso es que yo, que no he tenido ese privilegio, no sé cómo podría aceptar vuestros dogmas sin atentar como el precepto de ser veraz, el cual me exige que sólo otorgue mi asentimiento a las proposiciones que se me presenten como evidentes y verdaderas, pero que no asuma como verdadero aquello que otro me diga por el simple hecho de que él diga que ha hablado con Dios, pues ¡son tantos los que hablan en nombre de Dios y afirman doctrinas contradictorias! Además, ¿cómo puede aceptar como verdad doctrinas que no sólo son incomprensibles sino que incluso van en contra de la propia razón?
-Ya te hemos dicho que el mérito de la fe consiste en aceptar doctrinas que son incomprensibles para el ser humano y que humillan la soberbia de su racionalidad. Y, sin duda alguna, nosotros somos los intermediarios de Dios en quienes tienes que creer. Sabemos que existen “falsos profetas”, pero nosotros somos los auténticos enviados de Dios. Para pertenecer al número de los escogidos hay que humillar la propia racionalidad como un instrumento maligno que nada representa frente a ese don formidable de la fe, que Dios envía a todo aquel que reconozca la insignificancia de su razón frente al carácter inconmensurable e inabarcable de su sabiduría infinita.
-Vuestras palabras suenan sorprendentes y parecen impactantes, pero sigo encontrando en ellas varios puntos oscuros que quisiera que me aclaraseis. Dejando a un lado el asunto relacionado con la supuesta existencia de un Dios que desee que creamos en él en lugar de darse a conocer directamente, me refiero, en primer lugar, al problema de cómo saber que sois vosotros y no otros quienes de verdad están en comunicación con Dios, tal como también dicen desde otras religiones, pues si tuviera que aceptar las doctrinas de todo el que dijera que hablaba en el nombre de Dios, en tal caso me volvería loco. ¿Podríais darme alguna señal de que sois vosotros quienes estáis en comunicación con Dios?
-¿Acaso no conoces los milagros realizados por Dios, por su madre y por todos los santos? ¿Acaso no estás enterado de la resurrección del propio Jesús?
-Si es verdad que he oído hablar de sucesos milagrosos, aunque no he sido testigo de ninguno. Pero he oído hablar de ellos no sólo en vuestra religión sino en todas las muchas que conozco. Así que con ese argumento tendría que aceptar todas las religiones como verdaderas.
-Sí, en cierto modo te comprendemos, pero, ten en cuenta que los milagros de Lourdes o de Fátima son auténticos milagros y no mentiras como las de los embaucadores de otras religiones. ¿No te das cuenta de que la propia grandiosidad del santuario de Lourdes sería incomprensible si no fuera la consecuencia de la serie de milagros que la Virgen ha realizado sobre quienes acudían a ella con auténtica fe?
- Sí. Sé que Lourdes está siempre muy concurrido y que se habla de que allí ocurren milagros en alguna ocasión. Pero, sinceramente, me parecen milagros bastante sospechosos: ¿Por qué la Virgen se preocuparía de ayudar a un paralítico con dinero suficiente para viajar a Lourdes y no se iba a preocupar de los miles de niños que cada día mueren de hambre y que no pueden siquiera ir a Lourdes a pedir a la Virgen el milagro de tener un plato de comida? ¿Por qué para obtener los favores de la Virgen hay que acudir a Lourdes a algún otro santuario especial en lugar de realizarse en cualquier punto de la tierra?
-Nuestros teólogos dicen con razón que “los designios de la Providencia son inescrutables”, y, así, ¿quiénes somos nosotros para pedir cuentas a Dios o a la Virgen de los motivos de sus actos?
-Si partís de la aceptación de la existencia de un Dios incomprensible, desde esa base tendría que aceptar el valor de cualquier religión igual de irracional, pero me parece que en ese caso, al renunciar a mi propia racionalidad como criterio de mis decisiones y de mis actos, me convertiría en una especie de borrego y la verdad es que, aunque no tengo nada contra los borregos, no me atrae demasiado anular mi razón para ser uno de ellos y obedecer la órdenes de un pastor o de alguno de sus perros. Además, si en principio con lo único con que cuento para la búsqueda de la verdad es la propia razón –además de la experiencia-, ¿qué argumento podríais darme para convencerme de que debo olvidarme de esa razón para aceptar esa fe de que me habláis? ¿No os parece que, si no me dais al menos un argumento sólido, no tendría sentido que abandonase mi propia racionalidad por muy insignificante que pudiera ser? ¿No os dais cuenta de que incluso para abandonar la razón necesitaría de una razón y que, por ello, la misma fe estaría condicionada y, por lo tanto, subordinada a la razón? ¿No comprendéis que, por eso mismo, la razón seguiría teniendo un valor superior al de la esa fe a la que tanto valor queréis conceder? En resumidas cuentas: Si me pedís que renuncie a la razón para aceptar ciegamente la fe, me estáis pidiendo que renuncie a lo que tengo de m´ñas humano, la propia racionalidad; mientras que si me decís que la fe es racional o razonable, en tal caso sólo puedo deciros que, por más que he buscado, no he encontrado ninguna razón que me conduzca a dar ese salto por el que debiera anular mi razón y comenzar a aceptar esa fe de que me habláis.
-Vemos que la soberbia de tu estúpida razón no parece tener límites. Si sigues por ese camino, no llegarás a ningún sitio. No tienes más opción que seguir guiándote por el orgullo de esa racionalidad tuya, tan insignificante y tan pobre, o acogerte a la seguridad y a la fuerza de la gracia divina de la fe. No vamos a seguir discutiendo contigo. ¡Tienes dos opciones: la razón o la fe! ¡Tú sabrás lo que haces! ¡Atente a las consecuencias!
-Sí, ya os entiendo: la razón o el dogmatismo fanático e irracional; dirigir mi vida desde mi débil racionalidad o renunciar a esa pequeña luz para dejar que seáis vosotros quienes la manipuléis con vuestras consignas, misterios, dogmas, mitos absurdos, prejuicios y mentiras. Pues todo eso que vosotros colocáis en el terreno de la fe, todo eso a lo que llamáis “misterio” es lo que en Lógica se conoce como “contradicción”. Y pretender que haya que aceptar como verdad toda esa serie de contradicciones es pretender que haya que renunciar a la razón para convertirse en borregos a vuestro servicio, dispuestos a comulgar con ruedas de molino.
-¡Nuestra palabra es la palabra de Dios! ¡Allá tú y tu soberbia racionalista si no quieres escucharla!
-¡Bueno, bueno, no nos enfademos! Vivid como mejor os plazca, pero dejadnos a los demás hacer lo mismo y no os metáis en nuestra vida ni pretendáis imponer vuestras incoherentes doctrinas, pues es absurdo afirmar y negar a un tiempo una misma teoría, tal como hacéis vosotros.
Un diálogo como éste reflejaría adecuadamente la repuesta de la jerarquía católica a estas objeciones. Su desprecio de la racionalidad humana pudo comprobarse nuevamente en la encíclica Fides et ratio de Karol Wojtyla, en la que criticó la filosofía cartesiana y la de la Ilustración del siglo XVIII, incluida la del propio Kant, a pesar de que tanto Descartes como Kant creían en Dios.
2. Análisis de la creencia.- Paso a continuación a un análisis más detallado de la creencia en cuanto, al margen de la fe religiosa, es evidente que en conjunto de nuestras actividades vitales la mayor parte de nuestras acciones tienen como supuesto la creencia correspondiente en la eficacia vital de lo que nos proponemos, de manera que sin la creencia instintiva, la vida humana sería imposible.
Cuando se habla de las creencias humanas, conviene precisar el sentido de este concepto, pues no siempre tiene el mismo sentido: La postura del creyente, aparentemente incompatible con la que mantiene un talante de absoluta veracidad, quizá no lo sea tanto en realidad, especialmente si advertimos que en el terreno de las creencias podemos diferenciar al menos dos sentidos básicos, uno débil, de carácter espontáneo y otro fuerte, de carácter dogmático.
La creencia espontánea se caracteriza por tratarse de una simple vivencia involuntaria que no pretende justificarse racionalmente, pero que, aunque sea de manera pre-reflexiva y acrítica, implica en cualquier caso una certeza subjetiva acerca de doctrinas objetivamente inciertas. La importancia de este tipo de creencias deriva, por una parte, de la amplitud de sus contenidos y, por otra, del hecho de que, aunque muchas de ellas permanecerán indefinidamente en esta situación, otras se convierten en el origen de las creencias dogmáticas o en el de un buen número de auténticos conocimientos o, paulatinamente, se desvanecen. El paso de la creencia espontánea a la creencia dogmática se produce por una reafirmación del valor de la primera sin que existan auténticos motivos objetivos que justifiquen este paso, mientras que la conversión de la creencia espontánea en conocimiento implica haber llegado a una evidencia racional o empírica respecto al valor objetivo de sus contenidos.
La creencia dogmática, como ya se ha señalado, añade a los caracteres de la anterior una consciente y firme disposición a afirmar como verdadero el contenido de la creencia, a pesar de no contar con suficientes garantías de que lo sea. Se trata de la creencia como acto de fe, que se produce por sugestión y se fortalece por autosugestión para evitar su debilitamiento como consecuencia de posibles críticas procedentes de la filosofía, de la ciencia o del simple sentido común. Por ello, si desde la perspectiva de una actitud veraz no habría nada objetable respecto a la creencia espontánea, puesto que ésta es involuntaria y no pretende suplantar al auténtico conocimiento sino todo lo más suplirlo mientras éste no haya surgido, no ocurre lo mismo por lo que se refiere a la creencia dogmática, ya que ésta pretende ocupar el lugar que le corresponde al conocimiento y a los auténticos planteamientos racionales, y, por ello, su relación con la veracidad sería la de una proporción inversa: un aumento de veracidad viene acompañado de un descenso de creencia dogmática, y un aumento de creencia dogmática viene acompañado de un descenso de veracidad.
Por qué se mantiene, sin embargo, la creencia dogmática en claro enfrentamiento con los planteamientos relacionados con la veracidad es una pregunta que en parte puede responderse haciendo referencia a las mismas motivaciones que propician la aparición del otro tipo de creencia, ya que esta última es el origen primero de la anterior. Por ello, conviene ampliar un poco la referencia a los motivos que explican la existencia de la creencia espontánea y tratar de explicar los motivos que contribuyen al cambio cualitativo de la creencia espontánea a la creencia dogmática.
La creencia espontánea admite toda una compleja variedad de explicaciones que no necesariamente se excluyen entre sí, sino que más bien se complementan mutuamente. En este sentido, habría que hacer referencia, en primer lugar, al hecho de que el ámbito de seguridades procedentes de auténticos conocimientos, especialmente durante la infancia, es muy limitado, y que, por ello, la realización satisfactoria de la vida exige que esos reducidos conocimientos tengan que ser complementados por todo tipo de creencias, basadas en la autoridad de una tradición inmemorial, que se acepta y es creída en parte por motivos intrínsecos a tal tradición, en cuanto pueden representar la acumulación de un acervo de experiencias a partir de cuya depuración inductiva haya podido extraerse cierta “sabiduría popular”, y en parte por motivos extrínsecos, en el sentido, por ejemplo, de que el sentimiento de integración en un grupo social se consigue más plenamente cuando el hombre comparte con su grupo de convivencia no sólo una vida comunitaria basada en la existencia de unos intereses económicos, sino especialmente un sistema de creencias comunes que favorece la cohesión del grupo y, en consecuencia, un sentimiento de seguridad y de fuerza frente a posibles grupos hostiles. En relación con esta cuestión conviene además recordar que el hombre, como “animal social”, tiene fuertemente desarrollada la necesidad de sentirse integrado en una comunidad.
Hay que mencionar, en segundo lugar, el sentimiento de temor e inseguridad que provoca en el hombre el desconocimiento de su propia realidad y del mundo que le rodea: En las tradiciones míticas de todos los tiempos la creencia en dioses que gobernaban las fuerzas de la naturaleza (diluvios, sequías, terremotos, enfermedades o un clima apacible, buenas cosechas, salud, etc.) y la creencia de que tales dioses podían resultar accesibles para el hombre mediante diversos rituales mágicos y sacrificios sirvió para aminorar aquel sentimiento de temor; de ahí que, cuando con el progreso de la ciencia se han logrado de manera mucho más eficaz esos mismos objetivos de control sobre la naturaleza, los diversos ritos mágicos y los sacrificios hayan dejado de ocupar el lugar preponderante que ostentaban y sólo se recurra a ellos en ocasiones excepcionales para las que, por otra parte, suelen ser tan ineficaces como la ciencia, aunque aporten al menos la satisfacción y el consuelo de “haberlo intentado todo”.
Conviene puntualizar, por otra parte, que el paso de la creencia espontánea a la creencia dogmática no implica necesariamente un cambio en cuanto a su contenido sino especialmente un cambio desde la espontaneidad de la primera a la dogmaticidad fanática y beligerante de la segunda, que en algunas ocasiones pretende ser aceptada como un conocimiento paralelo al de la ciencia y, en otras, como el único y auténtico conocimiento frente a los considerados por las jerarquías religiosas como “desvaríos heréticos de la filosofía y de la ciencia”. Por su parte, la transformación de la creencia espontánea en conocimiento o su simple desaparición viene determinada por la existencia de un método riguroso para verificar o refutar los contenidos de la creencia espontánea correspondiente.
Y, en tercer lugar, es importante señalar el valor trascendental de la creencia espontánea como un imprescindible mecanismo de supervivencia durante la infancia, ya que es en ese período inicial de la vida humana cuando se depende de los padres de manera más radical. Esa dependencia, en cuanto viene acompañada del afecto y de la satisfacción de las diversas necesidades del niño por parte de sus progenitores, lleva consigo el desarrollo correspondiente del afecto del niño hacia ellos, y, al mismo tiempo, de una confianza incondicional en la verdad de las creencias transmitidas por ellos. Tales enseñanzas serán, en líneas generales, adaptativas desde el punto de vista vital, pero también de modo inevitable estarán constituidas por una mezcla de verdades y de prejuicios. Este hecho explica suficientemente el que de forma poco variable, generación tras generación, y gracias a esta labor de transmisión de las creencias de padres a hijos, las diversas religiones se mantengan en sus respectivas áreas de influencia: quien nace y es educado en el seno de una familia cristiana asumirá el cristianismo con la misma naturalidad con la que aprende a hablar el idioma de sus padres; quien nace y se educa en medio de una familia musulmana difícilmente dejará de ser musulmán; y casi con toda seguridad permanecerá budista el que nazca y se eduque en una familia budista. Por este motivo, los dirigentes de las diversas religiones suelen preocuparse por realizar su misión de proselitismo y obtienen sus mayores éxitos encauzando especialmente su mensaje no hacia las personas adultas, que por el desarrollo natural de su capacidad racional y crítica o por haber interiorizado ya previamente durante su infancia otras creencias difícilmente se abrirían a la aceptación de una ideología religiosa diferente, sino hacia la infancia, que, aunque no llegue a ser capaz de valorar críticamente el contenido de las doctrinas que recibe o precisamente por ello, es por naturaleza mucho más receptiva.
Por otra parte y en referencia a la creencia dogmática, hay que señalar como causa de su desarrollo el interés de los jerarcas de las diversas religiones en proclamar la autosuficiencia de la fe, más allá y por encima de la razón, como mecanismo para tener asegurada la fidelidad de sus adeptos y para alejar así el temor y la preocupación que podría suponer el que los diversos contenidos religiosos pudieran ser objeto del libre análisis crítico y se encontrasen en el trance de poder ser rechazados en cuanto no superasen la prueba de dicho análisis. Como su posible rechazo podría venir seguido de la disolución de la organización eclesial correspondiente, una solución para evitar este peligro suele consistir en advertir que los “dogmas” religiosos son, por definición, incomprensibles para la razón humana y que, por lo tanto, deben ser aceptados por un acto de fe; complementariamente, se puede tratar de atemorizar al creyente para que desista de su actitud crítica advirtiéndole que “sin la fe no hay salvación”.
Sin embargo y en relación con la valoración que el cristianismo y otras religiones hacen de la fe -forma de creencia dogmática- como camino alternativo para la “salvación” (?), hay que insistir en que, de acuerdo con Nietzsche, parece una doctrina al menos tan absurda como lo sería la actitud del profesor que exigiera a sus alumnos como condición indispensable para aprobar el curso que creyesen que él era la reencarnación de Platón.
Creer en algo, en el sentido de tender a considerarlo como verdadero sin que realmente se pueda estar objetivamente seguro de que lo sea, tiene su explicación en cuanto existen toda una serie de circunstancias, tanto objetivas como subjetivas, que hagan surgir la creencia correspondiente. Así, por ejemplo, la creencia de que mañana llueva podría relacionarse con el hecho objetivo de que fuéramos expertos en meteorología y conociéramos la existencia próxima de un área de bajas presiones que hicieran previsible que, en efecto, tal fenómeno se produjera. Por otra parte, si además se está sufriendo una larga temporada de sequía, el deseo de que la lluvia se produzca -factor subjetivo- puede contribuir a que la creencia en la aparición de dicho fenómeno sea más intensa que si se atendiera exclusivamente a las circunstancias objetivas. Lo mismo puede suceder en el caso de las personas cuya penuria económica les lleva a jugar su sueldo en la lotería con un grado de confianza directamente proporcional al grado de su indigencia.
Así pues, la creencia en sentido amplio aparece como un fenómeno que es a un mismo tiempo natural e inevitable y que puede ser complementario del auténtico conocimiento cuando éste falta. Pero, en cualquier caso, parece que, si a nadie se le ocurre juzgar especialmente meritoria la creencia de que mañana llueva o deje de llover, y si tampoco consideramos especialmente meritoria la devota actitud creyente del alumno que reconociese a Platón en su extraño profesor sino que más bien la juzgaríamos como un gesto sospechoso de interesada hipocresía ante tan excéntrica exigencia, en tal caso lo mismo habría que juzgar de la creencia en el Dios del cristianismo o de la creencia en los dioses del Olimpo.
Conviene tener en cuenta además que la fe, como creencia dogmática, se opone a la veracidad y que, en consecuencia, se encuentra en contradicción con los mismos preceptos de la moral cristiana, por lo que, desde esta perspectiva, en lugar de laudable sería condenable.

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