domingo, 7 de diciembre de 2008

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES
DE
LA IGLESIA CATÓLICA
(XVII)

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
17. La contradicción según la cual la infinita bondad divina habría determinado que María naciera sin pecado y que después de su muerte fuera llevada al cielo en cuerpo y alma, pero no fue lo “suficientemente infinita” como para que esas mismas gracias alcanzasen al resto de los mortales.
En efecto, por lo que se refiere al “dogma de la inmaculada concepción”, después de casi 19 siglos de cristianismo, en el año 1854 el “papa Pío IX”, jefe supremo de la jerarquía católica, “se enteró” y en consecuencia declaró como dogma de fe la doctrina según la cual María, madre de Jesús, nació sin “pecado original”, pecado con el que, según la jerarquía católica, nace el resto de la humanidad. Y, por lo que se refiere al dogma de la “asunción de María” al cielo en cuerpo y alma, se trata de una doctrina todavía más reciente que la anterior, pues sólo desde el año 1950 la jerarquía católica ha llegado a enterarse –no sabemos cómo- de este “dogma”, según proclamó el jefe de la jerarquía católica, Eugenio Pacelli –alias Pío XII- en ese año.
En cuanto ambos dogmas son rechazables por idénticos motivos, se critica a continuación el “dogma de la inmaculada concepción” para añadir al final un breve comentario respecto al “dogma de la asunción”.
CRÍTICA: En relación con el dogma de la “inmaculada concepción” hay que decir que se trata de una doctrina ingenuamente absurda, pues, si nacer con dicho pecado es un mal, si el amor de Dios a toda la humanidad es infinito y si su omnipotencia le permitió conceder a María nacer sin pecado, esa misma omnipotencia y amor infinito debieran haberle bastado para conceder la misma gracia a toda la humanidad, en lugar de sacrificar en la cruz a su hijo hecho hombre, como si Dios-padre no hubiese podido conceder su perdón sin necesidad de sacrificio alguno.
¿Tiene sentido considerar que Dios amaba a su madre de un modo “más infinito” que al resto de la humanidad, de forma que sólo a ella quiso y pudo concederle la “gracia” tan especial de nacer sin pecado? Pero, si la concesión de tal “gracia” era consecuencia del amor infinito de Dios a María, madre de su hijo, y si el amor de Dios a los hombres era también infinito, entonces, si pudo librar a la María de nacer en pecado, ¿tiene sentido considerar que el poder y el amor de dicho Dios no hubiese podido extenderse hasta el conjunto de la humanidad, permitiendo que, al igual que María, todos nacieran sin pecado? ¿Tiene sentido la simple idea de que pueda haber un infinito mayor que otro por lo que se refiere al grado del supuesto amor divino hacia la humanidad? Conviene tener en cuenta además que ese dogma, ¡declarado hace menos de 200 años!, convierte todavía en más absurda la doctrina de “la Redención”, según la cual Dios tuvo que hacerse hombre, padecer y morir en una cruz para conseguir el perdón a la humanidad de aquel supuesto “pecado original” con el que, en cualquier caso, nada tuvimos que ver.
Por ello y ante esta incoherente doctrina o ante el absurdo de que Dios sólo tuviese poder para efectuar una única excepción respecto a la herencia de tal pecado, surge la pregunta de por qué durante casi 2.000 años de existencia del Cristianismo a nadie se le ocurrió la idea de considerar que María naciera con tal gracia especial y ni siquiera al propio Dios católico se le ocurrió comunicar una noticia tan interesante.
Como ya se ha indicado en un capítulo anterior, la existencia de toda una serie de “dogmas” que el jefe de turno de la jerarquía católica va promulgando cada cierto tiempo es sólo una muestra del interés de esta jerarquía por seguir manipulando sus doctrinas según lo considere conveniente para sus intereses, pues resulta incomprensible que, en el supuesto de que Dios existiera y hubiera juzgado conveniente enviar algún mensaje especial a la humanidad, no lo hubiese enviado cuando su supuesto hijo vino al mundo sino que vaya enviándolo a cuentagotas, de manera que la humanidad existente en los primeros siglos del Cristianismo no se habría enterado de que María nació sin pecado original ni de que fue llevada al Cielo en cuerpo y alma, y sólo quienes han vivido a partir de la segunda mitad del siglo XX se han podido enterar de éste último dogma.
Por otra parte, de nuevo el antropomorfismo se presenta aquí como una de las causas de estas doctrinas, un antropomorfismo que presenta a Dios como un déspota que exige sacrificios para poder perdonar, que caprichosamente perdona a una mujer y que sólo perdona al resto de sus súbditos desde el previo cumplimiento del sacrificio de un hombre especial, un hombre que a la vez tuvo que ser hijo de Dios, pues ¡la misericordia divina infinita era insuficiente para perdonar directamente a la humanidad!, ni bastaba el sacrificio de un hombre cualquiera, pues el valor del hombre era tan insignificante que era necesario un sacrificio especial, el sacrificio del “Hijo de Dios”, cuyo valor sí era infinito en cuanto también era Dios. Pero, claro, esta perspectiva se basa en la contradicción de afirmar la teórica infinita misericordia divina para luego olvidarla cuando debía haber quedado de manifiesto mediante el perdón incondicionado de aquel supuesto pecado.
Otra causa importante de este dogma puede haber consistido en la necesidad sentida por la jerarquía de esta organización de introducir algún elemento seductor en sus doctrinas, como la de la casi deificación de una mujer, ¡“la madre de Dios”!, que bajo distintas advocaciones ha conseguido inspirar tal devoción en los últimos siglos que ha dado lugar a la construcción de diversos santuarios y centros de peregrinación en diversas regiones del planeta (Lourdes, Fátima, Guadalupe, Zaragoza…) para la obtención de milagros y gracias especiales en cuanto la jerarquía católica la presenta como “madre intercesora” que concede a sus fieles aquellas peticiones y milagros para los que, al parecer, la infinita misericordia divina sería contradictoriamente insuficiente e inflexible. Curiosamente esa generosidad milagrera de “la madre de Dios” se daría en esas regiones del “primer mundo”, como Francia, Italia y Portugal, pero no en los lugares que más lo necesitarían, como en África, donde el hambre, la enfermedad y la miseria son tales que sus habitantes no sólo no tienen medios para ir a Lourdes a pedir algún milagro sino que ni siquiera lo tienen para obtener el alimento de cada día. Así que en este punto la arrogancia mema de quienes cada año acuden a Lourdes es realmente inefable al considerar que “la madre de Dios”, si existiera, iba a estar más pendiente de los problemas de quienes asistieran a Lourdes o a Fátima que de los que cada día mueren en medio de la más absoluta miseria y, evidentemente, si no tienen medios para subsistir cada día, tampoco disponen de ellos para acudir a dichos centros de negocio milagrero.
De acuerdo con la mentalidad ignorante de quienes acuden a Lourdes a esperar un milagro, podría pensarse que la causa de que la miseria de África no desaparezca se relaciona con la falta de unos cuantos lugares estratégicos en los que la gente pudiera ir a implorar un milagro a la “Virgen”, y no con la falta real de alimentos y de medios adecuados para salir de la miseria. Así, si todo ese montaje teatral sirviera para otros milagros distintos a los del propio enriquecimiento de la jerarquía católica y a los del enriquecimiento de los boyantes comercios, hoteles y restaurantes de estos lugares, si la acción milagrosa de María no pudiera ejercerse más que por medio de santuarios tipo Lourdes, la jerarquía católica, que tanto se preocupa de toda la liturgia teatral de Lourdes o de Fátima, haría bien en preocuparse por construir los correspondientes santuarios a María en aquellos lugares habitados por quienes se encuentran en la más absoluta miseria a fin de que éstos pudieran acercarse a ellos para pedir y obtener de ella la solución de sus problemas, pues no parece especialmente justo ni misericordioso que “la madre de Dios” sólo se acuerde de los ricos del “primer mundo” y se olvide de quienes cada día sufren y mueren en medio de la miseria más absoluta.
Pero lo más probable es que María no sea responsable de nada de lo que pasa ni de lo que deja de pasar. Lo más probable es que, si la jerarquía católica no construye santuarios milagreros en esos lugares de África, es precisamente porque, al encontrarse una gran parte de ese continente en la más absoluta indigencia, sabe que, además de que el cuento de los milagros es sólo eso, un cuento, su inversión económica en tales lugares no le iba a resultar precisamente rentable, pues esos pueblos que mueren de hambre difícilmente iban a tener dinero para gastarlo en la construcción de santuarios y en las consiguientes limosnas a la jerarquía católica. Así que –diría la jerarquía católica- “¡quien quiera milagros, que los pague!”.
En segundo lugar y en relación con el dogma de la “asunción de María”, hay que decir que implica igualmente una contradicción por lo que se refiere al amor infinito de Dios al conjunto de la humanidad, pues, si la concesión de tal gracia a María era mejor que su resurrección futura –como dicen que nos sucederá al resto de los mortales-, en tal caso es incompatible con el amor infinito de Dios que no concediera esa gracia al resto de los humanos, ya que un amor infinito no admite grados y, por ello, sería absurdo considerar que el amor infinito de Dios a María era más infinito que su amor al resto de los mortales y que por eso le concedió una gracia que no quiso concedernos a nosotros.
Es incomprensible, por otra parte, que una doctrina tan extraordinaria como ésta haya permanecido desconocida para el conjunto de cristianos que vivieron y murieron antes del año 1950, año en el que el señor Pacelli la presentó a sus fieles, de manera que sólo nosotros, quienes estamos viviendo después de ese año, hemos tenido el privilegio de conocerla para nuestra alegría y tranquilidad espiritual. Y resulta ciertamente sospechoso de simple oportunismo táctico que hayan tenido que pasar más de 1900 años de cristianismo para que el Espíritu Santo se decidiera a comunicar a la jerarquía católica -y, a través de ella, a los demás creyentes- una doctrina de tal calibre.

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