Predeterminación
divina y libertad humana
según
la secta católica
Antonio García Ninet
Análisis de la
contradicción según la cual, de acuerdo con su omnipotencia, Dios habría predeterminado todos los acontecimientos del
Universo, incluidas las decisiones y las acciones del hombre, junto a la tesis
según la cual el hombre sería libre y responsable de sus actos, es
decir, de aquellos actos que el propio Dios habría programado y decidido.
CRÍTICA: Esta doctrina es consecuencia del
concepto antropomórfico de un Dios como realidad suprema omnipotente a
la que todo está sometido, pero evidentemente es contradictoria con la supuesta
libertad humana.
Sin
embargo, tanto la predeterminación divina como la libertad humana son
defendidas en la Biblia y en las
doctrinas posteriores de la secta católica tal como se muestra a continuación.
1)
Así, en diversos pasajes de la Biblia se defiende, por una parte, una
predeterminación divina de carácter general, referida a los actos aparentemente
derivados de su voluntad libre, especificando en algunos casos que dicha
predeterminación se refiere tanto a los actos buenos como a los malos, y, por
otra, se defiende igualmente una libertad del hombre por la que sería
responsable de los actos.
En defensa de esa predeterminación de carácter
general se dice de manera inequívoca:
- “Tú hiciste el
pasado, el presente y el futuro. Todo lo proyectado ha sucedido”[1].
-
“…todo lo que hacemos eres tú [Señor] quien lo realiza”[2].
-
“Todo cuanto existe ya estaba prefijado”[3].
La afirmación de Isaías
sirvió de punto de apoyo para que posteriormente –como luego se verá- Tomás de
Aquino la utilizase como argumento en defensa de su personal defensa de la
predeterminación divina frente a la tesis de Orígenes que había defendido la
libertad humana, poniendo límites a tal predeterminación.
Por otra parte, tiene
interés señalar que en una ocasión al menos la defensa de la predeterminación
divina va unida a la doctrina del Eterno Retorno, doctrina según la cual todos
los sucesos, programados por Dios, se repiten de manera indefinida. En este
sentido, se dice en Eclesiástes:
“Lo que es ya
fue; lo que será ya sucedió, y Dios vuelve a traer lo que pasó”[4].
Según
parece, el autor de esta obra conoció la filosofía griega y recibió
especialmente la influencia de los estoicos, quienes ya entonces habían
defendido la doctrina del Eterno Retorno.
Sin embargo, esta doctrina está en contradicción con el Génesis, donde se dice que al
principio creo Dios el cielo y la tierra, mientras que el Eterno Retorno implica la negación de un
principio, y, por ello mismo, está igualmente en contradicción con la doctrina
cristiana de la bienaventuranza eterna, en cuanto el hombre estaría desinado a
vivir aternamente la misma vida terrena que ahora tiene.
Igualmente y por lo que se refiere a las buenas acciones “del hombre” se dice en
la Biblia:
- “Infundiré mi espíritu en vosotros y
haré que viváis según mis mandamientos, observando y guardando mis leyes”[5].
Evidentemente
el hecho de que las buenas acciones sólo aparentemente dependan del hombre,
siendo en realidad acciones procedentes de la predeterminación divina, implica
que el hombre no es responsable de ellas y, en consecuencia, no tiene mérito
alguno por haberlas realizado.
Lo mismo sucede con las
malas acciones, pues son muchos los
momentos en los que se insiste en la idea de que es el propio Dios quien ha
programado al hombre para cometerlas. Se dice en este sentido:
- “El Señor
había decretado que todas estas ciudades se obstinasen en atacar a Israel, para
que así fueran consagradas sin piedad al exterminio y aniquiladas, como había
mandado el Señor a Moisés”[6].
- “el Señor hizo
que los madianitas se matasen unos a otros en el campamento”[7].
- “Pero ellos no
hicieron caso a su padre, porque el Señor quería hacerlos perecer”[8].
- “El Señor ha
hecho todo para un fin, incluso al malvado para la desgracia”[9].
- “Por eso Dios les envía [a quienes va a
condenar] un poder embaucador [=que les embaucará], de modo que crean en la
mentira y se condenen todos los que en lugar de creer en la verdad, se
complacen en la iniquidad”[10]
- “El Señor hizo
que el faraón se obstinara, para que no le obedeciese; puso así de manifiesto
su poder bajo el cielo”[11].
-“El
Señor había decretado que todas estas ciudades se obstinasen en atacar a
Israel, para que así fueran consagradas sin piedad al exterminio y aniquiladas,
como había mandado el Señor a Moisés”[12].
Finalmente son mayoría los momentos de la Biblia en los que se defiende, de forma
implícita, la idea de que el hombre es libre y responsable de sus actos, los
cuales no están predeterminados, tal como se indica en Eclesiástico:
- “No digas:
“Fue el Señor quien me incitó a pecar”, porque él no hace lo que detesta […] Él
hizo al hombre al principio, y lo dejó a su propio albedrío. Si quieres,
guardarás los mandamientos; de ti depende el permanecer fiel […] Ante el hombre
están vida y muerte; lo que él quiera se le dará”[13].
2) Con la aparición del Cristianismo se tiende en general a afirmar la libertad del
hombre como capacidad para acercarse o alejarse de Dios, según la actitud que
se adopte frente a sus leyes. Sin embargo, hubo y sigue habiendo en el
cristianismo dificultades imposibles de superar a la hora de para armonizar la
doctrina de la libertad con otras de carácter teológico.
En efecto, una problemática especialmente importante
fue la de la compatibilidad entre la omnipotencia divina, según la cual
todo lo que sucede en el universo es resultado exclusivo de la voluntad divina,
y la libertad humana, según la cual hay acciones que dependen
exclusivamente de la voluntad del hombre, la cual podrá oponerse y representar
un límite frente a la omnipotencia divina.
En consecuencia, esta alternativa conduce al
concepto contradictorio de un ser omnipotente que no posee la omnipotencia si
se acepta la libertad del hombre, o al concepto igualmente contradictorio de un
ser libre que no posee libertad, si se acepta la existencia de un ser efectivamente
omnipotente.
En relación con esta cuestión hubo diversas
polémicas, como la de Erasmo de Rotterdam (1467-1536) frente a Martín
Lutero (1483-1546), defendiendo el primero la libertad del hombre en su
obra De libero arbitrio y negándola el segundo en su correspondiente
escrito De servo arbitrio; o también la del dominico Domingo Báñez (1528-1604)
frente al jesuita Luis de Molina (1536-1600), en la que pretendiendo
ambos defender desde la ortodoxia católica la omnipotencia de Dios y la
libertad del hombre, no llegaron a una solución del problema, por lo que el
papa prohibió que siguieran las discusiones, declarando que se trataba de un
misterio.
Por su parte, ya en el siglo XIII Tomás de Aquino
(1225-1274) se había enfrentado a este problema y en sus escritos reflejó,
como era lógico, planteamientos contradictorios, pues, a fin de justificar la responsabilidad
moral del hombre, defendió en muchas ocasiones la libertad, pero
también en otras ésta quedó negada al considerar que las decisiones humanas
eran causadas por Dios. Así, por lo que se refiere a su defensa de la libertad,
Tomás de Aquino está de acuerdo con la tradición socrática de que todo lo que
deseamos lo apetecemos por considerarlo bueno, es decir, que nadie desea el mal
por el mal. En este sentido afirma que “la voluntad no puede dirigirse hacia
ningún objetivo a no ser por la consideración del bien” (“Voluntas in nihil
potest tendere nisi sub ratione boni...”[14] y
que el hombre estaría determinado por un bien absoluto como lo sería Dios
(“...ninguna otra cosa puede ser causa de la voluntad, sólo Dios mismo, que es
el bien universal”[15] o
la felicidad (“..sólo el bien que es perfecto y no le falta nada es el
bien que la voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza”[16]).
Sin
embargo, para escapar del determinismo que derivaría de la atracción del bien,
considera igualmente que el hombre es libre en cuanto depende de su voluntad la
elección de cualquiera de los bienes que se presentan ante él (“...sed quia
bonum multiplex est, propter hoc non ex necessitate determinatur ad unum”[17]).
En este mismo sentido, afirma Tomás de Aquino: “El hombre no elige con
necesidad, precisamente porque lo que es posible que no exista no es necesario
que exista. Pero la razón de que es posible elegir y no elegir puede apreciarse
por la doble potestad del hombre, porque el hombre puede querer y no querer,
obrar y no obrar, y puede también querer esto o lo otro, hacer esto o lo otro.
Y la razón de esto está en la virtud misma de la razón, pues la voluntad puede
tender hacia cuanto la razón puede aprehender como bueno. Ahora bien, la razón
puede aprehender como bien no sólo el querer y el obrar, sino también el no
querer y el no obrar. Y además, en todos los bienes particulares puede
considerar la razón de algún bien o el defecto de algún bien, que tiene razón
de mal. Según esto, puede aprehender cualquiera de estos bienes como elegible o
como rechazable. En cambio, al bien perfecto, que es la bienaventuranza, la
razón no puede aprehenderlo bajo razón de mal o de algún defecto; y por eso el
hombre quiere la bienaventuranza necesariamente y no puede querer no ser feliz”[18].
Sin embargo y en contra de este punto de vista, hay
que decir que Tomás de Aquino no tiene en cuenta que, aunque se puede querer y
no querer en razón del bien o de la ausencia de bien, en cuanto los bienes se
nos muestran como diversamente valiosos, la voluntad se inclina necesariamente
por aquel bien que se le presenta como el mejor (aunque sólo lo sea
desde un punto de vista subjetivo).
Quizá un ejemplo pueda servir para aclarar los
problemas que encierra la doctrina tomista: Si deseáramos conseguir la mayor
cantidad posible de dinero y algún millonario generoso (?) nos ofreciese la
posibilidad de elegir entre dos cheques auténticos, uno de 1.000.000 € y otro
de 1€, aunque cualquiera de estas posibles elecciones se relacionaría con un bien,
nuestra elección se inclinaría por el primero -aunque también tendría un
carácter limitado-. Sin embargo, si tales cheques estuvieran metidos en
el interior de un sobre, de forma que no pudiéramos tener la seguridad de cuál
de ellos contenía la cantidad mayor, podríamos equivocarnos y elegir el de 1€,
lo cual no demostraría que nuestra auténtica preferencia fuera ésa, sino que no
habíamos dispuesto de medios adecuados para reconocer cuál era el sobre que
contenía el cheque preferido.
Tomás de Aquino reconoce que todo lo que es objeto
de elección lo es en cuanto la razón lo presenta como bueno, y ése es el motivo
por el cual afirma que el hombre quiere la bienaventuranza necesariamente,
en cuanto la razón no puede aprehenderla como mal. En consecuencia, el
determinismo representado por el bien absoluto seguiría existiendo, en
cuanto la capacidad para elegir o no elegir sólo sería la manifestación
de la incapacidad del hombre para valorar con total objetividad el grado de
bondad o maldad existente en sus diversas posibilidades de elección, de manera
que, si su razón fuera capaz de una clarividencia plena acerca de dicha bondad
o maldad, elegiría necesariamente aquello que aprehendiera como bueno y,
en consecuencia, estaría determinada por ese bien objetivo.
Por otra parte, si la elección se realizase sin
motivo, sería azarosa, y no tendría sentido llamarla libre. Tomás
de Aquino, comprendiendo esta dificultad, trata de justificar la elección de
cada momento a partir del modo de ser de la propia naturaleza (“qualis
unusquisque est, talis finis videtur ei”[19]),
pero, aunque de este modo pretende superar el determinismo derivado de
la atracción del bien, sin embargo sólo consigue dar una visión más completa de
él, en cuanto hace derivar de esa naturaleza la elección de la voluntad.
Finalmente,
para librarse del determinismo que deriva de la propia naturaleza, Tomás de
Aquino afirma que, aunque la elección esté determinada por la naturaleza de
cada uno, sin embargo esa naturaleza ha sido también objeto de elección. Pero
esta “solución” presenta nuevas dificultades, pues, en primer lugar, nadie
elige su propia naturaleza -pues toda elección se produce a partir de la
posesión de una naturaleza inicial-, y, en segundo lugar, aceptando que dicha
elección fuera posible, nuevamente surgiría el dilema de que o bien habríamos
elegido la propia naturaleza por un motivo –y en ese caso sería ese motivo el
que habría determinado la elección de dicha naturaleza o bien la habríamos
elegido sin motivo alguno -y en tal caso volveríamos nuevamente a una
interpretación basada en el azar-. De este modo, la libertad sería
una palabra vacía de contenido, ya que o bien sería equivalente a determinismo,
o bien sería equivalente a azar.
Por otra parte, cuando Tomás de Aquino trata del
tema de la omnipotencia divina, en lugar de intentar salvar la responsabilidad
humana, defiende un planteamiento absolutamente determinista.
a) Así, por ejemplo, en los capítulos 89 y 90 del
libro III de la Suma contra los gentiles, Tomás de Aquino, criticando a Orígenes
(185-254), defiende la tesis de que Dios no sólo es la causa de la
existencia de la voluntad humana como potencia, sino también la
causa de las elecciones concretas de la voluntad:
“Algunos, no entendiendo cómo Dios puede
causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se
empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades. Y así decían que Dios
causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la
potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o
aquello. Así lo expone Orígenes [...]. De esto parece haber nacido la opinión
de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el
libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los sucesos
exteriores. Pues quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo,
enriquecerse o edificar, no siempre lo podrá alcanzar [...]. Todo lo cual, en
verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se
dice en Isaías: Todo cuanto hemos hecho lo has hecho tú, Señor. Luego no sólo
recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación”[20].
Así
pues, la perspectiva de teólogos como Orígenes acerca del acto
voluntario salvaría la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina.
Su punto de vista se podría reflejar de acuerdo con el siguiente esquema:
Potencia de querer à Elección de la voluntad à Acto físico
Potencia de querer à Elección de la voluntad à Acto físico
(Voluntad) ↑ ↑
↑ Hombre |
| -¿LIBERTAD?- |
| |
|_________________ DIOS
_____________|
MINISMO-
Sin embargo, desde la
perspectiva de Tomás de Aquino se salvaría la omnipotencia divina pero no la
libertad humana. El esquema correspondiente a este punto de vista sería el
siguiente:
Potencia de querer à
Elección à Acto físico
↑_____________↑__________↑
DIOS
-DETERMINISMO-
Insistiendo en este mismo punto de vista, añade
Tomás de Aquino un poco más adelante:
“Dios es causa no sólo de nuestra
voluntad, sino también de nuestro querer”.
O, lo que es lo mismo,
Dios es causa de la existencia de nuestra voluntad o capacidad para tomar las
decisiones que en cada momento tomamos, pero a la vez es causa de que queramos
realizar una acción u otra.
Y en el capítulo
siguiente concluye así:
“Por consiguiente, como Él es la causa
de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están
sujetas a la divina providencia”.
Es decir, en cuanto Dios es causa de la existencia de nuestra voluntad
o capacidad de querer y en cuanto es causa igualmente de que queramos esto o
aquello, es igualmente la causa de las elecciones concretas que en cada momento
realicemos como consecuencia de nuestro querer –que no es otro que lo que Dios
quiere que queramos-.
b) El tema de la libertad
se enfocó también en el cristianismo desde la problemática de la “salvación” y
la de la “predestinación”, y en estas cuestiones, frente a otras opiniones
“heterodoxas” como la de Pelagio (360-425), que había defendido la tesis
de que el hombre se salva por sus méritos y se condena por sus culpas, venció
la tesis de que toda salvación viene de Dios y no de los méritos procedentes
del buen uso de la libertad por parte del hombre; y, complementariamente, la
idea de que Dios ha predestinado a los hombres desde la eternidad para su
salvación o reprobación.
Mediante esta tesis quedaba a salvo la omnipotencia
divina, aunque el protagonismo del hombre respecto a los actos realizados por
él así como el valor de tales actos desaparecían por completo.
Sin embargo, los planteamientos tomistas -al igual
que los de Agustín de Hipona- se mantuvieron en esta línea “ortodoxa”, y
contribuyeron a su fijación como doctrina oficial de la iglesia católica.
Así, por lo que se refiere al tema de la
salvación, santo Tomás, criticando a Pelagio, considera que el hombre es
incapaz de conseguir la bienaventuranza por sus propios méritos y que sólo el
auxilio divino puede llevarle a alcanzar este objetivo[21];
que nadie merece por sí mismo dicho auxilio[22];
y que desde la eternidad Dios determinó a quiénes concedería dicho auxilio y a
quiénes lo negaría para que en unos casos brillase su misericordia y en otros
su justicia (?):
“Mas como quiera que Dios, entre los
hombres que persisten en los mismos pecados, a unos los convierta previniéndolos
y a otros los soporte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de
investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto
depende de su simple voluntad, del mismo modo que dependió de su voluntad el
que, al hacer todas las cosas de la nada, unas fueran más excelentes que otras;
tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma
materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para
usos bajos”[23].
Por lo que se refiere
de manera más concreta al tema de la predestinación, la postura de Tomás
de Aquino es idéntica a la de los luteranos y los calvinistas en cuanto
defiende que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por
Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina esté a
su vez causada por los méritos del hombre:
“Y como se ha demostrado que unos,
ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último,
y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo
que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría
[...], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios
desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos
desde la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó
[...] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se
dice que los reprobó o los odió [...] Y puede también demostrarse que la
predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méritos humanos, no
sólo porque la gracia de Dios, que es efecto de la predestinación, no responde
a mérito alguno, pues precede a todos los méritos humanos [...] sino también
porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se
hace; y nada puede ser causa de la voluntad y providencia divinas”[24].
Por
extraña y absurda que pueda parecer la doctrina de la predestinación,
hay que tener en cuenta que sólo ella -tal como Tomás de Aquino comprendió-
podía dejar a salvo la omnipotencia divina, ya que, de lo contrario, la
voluntad divina quedaría subordinada a las acciones y a los méritos del
hombre; sin embargo, esta doctrina tiene el inconveniente de convertir al
hombre en una especie de marioneta cuyas acciones sólo aparentemente son suyas
y, por lo tanto, no deberían repercutir en ninguna clase de mérito o de culpa
por cuanto en último término no dependerían de él sino de la voluntad de
Dios.
En el siglo XVI los teólogos españoles Domingo
Báñez, dominico, y Luís de Molina, jesuita, entablaron una polémica con la
intención de encontrar una solución que salvase a un tiempo la omnipotencia
divina y la libertad humana. Pero, como era lógico, la discusión no alcanzó un
final feliz; la solución de Báñez se inclinaba, como la de Tomás de Aquino, a
salvar la omnipotencia divina, anulando la libertad del hombre, mientras que la
de Molina se inclinaba, como la de Orígenes o la del también jesuita Francisco
Suárez, a salvar la libertad humana, anulando la omnipotencia divina. Como no
hubo forma –ni podía haberla- de encontrar una solución satisfactoria, en el
año 1594 el papa Clemente VII prohibió que siguieran las discusiones, aunque no
se atrevió a condenar ninguno de ambos puntos de vista.
Una consecuencia de la imposibilidad de salvar la
libertad humana si se afirmaba la omnipotencia divina era que la responsabilidad
humana deja de tener sentido y, en consecuencia, debían desaparecer todas
aquellas doctrinas derivadas de aquella supuesta responsabilidad, como
las referentes a las ideas de mérito, culpa, premio o castigo.
Como esta contradicción entre una omnipotencia
divina limitada por los actos humanos libres y una libertad humana sometida a
una omnipotencia divina tendría repercusiones radicalmente peligrosas para la
supervivencia de las confesiones religiosas que aceptasen estas doctrinas
contradictorias entre sí, los teólogos aplicaron a ellas –al igual que a muchas
otras- el calificativo de “misterio”, el cual hace referencia a una doctrina
incomprensible para la limitada capacidad humana y sólo comprensible por Dios.
Este recurso al “misterio” ha sido una tónica de la jerarquía católica que lo
ha aplicado a aquellas doctrinas en las que ha descubierto su incongruencia con
otras simultáneamente afirmadas, o a aquellas otras de las que ha descubierto
su carácter contradictorio. Mediante la consideración de que determinada
doctrina tiene el carácter de “misterio” se considera que tal doctrina debe ser
aceptada por un acto de fe, lo cual implica una renuncia a su
comprensión y una aceptación de su verdad mediante un acto de sugestión
programado insistente y convenientemente por la jerarquía religiosa y por los
sacerdotes mediadores, que tratan así de “blindar” sus doctrinas
contradictorias contra cualquier planteamiento racional que pretenda poner en
evidencia su falsedad, lo cual obligaría a los dirigentes de la organización
católica a reconocer sus errores dejando en evidencia su carácter falible
simplemente humano y no inspirado en una supuesta “infalibilidad” del Papa en
comunicación con el “Espíritu Santo”.
El concepto de “misterio” es complementario del
concepto de “dogma”, entendido como una doctrina que se afirma como
absolutamente verdadera, que no es racionalmente demostrable y que debe ser
creída y aceptada por el “fiel” para no ser excluido de la organización y de la
“bienaventuranza eterna” (?), a pesar de tratarse de doctrinas contrarias a la
razón o sencillamente incomprensibles.
Los “dogmas” plantean el insoluble problema de cómo
se puede saber que una doctrina teológica es verdadera sin saber al mismo
tiempo por qué lo es, en cuanto no sea demostrable y en cuanto además llegue a
ser contradictorio, como sucede en muchas ocasiones, poniendo en evidencia la
mendacidad y el carácter embaucador de los dirigentes de la organización que
deciden qué doctrinas hay que aceptar como dogmas, aprovechándose de la buena
fe y de la ingenuidad de sus “fieles” para acostumbrarles a atrofiar su
inteligencia para poder así manipular mejor sus mentes.
[14] Tomás de
Aquino: Suma Teológica, I, q. 28, a. 2. En este mismo sentido dice más
adelante que “La voluntad es un apetito racional” y que “todo apetito es sólo
del bien” (I-II, q. 8, a. 1).
[15] Suma
Teológica, I-II, q. 9, a. 6.
[16] Suma Teológica,
I-II, q. 10, a. 2.
[17] Suma
Teológica, I, q. 28, a. 2.
[19] Suma
Teológica, I-II, q. 13, a. 6.
[20] Suma contra los gentiles,
III, capítulos 89 y 90.
[21] Suma
Teológica, I, q. 83, a. 1.
[23] O.c., c. 149.
[24] O.c., c. 163. La influencia de Pablo de Tarso sobre estos planteamientos parece evidente, pues en su Epístola a
los Romanos escribió lo siguiente: “¿Acaso la figura plasmada dirá a su
plasmador: ‘¿por qué me hiciste así?’ ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el
barro para hacer de la misma masa un vaso para honor y otro para afrenta? (Romanos, 9:20-21). Por
su parte, Nietzsche critica estos planteamientos cuando escribe: “Demasiadas
cosas le salieron mal a ese alfarero que no había aprendido suficientemente el
oficio. Pero eso de vengarse en sus cacharros y en sus criaturas, porque le
habían salido mal a él, eso fue un pecado contra el buen gusto” (Así
habló Zaratustra, p. 289.
Planeta-De Agostini, Barcelona, 1992).