lunes, 2 de noviembre de 2009

R. DESCARTES,
HIJO PÓSTUMO
DEL FIDEÍSMO MEDIEVAL











Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía



R. DESCARTES
***
HIJO PÓSTUMO
DEL
FIDEÍSMO MEDIEVAL



























ÍNDICE GENERAL
IINTRODUCCIÓN………………………………………….…..….p. 7
1. DESCARTES: SU VIDA Y SU ÉPOCA………...…..……..….p. 15
1.1. Cronología de la época y de la vida de Descartes…...………....p. 21
2. ASPECTOS PERSONALES, EDUCACIONALES Y
SOCIALES QUE CONDICIONARON SU OBRA……...………p. 63
2.1. Megalomanía……………………………………………...……p. 66
2.2. Otros aspectos de su personalidad…………………..……...…..p. 70
2.2.1. Arrogancia………………………………………………........p. 70
2.2.2. Admiración por la “nobleza de sangre”……………….…......p. 74
2.2.3. Dogmatismo………………….………………………………p. 78
2.2.4. Derroche…………………….………………………….…….p. 78
2.2.5. Frivolidad……………………………………………….……p. 82
2.2.6. Servilismo…………….…………………………..…….……p. 83
2.2.7. Instrumentalización de personas...……..……………….……p. 87
2.2.8. Mendacidad………………………………….………….........p. 98
2.2.8.1. Ocultación de fuentes………………………………..……p. 105
2.2.8.2. Tendencia a la fabulación………………………..……......p. 107
2.2.9. Menosprecio hacia la mujer…..……………………….……p. 110
3. MÉTODO Y SISTEMA……………….……………….……...p. 127
3.1. La duda metódica…………………….………………….……p. 130
3.1.1. La duda artificiosa
sobre la existencia de la realidad externa…………………….……p. 130
3.1.2. La duda artificiosa
sobre las verdades matemáti¬cas………….……….……………….p. 137
3.1.3. Duda metódica y religión………….…………….………….p. 138
3.1.4. La duda metódica y los primeros conocimientos….….…….p. 140
3.2. “Cogito, ergo sum”…………………………..……………......p. 145
3.2.1. El cogito, la evidencia y el principio de contradicción……..p. 146
3.2.2. El cogito y la intuición………………………………….......p. 148
3.2.3. El cogito y el principio de contradicción……………….......p. 153
3.2.4. El cogito y la regla de la evidencia…………………………p. 161
3.2.5. Críticas al cogito………………………………….….……..p. 169
3.2.6. Antecedentes del cogito cartesiano………………….….......p. 177
3.3. A. Arnauld: Su objeción a la fundamentación de la
regla de la evidencia y a la demostración de la existencia
de Dios a partir de dicha regla……………………………..….......p. 174
3.4. Francisco Sánchez, “despertador de Descartes”………..…….p. 200
4. LA EXISTENCIA DEL DIOS DEL CRISTIANISMO…......p. 203
5 EL “RACIONALISMO” TEOLÓGICO…………………......p. 219
5.1. El concepto de sustancia y Dios…………………………........p. 222
5.2. El “racionalismo” teológico y la res cogitans…………..…….p. 225
5.2.1. Realidad, independencia e inmortalidad del alma………......p. 231
5.2.2. La conexión entre el alma y el cuerpo………………….......p. 234
5.2.3. La res cogitans y la libertad…………………………….......p. 251
5.3. El “racionalismo” teológico y la res extensa……………........p. 281
5.3.1. Las Matemáticas y la Física…………………………….......p. 284
5.3.2. Formación y límites del Universo. La teoría de los
torbellinos………………………………………………………….p. 295
5.3.3. El Universo como realidad “indefinida”………………........p. 299
5.3.4. Las leyes del Universo……………………………….……..p. 303
5.3.5. El mecanicismo…………………………………….……….p. 311
5.3.6. Las leyes de la Física……………………………….……….p. 313
5.3.6.1. El principio de conservación de la cantidad
de movimiento y la deducción de otras leyes…………….……….p. 322
5.3.7. Conservación del Universo……………………….……......p. 331
5.3.8. Aspectos más relevantes de la obra cartesiana
en la Filosofía y en la Ciencia…………………………….……….p. 334
5.3.9. “No hay nada en todo este mundo visible o sensible
sino lo que he explicado”…………………………………….........p. 341
6. “PHILOSOPHIA, ANCILLA THEOLOGIAE”..…………..p. 343
6.1. La subordinación de la razón a la fe………………………......p. 343
6.1.1. Irracionalismo fideísta………………………………..…......p. 351
6.1.2. El valor de la fe……………………………………..………p. 356
6.2. La Religión………………………………………………........p. 363
6.2.1. Ortodoxia………………………………….………….……..p. 375
6.2.2. Heterodoxia…………………………………………..…......p. 367
6.3. Ambigüedad religiosa………………………………….…......p. 376
6.3.1. El enfoque hagiográfico de Rodis-Lewis
sobre Descartes…………………………..……………….….........p. 376
6.3.2. La importancia de la religión
en la vida de Descartes…………………………………………….p. 379
ÍNDICE ONOMÁSTICO…………………..……………………p. 389












INTRODUCCIÓN
Al margen de sus méritos como matemático y como científico, desde hace ya tiempo se considera a René Descartes (1596-1650) como el creador de la corriente racionalista de los siglos XVII y XVIII, como el fundador de la Filosofía moderna y como un filósofo de extraordinaria valía por haber liberado al pensamiento filosófico de su férrea dependencia de la tradición anterior y, en es¬pecial, de la Filosofía Escolástica.
En este trabajo no se va a hablar de los muy discutibles méritos que hayan podido hacerle acreedor a tales títulos sino de una serie de aspectos de su obra que muestran el sorprendente y lamentable uso que hizo de esa razón que en teoría tanto valoró, defendiendo absur¬das doctrinas sin un análisis crítico serio, que en una gran medida se correspondían con prejuicios religiosos asumidos por el pensador francés como consecuencia de su formación en un entorno religioso ligado al catolicismo. Tanto el método como el sistema cartesiano están viciados ab initio por la subordinación que mantienen res¬pecto a las doctrinas de la iglesia católica, hasta el punto de que el completo fracaso en la justificación de su método y de su sistema tienen como causa más importante la de haber pretendido funda¬mentar en Dios tanto el uno como el otro, proyectando construir el segundo desde el supuesto de una inmutabilidad divina de la que tuvo la osadía de pretender haber deducido las leyes del Universo.
Por ello, si al pensador francés se le ha considerado como “pa¬dre del Racionalismo” y como “padre de la Filosofía Moderna”, con mucho mayor motivo habría que considerarlo como padre del irracionalismo teológico moderno y como hijo póstumo del fideísmo medie¬val, porque, entre otros muchos motivos, se atrevió a defender la Revelación como fundamento de todas las verdades por encima de toda razón, y porque tuvo la frivolidad de defender el círculo vicioso según el cual:
“Es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque vienen de Dios” ,
y en cuanto proclamó igualmente:
“Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la Igle¬sia” .
Afirmó igualmente la existencia de verdades reveladas sin haber explicado en ningún momento cómo sabía que tales verdades existían, proclamando, al igual que Tomás de Aquino, que
-“las verdades reveladas [...] están por encima de nuestra inte-ligencia” ,
- “todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento” , y
-la revelación divina “nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible” .
Su actitud de lacayo fiel de la jerarquía católica puede comprobarse en muy diversas ocasiones. Así, cuando Galileo fue condenado por la jerarquía católica por su defensa del heliocentrismo, doctrina que Descartes compartía, le escribió a Mersenne:
“He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para pres¬tar obediencia a la Iglesia, puesto que ha proscrito la opi¬nión de que la Tierra se mueve” .
Resulta sarcástica la tradición que ha determinado que a este “teólogo” francés se le conozca como “padre del racionalismo”, en cuanto se atrevió a afirmar que tanto el principio de contradicción como las verdades matemáticas dependían de la voluntad del dios católico, de manera que, si él lo hubiera querido, dicho principio no habría tenido valor, al igual que los radios de una circunferencia podrían haber sido desiguales, o la suma de 2 + 3 hubiera podido ser 18 ó 375, o que los ángulos de un triángulo no hubiesen sumado 180 grados.
Como consecuencia de su megalomanía y de aquella primera verdad del cogito, Descartes pretendió demostrarlo todo: la existencia del alma como realidad independiente del cuerpo, su carácter inmaterial, su relación con el cuerpo y su inmortalidad. Pretendió igualmente demostrar la existencia del dios católico, el cual debía, de manera paradójica, garantizar el valor del método y servir de explicación de la existencia y del modo de ser del Universo. Sin embargo, sus argumentaciones estuvieron llenas de sofismas y de razonamientos en círculo, de las que resulta casi impensable que no fuera consciente y su megalomanía oscureció hasta tal punto su sensatez que se atrevió a afirmar:
“No hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado”
Los planteamientos cartesianos contribuían así a que la Filosofía continuara siendo “la sierva de la Teología” en lugar de ser una auténtica aspiración al conocimiento.
A lo largo de este trabajo se hace referencia a una parte importante de las aventuradas doctrinas y argumentaciones cartesianas, y se intenta averiguar algunas de las causas psicológicas y sociales que propiciaron que este pensador, tan bien capacitado intelectualmente para las Matemáticas, incurriese en errores tan graves y realizase afirmaciones tan absurdas que, como luego se verá, casi desde el principio destruyeron la coherencia de su método y la consistencia de su sistema.
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Según cuenta en el Discurso del Método, decepcionado por las enseñanzas recibidas a lo largo de su juventud, Descartes pretendió reconstruir la Filosofía como un conocimiento absolutamente seguro, partiendo de un método que le ayudase a conducir bien su razón de modo que pudiera llegar al conocimiento de todo aquello para lo cual estuviera capacitado, sin aceptar nada que no fuera absolutamente evidente.
Tal objetivo era muy ambicioso, y el filósofo francés consiguió, efectivamente, algunos resultados importantes en su búsqueda de ese método, partiendo de sus reflexiones acerca del procedimiento que había utilizado en sus investigaciones matemáticas, de manera que primero en su obra Reglas para la dirección del espíritu y después en el Discurso del método intentó plasmar dicho método a fin de reconstruir el conjunto del conocimiento desde unas bases firmes que lograsen superar los planteamientos escépticos introducidos en el si¬glo XVI por influencia de pensadores como Michel Montaigne (1533-1592), Pierre Charron (1541-1603) y Francisco Sánchez (1551-1623). Al parecer, la eficacia que tuvo la aplicación de dicho método en las Matemáticas y en algunos aspectos de la Física des¬lumbró al pensador francés hasta el punto de llevarle a considerar que podía servirle igualmente como auténtica piedra de toque para el avance del conocimiento en general.
Sin embargo, la inclusión en dicho método de un criterio de verdad como el de la evidencia, la postergación de la experimenta¬ción, el círculo vicioso consistente en la pretensión de demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia, a la vez que la pretensión de fundamentar la regla de la evidencia en la existencia de Dios y su adopción de las supuestas cualidades divinas de la inmutabilidad y de la omnipotencia como principios a partir de los cuales deducir las leyes del Universo representaron puntos de partida absurdos que le condujeron a otros errores muy graves en todos los terre¬nos, tanto en los de carácter metodológico como en los de carácter sistemático, y tanto en el filosófico como en el científico.
Por otra parte, en los planteamientos del pensador francés hay incoherencias asombrosamente graves que no son consecuencia de los errores anteriores, relacionados con la aplicación de la regla de la evidencia y de la idea de Dios como principios para reconstruir el conjunto de la Filosofía, sino que derivan de la peculiar personalidad del pensador francés, de su aceptación acrítica de una serie de doctrinas religiosas asumidas en su infancia, del mismo ambiente religioso en cuyo contacto transcurrió su vida, y también de su asombrosa ligereza argumentativa, por la que, a pesar de su teórica exigencia del rigor más absoluto en la búsqueda de la evidencia, en la práctica llegó a aceptar evidencias subjetivas extremadamente alejadas de auténticas verdades objetivas.
Las repercusiones de su interpretación teológica del Universo fueron especialmente negativas en su filosofía, de manera que, paradójicamente, el pensa¬dor que había preconizado la exigencia de la evidencia más absoluta a la hora de aceptar como verdad un supuesto conocimiento en la práctica actuó de manera irracionalmente contraria respecto a tal exi-gencia, asumiendo como verdad toda una serie de doctrinas de las cuales, si acaso, lo que podría decirse es que eran simples afirmacio¬nes dogmáticas obtenidas mediante razonamientos circulares clara¬mente absurdos o por ser meras creencias religiosas afirmadas sim¬plemente como consecuencia de la presión cultural, política y social ejercida por la jerarquía católica en el ambiente en que se formó el pensador francés.
En líneas generales los estudios acerca de la filosofía cartesiana suelen estar cargados de alabanzas hacia este pensador a causa de sus esfuerzos por conseguir para la Filosofía un despegue respecto a su dependencia de la tradición de la Escolástica y, en general, respecto a toda la filosofía anterior como de un lastre que le impedía lograr un auténtico progreso que le llevase a convertirse en un conocimiento seguro. Sin embargo y reconociendo que esto sea cierto en una importante medida, lo que llama la atención de manera especial es descubrir que los críticos en general hayan incidido tan poco en el análisis de las múltiples incoherencias en que incurrió el pensador francés, tanto por su estrepitoso fracaso a la hora de fundamentar su método como por no haber sido consecuente con las exigencias que emanaban de él, de manera que podría decirse con seguridad que el sistema filosó¬fico cartesiano es uno de los peores ejemplos que pueden encontrarse por lo que se refiere a la aplicación de su propio método. No es ajeno a este hecho que la regla principal de dicho método, la regla de la evidencia, fuera un total desacierto a la hora de justificar los diversos conocimientos, con excepción de los de carácter formal, como las Matemáticas y la Lógica, en cuanto el auténtico fundamento de las evidencias de estas ciencias derivan del principio de contradicción y no requieren para nada de la ayuda de la experiencia.
Por todo ello podría tener interés realizar un estudio acerca de las peculiaridades psíquicas del filósofo francés así como de las circuns-tancias sociales e históricas que le rodearon a fin de entender algunos de los condicionantes que repercutieron en los múltiples absurdos en que incurrió en la construcción de su Metafísica y de su Física, llenas de asombrosos dislates que de forma especialmente paradójica contrastan con los brillantes resultados que obtuvo en las Matemáticas
Por ello, a lo largo de los distintos capítulos de este trabajo se hará referencia a diversas cuestiones como las siguientes:
a) el contexto cultural, ideológico y político al que se ha hecho referencia,
b) los aspectos del carácter y de la personalidad de este pensador, en cuanto condicionaron su obra en una medida de¬cisiva,
c) la importancia trascendental que tuvo la doctrina católica en su filosofía,
d) la fundamentación de su método a partir de Dios junto con la crítica de las incoherencias que aparecen en ella;
e) los aspectos esenciales de su filosofía junto con las críticas correspondientes;
f) las incoherencias, los razonamientos circulares y las contradicciones en que incurrió el pensador francés como consecuencia de la debilidad de su método y como consecuencia de algunos rasgos de su personalidad, y del ambiente político y religioso en que vivió; y
g) finalmente, se hará referencia a los aspectos más claramente positivos de su pensamiento que, a pesar de todo, impulsaron el progreso de la Filo¬sofía y de la Ciencia.






































1. DESCARTES: SU VIDA Y SU ÉPOCA
René Descartes (1.596-1.650) nació en La Haye de Turena. Su padre, Joachim Descartes, tuvo cinco hijos de su primer matrimo¬nio: Pierre (nacido y fallecido en 1.589), Jeanne (nacida en 1.590), Pierre (nacido en 1.591 y bautizado con el mismo nombre que el primer hijo), René (nacido en 1.596) y otra hermana (nacida en 1.597) que falleció al nacer –a la vez que fallecía su madre-; tuvo además otro hijo de su segundo matrimonio, Joachim.
Descartes fue el tercer hijo del primer matrimonio –o el cuarto, contando ese primer hermano fallecido al nacer-. Cuando tenía un año, su madre murió como consecuencia de un parto, pero de manera extraña el filósofo francés comentó posteriormente a la princesa Elisabeth de Bohemia que su madre había muerto al día siguiente de nacer él. Sus primeros años transcurrieron con un tío abuelo en Châtelerrault, pues su padre, por motivos laborales relacionados con su cargo de consejero en el parlamento de Bretaña le impidieron, al parecer, mantener una relación afectiva normal con sus hijos. A los diez años ingresó en el colegio de jesuitas de La Flèche, uno de los más importantes de Europa en aquel momento, colegio destinado especialmente a la nobleza, aunque lo sufi-cientemente grande como para admitir en él a otra clase de alum¬nado. En este colegio recibió una formación muy completa en cultura clásica, en filosofía aristotélica y escolástica y en otras disciplinas de carácter científico. Sin embargo, en el Discurso del método criticó la formación recibida, no porque en otro colegio fuera mejor sino por¬que consideró que los conocimientos recibidos estaban mal funda¬mentados y carentes de una sólida base, con la única excepción de las Matemáticas, ciencia en la que más adelante Descartes brillaría por méritos propios.
Posiblemente influido por las críticas de los pensadores escépticos de la segunda mitad del siglo XVI (M. Montaigne, P. Charron, F. Sánchez), Descartes manifestó en el Discurso del método una profunda decepción respecto a la Filosofía al observar que, a pesar de que había
“sido cultivada por los más excelentes espíritus, […] sin embargo no [había] todavía en ella nada que no [fuera] tema de disputa” .
Y, en cuanto las demás ciencias derivaban de la Filosofía,
“juzgaba que no se podía haber construido nada que fuera sólido sobre fundamentos tan poco firmes” .
Acabados sus estudios primarios y secundarios, ingresó en la universidad de Poitiers, donde realizó dos cursos de Derecho obteniendo una licenciatura en 1616.
En 1618 marchó a Holanda y, cumpliendo con la tradición de la nobleza, se alistó al ejército, en este caso al de Mauricio de Nassau. Allí conoció a I. Beeckman, un matemático algo mayor que él con quien tuvo una amistad especialmente intensa y cuya influencia fue decisiva para la dedicación posterior de Descartes al estudio de las Matemáticas, para las que demostró tener unas facultades extraordinarias. Un año después, en 1619, marchó a Frankfurt a la coronación del emperador Fernando II y a continuación se alistó en el ejército del Maximiliano de Baviera. Según cuenta A. Baillet, primer biógrafo de Descartes, estando en Alemania Descartes tuvo tres sueños que debían ser determinantes de un cambio radical en su vida, abandonando el oficio de militar para dedicarse a la búsqueda de la Verdad. Sin embargo, tales sueños –al margen de lo que pueda haber de verdadero en el relato de Baillet- no surtieron el efecto deseado, al menos durante nueve años, que fueron los que tardó Descartes en retirarse a Holanda para dedicarse a la Filosofía y a la Ciencia. Durante los años que siguieron a tales sueños, Descartes vivió algún tiempo en París, donde adquirió fama de ser el mejor matemático de su tiempo y donde se relacionó con la corriente de los Libertinos o librepensadores, cuya actitud crítica inquietaba y desagradaba profundamente a la jerarquía católica.
En 1621 recibió la herencia de los bienes maternos. No se dispone de muchos datos acerca de la vida de Descartes durante los años que vivió en París, pero Baillet cuenta que, al margen de esta dedicación a las Matemáticas y a reunirse con sus amigos para discutir diversas cuestiones científicas y filosóficas, durante algún tiempo se dedicó al juego –y seguramente debió de ganar algún di¬nero con esa distracción-, pero finalmente consiguió abandonar esta afición que le alejaba de su actividad como pensador y como científico.
Durante esos años la familia planteó a Descartes la convenien¬cia de obtener un cargo como el de comisionado general para comenzar a ganarse la vida. Y, de hecho, en 1623 viajó a Italia con la finalidad de comprar dicho cargo, vacante por defunción del familiar que lo ocupaba. Sin embargo, Descartes no sentía ningún interés por el ejercicio del derecho y por eso regresó de Italia sin haber cum¬plido con el objetivo del viaje. Hacia el año 1625 se estableció en París. En ese año escribió a su padre para tratar nuevamente de la compra de un puesto de comisionado general, en este caso el de Châte¬llerault, que había ocupado anteriormente un tío abuelo suyo. En principio y con la finalidad de adquirirlo se vendieron algunas pro¬piedades familiares, pero al final desistió nuevamente de la idea de ocuparlo y con el dinero de las ventas marchó a París.
Allí se relacionó con algunos personajes importantes del clero católico, pero, al parecer, sus ideas, su convicción a la hora de defenderlas y probablemente algún serio contratiempo con el cardenal Bérulle determinaron que un buen día del año 1628 abandonase Francia de manera precipitada y se instalase en Holanda, cambiando frecuentemente de domicilio y procurando mantener en secreto cada una de las sucesivas residencias que iba ocupando, con la explicación poco creíble de que buscaba la soledad para poder dedicarse mejor a su labor como pensador y como científico. En este punto parece acertada la opinión de R. Watson, que considera que Descartes se sentía amenazado y que ése fue el motivo de que cambiase continuamente de residencia. Hay además algo que sugiere que el temor de Descartes pudo estar relacionaba de manera especial con el carde¬nal Bérulle, pues, justo cuando este falleció –un año después de la marcha de Descartes-, el pensador francés dejó de mantenerse oculto y apareció en Amsterdam, olvidando de inmediato aquella aparente obsesión por la soledad.
Una vez en Holanda y comprendiendo el peligro representado por el poder de la jerarquía católica, especialmente importante en Francia, donde el cardenal Richelieu llegó a ser primer ministro de Luís XIII desde el año 1624, Descartes, escarmentado al parecer por la situación que le obligó a emigrar a Holanda, decidió quedarse en ese país, permaneciendo en él durante el resto de su vida con la única excepción de los pocos meses que pasó en Estocolmo, invitado por la reina Cristina, lugar donde murió el 11 de febrero de 1650.
Dado el carácter pendenciero y orgulloso del pensador francés, aunque sus primeros años en Holanda fueron productivos en su tarea como filósofo y como científico, sin embargo fue creándose enemi¬gos entre los teólogos protestantes, hasta el punto de que sus enfrentamientos con ellos determinaron la prohibición de que su filosofía se explicase en las universidades holandesas.
En el año 1635 fue padre de una hija, Francine, de quien procuró ocuparse durante su corto tiempo de vida, ya que murió a los cinco años. Sin embargo, trató de mantener en secreto la existencia de esa hija, a quien llamaba “su sobrina”. También se ocupó de la madre, Helena Jans, actuando posteriormente al parecer como padrino de boda.
En el año 1640 había fallecido su padre y Descartes se apresuró a recoger la herencia que le correspondía, pues ya había agotado la de su madre. El dinero recibido le sirvió para seguir manteniendo un tren de vida muy poco austero, hasta el punto de que pocos años des¬pués se encontraba ya escaso de recursos económicos y tuvo que intentar obtener otra fuente de ingresos. Por este motivo buscó conseguir del gobierno de Luis XIV una pen¬sión, que efectivamente consiguió durante un año posiblemente gra¬cias a la mediación de su “amigo” Jean de Silhon.
En 1642 conoció a la princesa Elisabeth de Bohemia de quien se enamoró profundamente, hasta el punto de dedicarle sus Princi¬pios de la Filosofía, con un escrito al comienzo de la obra en el que su enamoramiento se mostraba con absoluta claridad. Su relación con la princesa tuvo el interés añadido de que hubo entre ellos una correspondencia realmente interesante desde el punto de vista filosófico, pues en sus cartas la princesa le planteó objeciones relacionadas con el problema de la libertad y con el de la interacción entre el cuerpo y el alma que Descartes intentó responder como supo, aunque de un modo deplorable, como no podía ser de otro modo tratándose de es¬tas cuestiones.
Más tarde, en 1644, conoció a Pierre Chanut y a partir de 1646, momento en que éste fue nombrado embajador en la corte sueca, Descartes fomentó de manera fría y calculadora una amistad especialmente interesada con dicho embajador, con la finalidad de conseguir que éste mediase ante la reina Cristina para que le lla¬mase a su corte, lo cual le serviría para escapar de sus conflictos y tensiones con los teólogos holandeses y para solucionar los proble¬mas económicos que ya estaba teniendo. Finalmente Descartes consiguió que la reina le invitase y partió para Suecia en octubre de 1649, pero las condiciones climáticas del país determinaron que en febrero de 1650 contrajese una pulmonía, falleciendo arruinado el día once de ese mismo mes.
Descartes destacó en diversas materias, como Matemáticas, Óptica y Física, en las que realizó aportaciones importantes. Sus incursiones en Filosofía tuvieron el interés de plantear la necesidad elaborar un método para su reconstrucción rigurosa y para la supera¬ción del aristotelismo y de la filosofía escolástica, todavía dominantes en su tiempo. Sin embargo y de manera paradójica, su método, muy útil para las Matemáticas, apenas lo era para el progreso en los demás conocimientos, y mucho menos teniendo en cuenta que para entonces tanto Bacon como especialmente Galileo habían elaborado métodos que, combinando la razón con la experiencia, determinaron el incesante desarrollo de la ciencia desde entonces hasta el momento actual. Pero además, el método cartesiano tenía el defecto fundamental de basarse en algo tan subjetivo como la evidencia, tan distinta entre las distintas personas. De hecho, Descartes debió de ser consciente de este problema y parece que por ello dedicó bastantes páginas de su obra a fundamentar esa regla, la primera y más esen¬cial del método, pero sin lograr otros resultados que razonamientos en círculo de los que, al parecer y a pesar de las críticas, no llegó a ser consciente.
Igualmente, su sistema filosófico y científico, aunque tuvo algunos aspectos valiosos, como de manera especial su comprensión y formulación precisa del principio de inercia o su defensa del mecanicismo, en su conjunto fue lamentable en cuanto, al margen de toda una serie de errores parciales, tuvo el gravísimo despropósito de pretender fundamentar la Filosofía, como Ciencia Universal, a partir de la divinidad de la religión católica, afirmando de manera explícita que él sometía todas sus opiniones a la autoridad de la Iglesia, retrocediendo así desde el punto de vista filosófico a la Edad Media, cuando la Filosofía se definía como “ancilla Theologiae”. Pero en este terreno su actitud fue todavía más lejos, pues no se conformó con someterse a la Teología sino también y de manera especial a las autoridades de la jerarquía católica.
Su filosofía fue contradictoria con las exigencias de su método en cuanto, de acuerdo con éste y con la duda metódica, debía haber sometido a dicha duda universal las doctrinas de la religión católica, en lugar de aceptarlas por haber sido adoctrinado en ellas. Pero el temor que le infundía el poder despótico y la crueldad de la iglesia católica pudo más en él que su interés por la búsqueda de la verdad.
En el siguiente apartado se amplía este punto, a la vez que se hace referencia a diversos sucesos relacionados de algún modo con la propia labor cartesiana y se muestran diversos argumentos que justifican lo que en ésta introducción se ha dicho.
1.1. Cronología de la época y de la vida de Descartes
1500: -Nace A. Gómez Pereira (1500-1558 (?)), médico y filósofo que se adelantó a Descartes en diversas tesis como la de la verdad de la propia existencia deducida a partir de la idea de la imposi¬bilidad de conocer algo sin existir: “Nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum” , o como la de su defensa del me¬canicismo, según el cual los animales son máquinas que, a diferencia del ser humano, no sienten ni piensan.
1533: -Nace M. Montaigne (1533-1592), pensador ligado al escepticismo de la segunda mitad del siglo XVI.
1535: -Nace Luís de Molina (1535-1600), jesuita que polemizó con el dominico Domingo Báñez (1528-1604) acerca del problema de la compatibilidad entre la omnipotencia divina y el libre albedrío del hombre.
1541: -Nace P. Charron (1541-1603), escritor escéptico que influyó en Descartes.
1543: -Muere Nicolás Copérnico. Ese mismo año se publica su obra De revolutionibus orbium coelestium, obra en la que expone la teoría heliocéntrica, anteriormente defendida por el científico griego Aristarco de Samos (310-230 a. C), y apoyada posteriormente por Kepler y Galileo, con la dura oposición de la jerarquía católica.
1549: -Nace Giordano Bruno, defensor de diversas teorías astronómicas, como la de la existencia de una infinidad de mundos y la del heliocentrismo, por causa de las cuales fue condenado por la Inquisición católica a morir en la hoguera.
1551: -Nace Francisco Sánchez, médico y pensador español, representante del movimiento escéptico del siglo XVI, que fue profesor en la universidad de Toulouse y cuya obra debió de haber inspi¬rado la del pensador francés, aunque éste nunca lo mencionó.
1561: -Nace Francis Bacon, defensor de un método experimental para el avance de la Ciencia, que no tuvo éxito a causa de su olvido de la importancia de las Matemáticas y de la conveniencia de crear hipótesis explicativas de los fenómenos sin necesidad de una acumulación excesiva de datos.
1564: -Nace Galileo Galilei, uno de los máximos científicos de la Historia, creador del método hipotético-deductivo, descubridor de diversas leyes físicas y primer científico que utilizó el telescopio realizando una serie muy importante de descubrimientos astronómicos. Defendió el heliocentrismo, anteriormente expuesto por Copér¬nico, y fue condenado por defender esta doctrina, considerada heré¬tica por la jerarquía católica. Se libró de ser quemado en la hoguera abjurando de sus “errores” y renunciando públicamente a tal “herejía”. De este modo la pena se le rebajó a la de prisión perpetua, atenuada finalmente como arresto domiciliario.
1567: -Año probable de la muerte de A. Gómez Pereira.
1571: -Nace J. Kepler, importante astrónomo y matemático, amigo de Galileo, defensor del heliocentrismo, que descubrió diversas leyes planetarias, como la del carácter elíptico de las órbitas de todos los pla-netas.
1585: -Nace Richelieu, primer ministro de Luís XIII, que, entre otros “méritos”, tiene el de haber protagonizado de manera especial la masacre de los hugonotes de La Rochelle.
1596: -Nace René Descartes en La Haye (Turena), el 31 de marzo, tercer hijo –o cuarto, en cuanto el primero murió al nacer- de una familia de clase media perteneciente a la baja nobleza.
1597: -Muere su madre al dar a luz a una niña –aunque Descartes afirmó que murió al día siguiente de su propio nacimiento-.
1600: -Giordano Bruno es quemado en la hoguera por la Inquisición Católica.
-Muere Luís de Molina.
1605: -Se produce una fuerte polémica entre F. Gomar y J. Arminio en los Países Bajos, acerca del problema de la compatibilidad entre la predestinación divina y el libre albedrío.
1606: -Descartes ingresa en el colegio de jesuitas de La Flèche, el de mayor prestigio de Francia. El segundo director del colegio, el padre Étienne Charlet, era pariente lejano de la madre de Descartes. Cuarenta años después Descartes le seguía considerando como su “segundo padre”. Al colegio de La Flèche acudían en aquellos tiempos los hijos de miembros importantes de la nobleza, aunque también hijos de padres sin título nobiliario o niños como Descartes, pertenecientes a la baja nobleza, pero bien situada econó¬micamente.
Según Rodis-Lewis –de acuerdo en este punto con Baillet- “debido a su débil salud, René estaba dispensado de levantarse a las cinco, después de dormir ocho horas, puesto que el alumnado se acostaba a las nueve de la noche” . Sin embargo, R. Watson aporta razones convincentes para rechazar esta opinión.
1614: -Deja el colegio, acabados sus estudios primarios y secundarios, para realizar estudios de Derecho en la universidad de Poitiers.
1616: -Obtiene la licenciatura en derecho civil y canónico en esa misma universidad.
-La jerarquía católica condena el heliocentrismo de Copérnico.
1618: -Acabados sus estudios, Descartes visita Holanda y, siguiendo la tradición de la nobleza, se incorpora al ejército de Mauricio de Nassau, príncipe de Orange-. Es posible que este hecho influyese en su posterior decisión de emigrar a Holanda cuando en 1628 abandonó Francia posiblemente como consecuencia de una importante amenaza de la jerarquía católica y, en definitiva, por la incomodidad de vivir en un país dominado por la intolerancia y por el poder religioso, materializados en la figura del cardenal Bérulle y en el absolutismo político del cardenal Richelieu, primer ministro de Luís XIII.
-En Holanda Descartes conoce al matemático Isaac Beeckman, siete años mayor que él. Su encuentro tuvo un carácter trascendental para su trayectoria intelectual en cuanto a partir de ese momento se centró en el estudio y profundización en las Matemáticas, que le sirvió posteriormente para reflexionar sobre el método empleado en esta ciencia a fin de aplicarlo al conocimiento filosófico y científico en general.
Según algunos biógrafos y a partir de las efusivas expresiones de afecto que dirigió a su amigo en sus cartas de entonces, Descartes se habría enamorado de Beeckman. Watson se refiere a este enamoramiento considerando que se trataría de una especie de admiración del “discípulo” hacia el “maestro” y juzga que “lo único que deseaba Descartes era que Beeckman lo amara como la figura paterna que para él era. […] Descartes, que hasta entonces había demostrado talento pero carecía de rumbo, ansiaba ser como Beeckman” .
Por su parte, Rodis-Lewis, especialmente preocupada por si este “enamoramiento” pudiera interpretarse como algo de carácter erótico escribe: “Esta precisión [la de que Beeckman se casara un año después de que Descartes marchase a Alemania] despeja cual¬quier ambigüedad de relaciones tan calurosas, según las cartas de principios de 1619, que podrían sugerir un cariño excesivo” , aunque no parece que tenga sentido el punto de vista según el cual un cariño pueda ser “excesivo”.
-Se renuevan las discusiones entre gomaristas y arminianos.
1619: -Descartes asiste a la coronación del nuevo emperador, Fernando II, en Frankfurt y se alista en el ejército de Maximiliano de Baviera.
-Según cuenta Adrien Baillet, primer biógrafo, gran admira¬dor y panegirista exagerado del pensador francés, el 10 de noviem¬bre Descartes tuvo tres “tres sueños” sucesivos en los que se le planteaba de modo simbólico qué camino debía seguir en la vida (“Quod vitae sectabor iter?”). Según Baillet, Descartes los interpretó como si tuvieran el sentido de un mensaje divino que le exhortaba a dedi¬carse a la búsqueda de la verdad, y Rodis-Lewis escribe en este mismo sentido que el invierno de 1619-20 fue “decisivo para la toma de conciencia de su verdadera vocación” . En relación con tales sueños, Baillet comentó con devoción: “No le quedaba más que el amor por la verdad, cuya búsqueda sería a partir de entonces toda la ocu¬pación de su vida” . Pero tal devoción hacia el pensador francés no se correspondía con la verdad de los hechos que la provocaban, pues la “búsqueda de la verdad” a que Baillet hizo referencia no comenzó a partir de entonces, sino que tardó todavía cerca de diez años y ni siquiera fue un objetivo seriamente perseguido por Descartes, que tenía mucho más interés en la búsqueda de su propio prestigio social. La misma Rodis-Lewis indica en este sentido que “se pueden fechar entre el invierno de 1620 y el otoño de 1628 estos nueve años que […] pasaron antes de que hubiera tomado partido alguno […] ni em¬pezado a buscar los fundamentos de una filosofía más cierta que la vulgar” , lo cual demuestra la poca o nula repercusión de tales “sueños” en la decisión cartesiana tan tardía de dedicarse en serio a la Filosofía o a la búsqueda de la Verdad. En definitiva, aquella supuesta llamada divina tan especial no fructificó en aquellos momen¬tos, ni parece que Descartes tuviera especial interés en seguirla, pues toda-vía en el año 1625, bastante tiempo después de los supuestos sueños, dudaba acerca de si se dedicaría o no a una tarea burocrática como la de “comisionado general” de Châtellerault, y hasta 1628, es decir, nueve años después de tales “sueños”, no tomó una decisión clara por lo que se refiere a dedicarse seriamente a la tarea filosófica que debería haber adoptado de inmediato si tales sueños hubieran sido reales y él hubiera creído en ellos como una llamada divina. Así que, aunque es posible que el relato que hizo Baillet de tales sueños tuviera una base real, también lo es que, en una importante medida, fueran una fabulación del propio Baillet o del propio Descartes, que pudo haberse inspirado en un libro como Las bodas químicas de Christian Rosencreutz, publicado en 1616, cuyo autor, Johan Valen¬tin Andreae, era miembro de la hermandad Rosacruz, a la que, según algunos biógrafos, Descartes perteneció durante algún tiempo . Co¬mo consecuencia de tales sueños –según cuenta su “hagiógrafo” Bai¬llet- Descartes hizo la promesa de realizar una peregrinación a Loreto en Italia, pero no parece que llegase a cumplirla.
-En Toulouse G. C. Vanini es quemado en la hoguera por ateísmo y por su creencia panteísta según la cual la Naturaleza era el origen de todas las cosas.
1620: -Descartes se alista en el ejército de Maximiliano de Baviera y viaja por diversos lugares de Europa, presenciando tal vez, según la opinión de Baillet, la batalla de Montaña Blanca, cerca de Praga, en la que Maximiliano de Baviera venció a Federico V de Bohemia, padre de la princesa Elisabeth, que posteriormente tendría una relación epistolar y afectiva muy especial con el filósofo francés.
-Indica Watson que entre los años 1619 y 1620 Descartes debió de realizar “el trabajo que lo había situado entre los más grandes genios matemáticos de todos los tiempos. Pero no publicó su método analítico hasta 1637, en La geometría” .
-Conoce al padre Mersenne, su mejor y más fiel amigo a lo largo de toda su vida, que defendió el heliocentrismo.
-Se publica el Novum Organum de Francis Bacon.
1621: -Recibe la herencia de su madre: una casa en Poitiers, cuatro pequeñas granjas cerca de Châtellerault y el título de señor de Perron . Durante este tiempo sigue viajando por Europa.
1622: -Continúa con sus viajes (Alemania y Países Bajos). Visita a su familia en Poitou, vende su granja y su título de “Señor de Perron”.
-Jean Fontanier, deísta, es ejecutado en París
1623: -Se establece en París y se dedica con éxito a la investigación sobre Geometría y Álgebra. Surgen rumores acerca de su pertenencia a la fraternidad Rosacruz. Descartes lo desmiente, aunque, según la opinión de algunos biógrafos importantes, parece que durante algún tiempo fue miembro de dicha organización. Viaja a Italia: Venecia, Florencia. En relación con este viaje, cuyo motivo principal era el de la compra del cargo de “comisionado general” que había quedado vacante por defunción del familiar que lo ocupaba, indica Rodis-Lewis que “ni siquiera se sabe si [después] volvió a vivir con su familia, o si sólo fue a verla, […] y por qué, si no retomó el cargo del marido de su madrina (causa de esta partida), no compró otro en Châtellerault tras su regreso” . Sin embargo, su actitud general a lo largo de estos años muestra que Descartes no sentía ningún interés por seguir la tradición familiar relacionada con la actividad jurídica y burocrática, a pesar de que estas actividades significasen una garantía de buenos ingresos económicos.
-Muere el filósofo y médico español Francisco Sánchez, “el escéptico”, llamado también “el despertador de Descartes”, cuya influencia en el francés parece evidente.
1624: -Un tratado titulado Historical Verhal, de Nicolás Wassenar, menciona a Descartes como miembro rosacruz. De hecho Descartes tenía bastantes amigos de esa hermandad, y en el siglo XX algunos críticos importantes, como Watson y Adam, opinan que Descartes perteneció a ella . La misma Rodis-Lewis escribe al menos que “tenemos algunas citas sobre el deseo que tuvo Descartes de informarse sobre los rosacruces” , aunque no se atreve a defender la hipótesis de que hubiera pertenecido a este grupo.
-El cardenal Richelieu es nombrado jefe del Consejo Real de Luis XIII.
-El Parlamento de París decreta la prohibición, bajo pena de muerte, de la enseñanza de cualquier opinión contraria a los autores antiguos aprobados y de mantener debates públicos sobre temas distintos a los aprobados por los doctores de la Facultad de Teología.
1625: -Descartes se establece en París hasta 1628. Hacia el mes de junio de este último año escribió a su padre para tratar de la compra del puesto de lugarteniente general de Châtellerault. La familia estaba de acuerdo. Le pedían cincuenta mil libras, pero Descartes dijo que sólo tenía treinta mil. Así que en principio y con la finalidad de adquirir el cargo se vendieron más propiedades familiares, pero al final, a pesar de los consejos y presiones de su padre para que comprase el cargo, se hizo atrás diciendo a su padre que “no tenía experiencia suficiente para asumir una magistratura” . Con esta excusa y con el dinero de las ventas, Descartes se marchó a París.
-Señala Watson que durante aquellos años “la única fuente conocida de sus ingresos es el juego” y que, en su biografía sobre Descartes, Baillet afirmó: “está curado por completo de esa inclinación al juego que antes lo impulsaba” (B I 131)” , dando a entender que efectivamente, al margen del dinero procedente de la herencia de su madre, el otro medio de ingresos de Descartes por aquellos años era el juego.
-En París el movimiento de los “libertinos de espíritu”, surgido hacia 1619 y caracterizado por una actitud crítica, de libertad intelectual y de escepticismo, adquiere una fuerza importante. Según M. LeRoy, Descartes habría pertenecido a esta corriente de pensamiento libre. Y, si esto hubiera sido así, podría encontrarse aquí una explica¬ción de la “huida” repentina de Descartes a Holanda y de su preocu¬pación especial por que nadie conociera su dirección en los numerosos domicilios a los que se trasladó durante el primer año de su estancia en Holanda… justo hasta que murió el cardenal Bérulle.
1627: -Comienza el asedio de Richelieu contra los hugonotes (protestantes franceses) de La Rochelle. Según Baillet, Descartes fue testigo de dicho asedio, en el que se consiguió la rendición –o, mejor, aniquilación- de la ciudad, muriendo 22.000 hugonotes de los 27.000 que constituían su población.
1628: -Baillet cuenta que hubo una entrevista del cardenal Bérulle, consejero de la reina María de Médicis, con Descartes. Pero no hay seguridad de que se produjera ni, por ello mismo, acerca de qué pudieron haber hablado. Según Rodis-Lewis, que está de acuerdo con Baillet, “Descartes impresionó de tal manera a Bérulle que éste debió de tener una influencia decisiva para que Descartes se dedicara finalmente a establecer su filosofía sobre bases sólidas . Indica de manera sorprendente que “Bérulle, que era consciente de un cambio en la filosofía, le pidió a Descartes este encuentro, seguramente sin testigos, y del que no tenemos ninguna referencia” . Pero, al leer estas palabras, es lógico preguntarse: Si “no tene¬mos ninguna referencia” de ese encuentro, ¿cómo se atreve Rodis-Lewis a afirmar que se produjera tal encuentro y sobre qué pudo haber tratado?
Por su parte, Watson, contrariamente a este punto de vista, escribe: “Los miembros de la Sociedad Protectora de san Descartes [Baillet, Clerselier…] comenzaron a referirse a Bérulle como el director de la conciencia de Descartes. ¿Ese maniático genocida –y no exagero- dirigiendo la conciencia de Descartes? Más que improba¬ble. Descartes no quería eliminar a los protestantes ni aniquilar el protestantismo. Algunos de sus mejores amigos profesaban esa fe. Se llevaba muy bien con ellos […] Descartes buscaba la verdad, pero Bérulle conocía la verdad, y estaba dispuesto a matar a todos los que se negaran a doblegarse ante ella” .
A continuación escribe que “sabiendo cuán poderoso era el cardenal Bérulle en la corte francesa, Descartes pudo haber visto la fuga como su única salida” . Sobre la cuestión de si en realidad se produjo o no tal reunión indica Watson que Beeckman había escrito en su diario que Descartes había llegado a Dordrecht el 8 de octubre de 1628, mientras que Baillet dijo que la entrevista con el cardenal se había realizado el 15 de noviembre de 1628 . Es decir, que la reunión se habría producido más de un mes después de que Descartes marchase a Holanda, lo cual no parece que encaje demasiado bien y hace mucho más problemática la supuesta entrevista.
Sin embargo, el hecho de que la entrevista se hubiera realizado podría servir de explicación para la repentina marcha –o huida- de Descartes a Holanda, pues en ella el cardenal pudo haberle amenazado o “advertido” de los peligros que corría en Francia a causa de su anterior pertenencia a la hermandad Rosacruz, de su posible rela¬ción con los “libertinos” de París o por motivos relacionados con su pensamiento crítico respecto a la Filosofía Escolástica, única admi¬tida en Francia por el decreto de Richelieu del año 1624. Tal posible entrevista podría explicar igualmente la preocupación de Descartes por mantener oculta su dirección y por cambiar de domicilio muy a menudo a lo largo de un año, como si temiera estar siendo buscado para ser detenido. Pero tales trastornos finalizaron precisamente cuando se produjo la muerte del cardenal Bérulle el 2 de octubre de 1629. Resulta muy sintomático que, a partir de ese momento, Descartes reapareciese en una gran urbe, como lo era Amsterdam, y dejase de preocuparse por ocultarse de la gente . Decía buscar la “soledad” para poder dedicarse mejor al estudio, pero esta supuesta búsqueda no encajaba con sus constantes cambios de domicilio, los cuales le habrían supuesto los consiguien¬tes trastornos por las sucesivas mudanzas y procesos de habituación a sus nuevas residencias, ni con las polémicas teológicas en que posteriormente se vio envuelto, ni con el hecho de que durante cierto tiempo tuviera relaciones íntimas con Helena Jans, fruto de las cuales fue el nacimiento de una hija, Francine, que sólo vivió cinco años. Esta pretendida búsqueda de “soledad” parece tener una explicación más correcta en el temor de Descartes a ser perseguido por la jerarquía católica próxima al cardenal Bérulle, cuyo poder era realmente extraordinario.
No obstante, a pesar de la muerte del cardenal Bérulle, Descartes no regresó a Francia sino que permaneció en Holanda hasta sep¬tiembre de 1649, momento en el que marchó a Suecia, invitado por la reina Cristina. Para comprender mejor la decisión de Descartes de permanecer en Holanda también conviene tener presente que en 1619 G. C. Vanini fue condenado a la hoguera en Toulouse por sus creen¬cias de carácter panteísta, que en 1622 el deísta Jean Fontanier fue ejecutado igualmente en París por su pensamiento deísta, que en 1624 el cardenal Richelieu había prohibido el estudio de planteamientos filosóficos sobre temas distintos a los aprobados por los doctores de la Facultad de Teología, y que en los años 1627 y 1628 las tropas de Richelieu y Luís XIII habían asediado y masacrado a la mayoría de hugonotes de La Rochelle. Descartes pudo haber perci¬bido en aquel momento un peligro personal especialmente grave y, como consecuencia de esta situación y de algún hecho más concreto como pudo haber sido la cuestionada entrevista con Bérulle, emigró a Holanda de manera precipitada y definitiva. En una carta a su fa-milia escrita en 1640 Descartes explicaba que vivía en Holanda para evitar que los aristotélicos lo persiguieran por sus ideas , aunque quizá el hecho de que escribiera “aristotélicos” era una manera de re¬ferirse a la jerarquía católica, a la que ni siquiera en esa carta se habría atrevido a mencionar precisamente por el temor que le inspi¬raba.
-Según cuenta Watson, “el 8 de octubre de 1628 Beeckman señaló en su diario que Descartes le había visitado ese día” . Por su parte, Rodis-Lewis escribe que para aplicar el modelo matemático a la totalidad de los fenómenos, Descartes “estaba dispuesto a colaborar con Beeckman, que fue el primero que le había revelado que se podían resolver cuestiones físicas con fórmulas matemáticas” . Sin embargo, en este mismo año se produjo una ruptura de la amistad entre Descartes y Beeckman como consecuencia de una discusión relacionada con la enseñanza de Armonía (musical) por parte de Beeckman. Parece que se produjo un equívoco entre ambos, según el cual Beeckman se atribuía el mérito de una obra cartesiana acerca de la música (Compendium musicae) y eso provocó una reacción muy violenta por parte de Descartes. Su orgullo le condujo a negar haber aprendido nada de Beeckmann, a pesar de que el padre Mersenne, amigo de Descartes, consideró que Beeckman tenía razón. En relación con esta cuestión las cartas de Descartes a Beeckman son especialmente duras y llenas de rencor y desprecio:
“El año pasado os pedí que me devolvierais mi Música [Compendium musicae], no porque la necesitara, sino porque al-guien me dijo que os referíais a ella como si la hubiera aprendido de vos. Ahora que doy por sentado que preferís la estú¬pida jactancia a la amistad y la verdad, os diré en dos palabras que, aunque le hubierais enseñado algo a alguien, sería odioso por vuestra parte decirlo, y aún más odioso si fuera falso. Pero lo peor es que seáis vos el que haya aprendido de la persona en cuestión”.
Después de la respuesta de Beekman, Descartes todavía le respondió más duramente:
“…Si no me diera lástima que estéis enfermo, no sería capaz de evitar la risa, porque ni siquiera sabéis lo que es una hipérbola”,
y añade:
“No había sospechado nunca que vuestra estupidez e ignorancia fuera tan grande como para que creyerais que he apren¬dido de vos más de lo que estoy acostumbrado a aprender de otros seres naturales… Me parece obvio, por vuestra carta, que no pecáis por malicia, sino por locura” .
Las cartas citadas sorprenden especialmente porque diez años antes Descartes había escrito a Beekman de un modo extremadamente cordial y agradecido:
“Os honraré como el primer promotor de mis estudios y su primer autor. Pues vos, en verdad, me habéis sacado de la ociosidad y vuelto a despertar en mí una ciencia que casi había olvidado. Me habéis devuelto a las empresas serias y habéis mejorado a quien estaba separado de ellas. Si, por tanto, produzco algo que no sea despreciable, tendréis derecho a reclamarlo como vuestro”.
Además, por esa misma época le había solicitado igualmente:
“Amadme y dad por hecho que me olvidaría de las musas antes que de vos, porque me han unido a vos con un vínculo de eterno afecto” .
-Inspirado en el método que había utilizado para sus trabajos e investigaciones matemáticas, escribe las Reglas para la dirección del espíritu.
-Se publica la obra de Harvey De motu cordis et sanguinis, que representaba la explicación adecuada del movimiento del corazón y que, sin embargo, sería criticada por Descartes en su Discurso del método, presentando a su vez como evidente una teoría alternativa realmente descabellada.
1629: -Descartes intenta montar una fábrica de lentes solici¬tando la colaboración de Jean Ferrier, experto artesano en lentes, informándole de que él correría con todos los gastos, lo cual es un indicio de que, aunque esta iniciativa tenía también carácter científico, la vocación filosófica de Descartes, en el sentido más estricto del término, no era todavía suficientemente clara.
-En octubre –pocos días después de la muerte repentina del cardenal Bérulle- Descartes se traslada a Amsterdam, ciudad nada tranquila para dedicarse al estudio en soledad. Cuenta Descartes, sin embargo, que en esa ciudad podía dedicarse a su trabajo porque la gente estaba ocupada en el suyo propio y no le molestaba. Durante los seis años siguientes –con interrupciones- estuvo viviendo en esta ciudad. Por entonces trabajaba en su Tratado del Mundo, informando a Mersenne de sus progresos.
-Según Rodis-Lewis, Descartes comenzó a interesarse por la medicina hacia finales de ese mismo año: “Los primeros signos de interés [por la medicina] aparecen cuando, a finales de 1629, em¬pieza a estudiar anatomía porque quiere sistematizar toda la física, o el estudio de toda la naturaleza, que comprende la fisiología” y se interesa por el tema de la salud y la prolongación de la vida humana.
1630: -Se traslada a Leiden y se matricula en su universidad, en Matemáticas y Astronomía.
-Escribe Watson que en aquel año Descartes estaba interesado de manera especial por la anatomía y por la disección de animales: “Hubo un invierno en Amsterdam –declaró Descartes- en el que iba casi todos los días a casa de un carnicero para verle sacrificar los animales y hacerme llevar a mi alojamiento las partes que quería anatomizar con mayor tranquilidad” . Descartes llegó a practicar la vivisección. Parece que el uso de la experiencia estuvo ligado a estos estudios de carácter básicamente descriptivo, pero bastante alejado de un método similar al de Galileo que pudiera servirle para construir hipótesis explicativas y contrastarlas experimentalmente.
-En este mismo año y como consecuencia de sus investigaciones en el terreno de la Biología descubre el reflejo condicionado, adelantándose a Paulov en más de doscientos años.
-Conoce a Constantijn Huygens -padre de Christian Huygens-, que en esos momentos tiene un alto cargo político en Holanda.
-Muere Kepler.
1632: -Descartes sigue estudiando: Astronomía, Matemáticas, Anatomía, Física y Química. Desarrolla su Mecanicismo, punto de vista sobre el mundo inorgánico y orgánico –defendido ya en el siglo anterior por el español A. Gómez Pereira, aunque centrado en el estudio del comportamiento animal-, que tendrá consecuencias especialmente importantes en la Física, en la Biología y en la Antropo¬logía posterior.
1633: -Se produce la condena de Galileo y, como consecuencia, Descartes se abstiene de publicar su obra El mundo. En relación con esta situación, Descartes escribe a Mersenne:
“…Me quedé tan sorprendido que casi decidí quemar mis papeles o al menos no dejar que nadie los viera […] no puedo eliminar [el punto de vista según el cual la Tierra se mueve] sin dejar el resto de la obra defectuoso. Pero por nada del mundo querría publicar un discurso en el que la Iglesia pudiera encontrar una sola palabra censurable” .
1634: -Escribe el día 15 de octubre que ha engendrado un hijo con Helena Jans: Se trataba de Francine, nacida efectivamente 9 meses después. Su madre, Helena Jans, era la doncella de la casa en que vivía entonces.
-Escribe a Mersenne para decirle que no le enviaría el manuscrito de El Mundo:
“He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para prestar obediencia a la Iglesia, puesto que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve…” .
Dos meses después vuelve a escribirle:
“Aunque [la teoría de que la Tierra se mueve] pensaba que se basaba en pruebas seguras y evidentes, no desearía por nada del mundo mantenerlas contra la autoridad de la Iglesia… Deseo vivir en paz y seguir llevando la vida que había empezado con el lema “Para vivir bien debes ser invisible”…” .
Esta preocupación y temor a defender doctrinas contrarias a las oficialmente mantenidas por la Iglesia Católica pudo haber sido consecuencia de la misma causa –la posible, aunque no probada, conver-sación con el cardenal Bérulle- que le llevó a huir a Holanda en el año 1628 y fue constante a lo largo de toda su vida.
1635: -Nace Francine, hija de Descartes, que le proporcionó unos años de felicidad. La relación de Descartes con Helena, madre de Francine, no fue mala, hasta el punto de que hubo incluso una correspondencia escrita entre ellos; Helena, sin embargo, siguió trabajando como criada y posteriormente se casó, proporcionándole Des¬cartes una ayuda económica y actuando como padrino de boda. Descartes reconoció a su hija, pero, según indica Rodis-Lewis, no le dio su apellido , lo cual dice muy poco en favor de Descartes y mucho acerca de su interés por anteponer su fama de “hombre piadoso” a aceptar que había tenido una hija con una mujer con la que no estaba casado. La hija fue bautizada en una iglesia protestante, lo cual no parece muy coherente con el valor que Descartes decía conceder a la “verdadera religión” sino que más bien podría representar una mues¬tra de escepticismo sobre la importancia de tal cuestión, además de una concesión a una posible petición de Helena, la madre de Francine.
Comenta Baillet de manera mojigata que Descartes “pronto se levantó de su caída, y […] restableció su celibato en su primera perfección, antes incluso de adquirir la calidad de padre” , apreciación intrascendente respecto a la vida privada de Descartes; por su parte. Rodis-Levis se refiere a Francine como “hija de una simple sir¬vienta” , como si pretendiera elogiar a Descartes por haberse rebajado a tener un hijo con ella. Posteriormente, habiendo sido acusado por Voetius de tener hijos naturales, lo negó, aplicando posiblemente a sus palabras la jesuítica “restricción mental” según la cual en reali¬dad no había tenido ningún hijo, pues lo que había tenido era una hija, que además ya había muerto. Precisamente la misma Rodis-Lewis le excusa de esta acusación especificando de manera cándida que “sólo había tenido esta hija y ya estaba muerta” , como si una fuera igual a ninguna y como si el hecho de que ya estuviera muerta equivaliese a que no la hubiera tenido, al margen de la nula impor¬tancia moral de esta anécdota de carácter biográfico que ayuda a comprender un poco más la personalidad del pensador francés.
-En este mismo año Descartes conoce a Clerselier, admirador suyo, propagador de sus ideas, editor de algunos de sus escritos, y cuñado de Chanut, que sería embajador de Francia en Suecia y pondría a Descartes en contacto con la reina Cristina.
-Reneri comienza a explicar en Utrecht la filosofía de Descartes.
1637: -Se publica en Leiden El Discurso del Método, la obra más conocida de Descartes, que tiene el “detalle” bien calculado de enviar copias al rey Luis XIII, al cardenal Richelieu, al embajador francés en La Haya, al cardenal Bagni y al cardenal Barberini, autoridades políticas y religiosas con cuya buena predisposición sentía la necesidad de contar.
-Beaugrand acusa a Descartes de haber cometido plagio en sus trabajos de Matemáticas a partir de las obras de Viète y de Harriot. A su vez, Descartes critica la obra de Fermat, la de Beaugrand y las de otros matemáticos. Considera en general que sus críticos son “necios y blandos, y arrogantes”, que mantienen opiniones “falsas e irracionales”, y recibe cualquier crítica a su obra como un ataque personal o como una muestra de la falta de capacidad de sus críticos para com¬prenderle.
-En una carta a Mersenne le dice: “Mi geometría es a la geometría común lo que la Retórica de Cicerón es al abecé del niño” .
-Según Rodis-Lewis, Descartes “dejó Leiden durante seis semanas, buscando una nueva residencia alejada para que viniera su hija” , pero el hecho de que tratase de ocultar la existencia de su hija hace difícil de entender que luego, según escribe Rodis-Lewis, pretendiese llevársela a Francia. En aquellos momentos Descartes decide que Helena y Francine (su “sobrina”) vayan a vivir con él a su nuevo alojamiento y que Helena trabaje de criada de su casera.
1638: -Trabaja en medicina intentando encontrar la manera de prolongar la vida humana hasta los cien años y manifiesta su intención de dedicar toda su vida a estos estudios . Durante este tiempo se dedica también a la Biología: Disecciona animales (peces, cone¬jos…) y refiriéndose a ellos dice: “Ésa es mi biblioteca”, lo cual tiene el interés de mostrar que, al menos durante cierto tiempo, Descartes concedió bastante importancia a la experiencia, a pesar de que en su método y en su sistema estuviera tan ausente.
-Ambiciona abarcar todo en sus estudios, pero tal pretensión es sólo una muestra de la megalomanía que muestra en muchas de sus aspiraciones, pues en su tiempo la amplitud de los conocimientos era ya tan extensa que era realmente absurdo pretender abarcarlos –y mucho más si, como pretendía el pensador francés, se intentaba lle¬gar al conocimiento de todo lo conocido y de todo lo que estaba por conocer, objetivo que en los Principio de la Filosofía Descartes afirmó haber culminado-.
-A pesar de estar tan entusiasmado con los estudios de medicina, en una carta a Mersenne Descartes le habla de la Geometría aplicada a todos los fenómenos de la naturaleza: “Sólo he resuelto dejar la geometría abstracta […] para tener más tiempo libre para cultivar otra clase de geometría, que se propone la explicación de to¬dos los fenómenos de la naturaleza […] toda mi física no es sino geometría” . Tiene interés recordar en este sentido que ya anteriormente Galileo había escrito: “El universo está escrito en caracteres matemáticos”, comprendiendo que sin un conocimiento de esta ciencia era imposible avanzar en el conocimiento de las leyes del Universo. La diferencia esencial entre ambos pensadores consistía en que, mientras Descartes pretendía explicarlo todo mediante la razón y las Matemá¬ticas, Galileo comprendió que la experiencia era tan importante o más que la razón y las Matemáticas para el avance en las ciencias experimentales, de manera que, sin su ayuda, era imposible avanzar un solo paso en la comprensión de la realidad física. Posteriormente Kant, desde una perspectiva similar a la de Galileo, en la Crítica de la Razón Pura, escribió que las intuiciones sin los conceptos eran ciegas y que los conceptos sin las intuiciones eran vacíos o, lo que es lo mismo, que la experiencia sin la razón no puede explicar nada sino sólo ofrecer un simple torrente de sensaciones inconexas, mientras que la razón sin un material al que aplicarse no puede avanzar un solo paso en el conocimiento de la realidad empírica.
1640: -Termina las Meditaciones Metafísicas, aunque las publica en 1641. Señala Rodis-Lewis que “Mersenne, sin preguntarle a Descartes, hizo llegar su manuscrito a dos filósofos originales: Hob¬bes y Gassendi, cuyo sistema era incompatible con el nuevo espiri¬tualismo dualista. Hobbes presentó algunas objeciones sobre los En¬sayos. Pocos días después Descartes dijo que prefería no relacionarse con el “inglés”:
“No podríamos [conversar] sin convertirnos en enemigos […] No creo tener que responder nunca más a lo que pudiera enviarme este hombre, que creo tener que despreciar al máximo” .
-Se produce una fuerte polémica entre Descartes y Voetius, rector de la universidad de Utrecht, en torno a cuestiones teológicas y en especial en torno al problema del libre albedrío. Voetius de¬fendía la posición de Calvino, mientras que Descartes adoptó una postura similar a la de Arminio (1560-1609), que había sido profesor en Leiden y había defendido el libre albedrío. Regius colaboró con Descartes en su enfrentamiento con Voetius. El Sínodo de Dort rechazó las opiniones de Descartes, reafirmando la ortodoxia calvinista. Finalmente el senado de la universidad de Utrecht prohibió la enseñanza de la filosofía cartesiana. En una carta al jesuita Dinet, Descartes atacó duramente a Voetius, llamándole pendenciero, envidioso, loco, pedante, estúpido, hipócrita y enemigo de la verdad, y acusándole de haberle calumniado.
-En ese mismo año fallecen Francine, y también el padre y la hermana de Descartes.
-Por lo que se refiere a Helena Jans los biógrafos como Baillet, Rodis-Lewis o R. Watson dejan de mencionarla, como si no hubiese más datos de su vida y como si Descartes se hubiera despreocupado de ella por completo. Sin embargo Desmond M. Clarke cuenta que Helena se casó después, que el propio Descartes actuó como testigo de su boda en el año 1644 y que posiblemente regaló a Helena una parte de los 1.000 florines estipulados en el contrato matrimonial .
-Según Watson, Descartes rectificó “los convenios que su hermano Pierre había hecho con las propiedades que Descartes había heredado de su padre en 1640. Y exigió otra parte de las ciento veintiséis mil ochocientas cuarenta libras que su padre había dejado […] Así que tenemos a un holgazán, autor de varios libros controvertidos, que aparece tras quince años de ausencia y cuatro años después de la muerte del padre para reclamar parte de la herencia […] Quizá le dieran veinte mil libras”. Y, aunque Watson exagera al considerar a Descartes un “holgazán”, lo que sí resulta bastante llamativo es que sólo se acordase de su padre a la hora de ir a buscar su herencia, pues, desde que se fue a Holanda en 1628 ya no volvió a ver a su pa¬dre ni una sola vez. Por eso, aunque se habla de una carta escrita por Descartes a su padre en una fecha posterior a la de su muerte -la carta es del 28 de octubre de 1640, mientras que su padre había sido enterrado el día 20-, comunicándole que pensaba ir a verle, podría ser que esa carta hubiera sido escrita a posteriori, una vez que Des¬cartes se hubo enterado de que su padre había fallecido. En relación con esta cuestión Rodis-Lewis escribe que hacia aquellas fechas Descartes tenía la intención de ir a ver a su padre . ¡Qué casualidad! Escribe Watson que, en esa carta del 28 de octubre de 1640, Des¬car¬tes explicaba a su padre y a su hermano, que vivía en Holanda para evitar que los aristotélicos lo persiguieran por sus ideas . La carta, al parecer, se perdió, pero tal explicación de su exilio se pa¬recía a una petición de perdón por su despego de la familia y pudo ser una expli¬cación veraz, aunque algo tardía, de lo que le sucedió el año en que marchó a Holanda, en 1628, aunque no exactamente respecto a los aristotélicos sino respecto a la jerarquía católica fran¬cesa, como ya se ha comentado antes.
Por otra parte y como explicación de la actitud distante del pensador francés respecto a su padre conviene recordar que durante su infancia hasta los diez años Descartes no recibió un cariño especial por parte de su padre, pues se había criado en casa de un tío abuelo, y desde los diez hasta los dieciocho años estuvo internado en el colegio de jesuitas de La Flèche.
-La herencia de su padre le sirvió para continuar con su ritmo de vida y con sus viajes durante casi toda esta última década hasta que, arruinado, marchó a la corte de la reina Cristina de Suecia.
-Durante estos años, Descartes estuvo ilusionado con la idea de que los jesuitas pusieran su propia filosofía como libro de texto en sus colegios .
1641: -Se publican sus Meditaciones Metafísicas.
-El jesuita Bourdin escribió una crítica contra la filosofía de Descartes. Descartes se enfadó y en una carta a Mersenne amenazó con atacar a toda la orden de los jesuitas y con que, si seguían oponiéndose a su filosofía, haría un examen crítico de “algunas de sus clases, y […] de tal modo que les supondría una vergüenza para siempre” . Sin embargo, parece que, con la esperanza de que los jesuitas pusieran como texto en sus colegios un libro de su propia filosofía, procuró reconciliarse con Bourdin y con sus antiguos maestros . Esta reconciliación –a la vez que su interés por conseguir que adoptasen su filosofía como texto- la demuestran las cartas que con¬fió Descartes al propio Bourdin, junto con el encargo de que llevase una docena de ejemplares de su filosofía para que los distribuyera en el colegio de La Flèche .
1642: -Descartes conoce a la princesa Elisabeth de Bohemia e inicia su correspondencia con ella. Rodis-Levis presenta este hecho de un modo un tanto peculiar. Escribe que “fue a través de Pollot, en 1642, como la princesa Elisabeth conoció a Descartes y lo incitó a desarrollar su pensamiento moral” , poniendo a Descartes en primer plano y a la princesa en segundo, como si Descartes fuera una espe¬cie de Dios a quien la princesa hubiera tenido el honor de llegar a conocer en lugar de decir simplemente que “se conocieron”, aunque luego atribuyó a la princesa el mérito de haber incitado a Descartes a desarrollar su “pensamiento moral”. Esta amistad que en este momento se iniciaba desembocaría muy pronto en un enamoramiento apasionado –aunque contenido- de Descartes hacia la princesa.
-Muere Richelieu. Parece que este hecho –al igual que la anterior muerte del cardenal Bérulle en 1.629- tuvo una influencia positiva en los posteriores viajes de Descartes a Francia, viajes realizados ya con un sentimiento de mayor seguridad y sin el temor que le había llevado a huir a Holanda en 1628.
-Muere Galileo.
1643: -Voetius, rector de la universidad de Utrecht, acusa a Descartes de ateísmo, y Descartes le responde de modo muy agresivo. Las autoridades de Utrecht consideran que Descartes ha difa¬mado a Voetius y llevan el caso a juicio. El pensador francés recurre al príncipe de Orange y al final se consigue paralizar la disputa y las tensiones entre ellos.
-Torricelli inventa el barómetro.
1644: -Se publica la obra de Descartes Los Principios de la Filosofía, dedicada a la princesa Elisabeth de Bohemia. Leon Petit considera que estuvieron enamorados. G. Rodis-Lewis se muestra de acuerdo, aunque considera que se trataría de un “amor platónico”. La lectura de su correspondencia demuestra que el enamoramiento se habría producido por parte de Descartes y que la princesa correspondía al afecto de Descartes con un sentimiento de amistad, pero estando muy lejos de sentir por él una pasión similar. Señala Watson que la princesa Elisabeth le agradeció la dedicatoria de Los princi¬pios de la Filosofía, pero “no se detuvo en las frases de adoración que, según Petit, constituían una declaración pública de amor por parte del filósofo” . Desde luego, el enamoramiento de Descartes re¬sulta evidente leyendo determinados párrafos de la dedicatoria de la dedicatoria de esta obra y también de sus cartas, en los que le manifiesta su amor con una claridad inequívoca. Así, en su dedicatoria le dice:
“nunca encontré a nadie que haya entendido tan perfecta¬mente los escritos que he publicado […] pero me resulta im¬posible no dejarme arrebatar por un sentimiento de enorme admiración cuando considero que un conocimiento tan vario y tan perfecto de todas las cosas no se halle en un viejo sabio que ha empleado muchos años en instruirse, sino en una princesa, joven aún, cuya belleza y edad se parece más a la que los poetas atribuyen a las Gracias que a la de las Musas o de la sabia Minerva […] Y esta sabiduría tan perfecta que advierto en Vuestra Alteza me ha subyugado tanto […] que no tengo más deseo de filosofar que el de ser el devoto servidor de su Alteza Serenísima” .
Posteriormente, en su carta del 31 de enero de 1648, cuando su amor se ha convertido en una pasión más intensa, le escribe:
“Nada podría impedirme preferir la dicha de vivir donde vive vuestra alteza, si la ocasión se presentara, en mi propio país u otro lugar, fuera donde fuese”.
Y, del mismo modo, el 22 de febrero de 1649, cuando se aproximaba ya el momento de tomar una decisión acerca de su viaje a la corte de la reina Cristina, insiste de manera más claramente expresiva en lo que no parece que pueda interpretarse de otro modo que como una abierta declaración de amor:
“No hay lugar en el mundo tan tosco o incómodo como para que no me sintiera feliz de pasar el resto de mis días, si vues¬tra alteza estuviera allí”.
Sin embargo y a pesar de estas pruebas, Watson manifiesta sus dudas acerca de esta pasión con el argumento de que Descartes era admirador del Amadís de Gaula y que conocía –y sabía utilizar- las convenciones galantes sin que ello tuviera un significado especialmente trascendente . Pero esa objeción no resulta nada convincente teniendo en cuenta la serie de ocasiones en que Descartes siente el impulso irreprimible de manifestar su amor a la princesa, lo cual, al no poderlo hacer en términos directos y evidentes, pudo intentar disfrazarlo como simples “expresiones galantes”, según escribe Watson, aunque reflejasen lo que Descartes sentía realmente por la princesa. Por otra parte, ese sentimiento no parece haber surgido en el mo¬mento en que la conoció sino que fue creciendo paulatinamente hasta que se hizo tan fuerte que le fue imposible evitar aludir a él en diver¬sos párrafos de sus últimas cartas antes de su marcha a la corte sueca. En relación con este sentimiento tiene interés la carta a Chanut en la que, con ocasión de hablarle del tema del amor a Dios, le comenta la dificultad que siente para manifestar a una persona de mayor rango el amor que pueda provocar en uno en cuanto se considere que el amor iguala a las personas, por lo que declarar tal amor implica considerar que la distancia entre ambas ha dejado de existir, lo cual podría dar lugar a que la persona amada de mayor valor pudiera considerar que “la ofendemos al considerarnos su igual”. Y, en consecuencia, habría ocasiones en que se disfrazaría el sentimiento de amor mediante otras expresiones que sólo de manera indirecta declararían ese senti¬miento que subyace en ellas y cuyo significado es el de tratarse de “una pasión que nos mueve a unirnos de voluntad con algún objeto sin parar mientes en que ese objeto sea igual, mayor o menor que no¬sotros” . Escribe Descartes en este sentido:
“Cierto es también que ni los usos del habla ni la urbanidad permiten que digamos, a quienes son de condición mucho más alta que la nuestra, que nos inspiran amor, sino única¬mente que los respetamos, los honramos, los estimamos y sentimos celosa devoción por servirlos. Y creo que ello se debe a que, cuando la amistad une a los hombres, puede con¬siderarse que, hasta cierto punto, iguala a aquéllos que la pro¬fesan de forma recíproca. Y, en consecuencia, si, al intentar ganarnos el amor de algún grande, le dijéramos que lo ama¬mos, podría pensar que le ofendemos al considerarnos su igual […] Y si preguntase a vuestra merced si no ama acaso a esa gran Reina en cuya corte se halla ahora, por mucho que me dijera que no siente por ella sino respeto, veneración y pasmo, no por ello dejaría de opinar que le inspira también muy ardiente afecto” .
Precisamente esas expresiones relacionadas con el respeto, la honra, la estima y la celosa devoción son especialmente frecuentes en la correspondencia de Descartes con la princesa Elisabeth, expresiones que no utiliza de manera simplemente formal, para cumplir con los rituales epistolares de la época, sino precisamente como una manera de decir lo que siente, disfrazándolo con expresiones que podían ser interpretadas en ese sentido formulario en lugar de enten¬derse en su significado literal, relacionado con el amor que Descartes sentía hacia la princesa.
Por ello, cuando Watson escribe que “lo más increíble de la relación de Descartes con Elisabeth […] es que él le dedicara sus Principios” , el hecho de que tal dedicatoria le parezca in¬creíble obedece precisamente a que no comparte la idea de que Des¬cartes estuviera realmente enamorado de la princesa, pero, si hubiera contado con esa hipótesis, habría comprendido perfectamente que Descartes hubiera escrito tal dedicatoria y que no le importase en ab¬soluto que la princesa fuera protestante ni que los jesuitas rechazasen su texto por estar dedicado a una persona de religión protestante.
-En ese mismo año Descartes viajó de nuevo a Francia para se¬guir negociando sobre la herencia de su padre, pues estaba descontento con las gestiones de su hermano Pierre.
-También por ese tiempo Descartes conoció a Clerselier, admirador y traductor de una parte de su obra, y éste le presentó a su cuñado Pierre Chanut. Según escribe Rodis-Lewis, “su simpatía mutua fue inmediata” , pero la realidad es que esa simpatía no parece que fuera tan inmediata sino que apareció dos años más tarde, justo cuando Chanut fue nombrado embajador en la corte de la reina Cristina de Suecia. Fue en ese momento del año 1646 cuando Descartes le escribió:
“El trato prolongado no es necesario para forjar amistades estrechas, cuando se basan en la virtud. En cuanto tuve la ocasión de veros, fui completamente vuestro” .
No parece especialmente difícil apreciar hasta qué punto su simpatía hacia Chanut era desinteresada o en qué medida pudo estar condicionada por el conocimiento de los favores que a través de él podía conseguir, tanto en Francia como especialmente en la corte sueca . Chanut no era una persona interesada en la filosofía pero era una persona especialmente religiosa. Estando ya en Suecia como diplomático, Descartes le escribió una carta llamativamente extensa, que trataba de asuntos teológicos y morales desde una perspectiva bastante mística, nada habitual en sus escritos, pretendiendo impresionar a Chanut al aparentar tener unas preocupaciones religiosas afines a las suyas, y, por su mediación, impresionar también a la reina Cristina.
-Gassendi escribe contra Descartes.
1645: -En una carta a E. Charlet, profesor en La Flèche y familiar de Descartes, a quien llega a considerar como su “segundo pa¬dre”, le reconoce –justo en este momento- todo lo que ha recibido de él en su juventud, e insiste en lo beneficioso que sería sustituir la filosofía de Aristóteles por la suya, de la que no duda que, “con el tiempo será generalmente aceptada y aprobada” y que el apoyo de los jesuitas puede ser muy útil para este cambio .
-Descartes solicita a Chanut –con su manera especial de solicitar, esto es, aparentando que hace un favor a quien él lo solicita- su influencia ante la reina hablándole de él a fin de que ésta demande su presencia en la corte de Suecia y así obtener un cargo en dicha corte.
Descartes comenzaba a tener problemas económicos como consecuencia de que se le iba agotando la herencia de su padre. Por ello además a partir de estos momentos se preocupó por conseguir alguna fuente de ingresos que le siguiera proporcionando una seguridad económica, como la obtención de una pensión o un cargo en la corte del rey Luis XIV o, posteriormente, en la de la reina Cristina, pues sus gastos eran considerables. A todo esto se añadía que se estaba sintiendo a disgusto en Holanda como consecuencia de los ataques a su filosofía y de sus problemas personales con diversos teólogos protestantes.
1646: -Descartes intensifica su relación con Chanut con la finalidad, más o menos consciente, de que éste le consiga un cargo en París o le ponga en contacto con la reina Cristina. Resulta muy significativa a este respecto una carta de noviembre de este mismo año en la que le dice:
“Desde el primer momento en que tuve el honor de conocer a vuestra merced, le entregué toda mi confianza, y como he tenido después el atrevimiento de granjearme su benevolencia, le ruego que crea que no podría serle más devoto si toda mi vida hubiera transcurrido a su lado” .
En esa misma carta le dice igualmente:
“Nunca he tenido tanta ambición como para desear que gentes tan encumbradas conocieran mi nombre […] Pero como […] ya soy conocido por un sinfín de eruditos que interpretan mal mis escritos y buscan maneras de perjudicarme a toda costa, siento gran afán de ser conocido también por gentes del ma¬yor rango, que tengan el poder y la virtud de ser capaces de protegerme” .
Es evidente que el sentido de esa necesidad de “protección” se relaciona con su temor a la jerarquía católica francesa y con los ataques su filosofía estaba recibiendo por parte de las autoridades académicas holandesas. Además, sus disputas con los protestantes, podían reproducirse igualmente con los católicos, pues la filosofía cartesiana implicaba el rechazo de las famosas “vías” de Tomás de Aquino y, además, la postura del “doctor angélico” estaba más en consonancia con las tesis de Roma que las del jesuita Luís de Molina y las de J. Arminio, a las que Descartes parecía estar más próximo.
Tiene interés señalar cómo, en estas cartas a Chanut, Descartes trata de suscitar la compasión hacia él, cosa que su orgullo nunca antes le había permitido hacer, refiriéndose confidencialmente a “un sinfín de eruditos que interpretan mal mis escritos y buscan maneras de perjudicarme a toda costa” y a su deseo de “ser conocido también por gentes […] capaces de protegerme”. Pero su franqueza con el embajador no parece ser consecuencia de la necesidad de expansionarse con él contándole sus penas, sino con la de suscitar en una compasión que por la éste ponga mayor empeño en ayudarle.
En París Chanut hace que Descartes conozca al canciller Séguier a fin de que pueda “solicitar una pensión para facilitar sus experimentos” , y en Suecia habla a la reina Cristina de Suecia de la filosofía del pensador francés. Descartes, al enterarse, intuye una posible solución en la corte sueca para sus problemas económicos y para superar el malestar que está sintiendo en Holanda por los ata¬ques a su persona y a su filosofía y posiblemente también para aumentar su prestigio personal.
-En aquel año disputa con Trigland en la universidad de Lei¬den. Trigland ataca el principio cartesiano de que “la duda es el prin¬cipio de la filosofía”, pues considera que dicho principio conduce a los alumnos al escepticismo y al ateísmo.
-La universidad de Leiden, como ya lo había hecho la de Utrecht en 1640, prohíbe la filosofía cartesiana, imponiendo el aristotelismo, y Revius, rector de la Escuela de Teología de la Universi¬dad de Leiden, declara que Descartes es un blasfemo por sugerir que Dios puede engañar.
-En este año se produjo el último encuentro personal de Descartes con la princesa Elisabeth, aunque su correspondencia conti¬nuó.
1647: -Aunque Descartes pretendía permanecer en Holanda para encontrarse cerca de la princesa Elisabeth, se mostraba muy preocupado por la actitud y “las injurias” de una “tropa de teólogos” contraria a su filosofía y que le atacaba con “calumnias”. Por ello pensó en regresar definitivamente a Francia en el caso de que la princesa no permaneciera también en Holanda. El 10 de mayo le escribe:
“Pero puedo afirmar que ésa [el posible regreso de la princesa a Holanda] es la principal razón por la que prefiero residir en este país antes que en cualquier otro, ya que soy de la opinión de que nunca podré ya gozar tan por entero como desearía del reposo que vine a buscar en el, pues sin haber obtenido aún toda la satisfacción que sería menester de las injurias que se me hicieron en Utrecht, veo que van dando lugar a otras y que hay un hatajo de teólogos, gentes de la Escuela, que parecen haberse coaligado en contra de mi persona para intentar agobiarme a calumnias .
En esa misma carta, le dice más adelante:
“y pienso también, si no consigo que se me haga justicia (y preveo que será harto difícil obtenerla), en alejarme por completo de estas Provincias” .
-En julio Descartes escribe a la princesa Elisabeth desde París, cuando ésta acababa de estar enferma y la esperanza de volver a verla curada le “provoca extremas pasiones por volver a Holanda” .
-Al problema con los teólogos holandeses se añade que el dinero de la herencia de su padre se le estaba agotando y que se estaba cargando de deudas. Por estos motivos buscaba otras fuentes de ingresos, como el de una pensión, concedida ya, según Baillet, por el cardenal Mazarino en este año de 1647 y ampliada –aunque luego anulada- para 1648. Descartes intentó igualmente conseguir un cargo en la corte francesa que le permitiese disponer de suficiente tiempo libre o, alternativamente, conseguir que la reina Cristina de Suecia le invitase a su corte para explicarle su propia filosofía. Esta última solución a sus problemas fue la que finalmente pudo adoptar, ayudado por su amigo Chanut.
Respecto a la pensión mencionada llama la atención que Descartes comunicase a la princesa Elisabeth que el rey de Francia se la había concedido sin él haberlo solicitado . Sin embargo, aunque Des¬cartes hace referencia a la pensión de 1648, que no llegó a cobrar como consecuencia de la sublevación de La Fronda, no menciona la pensión que, según Baillet, habría cobrado ya en septiembre de 1647. Por otra parte, parece que Descartes no dice la verdad cuando cuenta a la princesa que él no la había solicitado, pues las circunstancias económicas en que se encontraba eran ya bastante precarias y su amigo Jean Silhon era secretario del cardenal Mazarino, que era el encargado de concederlas. Igualmente también Watson afirma que Descartes “buscaba una pensión de la corte de París” .
En una carta a Chanut del 31 de marzo de 1649, Descartes le comentó que había estado en París en 1648, pero que no había cobrado la pensión que le habían ofrecido. Watson tiene sus dudas acerca de esta cuestión y escribe que “Descartes se benefició al menos de una pensión” .
-Escribe a Chanut una carta llamativamente extensa, de carácter más religioso y teológico que filosófico, con la intención aparente de que la hiciera llegar a la reina Cristina para que ésta se interesase por su obra y así preparar el terreno por si se le presentase la ocasión de solicitar o aceptar de la reina la invitación para ir a la corte. De hecho la reina leyó la carta dirigida a Chanut, y, a continuación, éste escribió a Descartes comunicándole que la reina Cristina estaba intere¬sada en conocer sus ideas acerca de la naturaleza del bien. Descartes escribió una carta a la reina, enviándole un tratado sobre ese tema e incluyéndole además unas copias de las cartas que había enviado a Elisabeth de Bohemia relacionadas con el tema de las pasiones.
A su vez, la reina Cristina de Suecia, transcurrido casi un año desde que Descartes le había enviado su anterior carta junto con otros escritos, le escribe para decirle que ha leído sus Principios de la Filosofía.
-Se produce un encuentro en París con Gassendi, Hobbes y Pascal. Descartes se muestra disgustado por las Objeciones de Gassendi y de Hobbes a sus Meditaciones Metafísicas, objeciones a las que, en sus Respuestas, él había replicado de un modo bastante.
1648: -El príncipe de Orange manda que cesen las discusiones en la universidad de Leiden. Se reiteran las prohibiciones de cualquier debate alrededor de la nueva filosofía. Se decide suspender toda enseñanza de Metafísica, sin que cesen las discusiones .
-Descartes redacta, para la princesa Elisabeth, un breve tratado sobre Las pasiones del alma.
-Igualmente y como ya se ha dicho, Descartes intenta conseguir una pensión del gobierno francés, pero sus gestiones, al coincidir con momentos políticos de revueltas populares en París (“La Fronda”) quedan sin efecto, al suprimirse las pensiones, y regresa a Holanda.
-Muere su fiel amigo el sacerdote M. Mersenne. Descartes no le visitó en sus últimos días ni asistió a su entierro.
1649: -Escribe el Tratado de las pasiones del alma, ampliando la obra anterior que había escrito para la princesa Elisabeth, y dedica ésta a la reina Cristina.
-Descartes responde a la reina Cristina expresándole una admiración extrema y ofreciéndole su presencia en la corte, diciéndole de manera muy servil que no podría ordenarle nada a lo que pudiera negarse si estuviera un su mano realizarlo, lo cual era una manera de manifestarle su deseo –y casi su necesidad- de que le invitase a ir a la corte. El servilismo de Descartes se pone de manifiesto en esta carta tan llena de desorbitadas alabanzas y de rastrera sumisión:
“Si sucediera que me enviaran una carta desde los cielos, y si la viera bajar de las nubes, no podría sentir sorpresa mayor ni recibirla con mayor respeto y veneración que los que he sentido al recibir la que Vuestra Majestad se ha dignado escribirme […] me atrevo a asegurar con vehemencia a Vuestra Majestad que haré siempre cuanto esté en mi mano por cum¬plir cualquier cosa que quiera mandarme y ninguna me pare¬cerá excesivamente dificultosa.” .
Finalmente, enviado este contrato de esclavitud –sin que nadie se lo hubiera exigido-, la reina lo aceptó y le invitó a acudir a la corte sueca.
Rodis-Lewis considera que “las decepciones sufridas en los Países Bajos y en Francia le ayudaron a intentar esta nueva experiencia” , reconociendo de este modo que evidentemente era Descartes quien estaba más interesado en ir a la corte sueca que la reina Cris¬tina en que Descartes acudiera. El francés hizo lo posible para que la reina le invitase, aunque luego presentó su viaje como si se tratase de una especie de favor que él hacía a la reina, accediendo a una invita¬ción suya, que habría surgido de su admiración espontánea por su gran genio filosófico y científico, pero la verdad era que Descartes lo estaba pasando mal en Holanda por las tensiones generadas por su filosofía –y por su propio carácter-, y empezaba a pasar por graves dificultades económicas . Además, en Francia no había conseguido que le hicieran el caso que había pretendido y, por eso, hizo lo posi¬ble, aunque disimuladamente, para que Chanut intentase que la reina le invitase a acudir a la corte sueca . Y así, cuando en esa carta de fe¬brero de 1649 asegura a la reina Cristina que “no podría ordenarle nada tan difícil” que no estuviera “siempre dispuesto a hacer lo posible por ejecutarlo”, le está rogando que le invite a la corte. Se trataba de un viaje deseado por los motivos señalados, y también porque aparecer en la corte sueca resultaba muy tentador para su prestigio como filósofo y científico en cuanto le servía de escaparate para apa¬recer ante los demás como un gran sabio, invitado por la reina de Suecia por el gran valor de su filosofía. Este viaje, pues, no sólo podía significar la solución para sus tensiones con los teólogos holandeses sino también una pequeña venganza contra ellos: ¡Ellos le habían rechazado, calumniado y humillado, pero una gran reina había sido capaz de valorar adecuadamente sus méritos como cientí¬fico y como filósofo!
Después de recibir por fin la invitación, Descartes dirige a Chanut dos cartas, la primera para enseñársela a la reina y la segunda personal. La reina le proponía una estancia de sólo unos meses, desde abril hasta el fin del verano, sugiriéndole un regreso a Francia antes del invierno para evitarle tener que soportar el clima tan frío del país en invierno –o simplemente para cumplir con el deseo del pensador francés, pero sin desearle una estancia prolongada por no ser la Filosofía un asunto que le interesara e manera especial-. Des¬cartes le respondió que la voluntad de la reina era para él una orden, pero también que regresar ese mismo verano le dejaría poco tiempo para explicarle los aspectos más esenciales de su pensamiento, y, por ello, fue el propio Descartes quien pensó en partir en verano a Suecia para pasar allí el invierno, encargando a Chanut de que trasmitiese a la reina su punto de vista acerca del momento y duración del viaje .
Sin embargo, en la carta personal a Chanut y posiblemente con la intención de que Chanut pudiera garantizarle de algún modo que estaría bien atendido durante su estancia en la corte sueca, le con¬fiesa su dificultad para resolverse a ese viaje. Le dice temer que la reina esté demasiado ocupada para dedicarse suficientemente a la Filosofía. Recordando las decepciones del viaje a Francia en el año anterior, llega incluso a temer que los ladrones lo desvalijen por el camino, “o un naufragio que me quite la vida”. Le comenta a Chanut que desearía que la reina “sólo hubiera tenido alguna curiosidad que ya se le hubiera pasado” para “sin disgustarla” poder “ser dispensado de este viaje” . Tales palabras, aunque puedan ser una muestra auténtica de la desazón que Descartes sentía ante la inminencia de su aventura en Suecia, parecen representar igualmente una muestra del carácter calculador de Descartes, pues, si en realidad no deseaba ir a Suecia, ¿por qué no aceptó la propuesta de la reina de ir a la corte sólo durante el verano?, ¿por qué le propuso la idea de ir ya algo más tarde para que su estancia en la corte durase al menos un año? Seguramente porque así su viaje no se vería como la satisfacción de un simple capricho de la reina sino como el favor que Descartes le hacía de asistir a su corte para explicarle “su filosofía” respecto a la cual la reina parecía tan interesada. Por otra parte, a Chanut le comunica que teme hacer ese viaje a fin de que le consiga garantías de que recibirá un trato especial por ese gran sacrificio. Esta diferencia entre los planteamientos de ambas cartas, la escrita a la reina y la escrita a Chanut, implica por parte de Descartes una actitud calculadora y ma¬nipuladora respecto a Chanut, en cuanto de algún modo pretende chantajearle psicológicamente, haciéndole responsable de su decisión de ir, en lugar de escribirle con claridad a la reina Cristina, manifestándole sus preocupaciones al respecto. Además, no habla con sinceridad ni con la reina ni con su “amigo” Chanut: A la reina le habla del viaje “como un paseo”, mientras que a Chanut le mani¬fiesta su dificultad para decidirse a realizar ese viaje. Al parecer, su amigo cayó en la trampa de animarle a realizarlo, comprometiéndose de ese modo a tratar de conseguir que Descartes se sintiera cómodo a lo largo de su estancia en la corte. Poco después le escribió a la prin¬cesa Elisabeth diciéndole que persistía en el designio de ir por lo bien que le había hablado Chanut “de esta maravillosa reina” . Y, cal¬culando, tal vez, que la princesa Elisabeth pudiera ponerse en contacto epistolar con la reina, escribe a la princesa Elisabeth hablándole de la reina Cristina en términos especialmente elogiosos, hasta el punto de que llega a expresarle a la princesa que confía que tales alabanzas no provocarán en ella ninguna clase de celos. Sin embargo, no parece que en aquellos momentos a Descartes le importase mucho que la princesa sintiera celos o no por sus alabanzas a la reina utilizando expresiones que antes le había dirigido a ella como si fuera un ser absolutamente excepcional, pues en estos momentos se siente despechado respecto a la princesa, que no se da por enterada de la última declaración de amor del pensador francés. Por ello, el interés de éste, después de su fracaso sentimental, está puesto ahora en la corte sueca.
Respecto al momento del inicio del viaje llama especialmente la atención la ridícula idolatría de Rodis-Lewis por Descartes al escribir: “¿Cómo no admirar, con un matiz de sorpresa, la firmeza de resolución del filósofo, a pesar de sus funestos presentimientos?” , como si el pensador francés hubiera decidido ir a Suecia teniendo el “presentimiento” (?) de que allí moriría a los pocos meses. Por otra parte, con estas palabras Rodis-Lewis lo único que hace es dejarse llevar por las ideas que expresó Baillet de modo patético en relación con la supuesta actitud de sus amigos al despedirse: “Varios de sus amigos de Holanda no pudieron despedirse sin demostrar la aflicción que les producía el presentimiento de su destino” .
Escribe a continuación Rodis-Lewis que Descartes “se embarcó a principios de septiembre […] “con peinado de bucles, zapatos acabados en cuarto creciente, y guantes adornados de nieve” , es decir, con un atuendo ridículo, propio de “la nobleza”, pensado para impre¬sionar a la reina y muy posiblemente para conseguir de ella que le admitiese en la corte, lo cual no sucedió.
Descartes llegó a la corte sueca en octubre de 1649. Una vez en ella, además de pocas clases de Filosofía que pudo impartir a la reina Cristina en ese horario bastante sádico y despótico de las cinco de la mañana, Descartes se encargó, según los biógrafos, de algún otro asunto que nada tenía que ver con la Filosofía, como la redacción de unos estatutos para una academia sueca. Durante ese tiempo escribió para la reina Cristina una versión ampliada de Las pasiones del alma, solicitando el permiso de la princesa Elisabeth, a quien había dedicado la primera, más breve.
Indica Rodis-Lewis que la reina le concedió dispensa “de toda ceremonia de la corte”, y “no ir nunca al palacio sino a “las horas” en que ella quería “conversar con él” . Sin embargo, R. Watson explica este asunto de un modo totalmente contrario, pero, sin duda, más verosímil: La reina lo mantuvo a distancia; no podía ir a la corte libremente sino sólo en las ocasiones en que ella le citase. De ahí la rápida decepción de Descartes por el poco interés de la reina por “su filosofía” y su correspondiente enfado por su interés por el griego, que anteponía a los estudios de Filosofía .
-Algún biógrafo de Descartes como Baillet –y Rodis-Lewis , que le sigue en esta opinión-, afirma que, por encargo de la reina Cristina, Descartes escribió el libreto El nacimiento de la Paz para un ballet, pero R. Watson no comparte esa teoría y afirma que visitó personalmente la biblioteca universitaria Carolina Rediviva de Uppsala, en la que encontró un ejemplar de El nacimiento de la paz, catalogado como perteneciente a Hélie Poirier, el cual se encontraba en Suecia cuando se escribió esa opera . Este hecho hace suma¬mente improbable que dicha obra la hubiera escrito Descartes, a pe¬sar de la opinión de Baillet, tan dado a exagerar los valores de Des¬cartes.
Poco después Chanut, nombrado embajador oficial ese mismo año, le encargó que escribiera los estatutos para una Academia Sueca. Pero, desde ese momento, desengañado al comprender que en la corte se le menosprecia y que la reina no tiene interés por su filo¬sofía, comienza a sentirse a disgusto y manifiesta su deseo de aban¬donar Suecia.
1650: -En una de sus últimas cartas, escrita en la corte sueca en el mes de enero, dice:
“Aquí no estoy en mi elemento, y no deseo más que la tranquilidad y el reposo, que son unos bienes que los reyes más poderosos de la tierra no pueden dar a los que no saben to¬marlos ellos mismos” .
-El día 3 de febrero se le manifiesta una pulmonía que había contraído como consecuencia del clima tan frío de Suecia y de sus paseos matinales a la corte para cumplir su compromiso con la reina. Pocos días después, el 11 de febrero, muere en Estocolmo.
En relación con la descripción ridículamente beata de la muerte de Descartes, tanto Rodis-Lewis como Baillet dan muestras de una gazmoñería extrema, Baillet por escribirla y Rodis-Lewis por tomársela en serio: “[Descartes] esperaba al capellán, que le pidió que hiciera una señal solicitando la última bendición: inmediatamente “alzó la vista al cielo”, indicando “una perfecta resignación a la voluntad divina” . Según Chanut, en varias ocasiones “dio señales […] de que se retiraba contento de la vida y de los hombres, y confiado en la bondad de Dios” .
Respecto a esta descripción de una muerte tan fervorosa, Watson escribe que Baillet presentó la muerte de Descartes como “la muerte que convenía a un católico piadoso” , añadiendo poco después que “el problema es que su criado Henry Schulter consignó que Descartes murió sin pronunciar una sola palabra” .
1663: -La Jerarquía de la Iglesia Católica incluye las obras de Descartes en su “Índice de libros prohibidos”.















2. ASPECTOS PERSONALES Y SOCIALES QUE CONDICIONA¬RON LA OBRA DE DESCARTES
Para profundizar en la obra de Descartes tiene especial interés investigar los diversos aspectos que condicionaron el desarrollo de su personalidad en cuanto ésta tuvo importantes repercusiones en su obra, teniendo en cuenta además que la obra de cualquier pensador no deriva exclusivamente de una razón pura sino siempre condicio¬nada por los diversos factores relacionados con su personalidad glo¬bal. Es fácil comprobar el nivel de integridad intelectual de un pen¬sador dedicado a la Lógica o a las Matemáticas, en las que el princi¬pio de contradicción es un criterio suficiente para verificar la verdad o la falsedad de los resultados a los que haya podido llegar; pero es mucho más difícil comprobarla en el terreno de la Filosofía, en cuanto en ella no existe un procedimiento intersubjetivo suficientemente claro para la verificación de las teorías defendidas por los diversos pensadores y en cuanto la complejidad de los matices conceptuales y lingüísticos utilizados por cada pensador determina que en muchas ocasiones resulte muy difícil alcanzar resultados verdaderos compartidos por todos. Una simple mirada a la Historia de la Filosofía, con una diversidad de puntos de vista tan variada e incluso contradictoria, parece suficiente para constatar la verdad de esta consideración.
Descartes tuvo cualidades intelectuales muy brillantes que le hicieron destacar de forma especial en Matemáticas. Sin embargo, cuando se dedicó a la Filosofía y a las ciencias empíricas, cometió errores tan graves que inducen a tratar de investigar las diversas causas que pudieron propiciar una diferencia tan abismal entre los resultados que obtuvo como matemático y los que obtuvo como filósofo y como investigador empírico. Por ello, en este apartado no se va a hablar de las virtudes que propiciaron los éxitos del pensador francés en las diversas áreas del pensamiento, incluida la filosófica, sino de los aspectos más negativos de su personalidad que pudieron propiciar de algún modo una parte considerable de sus errores y fracasos en estos terrenos.
A continuación se hará referencia a estos aspectos de su personalidad y se tratará de investigar si existe algún nexo entre ellos. Por lo que se refiere a los factores antecedentes –y sólo como una hipóte¬sis muy incompleta- quizá habría que hacer referencia a su infancia enfermiza pero, además, a una considerable privación afectiva, como factor biográfico que pudo haber propiciado la formación de tales aspectos de su personalidad, en cuanto su madre falleció cuando él tenía sólo un año, en cuanto su padre estuvo a su lado en escasas ocasiones durante ese periodo fundamental de su vida, en cuanto además fue el tercero y último de los hermanos que sobrevivieron del primer matrimonio de su padre y en cuanto a los diez años se le en¬vió al internado del colegio de La Flèche, donde pudo haber sentido su estancia como un abandono que debió de contribuir a crear en él un sentimiento de soledad.
Este sentimiento de soledad, paralelo al de sus carencias afectivas, pudo repercutir en el desarrollo de una inseguridad inconsciente respecto a su propio valor y capacidad para despertar afecto y, como consecuencia, en un endurecimiento de su carácter que pudo conducirle a encerrarse en sí mismo por lo que se refiere al desarro¬llo natural de su afectividad y a ser incapaz de mantener auténticas relaciones de amistad.
Muchas peculiaridades de su personalidad podrían entenderse como una consecuencia de ese sentimiento inicial de abandono y de su lucha inconsciente por demostrar a la sociedad su propia valía a fin de recibir de ella, si no el afecto que había necesitado durante la infancia, sí el reconocimiento de su valor. Aquella necesidad afectiva no satisfecha pudo haber sido un motor que le impulsó a luchar por triunfar en todo lo que hacía, sirviéndose para ello tanto del uso adecuado de su capacidad intelectual para la búsqueda del conocimiento –como sucedió en sus progresos en el terreno de las Matemáticas-, como del uso inadecuado de dicha capacidad en cuanto otros fines y otros medios menos ligados a la búsqueda de la verdad y más ligados a la búsqueda del triunfo social pudieron cegarle hasta el punto de conducirle a defender doctrinas absurdas a las que no habría llegado si se hubiese guiado exclusivamente por la búsqueda sincera del conocimiento.
Parece que las únicas excepciones por lo que se refiere a esta frialdad afectiva fueron básicamente la del matemático Beeckman, a quien profesó en los primeros tiempos una mezcla de admiración y de amor –lo cual no le impidió posteriormente insultarle y tratarle con el mayor desprecio-, la de su hija Francine, durante el escaso tiempo en que pudo dedicarle su cariño, y la princesa Elisabeth de Bohemia, de quien se enamoró apasionadamente. El resto de sus amistades, incluso la del padre Mersenne, fueron en general simple¬mente interesadas. El padre Mersenne, que fue su confidente durante muchos años y, en apariencia, su mejor amigo, ni siquiera obtuvo de él que lo visitase cuando estuvo gravemente enfermo ni que asistiese a su entierro al morir.
Conviene hacer referencia igualmente a otras peculiaridades de su personalidad que en parte pudieron desarrollarse como consecuencia de esa inicial carencia afectiva y en parte pudieron ser consecuencia de otra serie de causas, tanto genéticas como ambientales, pero que, en cualquier caso, fueron rasgos de su personalidad que en muchos casos repercutieron de forma negativa en su producción fi¬losófica.
La investigación de estas causas podría ser objeto de un estudio particular, y, por ello, aunque el presente trabajo se centra de manera especial en el análisis y en la exposición crítica de las sorprendentes incoherencias y contradicciones en que incurrió el pensador francés, a lo largo de esta segunda parte se hablará de algunos aspectos de su personalidad que de alguna manera parecen haber sido mecanismos de compensación que se manifestaron como una intensa egolatría, que a su vez se expresó especialmente como megalomanía.
A continuación se hablará de estos aspectos de su personalidad, pero es conveniente indicar, en primer lugar, que este análisis tiene más carácter de hipótesis que de tesis absolutamente segura, y, en segundo lugar, que casi todos los aspectos de la personalidad que se van a analizar parecen tener en común el estar origi¬nados en la egolatría de que ya se ha hablado, como mecanismo de compensación frente a la frustración provocada por la acusada carencia afectiva que, al parecer, rodeó su infancia y su juventud. El conocimiento de tales aspectos de su personalidad, al mar¬gen de su importancia biográfica, tiene especial interés en cuanto ayuda a comprender la mayor parte de los errores de su obra, derivados de la dificultad del pensador francés para servirse adecuada¬mente de su capacidad intelectual, especialmente cuando la aplicaba a cuestiones de carácter filosófico o teológico.
2.1. Megalomanía
Como ya se ha dicho, el egocentrismo de Descartes puede haber sido consecuencia de una intensa carencia afectiva a lo largo de su infancia y de su juventud, y parece haber sido igualmente la raíz de la que surgieron el tronco de su megalomanía y las ramas de diversos aspectos de su personalidad de que se hablará después. Su megalomanía, como característica general que subyace en diversos aspectos de su carácter, puede advertirse haciendo referencia a hechos como los siguientes:
a) Según escribe R. Watson, ya a sus veinticuatro años pre¬sumía de haber llegado en el terreno de la Geometría “todo lo lejos que podía ir la mente humana” . Igualmente, mucho más adelante en una carta a Mersenne se jactaba de manera innecesaria y vanidosa respecto a la importancia de su Geometría diciendo:
“Mi geometría es a la geometría común lo que la Retórica de Cicerón es al abecé del niño” .
Afirmaciones como ésta se correspondían ciertamente con un genio matemático muy brillante, pero parece que también con un endiosamiento francamente exagerado.
b) En las Meditaciones Metafísicas se jactó de manera absurda de haber demostrado la existencia de Dios y la inmaterialidad e inmortalidad del alma, considerando que, con la ayuda de los doctores de la Sagrada Facultad de Teología de París,
“después que las razones por las que pruebo que hay un Dios y que el alma humana difiere del cuerpo hayan sido llevadas hasta ese punto de claridad y de evidencia, a que estoy seguro que se las puede conducir, de modo que deban ser tenidas por muy exactas demostraciones, no dudo que queráis declarar esto y testimoniarlo públicamente; no me cabe duda, digo, que, si se hace esto, todos los errores y falsas opiniones que han existido siempre respecto de estas dos cuestiones se borrarán pronto del espíritu de los hombres” ;
c) En relación con la medicina, a pesar del breve tiempo en que se dedicó a ella, pretendió estar ocupado en una investigación crucial para la curación de todas las enfermedades, para la preservación de la vida y de la raza humana o para lograr que la longevidad de la vida humana alcanzase hasta los cien años. Estas pretensiones eran producto a un tiempo de su megalomanía y de su frivolidad, que le llevaron a creerse capaz de comprender ingenuamente la enorme complejidad del cuerpo humano, las causas y remedios de las enfermedades y las causas y remedios del progresivo y programado deterioro físico de todos los seres vivos, incluido el ser humano.
d) Al dirigirse a la princesa Elisabeth, le manifestó su admiración diciéndole:
“nunca encontré a nadie que haya entendido tan perfecta¬mente los escritos que he publicado” ,
para añadir poco después:
“me resulta imposible no dejarme arrebatar por un senti¬miento de enorme admiración cuando considero que un cono¬cimiento tan variado y tan perfecto de todas las cosas […] se halle en una princesa” .
Evidentemente, con la referencia a ese “conocimiento tan variado y tan perfecto de todas las cosas”, Descartes se refería al cono¬cimiento de sus propias ideas, adquirido por la princesa.
e) En sus Principios de la Filosofía, a pesar de que incomprensiblemente los críticos no suelen hacer referencia a este hecho, Descartes se atrevió a escribir, con la mayor osadía del mundo:
“no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado”
y además
“he probado que no hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado” .
Afirmaciones como ésta resultan tan sorprendentes que al leerlas uno puede llegar a pensar que ha leído mal o que el autor ha que¬rido decir algo distinto de lo que dice, pero la verdad es que, por ab¬surdo que pueda ser, eso es lo que dice, como puede confirmarse te¬niendo en cuenta que estas pretensiones, expresión inequívoca de su megalomanía, aparecen de nuevo y con la misma naturalidad en una carta a Mersenne, en la que en relación con su obra Los meteoros, le dice que no estará termi¬nado en más de un año, porque, al hacer el plan,
“resolví –dice- explicar todos los fenómenos de la naturaleza, es decir, toda la física” .
En relación con la Astronomía, según escribe Rodis-Levis, el 10 de mayo de 1632 “se aventura ahora a buscar la causa de la situa¬ción de cada estrella fija” , y, como si esta pretensión fuera lo más natural del mundo, indica más adelante que “siempre seguro de sus principios, Descartes trabajó sin cesar, para intentar comprender mejor toda la naturaleza” , de manera que resulta casi tan absurda e ilusa la pretensión cartesiana como la naturalidad con que su biógrafa, desde un chovinismo especialmente devoto hacia la figura de su paisano, habla de la empresa de abarcar el estudio de “toda la na¬turaleza” como de un objetivo perfectamente asequible, al menos para su admirado compatriota.
f) Con una enorme ingenuidad, derivada de esta megalomanía, que le conducía a confiar excesivamente en sus posibilidades, Descartes creyó que convencería a los jesuitas para que utilizasen su propia filosofía, plasmada finalmente en sus Principios de la Filosofía, como libro de texto que sustituyese a la filosofía escolática. En este sentido, agradeció a Picot su traduc¬ción de la tercera parte de los Principios, y le habló de las cartas de Charlet, Dinet, Bourdin y otros dos jesuitas, “que me dejan creer –decía- que la Sociedad [jesuita] quiere estar de mi parte” . El mismo día, en una larga carta al padre Charlet le agradece todo lo que ha recibido de él en su juventud en el colegio de La Flèche, y le insiste en el interés que tendría sustituir la filosofía de Aristóteles por la suya. Descartes no duda que “con el tiempo será generalmente aceptada y aprobada” pudiéndose acortar mucho este tiempo con el apoyo de los jesuitas .
g) Finalmente y por no alargar la serie de aspectos biográficos que muestran este núcleo esencial de la personalidad de Descartes, hay que hacer referencia a sus Principios de la Filosofía, de los que escribe que
“podrán pasar varios siglos antes de que se hayan deducido de estos principios todas las verdades que de ellos se pueden deducir” .
Resulta ridícula, por cierto, la forma mediante la cual Rodis-Lewis se refiere a este texto cuando dice que Descartes “reconoce” que “podrán pasar varios siglos”, dando como un hecho que la afirmación cartesiana respondía a la realidad. Una vez más Rodis-Lewis se muestra como digna sucesora de A. Baillet, primer “hagiógrafo” devoto de Descartes.
2.2. A continuación se analizan con mayor detalle esos otros aspectos de su personalidad que se muestran como ramas que brotan del tronco de su megalomanía, surgida a su vez de la raíz de su egolatría.
2.2.1. Arrogancia
La megalomanía del pensador francés se manifestó, como se ha podido ver, en afirmaciones y en planes absurdos para alcanzar objetivos científicos y filosóficos realmente imposibles; pero igualmente tuvo repercusiones en otras características de su personalidad, como la de su arrogancia frente a los filósofos y científicos que manifesta¬ban su desacuerdo con alguna de sus doctrinas, o como la de su iras¬cibilidad, que en muchas ocasiones le llevó a enfrentarse con diver¬sos matemáticos como Roberval y Beaugrand, con científicos y filósofos como Gassendi y Hobbes, y con teólogos protestantes como Voetius y Trigland, de un modo muy alejado de la racionalidad y frialdad que hubiera debido presidir su actividad como filósofo y como científico.
Este rasgo de su carácter se puso también de manifiesto en la serie de ocasiones en que discutió con sus oponentes sin concederles que pudieran tener razón en alguna de sus críticas y considerando en último término que no habían sido capaces de entenderle, en lugar de asumir que pudiera haber sido él mismo quien había errado en la defensa sus teorías. Así sucede en muchas ocasiones, pero de manera especial en las respuestas a las objeciones presentadas por Gassendi, a quien le contesta de modo insultante en muy diversos momentos, como cuando le dice:
-“Todas las cuestiones que luego me proponéis […] son tan vanas e inútiles que no merecen respuesta” .
-“No será necesario que responda a todas y cada una de vuestras preguntas, pues tendría que repetir cien veces las mismas cosas que ya he escrito. Responderé, pues, en pocas palabras, a las que me merezcan la atención de los lectores no del todo ineptos” .
-“No me asombra que juzguéis que mi demostración de todo eso no es clara, pues no he visto hasta ahora que entendáis una sola de mis razones” .
-“Me ha complacido, sobre todo, que un hombre de su mérito, y en una disertación tan larga y cuidadosa, no haya dado ninguna razón que venza a las mías, y que nada haya opuesto contra mis conclusiones que no tuviera fácil respuesta” .
-“Esto es, señor, todo lo que he creído tener que responder al grueso volumen de réplicas. Pues si bien acaso daría mayor satisfacción a los amigos del autor si las refutara todas, una tras otra, creo que no se la daría a mis amigos, los cuales tendrían motivos para reprenderme por haber gastado tiempo en algo tan poco necesario, haciendo así dueños de mi tiempo a todos los que quisieran perder el suyo proponiéndome cuestiones inútiles” .
Su desprecio por Gassendi como consecuencia de sus objecio¬nes fue tal que, según indica Rodis-Lewis, en cierto momento Descartes pensó que en caso de una reedición latina de las Meditaciones Metafísicas, suprimiría “todo lo que es de Gassendi” con una nota que dijera: “Objeciones inútiles rechazadas” . Descartes demos¬traba de este modo, como en tantas otras ocasiones, su incapacidad para aceptar críticas.
Por lo que se refiere a las terceras objeciones, presentadas por Hobbes, Descartes no se atrevió a ser tan directamente despectivo en sus respuestas, pero sí a responder de manera muy desdeñosa, mini-mizando la importancia de las objeciones del filósofo inglés con la excusa de que “no es preciso explicarlo con más amplitud” o la de que “no podría insistir aquí sin causar fastidio a los lectores” o que lo que dice Hobbes “ha sido ya suficientemente re¬futado con anterioridad” .
Como consecuencia de la radical diferencia entre sus respecti¬vas ideas, no es de extrañar que Descartes sintiera una antipatía especial por este gran filósofo inglés, llegando a juzgarle como despre¬ciable, y considerando de manera suspicaz que Hobbes había pre¬sentado sus Objeciones con la finalidad de aumentar su propia fama. Por su parte Hobbes era consciente de este desprecio y, por ello, en relación con la publicación de su obra De cive en el año 1642 llegó a escribir: “si el señor Descartes llegara a notar o sospe¬char los preparativos para la publicación de mi obra (ésta u otra), estoy seguro que maniobrará lo que pueda; créamelo usted, porque lo sé” . Y, efectivamente, según escribe Rodis-Lewis, la opinión de Descartes acerca “del inglés” no era precisamente amistosa, según le comentó a su amigo el padre Mersenne, de manera que prefería no tener
“más comercio con él […]. No podríamos conversar juntos sin convertirnos en enemigos […] No creo tener que respon¬der nunca más a lo que pudiera enviarme este hombre, que creo tener que despreciar al máximo” .
Por otra parte, en el Discurso del Método el propio Descartes reconoce tener una personalidad orgullosa, que, de modo positivo, le impulsa a trabajar por mantener la reputación que ha ido adqui¬riendo:
“Pero como tengo un corazón bastante orgulloso como para querer que me tomen por otro del que soy, pensé que era preciso tratar por todo los medios de hacerme digno de la reputa¬ción que me daban” .
Sin embargo, como se ha podido comprobar, fueron muchas las ocasiones en que la búsqueda de acciones que pudieran servirle para sentirse orgulloso no fue siempre noble sino que estuvo unida al desprecio y al insulto de quienes discrepaban de sus ideas. En definitiva, una consecuencia de esta arrogancia era que en sus relaciones espontáneas con sus iguales –pero no con aquellos que podían representar una ayuda o una amenaza para sus propios objetivos- era inca¬paz de aceptar la menor crítica a sus puntos de vista y, por ello, como indica Watson, Descartes “se mostraba dogmático en cuanto a sus propios puntos de vista y acusaba a quienes disentían de interpretarlo mal o de ser imbéciles. Era suspicaz, rápido para ofenderse y encole¬rizarse, lento para aplacarse. Proclamaba que no le afectaban los ata¬ques personales, pero jamás olvidaba un insulto, un desaire o una injuria” .
Por este mismo motivo, “indicó a Mersenne que no le enviara cartas de otro de sus críticos, Jean de Beaugrand, “porque aquí ya tenemos bastante papel higiénico” , o, refiriéndose a Roberval, comentase igualmente al mismo Mersenne: “Me asombra que este hombre [= Roberval] pueda hacerse pasar por un animal racio¬nal” .
Respecto a las Matemáticas llevó su arrogancia al extremo de afirmar que nunca se descubriría nada que no hubiera podido descubrir él, si se hubiera tomado la molestia de buscarlo .
Por otra parte, las discusiones y los insultos que expresaban la altivez dogmática de Descartes, no se limitaron a las relacionadas con los matemáticos mencionados y con los teólogos Voetius y Tri¬gland, sino que fueron mucho más numerosas, extendiéndose a su amigo Beeckman, a quien, a pesar de que diez años antes le había es¬crito diciéndole “os honraré como el primer promotor de mis estu¬dios y su primer autor”, posteriormente le trató con profundo despre¬cio, llegando a calificarle como jactancioso, estúpido, ignorante y loco. No obstante y a pesar de este feroz altercado, más adelante, aunque su amistad nunca volvió a ser igual, se produjo una reconci¬liación entre ambos.
2.2.2. Admiración por la “nobleza de sangre”
Por otra parte, la pertenencia de Descartes a la nobleza –aunque baja nobleza- y su necesidad de encontrar en dicha pertenencia un motivo más de satisfacción para su megalomanía propició que a lo largo de su vida se mostrase llamativamente servil con quienes consideraba superiores, como la princesa Elisabeth de Bohemia, la reina Cristina de Suecia o las altas jerarquías de la iglesia católica, cuyas buenas relaciones pretendió mantener a toda costa, y a mostrarse altivo con quienes consideraba inferiores, como fue el caso de diversos matemáticos, teólogos y filósofos cuyas críticas despreciaba, siendo incapaz de aceptarlas para su análisis.
a) La megalomanía de Descartes tuvo, pues, una proyección especial en su absurda admiración por la nobleza, a la que se sentía orgulloso de pertenecer, a pesar de que en su caso sólo llegó a heredar de su madre el título de “señor de Perron”, que vendió para conseguir ese dinero que, según Rodis-Lewis, tanto despreciaba. Como se ha indicado antes, conviene matizar lo dicho teniendo en cuenta que, a pesar de la venta de su título nobiliario, Descartes siguió con¬siderándose como “Señor de Perron”, pensando al parecer que la no¬bleza se llevaba en la sangre y que no podía ser objeto de compra ni de venta, y, posiblemente por ese motivo, con ese título siguió apare¬ciendo en uno de sus retratos, realizado en el año 1646.
b) El mismo interés de Descartes por asistir en Frankfurt a la coronación del emperador Fernando II en el año 1619, cuando todavía no había comenzado su labor filosófica y parecía inclinarse hacia la profesión militar, no parece sino otra muestra de su orgullo de clase y de su deseo de triunfar en ella, de manera que ese orgullo debió de influir de forma decisiva en su determinación inicial de seguir la profesión tradicional de la nobleza, alistándose en 1618 en el ejército de Mauricio de Nassau y un año después en el de Maximiliano de Baviera, en lugar de intentar ejercer algún cargo relacio¬nado con sus estudios jurídicos, como lo había hecho su padre.
c) Su relación posterior con la princesa Elisabeth de Bohemia vino impulsada por el deslumbrante resplandor de la princesa desde el punto de vista de su juventud, de su belleza y de su capacidad intelectual, pero también, en una importante medida, por su “nobleza de sangre”, hasta el punto de que Descartes parece haber estado convencido de que el hecho de pertenecer a dicha clase social implicaba la posesión de una serie de valores que difícilmente podían estar al alcance de un plebeyo. En este sentido y de manera explícita en una carta a la princesa le comenta:
“no sentía extrañeza por lo que [el embajador Chanut] me contaba [acerca de las excelentes cualidades de la reina Cristina] porque, al caberme el honor de conocer a Vuestra Al¬teza, sabía hasta qué punto las personas de alta alcurnia podían ser superiores a los demás” .
Y en una carta al embajador Chanut, le dice en este mismo sentido
“no es preciso que las personas de alta cuna, sean del sexo que sean, tengan muchos años para poder superar cumplidamente en erudición y en méritos a los demás hombres” .
Por otra parte, las palabras de Descartes son tan absurdas que inducen a pensar que pudieron estar inspiradas no sólo en su alta valoración de la nobleza sino también en su interés calculado por mostrase especialmente halagador con aquellas personas, que, por su “nobleza de sangre”, podía convenirle tenerlas de su parte en cualquier circunstancia. En este caso concreto y dada su infravaloración intelectual de la mujer, la expresión introducida en este último párrafo, “sean del sexo que sean”, es una forma calculada de excluir de ese grupo de mujeres infradotadas tanto a la princesa Elisabeth como a la reina Cristina, a quien de manera indirecta iba dirigida también esa carta al embajador.
d) Asimismo, el hecho de que en el año 1649 decidiese aceptar la invitación de acudir a la corte de la reina Cristina, previa y sutil¬mente solicitada por él a través de los buenos oficios de su amigo el embajador Chanut, hay que relacionarlo no sólo con los motivos económicos y los relacionados con la necesidad de escapar a las tensiones tan fuertes a que estaba sometido por las duras discusiones con los teólogos protestantes holandeses , sino también con su espe¬cial debilidad por relacionarse con la nobleza. Por ello, cuando se plantean las causas de su decisión de marchar a la corte sueca, hay que tener en cuenta esta incierta pero también atractiva aventura con¬sistente en la satisfacción de su vanidad y de su amor propio, ya que representaba una forma arrogante de alejarse de aquellos teólogos para relacionarse con la nobleza, más capaz de valorar su filosofía.
e) Otra muestra de su arrogante sentimiento de clase puede verse en su ataque a Voetius, cuando le descalificó mediante una larga serie de insultos y mediante frases con las que pretendía marcar las distancias entre ellos diciéndole despectivamente:
“ningún plebeyo puede hablar acerca de estas cosas con ma¬yor inepcia que usted” .
f) Finalmente, su misma utilización continuada de aquel título que vendió, el de “señor de Perron”, y el hecho de que desde que emigró a Holanda siempre tuviera a su servicio un criado son una manifestación más de ese ridículo orgullo de clase, relacionado con su pertenencia a “la nobleza”.

2.2.3. Dogmatismo
Esa misma megalomanía le condujo igualmente a desarrollar un espíritu dogmático, que le cegaba a la hora de ser capaz de replantearse sus puntos de vista, en cuanto su seguridad de encontrarse en posesión de la verdad le impedía revisar cualquier doctrina que hubiera asumido previamente como válida, siendo muy raras las oca¬siones en que rectificó respecto a cualquier punto de vista una vez que lo había asumido como verdadero, a no ser que las críticas provinieran de las altas jerarquías católicas, como sucedió en el caso de su defensa del heliocentrismo, que tuvo que rechazar en 1633 al enterarse de que la jerarquía católica de Roma había condenado a Galileo por haberla defendido. En su lugar defendió posteriormente la extraña teoría de los torbellinos, calculando quizá que tal doctrina podía ayudar a que la jerarquía católica aceptase de algún modo el movimiento de la Tierra sin que tal aceptación apareciese como una concesión a la teoría copernicana, contraria a las doctrinas católicas, y calculando tal vez que la jerarquía católica le pagaría ese favor otorgándole su ayuda y patrocinio para su obra filosófica. La combi¬nación de su dogmatismo y de su orgullo le llevaron, como ya se ha dicho, a tratar de imbéciles a sus oponentes y a criticar las objeciones de Gassendi o de otros objetores a sus Meditaciones metafísicas.
Según parece, Revius llegó a la conclusión de que “quizá sea cierto que Descartes intenta liberarse de todos los prejuicios, pero hay uno al que Descartes permanece apegado en especial, la convic¬ción de que está absolutamente acertado en todo” .
2.2.4. Derroche
Su megalomanía se manifestó igualmente como actitud derrochadora con el dinero heredado de sus padres, que le llevó a vivir despreocupado de su economía hasta los últimos años de su vida.
El derroche iba naturalmente unido a la nobleza, en cuanto, junto con el alto clero, era esa clase social que se encontraba en posesión de las mayores riquezas. Por ello, cualquier manifestación de derroche le servía a Descartes para poner de manifiesto ante los de¬más su propia “nobleza”.
Dicha “nobleza de sangre” se la había proporcionado su madre, al heredar de ella el título de “señor de Perron”, que, a pesar de haberlo vendido junto con otros bienes, lo siguió utilizando, hasta el punto de que todavía un retrato suyo de 1646, realizado por Frans Schooten II, aparece bordeado con las palabras “RENATUS DESCARTES, DOMINUS DE PERRON […]”. Al parecer, el uso posterior de aquel título después de haberlo vendido pudo deberse a la idea de que su venta no afectaba a su propia “nobleza”, en cuya posesión continuaba porque tal cualidad “se llevaba en la sangre”.
Nobleza de sangre y vida humilde no encajaban demasiado y, por ello, aunque el derroche por sí mismo no fuera una debilidad en él, era un medio para manifestar su valía ante los demás. Y eso fue uno de los motivos que le llevaron a gastar alegremente la herencia materna recibida en 1621, viviendo de rentas y sin preocuparse por encontrar trabajo alguno como medio de vida, y lo que le llevó a derrochar posteriormente la herencia de su padre hasta quedarse casi arruinado en 1649 poco antes de acudir a la corte sueca.
Todo ese capital lo fue derrochando no precisamente por “su desprecio al dinero”, como escribió Rodis-Lewis, sino porque, entre otros caprichos, se permitió el de alquilar el castillo de Endegeest, con servicio de criados incluido, a lo largo de más de dos años, desde marzo de 1641, pocos meses después de la muerte de su padre, hasta mayo de 1643 , en lugar de conformarse con una casa sencilla donde vivir de manera más austera, teniendo en cuenta que sus ingresos eran exclusivamente los derivados de aquellas heren¬cias. Descartes alquiló ese castillo por¬que quería que sus amigos se enterasen bien de que pertenecía a la nobleza, de que era una persona muy ilustre, de que tenía dinero y podía derrocharlo en lo que quisiera y de que su tarea era tan importante que para realizarla ne-cesitaba vivir al menos en un castillo.
Su despreocupación por el control de su economía le condujo finalmente a agotar la herencia paterna y a comprender la necesidad de buscar otra fuente de ingresos, la cual consiguió en principio solicitando una pensión del estado francés –a pesar de haber dicho a la princesa Elisabeth que él no la había buscado-, cosa que al parecer consiguió durante el año 1647 muy posiblemente por la mediación de “su amigo” Silhon ante el cardenal Mazarino, de quien era secre¬tario. Más adelante se interesó por conseguir un cargo en París sin llegar a obtenerlo, así que finalmente tuvo que marchar a la corte de la reina de Suecia, intentando lograr no sólo mayor prestigio sino también algún cargo que le proporcionase nuevos recursos económi¬cos cuando ya estaba arruinado y lleno de deudas, pues, como señala Watson, aunque el dinero no fuera el único motivo, “Descartes tomó la decisión de ir a Suecia porque su situación económica era preca¬ria” .
Por ello, aunque de modo exagerado, escribe Watson que “[Descartes] vendía propiedades familiares, gastaba las rentas para vivir, no compraba un puesto lucrativo en el gobierno, no se casaba con una mujer rica: Rene Descartes era un zángano, un parásito de la familia” . Quizá y por lo que se refiere al trabajo, Descartes, de acuerdo con la tradición de la nobleza, consideró que el trabajo físico no era una actividad precisamente digna y propia de un noble sino propia de la clase plebeya y que, en consecuencia, en cierto modo era degradante para su dignidad y para su misión sobre la Tierra. Por todo ello, resultan nuevamente sorprendentes, ridículas y absurdas las palabras de Rodis-Lewis cuando habla del “desprecio” de Des¬cartes por el dinero diciendo: “Lo acompañaba siempre un criado, seguramente venido de Francia, con el que piensa quedarse cuando quiere ir a Alemania. Descartes, que al alistarse no había recibido nada más que una moneda simbólica, cosa que debía de satisfacer su desprecio por la riqueza, proveía para los dos” . Realmente es incomprensible esa adoración de Rodis-Lewis por Descartes –muy similar, por cierto, a la de su compatriota Adrien Baillet-, que le lleva a ser incapaz de una objetividad mínima. Dice con la mayor ingenuidad del mundo que Descartes despreciaba la riqueza, como si no se hubiera preocupado por recoger su herencia materna cuando alcanzó la mayoría de edad ni la paterna cuando murió su padre, ni se hubiera preocupado por buscar una pensión o por acudir a la corte sueca para resolver sus problemas económicos. Parece considerar que el hecho de que Descartes fuera un derrochador equivalía a que no le impor¬taba el dinero. Lo que sí podría haber dicho Rodis-Lewis es que Des¬cartes no apreciaba el dinero hasta el punto de ponerse a trabajar por conseguirlo, porque, por suerte para él, siempre lo tuvo y lo derrochó mientras pudo. Además, también necesitaba el dinero para pagar los servicios de su criado y también aquí Rodis-Lewis parece admirarse igualmente de la actitud caritativa de Descartes al reflejar que éste “proveía para los dos”, como si el criado tuviera que servirle por el simple placer de hacerlo y encima pagar los gastos.
Por otra parte, cuando Rodis-Lewis hace referencia a la moneda que cobró Descartes por su alistamiento en el ejército, debería haber tenido en cuenta que eso era lo que cobraba un soldado voluntario en aquellos momentos en los que ese carácter de voluntario permitía al soldado así alistado estar libre de la obligación de participar en las batallas en que lo hiciera el ejército al que pertenecía. También debería haber reflexionado acerca de qué edad y qué necesida¬des tenía Descartes cuando se alistó y qué objetivos eran los que realmente le interesaban en aquellos momentos. Pero parece que a Ro¬dis-Lewis le resulta más agradable la idea de que Descartes era una persona altruista y desprendida que “despreciaba el dinero”.
2.2.5. Falta de rigor o frivolidad intelectual
Igualmente, parece que la megalomanía derivada de su egolatría fue la causa más importante de una frivolidad muy llama¬tiva a la hora de pronunciarse sobre cualquier asunto medianamente complejo, considerando tener su solución, sin que en muchas ocasio¬nes tuviera realmente un argumento serio en favor de sus tesis y con¬fiado fundamentalmente en su capacidad para resolverlo de manera infalible y sin dificultad. Esa confianza estaba justificada en el caso de su capacidad para las Matemáticas, en las que tuvo un talento ex¬cepcional para resolver los problemas más complejos, pero no en materias más complejas y llenas de matices y perspectivas como lo era la Filosofía o como lo era también el resto de las cien¬cias experimentales.
Sin embargo, su confianza en su capacidad para las Matemáti¬cas le condujo a confiar excesivamente en la posesión de una capaci¬dad similar para descifrar los problemas de cualquier otro tipo de conocimientos y tal actitud le llevó a una exagerada frivolidad que tuvo consecuencias muy negativas para la coherencia de su obra filosófica y científica en la serie de ocasiones en que, por no haber reflexio¬nado con un mínimo de seriedad, defendió teorías absurdas o que posteriormente abandonaba sin explicación alguna para pasar a de¬fender las contrarias, como en el caso del problema de la libertad, que se analizará más adelante, en cuanto o bien modificaba frecuen¬temente el propio concepto de libertad, o bien llegaba a defender el determinismo propio del intelectualismo socrático para atacarlo cuando se daba cuenta de que tal planteamiento podía ser criticado por la jerarquía católica ; y, en la cuestión de si Dios podía ser o no causa de los propios errores, que, aunque en líneas generales respondió rechazando que Dios pueda ser engañador, sin embargo en al¬gunas ocasiones la resolvió aceptando la hipótesis contraria, para negar después haberla aceptado.
En definitiva, este modo de ser le condicionó hasta el punto de llegar a defender doctrinas contradictorias o a incurrir en gravísimos errores en sus razonamientos, siendo luego inconsecuente con ellos en diversas ocasiones, de manera que estas peculiaridades de la personalidad del pensador francés tuvieron, además de los errores mencionados, gravísimas repercusiones en sus argumentaciones filosóficas relacionadas con su método y con su sistema, tal como se mostrará en los siguientes capítulos.
De manera paradójica, un aspecto indirectamente positivo de esta frivolidad fue que, como consecuencia de ella, en muchos momentos escribía de forma precipitada y dogmática lo que se le ocurría, y tal actitud le impedía tomar la precaución de ser coherente luego con lo que había dicho, de manera que más adelante emitía nuevas afirmaciones, contradictorias con las anteriores, sin preocuparse por explicar las causas de los cambios en sus puntos de vista, de forma que lo “positivo” de tal espontaneidad, derivada de su frivolidad, es que facilita mucho la labor de los críticos a la hora de señalar la serie de contradicciones en que incurre el pensador francés.
2.2.6. Servilismo
En aparente paradoja con su orgullo y arrogancia, Descartes adoptó igualmente una actitud servil con las personas pertenecientes al alto clero y las de una nobleza de sangre especialmente superior a la suya, como la princesa Elisabeth y la reina de Suecia. Este servilismo se relacionaba con su misma personalidad calculadora, en cuanto se encaminaba a la obtención de favores especiales de aquellas personas cuya posición social y política podía servirle de ayuda en cualquier momento.
En efecto, por lo que se refiere a su servilismo tiene interés mencionar sus cartas a la princesa Elisabeth, a quien dedicó sus Principios de la Filosofía, tributándole las más galantes y exageradas adulaciones que, aunque hayan podido verse acertadamente como manifestaciones de su enamoramiento y de una auténtica admiración por ella, parecen igualmente derivadas, al menos en sus inicios, de intereses de otro orden, como el de contar con el favor de personas de su alcurnia, las cuales podrían influir en el aumento de su presti¬gio filosófico y científico, así como en la posibilidad, vislumbrada con mayor o menor claridad, de conseguir una ayuda de los gobier¬nos de Francia, Holanda, Suecia o de la propia familia de la princesa, que le sirvieran para mantener su despreocupado tren de vida o, al menos, la continuidad de su comodidad económica.
Como puede comprobarse mediante la lectura de su correspondencia, las palabras dirigidas a la princesa Elisabeth llaman la atención por su exagerada afectación, al margen de que las cualidades de la princesa fueran realmente notables y aceptando que las costumbres epistolares de aquellos tiempos fueran ritualmente galantes. En este sentido, en una carta dirigida a la princesa, cuando ésta tenía sólo veinticinco años, le dice:
“El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado, haciéndome recibir sus órdenes por escrito es mayor de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar; compensa mejor mis defectos que el favor que hubiera deseado con pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis muy humildes servicios cuando es¬tuve últimamente en La Haya. Pues hubiera tenido demasia¬das maravillas que admirar al mismo tiempo; y viendo salir discursos más que humanos de un cuerpo tan semejante a los que los pintores dan a los ángeles, hubiera sentido un arre¬bato como el que sin duda deben de experimentar aquellos que acaban de llegar al cielo tras la terrenal estancia” .
Posteriormente su dedicatoria de los Principios de la Filosofía a la princesa es llamativamente apasionada, pero en este caso Des¬cartes no se estaba dejando guiar por ningún otro interés que el de manifestarle abiertamente su admiración y su adoración, ligeramente encubiertas por la referencia a sus extraordinarias cualidades intelectuales:
“…he podido apreciar tales cualidades en Vuestra Alteza que creo de interés para el género humano proponerlas como ejemplo a la posteridad […] Por lo demás, la máxima agudeza de vuestro espíritu incomparable se conoce en que habéis indagado todas las profundidades de estas ciencias y las habéis aprendido cuidadosamente en muy poco tiempo […] Nunca encontré a nadie que haya entendido tan perfectamente los escritos que he publicado. […] Me resulta imposible no dejarme arrebatar por un sentimiento de enorme admiración cuando considero que un conocimiento tan vario y tan perfecto de todas las cosas no se halle en un viejo sabio que ha empleado muchos años para instruirse, sino en una princesa, joven aún, cuya belleza y edad se parece más a la que los poetas atribuyen a las Gracias que a la de las Musas o de la sabia Minerva […] Y esta sabiduría tan perfecta que advierto en Vuestra Majestad me ha subyugado tanto que no sólo pienso que debo consagrarle este libro de filosofía […] sino que no tengo más deseo de filosofar que el de ser, Señora, de Vuestra Alteza, el más humilde, el más obediente y el más de¬voto servidor […]” .
Este “espíritu incomparable” de la princesa, que podía determi¬nar que sus cualidades excepcionales fueran de interés para el género humano, no fue al parecer tan “excepcional”, pues en una carta posterior dirigida a la reina Cristina de Suecia, meses antes de su viaje a Suecia, le había expresado otra serie de galanterías en un estilo muy similar, dirigiéndose a ella con las siguientes palabras:
“Si sucediera que me enviaran una carta desde los cielos, y si la viera bajar de las nubes, no podría sentir sorpresa mayor ni recibirla con mayor respeto y veneración que los que he sentido al recibir la que Vuestra Majestad se ha dignado escribirme […] una princesa a la que tan alto ha colocado Dios, a la que agobian tan importantes asuntos de gobierno, de los que se ocupa en persona, y cuyas obras más nimias pueden tanto por el bien general de toda la tierra que cuantos amen la virtud tienen forzosamente que considerarse dichosísimos si se les brinda alguna ocasión de servirla […] Me atrevo a ase¬gurar con vehemencia a Vuestra Majestad que haré siempre cuanto esté en mi mano por cumplir cualquier cosa que quiera mandarme y ninguna me parecerá excesivamente dificultosa” .
Igualmente y en relación con las altas jerarquías de la iglesia católica, tan poderosa y peligrosa en aquel tiempo, el pensador francés tuvo la actitud de un lacayo sumiso, como puede comprobarse en una carta a su amigo el padre Mersenne en la que se declara “servidor” del cardenal Bagni y le comunica que siente un inmenso respeto por todos los adalides de la iglesia católica:
“Si escribís al doctor del cardenal Bagni, agradecería le dijerais que nada me impide publicar mi filosofía excepto la prohibición contra el movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de mi filosofía, pues toda mi física depende de ello […] Os pido que sopeséis la opinión del cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría disgustarle, y siendo muy celoso de la religión católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides”
Frases tan atentas y humildes y tan llenas de admiración hacia quienes consideraba como personas de especial rango aristocrático, muy superior al suyo, tanto en el ámbito de la nobleza como en el del clero católico, contrastan llamativamente con el tratamiento que dio a Voetius, profesor de Teología protestante y rector de la Universi¬dad de Utrecht, con quien había mantenido una fuerte discusión acerca del libre albedrío y de la predestinación humana. Voetius, por medio de un amigo, le había acusado de ateísmo, y Descartes le res¬pondió de manera especialmente insultante y arrogante, de manera que, haciendo alusión al supuesto origen plebeyo de su crítico, le dijo:
“Después objeta [usted] cosas tan estúpidas que no son dignas de mención, pues sólo prueban que ningún plebeyo puede hablar acerca de estas cosas con mayor ineptitud que usted […] Las restantes observaciones que mezcla usted con éstas se apartan tanto del tema que parecen reproducir palabras incoherentes de loro más que razonamientos de filósofos” .
2.2.7. Instrumentalización de personas
Esta actitud puede haber sido, por lo menos en parte, consecuencia de una infancia privada de afecto, la cual le habría dificultado un desarrollo normal de su afectividad hacia los demás y una tendencia a servirse de ellos como meros instrumentos para la consecución de sus propios fines. Su misma megalomanía debió de contribuir a esta misma valoración de los demás como meros instrumentos al servicio de los fines que él persiguiese.
a) Tal actitud se manifestó en primer lugar en sus relaciones con su propia familia, especialmente con su padre y con su hermano mayor. La Psicología habla del “síndrome del segundón”, relacionado con la hipótesis de que el segundo hijo despierta en los padres un interés bastante menos intenso que el primero, de forma que aquél puede llegar a sentirse como un intruso. Posiblemente y en relación con esta cuestión, hay que hacer referencia a unos estudios de este mismo año 2009, que muestran cómo estadísticamente los primeros hijos tienen un coeficiente intelectual un diez por ciento más elevado que el de sus demás hermanos y ese hecho podría tener su explica¬ción en la diferencia de cariño y dedicación que recibe el primero a diferencia del segundo o de cualquiera de los demás.
Pero, al margen de esta cuestión, lo que sí es un hecho es que Descartes no contó con el afecto de sus padres, pues su madre murió cuando él tenía un año y su padre pasaba largas temporadas fuera de casa, por lo que Descartes tuvo que vivir fuera del domicilio paterno y a los diez años ingresó en el internado de La Fléche.
Una consecuencia de esta carencia afectiva debió de ser que, desde que Descartes acabó sus estudios, en pocas ocasiones permaneció en el domicilio familiar, pues, en primer lugar, en 1618 se alistó en el ejército de Mauricio de Nassau en Holanda; a conti¬nuación, en 1619, estuvo fuera de Francia durante bastante tiempo, tanto para ir a la ceremonia del nombramiento del emperador Fernando II en Frankfurt, en donde nada se le había perdido como no fuera la satisfacción de su curiosidad por mezclarse con “los de su clase” –la nobleza-, como para alistarse como voluntario en el ejército de Maximiliano de Baviera en sus recorridos por centro Europa, aunque, según parece, sin participar de manera directa en ninguna batalla; a continuación regresó a Francia y estuvo en París durante algún tiempo, sin que se sepa con claridad a qué dedicó un par de años en los que, según cuenta su primer biógrafo Adrien Baillet, cayó en el vicio del “juego”. Posteriormente regresó al hogar familiar y realizó un viaje a Italia, relacionado con la posibilidad de conseguir el cargo de comisionado general para tener un medio de vida regular, viaje que no culminó en ninguna decisión positiva respecto al fin propuesto. Al regresar a su hogar se le planteó la misma posibilidad en relación con el puesto de comisionado general de Châtellerault, pero finalmente decidió abandonar los oficios tradicionales de su fa¬milia, consiguió el dinero obtenido de la venta de bienes familiares, que en principio estaba destinado a la compra de dicho cargo, y se fue a Holanda en el año 1628, no regresando más a la casa paterna y no visitando a su padre en el resto de su vida.
Respecto a esta cuestión, Richard Watson señala que sus relaciones afectivas de carácter familiar brillan por su ausencia, hasta el punto de que “en cuanto a los asuntos familiares, los únicos que preocupaban a Descartes se relacionaban con el dinero” . Y, efectivamente, de hecho son muy escasas las ocasiones en que Descartes acude el domicilio familiar. Además, las escasas ocasiones en que acudió estuvieron esencialmente relacionadas con su herencia o con la posible compra de un cargo que pudiera servirle como medio de vida.
b) Esta frialdad con la familia más cercana y este espíritu calculador se manifestó igualmente con sus teóricos amigos, como Mersenne, Silhon o Chanut, pero de manera mucho más desconsiderada en sus relaciones con determinadas personalidades de cierta relevancia política o religiosa que podían influir en su propia vida.
1) Así, cuando a mediados de 1629 estuvo interesado en la construcción de una lente hiperbólica, le escribió a J. Ferrier, un famoso óptico de París, animándole a que viniera a trabajar con él, diciéndole que él correría con todos los gastos, que vivirían como hermanos, que podrían ver “si hay animales en la Luna”, que tendría el tiempo libre para lo que quisiera, que nadie le molestaría y que no le pondría obstáculo alguno para que regresara a París cuando quisiera . Y así todo el panorama se lo pintaba realmente atractivo, pero no porque realmente estuviera encantado con la amistad de Ferrier sino sólo porque en aquel momento se había interesado por esa cuestión de óptica y quería que Ferrier dejase lo que estuviera haciendo en París para embarcarle en la misma tarea que a él le interesaba en aquel momento, tarea que, por cierto, pronto dejó de atraerle, precisamente cuando, después de una primera negativa, Ferrier tomó la decisión de aceptar su llamada.
2) La “amistad” entre Descartes y el padre Mersenne repre¬senta otro ejemplo del egoísmo calculador de Descartes, teniendo en cuenta que, a pesar de que este clérigo siempre estuvo a la disposi¬ción de Descartes, como si fuera su secretario sin sueldo, su confi¬dente y su aliado incondicional, hasta el punto de que la correspon¬dencia entre ambos es mucho mayor que la que Descartes tuvo con cualquier otro de sus amigos y a pesar de la fidelidad y comprensión constantes de su amigo hacia él, el francés ni siquiera tuvo el detalle de estar a su lado durante los últimos días de su vida, ni el de asistir a su entierro: Descartes se fue de París el día 27 de agosto de 1648 y Mersenne moría el día 1 de septiembre, cinco días después.
3) A Jean de Silhon, secretario del cardenal Mazarino, a quien había conocido entre 1626 y 1628, lo utilizó para conseguir una pensión de Luís XIV, cuando ya casi había agotado la herencia paterna, y necesitaba un nuevo medio de subsistencia.
4) Por lo que se refiere su relación con Hector P. Chanut, la lectura de su correspondencia sugiere que a partir de 1646 Descartes intensificó su “amistad” (?) con él con la calculada finalidad de que éste le pusiera en contacto con la reina Cristina. En este sentido resulta bastante sintomática una carta de marzo de 1646, en la que manifiesta de manera sorprendentemente exagerada su enorme simpatía (?) por Chanut, diciéndole entre otras cosas:
“Si me hubiera consentido a mí mismo el honor de escribir a vuestra merced tantas veces cuantas he deseado hacerlo desde que pasó por este país, mis cartas lo hubieran importunado con harta frecuencia, pues no ha transcurrido día en que no haya querido tomar la pluma varias veces”
Y hacia el final de esa misma carta, insistiendo en esas muestras de afecto y consideración, escribe:
“como a veces me entran deseos de regresar a París casi me atrevo a decir que tengo queja de los señores ministros que le han dado el cargo que lo aleja de esa ciudad, y le aseguro que, si residiera en ella, ése sería uno de los principales motivos que podrían obligarme a visitarla” .
Siguiendo esta misma línea de calculado acercamiento en esa “amistad”, pero de un modo mucho más exagerado, resulta especialmente significativa a este respecto una carta de noviembre de este mismo año en la que dice al embajador:
“Si no me inspirase su sabiduría tan extraordinaria estima y no me impulsara tan vehemente deseo de aprender, no me habría mostrado tan importuno al rogarle que examinara mis escritos […] Y creo […] que lo mejor que puedo hacer de ahora en adelante es abstenerme de hacer libros […] y no es¬tudiar ya sino para instruirme y no comunicar mis pensa¬mientos sino a aquéllos con los que pueda conversar en privado; y aseguro que nada podría hacerme más dichoso que tener conversaciones con vuestra merced […] Desde el primer momento en que tuve el honor de conocer a vuestra merced, le entregué toda mi confianza, y como he tenido después el atrevimiento de granjearme su benevolencia, le ruego que crea que no podría serle más devoto si toda mi vida hubiera transcurrido a su lado” .
Posteriormente, en febrero de 1647, Descartes escribe una carta muy extensa a Chanut que casi parece más el extracto de un libro acerca Teología y de Psicología medievales, en el que le explicase sus puntos de vista acerca de diversas pasiones, acerca de Dios y acerca de algunos aspectos del cristianismo desde la perspectiva de un cristiano ejemplar especialmente ocupado en tales temas, diciendo entre otras cosas:
“no me asombra que algunos filósofos estén con¬vencidos de que sólo la religión cristiana nos hace capaces de amar a Dios al enseñarnos el misterio de la Encarnación con el que Dios se rebajó hasta hacerse semejante a nosotros” .
Desde luego, sorprende bastante que el matemático, el cientí¬fico y el filósofo Descartes, de pronto aparezca convertido en una especie de predicador que habla de “la Encarnación” de Dios como si se tratase de una más de las deducciones evidentes de su sistema racionalista.
Siguiendo esta misma línea religiosa, en las antípodas de la Filosofía y de la Ciencia, le dice más adelante:
“estimo que el camino que debemos seguir para llegar al amor de Dios es pensar que es un espíritu o un ente que piensa, con lo que, ya que la naturaleza de nuestra alma tiene cierto parecido con la suya, nos convencemos de que ésta es emanación de su suprema inteligencia” ,
atreviéndose a incurrir en la herejía panteísta-emanantista, contraria al creacionismo judeocristiano, pero muy en la línea de lo que en el pensamiento místico se denomina “vía unitiva”.
La sensación que provoca la lectura de esta extensísima carta es la de que en ella Descartes lo tiene todo fríamente calculado: no sólo ni en primer lugar pretende impresionar a Chanut, sino que parece que le escribe con la intención especial de que muestre esa carta a la reina Cristina, de forma que esta “presentación” pueda significar, tal vez, el comienzo de una relación epistolar con ella, relación que efectivamente se produciría para, a continuación, dar el salto a la corte sueca. Pues, efectivamente, la reina leyó ésa carta, de manera que al cabo de unos meses Descartes, en respuesta a una carta de Chanut, vuelve a escribirle diciéndole:
“Me invadió el temor al leer las primeras páginas, en las que me dice que el señor De Ryer había hablado a la Reina de una de mis cartas y que ésta deseaba verla. Y luego me tranqui¬licé, al llegar al punto en que vuestra merced me refiere que la oyó leer con cierto agrado. Y no sé si ha sido mayor mi admi¬ración al ver que la Reina comprendía con tan gran facilidad cosas que parecen muy oscuras a los más doctos, o mi gozo al ver que no le desagradaban. Pero mi admiración dobló al comprobar la fuerza y el peso de las objeciones que hizo Su Majestad respecto al tamaño que atribuyo al universo” .
Tiene interés observar que en esta última carta aparecen expresiones de especial admiración hacia la reina Cristina, que parecen escritas con la intención y la expectativa de que ella llegase a leerlas. En otras cartas le trata de un modo escandalosamente servil y ridículamente halagadora, como si fuera una especie de divinidad reencarnada, pero con la clara finalidad de conseguir su simpatía y obtener de ella la invitación de ir a su corte de Suecia. De este modo pretendía obtener varios objetivos importantes: Librarse de sus desagradables tensiones con los teólogos holandeses, lograr mayor pres¬tigio y conseguir además una pensión o un sueldo que le permitiese recuperarse económicamente, pues los recursos económicos de que disponía, procedentes de la herencia de su padre, se le estaban ago¬tando.
5) La reina Cristina escribió una carta a Descartes para decirle que había leído con interés sus Principios de la Filosofía. Descartes le respondió con otra en la que, de forma implícita, le “ofrecía” su presencia en la corte con una especie de contrato de esclavitud:
“…me atrevo a asegurar con gran vehemencia a Vuestra Majestad que haré siempre cuanto esté en mi mano por cumplir con cualquier cosa que quiera mandarme y ninguna me pare¬cerá extremadamente dificultosa” .
A continuación la reina accedió a invitarle y Descartes se trasladó a Suecia para explicarle su filosofía. Sin embargo, no parece que la reina tuviera especial interés tales explicaciones –y quizá ése fuera uno de los motivos de que le citase a las cinco de la mañana-. Además, parece que Descartes tuvo que encargarse de asuntos que nada tenían que ver con tal enseñanza y eso debió de herir profundamente su amor propio sintiéndose despreciado, a pesar de que en sus cartas no llegase a manifestar un sentimiento de esa clase, aun¬que sí a mostrar su decepción escribiendo
“aquí no estoy en mi elemento, y no deseo más que la tranquilidad y el reposo, que son los únicos bienes que los reyes más poderosos de la tierra no pueden dar a los que no saben tomarlos por ellos mismos” .
En su afán para lograr el interés de la reina por su filosofía, le prestó su correspondencia con la princesa Elisabeth relacionada con sus reflexiones acerca de las diversas pasiones humanas, y poste¬riormente redactó para la reina una versión ampliada de Las pasiones del alma, obra que, abreviada, había dedicado a la princesa Elisa¬beth.
Sin embargo, la reina tenía otros intereses, como el aprendizaje del griego y la práctica de la equitación. Prueba clara de este menos¬precio hacia el pensador francés fue que se le encargase realizar unos estatutos para una academia sueca, lo cual, desde luego, no tenía mucho que ver con la filosofía y, dada la megalomanía de Descartes, debió de sentirlo como una profunda humillación, a pesar de que tuvo que tragarse su orgullo, ya que no podía negarse a acceder a tal petición en cuanto, en la última carta citada, anterior a su partida a Suecia, le había escrito que cumpliría cualquier cosa que quisiera mandarle . En definitiva, parece que la reina se sirvió de Descartes como un personaje decorativo de la corte. Descartes se sentía muy incómodo y de¬seaba regresar a Francia o a Holanda, pero la muerte le ahorró tener que tomar una decisión acerca de su partida.
c) Por su afán de brillar y destacar ante los demás, en diversas ocasiones su orgullo y su dogmatismo tuvieron que ceder ante su espíritu calculador en cuanto comprendía que era más conveniente para sus intereses manifestarse como adulador antes que como un déspota que desde la altura de su egolatría se atreviese a criticar a aquellos de los que había calculado que podía sacar algún provecho, como ocurría en el caso de la orden de los jesuitas, en el caso de los “decanos y doctores” de la facultad de teología de la Sorbona, a quienes dedicó su carta de presentación de las Meditaciones Metafísicas con el fin de contar con su amparo y protección, o como en el caso de los cardenales y autoridades políticas a quienes envió ejemplares del Discurso del método, con esa misma finalidad de sentirse seguro y respaldado por las jerarquías política y religiosa.
1) En este sentido, como ya se ha dicho antes, Descartes llegó a confiar en la idea de que los jesuitas aceptarían su propia filosofía para sustituir los textos tradicionales, seguidores de la escolástica y de la filosofía aristotélica. Sin embargo, se había enzarzado en una discusión con el padre Bourdin, un jesuita que había criticado su filosofía y con el cual deseaba polemizar. Pero, como la propia Rodis-Lewis reconoce a pesar de su devoción por su compatriota, éste “de¬seoso de tener el apoyo de sus antiguos maestros, renunció a tal combate contra el jesuita Bourdin al tomar conciencia de que seguir su impulso natural iría en contra de sus intereses por lo que se refiere a lograr una predisposición positiva por parte de los jesuitas.
2) La índole fría y calculadora de Descartes se hizo igualmente patente en su dedicatoria de las Meditaciones Metafísicas “a los doctores y decanos de la sagrada facultad de teología de París”, donde, entre otras cosas y en relación con sus razones acerca de la existencia de Dios, del alma y de su inmortalidad, les dice de manera calculadamente sumisa y halagadora:
“no espero que tengan gran predicamento sobre los espíritus si no las tomáis bajo vuestra protección”.
El interés de Descartes al manifestarse de ese modo tan servil con estos teólogos era al menos doble: Por una parte, el de cubrirse las espaldas ante cualquier posible acusación de herejía, al tener el apoyo de los teólogos de la Sorbona, a quienes además pidió su ayuda para corregir cualquier error que pudiera haber cometido en esta obra mediante la cual decía confiar en que
“ya no habrá nadie que se atreva a dudar de la existencia de Dios” ,
y, por otra, el de utilizar a tales señores doctores y decanos como un trampolín que catapultase su propio prestigio como filósofo.
3) Igualmente, cuando en 1647 se encontró ante fuertes tensiones, acosado por los teólogos holandeses, buscó de manera intere¬sada la ayuda del plenipotenciario Servien en su condición de francés, utilizando para su propio interés un sentido patrio fingido, relacionado con el “honor de Francia”, que no parecía haber tenido para él ningún interés hasta ese momento, en cuanto curiosamente, cuando se había alistado como voluntario al ejercito, lo había hecho al servicio de Mauricio de Nassau y al de Maximiliano de Baviera, ninguno de los cuales era francés, de manera que sus preocupaciones nunca habían estado relacionadas con ningún tipo de patriotismo. Ahora, sin embargo, manifestaba que se había ofendido el honor de Francia y el suyo propio, porque del mismo modo que los france¬ses habían derramado su sangre para ayudar “a echar de aquí a la In¬quisición de España”, también él, como francés, “había llevado […] las armas por la misma causa” , alistándose al servicio de Mauricio de Nassau –aunque no hubiese intervenido en batalla alguna-, y, a cambio, el pago que recibía era toda una serie de insultos y de calumnias .
Complementariamente y en relación con esta índole calcula¬dora del pensador francés, resulta interesante la observación de R. Watson cuando escribe que “todos los amigos de Descartes [fueron] ricos” . Y, aunque esto no sea del todo cierto, podría decirse, aun¬que también sin generalizar, que la mayoría de sus amigos, reales o por simple interés, fueron clérigos, como el padre Étienne Charlet, familiar suyo con un cargo importante en el colegio de La Flèche, los padres Mersenne, Arnauld, Mesland, Dinet, Vatier, Gibieuf y el sacerdote Claude Picot –el llamado “cura ateo”-, administrador del di¬nero de Descartes en Francia-. Procuró también mantener buenas re¬laciones al menos con los cardenales Bérulle, Richelieu y Bagni, por su poder religioso y político. Gran parte de su correspondencia es¬tuvo dirigida precisamente a estas personas y, de modo particular, al padre Mersenne, su mejor amigo, aunque Descartes no tuviese hacia él un sentimiento re-cíproco, que se tradujese al menos en una reciprocidad afectiva hacia él.
El cobijo y apoyo intelectual, político y social que estas amistades le suponían se pone de manifiesto, por ejemplo, en una carta a Mersenne en la que se muestra preocupado por si ha defendido al¬guna tesis errónea en relación con las doctrinas teológicas orto¬doxas .
Descartes sentía la necesidad de relacionarse bien con quienes pudiesen ayudarle a sentirse respaldado en su labor intelectual y a no sentir sobre su cabeza la espada de Damocles representada por la Jerarquía Católica y su “Santa Inquisición”. Además, era consciente de que, sin duda, esas buenas relaciones podían servirle como plataforma para aumentar su prestigio en el ámbito de la Filosofía. Se podría preguntar si fueron esas amistades las que influyeron en la delimitación de sus escritos, en cuanto debían estar orientados y so¬metidos a las creencias y dogmas teológicos de la Iglesia Católica, o si, por el contrario, fueron ya estos aspectos de su filosofía los que le llevaron a conectar mejor con toda esa serie de clérigos y de perso¬nas de talante religioso católico con quienes mantuvo una correspon¬dencia incomparablemente más importante que con quienes defen¬dieron un pensamiento más independiente y alejado de la dogmática católica, como Hobbes o como Voetius. La solución de esta alterna¬tiva parece encontrarse en su primera parte: Tanto la formación car¬tesiana como su círculo inicial de amistades religiosas determinaron los límites dentro de los cuales podía ejercer su “libre” actividad fi¬losófica y su comodidad a la hora de escribir y de contrastar puntos de vista, que en líneas generales, con alguna excepción como la de Hobbes y al margen de algunas diferencias de opinión con otros pen¬sadores, se mantuvo dentro del círculo de personas que aceptaban el cristianismo, católico o protestante.
2.2.8. Mendacidad
Por lo que se refiere a la tendencia de Descartes a mentir -un aspecto más de su tendencia a la fabulación, o viceversa- e igualmente un aspecto más de la instrumentalización de personas, puede observarse en diversas ocasiones de su vida:
a) Así, en relación con la teoría heliocéntrica por una parte reconoció estar de acuerdo con Galileo, pero por otra luego lo negó sin reparo alguno. Su afirmación del heliocentrismo se produjo en las ocasiones en que le escribió a Mersenne diciéndole que no podía publicar su obra El mundo porque en ella defendía la doctrina sustentada por Galileo y rechazada por la Jerarquía Católica:
“He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para pre¬star obediencia a la a Iglesia, puesto que ha proscrito la opi¬nión de que la Tierra se mueve” .
En este mismo sentido, dos meses después, temiendo que la carta anterior se hubiera perdido, volvió a escribirle diciéndole:
“Aunque [la teoría de que la Tierra se mueve] pensaba que se basaba en pruebas seguras y evidentes, no desearía por nada del mundo mantenerlas contra la autoridad de la Iglesia”.
Pero, frente a una postura tan claramente favorable al heliocentrismo y aunque renunciase a ella por someterse a la autoridad de la iglesia católica, en El discurso del método no tuvo reparos en dar a entender que no había compartido la tesis de Galileo, escribiendo en este sentido:
“Hace tres años que llegué al término del tratado […], cuando supe que unas personas por las que siento deferencia […] habían desaprobado una opinión sobre física, publicada un poco antes por otro [= Galileo]; no quiero decir que yo fuera de esa opinión sino sólo que no había notado nada en ella, antes de que fuera censurada, que pudiera imaginar como perjudicial a la religión ni al estado […] esto me hizo temer que no fuera a haber también alguna en las mías en la que me hubiese engañado, pese al gran cuidado que siempre he te¬nido” .
Pero una de ambas posiciones era falsa, ya que estaba en contradicción con la otra. Y eso dice muy poco en favor de la integridad intelectual de Descartes, en cuanto ni siquiera necesitaba haber sido especialmente sincero para evitar la mentira: Hubiera podido evitarla simplemente si en el Discurso del Método no hubiese dicho nada acerca de su punto de vista sobre la cuestión del posible movimiento de la Tierra. Pero, al parecer, su miedo a la jerarquía católica era tan grande que prefirió declarar –o dar a entender- gratuitamente que él no era de esa opinión antes que no pronunciarse acerca de ella, a pesar de que en su carta a Mersenne había reconocido su acuerdo con Galileo.
Por otra parte y siguiendo su propósito de conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más posible a las doctrinas de la Iglesia Católica, no parece que tuviera otros motivos para establecer su posterior “teoría de los torbellinos” que precisamente el de buscar congraciarse todavía más con la jerarquía de dicha organización religiosa, presentando una doctrina ecléctica, en la que aceptaba la doctrina de la Iglesia de Roma, asumiendo que los planetas no se movían por ellos mismos alrededor del Sol, aunque eran movidos por la co¬rriente de la materia celeste circundante .
También llama la atención que aquí, en el Discurso del Método, a diferencia de lo que los críticos suelen decir acerca de las causas por las cuales dejó de publicar El mundo, considerando que se abstuvo de hacerlo por su temor a la Inquisición, Descartes afirmase que la causa real de su abstención fue que pensó que tal vez en su tratado hubiera errores similares a los de Galileo, de los que él no hubiera tomado conciencia y que pudieran ser perjudiciales para la religión o para el Estado, como si le importasen tales instituciones hasta ese punto y no por el beneficio o el perjuicio que pudiera obtener de ellas. El mismo lema “larvatus prodeo” -“avanzo enmascarado”-, utilizado en su cuaderno secreto de 1619, im¬plica una actitud comprensible en una sociedad controlada y opri¬mida por la jerarquía católica y su “santa Inquisición”, pero repre¬senta un indicio claro de que para comprenderle había que ir más allá de esa máscara con la que quiso protegerse de manera especial del peligro de una sociedad en la que el poder de la jerarquía católica su¬ponía un serio riesgo para la integridad física, social y moral de quienes pretendían ejercer la libertad de pensamiento y expresión de sus ideas . Por ello también, la simulación no podía ser en él una ac¬titud esporádica sino conscientemente asumida, tanto para evitar el peligro representado por la jerarquía católica francesa, que en aque¬llos mo¬mentos gozaba de bastante independencia respecto a la romana, como también a fin de aprovecharse de ella para el aumento de su prestigio como filósofo, presentándose como un fervoroso católico al afirmar de manera inequívoca:
“yo someto todas mis opiniones […] a la autoridad de la Iglesia” ,
o también:
“es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios” ,
a pesar del burdo círculo vicioso que había en este último párrafo de su carta, incluida en el comienzo de sus Meditaciones Metafísicas y dirigida a los decanos y doctores de la facultad de Teología de París como un salvoconducto para el caso de que alguna de las ideas expresadas en su obra pudiera merecer la condena de la jerarquía católica. Y me atrevo a escribir “burdo círculo vicioso” porque encaja más con su personalidad y, desde luego, con su capacidad lógica haberse servido de él, consciente de que lo era, que imaginar que lo hubiera hecho de manera inadvertida. Y, si realmente no tuvo repa¬ros en incurrir en este círculo vicioso de manera consciente, podría plantearse la pregunta de por qué lo hizo. La respuesta parece clara en el sentido de que lo hizo precisamente para aparecer ante la jerarquía católica como un católico muy ferviente y devoto, tanto para evitar que pudieran acusarle de cualquier herejía, como había suce¬dido con Galileo, como para encontrar el apoyo de la jerarquía cató¬lica en su ambicioso deseo de aumentar su prestigio como filósofo dentro del círculo de la ortodoxia católica.
b) En relación con su temor a la jerarquía católica conviene indicar que el hecho de que en el año 1628 Descartes marchase –o huyese- a Holanda de manera inesperada sugiere que pudo ser la entrevista con el cardenal Bérulle, a la que se refirió Baillet en su biografía sobre Descartes, con alguna amenaza velada o explícita, lo que llevó al pensador francés a tomar aquella decisión. Y su preocupación por evitar que se conociera su dirección, por lo menos durante el tiempo en que pudo creer que su vida corría peligro, pudo estar mo¬tivada precisamente por esa misma causa, es decir, no por los moti¬vos indicados por Baillet relacionados con la búsqueda de soledad para poder dedicarse a su tarea filosófica, sino por otro muy distinto como lo era el temor a ser detenido y a padecer una suerte parecida a la de J. Fontanier o a la de G. C. Vanini. Hay que tener en cuenta que Descartes marchó a Holanda a finales de 1628, que el cardenal Bérulle murió el 2 de octubre de 1629 y que justo ese mismo mes de ese mismo año, abandonando su buscada soledad, el filósofo francés se trasladó por fin a Amsterdam, una ciudad especialmente impor¬tante, en la que era mucho más fácil localizarle. Por otra parte y en línea con esta hipótesis se encuentra la carta que el propio Descartes escribió a su padre y a su hermano Pierre en el año 1640 diciéndoles expresamente que su marcha a Holanda había obedecido precisa¬mente a este motivo. En este mismo sentido Watson considera que “sabiendo cuán poderoso era el cardenal Bérulle en la corte francesa, Descartes pudo haber visto la fuga como su única salida” .
c) Al margen de la instrumentalización de personas, Descartes tuvo igualmente una actitud calculadora y nada sincera cuando renunció a incluir la religión en su teórica duda metódica, re¬nuncia que representaba una actitud contradictoria con respecto su supuesta universalidad y que fue consecuencia de la aplicación de un frío cálculo por el que comprendió que no le convenía extender la duda hasta la religión, aunque sólo lo hubiera hecho de manera convencional y ficticia, y por cumplir con las exigencias de su propio método, aunque en realidad no dudase de la verdad de sus contenidos doctrinales. Ciertamente, Descartes se encontraba ante un dilema difícil de resolver: Su método le exigía poner en duda las mismas doctrinas religiosas, pero el hacerlo implicaba un considera¬ble peligro no sólo para su futuro como filósofo y científico sino in¬cluso para su integridad física. En consecuencia, optó por excluir de la duda las doctrinas religiosas porque era consciente de este peligro, pero tal decisión le condujo a ser incoherente con su pretensión teó¬rica de conceder carácter universal a dicha duda.
Lo más coherente desde un punto de vista lógico habría sido que, siendo consecuente con su pretensión de aplicar la duda de manera universal, hubiese incluido en ésta última todo lo relacionado con la religión. Pero, en cuanto no lo hizo, podía al menos haberse abstenido de inventar pretextos que nada tenían que ver con la causa de su aceptación de la religión, pues no sólo dijo que tenía la religión de su rey y de su nodriza como un pretexto para excluirla de todo lo referente a sus investigaciones acerca del conocimiento, sino que más adelante tuvo incluso la osadía de pretender explicar algún dogma de la religión católica, como el de la transustanciación, que precisamente por tratarse de un “dogma” debía encontrarse por definición más allá de cualquier de¬mostración. Es cierto que habría sido absurdo que Descartes afirmase que excluía la religión de la duda metódica por temor a las represa¬lias de la jerarquía de la Iglesia Católica, pues esa misma justifica¬ción habría provocado las iras de dicha jerarquía, pero, en cualquier caso, la impresión que provoca la lectura de las obras del pensador francés es, como ya observó Pascal, que su Dios –a excepción del de sus últimos años en alguna de sus cartas a la princesa Elisabeth, a Pierre Chanut y a la reina Cristina- tenía muy poco que ver con el Dios de la religión y sólo se había servido de él para los fines de su filosofía.
Sin llegar a afirmar, como Voetius, que Descartes fuera ateo, parece que su interés por mantener excelentes relaciones con la jerarquía católica fue lo que especialmente le guió para crear un sistema filosófico en el que la religión siguiera jugando un papel tan primordial como el que había tenido en la filosofía medieval, al margen de que, en cuanto le resultó posible, el pensador francés intro¬dujo ideas realmente nuevas y valiosas para el desarrollo de la Filo¬sofía, como el de la búsqueda de un método seguro –aunque no su hallazgo- para su progreso, y alguna teoría innovadora para el desarrollo de la Ciencia, como lo fue la del mecanicismo.
Su búsqueda de coherencia lógica, a pesar de los dogmas irracionales de las doctrinas católicas, le llevó en algún caso a la defensa de algún planteamiento plenamente acertado, aunque de un modo nada conveniente para sus intereses en sus relaciones con la jerarquía católica. Así, por ejemplo, en el tema de la oración consideró que no se debía rezar a Dios para pedirle nada a no ser el cumplimiento de su voluntad, en cuanto pedirle otra cosa implicaría no haber enten¬dido que, de acuerdo con su omnipotencia y su bondad, Dios siempre hacía lo mejor, por lo que no tenía sentido pedirle otra cosa que el cumplimiento de su voluntad . Por ello, cuando Descartes insiste en tantas ocasiones en que no quiere tratar acerca de cuestiones de Teología lo que parece suceder es que teme que su capacidad lógica le traicione y llegue a afirmar doctrinas demasiado coherentes y sensatas, que, precisamente por ello, podrían crearle problemas, por ser opuestas a las defendidas desde la ortodoxia católica. De hecho y como consecuencia de su capacidad para un pensamiento lógico riguroso, según indica Watson, Descartes llegó a negar algún dogma de la iglesia católica, como el del pecado original, dogma efectivamente absurdo e incompatible con el del supuesto amor y misericordia infinita de Dios y con algunos otros cuyo comentario no es éste el momento de realizar.
d) Otra muestra más de su mendacidad es la de su atrevimiento a la hora de explicar a la princesa Elisabeth de Bohemia la teoría aristotélica acerca de la felicidad de un modo erróneo, sin incidir en la idea esencial de la auténtica doctrina aristotélica, confiado, al parecer, en que la princesa no sabría nada de ella, y en que podría pre¬sumir de su “erudición” a este respecto. En este sentido, en su carta del 18 de agosto de 1645 le dice que para Aristóteles la felicidad “consta de todas las perfecciones tanto del cuerpo como del espí¬ritu” sin mencionar para nada la idea esencial aristotélica según la cual la felicidad consiste en la vida teorética, como actividad de la razón considerada como la esencia propia del hombre, siendo las demás perfecciones de que habló Descartes a la princesa sólo condi¬ciones para tal ejercicio.
2.2.8.1. Ocultación de fuentes
Algo parecido, aunque no idéntico, a esa facilidad para mentir fue su tendencia a ocultar las diversas fuentes que le sirvieron de inspiración en algunos casos, tanto para la elaboración de su filosofía como de sus teorías científicas.
a) Así, por lo que se refiere al planteamiento de la proposición “cogito, ergo sum” como verdad absoluta, Descartes no hizo referencia alguna a Agustín de Hipona (s. IV-V) ni a Jean de Mirecourt (s. XIV), ni a Gómez Pereira, ni a su contemporáneo y “amigo” Jean Silhon, quienes ya la habían utilizado en sus obras en un sentido no muy alejado del que tuvo en los escritos cartesianos y que –por lo menos alguno de ellos- debió de ser conocido por el pensador francés.
b) Por lo que se refiere a la hipótesis del “genio maligno”, tampoco hizo referencia a Guillermo de Ockham ni a Jean de Mirecourt, quienes ya la habían sugerido igualmente en el siglo XIV.
c) Así mismo y en relación con la utilización de la regla de la evidencia, tampoco mencionó a Guillermo de Ockham ni a Jean de Mirecourt, quienes también la habían utilizado, aunque desde una perspectiva más amplia que la que le dio Descartes y más ligada a la experiencia.
d) Igualmente y respecto al principio de inercia, tampoco mencionó ni a Guillermo de Ockham, ni a Galileo, ni a su amigo Beeckman, que ya habían intuido de un modo muy aproximado este princi¬pio, aunque dando los dos últimos al movimiento inercial un carácter circular y no rectilíneo, por lo que no alcanzaron comprensión y la precisión que logró Descartes en su enunciado de dicho principio.
e) Por lo que se refiere a su defensa del mecanicismo, tampoco mencionó al médico y filósofo español Gómez Pereira, quien ya defendió esa teoría en el siglo XVI aplicándola al mundo animal.
f) El uso del francés como lengua culta en su Discurso del método parecía una innovación original, pero ya Nicole d’Oresme la había utilizado en el siglo XIV, M. Montaigne había escrito sus Ensayos en francés en la segunda mitad del siglo XVI, y Pierre Charron la había utilizado en su obra Sobre la sabiduría, publicada en 1601.
g) Por lo que se refiere al uso de la máxima moral relacionada con seguir las leyes y costumbres del país en que uno se encuentre, tampoco mencionó a Pierre Charron, que ya antes había valorado positivamente esa adaptación a las costumbres de cada lugar. Se trata, por cierto, de una máxima que hasta cierto punto puede ser prudente, pero que llevada al extremo sería una muestra de cobardía, pues no por estar en una sociedad de caníbales habría que practicar el canibalismo, ni por estar entre nazis habría que perseguir a los judíos. Quizá Descartes la aplicó, por lo menos hasta cierto punto, a su propia vida en medio de una sociedad dominada por las supersti¬ciones de la jerarquía católica, procurando no ser simplemente un católico más, sino aparecer como máximo paladín del catolicismo.
h) Y, finalmente, tampoco hizo referencia a la serie de “coincidencias”, casi al pie de la letra, que había entre los proyectos esquemáticos del filósofo y médico español –o portugués- Francisco Sánchez, cuya obra escéptica Quod nihil scitur había aparecido en 1581, y los suyos, que, ciertamente, significaron un desarrollo de lo que en Francisco Sánchez, conocido como “el despertador de Descartes”, fue un esquema de trabajo, tal como puede comprobarse en la parte correspondiente del presente estudio.
2.2.8.2. Tendencia a la fabulación
Como un aspecto complementario de la tendencia del pensador francés a la mentira hay que hacer referencia igualmente su tenden¬cia a la fabulación, que aparece igualmente en diversos momentos a lo largo de su vida.
a) En este sentido hay que aludir a la probable fabulación de los sueños de 1919 en Alemania o al menos de una parte importante de sus contenidos tan detalladamente elaborados –de cuya elabora¬ción el propio biógrafo A. Baillet podría ser igualmente responsable-, y a los que Descartes hizo referencia en el Discurso del Método, pues aunque el francés en ningún momento hizo mención del libro Las bodas químicas de Christian Rosenkreutz de Johan Valentín An¬dreae, esta obra había aparecido en 1616 y en ella hay una serie de detalles que coinciden de manera tan sorprendente con los de los “sueños” cartesianos que tal coinci¬dencia lleva a pensar que en una importante medida tales visiones no fueron otra cosa que invenciones conscientes con las que fabricó sus “sueños” o los enriqueció de contenido para llamar la atención. En esos sueños, interpretados como una señal divina, se le pre¬sentaba la cuestión acerca de qué camino seguiría en la vida (“Quod vitae sectabor iter…”), como si fueran –al menos según la opinión de Baillet- una especie de llamada divina indicándole que debía dedicarla a la búsqueda de la Verdad.
Un argumento importante en apoyo de esta hipótesis es el de que habría sido muy incoherente y extraño que, si tales sueños en los que se le indicaba qué camino debía seguir en la vida hubieran sido reales y así los hubiera interpretado el pensador francés, no hubiera tomado de inmediato la correspondiente decisión de se¬guir el camino que en ellos se le mostraba, pues todavía tardó bas¬tantes años en tomar una resolución en ese sentido, ya que, en primer lugar, todavía en 1625 –es decir, seis años después de los supuestos sueños- se planteaba si compraría o no el cargo de “comisionado general” de Châtellerault, lo cual le habría alejado definitivamente de aquella “llamada divina”, supuestamente recibida en sus sueños; en segundo lugar, en el año 1628, teniendo ya 32 años, todavía se encontraba en Francia y, aunque había destacado como un extraordina-rio matemático, seguía sin tener claro a qué dedicaría su vida; y, en tercer lugar, en el año 1629, ya en Holanda, todavía se puso en contacto con J. Ferrier para animarle a asociarse con él a fin de construir una lente hiperbólica. Esta empresa, que no se llevó a cabo por la negativa inicial de Ferrier, tampoco representaba la respuesta adecuada a aquella supuesta llamada divina del año 1619, relacionada con la Filosofía y con la Ciencia, que en teoría debía haber recibido una respuesta inmediata en cuanto Descartes los hubiera considerado auténticamente significativos, no la recibió sino a finales del año 1629.
b) Igualmente y aunque en el Discurso del Método escribió de modo fabulador que se había alistado en los ejércitos mencionados con la intención de conocer la forma de pensar y las costumbres de los diversos pueblos, en realidad lo que había sucedido fue que, como consecuencia de haberse alistado como voluntario en el ejér¬cito, había llegado a conocer esas otras formas de pensar y esas otras costumbres de otros pueblos. Como ya se ha dicho, su alistamiento en el ejército parece haber tenido como explicación la relacionada con la simple frivolidad de haber considerado que tal ocupación era la más adecuada para un joven perteneciente a la nobleza, sin llegar a plantearse si las guerras en que habría podido participar estaban o no justificadas, guerras que además nada tenían que ver con la defensa de intereses franceses, pues, en el primer caso, se alistó en el ejercito holandés Mauricio de Nassau, y, en el segundo, en el de Maximi¬liano de Baviera, en guerra contra Federico V de Bohemia.
c) La unión de su tendencia a la fabulación junto a su ingenua megalomanía puede explicar igualmente sus delirios relacionados con la idea de que los jesuitas suprimiesen sus tradicionales libros de textos de carácter escolástico para sustituirlos por otros con su propia filosofía. Y esa misma unión de ambos aspectos de su personalidad explicaría también la facilidad con que el pensador francés llegó a afirmar que en sus escritos se explicaban todos los fenómenos de la Naturaleza o que en la Geometría había llegado tan lejos como la mente humana podía alcanzar o que iba a realizar unos estudios médicos tales que permitirían que la media de edad de la vida humana alcanzase los cien años.
Paradójicamente y a pesar de que afirmó haber escogido la soledad para dedicarse más enteramente a la búsqueda de la verdad, su vida en Holanda, a excepción del primer año, no se caracterizó por la tranquilidad y el trabajo silencioso, sino por todo lo contrario. Como señala Watson, sólo al principio Descartes procuró mantener en se¬creto su domicilio, pero no parece que lo hiciera por aquel supuesto afán de soledad, sino por el temor a ser per¬seguido por las autoridades religiosas como consecuencia de sus ac¬tividades en París durante los años anteriores o por algún suceso puntual desconocido que fuera el que desencadenase su precipitada marcha. Como ya se ha dicho, un año después de su partida y coin¬cidiendo con la muerte de Bérulle, Descartes dejo de ocultarse y se trasladó a Amsterdam, lugar donde era perfecta¬mente localizable; durante los años siguientes a la muerte de Béru¬lle asistió a diversas universidades holandesas, como la de Leiden en 1630; y antes de 1635 mantuvo relaciones con Helena Jans y tuvo una hija, lo cual, aunque muestra una faceta simplemente humana del pensador francés, no encaja con aquel supuesto interés por la sole¬dad. Además, durante la serie de años pasados en Holanda se vio en¬vuelto en diversas polémicas con diversos pensadores y científicos como Beeckman, Fermat, Beaugrand, Roberval, Petit, Hobbes, Gassendi y Voetius, polémicas que no debieron de contribuir pre-cisamente a proporcionarle la tranquilidad ni la soledad que decía buscar.
2.2.9. Menosprecio hacia la mujer
Por lo que se refiere a la opinión de Descartes acerca de la mujer y a su relación con ellas hay que señalar que son el resultado de diferentes factores, sin que el de su egolatría, que parece haber influido mucho en las anteriores características de su personalidad, haya tenido aquí más que una importancia secundaria.
Descartes consideró que las mujeres en general estaban infradotadas desde el punto de vista intelectual –con la excepción de las pertenecientes a la “nobleza”, como la princesa Elisabeth y la reina Cristina de Suecia, cuyo linaje compensaba con creces las deficien¬cias que hubieran podido tener por el hecho de ser mujeres-, de forma que no estaban capacitadas para la comprensión de las cuestiones filosóficas o teológicas, según lo expuso el pensador francés en una carta en la que, refiriéndose a determinados pensamientos relacionados con sus “demostraciones” de la existencia de Dios, dijo al padre Vatier:
“estos pensamientos no me han parecido apropiados para incluirlos en un libro [= Discurso del Método], en el que he querido que incluso las mujeres pudieran entender alguna cosa” .
La infravaloración intelectual de la mujer aparece en esta frase de modo inequívoco, pero no parece ser un punto de vista particular del filósofo francés sino su cómoda aceptación de un prejuicio de muy larga tradición, tanto bíblica como de la misma cultura griega, pues, a pesar de que Platón lo había superado en La República, Aristóteles volvió a asumirlo considerando a la mujer como una especie de varón imperfecto o inacabado. La ideología cristiana, con su doctrina de la mujer como la introductora del pecado, no hizo nada positivo para superarlo, y Pablo de Tarso, el llamado “apóstol de los gentiles”, defendió ideas absurdas como la de que “la cabeza de la mujer es el varón” y la de que, en cuanto la mujer fue creada por causa del varón, “debe llevar la mujer sobre su cabeza una señal de sujeción”
De este modo, habiéndose educado y habiendo vivido en medio de un ambiente tan absurdamente machista como ése, lo difícil hubiera sido que Descartes hubiese podido llegar a tener acerca de la mujer un pensamiento distinto.
Por lo que se refiere de manera específica a su relación con las mujeres parece que el pensador francés pudo haber tenido una dificultad especial para tratar con ellas como consecuencia de diversos aspectos de su personalidad y de su aspecto físico poco agraciado, lo cual pudo haberle mantenido a cierta distancia del mundo femenino hasta el punto de que su dificultad para relacionarse con él pudo lle¬varle a plantear su trato con las mujeres como la del zorro de la fábula, que, aunque apetecía las uvas, al no poderlas coger, se con¬formó imaginando que no estaban maduras. En este sentido puede haber un fondo de verdad en la anécdota según la cual Descar¬tes había comentado que nunca había conocido a ninguna mujer más hermosa que la verdad, aunque el motivo auténtico de una afirmación como ésa pudo encontrarse más bien en el hecho de que tuviera dificultades para relacionarse con el mundo femenino, al margen de que con el paso del tiempo hubiese sublimado hasta cierto punto sus inclinaciones, encauzándolas de manera más plena hacia el ámbito del conocimiento y al de la búsqueda del pres¬tigio social. Quizá por ello, la única relación afectiva que le con¬dujo a una relación sexual, al menos conocida, fue la que tuvo con Helena Jans, una sirvienta de uno de los domicilios holandeses en que estuvo hospedado, de la que tuvo una hija. La otra relación, la que tuvo con la princesa Elisabeth, fue meramente epistolar, y, dadas las diferencias, tanto de clase social como de edad, Descartes la aceptó en principio con gran satisfacción y sin plantearse siquiera la posibilidad de que su admiración y progresivo enamoramiento pu¬diera llegar a ser correspondido. Sin embargo, posteriormente se sin¬tió tan atraído por ella en momentos tan delicados como lo fueron los que precedieron a su decisión de marchar a Suecia que se atrevió a comunicar su “afecto” a la princesa de manera evidente, aunque sin utilizar la palabra ritual más directa para nombrar ese sentimiento que no era otra que la de “amor”. En esos momentos su enamoramiento era tan real que pudo con su orgullo y con su propia egolatría, hasta el punto de manifestar a la princesa que sería capaz de vivir en cualquier sitio con tal de estar a su lado y poder serle útil en cualquier cosa que pudiera necesitar. Así que, en este caso al me¬nos, la anécdota acerca de la superioridad de la verdad sobre la mujer habría resultado falsa.
A continuación y por su importancia para comprender mejor la personalidad del pensador francés, se expone de un modo más extenso su relación con estas dos mujeres, que tuvieron una influencia especial su vida.
a) Helena Jans fue una sirvienta de una de las diversas casas holandesas en las que Descartes estuvo hospedado. De ella tuvo una hija en el año 1635 y eso lleva a pensar que debió de tener con ella cierta relación afectiva desde al menos el año anterior, aunque de esto parece que no han quedado apenas referencias. De su hija, Fran¬cine, sólo pudo disfrutar durante cinco años, entre 1635 y 1640, que parece que fueron especialmente importantes en la vida afectiva de Descartes. Se sabe que Francine fue bautizada en una iglesia protestante y que las relaciones con Helena no quedaron reducidas a las de tener una hija en común, sino que Descartes procuró que ella viviese cerca de él e incluso que trabajase de sirvienta en el mismo domicilio en el que él se hospedó por un tiempo. Sin embargo, su afecto no llegó a tener una intensidad tal que le llevase a casarse con ella, quizá porque las diferencias de clases entre ellos repercutieron en que para el pensador francés resultase poco menos que imposible la simple idea de presentarla en sociedad como “su mujer” o simplemente porque valorase más su propia posición y prestigio social que el mantenimiento de una relación que podía crearle problemas en la proyección social de su ego¬latría. En cualquier caso y aunque no parece que sus relaciones con Helena fueran mucho más lejos, llegó a existir una correspondencia escrita entre ellos. Los biógrafos de Descartes más conocidos no dicen nada de Helena Jans más allá del año 1640, pero, según la biografía escrita por Desmond M. Clarke, Helena se casó en 1644, Descartes actúo como testigo de su boda y le regaló una cantidad considerable de florines para que pudiera vivir con desahogo; posteriormente enviudó, se volvió a casar y tuvo tres hijos de su segundo marido .
¿Por qué los biógrafos silenciaron lo sucedido con Helena después de la muerte de Francine? Quizá porque en aquel siglo la mujer seguía teniendo un papel social tan irrelevante que ni siquiera se plantearon la pregunta de qué pudo sucederle después de la muerte de su hija; quizá porque entonces encontraban tan natural que Descartes se despreocupase de ella que ni siquiera sintieron la curiosidad de seguirle la pista; o quizá para así dejar libre a Descartes de cual¬quier responsabilidad moral ulterior relacionada con la suerte de Helena. En cualquier caso, parece que la indagación presentada por Desmond M. Clarke acerca de esta última parte de la vida de Helena Jans tiene una base sólida y ayuda a comprender mejor la personalidad de Descartes por lo que se refiere a su relación con la única mujer de quien tuvo una hija.
Pero, al margen de esta relación, lo que es evidente es que el amor más auténtico y apasionado de Descartes fue el que sintió por la princesa Elisabeth de Bohemia, que tenía 22 años menos que él, que conoció en el año 1642 y cuya relación epistolar mantuvo hasta su muerte. Su admiración hacia la princesa parece, como luego se verá, un enamoramiento inevitablemente sublimado, dadas las dife¬rencias de clase social, de edad y de atractivo físico , que determinaban de manera casi inevitable que su relación sólo pudiera tener un carácter intelectual y “afectivo-paternal” por parte de Descartes hacia la princesa. Sin embargo en los últimos años de su relación el pensador francés no pudo seguir manteniendo reprimida la comunicación de su enamoramiento, tal como la expresa en su correspondencia con la princesa, en la que destacan diversos párrafos especialmente llamativos por la admiración y por el apasio¬nado afecto, implícito y explícito, que reflejan, tal como puede verse en textos como el siguiente:
“El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado haciéndome recibir sus órdenes por escrito es mayor de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar; compensa mejor mis defectos que el favor que hubiera deseado con pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis muy humildes servicios cuando es¬tuve últimamente en La Haya. Pues hubiera tenido demasiadas maravillas que admirar al mismo tiempo; y viendo salir discursos más que humanos de un cuerpo tan semejante a los que los pintores dan a los ángeles, hubiese estado encantado del mismo modo que, me parece, deben estarlo los que lle¬gando de la tierra acaban de entrar en el Cielo […]” .
Para una interpretación lo más correcta de algunas expresiones que aparecen en éste y en otros textos de las cartas de Descartes a la princesa tiene especial interés hacer referencia a una larga epístola que escribió a Chanut el 6 de febrero de 1647, en la que con la calculada finalidad de intimar con él y ganarse su amistad para que fuera su valedor ante la reina Cristina, le expresa unas reflexiones que parecen una confidencia impersonal de algo que muy probable¬mente le estaba sucediendo en su relación epistolar con la princesa. Escribe en este sentido:
“Cierto es también que ni los usos del habla ni la urbanidad permiten que digamos a quienes son de condición mucho más alta que la nuestra que nos inspiran amor, sino únicamente que los respetamos, los honramos, los estimamos y sentimos celosa devoción por servirlos. Y creo que ello se debe a que, cuando la amistad une a los hombres, puede considerarse que, hasta cierto punto, iguala a aquellos que la profesan de forma recíproca. Y, en consecuencia, si, al intentar ganarnos el amor de algún grande, le dijéramos que lo amamos, podría pensar que lo ofendemos al considerarnos su igual” .
Cualquiera que se fije en la correspondencia de Descartes con la princesa, podrá ver que en ella aparecen aquellas expresiones a las que acaba de referirse, utilizadas en lugar de las expresiones en que tales términos podrían ser sustituidos por la palabra “amor” y otras similares, adecuadas para expresar ese sentimiento.
Su relación con la princesa, inicialmente de carácter intelectual, se transformó muy pronto en un enamoramiento progresivo hacia ella, aunque intentó presentar este sentimiento como “respeto”, “honra”, “estima”, “devoción” y “voluntad de servirla”, términos que, como el propio Descartes señala en su carta a Chanut, serían una manera de expresar su amor sin que ella tuviera que darse por enterada, pero también utilizó frases elogiosas más explícitas relacionadas con su enamoramiento, como la que le di¬rige diciéndole:
“considero que Vuestra Alteza posee el alma más noble y elevada que me haya sido dado conocer” .
Parece evidente que la princesa Elisabeth no podía dejar de ser consciente del enamoramiento que las palabras de Descartes dejaban traslucir en estas cartas, y que tales sentimientos, lejos de molestarla, le agradaban hasta el punto de que en su respuesta a esta última carta quiso ser especialmente amable manifestándole cuánto necesitaba de su amistad, a la vez que sutilmente le señalaba los límites dentro de los cuales podía seguir recibiendo su afecto como expresión de tal amistad. En este sentido le dijo:
“Y aunque [los médicos] hubieran sido lo bastante sabios para sospechar la parte que correspondía al alma en los desórdenes de mi cuerpo, no me habría yo sincerado con ellos. Pero con vos lo hago sin escrúpulos, en la seguridad de que el candoroso relato de mis defectos no me privará de la amistad que me profesáis, sino que la acrecentará tanto más cuanto veréis, al percataros de ellos, cuán necesitada estoy de esa amis¬tad” .
Estas palabras de la princesa debieron de provocar en Descartes angustiosos sentimientos contradictorios, pues, por una parte, la princesa le hablaba de amistad, pero, por otra, al utilizar la expresión “cuán necesitada estoy…” refiriéndola a esa amistad, la frase tenía su agridulce veneno, pues mientras es normal unir los conceptos de necesidad y amor, que es un sentimiento especialmente intenso, no lo es unir los conceptos de necesidad y amistad, que en la práctica al menos aparece como un sentimiento menos intenso que el del amor y, por ello mismo, pocas veces asociado con la intensidad que reflejaría la expresión utilizada por la princesa “cuán necesitada estoy de esa amistad”. Si un varón –y posiblemente también una mujer- escribiese a otro expresándole cuán necesitado estaba de su amistad, seguramente eso sería un motivo suficiente para que el segundo sospechase acerca de cuáles eran los auténticos sentimientos del primero.
Parece, pues, que lo que la princesa le estaba diciendo a Descartes de modo tácito era que le hacía muy feliz sentirse tan querida por él, pero de modo expreso sólo lo mucho que necesitaba su amis¬tad. Era su manera de mantener las distancias sin dejarlo marchar.
Como ejemplo de otro párrafo en el que de manera más explícita Descartes declara su amor por la princesa, puede verse el siguiente:
“nada me ocupa el pensamiento con más frecuencia que recordar los méritos de Vuestra Alteza y desearle tanto contento y felicidad como merece […] Pues nada hay en el mundo a lo que tanto aspire con más celosa devoción que a dar testimonio de que soy, en todo cuanto pueda, el más humilde y obediente servidor de Vuestra Alteza” .
Más adelante, en febrero de 1647, la princesa se despide con unas palabras especialmente amables y estas palabras parecen calar muy hondo en Descartes, quien le responderá con otras todavía más efusivas. En efecto, escribe la princesa:
“Le he prestado vuestros Principios [a un médico llamado Weis], y me ha prometido referirme las objeciones que tenga; si las tiene, y merecen la pena, os las enviaré para que podáis formaros un juicio de la capacidad del hombre que me ha parecido más sensato de entre los doctos de estos lugares, ya que es capaz de apreciar vuestros argumentos. Aunque no me cabe duda de que nadie lo será de estimaros más de lo que os estima vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL” .
Como puede observarse, la princesa utiliza aquí justamente ese mismo tipo de términos (“estima”, “devota amiga”, “servidora”) que Descartes consideraba que se utilizaban cuando no era socialmente correcto mencionar la palabra “amor”. No siendo consciente de hasta qué punto las palabras de la princesa podían tener o no un sentido cercano al tipo de sentimiento que él hubiera deseado, en su carta del mes siguiente le respondió:
“Sabiendo que está Vuestra Alteza satisfecha de hallarse en el lugar en que se halla, no me atrevo a hacer votos por su regreso, por más que me cueste mucho no desearlo, y muy especialmente ahora que me encuentro en La Haya […] Mas no me iré antes de dos meses, para poder tener antes el honor de recibir los mandatos de Vuestra Alteza, que tendrán siempre más poder sobre mi persona que cualquier otra cosa en el mundo” .
Y, finalmente, la carta en la que se advierte el enamoramiento apasionado de Descartes de un modo que difícilmente hubiera po¬dido ser más claro sin utilizar la fórmula ritual em¬pleada para la expresión de tal sentimiento es la ya citada en la pri¬mera parte de esta obra, de febrero de 1649, en la que el pensador francés le expresa que viviría feliz toda su vida en cualquier lugar en el que ella estuviera:
“…no hay lugar en el mundo, tan rudo y tan falto de comodidades, en el que no me considerase dichoso de pasar el resto de mis días, si Vuestra Alteza estuviera en él, y yo pudiera servirle de alguna manera” .
Es en verdad difícil encontrar una declaración de amor más evidente y clara, y, por ello mismo, resulta sorprendente que sólo algunos críticos hayan aceptado que Descartes estuviera enamorado de la princesa, mientras que otros han opinado que sólo se trataría de un “amor platónico”, cuando lo único que tuvo de “platónico” fue que la princesa no tenía por él un sentimiento similar y por eso su relación no pudo ir más allá de aquella correspondencia escrita y de las oca¬siones en que Descartes pudo contemplarla personalmente.
Por otra parte, una declaración como ésta, tan llena de intenso sentimiento, aunque estratégicamente colocada casi al final de la carta, tiene el interés añadido de que Descartes la escribe cuando la decisión de acudir a la corte sueca la tenía ya casi tomada, y es seguro que una insinuación en sentido contrario por parte de la princesa Elisabeth le hubiera determinado a cambiar de planes. Por eso, cuando los críticos se preguntan por los motivos de la marcha de Descartes a la corte sueca, además de hacer referencia a sus problemas económicos y a la hostilidad que le estaban manifestando los teólogos holandeses, habría que añadir su necesidad de escapar de esta situación en la que la tristeza y el sufrimiento por no sentirse correspondido por la princesa le llevaron a intentar un cambio radical en su vida que determinó incluso que al poco tiempo intentase desplazar sus sentimientos hacia la princesa por una ciega admiración hacia la reina Cristina. Pues, efectiva¬mente, una vez en la corte sueca, sus sentimientos por la princesa se fueron enfriando, y, a partir de ese momento, al parecer con cierto despecho, en octubre de 1649 le escribió hablándole con admiración de las extraordinarias virtudes de la reina, destacando en ella además
“una dulzura de carácter y una bondad que fuerzan a todos aquéllos que tienen el honor de acercarse a ella a entregarse con devoción a su servicio” .
Le cuenta poco más adelante que, al preguntarle la reina por la princesa Elisabeth, le habló de lo que pensaba de ésta y aprovechó la ocasión para decirle que del mismo modo que no pensaba que la reina fuera a sentir celos por lo bien que le hablaba de la princesa, igualmente confiaba en que ella no sentiría celos por lo bien que le estaba hablando de la reina:
“no temí que sintiera envidia [“jalousie” en el original] al¬guna, de la misma forma que tengo la seguridad de que Vuestra Alteza tampoco puede sentirla porque le refiera sin rodeos lo que de esta reina opino” .
Parece que la intención con que escribió estas palabras pudo ser la de expresar a la princesa, aunque de forma velada, que había superado aquella dependencia afectiva tan absoluta que hasta entonces había sentido respecto a ella, pues había encontrado otra persona cuyos méritos eran similares o incluso superiores a los suyos. Pero, en cualquier caso, Descartes logró mantener una actitud de entereza ante la princesa, aunque cediendo un poco a la tentación de una pe¬queña venganza al referirse a la posibilidad de que la princesa pu¬diera sentir celos por la admiración que Descartes decía sentir hacia la reina Cristina. No obstante y a pesar de la expresión de tal admira¬ción hacia la reina, hacia el final de la carta Descartes manifiesta a la princesa:
“Bien considerado, y aunque siento la mayor veneración por Su Majestad, no creo que haya nada que pueda retenerme en este país más allá del próximo verano” .
Por su parte, dos meses más tarde la princesa, que se había percatado de la intención de su enamorado admirador desengañado, lo único que hizo fue dejar claro que, por supuesto, no sentía celos de ninguna clase, sintiéndose quizá molesta porque se le hubiera ocurrido tal idea. En este sentido, le dijo:
“No creáis en forma alguna que tan halagüeña descripción [de la reina Cristina] me da motivo de celos” ,
dándole a entender con tales palabras que sus sentimientos hacia él no tenían nada que ver con el amor. Hacia el final de su carta y en referencia al comentario de Descartes de que creía que regresaría pronto de Suecia, la princesa aprovechó la ocasión para contestarle igualmente con cierta ironía:
“Creo […] que peco en contra de su servicio [a la reina] al congratularme sobremanera con la noticia de que la gran veneración que por ella sentís no os obligará a permanecer en Suecia. Si dejáis ese país este invierno, espero que lo hagáis en compañía del señor Kleist, pues así os será más fácil proporcionar la dicha de volver a veros a vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL” .
¿Qué sentido tenía esa petición de Descartes a la princesa de que no sintiera celos [“jalousie”] por su valoración tan positiva de la reina Cristina? ¿Qué sentido tenía también la aclaración de la princesa de que no sentía celos por esa descripción de las virtudes de la reina? Es evidente que un comentario de este tipo, realizado en una correspondencia entre dos personas entre las cuales sólo hubiera habido una simple relación de amistad –como, por ejemplo, entre Descartes y el padre Mersenne-, no habría requerido la precaución de que una de ellas pidiera a la otra que no sintiera celos por las alabanzas dirigidas a una tercera persona. Una petición de esa clase habría sido realmente insólita y sorprendente, pues la referencia a los celos surge normalmente cuando el comentario positivo acerca de una tercera persona –en este caso, acerca de otra mujer- se le hace a la persona con la que existe una relación afectiva de carácter exclusi¬vista, como suele ser el de las relaciones amorosas entre parejas. Y ese sentimiento amoroso es el que había existido en Descartes respecto a la princesa Elisabeth, aunque sin un sentimiento recíproco por parte de ella. La princesa sentía con agrado el “amor cortés” de Descartes en cuanto éste no le exigiera a cambio de su amor sublimado un sentimiento similar, conformándose con un sentimiento de amistad mucho menos intenso. Descartes debía conformarse con expresarle su amor de manera más o menos encubierta o descubierta, que pudo disfrazar hasta cierto punto como cariño de padre y maestro, y tal relación le permitía contar al menos con la cariñosa amistad de la princesa. Pero ahí se encontraba el límite afec¬tivo que ella ponía a sus relaciones con el filósofo.
Por otra parte, en la carta de respuesta de la princesa Elisabeth parece haber una burlona ironía cuando dice a Descartes: “Sin embargo, me siento culpable de un crimen contra su servicio [el de la reina], por estar muy contenta de que vuestra gran veneración por ella no os obligará a permanecer en Suecia” . Es decir, que lo que de manera velada parece decirle es que esa veneración hacia la reina, anteriormente manifestada por Descartes, es algo fingida, en cuanto es incapaz de retenerle en la corte.
No obstante, a pesar de sus anteriores manifestaciones tan lle¬nas de apasionado sentimiento hacia la princesa Elisabeth, se puede afirmar que Descartes concedió a la reina Cristina, al menos de manera idealizada, cuando todavía no la conocía en persona –ni conocía su lesbianismo o sus “costumbres varoniles”-, un afecto y una admi¬ración similar al que había sentido por la princesa, aunque este sen¬timiento estuviera motivado por un espejismo momentáneo, provo¬cado por el vacío producido en él como consecuencia de su decep¬ción ante la falta de respuesta de la princesa a su declaración de amor, velada en apariencia, pero muy clara en realidad.
Ya se ha hablado de la debilidad que Descartes sentía hacia la “nobleza de sangre” y en este sentido parece cierto que la reina Cristina, seguramente por su pertenencia a la alta nobleza, pudo haber provocado en Descartes una admiración similar a la que le había causado la princesa Elisabeth, tal como puede verse cuando, en una carta a Chanut fechada cuatro días después de la escrita a Elisa¬beth hablándole de la reina Cristina y siendo Descartes casi con seguridad astutamente consciente de que Chanut no tardaría mucho en mostrar esa carta a la reina, le había dicho:
“creo que esta princesa [es decir, la reina Cristina] está hecha más a imagen y semejanza de Dios que el resto de los hombres” .
Y justo en esa misma fecha y en relación con la carta que la reina le había escrito, le respondió de un modo exageradamente fascinado –en la forma al menos-:
“Si una carta me hubiera llegado desde el cielo, y la hubiera visto descender de las nubes, no habría estado más sorprendido, ni la habría recibido con mayor respeto y veneración de los que he sentido al recibir aquella que vuestra majestad ha consentido escribirme” .
Párrafos como éste son, por otra parte, una clara prueba de que no era precisamente la reina la más interesada en la visita de Descartes sino que, por el contrario, fue Descartes el interesado en acudir a ella por los motivos antes indicados.
Por otra parte, la importancia de la relación entre Descartes y la princesa Elisabeth no tuvo un carácter exclusivamente afectivo sino que fue especialmente valiosa desde el punto de vista intelectual en cuanto fue un incentivo importante que impulsó al pensador francés a profundizar en el tratamiento de diversas cuestiones filosóficas como las que dieron lugar a la obra dedicada a ella, Los principios de la Filosofía, su escrito Las pasiones del alma, posteriormente ampliado para ofrecérselo a la reina Cristina, y al tratamiento de cuestiones filosóficas y teológicas en las que la princesa mostró especial interés, como la de la unión entre el alma y el cuerpo y como la del libre albedrío, al margen de que Descartes fuera incapaz de dar una respuesta acertada acerca de tales cuestiones.
b) Al margen de estas relaciones y por lo que se refiere a su valoración de la mujer, Descartes, como ya se ha dicho, se dejó llevar por el prejuicio tradicional que la consideraba como un ser infradotado desde el punto de vista intelectual.
Quizá esta misma valoración negativa de la capacidad intelectual de la mujer pudo influir en su admiración por la princesa Elisa¬beth, que habría sido una excepción extraordinaria, tanto por su ca¬pacidad intelectual, que era realmente excelente, como por su perte¬nencia a la nobleza, hecho que por sí mismo era para Descartes un valor muy importante. De hecho, por lo que se refiere a su admiración por la reina Cristina, en una gran medida estuvo inconscientemente provocada por su valoración de la nobleza en sí misma, admiración que en este caso le deslumbró hasta el punto de llegar a considerarla más próxima a la divinidad que a la humanidad, aunque también pudo haber sucedido que el interés de Descartes, más o menos consciente por conseguir recibir de ella un trato especialmente favorable, concediéndole un puesto en la corte o una pensión que le sirviera como solución de sus dificultades económicas, le hubiese conducido a expresar una intensidad de sentimiento mucho mayor que la que podía corresponderse con los valores objetivos de la reina.
Sin embargo, tal admiración se fue apagando muy pronto, a medida que Descartes comprendió que la reina le mantenía a distancia, sin permitirle el acceso libre a la corte y sólo en las escasas ocasiones en que a horas intempestivas de la noche llegó a recibirle para escuchar sus lecciones de filosofía.





































3. MÉTODO Y SISTEMA
Para conseguir que la Filosofía se convirtiera en un conocimiento firme y seguro, superando su escasa o inadecuada fundamentación, las inconsistencias y los prejuicios observadas en la formación reci¬bida en el colegio de La Flèche, pero también en una medida impor¬tante para superar las críticas de los escépticos del siglo XVI, Des¬cartes comprendió que era necesario elaborar un método riguroso que le sirviera de guía en la búsqueda de la verdad. Complementaria¬mente, juzgó que debía reconsiderar el valor de todos los “conoci¬mientos” recibidos, poniéndolos en duda en cuanto no ofrecieran ga¬rantías absolutamente seguras acerca de su verdad. La misma aplica¬ción de la duda a tales “conocimientos” representó ya una aplicación de la primera regla del método construido para este fin, método que, habiendo tenido una primera formulación en las Reglas para la di¬rección del espíritu, inspirada en las Matemáticas y escrita hacia el año 1628, quedó finalmente plasmado en el Discurso del método, es¬crito como prólogo de su obra El mundo, que dejó sin publicar a raíz de la condena de Galileo en el año 1633.
Mientras en las Reglas para la dirección del espíritu Descartes había enunciado veintiuna reglas, en el Discurso del método las redujo a cuatro. De ellas y con radical diferencia la más importante era la primera, la regla de la evidencia, pues, mientras las demás tenían un carácter auxiliar, como medios para alcanzar intuiciones evidentes, sólo la aplicación de la regla de la evidencia podía conducir a la intuición de auténticos conocimientos. Las reglas del método carte¬siano estaban inspiradas en las Matemáticas, en donde le habían resultado especialmente útiles para resolver problemas de este tipo. La primera regla, la regla de la evidencia, era la que mostraba la verdad de una intuición, por la cla¬ridad y distinción con que aparecía a su mente, las demás reglas ten¬ían un valor auxiliar y subordinado respecto a la primera, sirviendo de preparación para alcanzar las intuiciones evidentes, desmenuzando la complejidad de cualquier problema en sus partes más simples mediante la regla del análisis, ayudando a la razón, mediante la regla de la síntesis, en su deducción progresiva y segura de nuevos conocimientos evidentes a partir de conocimientos igualmente evidentes, y confirmando, mediante la regla de la enumeración, que todo el proceso se realizaba con absoluta corrección, realizando las enumeraciones, revisiones y pruebas necesarias para asegurar el valor de sus resultados.
La regla de la evidencia consistía en
“no admitir jamás cosa alguna como verdadera en tanto no la conociese con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender nada más en mis juicios que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda” .
Sin embargo, la utilización de la regla de la evidencia, que tan buenos resultados había dado al pensador francés en las Matemáti¬cas, implicaba dificultades insuperables para ser aplicada a fin de ga¬rantizar la verdad de los conocimientos de carácter no matemático, pues mientras en las Matemáticas su aplicación iba unida de forma implícita o explícita al principio de contradicción, que era –como luego se verá- el que en definitiva podía confirmar el valor objetivo de la vivencia subjetiva de la evidencia, en el caso de las proposiciones relacionadas con las ciencias empíricas, la regla de la evidencia era insuficiente por lo mismo que lo era el principio de contradicción, en cuanto las proposiciones empíricas tenían un carácter meramente consistente, pero no necesario ni contradictorio por sí mismas. Es decir, tales proposiciones podían ser verdaderas o falsas, pero no en virtud de su propia estructura interna, como sucedía con las proposiciones matemáticas, sino en cuanto estuvieran de acuerdo o no con lo que sucedía en la realidad empírica; además, la propia evidencia era sólo una vivencia necesariamente subjetiva, por lo que no tenía sen¬tido aplicarla como criterio de verdad objetiva. Es posible que la comprensión de este problema condujese a Descartes a tratar de fundamentar el valor de la propia evidencia a fin de llevar al límite la exigencia de seguridad respecto a su valor, en cuanto pudo llegar a ser consciente de que no podía afirmar de modo apriórico y seguro que la evidencia fuera un criterio suficiente para la obtención de conocimientos plenamente objetivos.
Su intento de justificación de esta regla fue un fracaso. Descartes había encontrado una primera verdad, “pienso, luego existo”, y consideró que, en cuanto advertía que dicha verdad se le mostraba por la absoluta claridad y distinción con que aparecía a su mente, en adelante podría considerar igualmente como verdaderas todas las proposiciones que se le mostrasen con esa misma evidencia. En este punto Descartes fue incapaz de admitir que la verdad del cogito se fundamentaba en el principio de contradicción, que, por lo tanto, era un principio anterior al del cogito, y tampoco comprendió que dicho principio, aunque necesario, no era suficiente para fundamentar el valor de aquellos conoci¬mientos que no tuvieran un valor simplemente analítico, como el de las Matemáticas, sino sintético, como el relacionado con la experiencia. Además, sus consideraciones acerca del cogito le condujeron al círculo vicioso de considerar que el cogito era verdadero por ser evi¬dente a la vez que juzgaba que la regla de la evidencia quedaba fundamentada a partir del cogito.
Pero la incoherencia y la trivialidad de los planteamientos cartesianos no terminó aquí, pues, comprendiendo que la justificación de dicha regla dejaba mucho que desear, quiso darle el espaldarazo definitivo y para ello pretendió fundamentarla a partir de Dios, cayendo frívolamente en el nuevo vicioso según el cual primero se apoyaba en la regla de la evidencia para alcanzar la demostración de la existencia de Dios, y luego se apoyaba en la existencia de Dios para fundamentar la regla de la existencia a partir de ese Dios cuya veracidad debía impedir la aparición de evidencias a las que no les correspondiera verdad alguna.
3.1. La duda metódica
Para la puesta en práctica del método a fin de fundamentar y reconstruir el conjunto de los conocimientos Descartes aplicó la duda de manera generalizada –aunque no por completo, pues la religión quedó libre de ella-, y llegó a la conclusión de que podía existir una duda razonable tanto respecto a la existencia de una realidad ex¬terna como respecto al valor de las verdades matemáticas y, en consecuencia, del conjunto de todos los conocimientos. Sin embargo, la aplicación de dicha duda no podía conducirle a la negación del valor de todos esos conocimientos, en cuanto tuviera realmente argumen¬tos suficientes para ello, de manera que, si adoptó una actitud aparentemente escéptica respecto a ellos, lo hizo de manera teatralmente calculada, sirviéndose de manera inadecuada de argumentos que, como puede verse a continuación, en realidad no conducían ni a una duda razonable acerca de la existencia de la realidad externa ni acerca de las verdades matemáticas, sino sólo a la negación del carácter objetivo de las sensaciones y al reconocimiento de que hay quien se equivoca al realizar cálculos matemáticos, lo cual se sabe precisamente porque existe un procedimiento objetivo para verificarlos.
3.1.1. La duda artificiosa sobre la existencia de la realidad externa
Por lo que se refiere a la aplicación de la duda metódica universal –y al margen de la contradictoria excepción al no aplicarla a la religión-, Descartes aplicó la duda a los conocimientos sensibles –incluido el de la existencia del propio cuerpo-, considerando en el Discurso del método que
“como nuestros sentidos a veces nos engañan, quise suponer que no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos hacen imaginar” .
Igualmente, en las Meditaciones metafísicas escribió posteriormente:
“a veces he experimentado que estos sentidos eran engaño¬sos, y es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha engañado” .
Además, consideró que la duda tenía pleno sentido en este terreno en cuanto podía suceder
“que estemos dormidos, y que todas esas particularidades, por ejemplo, que abrimos los ojos, movemos la cabeza, extendemos las manos, y cosas semejantes”
sólo fueran ilusiones provocadas por el sueño, teniendo en cuenta además la imposibilidad de diferenciar de un modo seguro entre la vigilia y el sueño.
Como consecuencia de estas consideraciones Descartes pensó, o, mejor, dijo que pensaba, que tenía motivos suficientes para dudar de la existencia de una realidad externa independiente del sujeto.
Sin embargo, lo que el propio autor había escrito en el Discurso del método como base para afirmar la problematicidad de la realidad externa no le permitía llegar a tal conclusión, pues efectivamente en esta obra indicaba simplemente que “no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos hacen imaginar” pero no que no existiera ninguna cosa, aunque fuera distinta de la que los sentidos mostraban. De manera que el hecho de que las cosas no fueran “tal” como los sentidos las presentan sólo debería haberle servido para desconfiar acerca del valor objetivo de las sensaciones a la hora de mostrar cómo era la realidad en sí misma, pero no para dudar acerca de su existencia.
Por esto el planteamiento cartesiano del Discurso del método, que finalmente ponía en duda la existencia de la realidad externa, era simplemente una falacia que no se deducía de la consideración del carácter engañoso de los sentidos. Además, parece que el propio filósofo se traiciona cuando utiliza la expresión “quise suponer” , que indica que en realidad no se produjo en él una duda de tan largo alcance sino que era el propio pensador quien se forzaba a sí mismo para dudar acerca de la existencia de la realidad externa a partir de un supuesto que no debía conducirle a otra duda que a la relacionada con la creencia ingenua en el valor objetivo de las sensaciones.
Por otra parte y a diferencia del planteamiento del Discurso del Método, en las Meditaciones metafísicas la argumentación cartesiana tiene un matiz muy distinto, en el que tal vez los críticos no parecen haber reparado, pues aquí Descartes ya no dice simplemente que las cosas no sean tales como aparecen sino que, en cuanto los sentidos nos engañan, hay que dudar de su valor de una manera total, no concediéndoles crédito alguno ni siquiera para afirmar la existencia de aquello que provoca las sensaciones.
Es decir, parece que Descartes pudo tomar conciencia de la insuficiencia del planteamiento del Discurso del método en cuanto servía para reconocer que los sentidos eran engañosos, considerando que las sensaciones no eran un fiel reflejo de la realidad, pero no para demostrar que fueran engañosos hasta el punto de que no sirvieran para informar al menos de que existía una realidad que afectaba a los sentidos, pues si sabía que los sentidos le engañaban, eso sólo podía haberlo descubierto en cuanto hubiera conocido una perspectiva más objetiva en comparación con la cual había observado ese error de los sentidos o porque los mismos sentidos y la razón le habían servido para corregir errores anteriores respecto a lo observado.
Por otra parte, conviene observar que en el texto citado de las Meditaciones Descartes se contradice por lo que se refiere a su doctrina acerca del error, pues mientras aquí afirma que “es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha enga¬ñado” , considerando que el engaños estarían causados por una reali¬dad independiente de la voluntad del sujeto, en otros momentos in¬dica con mayor acierto que el engaño o el error no provienen de los sentidos sino de una actuación de la voluntad que se pronuncia de forma inadecuada en cuanto se haya determinado a afirmar o a negar sin que el entendimiento le haya proporcionado bases suficientes para hacerlo. Y así, en este caso concreto, no tendría por qué haber afirmado que los sentidos eran engañosos sino sólo que podía producirse un error cuando se confundían las sensaciones con aquello que las causaba: Que uno vea a lo lejos un árbol que parece más pequeño que el lápiz con el que lo dibuja puede ser motivo para afirmar que los sentidos son en¬gañosos respecto al tamaño de los objetos, pero no respecto a su existencia, pues la mente se sirve de las sensaciones, pero tiene procedimientos complementarios para corregir los errores iniciales a que puedan inducir por sí mismos, de manera que el error no proviene de los sentidos sino de los pronunciamientos de la mente cuando no tiene en cuenta aquellos mecanismos, como el recuerdo de experiencias pasadas, que deben servirle para corregir la información procedente de manera exclusiva de la información sensible actual. Por ello, si –como defiende Descartes- a la hora de juzgar la voluntad se refiere a las sensa¬ciones que aparecen en su mente, acertará al decir que son como son, mientras que será el sujeto quien deberá aprender a interpretarlas del modo más adecuado, que en ningún caso concluirá en la identifica¬ción del mundo de las sensaciones con el mundo de la realidad externa sino sólo al reconocimiento de la existencia de cierto isomorfismo, ya que, por definición, sensación y mundo externo son realidades diversas.
Sin embargo, a fin de corregir este error –no de los sentidos sino del sujeto que juzga y confunde las sensaciones con la realidad que las pro-voca- en las Meditaciones el pensador francés cambia el contenido y la forma de redacción del Discurso y habla simplemente de que, como los sentidos son engañosos, en principio hay que dudar de ellos no sólo en lo referente a la falta de adecuación entre ellas y la realidad que las causa sino incluso en la consideración de que las sensaciones podrían producirse en el sujeto sin una realidad que las provocase. Y en esta obra además, para poder asegurar que la duda tuviera un valor casi absoluto, introduce la artificiosa hipótesis del genio maligno, a partir de la cual todo sería efectivamente dudoso a excepción de la verdad del cogito.
Parece que en todas estas elucubraciones lo que Descartes pretende no es dudar de todo lo dudable sino introducir una duda artificial acerca de casi todo para que así su sistema apareciera más prodigioso: El conjunto de la realidad quedaba puesto entre paréntesis por la aplicación de la duda; a continuación se descubría una única verdad que superaba la prueba de la duda, cogito, ergo sum; a partir de ésta se recuperaba a Dios; y a partir de Dios se recuperaba la realidad externa. Realmente se trataba de un proceso portentoso, digno de la megalomanía del filósofo francés.
Pero, en resumidas cuentas, Descartes no jugó limpio en ese juego de la duda metódica, no sólo por haber ex¬cluido la religión de dicha duda sino especialmente por haber jugado a dudar de lo que quiso para luego aparentar que era capaz de reali¬zar la proeza de redescubrirlo todo con la ayuda de Dios. Sin embargo, Descartes no tenía motivos para negar que por debajo de lo observado subyaciera una realidad X, al margen de que los sentidos no pudieran captar cómo era dicha realidad en sí misma y al margen de cómo apareciera como consecuencia de las sensacio¬nes que las sensaciones provocaba como consecuencia del modo de ser de los sentidos.
En líneas generales ésta fue la crítica de Kant al “idealismo problemático” cartesiano, indicando que la categoría de existencia era aplicable a todo aquello que fuera objeto de sensación. En este punto, señaló Kant que no por el hecho de reconocer que la experien¬cia no capte le realidad de un modo objetivo, conociéndola en su ser más propio o como “cosa en sí”, hay que llegar a una postura idea¬lista que niegue la existencia de la realidad empírica, pues, aunque la realidad en sí misma no se identifique con el modo según el cual el sujeto la conoce, “la existencia de la cosa que aparece no es de este modo suprimida, [...] sino que se indica que, por medio de los senti¬dos, no podemos, en modo alguno, conocer lo que esta existencia sea en sí misma” y, así, era absurdo considerar que los sentidos fueran engañosos hasta el punto de mostrar puras apariencias sin algo que apareciera, al margen de que su forma de manifestarse estuviera con-dicionada por el modo de ser de la sensibilidad del sujeto y al mar¬gen de que nunca pudiera llegar a conocerse cómo fuera ese algo en sí mismo.
La crítica kantiana era acertada y servía además para restituir al concepto de “existencia” el significado propio de su uso en el lenguaje ordinario, concepto que, a la vez que se aplica al sujeto cognoscente, se aplica igualmente a la realidad conocida en cuanto am¬bos se encuentran en un mismo plano –hasta el punto de que, como el propio Kant señala, ni siquiera el sujeto se conoce tal como es en sí mismo, sino sólo tal como aparece para sí-.
Es decir, mientras Descartes enfocaba la cuestión partiendo de un yo inicial que se enfrentaba a unas sensaciones cuya relación con una realidad externa e independiente del sujeto se suponía pero no podía demostrarse, desde un planteamiento como el kantiano o el de la epistemología genética de J. Piaget lo inicial no sería el yo ni lo subsiguiente la experiencia de unas sensaciones supuestamente rela¬cionadas con una realidad externa, sino que lo inicial sería un complejo de experiencias difusas que progresivamente se irían diferen¬ciando y polarizando, dando lugar a la aparición de la conciencia subjetiva, como realidad unida a sensaciones, percepciones, recuer¬dos, actividad voluntaria, imágenes y pensamientos, y a la aparición de aquello que provoca estos fenómenos que aparecen ante la con¬ciencia. Dicho con palabras del propio Piaget: “En el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna di-ferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresio¬nes vividas y percibidas no están ligadas ni en una conciencia perso¬nal sentida como un “yo”, ni a unos objetos concebidos como exte¬riores: se dan sencillamente en un bloque indisociado, o como des¬plegadas en un mismo plano, que no es ni interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí” . La conciencia subjetiva aparece también y de modo especial como capacidad de actuar sobre la rea¬lidad de la que se tienen experiencias sin que el sujeto las haya creado, mientras que el otro polo de la experiencia, es decir, la reali¬dad sensible manifiesta su ser imponiéndose a la subjetividad sin que ésta pueda hacer otra cosa que experimentarla, enfrentarse a ella o tratar de captarla y manipularla, sin poder tras¬cender la experiencia para conocer la realidad independiente del su¬jeto.

3.1.2. La duda artificiosa sobre las verdades matemáticas
A continuación y pese a que el método aplicado a los conocimientos matemáticos fue el que inspiró al pensador francés para la depuración y posterior recuperación en su caso de los conocimientos que pudieran superar la criba de la duda metódica, éste la aplicó a esos mismos conocimientos a partir de la consideración de que
“puesto que hay hombres que se equivocan al razonar incluso en los temas más simples de la geometría e incurren allí en paralogismos, y juzgando que estaba sujeto a error lo mismo que cualquier otro, rechacé como falsas todas las razones que antes había tomado por demostraciones” .
Sin embargo, el pensador francés no se percató –o lo disimuló- de que desde el momento en que afirmaba que había hombres que se equivocaban o que incurrían en paralogismos eso sólo podía haberlo descubierto a partir del conocimiento de cuál era la verdad acerca de estas cuestiones, descubrimiento que efectivamente se produce realizando las revisiones, enumeraciones y pruebas previstas en la cuarta regla del método y contando con el principio de contradicción. Y, así, la duda metódica sobre las verdades matemáticas no podía tener sentido desde la referencia a los errores que eventualmente puedan cometerse al realizar cualquier cálculo, pues tales errores pueden corregirse mediante los procedimientos señalados y además, como ya se ha señalado, sólo la conciencia de la verdad permite reconocer tales errores. En consecuencia, sólo el supuesto de la existencia de un genio maligno o de un dios engañador, introducido en las Meditaciones, podría servir para dudar del valor de las verdades matemáticas o de cualquier otro conocimiento con la única excepción de la verdad del cogito, en cuanto su evidencia estuviera provocada por tales seres hipotéticos
3.1.3. Duda metódica y religión
La duda metódica debía extenderse en teoría también a la religión, que no sólo tiene como base doctrinas dogmáticas indemostra¬bles en muchos casos sino también contradictorias en casi todas. Por ello, Descartes fue inconsecuente con su teórica pretensión acerca de la universalidad de la duda por haber eximido de dicha prueba las supuestas verdades de su religión, que desde el principio aceptó, con asom¬brosa frivolidad, como reveladas, tanto por haber sido adoctrinado en ellas durante su infancia como por su temor a enfrentarse con la jerarquía católica y por su deseo de contar con su apoyo. Teniendo en cuenta estos motivos, en la primera máxima de su moral provisional, introducida en el Discurso del método, se refiere a su decisión de
“conservar con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido desde mi infancia” .
En relación con esta cuestión, con su frivolidad habitual aunque siempre sorprendente, Descartes en ningún momento aclara nada acerca del portentoso acontecimiento en el que ese dios le habría concedido tal gracia de ser instruido en su religión, ni acerca de cualquier otro procedimiento mediante el cual hubiese podido alcanzar tales conocimientos a los que se abstuvo de aplicar la duda. Además, para dejar zanjada una cuestión que podía haberle reportado algún serio disgusto, el pensador francés no sólo no sometió la religión a la duda sino que proclamó abiertamente la total subordi¬nación de su razón a la “autoridad de la Iglesia” y tal actitud repre¬sentaba el reconocimiento explícito de que la exclusión de la Reli-gión respecto a la aplicación de la duda metódica no tenía su justifi¬cación en las exigencias de la vida diaria, como había declarado en relación con las máximas de su moral provisional, sino en el temor a las represalias de la jerarquía católica y de su “Santa Inquisición” en el caso de que se hubiese atrevido a dudar –o a simular que dudaba- de las doctrinas impues¬tas por dicha jerarquía, y en su deseo de contar con el apoyo de dicha jerarquía cuando pudiera inte¬resarle para su promoción personal como filósofo, como de¬fensor de la dogmática católica y de la armoniosa convivencia del conocimiento con las verdades de fe, que, al igual que había defendido Tomás de Aquino, Descartes consideró siempre por encima de la razón en cuanto procedentes del propio Dios.
Resulta ciertamente asombroso que la frivolidad cartesiana llegase tan lejos, hasta el punto de llevarle a afirmar que aquellas doc¬trinas habían sido reveladas por Dios, pues, si no iba a comunicar cómo había averiguado la existencia de tal revelación, al menos podía haber tenido la coherencia metodológica de no haber hecho referencia a ella, ya que indudablemente a todo el mundo le habría interesado saber cómo convertir las propias creencias en verdades evidentes y, si él hubiera sabido cómo hacerlo, su informe habría sido de extraor¬dinaria utilidad. Pero parece que no fue capaz de llegar tan lejos y que, tal vez por no haber considerado que sus lectores podrían pe¬dirle explicaciones, se atrevió a afirmar de modo gratuito aquello que debía haber demostrado previamente en lugar de presentarlo como verdad absoluta. Resulta asombroso por ello que quien fue conside¬rado como “padre del Racionalismo” destacase en tantas ocasiones como uno de los mayores defensores de este irracionalismo teológico fideísta, tan absurdo e injustificable en cualquier filósofo, en cualquiera que aspire a la verdad. Paradójicamente, este fideísmo se encontraba mucho más próximo a la tradición de la Escolástica que a la Filosofía Moderna, de la que se ha considerado a Descartes como “el padre”, pues, al margen de la modernidad de su pensamiento en otros planteamientos, su doctrina relacionada con la fundamentación de su método y de su sistema filosófico, en la que afirma la total subordinación de la razón a la fe, se encuentra en la misma línea que las de Agustín de Hipona (siglos IV-V), Anselmo de Canterbury (siglo XI) o Tomás de Aquino (siglo XIII).
Y resulta, por cierto, casi igual de sorprendente el hecho de que los analistas de la obra cartesiana en general hayan pasado por alto esta incoherencia tan grave por lo que se refiere a su exclusión de la religión a la hora de aplicar la duda metódica supuestamente universal. Los críticos suelen mencionar como única explicación de esta actitud aquel temor a la Inquisición y, en general, a las reacciones de las autoridades eclesiásticas con las que Descartes mantenía buenas relaciones. Y, efectivamente, el Discurso del Método se publicó en el año 1.637, es decir, cuando la condena de Galileo por la Inquisición católica en 1.633 todavía estaba demasiado reciente como para haberla olvidado. Sin embargo, tal justificación de la actitud carte¬siana sólo hubiera servido para entender que el pensador francés no se atreviera a escribir nada que representase un ataque frontal a las doctrinas católicas, pero no para entender que quien es conocido como “padre del racionalismo moderno” dedicase tantas páginas de su obra a afirmar el valor superior de la fe sobre la razón, a defender los dogmas católicos y a afirmar como verdades absolutas todas las doctrinas supuestamente provenientes de una “revelación” o de las altas jerarquías de la Iglesia Católica, sobre todo si se tiene en cuenta su insistencia en la necesidad construir la Filo¬sofía de un modo totalmente riguroso y a partir de verdades absolutamente evidentes.
3.1.4. La duda metódica y los primeros conocimien¬tos
A partir de la puesta en práctica de la duda metódica Descartes consideró la proposición “cogito ergo sum” como la única que superaba la duda en cuanto por más que quisiera considerar que todo era falso,
“era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa” .
A partir de esta primera verdad consideró en principio que se encontraba en posesión de una regla general para la recuperación de los conocimientos puestos en duda en cuanto cumplieran con dicha regla, según la cual
“las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas” .
Sin embargo el propio Descartes se cerró el paso para la recuperación de cualquier otro conocimiento más allá del cogito cuando unas páginas después escribió:
“esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros pro¬cede de él. De donde se sigue que siendo nuestras ideas o no¬ciones cosas reales y provenientes de Dios, en cuanto son cla¬ras y distintas, no pueden ser en esto más que verdaderas” .
Por ello, el paso siguiente para el proceso de recuperación de los diversos conocimientos sometidos a la duda consistió en tratar de demostrar la existencia de Dios. Sin embargo, Descartes no reparó en que desde el momento en que el valor de aquella regla general y la posibilidad de aplicarla para la obtención de nuevos conocimientos estaba subordinada a la previa existencia de Dios, era inevitable que, a la hora de intentar demostrar la existencia de Dios, incurriese en un círculo vicioso ya que, para realizar dicho intento, se estaba sirviendo de aquella regla general cuyo valor debía haber sido garantizado previamente por aquel ser cuya existencia to¬davía no estaba demostrada, tal como se muestra en el siguiente es¬quema:
→ ----------- Existencia de Dios ------------ →
↑ ↓
Regla de la evidencia Justificación de la
ya justificada ← ------------------ ← regla de la evidencia
Por otra parte, en las Meditaciones metafísicas había introducido una consideración que complicaba la situación todavía más, si cabe. Consistía en la hipótesis hiperbólica de que siempre podría imaginar la posibilidad de la existencia de
“algún genio maligno, tan poderoso como engañoso que [hubiera] empleado todo su ingenio en engañarme” ,
proporcionándole evidencias subjetivas a las que no les correspondieran verdades objetivas.
El pensador francés añadió a esta hipótesis la de la posible existencia de un dios igualmente poderoso con la misma capacidad de engaño que el genio maligno, y también la de que el auténtico Dios, que para él sería el dios de la religión católica, podría ser igualmente el causante de tales engaños, aunque más tarde, cuando Voetius, rector de la universidad de Utrecht, le acusó de haber de¬fendido esa hipótesis, Descartes no tuvo la valentía de aceptar que efectivamente la había defendido. En favor de la crítica de Voetius puede verse cómo en el texto que sigue Descartes defiende que el poder de Dios es tal que, si quisiera –y nada ajeno a su voluntad podría impedir que lo quisiera-, podría hacer que él se equivocase en todo lo que considera cierto, y en este sentido escribe:
“hace mucho tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Pues, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin embargo yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E, igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con la mayor certidumbre, puede ser que él haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que esto” .
A continuación, sin embargo, desde otra perspectiva y planteando sus dudas acerca de esta cuestión, pero sin llegar a negar tal po¬sibilidad, escribe que
“quizá Dios no ha querido que fuese engañado de esta ma¬nera, pues es soberanamente bueno” .
Existe la posibilidad teórica de que tales dudas se le planteasen a partir del dilema según el cual desde el supuesto de la omnipotencia divina el engaño universal era una más entre las opciones que tal divinidad hubiera podido escoger, mientras que desde la consideración de la bondad y de la veracidad divinas tales engaños resultaban incompatibles con ese dios. Sin embargo, esta aparente antinomia tenía una solución evidente en el sentido según el cual Dios sí podía ser engañador, pues, teniendo en cuenta la prioridad de la omnipoten¬cia divina sobre cualquier valor, en cuanto todo valor –como el de la veracidad- estaba subordinado a su voluntad, en tal caso, Dios hubiera podido ser tan engañador o infinitamente más que el genio maligno sin que eso implicase una imperfección en él, ya que todos los valores estaban subordinados a su voluntad. Por ello, al considerar Descartes que Dios no podría haber querido que él se equivocara por ser infinitamente bueno, olvidaba que la omnipotencia divina era el fundamento de todos los valores.
Por ello y teniendo en cuenta que Descartes sabía que el poder del supuesto dios católico era infinito y fundamento de cualquier valor, pero no sometido a ninguno que él no quisiera, es lógico suponer que optase por no meterse en líos teológicos ni con los protestantes ni con los católicos y que, por ello, negase haber defendido que Dios sí podía ser engañador. En este tipo de cuestiones Descartes siempre procuró ser lo suficientemente astuto para evitarse problemas, menos en las ocasiones en que los tuvo con los protestantes en cuanto no sentía que su vida pudiera peligrar por ello.
Poco más adelante, en la meditación tercera, Descartes plantea igualmente la hipótesis de un dios inauténtico que, como consecuencia de su poder, fuera engañador y, en este sentido, escribe:
“se me ocurría que quizá un Dios podía haberme dado una naturaleza tal que yo me equivocara incluso con respecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de un Dios, me veo for¬zado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de ma¬nera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande”
Sin embargo y sin argumento alguno, como el pensador francés debió de comprender que ni el genio maligno, ni esta divinidad engañosa, ni la otra supuesta divinidad auténtica le iban a conducir a ninguna salida del pozo del solipsismo escéptico en que había caído, a continuación, olvidando sus preocupaciones respecto a estas teóricas posibilidades y en medio de una nueva incoherencia, reafirmó su punto de vista anterior según el cual aquellos conocimientos que se le hubiesen manifestado con claridad y distinción, cumpliendo con la regla general de la eviden¬cia, podía considerarlos como verdaderos, sin necesidad de que Dios confirmase su valor y escri¬biendo en este sentido:
“engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensado que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco” .
Y, de este modo, se contradijo de nuevo al menos en lo que se refiere a la proposición de carácter matemático, en relación con la cual en diversas ocasiones había proclamado de manera rotunda que la verdad de tales proposiciones dependía de Dios de un modo absoluto, hasta el punto de que, el hecho de que los ángulos de un triángulo sumasen dos rectos, o que los radios de una circunferencia fueran iguales o, en definitiva, que el principio de contradicción fuera válido dependía de la voluntad divina y no de una supuesta verdad intrínseca e independiente que pudiera existir en tales propo¬siciones.
Por ello, a partir de estas consideraciones Descartes se metió en un callejón sin salida, ya que, al margen de la verdad del cogito, la hipótesis del genio maligno, la del dios engañador –o incluso la de que el mismo dios católico podría engañar como consecuencia de su omnipotencia- eran obstáculos insalvables para la recuperación de cualquier otro conocimiento, lo cual, sin embargo, no fue un obstáculo para que el pensador se saltase sus contradicciones afirmando lo que antes había negado y proclamando con su frivolidad habitual que las proposiciones evidentes eran verdaderas con independencia de Dios.
3.2. “Cogito, ergo sum”
Una vez aplicada la duda al ámbito de la realidad externa y al de los conocimientos matemáticos, considerando que podía estar equivocado respecto a su valor como consecuencia de que los sentidos eran engañosos, o de que todo aquello que consideraba real fuera sólo producto de un sueño o de que podía estar siendo engañado por un dios poderoso pero caprichosamente mentiroso, Descartes llegó finalmente a la conclusión de que
“mientras yo quería pensar de ese modo que todo era falso era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa” ,
y, por ello, juzgó que
“notando que esta verdad, pienso, luego existo, era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía acep¬tarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba” .
Y efectivamente Descartes pretendió convertir esa proposición en “el primer principio” de su filosofía, haciéndolo en un doble sentido: como fundamento –al menos parcial- de la regla de la evidencia y del método en general, y como primera verdad de su sistema filosó¬fico.
3.2.1. Cogito e intuición
Como se acaba de decir, la proposición “cogito, ergo sum” se mostró a Descartes como fundamento, aunque no absoluto, de la regla de la evidencia en cuanto su carácter de verdad evidente podía servirle de criterio para aplicarlo al resto de conocimientos, que sólo podría considerar como verdaderos en cuanto se presentasen a su mente con la misma evidencia con la que se le había mostrado aquella única proposición que había superado la prueba de la duda. Esta proposición sería además la primera verdad de su sistema filosófico en cuanto sólo contaba con ella para intentar deducir cualquier otra.
Sin embargo y por lo que se refiere al supuesto carácter intuitivo del cogito hay que señalar que, de acuerdo con los su¬puestos cartesianos, en realidad no lo tenía, pues las intuiciones se referían a conceptos mientras que la proposición “cogito, ergo sum” evidentemente no era un concepto sino un entimema, es decir, un razonamiento abreviado en el que estaba implícita la premisa universal “todo aquello que piensa existe” o la premisa individual “si pienso, existo”. En las Reglas para la dirección del espíritu Descartes había definido la intuición como un concepto, pero no como una relación entre conceptos, es decir, como un juicio, y en este sentido había es¬crito que la intuición era
“un concepto que forma la inteligencia pura y atenta con tanta facilidad y distinción que no queda ninguna duda sobre lo que entendemos” .
Así pues el cogito no podía tener carácter intuitivo, en cuanto la intuición se refería a una realidad clara y distinta, es decir, separada de cualquier otra, mientras que la proposición “cogito, ergo sum” hacía referencia no a una sola sino a dos realidades, al hecho de pen¬sar y al hecho de existir, y, por ello, tal proposición, a pesar de la evidencia con que se dedujera su relación, no podía tener carácter intuitivo sino deductivo, en cuanto el pensar y el existir se relacionaban desde la Lógica entendiendo que el primero no podía darse sin el segundo, tal como ya lo había planteado Gómez Pereira en el siglo anterior cuando escribió: “nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum” y tal como comentó Gassendi.

3.2.2. El cogito y el principio de contradicción
Por otra parte, en su análisis acerca de la verdad absoluta del cogito Descartes no fue consciente de que la justificación de dicha proposición implicaba la previa aceptación del principio de contradicción en cuanto la reflexión acerca de la imposibilidad de pen¬sar sin existir implicaba ya el uso de una regla lógica relacionada esencialmente con dicho principio. Y así –como se acaba de ver-, el cogito cartesiano no era una simple intuición sino una deducción, aunque muy simple, en la que se ponían en conexión los conceptos de pensar y existir. Esta deducción podía esquematizarse de acuerdo con su estructura lógica subyacente, mostrando así que decir “es im¬posible pensar sin existir” presuponía haber comprendido que la existencia de pensamiento o de la duda era contradictoria con la inexistencia de la propia realidad pensante. El proceso cartesiano que culminaba en el “cogito, ergo sum” había comenzado con una primera verdad: “cogito”, auténtica primera verdad incluso en cada momento en que se estuviera cuestionado su valor, pues tal cuestionamiento era imposible sin pensar. Y, en segundo lugar, Descartes completaba su deducción con la nueva verdad, “existo”, en cuanto ya sobreentendía en la primera parte de su deducción que pensar sin existir era una contradicción, pues el argumento “pienso, luego existo” era necesariamente verdadero porque su nega¬ción: “no es verdad que si pienso, entonces existo” habría sido una contradicción.
Este punto de vista fue el que Descartes había defendido en las Reglas para la dirección del espíritu aplicándola a las proposiciones de la Aritmética:
“si digo: cuatro y tres son siete, esta unión es necesaria, pues no podemos concebir distintamente el número siete si no incluimos en él de un modo confuso el número tres y el número cuatro” ,
pues aquí, sin mencionar el principio de contradicción Descartes venía a considerar que había verdades necesarias en cuanto el sujeto de la proposición correspondiente incluía en su definición el predicado, por lo que su negación habría sido una contradicción, y, así, la necesidad de esta conclusión es clara y distinta no de un modo mágico y misterioso sino en cuanto cumplía con el principio de identidad y, por ello mismo, con el de contradicción.
Del mismo modo, cuando Descartes escribe
“habiendo notado que en todo esto: pienso, luego soy, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario ser” ,
juzga que el criterio de verdad es el de la claridad y distinción con que algo se presenta a la mente, pero no llega plantearse que, en cuanto existe una causa que determina la aparición en la mente de la vivencia de tal “claridad y distinción”, es decir, de tal “evidencia”, es precisamente esa causa anterior la que debería ser considerada como el auténtico criterio de verdad de ese conocimiento. Es decir, si Descartes afirma que en la proposición pienso, luego existo “no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario ser”, la consecuencia de esta afirmación no debería haber sido que en adelante debería considerar como verdad aquello que se apareciera con la misma evidencia, sino aquello que se le mostrase con la misma necesidad, pues, como el propio Des¬cartes reconoce, la vivencia de la evidencia procedía de la necesidad con que la existencia aparecía unida al pensamiento. Pero, ¿en qué consistía tal necesidad? Al margen de que Descartes no quisiera o no supiera reconocerlo, dicha necesidad provenía simplemente de que la nega¬ción de tal unión habría resultado contradictoria. Precisamente en este mismo sentido in¬dicó Hume un siglo después que sólo es demostrable como necesario aquello cuya negación implica una contradicción, situación que se produciría en las proposiciones analíticas, en las que el predicado está contenido por definición en el sujeto, por lo que su negación re¬sultaría contradictoria. Y, en este caso, aunque fuera de manera implícita, en el pensamiento estaba incluida la existencia.
Complementariamente, cuando Descartes escribe:
“por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las de¬más cosas se seguía [il suivait] muy evidente y muy cierta¬mente que yo era” ,
su utilización de la expresión “il suivait” viene a ser equivalente a “se deducía”, aunque parece que Descartes rehuyó esa expresión de forma premeditada para tratar de presentar el cogito como un principio absoluto al margen de cualquier deducción, a pesar de considerar que el hecho de que algo “se siga” o “se deduzca” de otra cosa pre¬supone el uso implícito del principio de contradicción, el cual es en definitiva el auténtico fundamento de la verdad que se descubre. Así, por ejemplo, si se afirma que todos los hombres son mortales y se niega que los chinos sean mortales, se incurre en una contradicción en cuanto se está afirmando y negando a la vez que todos los hom¬bres sean mortales, en cuanto los chinos son una parte de ese con¬junto y es la conciencia de tal contradicción la que conduce a la evi¬dencia de la falsedad necesaria de la unión de tales proposiciones contradictorias.
A quienes le objetaron que la verdad del principio de contradicción tendría un carácter anterior al de la verdad del cogito Descartes replicó indicando que él no se basaba en dicho principio sino que la verdad de dicha proposición se le mostraba como evidente de un modo intuitivo, es decir, de un modo racionalmente directo y no por la mediación de algún principio lógico anterior que tuviera que aplicar. Sin embargo, el punto de vista de quienes defendieron la an¬terioridad del principio de contradicción respecto al de la evidencia era el correcto, teniendo en cuenta de manera especial no sólo la existencia de una causa –y no siempre apropiada – a partir de la cual surge la impresión de eviden¬cia sino además que la evidencia –o la impresión de evidencia- tiene siempre y necesariamente un carácter subjetivo por ser una impresión o una vivencia, lo cual explica que haya evidencias para todos los gustos, de manera que, aunque no haya por qué desecharla como indicio de algo, está muy lejos de ser un criterio suficiente para la aceptación de una determinada proposición como verdadera, y, en cualquier caso, debe ir unida a otros criterios, como el principio de contradicción en el caso de las ciencias formales, y la constatación empírica en el caso de contenidos relacionados con la experiencia . Además el punto de vista del pensador francés era erróneo, pues mientras el principio de contradicción se muestra como evidente, son muchas las evidencias que no van más allá de una seguridad pura¬mente subjetiva, como lo demuestra la misma existencia de tantas evidencias contradictorias entre diversas personas o en una misma persona en distintos momentos, como el propio Descartes reconoció respecto a sus propias evidencias. En consecuencia hay que rechazar que haya una equivalencia entre lo evidente y lo verdadero en cuanto hay toda una serie de puntos de vista que mientras para unos son verdades evidentes, para otros son evidentemente absurdos, especialmente en el terreno de la política, en el de las diversas supersticiones, prejuicios y creencias religiosas, y en toda una serie de afirmaciones dogmáticas cuya única y pobre base para considerarlas verdaderas es la conside¬ración de que uno tiene la evidencia o viva impresión de que lo son. ¿Qué valor tiene la “evidencia” de quienes compran determinado billete de lotería porque han soñado en el número al que van a jugar y tienen la absoluta evidencia y seguridad de que va a tocarles?
La vivencia de evidencia –cuando se relaciona con auténticos conocimientos- no funciona de esa forma inmediata e irracional y sin la ayuda de elementos a partir de los cuales se produzca, pues en el caso de las Matemáticas surge como consecuencia de la captación de la necesidad de una determinada tautología, aunque para llegar al “flash” de la vivencia de evidencia previamente haya que realizar un proceso deductivo más o menos largo que de pronto conduzca a la comprensión de la necesidad de tal igualdad. Y en el caso de las ciencias empíricas sucede lo mismo, pero con el factor añadido de la experiencia, que juega un papel tan decisivo como el principio de contradicción en las Matemáticas y en realidad muy similar a dicho principio en cuanto la experiencia sirve para rechazar como falsa cualquier teoría de la que se demuestre su contradicción con la experiencia.
En consecuencia, Descartes hubiera debido buscar unas bases mucho más firmes para asegurarse del valor objetivo de sus diversas evidencias y, en este sentido, hubiera debido valorar el principio de contradicción como una de las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para garantizarlas, en lugar de confiar en ellas como garantía suficiente de la verdad de sus contenidos.
Por otra parte, afirmar, como lo hace Descartes, que el princi¬pio de contradicción no tiene un valor por sí mismo sino que de¬pende de la omnipotencia divina, implicaría aceptar que en el fondo cualquier razonamiento tendría siempre un carácter arbitrario, pues el principio de contradicción es la regla fundamental sobre la que des¬cansan todos los razonamientos y, por ello, la relativización de dicho principio implicaría la relativización de cualquier razonamiento. Por ello, si el principio de contradicción tuviera un valor relativo, subordinado a la voluntad del dios católico, la pretensión cartesiana de demostrar la existencia de ese dios sería absurda en sí misma, en cuanto en los momentos en que se intentase tal hazaña se estaría concediendo a dicho principio y a los razonamientos utilizados para conseguir tal demostración un valor absoluto para negárselo después, una vez obtenida tal demostración y suponiendo que fuera posible realizarla.
3.2.3. El cogito y la regla de la evidencia
Con respecto a esta primera proposición considerada como verdadera se pregunta Descartes a continuación qué es
“lo que se necesita en una proposición para que sea verdadera y cierta”
y, dejando en segundo plano su referencia al principio de contradic¬ción, que había utilizado de modo implícito para defender la verdad del cogito, concluye que lo que le confirma su verdad es la claridad y distinción –es decir, la evidencia- con que la contempla. Esta conclusión es la que le hace incurrir, con su frivolidad habitual, en el sorprendente círculo vicioso de pretender fundamentar el valor de la evidencia en la verdad del cogito y, al mismo tiempo, tratar de fundamentar la verdad del cogito en la evidencia con que se presentaba a su mente.
En efecto, a partir de esta proposición, Descartes considera que se encuentra ya en posesión de una “regla general” para progresar en el descubrimiento del resto de conocimientos que estén al alcance de la razón humana; se trata de la regla de la evidencia:
“habiendo notado que no hay nada en esto: pienso, luego, existo, que me asegure la verdad, sino que veo muy clara¬mente que para pensar es necesario existir, juzgué que podía tomar como regla general que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas” .
Pero, de este modo y como era habitual en él, incurrió en un nuevo círculo vicioso, pues, como ya indicó Huet, la regla de la evidencia, que debía haber sido fundamentada a partir del “cogito, ergo sum”, se convertía al mismo tiempo en el fundamento incoherente de ese primer conocimiento, de manera que el valor de la evidencia se fundamentaba en la verdad del “cogito”, mientras que la verdad del “co¬gito” se fundamentaba en su carácter evidente. Pero, además, la regla de la evidencia, que debía servir de punto de partida para la fundamentación del método y para la recuperación de todos los conocimientos, planteaba otros problemas insolu¬bles que determinaron que Descartes quedase encerrado en un solip-sismo del que le resultó imposible escapar, pues, aunque hubiese po¬dido dar por confirmado el valor de esta regla a partir de la verdad del cogito –como en un primer momento pareció pensar-, sin embargo consideró finalmente que por sí misma no tenía valor suficiente como para demostrar la existencia del mundo y la del propio cuerpo, ni la verdad de cualquier otra proposición, ya que todavía podía sospechar que
“quizá un dios podría haberme dotado de tal naturaleza que yo podría haberme engañado incluso a propósito de cosas que me parecieran máximamente manifiestas [...] Estoy obligado a admitir que para él es fácil, si lo quiere, ser causa de mi error, incluso en materias en las que creo disponer de una evi¬dencia muy grande” .
Y así, además de tener que solucionar el problema del círculo vicioso existente por lo que se refería a la relación entre la regla de la evidencia y el cogito, tenía que demostrar la existencia de un dios que no fuera engañador para que la regla de la evidencia quedase confirmada en su valor. Pero, al margen del fracaso en que Descartes incurrió en su intento de fundamentar dicha regla, ésta no podía ser¬vir como criterio de verdad porque:
a) Toda evidencia es una impresión y toda impresión es subje¬tiva; por ello toda evidencia es subjetiva; y, por ello, no puede demostrarse que se corresponda con una verdad objetiva a no ser mediante la ayuda del principio de contradicción para las proposiciones analíticas o mediante la ayuda de la experiencia para las sintéticas.
Parece que el propio Descartes se dio cuenta de este problema y que por este motivo se planteó la hipótesis de la existencia de un dios engañador o de un genio maligno –o incluso la del propio dios católico como engañador- que pudieran ser causa de tales evidencias subjetivas, comprendiendo que éstas no garantizaban el valor de un supuesto conocimiento en cuanto la impresión de su evidencia podía no corresponderse con verdades objetivas. Sin embargo, de lo que parece que no se dio cuenta fue de que, una vez introducida la hipótesis del genio maligno o del posible dios engañador, tal hipótesis ce¬rraba el camino a la posibilidad de demostrar cualquier otra verdad en cuanto siempre podía considerarse como un nuevo engaño de aquel hipotético ser embaucador.
b) En segundo lugar, Descartes no comprendió que, aunque esta regla era adecuada y suficiente para el progreso en los diversos conocimientos de carácter meramente formal, como la Lógica y las Matemáticas, compuestos de simples tautologías más o menos complejas pero reducibles a identidades mediante la ayuda del principio de contra-dicción y otras reglas lógicas, era absolutamente insuficiente para la obtención de conocimientos de carácter material, como los de las di¬versas ciencias empíricas, cuyo progreso requería no sólo del uso del principio de contradicción sino también del de la experimenta¬ción, que debía servir para confirmar o desmentir el valor de los di¬versos enunciados o deducciones, al margen de que en principio pu¬dieran parecer evidentes al investigador. Y así, a pesar de haber tomado conciencia acerca de la existencia de “falsas evidencias”, reconociendo que en el pasado él mismo había tenido como evidentes teorías que en la actualidad veía como erróneas, y que eran muchos quienes tenían por evidente aquello que otros tantos juzgaban como evidentemente falso, de manera inexplicable siguió aceptando el valor de la evidencia como requisito nece¬sario y suficiente para la búsqueda de la verdad.
Y así, uno de los errores de Descartes consistió en no haber comprendido que el éxito de su método en las Matemáticas, que en el fondo se basaba en el uso del principio de contradicción, no podía trasladarse a los conocimientos no formales por no haber introducido en él una regla que incluyese, como en el caso del método de Gali¬leo, la prueba de la verificación –o falsación- experimental. Descar¬tes, en su método, fue incapaz de valorar la esencial importancia de la experiencia, a pesar de que en aquel momento el método experimental de Galileo ya estaba funcionando y dando como resultado el rápido desarrollo de las ciencias experimentales que ha continuado hasta la actualidad. Mediante este método el científico podía interrogar a la Naturaleza para que ésta garantizase o desmintiese el valor de las hipótesis que el investigador construía a fin de comprender las rela¬ciones entre los diversos fenómenos, pues la simple impresión de evidencia, como “firme corazonada” de que algo fuera verdad, no permitía escapar del terreno de la subjetividad y asegurar la verdad de un juicio.
En las Reglas para la dirección del espíritu Descartes, al referirse a la intuición, ligada a la evidencia, no la había definido como una “firme corazonada”, sino como
“un concepto que forma la inteligencia” ,
pero desde el momento en que, aunque se refiriese a la inteligencia, lo que la caracterizaba era el hecho subjetivo de que no se tenía ninguna duda acerca de su verdad, el resultado sólo podía ser el de una seguridad meramente subjetiva, en cuanto no se explicasen los fundamentos objetivos que hubieran podido conducir a la eliminación de cualquier duda acerca de la evidencia y la verdad de tal intuición.
Por otra parte, el pensador francés no podía aplicar el método experimental mientras no lograse escapar de la propia subjetividad en la que él mismo se había encerrado cuando con la duda metódica había negado que la experiencia pudiera ser criterio suficiente para afirmar la existencia independiente de lo experimen¬tado, más allá de la propia subjetividad, pues consideraba que no podía fiarse de los sentidos porque eran engañosos, que siem¬pre podría suceder que estuviera soñando o incluso que un genio maligno provocase en él la creencia en la existencia de una realidad independiente, causante de las propias sensaciones. Pero, por otra parte, hubiera podido aplicar dicho método posteriormente, cuando dio el paso de aceptar la existencia de la “res extensa” como una rea¬lidad independiente del sujeto, garantizada por la veracidad del pro¬pio Dios, al margen de las críticas que deban hacerse a esta última doctri¬na. Es cierto que en algunos momentos Descartes intentó servirse de la expe-rimentación, pero, aunque era especialmente apto para las Matemáti¬cas, no parece haberlo sido para la investigación empírica, que exigía un rigor y una capacidad especial de observación para analizar con objetividad los datos empíricos. Pero el pensador francés no estaba especial¬mente preparado para el uso del método experimental, como queda demostrado, por ejemplo, en su explicación de la circulación sanguí¬nea que llegó a considerar como necesariamente verdadera, a pesar de que era obviamente falsa y a pesar de que la explicación verda¬dera ya la había expuesto Harvey, cuya obra Descartes conocía, lle¬gando incluso a criticarla en el Discurso del Método, o como queda igualmente demostrado cuando pretendió explicar cómo se relacionaban el alma y el cuerpo, presentando descripciones tan detalladas de esta supuesta relación que parecían que estuviera viendo tal conexión si no fuera porque, dada la supuesta heterogeneidad de tales sustancias, la “res cogitans” y la “res extensa”, las descripciones cartesianas sólo podían ser el efecto de intensas alucinaciones o el discurso embaucador de un feriante sin escrúpulos con la pretensión de vender como un tesoro un producto carente de valor. El error del francés se hace más patente cuando se recuerda que su crítica a Galileo se relacionaba con el hecho de que el gran científico pisano se centraba en la explicación de fenómenos físicos inicialmente simples para encontrar la ley que describía su funcionamiento y su relación con otros fenómenos mediante el apoyo constante de la experimentación, pero sin tratar de alcanzar un sólido sistema deductivo en el que todos los fenómenos encajasen. En este sentido, Descartes, con su engreimiento y frivolidad habitual, no tuvo inconveniente en criticar el método de Galileo diciendo:
“Me parece que falla mucho porque hace continuamente digresiones y no se detiene a explicar completamente una materia, lo que muestra que no las ha examinado por orden y que sin haber considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particula¬res y así ha construido sin fundamento” .
Descartes tenía razón en que Galileo “sólo [había] investigado las razones de algunos efectos particulares”, pero no la tenía cuando afirmaba que había “construido sin fundamento”. Galileo, más realista que Descartes, comprendía que para explicar los fenómenos de la Naturaleza debía comenzar a investigar desde abajo, desde lo más simple, desde los datos de la observación empírica, pero eso no significaba “construir sin fundamento” sino construir desde el único fundamento del que podía disponer, que era precisamente la experiencia. Sin embargo, Descartes, especialmente ambicioso, orgulloso y se¬guro de su capacidad, pretendía construir su ciencia desde un funda¬mento absoluto y último, como aspiraba a que lo fuera el dios cató¬lico, considerado como el principio y fundamento último de toda la realidad, prejuicio gratuito asumido como consecuencia del adoctrinamiento recibido durante su infancia, que le condujo a asumir con demasiada ligereza la convicción de haber demostrado la existencia de dicho ser y de que a partir de ese momento podía “construir con fundamento” el resto de los conocimientos. En definitiva, Descartes consideraba en su crítica a Galileo que éste había construido sin fundamento porque no había construido un sistema deductivo que, partiendo de Dios, dedujera las leyes de la Naturaleza de manera simplemente racional y tomando como principio deductivo la inmutabilidad divina. Y, efectivamente, el proyecto cartesiano podía ser más “completo” en cuanto todas las leyes se dedujeran de Dios, pero era una pretensión propia de un megalómano la de considerar que la existencia de Dios era algo demostrable, así como la de afirmar que a partir de tal principio las leyes del universo podían ser deducidas por él con la misma facilidad con que podía demostrar el teorema de Pitágoras.
Por ello, la verdad era contraria a la opinión cartesiana, pues Galileo construía a partir del fundamento de la experiencia, mientras que Descartes partía de un “fundamento” meramente supuesto y muy alejado de la comprobación experimental, a pesar de haber conce¬dido a la experiencia cierta utilidad como mecanismo auxiliar para suplir las limitaciones de la razón humana a medida que las verdades racionales más evidentes iban quedando demasiado alejadas a lo largo del proceso deductivo que llevaba desde supuestos conocimientos absolutos, como el que se relacionaba con Dios, a otros cono¬cimientos más concretos .
La tendencia a dejar en un segundo plano la experiencia fue su tónica general, a pesar de que en las Reglas para la dirección del espíritu todavía había llegado a criticar a
“aquellos filósofos que, desdeñando las experiencias, creen que la verdad saldrá de su propio cerebro como Minerva del de Júpiter”
y a pesar de que posteriormente, hacia los años 1638–1640, se atre¬vió a realizar disecciones con diversos animales, como peces y co¬nejos. Pero este diletantismo experimental en Anatomía y en Medicina no le duró mucho tiempo y pronto abandonó la experimenta¬ción para dedicarse de nuevo a la mera especulación.
En su línea general de pensamiento consideró que la experiencia sin la razón era un conocimiento sumamente imperfecto, pues sólo mostraba que algo era, pero no por qué era, mientras que, para él, lo esencial en el conocimiento científico era mostrar la conexión deductiva y sistemática de todos los fenómenos en cuando derivados de la perfección divina, y, por ello, la experiencia sólo tenía un valor secundario que podía servir para asegurar la verdad de los resultados a los que conducían las deducciones racionales o para la obtención de aquellos conocimientos que en lugar de ser el resultado deductivo de la inmutabilidad de Dios dependían sólo de su omnipotencia, por lo que no podían ser deducidos sino solo constatados por ella.
Resulta lamentable que Descartes llegase a menospreciar tan frívolamente la obra de Galileo, el cual había elaborado un método especialmente útil para el progreso de la Ciencia, el método hipotético deductivo, que combinaba la experiencia, la imaginación y la inteligencia para observar la realidad, crear hipótesis explicativas de lo observado, deducir con¬secuencias teóricas de tales hipótesis y realizar experimentos que sir¬vieran para confirmar o desmentir las hipótesis previamente es-tablecidas, dando paso de este modo al asombroso progreso que desde entonces ha tenido la Ciencia.
3.2.4. Críticas al cogito
Por lo que se refiere a la proposición “cogito, ergo sum”, fundamento del método y del sistema cartesiano, hubo una serie de críticas relacionadas tanto con su contenido como con la originalidad de Descartes a la hora de utilizarla como verdad absoluta:
a) Gassendi criticó esta “primera verdad” considerando que en el fondo se trataba de un silogismo en el que estaba implícita la premisa mayor “todo lo que piensa existe”. Descartes replicó que su planteamiento no tenía carácter deductivo sino que se trataba de una intuición inte-lectual directa por la que veía con absoluta evidencia que el pensamiento y la existencia iban necesariamente unidos, de manera que no podía afirmar “pienso” sin afirmar al mismo tiempo la verdad según la cual existo como ser pensante. No obstante, la crítica de Gassendi era correcta por lo que se ha dicho más arriba, pues por muy fácil y directa que pudiera resultar la implicación entre pensar y existir, el paso deductivo era inevitable. Se podría matizar que la premisa implícita no tenía por qué ser “todo lo que piensa existe” sino que podía adoptar la forma “es imposible pensar sin existir” u otra similar, que suponía la admisión del principio de contradicción como fundamento implícito de tal proposición.
Como la pretensión cartesiana era la de convertir cualquier deducción en una intuición intelectual, eso explicaría en parte su empeño en defender el carácter intuitivo de la proposición “co¬gito, ergo sum”, a pesar de que no podía dejar de tener carácter de¬ductivo en cuanto los conceptos de pensar y de existir no eran sinó¬nimos, por lo que a fin de establecer la conclusión “existo” había que introducir de manera más o menos explícita la premisa “todo lo que piensa existe” o la de que “es imposible pensar sin existir”, había que añadir a continuación la premisa “pienso” y entonces podía establecerse la conclusión “existo”, como lo había hecho Gómez Pereira el siglo anterior.
El interés cartesiano por afirmar el valor del cogito como principio absoluto de su filosofía, tanto de su sistema como de su método, convirtiéndolo por ello en fundamento del principio de la evidencia, tenía en cualquier caso el inconveniente radical de que, desde el momento en que el pensador francés recurría a una impre¬sión necesariamente subjetiva como la de la evidencia, relacionada con “la claridad y distinción” con que un supuesto conocimiento se presentase a su mente, tal planteamiento podía dar pie a la aparición de toda clase de intuiciones “evidentes”, en cuanto fueran sentidas así por quien las afirmase como tales. En definitiva, ni existía un criterio intersubjetivo para contrastar el valor objetivo de evidencias necesariamente subjetivas, ni existía ningún otro método de corrobo¬ración de lo que cualquiera pudiera afirmar como “verdad evidente”, tanto si se refería a los “milagros” de Lourdes como a su particular “regreso al futuro” o a sus abducciones por los tripulantes de una nave marciana, fenómenos al parecer muy evidentes, al me¬nos para quienes los cuentan.
b) Fue igualmente acertada la crítica posterior de P. D. Huet en 1689 en su obra Censura philosophiae cartesianae, indicando que en el planteamiento cartesiano había un círculo vicioso , por cuanto si el principio “cogito, ergo sum” se aceptaba porque era evidente, en dicho caso había que considerar la regla de la evidencia como su fundamento, y, en consecuencia, dicha regla no podía a su vez que¬dar justificada en virtud de aquel principio.
→ —————————— →
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“Cogito, ergo sum” Regla de la evidencia
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← —————————— ←
En relación con esta crítica muchos años antes Descartes había defendido el valor de esa primera verdad como fundamento de la regla de la evidencia señalando que el “cogito, ergo sum” poseía la cualidad de ser una evidencia absoluta cuya negación habría sido contradictoria. Ahora bien, con esta defensa Descartes pasó por alto, en primer lugar, que toda evidencia –y no sólo la del cogito- debía tener ese mismo carácter absoluto, pues no tiene sentido hablar de evidencias más o menos evidentes, del mismo modo que no tiene sentido hablar de circunferencias más o menos redondas, ni de difuntos más o menos muertos, ni de igualdades más o menos iguales. En consecuencia, a la hora de aceptar como conocimiento “otras evi¬dencias”, sólo podía hacerlo en cuanto fueran tan absolutas como esa primera verdad, pues en caso contrario habría aceptado frívolamente la equivalencia entre lo evidente y lo probable, olvidando su inten¬ción de reconstruir la Filosofía como un sistema de conocimientos evidentes. Y, en segundo lugar, una consecuencia derivada de esta justificación era la de que, aunque la verdad del cogito no procediera de la regla de la evidencia sino que fuera la regla de la evidencia la que hallase su justificación en aquella primera verdad, en cualquier caso, como se ha dicho antes, el valor de la verdad del cogito deri¬varía del principio de contradicción, pues, desde el momento en que dice Descartes que es imposible pensar o dudar sin existir, está reco-nociendo implícitamente que el pensar es incompatible, o, lo que es el mismo, contradictorio, con la no existencia y, por ello, a la vez que se afirma el pensar se afirma la existencia de ese pensar en cuanto su negación sería contradictoria. Y así, desde el momento en que el valor del cogito se justifica a partir del principio de contradicción, esta primera verdad sirve a su vez de justificación para la regla de la evidencia, lo cual implica la aceptación implícita de que esta regla no podía representar por sí misma un criterio suficiente para la aceptación de cualquier supuesto conocimiento.
En definitiva, el principio de contradicción posee una prioridad gnoseológica sobre la verdad del cogito y sobre la regla de la evidencia, y representa el fundamento último de todos los conocimientos.
Por otra parte, cuando Descartes recurre al principio de contra-dicción, utilizándolo sin proponérselo, como fundamento objetivo de la verdad del cogito, todavía no es consciente de que el valor absoluto que en esos momentos concede a este principio más adelante se lo negará, al considerarlo subordinado al poder divino, y esta incoherencia complicará todavía más sus reflexiones, en cuanto supone un círculo vicioso del que le será imposible salir. En este sentido escribe:
“En cuanto a la dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite” .
Pues, en efecto, con la intro¬ducción de Dios, lejos de solucionarse el problema, todo él se complica todavía más en cuanto, si la verdad del cogito se justifica a partir del principio de contradicción y este principio se justifica a partir de Dios, considerando por ello que su valor no es absoluto, en cuanto depende de la libre voluntad di¬vina, en tal caso la justificación del cogito a partir del principio de contradicción se muestra tan arbitraria como el mismo principio de contradicción. Pero, además, hay que tener en cuenta que, como la existencia de Dios había sido introducida a partir de la aplicación de la regla de la evidencia, la cual debía haber sido previamente justificada por Dios, en tal caso el círculo se completaba en cuanto sus términos inicial y final eran la “res cogitans” y Dios, mientras que el principio de contradicción y la regla de la evidencia eran los términos intermedios. Y así, Descartes incurrió en un nuevo círculo vicioso que, evidentemente, no podía servirle para demostrar nada:
→ —— “Cogito, ergo sum” —— →
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P. de contradicción Regla de la evidencia
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Por otra parte, en cuanto para demostrar la existencia de Dios era necesario aceptar previa¬mente la regla de la evidencia, en cuanto para aceptar la regla de la evidencia había que aceptar el principio de contradicción y en cuanto, según Descartes, el valor de este principio se sustentaba en la voluntad de Dios, no podía aceptarse como un principio con valor absoluto y, por ello, todo lo que se hubiese pretendido demostrar a partir de él habría sido inútil
En resumen, si la demostración de la existencia de Dios se fundamentaba en una argumentación basada en la previa aceptación del valor de la regla de la evidencia, si la regla de la evidencia tenía un valor subordinado al del cogito, si éste se basaba en el principio de contradicción y, finalmente, si el valor del principio de contradicción dependía de la omnipotencia divina, entonces cualquier demostración que pudiera obtenerse por su mediación sería tan arbitraria como el propio principio.
Por otra parte y desde perspectivas posteriores, hubo una serie de pensadores que realizaron diversas críticas al cogito cartesiano, no tanto por lo que se refiere a la relación necesaria entre pensamiento y existencia como por la doctrina cartesiana acerca del yo como una realidad sustancial que serviría de soporte para el pensamiento, sin identificarse con él.
En este sentido son especialmente interesantes las observaciones de Hume, de Kant y de Nietzsche, aunque Kant no llegase a realizar una crítica tan radical como los otros:
a) Las reflexiones de D. Hume respecto a la existen¬cia de un yo sustancial representan una crítica implícita al plantea¬miento cartesiano. Respecto a la idea de alma, entendida como un sujeto permanente de carácter inmaterial que serviría de soporte para las sucesivas percepciones a lo largo del tiempo, Hume se pregunta desde la aplicación más rigurosa del empirismo y de su principio “nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu” si percibimos la impresión correspondiente a ese supuesto sujeto al que llaman “alma” o “yo”. Señala Hume que
“si alguna de nuestras impresiones nos da la idea del yo, dicha impresión ha de permanecer invariable, a través de toda nuestra vida [...] Pero no existen impresiones constantes e invariables [...] y, en consecuencia, no existe…”
…una realidad objetiva que se corresponda con dicha idea.
Hume negó, en consecuencia, el conocimiento de un yo permanente o alma y comparó el espíritu humano con una especie de teatro en el que se suceden las percepciones y en el que “sólo las percepciones sucesi¬vas constituyen el espíritu” , es decir, que a partir de la sucesión de las diversas percepciones no podía concluirse en la existencia de un yo sustancial o del alma, tal como Descartes había hecho. A pesar de todo, Hume manifestó su propia insatisfacción con su explicación del conocimiento al comprender la necesidad de la existencia de un centro unificador de las diversas percepciones que explicase las relaciones que se producían entre ellas .
b) También en este punto el planteamiento kantiano difiere radicalmente del cartesiano, pues mientras Descartes considera que el yo es transparente respecto a sí mismo, Kant considera, en primer lugar, que, si se hace referencia al yo como sujeto del conocimiento, en tal caso se estará hablando del “yo trascendental” que, aunque es la condición apriórica de todos los conocimientos, no puede ser cono¬cido directamente, sino sólo ser objeto de una “deducción trascen¬dental”, entendiéndolo como condición apriórica necesaria para el establecimiento de las diversas relaciones entre los fenómenos, aplicándoles los conceptos puros del entendimiento; en segundo lugar, que, si se hace referencia a la propia realidad subjetiva cono¬cida a través de los sentidos, se estará hablando del yo empírico o yo fenoménico, es decir, del yo tal como aparece ante uno mismo, pero no del yo tal como pueda ser en sí mismo; y, en tercer lugar, que, si se hace referencia al “alma” como realidad trascendente, en tal caso se produce un alejamiento de la experiencia, y, en consecuencia, nada podrá decirse de ella en cuanto la construcción de todo conoci¬miento requiere de una materia, las sensaciones empíricas, y una forma, las estructuras aprióricas de la sensibilidad y del entendi¬miento, mientras que en el caso del pretendido conocimiento del alma sólo tendríamos “pensamientos sin contenido”, es decir, ideas o estructuras mentales sin relación alguna con un material sensible al que tales estructuras pudieran ser aplicables.
c) Por su parte, Nietzsche critica este primer pilar de la filosofía cartesiana considerando que se basa en el “hábito gramatical” que condujo a la construcción antropomórfica de la categoría de “sustancia” o de “sujeto”, como si la acción requiriese de “alguien” que “hiciera”: “ ‘Se piensa: luego hay una cosa que piensa’: a esto se reduce la argumentación de Descartes. Pero esto es dar por verdadera ‘a priori’ nuestra creencia en la idea de sustancia. Decir que, cuando se piensa, es preciso que haya una cosa que piensa, es simplemente la formula¬ción de un hábito gramatical que a la acción atribuye un actor […] Si se redujese la afirmación a esto: ‘se piensa, luego hay pensamientos’ resultaría una simple tautología” .
Igualmente considera Nietzsche que la creencia en el alma, que es en definitiva el sujeto del “cogito” cartesiano, es una consecuencia de la creencia en el valor objetivo de las estructuras gramaticales de sujeto y predicado .
En definitiva, de acuerdo con estas críticas, la proposición “pienso, luego existo” prejuzga la existencia del sujeto “yo”, que lo sería tanto del pensar como del existir, de forma que en esta proposición no sólo se afirma la relación del pensar con el existir del pensamiento, sino que también se presupone la existencia diferenciada de un yo que piensa, pero que no se identifica con el pensa¬miento sino que es algo más. Pero, ¿cómo se llega a demostrar –y a demostrar con evidencia absoluta- que por debajo del pensamiento exista un sujeto que tenga pensamientos, pero que no se identifique con ellos?
Parece evidente, como criticó Nietzsche, que en el plantea¬miento cartesiano subyace el prejuicio gramatical que diferencia entre un sujeto y un predicado, entre el yo (sujeto) y el pensamiento (predicado). Y, por ello, el rigor de su método hubiera debido conducir a Descartes a la afirmación de la existencia del pensamiento, pero sin añadir a tal afirmación el supuesto de que debiera existir “una cosa” pensante, pues o bien dicha cosa se identificaría con el pensamiento, y, en tal caso, esa afirmación habría sido una redundancia, o bien no se identificaría, y en di-cho caso al conocimiento de que existe el pensamiento se estaría añadiendo la idea de que existe algo más como sujeto de la actividad pensante, pero distinto de ella. Para entender mejor esta crítica puede observarse que una oración impersonal, como “llueve”, no conduce a extraer la conclusión “existe una cosa que llueve”, como si por una parte existiera la lluvia, y, por otra, una realidad invisible de la que surgiera la lluvia, sino que sólo podría extraerse la conclusión tautológica “existe la lluvia”, y puede entenderse igualmente que la incorporación al lenguaje de la categoría gramatical de sujeto tiene un carácter utilitario para la manipulación de la realidad, pero ésta no está dividida en realidades atómicas, como lo serían tales sujetos, sino que se identifica con el conjunto de sus manifestaciones.
3.2.5. Antecedentes del cogito cartesiano
Por otra parte, la proposición “cogito, ergo sum” no fue una novedad introducida por Descartes como ejemplo de verdad abso¬luta, sino que tuvo diversos precedentes, como Agustín de Hi¬pona (s.IV-V), Jean de Mirecourt (s.XIV), Gómez Pereira (s. XVI), y Jean Silhon (s. XVII), amigo de Descartes. Resulta difícilmente creíble que la obra de al menos alguno de estos pensadores no hubiese llegado a ser conocida por Descartes, a pesar de que él no menciono a ninguno de estos pensadores.
a) Agustín de Hipona había utilizado la proposición “si fallor, sum” (“si me equivoco, existo”) como ejemplo de verdad absoluta y, en este sentido, el “cogito” cartesiano no parecía especialmente original. Sin embargo, Descartes, aunque reconoció la existencia de una similitud entre la verdad agustiniana y la suya propia, consideró que mediante ella Agustín sólo pretendía refutar a los escépticos, mientras que él pretendía convertirla en el fundamento de su método y de su sistema. Otra diferencia en este punto consistía en que Agustín consideraba que la realidad sensible estaba sometida al cambio mientras la verdad tenía un carácter inmutable; y que, por ello, el conocimiento de la verdad no podía depender del hombre por ser una realidad cambiante, sino del propio Dios, como ser inmutable del que procedían las verdades que el hombre descubría en el interior de su alma. Por ello mismo, la afirmación cartesiana de la existencia de verda¬des innatas que procederían de Dios, y el hecho de que el funda¬mento del método y del valor de los diversos conocimientos en gene¬ral –a excepción de la verdad del “cogito”- quedasen justificados a partir de Dios sugieren que el paralelismo entre su planteamiento y el de Agustín fue mucho más cercano de lo que él aceptó. La sospecha de que la “coincidencia” entre ambos pensadores fuera en realidad una influencia del obispo de Hipona sobre Descartes aumenta si se tiene en cuenta que mientras Agustín había manifestado su deseo de profundizar en el conocimiento exclusivo de Dios y del alma , Descartes entendió igualmente que sus Meditacio¬nes Metafísicas representaban en lo esencial una demostración de la existencia de Dios y de la independencia e inmortalidad del alma respecto al cuerpo:
“Siempre he considerado que estas dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente deben ser demostradas por las razones de la Filosofía antes que por las de la Teología” .
b) Igualmente, en el siglo XIV Jean de Mirecourt habló acerca de esta misma cuestión cuando se preocupó por el problema del conocimiento, defendiendo tres tipos de evidencia:
1) la evidencia lógica, como criterio infalible de verdad, en cuanto se fundamentaba en el principio de contradicción;
2) la evidencia relacionada con la experiencia (“evidentia natu¬ralis”) que tenía un valor muy alto, pero no absoluto en cuanto podría ser consecuencia de la acción directa de Dios sobre la mente, sin necesidad de que existieran realidades independientes que la causaran; y
3) la evidencia de la experiencia interna de la propia existen¬cia, que no podía tener carácter meramente subjetivo, ya que si al¬guien dudara de su propia existencia, tendría que reconocer que existe, pues para dudar era preciso existir.
De nuevo aparece aquí una similitud especialmente clara entre los puntos de vista de Jean de Mirecourt y Descartes, similitud que sugiere la existencia de una clara influencia del primero sobre el segundo, aunque Descartes nunca la mencionase. Además, por lo que se refiere a la evidencia relacionada con la experiencia externa (la “evidentia naturalis”) Juan de Mirecourt, al igual que Ockham y posteriormente Descartes, plantea la hipótesis de “un dios engaña¬dor”, considerando que implicaría una excepción a la necesidad de tal evidencia, en cuanto existiría la posibilidad de que ese dios provocase las sensaciones sin que existiera una realidad independiente causante de ellas.
Jean de Mirecourt plantea una cuestión que también aparece en Descartes, lo cual conduce a pensar que Descartes conoció la obra de Mirecourt, pero mientras el primero le dio una solución, el segundo le dio la contraria: Según Jean de Mirecourt, la omnipotencia divina hubiera podido hacer que lo que ya ha existido al mismo tiempo no haya existido, mientras que Descartes rechaza tal posibilidad. Curio¬samente y por lo que se refiere al principio de contradicción, mien¬tras Jean de Mirecourt lo considera necesariamente verdadero, Des¬cartes considera que el poder de Dios está por encima de dicho prin¬cipio. Pero lo más paradójico del caso es que desde la perspectiva cartesiana, que acepta la subordinación del principio de contradic¬ción a la omnipotencia divina, se debería haber concluido que para él era posible hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido, ya que tales enunciados serían simplemente contradicto¬rios de forma que su valor estaría sometido a la omnipotencia divina, mientras que Mirecourt, que sí aceptaba el valor absoluto del principio de contradicción, para ser consecuente con él debería haber rechazado la contradicción consistente en afirmar que Dios pudiera hacer que un mismo hecho hubiera sucedido y, al mismo tiempo, no hubiera sucedido.
En cualquier caso, el hecho de que Descartes reflexionase acerca de estas cuestiones es un indicio más en favor de la existencia de una influencia de Jean de Mirecourt sobre él.
Por lo que se refiere a la consideración del carácter de eviden¬cia incondicional del “cogito”, el planteamiento de Jean de Mirecourt fue más acertado que el de Descartes, quien –como ya se ha comen¬tado- no supo ver la dependencia del “cogito” respecto al principio de contradicción, y lo presentó como una verdad absoluta, no deri¬vada de la aplicación de ninguna regla previa, y, a continuación, como fundamento de la regla de la evidencia, a pesar de que al final de sus discusiones acerca del fundamento del “cogito” reconoció de facto su origen en dicho principio. Por su parte, Jean de Mirecourt entendió que la verdad del “cogito” no era sólo un ejemplo de “evi¬dentia naturalis” sino que se trataba igualmente de una “evidentia potissima”, es decir, “una evidencia muy poderosa”, en cuanto, a pesar de ser una verdad relacionada con la experiencia, se basaba igualmente en el principio de contradicción .
c) Igualmente, a mediados del siglo XVI el español Gómez Pereira había escrito “nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum”, frase que adopta cierta forma silogística y en la que el conocimiento aparece necesaria y deductivamente asociado a la existencia. La forma cartesiana del “cogito” se parecía en su estructura más a la agustiniana que a la de Gómez Pereira: Ambas eran entimemas donde estaba implícita la premisa que subsumía el concepto de ser pensante en el de existente. Sin embargo, en Gómez Pereira la premisa “quidquid noscit, est” expresa el contenido latente del cogito cartesiano y del fallor agustiniano. El interés de esta dife¬rencia radica en que en Gómez Pereira se muestra claramente el carácter deductivo de esta verdad, en cuanto cualquier deducción presupone la aplicación implícita del principio de contradicción, mientras que Descartes pretendió darle un carácter intuitivo. Además, el planteamiento de Gómez Pereira deja clara la prioridad del principio de contradicción sobre el propio cogito y sobre la regla de la evidencia.
d) Finalmente, Jean Silhon, amigo de Descartes, había escrito una obra, Las dos verdades, publicada en 1626, once años antes que el Discurso del método, en la que exponía esta misma consideración acerca de la unión necesaria entre el pensamiento y la existencia y es más que probable que Descartes la co¬nociera, por lo que igualmente por este medio pudo haber llegado a su decisión de adoptar el “cogito” como primera verdad de su filosofía, tanto para su método como para su sistema. Según indica R. Watson, “en 1626 Silhon publicó un libro sobre Dios y la inmortali¬dad del alma, Las dos verdades, que contiene algunos conceptos que Descartes trató en sus Meditaciones de 1641, de manera que las ideas de Silhon bien pudieron haber influido en Descartes […] En Las dos verdades (1626) Silhon sostenía que “es imposible que un hombre que posea la capacidad, como la poseen muchos, de escrutar su interior y formular el juicio de que existe, pudiera engañarse a sí mismo en este juicio, y no existir” .
3.3. A. Arnauld: Su objeción a la demostración de la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia
a) La necesidad de fundamentar la regla de la evidencia.- Descartes consideró en principio que la claridad y distinción con que se le había presentado la verdad de la propia existencia podía ser la clave para distinguir los auténticos conocimientos de aquellos que no ofrecían garantías suficientes de serlo, pero pensó también que debía justificar esta regla antes de aplicarla de forma generalizada a los demás conocimientos, pues su utilidad en las Matemáticas no era una garantía de su valor para obtener otros resultados igualmente seguros en el resto de conocimientos, de manera que el proceso para la recu¬peración de los conocimientos sometidos a la duda no consistió en afirmar sin más la verdad de todo lo que se presentase con una evi¬dencia similar a la del cogito, sino también en tratar de justificar el derecho a aplicar esa regla a esos otros conocimientos sometidos a la duda. Por otra parte, en las Meditaciones metafísicas, llevando su afán crítico a un extremo hiperbólico –como el propio Descartes lo califica-, se planteó la posibilidad de que un genio maligno o de un dios tan poderoso como engañador le hiciera ver como evidentes “conocimientos” que en realidad fueran simples engaños, de manera que a partir de esta hipótesis la duda acerca de la existencia de un mundo externo o acerca de los conoci¬mientos matemáticos quedaba afianzada con mucho mayor motivo hasta el punto de que, siendo coherente con tal supuesto, Descartes no hubiera podido escapar del solipsismo escéptico. Esta hipótesis ya había sido planteada en el siglo XIV por Ockham y por J. de Mirecourt. Este último pensador apenas le concedió valor, considerando por ello que la “evidentia naturales”, relacionada con la experiencia, aunque no tendría un valor absoluto como el derivado del principio de contradicción, que era el fundamento de las verdades matemáticas, sin embargo tampoco tenía tanta fuerza como para rechazar los conocimientos procedentes de la experiencia.
Por su parte, en las Meditaciones metafísicas el pensador francés había plantado la hipótesis de la existencia de un dios engañador escribiendo:
“siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande […] Pero para poder eliminarla [ = la razón para dudar] debo examinar si existe un Dios […]; y si encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engañador; pues sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa alguna” .
Una consideración de este tipo debía haberle conducido a comprender que la regla de la evidencia no era fiable a la hora de fundamentar cualquier conocimiento, de manera que, en cuanto esto era así, debía haber abandonado tal criterio de verdad, basado simplemente en una impresión subjetiva como ésa, tan variable incluso en una misma persona a lo largo del tiempo, según reconoció el pro¬pio pensador al escribir:
“me puedo convencer de haber sido hecho de tal modo por la naturaleza que me pueda engañar fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con la mayor evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas” .
Sin embargo y como ya se ha dicho, a pesar de la sensatez de esta reflexión Descartes no renunció a considerar la regla de la evidencia como ta¬lismán del conocimiento sino que trató de encontrarle una garantía para su aplicación segura, más allá de la pro¬pia subjetividad y pretendió haberla encontrado en el dios veraz de la reli¬gión católica. Pero, como a continuación se verá, esta “solu¬ción” sólo representó una incoherencia más en las argumentaciones cartesianas.
b) Dios como fundamento de la regla de la evidencia y de la verdad de los conocimientos evidentes.- Para conseguir esta justificación de la regla de la evidencia y con ella la de los conocimientos que se le mostrasen con absoluta claridad y distinción, según exigía esta re¬gla general, Descartes consideró necesario demostrar la existencia de un dios veraz que garantizase que lo que se le presentaba como evidente no fuera en realidad producto de un espejismo, de una eviden¬cia puramente subjetiva o de un engaño del propio dios, sino que se correspondiera con una auténtica verdad. Una vez demos¬trada la existencia de ese dios, caracterizado entre otras infinitas per¬fecciones por la de la veracidad, podría considerarlo como ga¬rantía del valor de la regla de la evidencia y de todos los conocimientos que se obtuvieran por su mediación. Así lo afirmó en el Dis¬curso del método al escribir:
“Esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros procede de él” .
Por ello, una vez “demostrada” –al menos supuestamente- la existencia de ese dios, el “teólogo” francés llega a defender la doctrina de que la práctica totalidad de las verdades depende de Dios en el sentido de que no son verdades por ellas mismas sino sólo como resultado de su libre decisión. Así lo indica en diversas ocasiones, como en su correspondencia con el padre Mer¬senne, en la que le dice:
-“las verdades matemáticas, que usted llama eternas, han sido establecidas por Dios y dependen enteramente de él, lo mismo que todo el resto de las criaturas. En efecto, decir que estas verdades son independientes de él es hablar de Dios como de un Júpiter o Saturno y someterlo a la estigia y a los destinos” .
-“la existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás” .
La doctrina que contradice esta serie de textos es precisamente la de que haya evidencias que se correspondan con verdades que lo son con independencia de Dios, que fue la respuesta que Descartes dio a la objeción de Arnauld y que el propio pensador francés niega en estas últimas citas, aunque tanto éstos como otros textos confirman la subordinación a Dios del valor de toda verdad.
Y así, Descartes juzgó que las verdades aparente¬mente evidentes no se justificaban por ellas mismas sino que era ne¬cesario justificarlas en el propio Dios y, en consecuencia había que demostrar primero la existencia de ese dios veraz.
Sin embargo, Arnauld consideró acertadamente los intentos cartesianos por demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia implicaban un círculo vicioso, en cuanto el “teólogo” francés utilizaba la regla de la evidencia para demostrar la existencia de Dios antes de que ésta hubiese sido justificada por el propio Dios, lo cual era evidentemente un frívolo atentado contra la Lógica, tal como se muestra en el siguiente esquema:
c) La objeción de A. Arnauld.- Efectivamente, como indicó A. Arnauld (1612-1694), Descartes, en su intento de justificar la regla de la evidencia incurrió en un círculo vicioso del que no podía esca¬par sin romper con su propio método y con las reglas de la Lógica, pues pretender demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia y fundamentar a continuación el valor de la regla de la evidencia a partir de Dios era precisamente eso.
En este sentido, en sus objeciones a las Meditaciones Metafísi¬cas, Arnauld había objetado con total claridad:
“Sólo un escrúpulo me resta, y es saber cómo [el señor Des¬cartes] puede pretender no haber cometido círculo vicioso cuando dice que sólo estamos seguros de que son verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamente, en virtud de que Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos eso con toda claridad y distinción; por consiguiente, antes de estar segu¬ros de la existencia de Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos con claridad y distinción” .
La respuesta de Descartes a esta objeción fue decepcionante, como no podía ser de otra manera, pues en lugar de aceptar el valor de esta crítica, se defendió de ella mediante una burda artimaña, diciendo que, por lo que se refería al valor de la evidencia había hecho una distinción…
“entre las cosas que concebimos […] muy claramente, y aquellas que recordamos haber concebido muy claramente en otro tiempo. En efecto, en primer lugar, estamos seguros de que Dios existe, porque atendemos a las razones que nos prueban su existencia; mas tras esto, basta con que nos acordemos de haber concebido claramente una cosa para estar se¬guros de que es cierta: y no bastaría con esto si no supiésemos que Dios existe y no puede engañarnos” ,
…de manera que las verdades actualmente evidentes no requerirían de la garantía divina, mientras que las últimas sí.
Esta respuesta a la objeción de Arnauld era rotunda y absolutamente falta y en contradicción con la práctica totalidad de los textos en que Descartes se refería a esta misma cuestión, en los que defendió constantemente la subordinación permanente a Dios del valor de todas las evidencias con la excepción de la del cogito. El argumento de Descartes para defenderse de la crítica de Arnauld era tan absurdo que, si hubiera tenido algún sentido, todo aquel proceso relacionado con la duda metódica, por el que tanto los co¬nocimientos referidos al mundo sensible como los de carácter matemático quedaban puestos en suspenso mientras su verdad no que¬dase garantizada por la existencia de un Dios veraz que ga¬rantizase el valor de la regla de la evidencia no habría sido sino una simple comedia –como, por otros motivos, parece que lo fue-.
¿Qué sen¬tido tenía la afirmación cartesiana de la autosuficiencia de evidencias como las de las Matemáticas cuando en el Discurso del método había puesto en duda su valor aplicándoles la duda metódica? Conviene in¬sistir por ello en que, como le criticó Arnauld, si Descartes podía dudar del valor de la evidencia mientras no demostrase la existencia de Dios, no podía contar con ninguna base sólida a partir de la cual demostrar tal existencia, pues por muy evidente que fuera tal demostración, siempre podría tratarse de una falsa evidencia provocada, por ejemplo, por el genio maligno.
Además, como puede comprobarse mediante la lectura de las principales obras del pensador francés y como se mostrará a continuación, aunque en las Reglas para la dirección del espíritu había defendido el carácter de verdad absoluta de algunas evidencias como las de carácter matemático, posteriormente defendió de modo insisten¬te la subordinación de toda evidencia y de toda verdad a Dios, hasta el punto de llegar a considerar que el mismo principio de contradicción dependía de la omnipotencia divina .
Por otra parte y en relación con esta cuestión, resulta francamente sorprendente que una objeción tan fundamental como la presentada por Arnauld sólo diera lugar a una respuesta tan escueta como la que le dio Descartes. Parece que el motivo de tan breve respuesta se relaciona con la aparente intención del pensador francés de minimizar su importancia, tratando de que pasara lo más desapercibida posible, precisamente porque era cons¬ciente de que, en cuanto la objeción era correcta, su sistema deductivo quedaba cortado de raíz.
Como prueba en favor de la crítica de Arnauld respecto al valor condicionado de las diversas evidencias, tiene interés mostrar algunos textos en los que Descartes proclama la subordinación a Dios de cualquier verdad y de que en defi¬nitiva las supuestas verdades evidentes sólo tuvieron un valor inde¬pendiente en las Reglas, pero no después, en cuanto Descartes las presentó como dependientes de la divinidad:
c1) Así puede verse, en primer lugar, en el Discurso del método, donde, como ya se ha podido mostrar, había hecho referencia a Dios como garantía de toda evidencia y no sólo de aquellas cuyas razones habían dejado de estar presentes en la conciencia, escribiendo en este sentido:
“si no supiéramos que todo lo que en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas no tendríamos ninguna razón que nos asegurara que tienen la perfección de ser verdade¬ras” .
Es decir, que la claridad y distinción, o sea, la evidencia por sí misma sería insuficiente para estar seguros de nada mientras no se dis¬pusiera del conocimiento de la existencia de un Dios del que tales evidencias dependerían. A partir de esta consideración la objeción que Arnauld le planteó, relacionada con la imposibilidad de alcanzar el conocimiento de ese ser perfecto mientras la verdad de las eviden¬cias que pudieran conducir hasta él no hubiese sido fundamentada por ese mismo ser, era absolutamente clara, indiscutible y conclu¬yente, de manera que el argumento cartesiano constituía un círculo vicioso.
c2) Este círculo vicioso siguió apareciendo en diversos lugares de las Meditaciones Metafísicas, obra en la que se encontraba la objeción de Arnauld y donde el “teólogo” francés, en contradicción con su respuesta a Arnauld, había escrito:
-“la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios”
-“reconozco muy claramente que la certeza y la verdad de toda ciencia depende únicamente del conocimiento del verda¬dero Dios, de modo que antes de conocerlo no podía saber perfectamente ninguna otra cosa” .
-“no niego que un ateo pueda conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos rectos; sólo sostengo que no lo conoce mediante una ciencia verdadera y cierta, pues ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia; y, supuesto que se trata de un ateo, no puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] y no estará nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios” .
En todas estas consideraciones existen diversos atentados contra la Lógica que conviene comentar.
Así el primer texto se encuentra en contradicción con el hecho de que no existe incompatibilidad alguna en ser ateo y considerar evidentes las verdades matemáticas. De hecho el propio autor francés consideró de manera asombrosa y contradictoria en esta misma obra que las evidencias matemáticas eran verdaderas por encima incluso del capricho de un Dios que se empeñase en engañarle, escribiendo en este sentido:
“engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres reunidos hacen más o menos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo” .
Además, en los dos primeros textos citados Descartes se contradice con la serie de ocasiones en que considera que las proposiciones matemáticas son evidentes, y se contradice igualmente con su propia respuesta a Arnauld, en la que le decía que las verdades evidentes valían por sí mismas y que, por ello, podían utilizarse para demostrar la existencia de Dios, a pesar de que el propio pensador francés había proclamado que la regla de la evidencia, por la que podían aceptarse como verdaderos aquellos contenidos que se mostrasen como evidentes, sólo era válida en cuanto la veracidad divina garantizase su valor.
En el tercer texto el “teólogo” francés sorpren¬de nuevamente por la inconsistencia de sus planteamientos, ya que, si deseaba mantener la tesis de que la evidencia tenía un valor absoluto e inde¬pendiente, no podía afirmar que el ateo “no puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] si no reconoce previamente que hay Dios”, pues tal afirmación es contradictoria con el anterior punto de vista y, además, el concepto de evidencia es incompatible con el de cualquier inseguridad o duda respecto a la verdad de aquello que aparece como evidente. Y, por otra parte, aunque existiera la posibilidad de que el creyente en una divinidad veraz pudiera albergar mayor seguridad subjetiva acerca del valor de sus evidencias, eso no demostraría nada en favor de la verdad de tales evidencias.
Este último texto tiene además la particularidad –que aparece también en otros momentos- de que en él se defiende el prejuicio de que sólo puede considerarse como científico el conoci¬miento que sea absolutamente seguro al afirmar que “ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia”. Pero este punto de vista es erróneo, aunque el pensador francés pudo haberlo defendido porque desde Aristóteles la ciencia se había entendido como “conocimiento de lo necesario” y porque su dedicación a una ciencia formal como las Matemáticas, cuyos conocimientos son efectivamente necesarios por ser tautológi¬cos, pudo haber llevado a Descartes a creer que esa misma necesidad era igualmente exigible y podía obtenerse en toda clase de ciencias situando a Dios como garantía de la verdad objetiva de aquellas evidencias subjetivas de forma que condujeran a ese conocimiento necesario.
Y, para finalizar, Descartes, llevado de su frivolidad tan habitual, incurre en una nueva contradicción en los términos en este último texto al afirmar que “un ateo [puede] conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos rectos”, proclamando a continuación que “no lo conoce mediante una ciencia verdadera y cierta”, pues, si en el texto citado se parte del supuesto de que el ateo conoce con claridad, en tal caso su conocimiento debe calificarse como verdadero y, por ello mismo, como científico.
La respuesta cartesiana a esta crítica es la de que, como toda verdad dependería de Dios, la seguridad del ateo podría quedar siempre cuestionada en tanto desconociese o negase la existencia de ese ser de quien procedería toda verdad. Pero esta respuesta es una falacia desde el momento en que en texto anterior Descartes partía del supuesto de que un ateo puede “conocer con claridad”, de manera que en cuanto esto se acepte, no tiene sentido afirmar a continuación que no “conoce mediante una ciencia verdadera y cierta [y que] no estará nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios” , pues en tal caso se estaría rechazando el supuesto aceptado de que el ateo puede “conocer con claridad”.
Pero, además, esta res¬puesta, de carácter teológico, tiene el interés de servir para mostrar, una vez más, la contradicción existente entre este punto de vista y el expresado en la respuesta a Arnauld, a quien le había expresado que el valor de los conocimientos evidentes era independiente de la divinidad y que precisamente por eso a partir de ellos podía demostrar la existencia de Dios.
c3) En un sentido muy similar el “teólogo” francés escribió más adelante:
“dije que los escépticos no habrían dudado acerca de las verdades geométricas si hubiesen conocido a Dios como se debe, porque como estas verdades de la geometría son sumamente claras, no habrían tenido ninguna ocasión de dudar de ellas si hubiesen sabido que todas las que se entienden claramente son verdaderas; pero esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios y esto mismo es un medio que no estaba a su alcance” .
Descartes defiende aquí que “todas las [proposiciones de la Geometría ] que se entienden claramente son verdaderas” en cuanto “esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios”, situando nuevamente a Dios como garante de la verdad de cualquier evidencia, de forma que sin el previo conocimiento de Dios cualquier supuesto conocimiento sería siempre dudoso, incurriendo nuevamente en la contradicción de haberse defendido de la crítica de Arnauld afirmando la existencia de verdades evidentes, con independencia de Dios, y negando ahora que tales evidencias pudieran darse si no estaban garantizadas por la existencia de Dios.
c4) Y finalmente en los Principios de la Filosofía comentó:
“cuando después [la mente] recuerda que aún no sabe si […] ha sido creada de tal naturaleza que se engañe aun en aquellas cosas que le parecen muy evidentes, ve que duda justificada¬mente de ellas y que no puede tener ninguna ciencia cierta antes de haber conocido al autor de su origen” .
En este último texto Descartes incurre de nuevo en la contradicción de afirmar que la mente podría a un mismo tiempo dudar y tener como evidente un determinado contenido, pues la duda y la evidencia son impresiones contradictorias: No se duda de lo que se siente como evidente y no se tiene como evidente aquello de que se duda. Insiste además en que la única forma de conseguir una “ciencia cierta” –que, según el propio pensador, sería la única digna de tal nombre-, es necesario el conocimiento de un Dios, en cuanto éste sería la única garantía de la ver¬dad absoluta de lo que se pudiera intuir como evidente.
Sin embargo y aunque en teoría pudiera ser que la existencia de un “dios veraz” fuera la mejor garantía de la verdad de las propias evidencias, eso no demostraría nada en favor de la existencia de un ser como ése.
Parece que la obsesión cartesiana por situar a Dios como garantía de la verdad de cualquier evidencia era consecuencia de dos motivos:
1º) En primer lugar, de que de un modo más o menos consciente debió de sospechar que la regla de la evidencia no era un criterio seguro para la obtención de conocimiento en cuanto, como ya se ha comentado la evidencia es sólo una impresión, muy variable en cada persona, y por eso pretendió reforzar su valor recurriendo a la divinidad mediante una serie de procesos deductivos inevitablemente incorrectos desde el momento en que partían de premisas “condicionadamente evidentes”, es decir de premisas cuya seguridad dependía de que Dios existiera, por lo que, como indicó Arnauld, pretender demostrar la existencia de Dios mediante tales premisas era incurrir en un círculo vicioso.
El problema principal de Descartes en relación con esta cuestión era que, a diferencia de lo que sucedía en los planteamientos metodológicos de Galileo, como consecuencia de la aplicación de la duda metódica él se había negado el acceso a la experiencia y por ello no podía servirse de un método como el de Galileo.
2º) En segundo lugar, el prejuicio del autor francés en favor de la búsqueda de una “ciencia necesaria” le obsesionó hasta el punto de buscar tal justificación en Dios, sin ser capaz de entender que, como sucede en la actualidad, la ciencia no es un conocimiento de lo necesario ni un conocimiento necesario, sino que se constituye perfectamente a base de aproximaciones que, aunque no representen un reflejo exacto de la realidad, proporcionan un acercamiento progresivo a la comprensión de las leyes por las que se regulan sus manifestaciones, de manera que son los aciertos de los científicos en sus predicciones y experimentos los que sirven para ir asegurando el valor de sus teorías, al margen de que el científico sea ateo o creyente.
d) Textos ambiguos acerca de la correlación entre evidencia y verdad.- Junto a estos textos que demuestran que Arnauld había interpretado de manera acertada la teoría cartesiana respecto al valor condicionado de la evidencia, en las Meditaciones metafísicas aparecen otros en los que Descartes plantea esta cuestión de un modo más ambiguo y que requiere, por ello mismo, de algún comentario:
d1) Dice en el primero:
“engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres reunidos hacen más o menos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo” .
Consideradas de forma aislada, estas palabras podrían conside¬rarse al menos como una prueba de que la defensa cartesiana frente a la objeción de Arnauld se correspondía al menos con lo afirmado en algún texto de las Meditaciones. Sin embargo, además del texto, hay que tener en cuenta el contexto en el que estas considera¬ciones se producen. Por ello, conviene atender a lo que el autor dice antes y después de las palabras citadas. Y así, dice unas líneas antes:
“si después he juzgado que se podía dudar de estas cosas [de las verdades matemáticas], no fue por ninguna otra razón, sino porque se me ocurría que quizá un Dios podía haberme dado una naturaleza tal que me equivocase incluso con res¬pecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande” .
Es decir, esta página de las Meditaciones resulta especialmente llamativa porque en ella Descartes parece estar pensando en voz alta y reflejando los pensamientos contradictorios que le vienen a la mente, tanto los que se relacionan con la idea de que cualquier ver¬dad estaría subordinada a Dios como los que se relacionan con la idea de que habría verdades absolutas e independientes de la omni¬potencia divina. Pero, a continuación de los textos anteriores, Descartes pre¬senta una aparente solución a tal contradicción, según la cual:
“puesto que no tengo ninguna razón para creer que existe algún Dios engañador, e incluso que no he considerado aún las que prueban que existe un Dios, la razón para dudar [de la verdad de las evidencias antes afirmadas] es bien ligera […] Pero para poder eliminarla por completo debo examinar […] si existe un Dios; y si encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engañador; pues, sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa alguna” .
Es decir, que a pesar de haber afirmado en el primer texto como verdaderas las evidencias de carácter matemático –además de la del cogito y la de la imposibilidad de que lo que ha sucedido no haya su¬cedido-, ahora, al reconocer que debe “examinar […] si existe un Dios” y “examinar también si puede ser engañador” –ya que sin el conocimiento de esas dos verdades no ve “que pueda estar jamás seguro de cosa alguna”-, eso le lleva finalmente a negar que tales intui¬ciones tengan un valor absoluto, supeditando éste al de la existencia de un Dios veraz. Pero, de forma inexorable, Descartes incurre de nuevo en el círculo vicioso que le objetó Arnauld, pues, si no podía estar seguro de nada hasta que demostrase la existencia de Dios, no podía contar con ningún fundamento sólido para demostrar su existencia.
d2) A continuación hay otros textos en los que se plantea nuevamente la misma cuestión con cierta ambigüedad, pero que finalmente, igual que en caso anterior, se resuelven en favor de la subordi-nación del valor de cualquier evidencia a la omnipotencia y a la ve¬racidad de Dios.
–En el primero se dice:
“aunque sea de tal naturaleza que, tan pronto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, puesto que soy también de tal naturaleza que no puedo mantener el espíritu siempre fijo en una misma cosa y que a menudo me acuerdo de haber juzgado una cosa como verdadera, cuando dejo de considerar las razones que me han obligado a juzgarla así, puede suceder en el intervalo que se me presenten otras razones que me hagan cambiar fácilmente de opinión, si ignorara que hay un Dios. Y así jamás poseería una ciencia verdadera y cierta de nada, sino solamente opiniones vagas e inconstantes” .
Conviene llamar la atención acerca de que en este texto Descartes no afirma que en cuanto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente sea verdadera, sino sólo que no puede dejar de creerla verda¬dera, pero que sólo el conocimiento de la existencia de un Dios veraz puede proporcionarle la seguridad de que lo es, pues, como señala en otros lugares, si hubiera sido producido por la naturaleza y no por un dios veraz, no podría estar seguro acerca de la correspondencia de las propias evidencias con la verdad. Sin embargo, Descartes se olvida aquí de las ocasio¬nes en que había reconocido que en el pasado había tenido ciertas evidencias que posteriormente comprendió que eran falsas y de que la supuesta existencia de Dios no le había servido de garantía –a él ni a nadie- respecto a la verdad de aquellas falsas evidencias.
Por otra parte, tiene especial interés señalar que la respuesta cartesiana a la objeción de Arnauld se basó en una consideración de esta clase: Para salir del apuro que suponía la objeción de Arnauld a Descartes no se le ocurrió otra cosa que decir que las evidencias demostradas eran independientes de Dios y que Dios era sólo la garantía de la verdad de las “evidencias olvidadas”, es decir, de aquellas evidencias cuyo proceso deductivo no se encontrase actualmente presente en la propia mente, de manera que esa garantía divina serviría para no tener que estar demostrando continuamente la serie de evidencias cuyo proceso deductivo se hubiera olvidado.
Pero evidentemente esta respuesta fue una simple argucia lamentable en que Descartes tuvo que caer en cuanto su egolatría era incompatible con la admisión de su error tan frívolo.
–En el texto que sigue Descartes incurre en los mismos errores, afirmando de modo explícito que sabe que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos mientras está atento a la demostración, pero que nuevamente necesita saber que Dios existe para estar seguro de aquella verdad en cuanto, si hubiera siso creado por la naturaleza, no podría estar seguro de que sus “evidencias olvidadas” fueran verdaderas:
“cuando considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, puesto que estoy versado en geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por menos de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido claramente, no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios. Pues puedo convencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal manera que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con más evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas” .
Sin embargo y como se acaba de decir, el texto citado es contradictorio porque, mientras al principio afirma:
“sé con evidencia, puesto que estoy versado en geometría, que [los] tres ángulos [de un triángulo] valen dos rectos”,
considera después que
“no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios”,
y, al igual que en otras ocasiones, incurre en la contradicción de considerar que la evidencia y la duda sean conceptos compatibles.
Conviene recordar, además, en contra de esta tesis en favor de la existencia de evidencias independientes de Dios, la serie de ocasiones en que a propósito de las verdades matemáticas, a propósito de la verdad del principio de contradicción y a propósito de toda verdad, Descartes, teniendo en cuenta la omnipotencia divina, proclama que todas ellas son verdades no por su propia consistencia sino sólo porque Dios así lo ha querido, pues la omnipotencia y la voluntad divina son el fundamento absoluto de todo valor y de toda verdad. Y, además, Descartes incurre en una nueva contradicción cuando considera que Dios debe ser veraz, considerando la veracidad como un valor en sí misma, con independencia de la omnipotencia divina.
Precisamente como consecuencia de tal omnipotencia divina, que podría conducirle a engañar siempre que lo quisiera, el creyente tendría mayores motivos para desconfiar de la verdad de sus evidencias que el ateo, en cuanto fuera consciente de que su dios omnipotente podría sugerirle evidencias a las que no les correspondiera verdad alguna, mientras que el ateo contaría con principios lógicos como el de contradicción para las Matemáticas y el con¬tacto con la experiencia para confirmar o falsar sus teorías acerca de la realidad empírica. Descartes no parece darse cuenta de que la cer¬teza, en cuanto sea posible en las ciencias empíricas, viene propor¬cionada por la aplicación de la metodología científica, que es la clave para el establecimiento, el mantenimiento o la sustitución de cual¬quier hipótesis o teoría en cuanto sea coherente con la experiencia. Igualmente, el pensador francés hubiera podido recordar que la apli¬cación de la cuarta regla de su método servía precisamente para con-seguir que los resultados obtenidos en una investigación pudieran ser más seguros, sin necesidad de recurrir al argumento mágico de una divinidad necesariamente veraz.
Por otra parte, hay que insistir en que la mayor o menor seguri¬dad de cualquier científico acerca del valor de sus teorías no tiene nada que ver con sus creencias o incredulidades religiosas, sino con los resultados del uso de una metodología adecuada que le permita confirmar o desmentir cualquier teoría en cualquier momento. Y, por cierto, tiene interés también recordar que no han sido las creencias religiosas las que abrieron el camino de la ciencia, sino que, por el contrario, fue precisamente la creencia en el dios católico y en las “verdades bíblicas” lo que condujo al mantenimiento a sangre y fuego de teorías erró¬neas como el geocentrismo, y a la condena de pensadores y científi¬cos como Bruno y Galileo por haber defendido el heliocen¬trismo, y fue esa misma creencia religiosa la que de manera asom¬brosa ha seguido siendo un obstáculo absurdo para la aceptación del evolucionismo defendido por Darwin.
En definitiva, la tesis cartesiana según la cual el ateo no podría tener más que opiniones, en cuanto no contase con la garantía de Dios en apoyo de sus eviden¬cias, además de ser absurda, parece un intento más del “teólogo” francés por ganarse los favores de la jerarquía católica al haber situado al dios católico en la cúspide de su sistema y como garantía del valor de su método. Una visión tan teológica de la realidad debía de ser bien vista por la jerarquía católica y debía de potenciar el prestigio de Descartes como adalid del catolicismo.
Pero lo más lamentable de todo no fue la absurda utilización que Descartes hizo de Dios, considerándolo como garante de las verdades evidentes en general y de las evidencias olvidadas, sino el hecho de que hubiese criticado la objeción de Arnauld mediante este argumento y mediante la complementaria y novedosa doctrina, incompatible con las defendidas en esta misma obra, según la cual las evidencias actuales eran verdaderas por sí mismas, pasando por alto la serie de textos a los que se ha hecho referencia, en los cuales el francés insistió en la idea de que Dios era la fuente y el fundamento de toda verdad, tal como le dijo a su amigo Mersenne.
En definitiva, como resultado de su frivolidad Descartes había incurrido en un círculo vicioso, Arnauld lo había criticado acertadamente y el pensador francés, como consecuencia de su orgullo aparentó haber olvidado su doctrina esencial acerca de la evidencia, según la cual sólo un dios veraz podía garantizar su valor, y dejó de lado, sin explicación de ninguna clase, su hipótesis acerca de la existencia de un genio maligno o de una divinidad embaucadora que determinasen que las evidencias fueran falsas. De manera asombrosamente frívola y contradictoria pretendió defenderse de la objeción de Arnauld pro¬clamando en esta ocasión que las evidencias eran verdaderas por sí mismas y que era Arnauld quien se había equivocado en la compren¬sión de esta cuestión. Resultaba especialmente lamentable que, para defenderse de una crítica justa, lo hiciera afirmando que Arnauld no le había entendido bien respecto al valor de las verdades evidentes, en lugar de aceptar que, aunque había concedido a Dios el papel de avalista de “evidencias olvidadas” –lo cual, por cierto, no tenía ningún sentido-, su papel primordial era el de garantizar el valor de cualquier evidencia.
e) Crítica a la respuesta cartesiana.- Es difícil creer que Des¬cartes no fuera consciente de que su respuesta era incongruente, pero, al parecer, su orgullo le impidió aceptar la crítica de Arnauld y, en consecuencia, parece que, para que su incoherencia pasara desapercibida, lo que hizo fue afirmar que éste había interpretado erróneamente el sentido que él daba a la evidencia, alegando que él no había negado que ésta tuviera valor por sí misma sino sólo que lo tuviera en aquellos momentos en que sólo se conservaba el recuerdo de haberla tenido, pero sin recordar las razones que habían conducido a ella, de manera que en esos casos Dios sería la garantía de su valor, y, por ello, en cuanto las evidencias actualmente presentes a la conciencia tenían valor por sí mismas, podían ser utilizadas para demos¬trar la existencia de Dios.
Pero, después de haber examinado esta serie de textos relacionados con el valor que Descartes concedió a la evidencia, parece claro que su actitud ante la crítica de Arnauld no fue nada veraz en cuanto, como se ha podido comprobar, los textos del Discurso del método, los de las Meditaciones metafísicas e incluso los de los Principios de la Filosofía defendieron de un modo claro la subordinación a Dios del valor de cualquier evidencia, con la única excepción, si acaso, de uno de los textos citados, en el que, de modo contradictorio con los otros, considera que las evidencias matemáticas serían verdaderas por sí mismas. Y, por ello mismo, es del todo comprensible que Ar¬nauld, conocedor del valor relativo que Descartes había concedido a la evidencia en el Discurso del método y en las Meditaciones metafí¬sicas, desconociese que en esta última obra Descartes, a la vez que seguía afirmando el anterior valor condicionado de la evidencia, hubiese introducido –posiblemente para defenderse de críticas como la de Arnauld - un sentido nuevo de dicho concepto, defendiendo –al menos en una ocasión- que las verdades evidentes eran verdaderas por ellas mismas y con independencia de Dios, y concediendo a Dios sólo el papel secundario de garante de la verdad de las “evidencias olvidadas”, es decir de aquellas verdades cuya explicación evidente no se encontraba actualmente presente en la propia conciencia.
De este modo parecía que aquel círculo vicioso quedaba supe¬rado, en cuanto desde una evidencia válida por sí misma, Descartes podía intentar demostrar la existencia de Dios, dejando para el mismo Dios el papel secundario de garantizar a posteriori el valor de las evidencias, papel innecesario, por cierto, en cuanto, como el pro¬pio pensador ya había tenido en cuenta en su cuarta regla, siempre eran posibles nuevas revisiones y enumeraciones de las razones que confirmaban el valor de aquellos conocimientos cuya evidencia no fuera patente en un determinado momento, o siempre era posible también, como sucedía en las ciencias experimentales, en la Lógica o en las Matemáticas, realizar una nueva demostración o un experi¬mento que confirmase el valor de las evidencias olvidadas en favor de una determinada deducción o de una determinada ley científica.
Arnauld hubiera podido replicar a Descartes con estas consideraciones, pero es posible que juzgase más prudente no entrar en discusiones con una persona tan dogmática y pendenciera como lo era el pensador francés. Además, en el año 1641, en el que se publicaron las Meditaciones metafísicas, Descartes cumplía 45 años, mientras que Arnauld sólo cumplía 29, de manera que el respeto al prestigio de Descartes así como la llamativa amabilidad con que éste le había tratado en su respuesta incluida en las Meditaciones metafísicas pu¬dieron influir en que Arnauld no se atreviera a replicarle nuevamente.
En definitiva y por todo lo expuesto, la respuesta de Descartes a la objeción de Arnauld representa un falseamiento chapucero de su propia doctrina en cuanto efectivamente, como acaba de mostrarse, él había comprendido que, mientras no se descartase la posibilidad de la existencia de un genio maligno o de una divinidad engañosa que provocase la existencia de las diversas aunque falsas evidencias, y mientras no se demostrase la existencia de un Dios veraz, que sir¬viera de garantía del valor de cualquier evidencia, más allá de la ver¬dad del cogito no podía avanzar un sólo paso en el conocimiento. Y, por cierto, resulta especialmente sintomático de que Descartes llegó a ser consciente del callejón sin salida en que se había introdu¬cido el hecho de que en su obra posterior, los Principios de la Filo¬sofía, síntesis última de su pensamiento, el genio maligno dejase de aparecer, sin que, al igual que sucedía en otras cuestiones, el pensa¬dor francés se tomase la molestia de explicar los motivos de su au¬sencia, al margen de que cualquiera puede sospechar, con muchas probabilidades de acertar, que el “teólogo” francés había compren¬dido que aquella hipótesis convertía en imposible la tarea de es¬capar del solipsismo.
g) Finalmente, Descartes no comprendió –o no se atrevió a aceptar- que el dios católico podía ser infinitamente más engañador que el genio maligno, por lo que no tenía sentido tratar de fundamentar en él la regla de la evidencia ni confiar en que la verdad de cualquier evidencia dependiera de él. Por lo que se refiere a ese dios, en el pensamiento teológico tradicional había una contradicción interna que en apariencia podía servir para negar que pudiera ser engañador, pero que en realidad sólo servía para afirmarlo: Por su omnipoten¬cia, podía ser engañador; por su veracidad y bondad, no. Si no se tenía en cuenta su omnipotencia, entonces se podía llegar a juzgar que la idea de que Dios fuera la causa de falsas evidencias o de cual¬quier mentira era un sacrilegio, y de esto fue de lo que Voetius, rec¬tor de la universidad de Utrecht, J. Trigland, profesor de teología de Leyden, y otros teólogos protestantes acusaron a Descartes, a pesar de que él negó haber defendido tal idea. Sin embargo, según se ha mostrado en citas anteriores, aunque Descartes afirmó en algún caso tal posibilidad, en general la negó, quizá por el temor a las represalias de la jerarquía católica ante una aparente herejía tan grave, pero especialmente porque para que su sistema tuviera cierta coherencia, necesitaba contar con un dios veraz.
Así, en el texto que se cita a continuación, Descartes admite claramente la posibilidad de que Dios sea la causa de que pueda equivocarse y en este sentido, escribe:
“hace mucho que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora bien, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con mayor certidumbre, puede ser que él [= Dios] haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aún más fácil que esto. Pero puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado de esta manera, pues es soberanamente bueno. Con todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho tal que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permite” .
Pero, a continuación y de forma categórica, aunque sin argumentar ni decir nada en contra de sus anteriores reflexiones y llegando en otro momento a recriminar a Voetius por haberle acusado de la afirma¬ción de que Dios pudiera engañar, rechaza tal posibilidad a partir de la consideración contradictoria de que la veracidad es un aspecto de la perfección divina.
El texto cartesiano citado más arriba es en cierto modo equívoco, pues al principio dice que “puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque”, es decir, que no existiría contra-dicción alguna en la idea de un Dios engañador; pero luego añade que “puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado, pues es soberanamente bueno” y con ese “puede ser” está reconociendo la posibilidad, aunque no la necesidad, de que Dios no engañe, sin ver en ninguna de ambas alternativas contradicción alguna con la esencia divina. Sin embargo, cuando afirma que la bondad de Dios es incompatible con el engaño, incurre en una contradicción tanto con el texto en el que dice “puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque”, como también con su anterior defensa absoluta de la omnipotencia divina, según la cual no puede aceptarse que existan valores por encima de su voluntad, de manera que el hecho de que Dios sea veraz o no, no dependería de que la veracidad fuera un valor en sí misma al que debiera someterse la actuación divina, ya que, en cuanto la acción de Dios quedase sometida a supuestos valores independientes de su voluntad, no sería omnipotente, tal como reconoce el “teólogo” francés en las Meditaciones metafísicas:
“Cuando se considera con atención la inmensidad de Dios, se ve con evidencia que no puede haber nada que no dependa de Él; y no sólo todo lo que subsiste, sino todo orden, ley o criterio de bondad y verdad, de Él dependen […] Pues si algún criterio de bondad hubiera precedido a su preordenación, le hubiese determinado, entonces, a hacer lo mejor. Mas sucede al contrario: que, como se ha determinado a hacer las cosas que hay en el mundo, por esa razón […] son muy buenas: es decir, que la razón de que sean buenas depende de que las ha querido así. […] Así, no hay por qué pensar que las verdades eternas dependen del entendimiento humano, o de la existencia de las cosas, sino tan sólo de la voluntad de Dios que, como supremo legislador, las ha ordenado y establecido desde toda la eternidad” .
En consecuencia, nuevamente hay que insistir en que la doc¬trina cartesiana acerca del valor de cualquier verdad es la de que to¬das ellas dependen de Dios hasta el punto de que sin él no habría forma de escapar de la duda. Pero además, desde la consideración de que por su omnipotencia ese dios podría ser engañador, su existencia no sería nin¬guna garantía en favor de que las evidencias que uno tuviera se corres¬pondieran con auténticas verdades, sino que, por el contrario, el su¬puesto dios católico hubiera podido ser causa de los errores humanos sin que tal actitud hubiera implicado defecto alguno en su ser, de manera que
“hubiera podido hacer, desde toda la eternidad, que dos por cuatro no fuesen ocho” .
Sin embargo y a fin de evitarse problemas con la jerarquía católica, cuando en Los principios de la Filosofía juzgó que había demostrado la existencia de Dios, dijo igualmente, de un modo sospechosamente servil y acorde con las doctrinas de la Iglesia Católica pero contradictorio con su anterior afirmación, según la cual
“la razón de que [las cosas] sean buenas depende de que [Dios] las ha querido así” ,
que en la idea innata que tenía de Dios veía
“que es eterno, omnisciente, omnipotente, fuente de toda bon¬dad y verdad, creador de todas las cosas […]” ,
y que
“la luz natural nos enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto .
sin detenerse a pensar que, desde el momento en que consideró que Dios era omnipotente, dejaba de tener sentido cualquier referencia a una supuesta veracidad como un valor en sí mismo al que Dios debiera someterse, en cuanto todo valor dependía de su voluntad omnipotente, y en cuanto el hecho de que Dios debiera ser nece¬sariamente veraz representaría un límite a su teórica omnipotencia. Pero Descartes, sometiéndose a la doctrina más ortodoxa de la teo¬logía católica y sin preocuparse por su frívola contradicción, volvió a defender que
“el primero de sus atributos que parece que ha de ser conside¬rado aquí consiste en que [Dios] es veracísimo y la fuente de toda luz, de tal modo que repugna en absoluto que nos engañe” .
Pero, como ya se ha dicho, la afirmación de que “repugna en absoluto que nos engañe” es contradictoria con la simultánea afirmación de la omnipotencia divina, proclamada igualmente por Descar¬tes. Ésta debía situar a Dios por encima de cualquier valor moral que fuera anterior a las decisiones de su voluntad, pues todo valor dependía de ella, por lo que, en consecuencia, habría podido engañar, si así lo hubiera querido, sin que tal engaño hubiese implicado la existencia en él de imperfección alguna.
3.4. Francisco Sánchez, “despertador de Descartes”
En relación con los antecedentes que muy probablemente influyeron en la búsqueda y en la elaboración por parte de Descartes de un método para la elaboración de una Filosofía –o de una Ciencia- bien fundamentada, tiene especial interés hacer referencia a Francisco Sánchez (1551-1623), médico español –o portugués- que fue profesor en la universidad de Toulouse, que escribió en primera persona, como después el propio Descartes, y con alguna frase que tanto por su tono como por su contenido, en el que se hace referencia a la duda metódica universal, lleva de modo natural a recordar otra que después escribiría el filósofo francés, pues efectivamente Francisco Sánchez escribió en 1.580: “Entonces me encerré dentro de mí mismo, y poniéndolo todo en duda y en suspenso, como si nadie en el mundo hubiese dicho jamás nada, empecé a examinar las cosas en sí mismas, que es la única manera de saber algo” . Por su parte, en el Discurso del método Descartes dijo:
“después que hube empleado algunos años en estudiar así el libro del mundo y en tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en elegir los caminos que debía seguir”
La semejanza del punto de vista de Sánchez con el de Descartes consiste en que ambos consideran que deben distanciarse de las opiniones mal fundamentadas y ambos pensaron que era necesario partir de una duda universal para reconstruir el conocimiento en la medida en que fuera posible. La diferencia entre ellos consiste en que Descartes llevó la duda hasta un nivel tan extremo que se quedó atrapado en la propia subjetividad y luego le resultó imposible escapar de ella sin cometer diversos atentados contra la Lógica. Sin embargo, Sánchez, sin la exagerada osadía de Descartes, se conformaba con dejar de lado el lastre de las diversas opiniones para “examinar las cosas en sí mismas”, que recuerda el lema de la Fenomenología “zu den Sachen selbst!” –¡a las cosas mismas!- y que sugiere una clara tendencia a estudiar los diversos fenómenos desde una perspectiva empírica, a diferencia del camino seguido por Descartes, consistente en partir de la propia subjetividad para deducir a partir de ella el conjunto de la realidad.
Pero, al margen de estas semejanzas y diferencias entre estos textos, cualquiera puede observar las curiosas semejanzas entre los puntos de vista de ambos pensadores, pues existieron otras similitudes especialmente llamativas en las ideas de ambos pensadores, ya que tanto uno como otro
1) consideraron que debían encerrarse dentro de sí mismos y debían ponerlo todo en duda como único camino para llegar a “saber algo”,
2) manifestaron su deseo de construir una nueva ciencia más segura, y
3) tomaron conciencia de la necesidad de encontrar un nuevo método basado en la razón para conseguir este fin .
Sin embargo, Descartes en ningún momento mencionó al filósofo español, como si no hubiera conocido su obra, lo cual habría sido bastante extraño si se tienen en cuenta las llamativas coinciden¬cias entre ambos pensadores, el hecho de que el español ejerció como profesor en la universidad francesa de Toulouse y el hecho de que el pensador francés no mencionaba casi nunca las fuentes en las que de algún modo pudo haberse inspirado. Por ello, la semejanza entre el programa de Francisco Sánchez y su desarrollo en la obra de Descartes llevan a pensar que tal coincidencia no fue una simple casualidad sino que en realidad hubo una auténtica influencia del español sobre el francés, al margen de que éste no tuviera espe¬cial interés en mencionarla. Quizá pensó que referirse a los escritos de Sánchez redactados en primera persona y manifestando la necesi¬dad de dudar de todo y de buscar un método racional para avanzar en el descubrimiento de la verdad podía arrebatarle ante los demás la “originalidad” de sus ideas, lo cual no habría sido muy coherente con su vanidad . Por otra parte, en la obra de Sánchez había una crítica a algunos aspectos del catolicismo y eso pudo contribuir a que Descartes considerase más prudente que no se le relacionase con él.







4. LA EXISTENCIA DEL DIOS DEL CRISTIANISMO
Como ya se ha dicho, el papel que jugó la regla de la evidencia como punto de partida para demostrar la existencia del dios católico y la utilización posterior de tal supuesta realidad para justificar el valor de la regla de la evidencia determinó que Descartes incurriese en un círculo vicioso que fue incapaz de reconocer porque su interés en recuperar el valor de los conocimientos sometidos a la duda metódica fue un objetivo esencial que le impidió tomar conciencia de la imposibilidad de escapar desde aquellas bases más allá de la propia subjetividad. Por ello, a partir de la consideración según la cual era necesario fundamentar el valor de la regla de la evidencia para asegurar el valor de cualquier supuesto conocimiento, y a partir de la consideración errónea de que sólo el dios católico podía proporcionar tal garantía, la consecuencia inevitable fue la de la imposibilidad de librarse del solipsismo, en cuanto la demostración de la existencia de tal divinidad que¬daba imposibilitada desde el momento en que la regla de la eviden¬cia, única herramienta para lograr tal demostración, sólo podía utili¬zarse con éxito a partir del momento en que ese dios, cuya existencia había que demostrar, hubiera garantizado su valor.
No obstante y aun pasando por alto esta imposibilidad, explicada posteriormente de manera especial por Hume y por Kant, la utilización cartesiana de la regla de la evidencia para intentar tal demostración fue realmente desafortunada como consecuencia de haber empleado unos argumentos que, además de estar radicalmente alejados de la evidencia, en ocasiones sólo hubieran podido servir para demostrar lo contrario de lo que el filósofo francés se propuso.
Y así, por lo que se refiere a esta problemática, Descartes no contaba con otro apoyo que el proporcionado por su primera proposición considerada como verdadera, “pienso, luego existo”, junto con de la regla de la evidencia, aunque utilizándola de manera ilegítima según las propias exigencias cartesianas, en cuanto ésta no había quedado fundamentada de acuerdo con las requerimientos metodológicos del pensador francés.
Esa primera verdad del cogito le condujo a definirse como “una cosa que piensa”, esto es, como un ser que tenía ideas. Respecto a tales ideas, señaló que existían diferencias entre ellas respecto al modo de presentarse: Unas eran innatas, en cuanto las encontraba en sí mismo; otras debía considerarlas adventicias, en cuanto parecían proceder de algo distinto del propio ser; y finalmente las llamadas facticias las construía él mismo combinando distintas ideas.
En cuanto la afirmación de la existencia de una realidad externa había quedado en suspenso por la aplicación de la duda metódica, Descartes sólo contaba con esa serie de ideas como base para intentar de-mostrar la existencia del dios de la iglesia católica. Con este fin utilizó diversos argumentos, ninguno de los cuales podía ser concluyente porque, al margen de la imposibilidad intrínseca para el logro de tal objetivo, los planteamientos cartesianos contribuyeron todavía más si cabe a reforzar el carácter quimérico de tal hazaña.
1) Así en las Meditaciones Metafísicas utilizó un argumento similar al tipo de los empleados por Tomás de Aquino, quien, partiendo del movimiento, de la causalidad o de la contingencia, consi¬deraba que en el conjunto de seres movidos, causados o contingentes no era posible remontarse al infinito sino que era necesario suponer la existencia de un primer motor inmóvil, una primera causa incau¬sada o un ser necesario que explicasen respectivamente la existencia de realidades movidas, causadas o contingentes. Ahora bien, como Descartes no podía contar para sus argumentaciones con el punto de partida de la realidad externa, en cuanto su existencia había quedado puesta entre paréntesis como consecuencia de la aplicación de la duda metódica a los conocimientos sensibles, sólo le quedaban las ideas existentes en la “res cogitans”. Y así, utilizando un procedi¬miento similar al de Tomás de Aquino pero referido exclusivamente a tales ideas, estimó en primer lugar que éstas debían estar cau¬salmente relacionadas de tal modo que había de existir una idea primera de la que las demás dependían, y, en segundo lugar, que la causa de dicha idea primera debía ser una realidad correspondiente a dicha idea, en la que existiría realmente la perfección que en las ideas sólo estaba por “representación”:
“Y aunque pueda suceder que una idea dé origen a otra idea, esto, sin embargo, no puede continuar al infinito, sino que es necesario llegar por fin a una idea primera, cuya causa sea como un patrón o un original, en la que se halle contenida formal y efectivamente toda la realidad o perfección que se encuentra sólo objetivamente o por representación en estas ideas”
Este argumento casi parecía una burla a causa de su superficialidad, pues, en primer lugar, partía de la falsa premisa de que las ideas estuvieran causalmente enlazadas entre sí de forma que la intuición de una debiera conducir necesariamente hasta otra anterior y así hasta llegar a una primera idea de la que las demás dependerían, lo cual resulta realmente llamativo si se tiene en cuenta que nadie más ha hablado de la existencia de una cadena causal de ideas que conducirían a una primera idea que sería el origen de las demás. Todos tenemos ideas que aparecen de acuerdo con diversas leyes del psiquismo humano, pero a nadie se le ocurre que exista una relación de causalidad entre una idea y cualquier otra, a no ser que se está haciendo referencia a las leyes de asociación de ideas, que no son leyes de las ideas sino leyes de carácter psíquico. En segundo lugar, porque el hecho de que considere que la causa de esa idea primera deba ser una realidad que posea en sí la perfección existente en ella por representación es una burda falacia, pues si Descartes había puesto en duda la existencia de un mundo externo relacionado y causa de las sensaciones, parecía al menos igual de lógico que se abstuviese de considerar que cualquiera de las ideas tuviera un origen que estuviera más allá de la propia subjetividad. Además, podría haber comprendido que nadie se encuentra en posesión de una “idea primera”, identificada con el dios cristiano o con una “sustancia infi¬nita”, por más que posea conceptos confusos de series infinitas, como la de los números naturales o la del espacio de la geometría euclídea entendido como infinito.
2) Desde otra perspectiva y partiendo nuevamente de las ideas, Descartes indicó que entre las ideas innatas había una que tenía un carácter muy especial cuando se la comparaba con el carácter limi¬tado del propio ser. Se trataba de la idea de dios –del dios cristiano-, y, en el Discurso del Método señala que, en cuanto yo era un ser que dudaba y en cuanto por ello
“mi ser no era completamente perfecto, pues veía claramente que conocer era una perfección superior a dudar, quise inda¬gar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese, en efecto, más perfecta” .
Igual que el anterior y que el siguiente y que todos los argu¬mentos empleados, éste era también asombrosamente pobre, frívolo y contradictorio, especialmente si se tenía en cuenta el rigor em¬pleado por Descartes a la hora de aplicar la duda metódica con aquel rigor que le llevó a dejar en sus pensó el valor de las verdades matemáticas. Cuando escribe “quise indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo” parece no querer entender que del mismo modo que se puede crear el concepto de “Superman” sin tener capacidad que la de una fantasía simplemente normal por el mismo procedimiento se puede crear el concepto de un ser como aquel al que hace referencia el dios del cristianismo. Pero además se trata de una demostración contradictoria en cuanto el reconoci¬miento de que “mi ser no era completamente perfecto” no podía con¬ducir a la conclusión de la existencia de un “ser perfecto”, pues del mismo modo que “el obrar sigue al ser”, un ser perfecto no crearía seres imperfectos. Simplemente no crearía, precisamente por ser per¬fecto, por tenerlo todo y por no faltarle nada.
3) A continuación y como un nuevo argumento Descartes in¬dica que, si él hubiera sido causa de sí mismo, se habría dado las perfecciones que conocía y que estaban contenidas en la idea de dios, y que, por ello, era evidente que había debido crearle un ser que tuviera todas las perfecciones cuya simple idea él poseía, pues
“si hubiese estado solo e independiente de cualquier otro de tal manera que procediese de mí mismo todo lo poco en que participaba del ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo, por la misma razón, todo lo demás que sabía que me faltaba y así ser yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnis¬ciente, todopoderoso y en fin tener todas las perfecciones que podía advertir en Dios” .
Pero al utilizar este argumento Descartes incurrió en el mismo error existente en el anterior al no darse cuenta de que con tal planteamiento estaba afirmando que el amor de ese dios hacia él, a pesar de ser supuestamente infinito, era inferior al que él mismo se tenía, en cuanto ese ser le había dotado de una naturaleza muy inferior res¬pecto a la que él mismo se habría dado si hubiera podido hacerlo, pues se habría dotado de todas las perfecciones que conocía y no se habría conformado con su simple conocimiento.
De nuevo y frente a esta “demostración”, tan fácilmente alcanzada, resulta sorprendente comprobar la frivolidad con que Descartes llega a considerar “evidente” un argumento tan absurdo, pues, partiendo de los datos de su argumentación, más bien debería haber concluido en un resultado totalmente contrario, ya que la propia imperfección sería una prueba en contra de la existencia de dios como ser perfecto, pues, de acuerdo con el adagio “operari sequitur esse”, las obras de ese supuesto dios, en cuanto ser perfecto, deberían haber sido perfectas, y, por ello, si su omnipotencia le permitía crear lo que quisiera y su bondad le impulsaba a conceder todas las perfecciones posibles a lo creado, ese dios no habría actuado de acuerdo con su supuesta bondad y poder infinitos al haberle creado de un modo tan imperfecto; y, por ello, la propia existencia del pensador francés, que conocía perfecciones que no tenía, constituía una clara demostración de la inexistencia de aquel supuesto ser perfecto meramente pensado al que se refería con la palabra “dios”.
Conviene recordar a este respecto que una de las críticas de Hume al argumento físico-teleológico de Tomás de Aquino se ba¬saba precisamente en el hecho de que la consideración del mundo, como imperfecto y limitado que era, no permitía concluir de manera válida en la necesidad de una causa perfecta e infinita, como lo sería el dios cristiano, sino, en el mejor de los casos, imperfecta y limitada como el propio mundo.
Parece que en algún momento Descartes llegó a ser consciente de esta dificultad y parece igualmente que trató de resolverla mediante un argumento realmente insostenible. En efecto, en las Meditaciones metafísicas había escrito:
“habría sido mucho más perfecto de lo que soy si Dios me hubiese creado de modo que no me equivocara jamás” ,
pero a continuación y como justificación la actuación de Dios, aparentemente incompatible al menos con su omnipotencia e infinita bondad, se atreve a escribir:
“Pero no por eso puedo negar que en cierto modo el que algunas de las partes de todo el Universo no estén exentas de de¬fectos es una perfección mucho mayor que si todas fueran iguales” .
El absurdo de esta justificación de la actuación divina a la hora de considerar que el Universo sea más perfecto con imperfecciones que sin ella se advierte muy sencillamente si alguien tratase de aplicar esta misma justificación a la propia esencia divina: ¿Aceptarían los teólogos católicos la doctrina de que Dios, además de poseer perfec¬ciones, posee imperfecciones porque de ese modo es más perfecto? Por otra parte, esta doctrina no era del todo nueva, pues en la antigüedad griega ya Heráclito había escrito que “la armonía oculta es superior a la manifiesta”, refiriéndose con esas palabras a la pro¬pia realidad del Universo entendido de un modo panteísta como rea¬lidad divina que tendría toda una serie de aspectos diversos y contra¬puestos. Que Heráclito hablase en esos términos del Universo-Dios tenía sentido en cuanto no pretendía hablar de otra cosa que de aque¬lla Naturaleza que se le ofrecía mediante la experiencia. Pero que Descartes aplicase esa misma consideración a la realidad del Uni¬verso, supuestamente creado por el dios cristiano, no tenía ningún sentido lógico, aunque sí el de escapar a la persecución de la jerarquía católica como se le hubiera ocurrido decir que la bondad o la omnipotencia divina eran limitadas en cuanto su creación tenía im¬perfecciones, como en especial la del sufrimiento que rodea la vida del ser humano y la de la gran mayoría de los seres vivos: ¿Tenía algún sentido la afirmación de que el Universo fuera más perfecto con sus imperfecciones que sin ellas? ¿Tiene algún sentido, más allá del sadismo, considerar que la humanidad es más perfecta con la enorme dosis de sufrimiento que contiene por las enfermedades, por el hambre, por la conformación biológica de los seres vivos que se alimentan de otros seres vivos a quienes causan sufrimientos absur¬dos que si no existieran toda esa serie de aspectos negativos? ¿O acaso la omnipotencia divina no llegaba tan lejos como para crear un mundo sin dolor? Descartes en ningún momento llega a plante¬arse estas consideraciones, aunque tuvo el atrevimiento de afirmar la absurda idea de que el hecho de
“que algunas de las partes de todo el Universo no estén exen¬tas de defectos es una perfección mucho mayor que si todas fueran iguales”,
afirmación insensata y frívola que, desde luego, no encajaba para nada con su aparente exigencia de rigor, de claridad y distinción, a la hora de aceptar cualquier supuesta verdad y que tendría idéntica justificación que la de quien afirmase que la suma de lo que tiene y de lo que debe le hace más rico que si no tuviera deudas.
De este modo Descartes pretendía solucionar el problema de la incompatibilidad entre la perfección divina y la “aparente” imperfección del Universo, que se muestra de manera especialmente clara en la existencia del sufrimiento. No obstante, parece sintomático de cierta inseguridad el hecho de que al final del párrafo citado Descartes escribiera el término “semblables” , como si no se hubiera atrevido a escribir “igual de perfectas”, en cuanto pudo ser consciente de que con tal expresión habría puesto en mayor evidencia lo absurdo de considerar que la imperfección pudiera ser tan perfecta como la perfección.
4) Descartes utilizó también una variación del argumento ontológico de Anselmo de Canterbury, señalando que
“volviendo a examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en ella de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos” .
Una exposición similar de este argumento, aunque más breve pero igualmente criticable, aparece en las Meditaciones Metafísicas, donde escribe:
“como no puedo concebir a Dios sin existencia, se infiere que la existencia es inseparable de él y, por lo tanto, que existe verdaderamente” .
Resulta curioso que una de las críticas que pueden presentarse contra este argumento, que ya había sido criticado por el mismo Tomás de Aquino y por Guillermo de Ockam, la proporcionó el propio Descartes de manera involuntaria. En efecto, del mismo modo que consideró que Dios hubiera podido hacer que los radios de una circunferencia no midieran lo mismo y que la suma de los ángulos de un triángulo no equivaliesen a dos rectos, si el argumento que concluye en la existencia de Dios se basa en la semejanza existente entre la afirmación de que en Dios su existencia está contenida en su esen¬cia “de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos”, en tal caso y en cuanto Descartes entiende que el principio de contradicción en que se basan tales afirmaciones de la geometría no tendría un valor necesario y absoluto sino sólo derivado de la omnipotencia divina, no estaría le¬gitimado para servirse de tal principio para demostrar la existencia de Dios mientras dicha existencia no estuviera ya demostrada, lo cual era, como en tantas otras ocasiones, un círculo vicioso.
Una segunda crítica a este argumento deriva del propio planteamiento, en el cual, de acuerdo con su frivolidad, Descartes habla de “la idea que yo tenía de un ser perfecto”, añadiendo que “la existencia estaba comprendida en ella”, es decir, que en esta argumentación Descartes ni siquiera llega a hablar de la existencia de “Dios” sino sólo de la existencia de la “idea de Dios”, idea que, aun cuando pudiera existir de un modo más o menos confuso, en ningún caso sería equivalente al propio Dios como realidad supuestamente deno¬tada por dicha idea. Es decir, afirmar que la existencia está contenida en la idea de un ser perfecto no equivale a demostrar la existencia de un ser perfecto sino sólo a señalar de manera redundante la existen¬cia de esa misma idea de un ser perfecto.
Pero, al margen de estas críticas, ya en la época de Anselmo de Canterbury, primer defensor de este argumento, surgieron otras críti¬cas igualmente acertadas. Así, el fraile Gaunilon indicó que, si¬guiendo la argumentación anselmiana, igual podría demostrarse la existencia de las Islas Afortunadas, ya que, si no existieran, no serían afortunadas, queriendo dar a entender que una cosa es que la mente sea capaz de forjar ideas diversas, pero otra muy distinta es que a partir de tales ideas se pueda deducir la existencia de realidades trascendentes que se correspondan con ellas.
Posteriormente, Tomás de Aquino, Ockham, Hume y Kant aportaron sus propias críticas, con¬siderando, en definitiva, que había que diferenciar entre el orden del pensamiento y el orden de la realidad: Por lo que se refiere al pen¬samiento y admitiendo la posibilidad de tener en él la idea de un ser perfecto, a fin de poder afirmar que tal ser exista en la realidad y no sólo como idea, sería necesaria la experiencia correspondiente de tal supuesto ser perfecto, cuyas cualidades deberían corresponderse con las de su idea, de manera que dicha experiencia debe ser la piedra de toque para saber si la idea pensada se corresponde con una realidad independiente del pensamiento cuyas cualidades se identifiquen con las de aquella idea.
Adelantándose a Kant, Hume había dicho que era posible pensar en Dios o en cualquier quimera como existentes o como no existentes, pero que, en el mejor de los casos, a la hora de afirmar la existencia de realidades distintas a las meramente pensa¬das no podía ser suficiente el simple hecho de pensarlas sino que había que recurrir a la experiencia.
Igualmente Kant señaló más adelante que la existencia no era un predicado real, es decir, no era una cualidad nueva que se añadiese al conjunto de cualidades que se asocian con determinado con¬cepto, sino que hacía referencia a la “posición absoluta de una cosa”, es decir, a la afirmación de la existencia de una realidad empírica que se correspondía en sus cualidades con las de un determinado concepto, de manera que las cualidades que éste tuviera en el pensa¬miento serían las mismas que tendría en la realidad si en verdad existiera, pero sólo la experiencia podía mostrar si lo pensado se co¬rrespondía con una realidad existente fuera del pensamiento, además de existir en él.
En cuanto todas estas críticas son aplicables al planteamiento cartesiano, vuelve a mostrarse el fracaso del pensador francés a la hora de aplicar la regla de la evidencia al conformarse con una argumentación tan absurda que sólo sirve como un ejemplo más para mostrar que nunca se deben aceptar las “evidencias” subjetivas –que son todas- como criterio suficiente de conocimiento.
5) Finalmente, en las Meditaciones Metafísicas indica Descar¬tes que toda idea posee un doble valor: En el hecho de pensar algo puede diferenciarse, por una parte, el hecho mismo de pensar, y, por otra, la realidad pensada. El hecho de pensar posee, según Descar¬tes, una “realidad formal”, mientras que la realidad pensada posee una “realidad objetiva”. A continuación afirma que como actos di¬versos de un sujeto pensante las ideas no plantean problema alguno desde la perspectiva de su realidad formal; pero dice que se plantea un problema cuando uno se pregunta por la causa que pueda haber producido tales ideas en cuanto contienen una realidad objetiva. Indica a continuación que la realidad objetiva de la mayoría de las ideas, en la medida en que es limitada por representar diversas realidades naturales, que son limitadas, podría haber sido causada por él mismo; pero, según el pensador francés, no ocurre lo mismo con la idea de Dios, pues la realidad objetiva que en ella se contiene es infinita y, en consecuencia, no podría ser explicada su presencia en él como si él mismo fuera su causa, pues
“lo que es más perfecto, es decir lo que contiene en sí más realidad, no puede seguirse ni depender de lo menos perfecto” .
Indica por ello que el yo, como sustancia finita, no podría poseer la idea de una sustancia infinita a menos que ésta estuviera causada en él por una sustancia infinita realmente existente. En consecuencia, llegó a afirmar que la simple presencia en él de la idea de Dios demostraba la existencia del propio Dios.
Resulta asombrosamente decepcionante la facilidad con que a Descartes se le mostró como evidente un argumento tan absurdo y, en cualquier caso, tan carente de evidencia, al menos si se tiene en cuenta la rigurosa “claridad y distinción” que él parecía exigir para la aplicación segura de la regla de la evidencia, y si se tiene en cuenta la serie de filósofos que le sucedieron, en cuanto ninguno o casi ninguno llegó a compartir su aparente convicción acerca del valor demostrativo de tal argumento –aunque tampoco de los otros-. Cuando se refirió a la realidad objetiva de la idea de Dios diciendo que era infinita, el “teólogo” francés no tuvo en cuenta que en sentido estricto no se tiene una idea positiva de “lo infinito”, pues, cuando se intenta una hazaña como ésa, lo único que se consigue es pensar en la negación de lo finito, pero en ningún caso una comprensión positiva de “lo infinito”, del mismo modo que tampoco se abarca con el pensamiento la serie infi¬nita de los números naturales, sino sólo que dicha serie nunca ter¬mina y que todos y cada uno de los números tienen su correspon¬diente sucesor de forma indefinida. En consecuencia, la “realidad objetiva” de la idea de Dios, no podía ser pensada como infinita sino sólo como indefinida, de manera que estar en posesión de tal idea no implicaba abarcar con absoluta comprensión su significado. En este sentido indicó Spinoza que Dios tenía infinitos atributos, pero que el ser humano, como parte del mismo “Deus sive Natura”, sólo conocía el pensamiento y la extensión. Por otra parte, la realidad objetiva de las ideas del Universo, de Atenea, de la Vía Láctea, de Odiseo, del Everest, de Asterix o del pueblo en que uno vive son mayores o más complejas que los pensamientos correspondientes de quien se encuentra en posesión de tales ideas, y, sin embargo, nadie se plantea el problema de cómo es posible que estén almacenadas en su mente. En consecuencia, parece evidente que puede pensarse cualquier ente imaginario, por muy inmenso y extraño que sea, aunque se piense de modo impreciso, y que no por ello hay que concluir en que deban existir seres reales independientes que se correspondan con el contenido de tales ideas y que sean causantes de ellas.
Por otra parte y en relación con esta cuestión Hobbes objetó a Descartes que no tenía sentido afirmar de algo que tuviera más o me¬nos realidad: “¿Admite la realidad el más y el menos? O bien, si piensa que una cosa es más cosa que otra, considere cómo es posible explicar eso con toda la claridad y evidencia requerida por una demostración” .
Por ello y teniendo en cuenta el cúmulo de circunstancias que conformaron el ambiente social y cultural de Descartes, no resulta demasiado extraño que se conformase con unos argumentos tan endebles y tan alejados de la evidencia para demostrar la existencia del dios católico, argumentos asumidos con la misma frivolidad con que defen¬dió otras doctrinas igualmente absurdas, como sucede con su consideración según la cual
“aunque Dios haya querido que algunas verdades fuesen necesarias, esto no significa que las haya querido necesariamente” ,
pues, efectivamente, esta afirmación representa un absurdo evidente en virtud misma del concepto de “necesario” en cuanto se entienda como tal “aquello que no puede ser de otro modo que como es”. Por ello, afirmar que “lo necesario” está subordinado a la voluntad de Dios es lo mismo que afirmar que lo necesario no es necesario, lo cual es una contradicción evidente. Ahora bien, como entre esas verdades necesarias, que a la vez serían innecesarias en cuanto dependerían de la libre voluntad divina, se encuentra el principio de contradicción, eso libera a Descartes de la necesidad de dar más explicaciones en cuanto dicho principio se encontraría subordi¬nado a la omnipotencia divina.
En efecto, como ejemplo de tales verdades necesarias, pero libremente establecidas por Dios, Descartes menciona el principio de contradicción o la serie de verdades matemáticas de carácter analítico, como la de la igualdad de longitud de los radios de una circun¬ferencia, que es una verdad en virtud de la propia definición de la circunferencia. Lo cierto es que, desde el momento en que el francés llega a considerar que el principio de contradicción no tiene valor por sí mismo sino que depende de la omnipotencia divina, puede ya de¬fender cualquier teoría, en cuanto efectivamente a partir de la acepta¬ción de una contradicción se puede deducir cualquier cosa. Y así, Descartes podría afirmar, como lo hace, el absurdo de que Dios hubiera podido determinar libremente la necesidad de tales verdades, y tal afirmación sería coherente con su negación del valor absoluto del principio de contradicción. Ahora bien, desde la aceptación de que dicho principio es la base mínima necesaria de cualquier argu¬mentación racional, considerar que la necesidad de un principio lógico como el de contradicción o el de las verdades analíticas sea consecuencia de una libre decisión divina convierte en absurdo cual¬quier diálogo y cualquier argumentación, en cuanto nada puede argumentarse sin la aceptación previa de tal principio como instru¬mento esencial de cualquier argumentación, por lo que desde tal perspectiva la defensa o la crítica de cualquier doctrina sería simplemente una distracción intrascendente.
Cuando uno se plantea por qué Descartes llegó a ser capaz de defender doctrinas tan absurdas, una de las posibles respuestas es la de que, a la hora de reflexionar acerca de las doctrinas de la teología católica, el pensador francés consideró conveniente presentarlas como situadas más allá de la razón humana a fin de protegerlas de cual¬quier intento de crítica, como las que él mismo llegó a hacer cuando, sin desearlo, se adentraba en la reflexión acerca de tales cuestiones teológicas.
Pero, ¿realmente llegó a defender por convicción toda esa serie de argumentos absurdos? En realidad parece increíble que una persona con una capacidad intelectual tan considerable, según la había demostrado en su labor como matemático, pudiese creer toda esa serie de elucubraciones en el vacío, y, por ello, parece mucho más probable que Descartes jugase, en primer lugar, a creerse lo que escribía para tratar de encontrar un camino que le permitiera escapar del solipsismo en que le mantenía su regla de la evidencia que le impedía salir de la propia subjetividad, y, en segundo lugar, que quisiera ganarse los favores de la jerar¬quía católica o al menos la seguridad de poder dormir sin que a media noche aparecieran las fuerzas de la Inquisición para juzgarle por cualquier desliz racional que su mente pudiera haberle llevado a cometer. Conviene recordar nuevamente aquí aquel lema que utilizó en su juventud: “Larvatus prodeo” –avanzo enmascarado-, que pudo conducirle a defender doctrinas de la religión católica tanto por el afán de asegurarse el apoyo de la jerarquía católica ante cualquier posible adversidad derivada de sus ideas más racionales como también por el simple gusto de argumentar para defender lo indefendible, pero haciéndolo como una especie de gimnasia mental a la que le apasionaba dedicar su tiempo, al igual que también lo dedicó a la esgrima, como una forma de gimnasia física. No obstante, puede aceptarse que, hasta cierto punto al menos, Descartes creyese en las doctrinas católicas y en todo aquello que él mismo trataba de argumentar en su favor.

































5. EL “IRRACIONALISMO” TEOLÓGICO
A pesar de que se considera a Descartes como “padre del racionalismo” por su valoración de la razón como instrumento fundamental para la obtención del conocimiento, el hecho de que conside-rase al dios católico como garantía última del valor de la regla de la evidencia y del valor del principio de contradicción y en general del conjunto de todas las verdades, así como la pretensión de construir su sistema filosófico considerando a ese dios como el principio a partir del cual de¬rivaba el resto de la realidad y considerando igualmente, por ello mismo, que se podía deducir el conocimiento de dicha realidad a partir del mismo, hacen que, junto a tal paternidad respecto al racionalismo, se pueda hablar con mucho mayor motivo de una paternidad similar respecto a un “irracionalismo teológico”, en cuanto sus puntos de vista acerca de la realidad no provenían del empleo de una razón que le hubiese conducido hasta Dios sino de unos prejuicios religio¬sos de carácter fideísta –y por ello mismo irracionales-, recibidos a lo largo de su formación educativa, fomentados en su ámbito social, tan ligado al clero católico, y reforzados por su temor y por su interés en contar con el favor de la jerarquía católica, prejuicios que fueron asumidos por ello mismo sin ser sometidos a la prueba de la duda metódica, al margen de que el pensador francés intentase a posteriori aportar diversas demostraciones en favor de la existencia de ese dios, y de que a partir de dichas demostraciones pretendiera igualmente deducir el resto de la realidad, tanto de la “res cogitans” como de la “res extensa”. Ninguno de estos intentos podía conducir al éxito, no sólo por la imposibilidad intrínseca de tales demostraciones sino porque el propio Descartes se había cerrado las puertas para lograrlas desde el mo¬mento en que, a pesar de que había considerado que cualquier supuesto conocimiento sólo podía adquirir la categoría de tal en cuanto se mostrase como evidente para la razón, añadió a esta condición la de juzgar necesaria una garantía del valor de la propia evidencia, pues, mientras no se demostrase la no existencia del genio maligno o de un dios engañador, siempre podía dudarse del valor de cualquier conocimiento por muy evidente que pareciera. Como ya se ha seña¬lado antes, Descartes no reparó en que, desde el momento en que tenía que justificar el valor de la evidencia, se cerraba las puertas para escapar al solipsismo en cuanto cualquier intento por demostrar la existencia de Dios debía basarse en argumentos que sólo podían conducir a una evidencia subjetiva, es decir, sin garantías de que se correspondiese con una auténtica verdad y no con una ilusión provo¬cada por aquel hipotético genio maligno o por una divinidad enga¬ñosa –o por el propio dios de su religión, supuestamente omnipo¬tente, que por ello mismo podía ser infinitamente más engañador que aquellos otros seres hipotéticos-.
Por lo que se refiere a la construcción de su sistema filosófico, Descartes actuó desde ese mismo planteamiento que, por una parte, pretendía que fuera racional y deductivo, en cuanto a partir de Dios intentaba deducir el resto de la realidad, y, por otra, era simplemente irracional y teológico, en cuanto, al margen de que lo intentase, no podía encontrar justificación racional alguna que demostrase la existencia de ese dios sin el cual ningún otro conocimiento quedaba justificado, a excepción, en el mejor de los casos, de la proposición “cogito, ergo sum”. Su sistema fue irracional y teológico además porque, aunque no podía escapar del solipsismo una vez introducida la hipótesis del genio maligno, pretendió haber demos¬trado la existencia de Dios y a continuación defendió la tesis que todo era tan absolutamente dependiente de él que incluso el principio de contradicción estaba sometido a su omnipotencia. Por ello, cuando consideró igualmente que las mismas verdades matemáticas dependían de él, no estaba diciendo nada que no se dedujera de la tesis anterior, y, en consecuencia, siendo en este punto más papista que el papa, defendió el hecho de que los radios de una circunferencia fueran iguales o desiguales, o que la suma de los ángulos de un triángulo fuera o no fuera de 180 grados, o que la multiplicación de dos por cuatro fueran ocho o no dependía del poder de Dios. En de¬finitiva, si el principio de contradicción no valía por sí mismo, podía por ello defender igualmente que verdades tautológicas como las in¬dicadas no valieran por sí mismas y en virtud de la definición del sujeto de tales proposiciones sino que dependieran de la voluntad de Dios.
Así que, a partir de tales doctrinas, no parece especialmente acertado considerar que el sistema cartesiano sea un modelo de racionalismo deductivo, sino más bien de irracionalismo teológico, en cuanto la razón no podía avanzar con legitimidad un solo paso más allá del co¬gito, en cuanto, con la excepción de esta evidencia, todas las demás podían ser falsas en cuanto la hipótesis del genio maligno implicaba esa posibilidad, y en cuanto ningún razonamiento tenía valor por sí mismo, ya que, si el principio de contradicción, arco de bóveda de la Lógica, estaba sometido a la voluntad divina, con mayor motivo lo estaban todas las reglas de la Lógica y cualquier razonamiento, en cuanto todos se regían por estas mismas reglas.
A la hora de plasmar su sistema filosófico Descartes comparó la Filosofía con un árbol cuya raíz sería la Metafísica, el tronco la Física y las ramas el resto de las ciencias. Pero, como este árbol es¬taba cortado precisamente de raíz, ni el tronco ni las ramas podían sustentarse adecuadamente y, por ello, todo aquello que pretendió deducir a partir de aquella raíz sólo hubiera podido considerarse como verdadero por accidente –o por casualidad- pero no porque hubiese sido deducido adecuadamente a partir de una verdad firme y segura.
La parte más importante de la Metafísica era la que se relacio¬naba con las reflexiones críticas acerca del método, con el intento de fundamentarlo, con el descubrimiento y el análisis de la única verdad que tal vez podía superar la duda metódica, con el análisis de la “res cogitans” y con los intentos por demostrar la existencia de Dios, considerado como “sustancia infinita” (“res infinita”) de cuya voluntad omnipotente procedería el resto de la realidad: la “res cogitans”, de carácter inmaterial, y la “res extensa” o realidad material, cuya existencia independiente había sido puesta en duda a partir de la conside¬ración de los engaños de los sentidos, a partir de la imposibilidad de diferenciar entre las imágenes de los sueños y las de la vigilia, y a partir de la toma en consideración de que siempre se podía dudar de cualquier evidencia en cuanto podría ser una ilusión provocada por un “genio maligno”, capaz de proporcionar evidencias subjetivas a las que no se correspondiesen verdades objetivas.
5.1. El concepto de sustancia y Dios
Descartes entendió por el concepto de sustancia
“una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir” .
Siendo coherente con tal definición, en sentido propio sólo podía aplicarla al dios católico, en cuanto Tomás de Aquino lo había definido como “ipsum ese subsistens”, como el ser mismo subsistente. Sin embargo, Descartes juzgó que, aunque en un sentido secundario, podía considerar a la res cogitans y a la res extensa como sustancias en cuanto para su existencia sólo requerían de la acción creadora de Dios como realidad de la que dependían. No obstante, en un sentido riguroso el concepto de sustancia no era aplicable a otra realidad que a la divina en cuando las demás ni siquiera gozaban de una existen¬cia independiente a partir del momento de su creación, sino que, de acuerdo con la teología de Tomás de Aquino, a través de la doctrina de la conservación del mundo, Descartes defendió igualmente la tesis de la creación continuada de la realidad por parte de Dios y, por ello, era una inconsecuencia considerar la res cogitans o la res extensa como sustancias en cuanto para existir seguían necesitando en todo momento de la acción conservadora de Dios. En consecuencia, pa¬rece que la causa que condujo a Descartes a considerar la res cogi¬tans o la res extensa como sustancias pudo ser sencillamente la de su temor a incurrir en la herejía panteísta, considerando tales “sustan-cias” como simples atributos o manifestaciones de la divinidad. Con¬viene recordar a este respecto que no hacía muchos años, en 1619, G. C. Vanini había sido condenado a muerte por su defensa del panteísmo y que en aquel momento Descartes tenía 23 años, edad más que suficiente para tomar conciencia de los graves peligros que podían amenazar a quien se atreviese a opinar en contra de la dogmática católica. En consecuencia era poco menos que imposible que Descartes llegase a defender el panteísmo, a pesar de ser un punto de vista más coherente, y fue Spinoza, judío holandés de origen español, quien poco después defendió la doctrina panteísta, enten¬diendo la idea de dios –“Deus sive Natura”- como la de una sustancia infinita que integraba en sí misma el conjunto de toda la realidad.
Para Descartes el dios católico se caracterizaba en principio por su infinitud, atributo que incluía de forma indivisible el conjunto de todas las perfecciones, como la infinitud, la omnipotencia, la eternidad, la inmutabilidad, la omnis¬ciencia, la veracidad y todas las cualidades que le atribuía la jerar¬quía católica.
Consecuente con la cualidad de la inmutabilidad divina –pero no con la de la omnipotencia-, casi al comienzo de la quinta parte del Discurso Descartes escribió:
“...he advertido ciertas leyes que Dios ha establecido de tal manera en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras almas que, después de haber reflexionado bastante en ellas, no podríamos dudar de que son observadas exactamente en todo lo que es u ocurre en el universo” .
Con estas palabras Descartes venía a decir que el Universo en general y no sólo el ser humano estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, al menos en el sentido de que con sólo profundizar en la propia mente, a partir de comprensión de la esencia divina se podían deducir las leyes que rigen el funcionamiento de la naturaleza, de manera que las investigaciones empíricas podrían ser innecesarias en cuanto la razón por sí sola fuera capaz de deducir las leyes que se desprendían de la inmutabilidad divina, o, en el mejor de los casos, tales experiencias podrían tener un carácter meramente auxiliar para el logro de este objetivo, en cuanto la limitación de la razón humana impidiese la realización de un proceso racional que, comenzando desde Dios, fuera capaz de establecer una cadena deductiva tan amplia que le llevase hasta la comprensión de las realidades empíricas más concretas, demasiado alejadas de Dios como para que la mente humana pudiera abarcar los innumerables pasos deductivos de tal proceso. A la vez, junto a este punto de vista Descartes defendía un racionalismo teológico según el cual, si la razón humana era capaz de alcanzar el conocimiento de las verdades primeras de carácter innato y el de todas las que se deducían de éstas, no era por otro motivo sino porque Dios la había dispuesto con aquellas ideas innatas que era capaz de recuperar en cuanto se encontraban ya en ella de forma latente. Sin embargo y de manera desconcertante, Descartes relativizó su aparente racionalismo teológico y lo convirtió en irracionalismo en cuanto consideró que no era la racionalidad intrínseca de las distintas verdades lo que permitía conocerlas, sino el hecho de que toda verdad dependía de Dios y emanaba de su naturaleza, escribiendo a Mersenne en este sentido:
“en cuanto a las verdades eternas le digo sin más que sólo son verdaderas o posibles porque Dios las conoce como verdade¬ras o posibles, pero no, por el contrario, que sean conocidas por Dios como verdaderas como si fuesen verdaderas con independencia de él [...] La existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás” .
Por ello, la razón no demostraría nada si no fuera porque Dios había establecido que pudiera conectar con la verdad, y, en conse¬cuencia, no sería autosuficiente por ella misma para alcanzarla, pues la justificación de toda verdad se encontraba en el propio Dios y no en una racionalidad independiente, capaz de determinar su verdad.
5.2. El “racionalismo” teológico y la res cogitans
A partir de la primera verdad, “cogito, ergo sum”, Descartes había introducido la idea del alma como la de una sustancia, “una cosa que piensa”. Especificando un poco más el modo de ser de tal realidad, en Las pasiones del alma considera, por lo que se refiere a su esencia, que ésta se reduce al pensamiento, en el cual pueden distinguirse las acciones o “voluntades”, que proceden de ella, y las pasiones, que son los conocimientos existentes en ella. Escribe en este sentido:
“en nosotros no queda nada que debamos atribuir a nuestra alma excepto los pensamientos, los cuales son principalmente de dos tipos, a saber: unos son las acciones del alma, otros son sus pasiones. Las que llamo sus acciones son todas nuestras voluntades, puesto que experimentamos que proceden directamente de nuestra alma y parecen depender sólo de ella […y las pasiones son] todas las clases de percepciones o conocimientos que se hallan en nosotros…” .
Descartes, fiel al adoctrinamiento católico recibido y al ambiente clerical en que transcurrió su vida, consideró que la res extensa era incapaz de pensar, por lo que juzgó que el pensamiento, entendido en un sentido muy amplio como cualquier tipo de vivencia, era el atributo esencial del alma:
“Así pues, como no concebimos que el cuerpo piense de ninguna manera, tenemos razón creyendo que todo tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al alma” .
De nuevo resulta asombrosa la frivolidad con que Descartes establece sus conclusiones, pues a partir de que él no concibiera que el cuerpo pensase de alguna manera, es absurda la deducción según la cual “todo tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al alma”. Y, por ello mismo, considerando que la única evidencia de que disponía era la de la existencia del pensamiento, no podía justificar a partir de él la serie de características que atribuyó a esa supuesta realidad del alma, como en especial su carácter simple, inmaterial e inmortal. Se trataba de una creencia básicamente religiosa, que, aunque se había mantenido a lo largo de los siglos, la aplicación rigurosa de la regla de la evidencia debiera haber conducido al pensador francés a ser más prudente a la hora de afirmar como evidente la existencia de una realidad fantasmagórica que se correspondiese con tal creencia. El hecho de que ni siquiera llegase a ser consciente del carácter al menos problemático de tal concepto es una prueba más no sólo de su frivolidad y de su entera acomodación en las “verdades” de la religión católica, sino también y de manera especial de la debilidad de la regla de la evidencia como criterio para avanzar en el descubrimiento de la verdad.
¿Por qué incurrió el filósofo francés en afirmaciones tan precipitadas y tan mal fundamentadas? Antes ya se ha sugerido que posiblemente uno de los factores que podían haberle condicionado en este sentido era el de la frivolidad de su carácter, que le conducía a ofuscarse a la hora de establecer conclusiones para las que no tenía otra base que la de aquellas creencias religiosas a las que no se había atrevido a aplicar la duda metódica. Otro factor que pudo contribuir a la aparición de tales errores pudo consistir en que tuviera tan arraigadas tales creencias que llegase a verlas como auténtico conocimiento. Pero en realidad y a pesar de la serie de ocasiones en que Descartes trata el tema de Dios en sus escritos, no parece que lo hiciera por ningún tipo de sentimiento místico ni de religiosidad especialmente intensa, sino más como un modo de construir su sistema de un modo que no perjudicase a la iglesia católica. De otro modo sería difícilmente explicable que una persona tan capacitada para las Matemáticas hubiese considerado como verdades evidentes aquellas doctrinas que eran simples dogmas de la religión católica, que no sólo se encontraban alejados de cualquier procedimiento de verificación sino que en algunos casos introducían problemas insolubles o incluso contradictorios, como sucedía en el caso del alma y en el de su supuesta interacción con el cuerpo, problema que el pensador francés tuvo la frívola osadía de abordar y de pretender haber solucionado, al igual que había pretendido hacer con algunos otros dogmas igualmente incomprensibles por definición.
En su exaltación de la “res cogitans” frente a la “res extensa”, Descartes llegó a escribir:
“Yo niego que la cosa pensante necesite otro objeto distinto de sí mismo para ejercitar su acción” .
Se trata de una afirmación que recuerda la aristotélica en relación con la propia divinidad considerada como “nóesis noéseos”, como pensamiento que se piensa a sí mismo, afirmación carente de contenido, pues “pensar que se piensa” sin que tal pensamiento re¬caiga sobre una realidad ajena a la propia acción de pensar sería más absurda e inútil que la de un artilugio formado por dos espejos encarados de tal modo que cada sólo pudiera reflejar lo que se muestra en el otro: ¿Qué reflejarían? Sólo su propio vacío. Así que, de este mismo modo, considerar que la “res cogitans” pudiera tenerse a sí misma como objeto, sin necesidad de ninguna otra realidad, tiene tanto sentido como afirmar que se puedan tener recuerdos sin algo que recordar.
En su interpretación de la idea del alma Descartes se encuentra en una posición bastante próxima a los dualismos pitagórico y platónico, y, por ello mismo, instalado frívolamente en el mundo de lo mítico. Aristóteles había progresado mucho en este punto al conside¬rar que el alma sólo era la forma o estructura del cuerpo por la que éste era apto para realizar sus funciones vitales , es decir, como aquella estructura de un cuerpo organizado de tal forma que permitía a los seres que la poseían realizar diversas funciones vitales. Y del mismo modo que el concepto de estructura no se refiere a una realidad material ni espiritual sino que se trata simplemente de un con¬cepto abstracto, igual que lo sería el de movimiento, de manera que a nadie que no fuera un idealista platónico se le ocurriría afirmar que se trataba de una realidad existente en sí misma sin ser la estructura de algo y existiendo al margen de ese algo, con ese mismo sentido común Aristóteles consideró que la corrupción del cuerpo implicaba o era equivalente a la correspondiente disolución de su forma o es¬tructura y, por ello mismo, negó que el alma, en cuanto forma y na-turaleza del cuerpo, pudiera ser inmortal.
Sin la presencia de tales prejuicios religiosos, Descartes hubiera podido preguntarse por qué sus diversos pensamientos “parecían” acompañar a su cuerpo en cualquier lugar en que éste se encontrase, en lugar de quedarse al margen de cualquier referencia espacial, y por qué le parecía tan inconcebible que el cuerpo fuera capaz de pensar, si podía saber perfectamente que, cuando el cerebro de una persona quedaba dañado por un accidente o por una enfermedad, su mente sufría una serie de anomalías que podían alcanzar hasta la pérdida de la conciencia, lo cual constituía por lo menos un claro indicio de que sí había una clara relación entre el alma y el cerebro. Es cierto que Descartes no negó esta relación, pero no lo es menos que habría simplificado el “problema psicofísico” si, en lugar de introducir la idea del alma para explicar las diversas vivencias, sensaciones, sentimientos y pensamientos, hubiera actuado, de acuerdo con el principio de economía de Ockham, considerando el cerebro como la realidad que determinaba la aparición de tales vivencias y sin la cual ninguna de ellas se daba. Curiosamente Descartes utilizó como argumento para defender la independencia del alma respecto al cuerpo la observación por la cual cuando un brazo es amputado el alma sigue teniendo las mismas cualidades que antes de la amputación, pero no se detuvo a pensar –o no se atrevió a explicar- si habría podido decir lo mismo en el caso de que en lugar del brazo lo amputado hubiera sido una parte del cerebro. Por otra parte, si con su mecanicismo había introducido la teoría de que la conducta de los animales podía explicarse adecuadamente considerando que eran máquinas complejas, pero máquinas al fin y al cabo, parece que sólo sus prejuicios, temores y ambiciones, especialmente ligados a sus relaciones con la jerarquía católica, pudieron desviarle de una aplicación audaz de su mecanicismo al ser humano, como más adelante defendió su compatriota La Mettrie (1709-1751), defensor del materialismo y de la idea del “hombre-máquina”, quien señalaba que el único adversario de estas ideas era la fuerza de los prejuicios, defendiendo métodos empíricos para el estudio del psiquismo humano, interesándose en el estudio del sistema nervioso y del cerebro, pues siendo los estados anímicos correlativos con los del cuerpo, resultaba evidente para La Mettrie que tales estados anímicos se explicaban por las características del cerebro. Por otra parte, a partir de la afirmación de la existencia de la res cogitans como una sustancia distinta de la res extensa, Descartes se internó en un callejón sin salida a la hora de explicar cómo esta supuesta realidad inmaterial del alma podía relacionarse con otra sustancia tan radicalmente heterogénea como lo era el cuerpo.
Sin duda era verdad que, si se hubiera atrevido a alejarse de las doctrinas religiosas tradicionales defendidas en el medio en que se movía, su prestigio intelectual se habría derrumbado, su presencia en cualquier universidad hubiera sido impensable, su pretensión de contar con el apoyo de la jerarquía católica habría sido inútil y su temor a las represalias de la jerarquía católica, que ya sufría a pesar de su cuidado en no alejarse de sus doctrinas, hubiera estado plenamente justificado. Conviene también tener en cuenta que, a pesar de su prudencia en cuestiones teológicas, tuvo serios conflictos tanto con algunos miembros del clero católico como con los teólogos protestantes de las universidades de Utrecht y de Leiden en Holanda, y que pocos años después de su muerte sus obras fueron incluidas por la jerarquía católica en su “Índice de libros prohibidos”.
A pesar de todo, a la hora de explicar determinados fenómenos como el de la muerte, Descartes la explicaba desde un planteamiento mecanicista, considerando que ésta no era una consecuencia de que el alma se separase del cuerpo, como era la opinión tradicional de la teología católica y del platonismo en general, sino de que los órganos del cuerpo sufrían un deterioro y una desorganización que impedía la continuación de su ciclo vital, de forma que tal situación era la que determinaba la muerte y la subsiguiente separación del alma respecto al cuerpo. Por ello consideró que la muerte se producía
“porque alguna de las principales partes del cuerpo se corrompe; y pensemos que el cuerpo de un hombre vivo difiere del de un hombre muerto lo mismo que un reloj u otro autómata […] cuando está montado y tiene en sí el principio corporal de los movimientos para los cuales fue creado, con todo lo necesario para su funcionamiento, difiere del mismo reloj o de otra máquina cuando se ha roto y deja de actuar el principio de su movimiento” .
Su explicación de la muerte como consecuencia del deterioro y desorganización de los órganos vitales era correcta, al igual que la del cese del funcionamiento de cualquier máquina cuando sus piezas dejan de estar adecuadamente organizadas, y precisamente por ello no tuvo necesidad alguna de hacer referencia a un concepto religioso como el del alma. Por ello, aunque puedan encontrarse motivos por los cuales no llegase a dar el paso que posteriormente dio La Mettrie, considerando que el ser humano era tan asimilable a una máquina como el resto de seres vivos –aunque con la importante diferencia respecto a las “máquinas artificiales” de que, al menos hasta el momento actual, éstas, a diferencia de los seres vivos, no sienten ni piensan realmente, tales motivos no eran de carácter científico ni de simple especulación racional, sino sólo consecuencia de aquellos prejuicios y de aquellos factores que se han mencionado en la segunda parte de este trabajo. Tales prejuicios fueron los que le llevaron a asumir como evidente (!) el dualismo psicofísico, el rechazo de que el cuerpo fuera capaz de pensar y la doctrina de que la existencia del pensamiento sólo resultaba explicable a partir de la existencia de una realidad como la “res cogitans”, radicalmente distinta de la “res extensa”.
5.2.1. Realidad, independencia e inmortalidad del alma
Llevado de sus prejuicios religiosos y de su frivolidad habitual, en el Discurso del método Descartes consideró evidente (!) la existencia de la supuesta realidad a la que tradicionalmente se denomina “alma”, que se trataba de una realidad independiente del cuerpo, que no estaba sujeta a morir con él y que, en consecuencia, era inmortal, según tuvo la osadía de escribir:
“conocí […] que era una sustancia cuya esencia íntegra o naturaleza sólo consiste en pensar y que para ser no necesita ningún lugar ni depende de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo […] y que aunque él no existiera ella no dejaría de ser todo lo que es” .
Resulta realmente inaudito que después de su teórica exigencia de una claridad y distinción tan rigurosa que le condujese a una evidencia plena acerca de la verdad de cualquier doctrina, Descartes afirme ahora con tanta alegría doctrinas tan alejadas de una evidencia simplemente normal, como las que se acaban de citar.
Igualmente y como un descubrimiento asombroso, aunque especialmente insensato y sospechosamente coincidente con el dogma de la religión católica, en las Meditaciones Metafísicas declara haber demostrado que
“el alma del hombre […] es por su naturaleza inmortal” .
Pero, más allá de esta simple declaración y de algún argumento platónico sin valor alguno, no existe en sus planteamientos nada que se parezca a una demostración ni de la existencia del alma como sustancia independiente del cuerpo ni, por supuesto, de la inmortalidad de tal supuesta sustancia.
A través de estas afirmaciones, Descartes se muestra especialmente osado y nada escrupuloso al afirmar como evidentes doctrinas muy alejadas de cualquier posible demostración, alejadas igualmente de la experiencia y, por ello mismo, de una deducción que derivase de datos objetivos, pues no contaba con otra cosa que con prejuicios religiosos, asentados en su mente como consecuencia del adoctrinamiento recibido durante su infancia y su juventud, de su ambiente de su círculo de amistades clericales, de su ambición por triunfar como filósofo con la ayuda de la jerarquía católica y, en una cierta medida, de su temor a esta misma jerarquía.
En cualquier caso resulta sorprendente en grado sumo que Descartes pudiera ver como evidentes doctrinas como las de que el yo era una sustancia pensante, que sólo consistía en pensar, que no necesitaba ni dependía de ninguna sustancia material, que se identificaba con el alma, que ésta era enteramente distinta del cuerpo y que aunque el cuerpo no existiera, el alma no dejaría de ser todo lo que era, pues todas estas doctrinas no eran otra cosa que prejuicios basa¬dos en aquellas creencias religiosas a las que no había aplicado la duda. Por ello, desde una perspectiva ajena a tales prejuicios y a ese ambiente clerical en que se movía especialmente, Descartes no habría llegado a defender el carácter evidente de tales doctrinas, que podían ser aceptadas de forma acrítica, pero que, en cualquier caso, ya en el siglo XIV se habían presentado como problemáticas al mismo Ockham, al menos desde el punto de vista del conocimiento, quien mostró una coherencia infinitamente mayor que la de Descar¬tes, en cuanto, a pesar de no haberse opuesto a los dogmas religiosos, consideró que había que establecer una barrera entre aquello que podía ser objeto de conocimiento y aquello que sólo podía afirmarse desde la fe. Descartes, sin embargo, llevado de su megalomanía que le condujo a creer que su razón podía conducirle a la consecución de un objetivo semejante, tuvo la frívola pretensión de establecer un lazo entre la realidad cognoscible y las doctrinas teológicas católicas.
Por otra parte, la sorpresa se convierte en asombro ante la osadía del pensador francés cuando afirma con la misma sensación de “evidencia” (!) que aunque el cuerpo no existiera el alma no de¬jaría de existir, pues algo muy parecido a la evidencia más bien muestra lo contrario: Cuando se observa a alguien en estado de coma profundo se constata sin demasiada dificultad que, en cuanto el cere¬bro no se encuentra en condiciones adecuadas, su actividad pensante parece ser nula o muy escasa, y, en cualquier caso, nada evidente; y, del mismo modo, asociamos de forma espontánea los ciclos de vigi¬lia y de sueño con ciclos paralelos de conciencia psíquica similar¬mente diferenciables, sin necesidad de recurrir a una tecnología científica especialmente sofisticada a fin de comprobarlo. Además, cuando no median los prejuicios religiosos, todo el mundo entiende por simple autoobser-vación que se identifica con el cuerpo material en el que siente, observa, sufre, recuerda, desea, piensa y decide, causando así los actos volun-tarios ejecutados por ese cuerpo con el que se identifica espontá-neamente a no ser que los prejuicios en que ha sido adoctrinado, puedan llevarle a pensar que su cuerpo es un simple instrumento de su “alma”, entendida como una realidad platónica inmaterial capaz de interactuar con el cuerpo, a pesar de que a nadie se le ocurre decir que se haya percibido a sí mismo exis¬tiendo con independencia de su cuerpo, o pensando a mil kilómetros de distancia del lugar en el que su cuerpo se encuentra, a no ser que, como a Descartes, determinadas creencias religiosas y otras causas ambientales le hayan llevado a la convicción de que alma y cuerpo sean realidades diferenciables e independientes.
La serie tan asombrosa de evidencias cartesianas, tan alejadas de auténticas verdades objetivas, sirve en cualquier caso para com¬probar una vez más que estas sensaciones internas, por mucha evidencia (!) subjetiva que puedan proporcionar, en ningún caso pueden servir por ellas mismas como criterio de verdad.
5.2.2. La conexión entre el alma y el cuerpo
Por lo que se refiere a esta cuestión Descartes afirma en un primer momento que existe una unión del alma con el conjunto del cuerpo, aunque sin explicar cómo se daría. Indica en este sentido que
“el alma está de verdad unida a todo el cuerpo y […], hablando con propiedad, no se puede decir que esté en una de sus partes con exclusión de las otras, puesto que es uno y en cierto modo indivisible debido a la disposición de sus órganos que se relacionan entre sí de tal manera que, cuando uno de ellos es suprimido, eso hace defectuoso a todo el cuerpo; y puesto que el alma es de una naturaleza que no tiene relación alguna con la extensión ni con las dimensiones u otras propiedades de la materia de que se compone el cuerpo, sino so¬lamente con todo el conjunto de sus órganos, como se deduce del hecho de que en modo alguno se podría concebir la mitad o la tercera parte de un alma, ni qué extensión ocupa, y de que no se hace pequeña porque se suprima una parte del cuerpo, sino que se separa enteramente de él cuando se disuelve el conjunto de sus órganos” .
Sin embargo, a continuación especifica que se encuentra alo¬jada en la glándula pineal:
“el alma no puede ocupar en todo el cuerpo ningún otro lugar que esta glándula [= la glándula pineal] en la que ejerce inmediatamente sus funciones” ,
afirmación que no parece especialmente coherente con la anterior, pues, al margen de la absurda frivolidad de defender la inmateriali¬dad del alma concediéndole a la vez una cualidad propia de la res extensa como lo es la de ocupar un lugar, además, cuando dice que “el alma está de verdad unida a todo el cuerpo”, tales palabras son incompatibles con las que asocian al alma con un lugar concreto del cuerpo como sería la glándula pineal, pues decir que el alma está unida a todo el cuerpo o que tiene su sede principal en medio del cerebro es localizarla, es decir, dar de ella unas referencias espaciales. Parece que el pensador francés no tenía nada fácil escapar a esta contradicción, pues, aunque la interacción entre ambas sustancias se mostraba como un misterio irresoluble, la consideración de que el alma ocupaba un lugar parecía que podía servir para aproximar un poco las distancias insalvables entre ambas sustancias y para intentar “comprender” (?) su interacción con el cuerpo.
Por otra parte, aunque Descartes dice con razón que no puede pensarse “media alma” sin embargo no se le ocurrió pensar que una enfermedad o la extirpación de una parte del cerebro provocaban la pérdida de determinadas funciones mentales, que eran las que Descartes atribuía al alma, ni tampoco se le ocurrió que, aunque no tenía sentido hablar de “medio movimiento”, a nadie se le ocurría conside¬rar el movimiento como una tercera sustancia, la “res mobilis”, sino sólo como una cualidad de la “res extensa”. Ahora bien, si las fun¬ciones del pensamiento y de la voluntad realmente pertenecieran al alma, ¿no deberían conservarse aunque se perdiera una parte del ce¬rebro? En este punto Descartes no llegó a plantearse una cuestión como ésta, aunque observó con especial agudeza que la pérdida de un brazo no afectaba a ninguna de las funciones del alma, lo cual, al parecer, demostraba de forma evidente –al menos para él- la inde¬pendencia del alma respecto al cuerpo.
Una vez afirmada la localización del alma en la glándula pineal y a pesar de que la interacción entre el alma y el cuerpo seguía siendo contradictoria, al parecer a Descartes le resultó ya más fácil dar una explicación de esta cuestión, atreviéndose con su frivolidad y osadía habituales, a considerarla evidente, y, así, en este sentido afirmó:
“me parece haber reconocido evidentemente [!!!] que la parte del cuerpo en la que el alma ejerce inmediatamente sus fun¬ciones no es el corazón ni tampoco el cerebro, sino solamente la más interior de sus partes, que es una determinada glándula muy pequeña, situada en el centro de su sustancia y suspen¬dida encima del conducto a través del cual los espíritus ani¬males de las cavidades anteriores se comunican con los de la posterior, de tal manera que los menores movimientos que se producen en ésta contribuyen mucho a cambiar el curso de estos espíritus, y recíprocamente, los más pequeños cambios que tienen lugar en el curso de los espíritus contribuyen en gran medida a cambiar los movimientos de dicha glándula” .
Como comentario anecdótico de estas palabras conviene llamar la atención acerca de su carácter contradictorio en cuanto la expre¬sión “il me semble”, utilizada por Descartes, implica –a diferencia de “je sais”- una forma inconsciente de expresar la propia inseguridad respecto a la verdad de lo que estaba afirmando como evidente: la relación del alma con la glándula pineal; y así, a pesar de querer ba¬sar sus conocimientos en “evidencias”, al utilizar ese verbo tan curiosamente contradictorio con “lo evidente” a diferencia de la expre¬sión “je sais”, estaba afirmando y negando al mismo tiempo la evi¬dencia respecto a tal cuestión.
Resulta difícilmente creíble que, al considerar que una realidad material como la glándula pineal podía servir de intermediaria entre el cuerpo y el alma, Descartes no entendiera que el problema de la relación entre estas sustancias teóricamente heterogéneas lejos de solucionarse se desplazaba al de tener que explicar a continuación cómo se relacionaba el alma, supuestamente inmaterial, con la glándula pineal, evidente-mente material. Sin embargo, Descartes tuvo la incomprensible osadía de presentar su teoría de forma minuciosamente detallada, con la intención aparente al menos de presen¬tar una descripción auténticamente científica, como si realmente cre¬yese en la verdad de lo que estaba diciendo. Y así, como si lo que estaba anotando fuera la expresión de minuciosas observaciones, es¬cribió de manera meticulosamente descriptiva:
“la pequeña glándula, sede principal del alma, está suspendida de tal modo entre las cavidades que contienen esos espíritus que puede ser movida por ellos de tantas maneras diferentes como diferencias sensibles hay en los objetos; pero que puede también ser diversamente movida por el alma, la cual es de tal naturaleza que recibe tantas impresiones diferentes, es decir, tiene tantas percepciones distintas como diversos movimien¬tos se producen en esta glándula; así también, recíprocamente, la máquina del cuerpo está compuesta de tal modo que, por el mero hecho de que esta glándula es diversamente movida por el alma o por cualquier otra causa por la que pueda serlo, impulsa a los espíritus que la rodean hacia los poros del cerebro y éstos los conducen a través de los nervios hasta los múscu¬los, mediante lo cual les hace mover los miembros” .
Conviene llamar la atención acerca del hecho de que Descartes utiliza en muchos otros lugares esta manera de escribir, tan aparentemente seria y meticulosa, como si hubiera estado realizando investigaciones con un microscopio electrónico de precisión infinita durante al menos veinte años, que le hubieran conducido a la obtención de esos asombrosos conocimientos. Así sucede también, por ejem¬plo, cuando, tratando de presentar una explicación del movimiento del corazón, critica la de Harvey, que era la correcta, y presenta la suya como “necesariamente” [!!!] verdadera, escribiendo en este sentido:
“…este movimiento que acabo de explicar se sigue tan necesariamente de la sola disposición de los órganos que están a la vista […] que se puede conocer por experiencia, como el movimiento del reloj se sigue de la fuerza” .
Pero la verdad es que, cuando se observa la descripción de to¬das esas falsedades como si se tratase de verdades evidentes, la impresión que producen es o bien que el autor era un incompetente muy osado o bien que era un cínico sin escrúpulos con una ambición sin medida por ganar prestigio como científico, confiado en que nadie comprobaría sus investigaciones y, en consecuencia, nadie se atrevería a refutarlas. Y, en cuanto se sabe que Descartes no era preci¬samente un incompetente, parece que la explicación más lógica de su actitud se encuentra en la segunda parte de la alternativa presentada.
Otro planteamiento similar puede observarse cuando, al hablar de los “espíritus animales”, a pesar de tratarse de un concepto confuso y casi metafísico, lo hace con la misma seguridad –aparente al menos- que si los estuviera viendo moverse de un sitio para otro con su microscopio de máxima resolución:
“…justamente estas partes muy sutiles de sangre componen los espíritus animales, para lo cual no necesitan experimentar ningún otro cambio en el cerebro, sino que en él quedan separadas de las partes de la sangre menos sutiles, pues lo que aquí llamo espíritus no son sino cuerpos y no tienen otra propiedad que la de ser cuerpos muy pequeños y que se mueven muy rápidamente […] De manera que no se detienen en ningún sitio y que, a medida que algunos de ellos entran en la cavidad del cerebro, salen también algunos otros por los poros que hay en su sustancia, los cuales los conducen a los nervios y desde aquí a los músculos, lo que les permite mover el cuerpo de las distintas maneras en que puede ser movido” .
Por cierto que, en relación con toda esta serie de barbaridades del “teólogo” francés, resulta chocante y ridículo el comentario de Rodis-Lewis, “hagiógrafa” actual de Descartes, cuando escribe: “la reflexión cartesiana sobre la unión del alma y el cuerpo no deja de enriquecerse en el periodo siguiente [a este del año 1638]” . El chovinismo de Rodis-Lewis se muestra de forma superficial y descarada cuando se atreve a formular esta afirmación, pues ¿cómo puede decir una majadería semejante?, ¿cómo puede hablar del enriqueci¬miento de la reflexión cartesiana acerca de la unión entre al alma y el cuerpo, cuando, incluso aunque existiera la supuesta “res cogitans”, no podría darse un solo paso en la investigación de la supuesta interacción entre ambas sustancias?
Al parecer la forma culminante de enriquecimiento de la psicología cartesiana se produjo unos años después cuando en una carta a Regius le comunicó, redescubriendo a Aristóteles a sus 46 años, que “el alma es realmente forma sustancial del hombre” , punto de vista que, por cierto no conducía a la conclusión de que el alma fuera inmortal sino, por el contrario, tan mortal como el cuerpo.
Otra explicación igualmente “profunda”, al menos en apariencia, es la citada unas páginas atrás, correspondiente al artículo 34 de Las pasiones del alma, donde describe tan meticulosamente el funcionamiento de la glándula pineal en su relación con el alma que tal descripción parece el resultado de unas observaciones directamente efectuadas por este matemático francés con su secreto microscopio de precisión infinita, aunque resulte francamente complicado averiguar cómo pudo inspeccionar una realidad supuestamente inobser¬vable como lo debía ser la “res cogitans”, supuestamente inmaterial y, por ello mismo, inobservable.
La frivolidad y la mendacidad del “teólogo” francés se muestran igualmente en aquellos otros lugares en los que tiende a sustituir los razonamientos y las experiencias rigurosas por frases y discursos teatrales y pretendidamente eruditos, pero asombrosamente absurdos. Esta actitud aparece en los textos señalados relacionados con la su¬puesta interacción de alma y cuerpo, pero también en muchos otros lugares de la obra cartesiana. Así, por ejemplo, en Las pasiones del alma, en donde Descartes habla de manera dogmática y con aparente seguridad y minuciosidad absoluta acerca de cuestiones simplemente absurdas en cuanto se basan en el falso supuesto de que la sangre procedente de los diversos lugares del cuerpo se mantuviera separada de la del resto a la hora de pasar por el corazón de manera que, según de donde procediera, provocase diferencias apreciables en la forma de dilatarse el corazón, y que además él lo hubiera observado personalmente, tal como se desprende de la siguiente “descripción”:
“la sangre que procede de la parte inferior del hígado, donde está la bilis, se dilata en el corazón de modo distinto de la que proviene del bazo y esta última (se dilata) de modo diferente a la que procede de las venas de los brazos o de las piernas, y finalmente, ésta (se dilata) muy diferentemente que el jugo de los alimentos cuando, al salir nuevamente del estómago y de las tripas, pasa rápidamente por el hígado hasta el corazón”
Pero, ¡¿cómo podía verificar de dónde procedía cada partícula de sangre que entraba en el corazón?! ¿Es posible que el filósofo francés creyese de verdad lo que escribía? Parece que su mitomanía, acompañada de su megalomanía, pudo llevarle a crear y a creer después las absurdas explicaciones que daba, para las cuales no tenía otro procedimiento de verificación que el de su propia fantasía.
Y de un modo ya realmente escandaloso esta manera de escri¬bir, tan aparentemente seria, meticulosa y auténticamente científica aunque igualmente llena de falsedades, aparece en los Principios de la Filosofía en general y en su cuarta parte en particular, donde, entre otras cosas, habla de forma detallada de cada uno de los cuatro ele¬mentos de Empédocles como si se tratase de los más recientes y re¬volucionarios descubrimientos de la Física.
En definitiva, mediante su teoría de la relación psicosomática Descartes pretendió haber demostrado no sólo que el alma se encontraba ubicada en el cuerpo sino que era capaz de mover la glándula pineal, la cual a su vez determinaría los diversos movimientos de los espíritus animales, de los nervios y de los músculos, y, a su vez, podría recibir información del estado de su cuerpo mediante un proceso similar pero inverso.
Pero, ¡¿cómo podía un pensador, que decía exigir la máxima claridad y distinción a la hora de aceptar cualquier supuesto conoci-miento, imaginar y creer toda esa serie de sandeces relacionadas con la supuesta interacción entre el alma y el cuerpo?! ¿Qué explicación puede encontrarse para esta pretensión tan absurda? Parece que la explicación de esta actitud se encuentra expuesta en la segunda parte de este trabajo, en donde se habla de la megalomanía de este escritor y de la serie de vertientes en que se manifestó, que, en este caso concreto, habría que ver como mendacidad y falta de escrúpulos para tratar de encontrar un reconocimiento social por su labor científica y filosófica, todo lo cual debió determinar que el pensador francés no sólo fuera incapaz de enfrentarse a las doctrinas tradicionales de la jerarquía católica sino que incluso tuviera un interés especial en defenderlas, “aclarando” (?) sus misterios más insondables mediante explicaciones aparentemente serias y profundas. En cualquier caso parece evidente que el hecho de que una persona capacitada como él incurriese en semejantes errores y en interpretaciones tan superficiales sólo resulta explicable por motivos ajenos a los que se relacionan con su capacidad intelectual.
Por suerte y en contra de las orientaciones de la “investigación” [?] cartesiana, en la actualidad la Biología o la Psicología experi¬mental explican la interacción “psicofísica” sin aferrarse a doctrinas religiosas y, desde luego, sin hacer referencia alguna a un concepto metafísico o religioso como el de “alma”, hablando sólo de la relación entre el cerebro y el resto del cuerpo a través del sistema nervioso y de sus neuronas sensitivas o motoras y olvidando, a efectos prácticos, cualquier referencia a aquella supuesta sustancia de carác¬ter inmaterial, que, quienes la siguen aceptando lo hacen sólo desde una perspectiva mítico-religiosa, pero no científica.
Desde luego, la explicación cartesiana no era ni clara, ni distinta, ni evidente, sino todo lo contrario, pues, desde el momento en que para explicar la conexión entre lo inmaterial y lo material recurría a un tercer elemento que seguía siendo material, el problema no sólo quedaba sin solucionarse sino que se multiplicaba, al tener que explicar la relación entre el alma y ese tercer elemento constituido por la glándula pineal, pues por mínimo que fuera el punto de conexión entre ambas realidades, el misterio de cómo lo inmaterial podía influir en lo material y viceversa se mantenía tan inexplicable como al principio. Resulta por ello doblemente asombroso que un filósofo que se había propuesto no aceptar como verdad ninguna doctrina que no fuera absolutamente evidente se conformase con una explicación tan absurda desde el punto de vista del análisis racional y tan claramente alejada de la comprobación experimental , y que además fuera capaz de verla como evidente. En resumidas cuentas, se trataba de un error asombroso.
La consideración según la cual el alma era una sustancia dis¬tinta del cuerpo le sirvió para excluir al ser humano del mecanicismo que había defendido como explicación del comportamiento de la res extensa y del resto del mundo biológico, insistiendo en la existencia de una diferencia esencial entre los animales y el hombre porque, mientras los animales serían simples configuraciones de la materia especialmente complejas, pero sometidas en todo caso al determi¬nismo mecanicista, el ser humano, aunque era una realidad dual, se identificaba propiamente con su alma que gozaba de “libre albedrío” y que, por lo tanto, no es¬taba sometido al mecanicismo determinista de la res extensa. Por ello el “teólogo” francés escribió que
“después del error de los que niegan a Dios [...] no hay nada que aleje tanto a los espíritus débiles del recto camino de la virtud como el imaginar que el alma de las bestias es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por lo tanto, no hemos de temer ni esperar nada después de esta vida, de la misma manera que las moscas o las hormigas; mientras que, si sabemos cómo son de diferentes, se comprenden mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una natu¬raleza enteramente independiente del cuerpo, y por lo tanto, que no está sujeta a morir con él y puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juz¬gar por todo esto que es inmortal” .
Sin embargo, al igual que en otras ocasiones y aunque la defensa cartesiana del mecanicismo aplicado al mundo biológico fue realmente una intuición fructífera para el avance de la Biología, las explicaciones que introdujo para mantener las diferencias abismales entre los animales y el hombre se basaban en la aceptación de prejui¬cios procedentes de la filosofía platónica y, sobre todo, del cristia¬nismo y de la filosofía escolástica, que tuvieron mucho más peso en Descartes que la toma en consideración de puntos de vista de otros filósofos de la antigüedad como los atomistas, que habían defendido el materialismo y, en consecuencia, una interpretación determinista del conjunto de cambios de la naturaleza, o como Anaximandro y Empédocles, que ya habían defendido el evolucionismo, o como también el mismo Aristóteles, que no había aceptado el dualismo platónico radical según el cual el alma podía existir separada del cuerpo, ni la de la existencia de una diferencia tan radical entre el alma del ser humano y la del resto de seres vivos, sino sólo una dife¬rencia de cualidades, que, en el caso del ser humano, radicaba en su capacidad racional. En estos planteamientos Descartes ni siquiera puso el cuidado más mínimo a la hora de aplicar la regla de la evidencia, a la que en teoría tanto valor concedía. Pues, en contra de la doctrina cartesiana, idéntica a la cristiana, lo evidente no era la exis¬tencia de diferencias tan radicales entre el psiquismo de los animales y el del hombre, sino, por el contrario, la de unas semejanzas real¬mente claras, especialmente si, en lugar de comparar el psiquismo humano con el de las moscas o el de las hormigas, como hizo Des¬cartes con la intención –aparente al menos- de que la distancia entre el psiquismo humano y el de los animales en general pareciera más radical, hubiese realizado tal comparación en referencia a animales como el chimpancé o el gorila o como el perro, con cualidades psíquicas especialmente desarrolladas, que en algún caso llegan a superar a las del propio ser humano . Además, no era tan difícil com¬prender que los animales percibían, sentían y tenían toda una se¬rie de procesos mentales similares a los del hombre, al margen de que tales fenómenos tuvieran una explicación natural que ni en el caso de los animales ni en el caso del hombre requerían de un princi¬pio fantasmagórico inmaterial como el que pretende expresarse me¬diante el concepto de “alma”. En cualquier caso, si algo estaba cerca de la “evidencia”, por lo menos de una evidencia mayoritaria entre los pensadores no ligados o controlados por la jerarquía católica, era precisamente lo contrario de lo que Descartes defendió.
No obstante y a fin de presentar el problema de la relación psicofísica de un modo más aceptable, el filósofo francés consideró igualmente que en realidad los movimientos conscientes no eran causados directamente por la res cogitans, pues lo único que ésta podía hacer era alterar la dirección de los movimientos del cuerpo, gracias a la relación existente entre el alma y el cuerpo a través de la glándula pineal. Pero esta explicación, como ya se ha indicado, fue un intento nada serio de presentar como solucionado un problema irresoluble, que simplemente se trasladaba al de tener que explicar la relación del alma con la glándula pineal. El problema, pues, permanecía irresoluble en cuanto se plantease a partir del prejuicio de que cuerpo y alma fueran dos sustancias radicalmente distintas.
En relación con esta cuestión tiene especial mencionar el punto de vista de la princesa Elisabeth de Bohemia, quien en 1643 escribió una carta al pensador francés en la que le planteaba el núcleo del problema de la interacción entre alma y cuerpo, rogándole que “me hagáis saber de qué forma puede el alma del hombre determinar a los espíritus del cuerpo para que realicen los actos voluntarios, siendo así que no es el alma sino substancia pensante” . La respuesta de Descartes fue realmente significativa, pues conociendo la perspicacia de la princesa y, queriendo ser con ella menos frívolo que con el resto de la humanidad, lo único que se le ocurrió fue comparar me¬diante una especie de metáfora la relación entre el cuerpo y el alma con la existente entre un cuerpo y la fuerza de gravedad, conside¬rando que del mismo modo que se sabe que
“tiene fuerza para desplazar el cuerpo que la alberga hacia el centro de la tierra [sin embargo] no suponemos que sea la consecuencia de un contacto real entre dos superficies” .
Esta comparación, sin embargo, era inadecuada –como no podía ser de otra manera-, a no ser que Descartes hubiera entendido que la gravedad, concepto especialmente complicado y difícil para la Física en aquellos tiempos, tenía una entidad similar a la de la res cogitans y que, por lo tanto fuera una misteriosa fuerza espiritual que arras¬traba a los cuerpos hacia el centro de la Tierra, lo cual, por otra parte, habría conducido de nuevo a la pregunta por el mecanismo según el cual actuaba una fuerza como ésa.
En su respuesta a esta carta la princesa vuelve a centrarse en la cuestión central del problema y, hablando con sinceridad y sin complejos le dice muy acertadamente a su maestro: “confieso que me sería más fácil otorgar al alma materia y extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad de mover un cuerpo y de que éste lo mueva a él” .
A continuación de esta carta que de forma persistente le pide una explicación de lo inexplicable, Descartes responde dando síntomas de encontrarse perdido, sin saber qué responder, y, entre otras cosas, dice a la princesa:
“no me parece que la mente humana pueda concebir con claridad al tiempo la distinción entre el alma y el cuerpo y su unión, puesto que, para ello, es menester concebirlos, simultáneamente, como una sola cosa y como dos, y en ello hay contradicción […] Pero, puesto que Vuestra Alteza comenta que, no siendo el alma material, es más fácil atribuirle materia y extensión que capacidad para mover el cuerpo y que éste la mueva, le ruego que tenga a bien otorgar al alma sin reparos la materia y la extensión dichas, pues concebirla unida al cuerpo no es sino eso. Y tras haberlo concebido con claridad y haberlo sentido en su fuero interno, le será fácil pensar que esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento, porque aquélla reside en un lugar determinado y excluye de él la extensión de cualquier otro cuerpo, cosa que no acontece con ésta. Y, así, no podrá por menos Vuestra Alteza de volver a distinguir fácilmente el alma del cuerpo sin que sea óbice para ello el haber concebido su unión” .
Se trataba de una respuesta contradictoria o al menos máximamente confusa, en la que el pensador francés comienza reconociendo la imposibilidad de pensar a un mismo tiempo la realidad dual del hombre, en cuanto compuesto de cuerpo y alma, y su realidad unitaria, pues como el propio pensador reconoce, “en ello hay contradicción”. Pero la confusión de las explicaciones del pensador francés es tal que es seguro que ni él mismo sabía qué quería decir con su enre¬vesado concepto de una “extensión del pensamiento”, pues, en pri¬mer lugar, concede a la princesa que considere que el alma es material y extensa, al igual que el cuerpo. Pero a continuación y sin clari¬dad de ninguna clase, le indica que “esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento”, lo cual era conceder a la res cogitans una cualidad que per¬tenecía como esencia a la res extensa. En fin, se trataba de una res-puesta ininteligible en cuanto hablaba de una “extensión del pensa¬miento”, que, por muy diferente que fuera de la extensión de la mate¬ria, era realmente un concepto imposible de imaginar.
Además, resulta muy sintomático de lo incómodo que Descar¬tes se encontraba al tratar de esta cuestión el hecho de que hacia la parte final de este escrito, bastante breve, por cierto, diga a la prin¬cesa que
“sería muy perjudicial tener el entendimiento ocupado en esa meditación con excesiva frecuencia” ,
y que unas líneas más adelante se excuse de seguir tratando el tema diciéndole que
“una enojos noticia que acaba de llegarme de Utrecht, en donde me cita el magistrado para examinar lo que escribí acerca de uno de sus ministros, sin tener en cuenta que se trata de un hombre que me ha calumniado de forma indigna ni que lo que yo escribí acerca de él no es de pública notoriedad, me obliga a concluir aquí para dedicarme a arbitrar los medios de librarme lo antes posible de tan ingratos pleitos” .
Se trataba de excusa insólita, pues en relación con la princesa Descartes nunca se hubiera excusado de escribirle una carta más extensa para tratar de cualquier cuestión que hubiera sabido cómo tratar, por más problemas de cualquier otra índole que hubiera tenido. A la vez su excusa iba acompañada de la comunicación de un problema per¬sonal, cuyo significado podía ser el de desplazar una petición a la princesa en el sentido de que no le torturase con esas preguntas que no podían tener una respuesta coherente posible, comunicándole en su lugar que tenía graves problemas personales que le impedían alar¬gar su carta.
Y ciertamente, con una respuesta tan confusa, a la que se añadía ese final en el que Descartes manifestaba de forma más o me¬nos directa o indirecta su deseo de no seguir tratando esa cuestión, lo único que quería lograr es que la princesa desistiese de volverle a preguntar por temor a poner en evidencia la atrevida ignorancia de su mentor. Sin embargo, la princesa insistió en el planteamiento de sus dudas y en su siguiente carta del mes de mayo de ese mismo año llegó a decir a Descartes que “Aunque el pensamiento no precise de la extensión, tampoco es cosa que le repugne […] No me disculpo por confundir, lo mismo que el vulgo, la noción del alma con la del cuerpo; pero no por ello salgo de la primera duda” .
Sin embargo, su sabio amigo pasó a otro tema sin volver a hacer referencia a éste, como si la princesa no le hubiera vuelto a pe¬dir explicaciones. Su silencio parece una muestra clara del recono¬cimiento de que no sabía que responder a estas objeciones. El respeto y la admiración que sentía por la princesa, así como el conocimiento de su agudeza a la hora de analizar lo que leía le impidieron seguir haciendo la comedia con que trataba de embaucar alegremente a la “sociedad culta” que le rodeaba, de manera que, en cuanto sus anteriores manifestaciones tan aparentemente eruditas y científicas en realidad no demostraban nada, lo mejor era guardar silencio.
Finalmente y por lo que se refiere a la consideración cartesiana del alma como la auténtica esencia del hombre aunque estuviera unida a un cuerpo, desde el punto de vista de la Ciencia habría que puntualizar, en primer lugar, que la utilización del concepto de “esencia” representa por sí mismo una concesión penosa a la metafísica aristotélica que en este punto ya había recibido críticas suficientemente serias y, en segundo lugar, que en cuanto Descartes pretendía referirse con el término “alma” a una sustancia inmaterial que sería el sujeto de los diversos procesos mentales y que, por definición, no podría ser objeto de ningún tipo de percepción sensible, ni la Ciencia ni la Filosofía pueden decir nada de ella en cuanto no puede ser ni racional ni empíricamente demostrada, por lo que el valor de la “evidencia intuitiva” cartesiana puede compararse en ca¬sos como éste, que no son pocos, a la de la idoneidad de cualquier espejismo para calmar la sed.
Por otra parte, aunque es fácil tomar conciencia de la diferencia existente entre los fenómenos físicos y los psíquicos, puede constatarse igualmente la existencia de una clara correspondencia entre unos y otros a nivel cerebral, tal como se observa desde la Neuro¬logía o desde la Fisiología cerebral. Por ello, la pretensión de que exista “el alma”, como realidad con unas cualidades radicalmente heterogéneas con respecto a la realidad del cuerpo no parece ser otra cosa que un antiguo mito que condujo al olvido del carácter unitario del ser humano, introduciendo en él un componente mágico, ese “fantasma en la máquina” según la expresión de Gilbert Ryle. En este punto, al igual que en muchos otros, el uso inadecuado del len¬guaje contribuye a mantener tales confusiones induciendo a imaginar que, más allá de cualquier término lingüístico, debe de existir una realidad que se corresponda con él, como sucede con los términos “alma”, “nada”, “Dios”, “libre albedrío” y muchos otros para los que no existe un concepto consistente que vaya más allá de la confusa sugerencia de algo que no se sabe qué podría ser –si es que pudiera ser algo-.
5.2.3. La res cogitans y la libertad
Un problema de la libertad ocupó también bastantes páginas en la obra de Descartes, a pesar de que no dio soluciones nuevas y de que incurrió en los mismos errores de otros autores no llegando a comprender que el problema al que se enfrentaba era sólo un pseudo-problema, un problema meramente lingüístico.
El enfoque cartesiano del problema de la libertad estuvo lleno de incoherencias, dando soluciones superficiales para todos los gustos y entremezclando conceptos muy diversos de libertad, contradictorios entre sí en diversas ocasiones, como en las ocasiones en que aceptó la doctrina del intelectualismo socrático acerca del comportamiento humano, para negar su valor en otros momentos, siendo al parecer inconsciente de tales contradicciones derivadas de su tradicional frivolidad, e incoherente con las doctrinas que había defendido en otras ocasiones, como si fuera amnésico. Así, cuando intentaba hacer compatible la libertad humana con la omnipotencia divina incurría en contradicciones inevitables de las que sorprendería que no hubiera sido consciente si no fuera por la serie de ocasiones en que incurrió en contradicciones similares sin que al parecer llegase a percatarse. En alguna ocasión argumentó que la libertad era un fenómeno que no requería de demostración alguna, pues se intuía de manera directa. En este punto tenía razón, pues efectivamente tenemos conciencia de que en muchas ocasiones podemos hacer lo que queremos y en eso precisamente consiste la libertad. Sin embargo, la falacia que se suele producir en esos momentos consiste en que a partir de tal intuición se pretende que las acciones humanas no están sometidas a la necesidad que aflora como consecuencia de la suma de las tendencias, deseos y necesidades, conscientes e inconscientes, del ser humano en cuanto sus decisiones voluntarias están sometidas al determinismo de sus motivaciones, y, por ello, este concepto de libertad, en cuanto va unido al de necesidad, en ningún caso podría fundamentar los conceptos de responsabilidad, mérito y culpa o bondad y maldad de los actos humanos, conceptos aceptados por Descartes, como fiel lacayo de la jerarquía católica.
Gran parte de las contradicciones en que incurrió al tratar esta cuestión se relacionan, como ya se ha dicho, con su sorprendente frivolidad a la hora de utilizar el término libertad, que entendió de maneras muy diversas, como en especial las siguientes:
1) Como indiferencia, en cuanto la voluntad se decida por la consecución de un objetivo sin motivo alguno que le conduzca a preferirlo por encima de cualquier otro que el de su propia libertad. Tal concepto de libertad era equivalente al de una capacidad de autodeterminación de la voluntad para elegir sin sentir atracción alguna hacia el objetivo que eligiese. Descartes consideró esta forma de libertad como su expresión más baja al afirmar que se trataba de
“poderse determinar hacia cosas por las cuales tenemos una absoluta indiferencia” .
Ahora bien, considerar como libre esta forma de actuar es equívoco o erróneo en cuanto, desde el momento en que la voluntad no disponga de motivo alguno para dirigirse hacia un objetivo más que a otro, habría que considerar la decisión correspondiente como azarosa y no como libre. Pero, además, aunque en principio pueda imaginarse la hipótesis de una elección entre acciones indiferentes, en realidad no existe elección o decisión de la voluntad que no se produzca por algún motivo, por muy irracional o impulsivo que sea o por mínimo que sea el atractivo que impulse a elegirlo, pues en caso contrario, al no existir motivo alguno que provoque las decisiones de la voluntad, éstas ni siquiera se producirían o, en el caso de que pudieran producirse, sólo surgirían como un impulso ciego, concepto que también considera Descartes como una forma de libertad, según se indica a continuación.
2) Como voluntad en el sentido de simple impulso del alma sin relación con objetivo alguno que la determine.
En Las pasiones del alma Descartes se refiere a este concepto cuando entiende las “voluntades” como “emociones del alma” que “son causadas por ella misma” y, en consecuencia, sin que dependan de una realidad ajena:
“[Añado también que las pasiones] son motivadas, manteni¬das y amplificadas por algún movimiento de los espíritus a fin de distinguirlas de nuestras voluntades, que podemos llamar emociones del alma que se refieren a ella, pero que son causadas por ella misma” .
Desde una perspectiva religiosa, muy lejos todavía de los planteamientos de Schopenhauer, Descartes se aproxima aquí a la intuición del voluntarismo del alemán, quien consideró que la esen¬cia última de la realidad, no sólo del hombre sino del Universo en general, podía ser considerada como voluntad, una voluntad que no tendría su restrictivo sentido humano usual, que no surgiría como consecuencia de una intelección previa del bien y que, en consecuen¬cia, convertiría la supuesta libertad –en su sentido de “libre al¬bedrío”- en un espejismo en cuanto no fuera ese bien el que la de¬terminase, sino una fuerza ciega determinante de los continuos cam¬bios de la realidad en general y del ser humano en particular. Sin embargo, Descartes todavía se encuentra muy lejos de hablar de la voluntad como esencia última de la realidad, pues, encorsetado en las doctrinas católicas, la ve como una potencia divina de carácter ab¬soluto y también como una potencia humana que capacita al hombre para generar sus propias decisiones con independencia del valor de los objetivos a los que tienda en cuanto impliquen la satisfacción de una necesidad. Y aquí es donde, en los momentos en que defiende un punto de vista semejante, el planteamiento cartesiano se convierte en irracional al no haber comprendido que el querer humano no es una potencia independiente que pueda tender hacia cualquier objetivo, sino que son éstos los que, en cuanto el ser humano los perciba, racional o irracionalmente, como satisfactorios de alguna necesidad, se convierten en determinantes de sus decisiones.
Schopenhauer defendió en el siglo XIX que la esencia última de la realidad estaba constituida por la voluntad, una voluntad ciega, inconsciente y anterior a toda racionalidad, presente tanto en el ser humano como en el resto de la naturaleza, llegando a considerar la misma fuerza de la gravedad como una manifestación de dicha voluntad en la Naturaleza. Un planteamiento bastante similar al de Schopenhauer fue el defendido por Nietzsche, quien, a propósito de tal concepto, le añadió la especificación voluntad “de poder”, queriendo decir con ella que la voluntad tiende a un objetivo, que es el de la progresiva integración de fuerzas en unidades cada vez mayores, aunque esta finalidad parecía ser transitoria en cuanto a lo largo del tiempo, como también sucedía en la filosofía de Heráclito, todo se destruía de nuevo para dar lugar a una nueva y eterna repeti¬ción .
También Descartes se refiere a la voluntad y al querer como potencia esencial, pero no atribuida a la Naturaleza en general ni al hombre en particular, sino sólo referida al dios cristiano, que sería voluntad infinita no sometida a nada, ni siquiera al principio de contradicción ni a valores morales anteriores por los que debiera guiarse. Dios sería voluntad y libertad absoluta y creadora, y su querer sería el origen de todo ser y de todo valor. En una carta a la reina Cristina de Suecia le dice que la libertad del hombre es su cualidad más noble y la que más le hace asemejarse a Dios , y en Las pasiones del alma escribe:
“Pero la voluntad es por naturaleza tan libre que jamás puede ser constreñida; y [sus acciones] están en su poder absolutamente y sólo indirectamente pueden ser modificadas por el cuerpo” .
Sin embargo, esta forma de entender la voluntad humana no tendría nada que ver con la libertad en ninguna de las acepciones con que se utiliza este término, pues o bien se entiende como capacidad para realizar lo que se ha decidido, entendiendo a la vez que la propia decisión depende de objetivos que se le presentan de manera atractiva y que por lo tanto determinan a la voluntad en cuanto no haya otros objetivos que la motiven con mayor intensidad, o bien, desde una perspectiva mítico-religiosa se la intenta presentar como una absurda capacidad de elegir entre el bien y el mal, lo cual convertiría al hombre en un “agente moral”, “responsable” de sus actos, “bueno” o “malo” según que sus elecciones “libres” se encaminasen hacia el primero o hacia el segundo, y “laudable” o “condenable” como consecuencia de lo anterior. En el caso del anterior punto de vista de Descartes habría que decir simplemente que cualquier decisión de la voluntad que no dependiera de nada más que de sí misma, sin objetivos que de algún modo la encauzasen, tal forma de decisión no de¬bería recibir otro nombre que el de azar.
3) Desde otro punto de vista, Descartes entiende la libertad como sinónimo de espontaneidad, entendiendo que, cuanto mayores son los motivos que le inducen a obrar de un determinado modo, con mayor libertad actúa, ya que la voluntad no actúa en contra de sí misma sino en favor de aquello que apetece:
-“lo libre y espontáneo y voluntario son completamente lo mismo […] Me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu” ,
-“hacer libremente una cosa o hacerla gustosamente o bien hacerla voluntariamente no son más que una misma cosa. Y en este sentido he escrito que yo me inclinaba tanto más libremente a una cosa cuantas más razones me impulsaban” .
Esta forma de entender la libertad es acertada y, por ello, resulta perfectamente comprensible, pues se dice que uno actúa libremente no cuando obra sin motivo alguno sino cuando siente que actúa sin que nada le impida hacer lo que ha decidido y cuando sus decisiones se corresponden con sus motivos, necesidades o deseos. Tal concepto de libertad es el único coherente con la simultánea aceptación cartesiana del intelectualismo socrático, en las ocasiones en que tal aceptación se produce. Por ello, como luego se verá, al pensador francés se le plantea un problema cuando, desde la perspectiva de la jerarquía católica, cuyas bendiciones tanto le importaban, en ocasiones no le queda más remedio que negar la doctrina del intelectualismo socrático para defender otra más coherente con la ortodoxia católica y con sus ideas de responsabilidad, mérito y culpa, recompensa y castigo, entendidos en un sentido absoluto.
4) Como adhesión voluntaria, pero igualmente necesaria, al bien presentado por el entendimiento, doctrina determinista en la que consiste el intelectualismo socrático.
De acuerdo con el intelectualismo socrático, en diversas ocasiones Descartes entiende el comportamiento libre como aquel que viene guiado por el bien, tal y como lo presenta el entendimiento. En este sentido escribe:
-“como nuestra voluntad no se determina a seguir o a huir de nada sino en cuanto nuestro entendimiento se lo represente como bueno o malo, basta con juzgar bien para obrar bien y con juzgar lo mejor que se pueda para obrar también lo mejor que se pueda” .
-“Si yo conociera siempre claramente lo que es verdadero y bueno, jamás me tomaría el trabajo de deliberar acerca de qué juicio debiera formar y qué elección hacer, y de ese modo sería enteramente libre, sin ser jamás indiferente” .
-“si [lo malo] lo viéramos claramente nos sería imposible pecar mientras lo viéramos de esta manera; por esto se dice que omnis peccans est ignorans (todo el que peca ignora)” .
Acerca de esta nueva perspectiva tiene especial interés hacer referencia a una carta a Mersenne, como respuesta a otra de su amigo en la que éste juzgaba que el intelectualismo socrático, de carácter determinista, conduciría a la negación de la responsabilidad moral, en cuanto la voluntad siempre se vería forzada a actuar desde la consideración del bien. En dicha carta, de mayo de 1637, Descartes se defiende de la crítica de su amigo Mersenne amparándose en “la doctrina ordinaria de la escuela” según la cual
“la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo representa bajo alguna razón de bien […] de manera que si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar en su elección” .
Pero, a continuación y con su frivolidad habitual, añadió a esta consideración acertada la de que el entendimiento presentaba a la voluntad “diversas cosas al mismo tiempo”, de forma que los “espíritus débiles” llegarían a confundir el auténtico bien con otro de carácter inferior. Esta explicación, además de no ser original en absoluto, pues ya había sido adoptada por Tomás de Aquino cuando escribió “voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni, sed, quia bonum multiplex est, propter hoc non ex necessitate determinatur ad unum” era asombrosamente simplista y desde luego no solucionaba el problema planteado por Mersenne, pues seguía dando una explicación determinista de los casos de comportamiento en los que sólo aparentemente se dejaba de actuar de acuerdo con la elección del bien mayor al indicar que la causa del error en la elección se encontraba no en la existencia de una libertad para elegir o dejar de elegir cualquier objetivo sino en que “los espíritus débiles” confundían el bien auténtico con otro. Pero lo que no dijo es que esa interpretación continuaba anclada en el determinismo, en cuanto era esa confusión lo que determinaba una elección equivocada, y, por ello, el ser humano no podía ser responsable de tales decisiones, ya que no eran el resultado de una decisión consciente de obrar mal sino la consecuencia de una simple confusión entre el bien auténtico y un bien inferior.
En este punto Descartes no llega a plantear ni de lejos las interesantes y acertadas explicaciones que ya Aristóteles había presentado dos mil años antes acerca del fenómeno de la akrasía en su Ética Nicomáquea. Es evidente, por otra parte, que el pensador francés no podía estar especialmente motivado para esta tarea, que le habría podido conducir a la defensa de un planteamiento determinista, teniendo en cuenta que el intelectualismo socrático, asumido por Aristóteles, implicaba que siempre se actuaba de acuerdo con el mayor bien y que los fenómenos de akrasía o falta de autodominio, que llevaban a actuar a partir de la confusión producida por la atracción del placer y en contra de lo mejor en un sentido más pleno, tenían una explicación psicológica según la cual lo que sucedía era que el último juicio práctico antes de la decisión era consecuencia no de un planteamiento estrictamente racional sino de otro en el que el deseo interfería de modo inevitable en las deliberaciones de la mente, de manera que la conclusión de dicho juicio dejaba de ser estrictamente racional en la medida en que el sujeto no se encontrase en posesión de la phrónesis o sabiduría práctica para no ser arrastrado por la búsqueda ciega del placer y para elegir así el bien más auténtico.
La presión psicológica procedente de su ámbito cultural y de su círculo de amistades clericales, entre las que gozaba de notable prestigio, las observaciones de su amigo el padre Mersenne y el temor del pensador francés a que la alta jerarquía católica pudiera condenar sus doctrinas debieron de conducirle a alejarse de estos planteamientos, neutralizando su defensa del intelectualismo socrático con una contradictoria crítica de esta misma doctrina por los motivos indicados y con la misma frivolidad de otras ocasiones. Así, en la carta a Mersenne a la que se ha hecho referencia dice lo siguiente:
“Usted rechaza lo que he dicho: que basta juzgar bien para actuar bien; y, sin embargo, me parece que la doctrina ordinaria de la escuela es que voluntas non fertur in malum, nisi quatenus ei sub aliqua ratione boni repraesentatur ab intellectu (la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo presenta bajo alguna razón de bien) de donde procede este dicho: omnis peccans est ignorans (todo el que peca es ignorante); de manera que, si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección. Pero a menudo se le representan diversas cosas al mismo tiempo; de donde procede el dicho video meliora proboque (veo lo mejor y lo apruebo) que es para los espíritus débiles…” .
Es decir, mientras Mersenne defiende la doctrina tradicional católica, que preserva la libertad de la voluntad frente a cualquier bien propuesto por el entendimiento, Descartes comienza por defender, de acuerdo con la tesis socrática, la total subordinación de la voluntad respecto al bien propuesto por el entendimiento, pero, cuando se da cuenta de que tal punto de vista podría ser criticado por su carácter determinista, entonces recurre a la misma solución adoptada por Tomás de Aquino según la cual, como los bienes presentados por el entendimiento a la voluntad son diversos, la voluntad puede equivocarse y no elegir necesariamente el bien mayor.
Y por ello, a fin de escapar a cualquier posible acusación por aceptar doctrinas contrarias a las de la ortodoxia católica, Descartes cita a Ovidio (“video meliora proboque, deteriora sequor” ) –igual que podía haber citado a Pablo de Tarso cuando escribió “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” -. No obstante, su autodefensa podía haber sido objeto de réplica por parte de su amigo, quien podía haberle criticado que con su respuesta según la cual “si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección” seguía afirmando la dependencia absoluta de la voluntad respecto al entendimiento -en cuanto si la voluntad elegía una determinada acción era porque el entendimiento se la había presentado como buena- y se mantenía instalado en el determinismo del intelectualismo socrático.
No obstante, esta defensa del intelectualismo socrático no estuvo acompañada en Descartes de una defensa explícita y coherente del determinismo –pues muy difícilmente habría podido ser de otra manera teniendo en cuenta su total sumisión a las doctrinas de la jerarquía católica, con su enorme poder político y social, y las creencias del círculo de sus amistades-, pero es evidente que la doctrina socrática implicaba un determinismo del bien, al margen de que, como consecuencia de su instinto especial para ocultarse aquellas cuestiones que pudieran plantearle problemas, el pensador francés tal vez no llegase a ser consciente de ello.
Por otra parte, aunque en ocasiones defendió a la vez el libre albedrío y el intelectualismo ético, conviene tener en cuenta que, mientras el intelectualismo ético tiene carácter determinista, el concepto de “libre albedrío”, al margen de su carácter esencialmente confuso, va unido a la idea de que la voluntad humana no estaría sometida necesariamente a la elección del bien , y, por ello, implica la negación del intelectualismo socrático y la doctrina de que se puede elegir el mal a conciencia. Sin embargo, esta doctrina implica una contradicción en cuanto se entienda que los conceptos de bien y de mal no tienen un valor absoluto sino relativo, de manera que sólo adquiere sentido cuando se indica en relación con qué un determinado objeto puede ser considerado como alto, mayor, grande, bueno o malo-, lo cual equivale a decir que no existe algo así como el bien o el mal en sí, sino el bien y el mal como conceptos abstractos que hacen referencia a aquello que nos satisface o nos molesta, nos hace sentirnos dichosos o nos provoca malestar, y que en último término, tal como indicó Spinoza, con los conceptos de “bueno” y “malo” se hace referencia respectivamente a “aquello que se desea” o a “aquello hacia lo que se siente aversión”. En este sentido el planteamiento aristotélico, al definir el bien como “aquello a lo que todo tiende” , era acertado, y, de acuerdo con tal definición, no era posible elegir el mal por el mal sino sólo en cuanto apareciera como bien.
Sin embargo, por lo que se refiere a la relación entre determinismo y libertad no sucede lo mismo, pues el concepto de libertad no está reñido con el de determinismo, ya que, aunque desde el determinismo socrático se defiende la relación necesaria entre la deliberación y la decisión , se sigue considerando que las acciones humanas necesarias son a la vez voluntarias, en cuanto proceden de la propia voluntad, y no son causadas por una realidad ajena a la del hombre, como Aristóteles acepta sin problemas y como Descartes acepta cuando no tiene en cuenta las consecuencias de tal doctrina, contrarias a las que se relacionan con el “libre albedrío”, ni los ataques y condenas de todo tipo que podría haber recibido de la jerarquía católica, ni en general el desprecio en que podía convertirse el prestigio de que gozaba entre sus amistades del alto clero católico.
Es posible que por este motivo, cuando posteriormente, en mayo de 1644, escribió una carta al padre Mesland en la que trataba de esta cuestión, intentase profundizar en el tema para encontrar un argumento por el que pudiera defender a un tiempo el intelectualismo socrático y el “libre albedrío”. En esta carta comienza por aceptar el intelectualismo socrático cuando dice que
“viendo muy claramente que una cosa nos es propia, es difícil, e incluso creo imposible, mientras se permanezca en este pensamiento, detener el curso de nuestro deseo” .
A continuación, trata de explicar por qué no siempre se elige el bien que “nos es propio” pretendiendo así introducir la libertad frente a tal bien. Sin embargo, su argumentación no escapa al determinismo, pues lo único que consigue es señalar la peculiaridad de la mente humana que le impide estar atenta de manera continuada a las razones que conducen a la voluntad a elegir determinada acción, de manera que por esa constante variación del pensamiento podría presentarse un nuevo juicio que condujese a una decisión distinta de la mejor:
“Pero puesto que la naturaleza del alma es tal que no puede estar más que un momento atenta a una misma cosa, tan pronto como nuestra atención se vuelve de las razones que nos hacen conocer que esta cosa nos es propia y que sólo retenemos en nuestra memoria que nos ha parecido deseable, podemos representar a nuestro espíritu alguna otra razón que nos haga dudar de ella y así suspender nuestro juicio e incluso también acaso formar uno contrario” .
Y, por ello, tal argumentación no implica una auténtica refutación del intelectualismo socrático que pudiese dejar libre el paso a una doctrina como la de que se pueda “elegir el mal voluntariamente”, sino sólo a una explicación de alguna de las causas que podrían impedir que la voluntad se decidiese por el bien mayor, lo cual, aunque impediría que ésta estuviera determinada por dicho bien, no impediría que siguiera estando determinada por aquel bien secundario que apareciese con mayor atractivo ante la mente en el momento de la decisión. Sin embargo, aunque en esta carta el pensador francés sigue defendiendo el intelectualismo socrático, de manera incoherente y frívola, olvidando lo que había defendido en otras ocasiones, considera que se puede elegir el mal voluntariamente, tal como se muestra a continuación.
5) La libertad como capacidad de la voluntad para elegir o no elegir el bien presentado por el entendimiento.
En efecto, a pesar de estar en contradicción con su anterior defensa del intelectualismo socrático, puede observarse cómo en otros momentos, con su frivolidad habitual Descartes rechaza la doctrina socrática para defender la contraria con la mayor naturalidad del mundo, sin dar explicaciones acerca de los motivos de su cambio de perspectiva, como si hubiera olvidado la serie de momentos en que había defendido el planteamiento socrático. Así sucede, por ejemplo, cuando en otra carta al padre Mersenne, escrita cuatro años después de aquella en la que había defendido el intelectualismo socrático, le dice en contradicción con aquel punto de vista:
“siempre somos libres de no seguir un bien que nos es claramente conocido o de admitir una verdad evidente sólo con tal de que pensemos que es un bien testimoniar de ese modo la libertad de nuestro libre albedrío” .
Sin hacer una referencia directa al filósofo francés, aunque quizá teniéndola en cuenta, un planteamiento como éste fue posteriormente criticado con acierto por Hume cuando expuso que precisamente el deseo de mostrar “la libertad de nuestro arbitrio” se convertiría en tales casos en la causa determinante que conduciría a la elección de una acción diferente a la se habría elegido si ese deseo de demostrar la existencia del “libre albedrío” no hubiese interferido. Escribe Hume en este sentido: “La mayor parte de las veces experimentamos que nuestras acciones están sometidas a nuestra voluntad, y creemos experimentar también que la voluntad misma no está sometida a nada [pero] por caprichosa e irregular que sea la acción que podamos realizar, en cuanto el deseo de mostrar nuestra libertad sea el único motivo de nuestras acciones, nunca nos veremos libres de las ligaduras de la necesidad” .
Hume quiere llamar la atención acerca del hecho de que quienes defienden la doctrina del libre albedrío a partir de la experiencia de obrar desde la propia voluntad, sin que las acciones sean consecuencia de motivación alguna, pasan por alto que en esos casos el deseo de mostrar esa absurda libertad sería el motivo que les estaría determinando para actuar del modo según el cual lo hicieran. Téngase en cuenta, además, que la ausencia de motivos sólo podría salvar del determinismo en cuanto ninguna acción derivaría de una motivación anterior, pero no por ello conduciría al inefable reino del “libre albedrío”, sino, todo lo más y en cuanto ello tuviera algún sentido, al del azar irracional.
En una afirmación similar, que se encuentra en una carta a Mesland (?), de 9 de febrero de 1645, Descartes proclama de nuevo de manera incomprensible y en contradicción con las ocasiones en que defiende la tesis socrática que
“la mayor libertad consiste […] en un uso mayor de aquel poder positivo que tenemos de seguir las cosas peores aunque veamos las mejores” .
Esta interpretación de la libertad, más acorde con la doctrina católica, según le había recordado su amigo Mersenne, es la que le permite defender la doctrina del “libre albedrío” como aquella forma de libertad por la que se podría elegir “libremente” entre lo bueno y lo malo, de forma que el hombre sería responsable de sus actos y éstos serían laudables o condenables, al margen de que, de acuerdo con Tomás de Aquino, Descartes aceptase igualmente la absurda doctrina de que la salvación o la condena del hombre no fueran consecuencia de sus actos sino de la predestinación divina. En este punto además, parece que, preocupado por las posibles censuras eclesiásti¬cas, en su carta a Mersenne de mayo de 1637 ya se había defendido de posibles ataques, puntualizando que
“el actuar bien de que hablo no puede entenderse en términos de Teología, en donde se habla de la Gracia, sino solamente en términos de filosofía moral y natural, en donde no se considera de ningún modo esta gracia; de manera que no se me puede acusar por esto del error de los pelagianos” ,
que defendían que el hombre se salvaba por sus méritos y no por la gracia divina. Sin embargo, aunque a través de estas palabras se curaba en salud ante cualquier posible represalia procedente de la jerarquía católica, Descartes aceptaba con su frivolidad acostumbrada la doctrina averroísta de la “doble verdad”, una de carácter filosófico y otra de carácter teológico, al hacer referencia a la gracia divina, de manera que lo que desde una perspectiva era falso desde la otra podía ser verdadero y viceversa.
En una carta a la reina Cristina de Suecia y teniendo en cuenta que desde el protestantismo se hacía especial hincapié en la doctrina de la predestinación divina, claramente contraria a la del libre albedrío, Descartes quiso, al parecer, intensificar sus manifestaciones de fervor católico por lo que se refiere a la defensa del libre albedrío, proclamando que éste
“es de suyo la cosa más noble que pueda haber en nosotros, tanto que nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él y que, por consiguiente, su buen uso es el más grande de todos nuestros bienes” .
Puede observarse que en este texto Descartes casi llega a incurrir en un peligroso desliz teológico al afirmar que “el libre albedrío […] parece eximirnos de estar sujetos a él [= a Dios]”. Por suerte o por cautela la expresión utilizada no fue muy precisa en el sentido de negar el poder divino sobre las decisiones de la voluntad humana y eso, junto con el hecho de que lo que escribía era una carta particu¬lar, le libró de la peligrosa acusación de la herejía consistente en ne¬gar la predeter-minación divina y la correspondiente subordinación de las decisiones humanas a la voluntad divina, tal como enseñó Tomás de Aquino.
Por otra parte y en relación con la carta a Mesland antes citada, lo que más sorprende de ella no es el punto de vista que defiende, contradictorio con el intelectualismo socrático, sino el hecho de que allí mismo y apenas unas cuantas líneas más abajo, el pensador francés no desaproveche la ocasión de abandonarse a una nueva contradicción al considerar, por una parte, que la mayor libertad consiste en poder elegir las cosas peores, mientras que sólo unas líneas más abajo había afirmado justamente lo contrario:
“me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu” .
Pero, en coherencia con la moral católica Descartes no puede evitar tener que defender a continuación la responsabilidad del hombre en cuanto
“es el autor de sus acciones y se hace merecedor de elogio por ellas. Pues no se alaba a los autómatas porque realizan exac¬tamente todos los movimientos para los que han sido fabrica¬dos, puesto que los hacen de un modo necesario, sino que se alaba a su constructor” .
En una consideración de esta clase es donde puede verse el alejamiento cartesiano del intelectualismo socrático, pues desde esta última doctrina es perfectamente compatible la defensa de la necesi¬dad de las acciones voluntarias con la de su carácter libre ya que, si no hay obstáculos que lo impidan, las acciones proceden de la pro¬pia voluntad y en ese sentido son libres, mientras que se las debe considerar igualmente como necesarias en cuanto no tiene sentido considerar como posible que se pueda intentar hacer otra cosa que aquello que se desea, pues la propia decisión de hacer algo es lo que demuestra cuál es el mayor deseo en ese preciso instante de la deci¬sión. Por este motivo, desde el intelectualismo socrático no tiene sentido hablar de responsabilidad ni de mérito ni de culpa, pues, siendo cierto que las actuaciones de cada uno son manifestaciones de su naturaleza, también lo es que nadie elige tener la naturaleza que tiene. Esa misma consideración fue la que llevó a Aristóteles a defender la doctrina socrática de modo explícito, así como a afirmar la total relación de causalidad entre la deliberación, la decisión y la elección material de lo decidido, afirmando en este sentido que “se elige lo que se ha decidido como resultado de la deliberación” .
6) La libertad como capacidad para elegir voluntariamente las acciones predeterminadas por Dios de modo necesario.
La tradición cristiana en general se había planteado desde hacía muchos siglos el problema de la compatibilidad entre la predetermi-nación divina y la libertad humana sin poder llegar a una solución ni mediante los planteamientos de Tomás de Aquino contra los de Orígenes, ni mediante los de Erasmo de Rotterdam contra Martín Lutero, ni mediante la discusión entre el dominico Domingo Báñez y el jesuita Luís de Molina, ni mediante las discusiones entre los calvinistas F. Gomar y J. Arminio a comienzos del siglo XVII en la Uni¬versidad de Leiden (Holanda), donde J. Arminio había defendido la doctrina del libre albedrío, mientras que F. Gomar había defendido la predeterminación divina sin que se llegase a una solución del problema, en cuanto los conceptos de predeterminación divina y libre albedrío del hombre eran realmente incompatibles, motivo por el cual mientras el papa Clemente VIII condenó como herética la solu¬ción de Molina, que defendía de manera especial la libertad humana, Pablo V aceptó que dominicos y jesuitas tuviesen sus respectivos puntos de vista, rechazando que pudiera considerarse herético cual¬quiera de ellos y considerando tal cuestión como un “misterio”.
En este sentido y para comprender mejor la dificultad insupera¬ble para solucionar este problema tiene interés reflejar los puntos de vista de Tomás de Aquino y de Orígenes, en cuanto representan los polos opuestos en el intento de encontrar una solución a esta cues¬tión.
Cuando Tomás de Aquino (1225-1274) trató el tema de la omnipotencia divina, a pesar de que hubiera deseado salvar también el libre albedrío humano, defendió un planteamiento absolutamente determinista y así, criticando a Orígenes (185-254), defendió la tesis de que Dios no sólo era la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino también la causa de las elecciones y decisiones concretas de dicha voluntad. En este sentido escribe: “Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello [...] De esto parece haber nacido la opi¬nión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones [de la volun¬tad], sino que se refiere a los sucesos exteriores [...] Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Es¬critura. […] Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación” .
De esta manera, la perspectiva de Tomás de Aquino, aunque en teoría pretendía salvar tanto la omnipotencia divina como la libertad humana, conseguía salvar la primera, pero no la segunda, en cuanto las supuestas decisiones libres del hombre estarían predeterminadas por Dios.
Insistiendo en esta misma doctrina, Tomás de Aquino escribe poco más adelante: “Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”. Y en el capítulo siguiente concluye así: “Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia” .
Desde una perspectiva contraria, sin embargo, el punto de vista de teólogos como Orígenes acerca del acto voluntario salvaba la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina en cuanto Orígenes consideraba que las decisiones humanas no estarían sometidas a la voluntad divina.
Descartes, aun sin tener especial interés en tratar esa oscura cuestión teológica y aunque avisa de que
“podemos enredarnos en grandes dificultades si intentáramos conciliar esta preordenación de Dios con la libertad de nuestro arbitrio y comprender simultáneamente una y la otra” ,
se atreve a examinarla, y en Los Principios de la Filosofía defiende de modo explícito la doctrina católica, aceptando por fe que las acciones libres del hombre han sido preordenadas por Dios, aunque esto
“no lo comprendemos bastante [?] como para ver de qué mo-do deje indeterminadas las libres acciones de los hombres” .
Descartes se atreve a reconocer aquí que “no lo comprendemos bastante” y considera que sería absurdo que por el hecho de no comprender este misterio se dejase de aceptar algo que sí se comprende, como sería la existencia de Dios. Pero la verdad es que no sucede simplemente que no se comprenda de modo suficiente la compatibi¬lidad entre el “libre albedrío” y la predeterminación divina de los actos humanos sino que se comprende perfectamente su carácter ab¬surdo, y eso implica que, si se quiere ser coherente con tal compren¬sión, hay que rechazar todo lo que de algún modo se desprenda de ella, del mismo modo que en Lógica se considera falsa cualquier ar¬gumentación que concluya en una contradicción.
Sin proporcionar argumentos de ningún tipo Descartes siguió defendiendo esta misma doctrina de la teología cristiana en una carta del año 1645 a la princesa Elisabeth, en la que tuvo la osadía de decirle:
“todas las razones que prueban la existencia de Dios, y que él es la causa primera e inmutable de todos los efectos que no dependen del libre albedrío de los hombres, prueban de la misma manera, me parece, que él es también la causa de todos los que dependen de dicho albedrío. Pues sólo es posible de¬mostrar que existe considerando que es un ser soberanamente perfecto; y no sería soberanamente perfecto si pudiera suceder cosa alguna en el mundo que no procediera de él .
Sin embargo, más adelante, en respuesta al problema que la princesa le había planteado respecto a esta cuestión, le escribió una nueva carta en la que defendió una tesis distinta, más próxima a la solución del jesuita Luís de Molina. Se trata de un texto especial¬mente importante porque a través de un ejemplo Descartes explica de un modo exhaustivo su intento infructuoso y absurdo de solucionar un problema que o bien él sabía que no tenía solución, en cuanto se trataba de una contradicción, y eso habría sido una prueba más de su mendacidad a la hora de aparentar conocerla, o bien no lo sabía y eso habría sido un indicio de su limitada capacidad para la comprensión de problemas que no tuvieran carácter meramente matemático o físico.
Por su interés para esclarecer esta cuestión se expone a continuación y de manera detallada el ejemplo utilizado por el pensador francés con un comentario crítico. Escribe Descartes:
“Si un rey que ha prohibido los duelos y que sabe con toda cer-teza que dos hidalgos de su reino, que viven en ciudades dife-rentes, están peleados y tan irritados uno contra el otro que nada podría impedir que se batieran si se encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de ir cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y también ordena a éste ir el mismo día hacia el lugar donde está el primero, sabe con toda seguridad que no dejarán de encontrarse y de batirse y, al hacerlo, de contravenir su prohibición, pero no por esto los obliga; y su conocimiento e incluso la voluntad que ha tenido para determinarlos de esta manera no impiden que se batan tan voluntaria y tan libremente […] y así pueden ser castiga¬dos justamente […]”; [Dios] “supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad; es él mismo el que las puso en nosotros, también es él quien ha dispuesto to¬das las demás cosas que están fuera de nosotros [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa; y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo. Y, como este rey, podemos distinguir dos diferentes grados de volun¬tad: uno por el cual ha querido que estos hidalgos se batieran […], y otro, por el cual no lo ha querido, ya que prohibió los duelos, del mismo modo los teólogos distinguen en Dios una voluntad absoluta e independiente por la cual quiere que todas las cosas sucedan como suceden, y otra que es relativa y que se relaciona con el mérito o demérito de los hombres por la cual quiere que se obedezcan sus leyes” .
Hasta aquí la “genialidad” del autor francés para liar las cosas a fin de confundir a la princesa, pues resulta difícil aceptar que el “teólogo” francés no fuera consciente de que la cuestión que “pretendía” resolver era una simple contradicción. A la hora de la verdad era absurdo que pretendiera resolverla, pero la megalomanía, la jactancia y el deseo de obsequiar a la princesa eran demasiado fuertes y, por ello, tuvo la osadía de “aparentar” conocer la solución del “problema” en lugar de aceptar que se trataba de una contradicción -o al menos, según la jerga religiosa, de un “misterio”-. También hay que reconocer que este problema había sido objeto tradicional y reciente de diversas discusiones, como la de arminianos y gomaristas, y que, por ello mismo, el hecho de que Descartes intentase aportar su grano de arena a esta discusión podía ser comprensible hasta cierto punto. Sin embargo, su orgullo, su deseo de satisfacer las inquietudes inte¬lectuales de la princesa y sus relaciones con el clero católico le llevaron a intentar encontrar una argumentación que explicase lo inexpli¬cable, en lugar de optar por declarar humilde-mente a la princesa que su inteligencia no era tan alta como para expli-car una contradicción o que esa cuestión era un dogma de la fe católica, reconociendo así su propia incapacidad para dar razón de lo irracional.
El primer error en este ejemplo consiste en el propio ejemplo, en cuanto la comparación de un rey muy sabio con el dios cristiano es totalmente inadecuada, pues mientras el rey sólo podría saber –y sólo hasta cierto punto- qué harían sus hidalgos, el dios cristiano no sólo se le supone omnisciente sino además omnipotente, lo cual im¬plica que no sólo conoce las acciones que los seres humanos han realizado, realizan y realizarán en el futuro, sino que él mismo les ha predeterminado para que quieran realizarlas, para que decidan realizarlas y para que las realicen. En efecto, si se dice en el ejemplo que el rey sabe que “nada podría impedir que [los hidalgos] se batieran si se encontraran”, puede tener sentido afirmar que, aun así, el hecho de que se batan es libre y voluntario, aunque sólo en cuanto la sabiduría de ese rey no sería un obstáculo para que las decisiones de sus súbditos siguieran siendo voluntarias.
Sin embargo, Descartes, a pesar de que en otras ocasiones lo reco-noce, parece “olvidar” que el dios católico, además de tener la cualidad de la presciencia, tendría igualmente la de la predeterminación absoluta de todo. Por ello, lo más absurdo del planteamiento cartesiano es la afir-mación de que, habiéndose batido tales hidalgos, pueden “ser castigados con toda justicia”. Es decir, parece incom¬prensible -y, por ello mismo, difícilmente creíble- que Descartes, constante defensor de la omnipo-tencia divina a la que nada podía escapar, no llegase a entender que, si el duelo tenía que producirse ne¬cesariamente, era absurdo considerar culpables a quienes sólo eran objeto pasivo de la necesidad de actuar de acuerdo con la predeterminación de sus actos “voluntarios”, en cuanto esa misma “volunta¬riedad” habría sido programada por Dios.
Cuando Descartes escribe que Dios “supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad”, que “él mismo [fue quien] las puso en nosotros, [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa” en ese momento comete un desliz “teológico” que pudo pasar desapercibido a la princesa Elisabeth, pero que en cualquier caso resulta evidente. Efectivamente, su utilización del término “inclinations” es muy sintomático respecto a su predisposición en favor de una solución que pudiera salvar el libre albedrío, ya que podría haberse servido de un término mucho más claro, como el de “decisiones”, para precisar que, de acuerdo con la teología católica, Dios no sólo causa las inclinaciones sino también las decisio-nes del hombre. El hecho de que a continuación reconozca que fue Dios mismo quien puso en nosotros tales inclinaciones sigue sin solucionar esta cuestión, pues sigue sin afirmar de forma clara que, además, Dios puso también en el hombre las decisiones que toma, aunque crea que las toma de manera independiente y autónoma. Además, aunque pudiera seguir aceptándose que las decisio¬nes del hombre serían voluntarias en cuanto el hombre desconociera la programación divina y no sintiera coacción externa alguna que le determinase a tomarlas, es un completo absurdo la afirmación de que el hombre -o los hidalgos del ejemplo cartesiano- pudieran “ser cas¬tigados justamente” .
En consecuencia y en cuanto Descartes pudiera haber afirmado exclusivamente la presciencia divina, ignorando la predetermina¬ción, habría incurrido en una herejía respecto a la dogmática cató¬lica, lo cual, por otra parte, era inevitable en cuanto efectivamente, aunque las accio-nes humanas predeterminadas por Dios pudieran seguir siendo con-sideradas libres en cuanto voluntarias, no podían serlo hasta el punto de poder considerar al hombre como responsable y como merecedor de castigos por las acciones realizadas en contra de las leyes divinas, en cuanto habría sido el propio Dios quien le habría programado para querer obrar de ese modo y para tomar las decisiones correspondientes.
En esa misma ficción, cuando Descartes se refiere a “dos diferentes grados de voluntad” –en lugar de hablar de “dos formas contradictorias de voluntad”-, emplea un eufemismo con el que parece pretender que pase desapercibida la contradicción que sigue a estas palabras, pues afirmar que Dios “ha querido que estos hidalgos se batieran” y afirmar después que “no lo ha querido” es una contradicción evidente, por más que el francés intentase disimularla, posiblemente de forma consciente y mendaz, con la expresión “dos grados diferentes de voluntad” .
Además, cuando Descartes afirma al mismo tiempo que Dios
“supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo”
se contradice con la mayor frivolidad en cuanto afirma y niega al mismo tiempo que Dios haya querido que el hombre actúe de un modo o de otro. Descartes comete aquí la falacia de diferenciar entre el hecho de que Dios haya querido que nuestro libre albedrío nos determinara a tal o cual cosa y el hecho de que haya querido obligarlo, como si realmente hubiera alguna diferencia entre ambas ex¬presiones, pues no existe diferencia alguna entre el hecho de que Dios quiera una cosa y el hecho de que quiera obligarla, ya que el término “obligarla” no es otra cosa que una redundancia respecto al simple querer de Dios en cuanto, desde el momento en que la quiere, la “obliga”, es decir, la encadena a su voluntad. ¿Tendría sentido considerar que Dios quisiera algo y que su querer dejara de cum¬plirse porque el libre albedrío humano no hubiese quedado “obli¬gado” al querer de Dios? ¿Qué clase de omnipotencia sería ésa?
Y, cuando habla de la distinción en Dios de una voluntad absoluta por la que “quiere que todas las cosas sucedan como suceden” y de una voluntad relativa por la que “quiere que se obedezcan sus leyes” –lo cual en muchas ocasiones no sucedería-, incurre de nuevo en un sofisma en cuanto considera que existe alguna diferencia entre el hecho de que Dios quiera que todo suceda como sucede y el hecho de que quiera que se cumplan sus leyes, como si esto último pudiera dejar de suceder, pues en tal caso estaría afirmando que Dios quiere y no quiere que todo suceda como sucede, en cuanto el cumplimiento de sus leyes, como parte de “lo que sucede”, se corresponde con el querer de Dios que en ningún caso podría dejar de cumplirse, por lo que Descartes incurre en esta nueva contradicción por su interés en salvar la libertad del hombre a la vez que la omnipotencia divina, pero, sobre todo, por su interés en satisfacer a la princesa Elisabeth, de quien en esos momentos ya estaba enamorado.
Es decir, si la obediencia a sus leyes es una parte de lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse que el querer de Dios se aplica a todo para a continuación afirmar que este querer [de Dios] deja de cumplirse como consecuencia de una desobediencia debida al mal uso del libre albedrío por parte del hombre, pues ello impli¬caría una negación de la omnipotencia y de la predeterminación di¬vinas. Dicho en forma de esquemática:
Si Dios quiere que todas las cosas sucedan como él quiere
y puede hacer todo lo que quiere (porque es omnipotente),
entonces todas las cosas suceden como él quiere
y
Si todas las cosas sucedan como él quiere
y quiere que se cumplan sus leyes,
entonces sus leyes se cumplen
Y, por ello, sería una contradicción en relación con la omnipotencia divina afirmar, como lo hace Descartes, que las leyes divinas dejan de cumplirse en algunos casos relacionados con el cumplimiento de las leyes morales, en cuanto el hombre se sirviera de su libre albedrío para actuar en contra de tales leyes... escapando a la predeterminación divina
Respecto a esta cuestión, la solución cartesiana anterior, según la cual en tales casos Dios simplemente permite que el hombre actúe de acuerdo con su propia voluntad, implica efectivamente una negación de la omnipotencia de Dios en cuanto a ella escaparían los actos debidos exclusivamente a la voluntad humana. En definitiva, de acuerdo con la dogmática católica no sólo se trata de que Dios permita que el hombre actúe libremente en contra de su voluntad omnipotente, sino de que es Dios mismo quien programa la voluntad humana para que tome las decisiones que toma, y, en consecuencia, Dios no permite otra cosa sino que las cosas sucedan como él quiere.
La conclusión de estos razonamientos es la de que las leyes de Dios se cumplirían siempre, tanto cuando se actúa de acuerdo con un tipo más concreto de leyes -las que se relacionan con el cumplimiento de la norma moral-, como cuando aparentemente no se cumplen, en cuanto habría sido Dios mismo quien habría establecido que hubiera personas que cumpliesen sus leyes y otras que no las cumpliesen, de forma que todo se amoldaría al cumplimiento de su voluntad más absoluta.
Al margen de tal contradicción, el intento cartesiano de solu¬ción de este problema según este ejemplo se parece al del jesuita es¬pañol Luís de Molina, quien mediante su concepto de “ciencia me¬dia” hacía hincapié de modo especial en el conocimiento divino de lo que el hombre haría libremente, pasando por alto la predetermina¬ción divina de la voluntad, según la había explicado Tomás de Aquino, para quien Dios no sólo conoce qué hará el hombre en cada circunstancia sino que le predetermina a obrar de esa cierta manera. En efecto, por lo que se refiere esta cuestión, Tomás de Aquino refleja de modo muy claro la doctrina católica cuando escribe: “Mas como quiera que Dios, entre los hombres que persisten en los mis¬mos pecados, a unos los convierta previniéndolos y a otros los so-porte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad [...] tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para usos bajos” , o cuando igualmente, refiriéndose a la predestinación, considera que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina dependa de los méritos del hombre: “Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría [...], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eterni¬dad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó [...] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió [...] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méri¬tos humanos, […] porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la vo¬luntad y providencia divinas” .
En conclusión, parece que Descartes no se atrevió a ser veraz en esta carta a la princesa Elisabeth confesándole al menos, si no se atrevía a manifestarle que la solución tradicional era contradictoria, que el tema que estaban tratando era simplemente un dogma de fe del cristianismo, cuya comprensión no estaba al alcance de la razón humana –ni de ninguna, podría añadirse-. Y posiblemente, si no se lo dijo, debió de ser porque ya en diversos lugares de sus escritos se había atrevido a defender la doctrina católica respecto al problema de la compatibilidad entre la omnipotencia divina y la libertad humana. Por otra parte, era evidente que Descartes se encontraba ante un problema irresoluble, como lo son todas las contradicciones, pues la omnipotencia de Dios implica que todo está sometido a su voluntad, mientras que la libertad humana implica que hay acciones que no están sometidas a la voluntad de Dios sino que dependen exclusivamente de la voluntad humana.
Tiene interés reflejar finalmente que el planteamiento cartesiano, presentado en esta carta a la princesa Elisabeth coincide en su núcleo fundamental con el de la carta antes citada a la reina Cristina de Suecia, en la cual decía que en cierto modo el libre albedrío
“nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él” .
En esta última carta puede observarse que Descartes tiene la precaución de escribir simplemente “parece eximirnos” sin atreverse a afirmar que, en efecto, nos exima, aunque al mismo tiempo afirme que esa facultad del “libre albedrío” realmente “nos hace semejantes a Dios” en lugar de decir que “parece que nos hace semejantes a Dios”, que habría sido la frase coherente con la anterior.
5.3. El “racionalismo” teológico y la res extensa
A partir de aquella primera verdad, “cogito, ergo sum”, y a partir de la “demostración” de la existencia de Dios, Descartes pasa a deducir la existencia de la realidad material externa o res extensa. Indica que existe en su yo una facultad pasiva de recibir ideas de cosas sensibles de forma que no parece que sea ese yo quien las produzca, pues aparecen sin su intervención e incluso contra su voluntad. Por ello, considera que deben estar causadas por una realidad distinta, la cual no puede ser más que una realidad externa o el mismo Dios. Pero, desde la tesis de que Dios no es engañador y en cuanto le ha dado una intensa inclinación a creer que estas ideas provienen de realidades externas independientes, deduce finalmente que existe una sustancia extensa (res extensa) causante de tales ideas, distinta del yo o sustancia pensante (res cogitans).
Sin embargo conviene recordar que, aunque en líneas generales Descartes considera que Dios no puede ser engañador –pues dice que la “luz natural” le enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto -, en alguna ocasión, siendo más coherente con la tesis de la omnipotencia divina, había aceptado la posibilidad de que Dios, y no sólo un “genio maligno” ni tampoco un extraño dios mentiroso, fuera también engañador, tal como puede verse en las Meditaciones Metafísicas, donde escribe:
“hace mucho tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora bien, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso […] y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E, igual¬mente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con mayor certidumbre, puede ser que él haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que esto. Pero quizá Dios no ha querido que fuese engañado de esa manera, pues es soberanamente bueno. Con todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho de tal modo que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permita”.
Como puede observarse, Descartes planteó la hipótesis de que, como consecuencia de su omnipotencia, Dios pudiera mentir y, de hecho, tal posibilidad era una consecuencia perfectamente lógica derivada de la omnipotencia divina. Sin embargo, a pesar de los diver¬sos momentos en que afirmó tal posibilidad, luego discutió y se en¬fadó furiosamente con Voetius porque éste le acusó de haber defen¬dido tal hipótesis, la cual no implicaba contradicción alguna en cuanto nada podía estar por encima del poder divino y nada podía tener un valor por sí mismo, con independencia de la voluntad divina.
Por ello y como ya se ha dicho antes, siendo consecuente con los motivos que justificaban la duda metódica y especialmente la hipotética existencia de un genio maligno o de un dios engañador, desde tales planteamientos era imposible demostrar el valor supues¬tamente objetivo de sus “evidencias” en favor de
1) la existencia de un Dios auténtico;
2) la tesis según la cual mentir sería un defecto que en ningún caso podría estar en Dios;
3) la existencia de un mundo material; y
4) todo lo que pretendiera deducir a partir de ese Dios cuya existencia era indemostrable.
Y, como consecuencia de esta imposibilidad lógica de funda¬mentar el valor de la regla de la evidencia, el yo debería haber permanecido encerrado en los límites del solipsismo representado por la res cogitans y sus ideas.
Sin embargo, Descartes cerró los ojos a esta imposibilidad lógica e insistió en sus planteamientos teológico-irracionales hasta un punto asombrosamente absurdo, pues, a pesar de estas dificulta¬des insalvables, siguió mostrando una confianza absurda en los fundamentos teológicos de su “racionalismo” y en su doctrina del inna¬tismo, pretendiendo haber deducido las diversas leyes de la Física así como la existencia de los diversos tipos de materia y los astros del Universo basándose para esto, al menos, según dijo, “nada más que en Dios, que lo ha creado” y pretendiendo haberlas extraído “de ciertas semillas de verdades que están en nuestras almas”, tal como escribe de manera asombrosamente superficial y jactanciosa, di¬ciendo:
“...primero he tratado de encontrar en general los principios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha creado, ni sacarlas de otra parte que de ciertas semillas de verdades que están naturalmente en nuestras almas. Después de esto examiné cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que se podían deducir de estas causas: y me parece que por ahí encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra, agua, aire y fuego, minerales y algunas otras cosas” .
Hacía falta ser frívolo, osado y jactancioso para afirmar tales doctrinas como evidentes cuando, si las vio así, no fue porque de verdad lo fueran sino porque o bien se trataba de doctrinas generalmente aceptadas, o bien de doctrinas procedentes de la filosofía griega, relacionadas con la búsqueda del arkhé, doctrinas que él de¬bió de conocer por su formación, pero cuyo valor no era ni mucho menos el resultado de una deducción racional derivada de la conside¬ración de la esencia divina ni de la toma de conciencia de supuestas ideas innatas que le hubieran conducido al descubrimiento de tales doctrinas, muchas de las cuales además eran falsas.
5.3.1. Las Matemáticas y la Física
Una vez “demostrada” la existencia del dios cristiano -al menos según las frívolas evidencias cartesianas-, el pensador francés consideró que tanto los conocimientos matemáticos como la existencia de una realidad externa podían aceptarse ya como seguros, no por ser evidentes sin más, sino porque su evidencia no era fruto de un espejismo sino que estaba garantizada por el propio Dios .
Sin embargo, Descartes se contradijo con su frivolidad acostumbrada desde el momento en que afirmó que las verdades matemáticas no eran verdaderas por ellas mismas sino sólo porque Dios así lo había querido, pues esta doctrina planteaba la siguiente cues¬tión: Suponiendo que la perfección divina hubiera sido incompatible con el engaño, Descartes no podía proclamar que la verdad de los contenidos de las Matemáticas dependía de Dios y que no fueran verdaderos por su propio carácter tautológico, en cuanto esta propie¬dad era la que les había hecho aparecer como evidentes; ni podía manifestar al mismo tiempo que, si tales contenidos eran evidentes, entonces eran verdaderos, si a la vez consideraba que, si eran verda¬deros, lo eran porque Dios así lo había querido y no porque fueran evidentes. La evidencia no parecía tener valor alguno en cuanto la verdad de cualquier aspecto de la realidad sólo dependía de la voluntad divina y no de una correspondencia entre la propia evidencia y el modo de ser de la realidad que se mostraba como evidente; la impresión de evidencia no podía tener ningún valor en cuanto los contenidos a los que se refería hubieran podido ser falsos si Dios así lo hubiera querido. Pero, además, habría sido contrario a la supuesta veracidad divina provocar evidencias acerca de verdades cuyo valor no fuera intrínseco y absoluto sino sólo derivado de su voluntad. Pues, en principio, el sentido de la evidencia no era el de conducir a la convicción de que Dios había decidido que determinada verdad lo fuera de manera condicionada a su voluntad sino el de asegurar que la realidad con que se relacionaba dicha impresión de evidencia debía corresponderse con ella, con independencia de la voluntad di¬vina. La regla de la evidencia, según la definición cartesiana, hacía referencia a la aceptación como verdad de “lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda” , de manera que si esa claridad y distinción no se correspondían con una auténtica verdad objetiva, en cuanto ésta dependiera de la voluntad divina, en tal caso el hecho de que Dios sugiriese evidencias no relacionadas con verdades objetivas habría sido una forma de engaño. Habría sido absurdo que Dios hubiera suscitado en él evidencias acerca de “verdades” que sólo lo fueran porque el propio Dios así lo hubiera decidido, en lugar de serlo respecto a contenidos que fueran verdaderos por su propia consistencia o por corresponderse con auténticas realidades con las que guardasen una relación de correspondencia. Es decir, si uno comprendía con evidencia que los radios de una circunferencia debían ser iguales, esa impresión no le serviría de nada en cuanto luego tuviera que asumir que tal evidencia no provenía de que en realidad dichos radios fueran iguales sino de que Dios había establecido libremente que
1) los radios fueran iguales, y
2) que él tuviera la impresión de que eso era una verdad “clara y distinta” pero sólo porque Dios así lo habría querido.
En este sentido además hay que tener en cuenta que, en cuanto Descartes había llegado finalmente a recuperar como conocimiento la existencia de la res extensa a partir de la consideración de que Dios no podía ser engañador y de que, puesto que la existencia de la realidad externa se manifestaba como evidente a partir del supuesto de la veracidad divina, había que aceptar que realmente existía, por lo mismo debía haber aceptado que las evidencias relacionadas con los conocimientos matemáticos se relacionaban igualmente con ver¬dades objetivas, ya que, en caso contrario, estaría afirmando que Dios proporcionaba falsas evidencias en cuanto, por ejemplo, la evi¬dencia de que 1+1 fuera igual a 2 no provendría de que efectiva¬mente 1+1 fuera igual a 2, sino de que la voluntad divina lo habría establecido así de acuerdo con su omnipotencia y su libertad absoluta del mismo modo que hubiera podido establecer otra cosa, y, en con¬secuencia, tal evidencia –al igual que cualquier otra de carácter empírico- no tendría valor por ella misma sino sólo en cuanto Dios hubiese querido que la intuyese como evidente.
Por otra parte y a partir de la subordinación de cualquier verdad a la omnipotencia divina y, en consecuencia, de su carácter arbitra¬rio, Descartes se contradijo de nuevo, pero en un sentido contrario al anterior, al afirmar que
“aunque Dios hubiera creado muchos mundos no podría haber ninguno en que [tales leyes] dejaran de ser observadas” ,
pues tal suposición estaría en contradicción con la omnipotencia divina, al restringir el poder de Dios a la plasmación de unas mismas leyes para cualquier Universo que hubiera querido crear en lugar de aceptar que, de acuerdo con su omnipotencia hubiera podido crear no sólo infinitos universos sino infinitas leyes diversas para cada uno de ellos.


















Al mismo tiempo, su consideración de que las leyes del Universo tenían un carácter matemático junto con su afirmación según la cual la verdad de los conocimientos matemáticos no era absoluta, ya que Dios hubiera podido hacer
“que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen iguales” ,
daba un carácter contingente a tales leyes, y, por ello mismo, resultaba incoherente con su pretensión de deducir las leyes del universo a partir de la inmutabilidad divina, dando prioridad a esta cualidad sobre la de la omnipotencia, que es la que destaca en el texto ante¬rior.
Este planteamiento representa un absurdo total, aunque Descartes dio como explicación que, como todo, incluido el principio de contradicción, dependía de Dios, había que aceptar que las mismas verdades matemáticas, ¡a pesar de ser tautológicas!, eran verdades porque Dios así lo había querido, y, por eso, llegó a afirmar que Dios pudo haber hecho que la suma de los ángulos de un triángulo no fuese igual a dos rectos o que los radios de una circunferencia no fuesen iguales entre sí:
“La dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite” .
Y, así, no sólo las verdades concretas de las Matemáticas sino en general el principio supremo de la Lógica, el principio de contradicción, quedaba igualmente subordinado a la voluntad divina, a pe¬sar de que, de modo paradójico, tal principio fue el fundamento último del que se sirvió, aunque sin reconocerlo de modo explícito, para justificar el valor de la regla de la evidencia.
Por ello este nuevo punto de vista le condujo a un nuevo círculo vicioso en cuanto la verdad del cogito servía de fundamento, aunque no absoluto, para la regla de la evidencia, la regla de la evi¬dencia servía de fundamento para demostrar la existencia de Dios, y a partir de la existencia de Dios se justificaba el principio de contra¬dicción, el cual a su vez servía para alcanzar la verdad del cogito, con lo que razonamiento en círculo quedaba completado, tal como puede verse con mayor facilidad en el siguiente esquema:
“Cogito, ergo sum” ——————→ Regla de la evidencia
↑ ↓
Princ. de contradicción ←————————— Dios
Pero, si la evidencia por sí misma era incapaz de conducir a la verdad, en cuanto toda verdad provenía de Dios, en tal caso no tenía sentido pretender demostrar la existencia de Dios mediante la utilización de esta regla cuyo valor dependía de la existencia de ese ser cuya existencia se pretendía demostrar mediante dicha regla.
Por otra parte, el “teólogo” francés afirma de manera inequívoca que
“la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios” ,
lo cual implicaría que los ateos o los agnósticos no podrían estar seguros de la verdad de tales proposiciones en cuanto para ellos no sería suficiente la dudosa certidumbre proporcionada por el principio de contradicción o por la misma evidencia de tales proposiciones. Pero, claro, si esa dudosa certidumbre, basada en el principio de contradicción, era la que supuestamente había permitido a Descartes alcanzar la demostración de la existencia de Dios, en tal caso el resultado venía a ser el mismo: El fundamento últimos de los conocimientos asumidos por los creyentes era el mismo que el de los ateos, el principio de contradicción, y, en consecuencia el nivel de certeza de sus conocimientos sería idéntico.
Resulta sorprendente además que, mientras el pensador francés hace depender de la omnipotencia de Dios el valor de las verdades matemáticas, sin embargo, por lo que se refiere a las verdades físi¬cas, las haga depender de su inmutabilidad, la cual supondría una limitación contradictoria de su omnipotencia, en cuanto su inmutabilidad habría sido un obstáculo para crear el Universo de otro modo y con otras leyes que las que él dispuso en el momento de la creación.
Por otra parte y en cuanto subordinó los principios de la Física a los de las Matemáticas cuando afirmó
“no admito en Física principios no admitidos también en Matemáticas para poder probar por demostración todo lo que de ellas deduzca, y […] estos principios bastan, puesto que por ellos pueden ser explicados todos los fenómenos de la Naturaleza”,
y, en cuanto las principios de las Matemáticas dependían de la omnipotencia divina, en tal caso los principios de la Física serían tan arbitrarios y tan subordinados a la omnipotencia divina como los de las Matemáticas. Por ello, la consideración de que las leyes del Universo debían deducirse a partir de la inmutabilidad divina era contradicto¬ria con respecto a su derivación de la omnipotencia, según la cual Dios hubiera podido crear el Universo de cualquier modo que hubiera deseado. Es cierto, por otra parte, que un teólogo católico podría argumentar que, aunque desde una perspectiva humana las cualidades divinas de la omnipotencia y la bondad se ven como distintas, en Dios son una misma cosa. Sin embargo, conviene tener en cuenta igualmente que, cuando Descartes distingue entre estas cualidades, es porque él las está considerando como distintas. Además, asumiendo tal argumen-tación, podría plantearse el problema de cómo hacer compatible que desde su inmutabilidad Dios no hubiera podido crear el Universo de acuerdo con otras leyes que las que éste tiene, y que desde su omnipo-tencia sí hubiera podido hacer todo aquello que hubiera querido, como el propio Descartes reconoce, defendiendo in¬cluso que tanto las Mate-máticas como el valor del principio de con¬tradicción dependían de Dios.
En cualquier caso, Descartes debería haber renunciado a extender la omnipotencia divina hasta el absurdo de considerar que el va¬lor del principio de contradicción estaba sometido a ella, entre otros motivos porque para demostrar la existencia de Dios se había basado en la regla de la evidencia, la cual, a su vez, se basaba en el principio de contradicción, por lo que sería absurdo valorar de forma absoluta tal principio antes de dicha demostración para relativizarlo después, una vez que por su mediación se hubiera demostrado la existencia de Dios, y, así, sin duda de ninguna clase, habría tenido mayor sentido igualmente que hubiese considerado que las verdades matemáticas eran simples tautologías y que, por ello mismo, se deducían de aquel principio, aunque hubiese considerado que las verdades de la Física eran una consecuencia de la omnipotencia divina, que habría podido crear el mundo de muy diversas maneras de acuerdo con su voluntad y libertad absolutas.
Su solución, sin embargo, fue contradictoria en cuanto, al reducir las posibilidades de Dios a la hora de crear el mundo de acuerdo con un único modelo derivado de su inmutabilidad, de hecho estaba negando su omnipotencia, según la cual habría podido crear infinitos universos de acuerdo con infinitas leyes diversas si así lo hubiese querido.
Por otra parte, siguiendo una especie de mística matemática, que ya había sido sustentada por los pitagóricos y por Platón en la antigüedad, y modernamente por el mismo Kepler, Descartes defendió igualmente que todos los fenómenos naturales podían deducirse de ciertos principios que tenían carácter matemático.
Sin embargo, esta defensa del carácter matemático de las leyes naturales fue contradictoria con la justificación de tales leyes naturales en el propio Dios en cuanto tal justificación implicaba la acep¬tación de la existencia de aspectos del universo cuyo modo de ser no se deduciría de ningún principio matemático sino que serían una consecuencia arbitraria de la omnipotencia divina. Es decir, a pesar de que Descartes juzgaba que, -en general, aunque no en todos los casos- las leyes del Universo dependían de la inmutabilidad divina y que, por ello mismo, tenían carácter matematizable, esta pretensión era contradictoria con la de que dicha realidad derivase en alguno de sus aspectos de la libre omnipotencia divina, que la habría creado al margen de tales leyes.
La metodología de Galileo, a pesar de conceder un valor especialmente importante a las Matemáticas al afirmar que “el universo está escrito en lenguaje matemático”, en la práctica no fue tan exage¬rada a la hora de buscar subsumir cualquier fenómeno observado en una determinada fórmula matemática sino que fueron muy numero¬sas las ocasiones en las que Galileo se conformó con descubrir y describir diversos fenómenos, en especial los de carácter astronó¬mico, sin dar excesiva importancia al hecho de no encontrar una fórmula matemática que los explicase. El mismo método de Galileo se basaba inicialmente en la mera observación y descripción de fenómenos, la cual venía seguida de la construcción de hipótesis explicativas acerca de las relaciones matemáticas que pudiera encontrar entre ellos, para pasar después a establecer las diversas deducciones que derivarían de tales hipótesis y para idear a continuación experi¬mentos que pusieran a prueba tales deducciones derivadas de tales hipótesis. Sin duda ninguna, este método iba acompañado de una valoración fundamental de las Matemáticas como un instrumento sin cuyo conocimiento era imposible avanzar un solo paso en la com¬prensión de los fenómenos de la naturaleza, pero mientras para Des-cartes un conocimiento meramente descriptivo de fenómenos natu¬rales sin la comprensión de las leyes necesarias de las que se deducían no podía considerarse conocimiento, la actitud de Galileo fue mucho más transigente a la hora de valorar los fenómenos natu¬rales por ellos mismos, al margen de que pudiera encontrar o no una ley matemática que los explicase en su relación con otros fenómenos. Por otra parte, el hecho de prejuzgar que cualquier conjunto de fenómenos físicos deba relacionarse con una fórmula matemática con la que encaje puede ser un postulado científico -o un principio del entendimiento puro, como diría Kant-, pero no una verdad abso¬lutamente demostrada, y, desde luego, no tendría por qué implicar una negación o una especie de rechazo de aquellos fenómenos para los que inicialmente no se encontrase la fórmula matemática según la cual se relacionasen con otros. En este sentido conviene considerar que el hecho de la simple existencia del Universo, tanto si es gratuita como si hubiera sido creado, no parece que pueda ser explicado a partir de ninguna fórmula matemática: El científico se encuentra con su existencia bruta simplemente, y a partir de ella trata de encontrar las fórmulas matemática mediante las cuales sus diversas manifesta¬ciones se relacionan entre sí, sirviéndose especialmente para ello del método experimental. Pero el hecho de que se ignore si su existencia es o no un hecho bruto del que hay que partir no conduce al investi¬gador a buscar desesperadamente una justificación matemática ni mística de su existencia. El empirismo, más respetuoso con los fenómenos que el racionalismo, no desprecia los hechos no “matematizados”, por mucho que se tenga la convicción de que debe de existir una fórmula matemática que los describa y por la que se pue¬dan ir descubriendo otras nuevas relaciones. Además, hay muchas ciencias que tienen, al menos inicialmente, un carácter descriptivo y que no por eso dejan de estudiarse, al margen de la dificultad que pueda haber en encontrar una fórmula matemática de sus contenidos. Pensemos en la misma Astronomía, en la Geografía, en la Historia, en la Sociología y en tantas otras ciencias que inicialmente se abor¬dan a partir de una simple descripción de los fenómenos correspon¬dientes y a los que sólo con posterioridad se intenta encontrar una explicación matemática, estadística o probabilista.
Sin embargo y a pesar de que desde el racionalismo cartesiano el valor de las Matemáticas y de la Lógica estaba subordinado a la voluntad divina, la pretensión de construir un sistema científico universal fundamentado en Dios fue tan atrevida que Descartes tuvo la osadía de criticar a Galileo porque
“sin haber considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particulares y así ha construido sin fundamento” .
Mediante esta crítica el pensador francés puso de manifiesto que aquello que él ambicionaba alegremente, aquello de lo que se creía capaz y aquello de lo que en definitiva tuvo la osadía de presumir era de haber creado un sistema científico deductivo fundamentado en el propio Dios y en sus infinitas perfecciones, en el que todos los fenómenos habían sido explicados. Pretendía reconstruir la Filosofía, entendida como ciencia universal, y, por eso, criticó a Galileo por no haber “considerado las primeras causas de la naturaleza” y por haber “construido sin fundamento”, de manera que, desde su extraño engreimiento, nunca llegó a pensar ni de lejos que los conocimientos científicos iban a incrementarse de modo extraordinario gracias al método de aquél a quien criticaba: No desde un fundamento metafísico relacionado con un supuesto Dios, a partir de cuyas cualidades pudieran deducirse las diversas leyes de la Física y las de las demás ciencias, sino a partir del estudio de los fenómenos más concretos hasta las teorías más complejas, sin necesidad alguna de comenzar desde Dios o de llegar hasta él para ir deduciendo a partir de sus cualidades el conjunto de las leyes de la Naturaleza, tal como pretendió Descartes, quien incluso llegó a la absurda osadía de afirmar haber culminado este conocimiento universal, cuando en los Principios de la Filosofía, llevado de su megalomanía y de su frivolidad, tuvo la increíble pretensión y el atrevimiento asombroso de escribir:
“no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado” .
5.3.2. Formación y “límites” del Universo. La teoría de los “torbellinos”
Por lo que se refiere a la formación y al movimiento del Universo, el filósofo francés consideró que Dios lo creó con una cantidad invariable de movimiento. Junto con esta doctrina y aunque en diversas cartas al padre Mersenne le había comunicado que opinaba de un modo similar al de Galileo respecto al movimiento de la Tie¬rra, introdujo posteriormente una atrevida y errónea teoría según la cual los cuerpos celestes se encontrarían flotando en medio de una “materia celeste”, una especie de fluido imperceptible a los sentidos que se movería en una serie de torbellinos principales y secundarios, similares a los remolinos que forma el agua en los ríos o en los alrededores de un desagüe. Estos torbellinos arrastrarían consigo los di¬versos planetas y estrellas fijas “en el gran torbellino de materia celeste cuyo centro es el Sol” .
De acuerdo con esta teoría, la Tierra, en sentido propio, no se movería; lo que se movería sería el fluido celeste que la rodeaba, del mismo modo que un barco en reposo en medio del mar es movido por la corriente del agua . El movimiento de la Luna alrededor de la Tierra estaría causado por un torbellino secundario de materia ce¬leste en cuyo centro se encontraría la Tierra, el cual además provo¬caría el movimiento de rotación de ésta , mientras que el movi¬miento de este torbellino estaría subordinado a su vez al movimiento del torbellino mayor en cuyo centro se encontraría el Sol.
Por lo que se refiere a la explicación de los aparentes movimientos de la Tierra y del resto de los astros a partir de la teoría de los torbellinos celestes, Descartes hubiera podido presentarla como una simple hipótesis, que tendría, entre otras, la dificultad especial de explicar qué clase de materia era ésa de que hablaba en cuanto no era perceptible, pero en ningún caso podía ser aceptable que la presentase como una doctrina “evidente”, cuando además era falsa y cuando además ya Copérnico, Kepler, Galileo y el mismo fraile M. Mersenne, amigo de Descartes, habían defendido la explicación correcta, renunciando Descartes a ella por temor a la jerarquía católica y para dar un hipócrita ejemplo de fidelidad a las doctrinas defendidas por dicha jerarquía.
Efectivamente, la condena de Galileo llevó al Descartes oportunista y calculador a alejarse de esa doctrina “herética” defendida por el gran científico pisano, confesando a su amigo Mersenne y también negando –en el Discurso del método- haber defendido tal doctrina, según se ha comprobado en la segunda parte de este trabajo, pero su actitud, al introducir esta doctrina ecléctica, sólo servía para demostrar una vez más la servil y esencial dependencia que el pensador francés tuvo respecto a la jerarquía católica, de la que siempre se declaró fiel devoto y obediente servidor, y con la que por todos los medios procuró siempre evitar cualquier enfrentamiento.
Parece que con la introducción de esta teoría Descartes pretendió, por una parte, librarse de una condena similar a la de Galileo en cuanto, según comunicó a su amigo el padre Mersenne , en su Tratado del Mundo había defendido la teoría heliocéntrica, renunciando a ella para
“prestar obediencia a la a Iglesia, puesto que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve” ,
y porque, según le escribió dos meses después,
“aunque [la teoría de que la Tierra se mueve] pensaba que se basaba en pruebas seguras y evidentes, no desearía por nada del mundo mantenerla contra la autoridad de la Iglesia”.
y, por otra, para satisfacer servilmente a las autoridades de la iglesia católica ofreciéndoles una explicación astronómica que pudiese combatir con éxito las heréticas ideas defendidas por Kepler y por Galileo, que podían hacer peligrar los “sacrosantos” dogmas respaldados por dicha iglesia, pues, en efecto, la teoría heliocéntrica implicaba la aceptación de que la Tierra –y el resto de cuerpos celestes- se movían y no sólo la de que eran movidos.
Descartes, mediante su peculiar teoría de los “torbellinos”, podía intentar frenar la fuerza de las nuevas ideas, que representaban un ultraje a la Biblia en cuanto olvidaban que en el Salmo 21 se decía “Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás” y en cuanto los defensores de la nueva teoría pasaban por alto igualmente que Josué, a fin de poder conquistar la ciudad de Jericó antes de que anocheciese, ordenó al Sol que se detuviese, lo cual era una demostración “evidente” de que era el Sol el que cada día daba una vuelta alrededor de la Tierra, mientras que la Tierra, como centro del Universo, permanecía inmóvil, como lógica consecuencia evidente de la propia inmutabilidad divina.
La honestidad intelectual del filósofo francés no se manifiesta especialmente diáfana en este asunto en cuanto no construyó esta teoría porque en verdad le convenciese sino por su interés en asegurar el apoyo de la jerarquía católica a su nueva filosofía, presentando una doctrina ecléctica alternativa a la de Copérnico que sirviera para aceptar el cambio constante de posición de la Tierra sin necesidad de aceptar que ésta se moviera.
Lo que resulta también objetable, además de la seguridad con que Descartes se atrevió a defender una teoría tan carente de fundamentos como ésa y a pesar de haber defendido anteriormente la doctrina correcta, es el hecho de que estableciera una distinción tan absurda entre un tipo de materia activa, la “materia celeste”, que se movía y movía el conjunto de los astros, y una materia pasiva, la de todos los astros, que no poseían movimiento propio sino que sólo eran arrastrados por el movimiento de la “materia celeste”. Este dualismo material era absurdo en cuanto, por una parte, aceptaba que un tipo de materia pudiera mover el otro, pero, por otra, negaba de modo implícito que pudiera haber transferencia de movimiento entre la materia celeste y la materia de los astros, y de este modo Descartes conseguía que, aunque pareciera que la Tierra tenía al menos un movimiento de rotación, dicho movimiento quedase explicado sin necesidad de afirmar que la Tierra se moviese sino sólo aceptando que era movida por esa materia celeste, que sólo arrastraba a los astros, pero no les imprimía movimiento alguno que les permitiera a continuación moverse por sí mismos. El absurdo crecía descaradamente cuando Descartes, a pesar de haber clasificado a la Tierra en el conjunto de los planetas , llega a decir más adelante que el resto de los planetas sí que se mueve mientras que la Tierra permanece inmóvil , aunque sí era arrastrada por los torbellinos de materia celeste . Lo más insólito de esta explicación es que Descartes no sólo había defendido la constancia de la cantidad de movimiento sino que también había intentado establecer ciertas leyes relacionadas con la transferencia de movimiento de unos cuerpos a otros –a pesar de los errores en que incurrió-, de manera que en este punto cayó en una nueva contradicción con respecto al principio de inercia y en un sofisma ridículo al considerar que la materia celeste se movía y movía los cuerpos celestes, mientras que éstos simplemente eran arrastrados de manera pasiva sin que recibieran un movimiento a partir del cual pudiera decirse que se movían por sí mismos en virtud del movimiento inercial generado, equivalente a la cantidad de movimiento recibido.
La creencia en la existencia de esa materia celeste provenía de la Astronomía aristotélica, que consideró el éter como una materia incorruptible de la que se componía la realidad supralunar, tanto la de los astros como la de las bóvedas celestes, desde la Luna hasta las consideradas “estrellas fijas”. La Astronomía moderna en general desechó la doctrina del éter, aunque no por ello consideró que los espacios interplanetarios o intergalácticos estuvieran vacíos, pues, de acuerdo con el punto de vista aristotélico y cartesiano, entiende que el vacío absoluto no existe en cuanto su existencia sería equivalente a la existencia del no ser. En consecuencia, el vacío ni siquiera podría contener algo así como “espacio”, en cuanto tal hipótesis su¬pondría considerar al propio espacio como una realidad en sí misma en lugar de entenderlo como la cualidad esencial e inseparable de la “res extensa”, a la cual está necesariamente unido, del mismo modo que el movimiento no es una realidad independiente sino ligada necesariamente a la res extensa como una de sus cualidades.
5.3.3. El Universo como realidad “indefinida”
Descartes considera que la extensión del Universo es “indefinida” y no se atreve a considerarlo infinito porque reserva exclusi¬vamente ese adjetivo para Dios, único ser infinito en todos los senti¬dos, y no a lo que sólo sea infinito en determinado aspecto. Segura¬mente además evitó dar ese calificativo de infinito al Universo por¬que calculó acertadamente que la jerarquía católica podría encoleri¬zarse con él por el uso de un calificativo como ése para aplicarlo a una realidad ajena a la divina. Conviene recordar –y Descartes segu¬ramente lo recordó- que la Inquisición católica había quemado a Giordano Bruno entre otros motivos por haber afirmado el carácter infinito del Universo, por haber defendido la existencia de una plu¬ralidad de mundos en él y por haber apoyado la doctrina de un pan¬teísmo basado precisamente en que la misma idea de “infinitud” era incompatible con la existencia de realidades ajenas a ella, en cuanto habrían constituido límites contradictorios con tal infinitud. Posteriormente Spinoza empleó este mismo argumento para defender su propio panteísmo, haciendo de Dios y la Naturaleza, “Deus sive Natura”, una misma realidad.
Pero, volviendo a la cuestión anterior, es muy posible la condena de Giordano Bruno influyese de manera importante en que Descartes decidiera introducir su distinción entre los conceptos de “infinito” e “indefinido”, reservando para Dios el primero y dejando el segundo para el mundo:
“Sólo llamo infinito, hablando con propiedad, a aquello en que en modo alguno encuentro límites, y, en este sentido, sólo Dios es infinito. Pero a aquellas cosas en las que sólo bajo cierto respecto no veo límite –como la extensión de los espacios imaginarios, la multitud de los números, la divisibilidad de las partes de la cantidad, y cosas por el estilo- las llamo in¬definidas, y no infinitas, pues no en cualquier sentido carecen de límite” .
Sin embargo, aunque consideró que el Universo era infinito en extensión, en cuanto racionalmente no encontró argumentos para señalarle límites, cayó en una trampa derivada de su racionalismo y en una incoherencia con sus propias teorías, al mezclar el espacio geométrico –o de la imaginación- con el espacio físico, ya que, mientras el primero podía pensarse como indefinido o infinito sin pro¬blema alguno, el segundo, al no poseer una existencia sustantiva sino sólo adjetiva, es decir, como cualidad esencial de la res extensa, sólo podía tener la misma extensión que tuviera la res extensa, cuestión que, en el mejor de los casos, sólo la experiencia hubiera podido re¬solver.
Un texto especialmente importante relacionado con esta cuestión, donde puede comprobarse el error cartesiano, es el que aparece en una carta al embajador Chanut en el que dice:
“para decir que [el Universo] es indefinido, basta con no ver razón alguna que pueda probarnos que tiene límites. Y, así, me parece que no puede probarse, ni aun siquiera concebirse, que tenga límites la materia de que se compone el mundo. Pues, al examinar la naturaleza de esta materia, veo que no consiste sino en que es algo que se extiende a lo largo, a lo ancho y en profundidad, de forma tal que todo cuanto posee esas tres dimensiones es parte de esa materia; y no puede existir ningún espacio completamente vacío, es decir, que no contenga materia alguna, porque no podemos concebir ese es¬pacio sin concebirlo con esas tres dimensiones, y, por consi¬guiente, con materia. Ahora bien, si suponemos el mundo fi¬nito, imaginamos, más allá de sus límites, algunos espacios con sus tres dimensiones, que no son, por lo tanto, puramente imaginarios […] sino que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos muestra que el mundo se extiende más allá de los límites que habíamos querido ponerle. No pudiendo, pues, probar que el mundo tenga límites, y no pu¬diendo ni tan siquiera concebirlo, lo llamo indefinido. Mas no me permite eso negar que no tenga algunos, que conocerá Dios aunque me resulten incomprensibles; y por eso no digo de forma absoluta que es infinito” .
El problema fundamental de este texto aparece cuando Descartes introduce la imaginación para hablar del Universo, manifestán¬dose en un sentido idéntico al de Arquitas de Tarento cuando argu¬mentaba que el Universo era infinito porque siempre podía imagi¬narse a alguien que, llegando a sus límites, pudiera extender la mano o el báculo más allá del supuesto límite del Universo, lugar al que se podría llegar para extender de nuevo el báculo más allá de tales límites, lo cual demostraría su infinitud. Descartes habla de un Uni¬verso que en principio podría imaginarse limitado, pero añade a con¬tinuación, al igual que Arquitas, que “imaginamos más allá de sus límites algunos espacios con sus tres dimensiones”. Sin embargo, a continuación, introduce la contradicción según la cual tales espacios “no son […] puramente imaginarios […] sino que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos muestra que el mundo se extiende más allá de los límites que habíamos querido ponerle”. La contradicción se basa en que al principio el propio Descartes parte del supuesto de que “imaginamos […] algunos espacios con sus tres dimensiones”, lo cual es correcto en cuanto no existe dificultad al¬guna en imaginar ese concepto de espacio, perteneciente a la Geo¬metría pura; sin embargo cuando a continuación dice que tales espa¬cios “no son […] puramente imaginarios […] sino que contienen materia” se produce una contradicción porque Descartes ha dejado de hablar de ese espacio geométrico, para hablar de un espacio físico, unido a la materia como una cualidad suya. Y, mientras el primero puede imaginarse sin problema alguno como infinito, del segundo en ningún caso podría demostrarse su carácter ilimitado sino, si acaso, lo contrario, como sucede desde el punto de vista de la teoría de Einstein. En su ejemplo, Descartes, con su frivolidad habi¬tual, mezcla ambos conceptos: Utiliza el primero para plantear la idea de que podría imaginar, más allá de los teóricos límites del Uni¬verso, un espacio que se extendiese ilimitadamente en sus tres di-mensiones; pero dice a continuación que, como el espacio es una cualidad de la materia, entonces aquel espacio imaginado no sería meramente imaginado sino que sería real y, en consecuencia, el Uni¬verso sería infinito. Pero del mismo modo que el color de un objeto no se extiende más allá de los límites de dicho objeto, aunque me¬diante la fantasía se pueda imaginar una extensión coloreada infinita, igualmente la espacialidad real de un objeto o la del propio Universo coincide con los propios límites del Universo, sin que tenga sentido hablar de una extensión de la espacialidad del Universo más allá del propio Universo, pues, como el espacio no tiene una existencia independiente del mundo material, quedaría demostrada así que su dimensión coincidiría con la de los límites del Universo. Descartes, que identificaba adecuadamente el espacio como una cualidad de la materia y no como una realidad con existencia en sí misma, tuvo el error de recaer en esa trampa por la que mezclaba el espacio geométrico con el espacio físico.
En consecuencia, la afirmación de que el espacio sea infinito –o indefinido-, además de ser errónea, es un ejemplo más de los errores que el pensador francés cometió por realizar especulaciones gratuitas sin base ni confirmación en la experiencia, defecto propio del racionalismo en general y del suyo en particular.
5.3.4. Las leyes del Universo
Al relacionar las cualidades divinas de la inmutabilidad y de la omnipotencia para interpretar la realidad del Universo, Descartes incurrió en diversas contradicciones de las que, al parecer, ni siquiera llegó a ser consciente en cuanto algunos rasgos de su personalidad, como especialmente su megalomanía y su frivolidad, así como su medio político, social y religioso se lo dificultaron muy seriamente. En este sentido y desde el enfoque cartesiano, en cuanto Dios era omnipotente, ni siquiera el principio de contradicción representaba un límite para su poder; pero, en cuanto era inmutable, obraría siem¬pre de acuerdo con esa inmutabilidad, y esta circunstancia represen¬taría de hecho una limitación contradictoria a su supuesta omnipo¬tencia.
Al margen de esta consideración de carácter general, Descartes enumeró algunas leyes particulares pretendiendo de modo absurdo haberlas deducido de la perfección divina de la inmutabilidad. Y así, con un engreimiento insuperable, aunque a la misma altura que su frivolidad, se atrevió a escribir:
“Después de esto mostré cómo la mayor parte de la materia de ese caos debía [...] disponerse y ordenarse de cierta manera que la hacía semejante a nuestros cielos; cómo, mientras tanto, algunas de sus partes debían componer una tierra, y algunas otras, planetas y cometas y, algunas otras, un sol y estrellas fijas. Y [...] sobre el tema de la luz, expliqué muy por lo largo cuál era la que se debía encontrar en el sol y las estrellas y cómo desde allí atravesaba en un instante los inmensos espacios de los cielos...” .
Como comentario a estas afirmaciones, tan arrogantes como falsas, hay que decir que indudablemente habría sido un signo evidente de asombrosa sabiduría que Descartes hubiera podido deducir la evolución que iba a seguir el Universo a partir de su no menos asombroso conocimiento de la naturaleza divina. Pero en realidad sus deducciones no parecen otra cosa que la muestra de una jactancia insensata, lo cual resulta todavía más claro si tenemos en cuenta que gran parte de sus afirmaciones tan “evidentes” eran evidentemente falsas y sólo representaban la aceptación acrítica y por simple inercia y frivolidad de antiguas teorías ya superadas.
En efecto, como ya se ha dicho antes, resulta especialmente osado afirmar que
“aunque Dios hubiera creado muchos otros mundos no podría haber ninguno en que [estas leyes] dejaran de ser observadas” ,
pues, al realizar esta afirmación Descartes incurre en la contradic¬ción de no haber tenido en cuenta que una consecuencia de la omnipotencia divina, cualidad especialmente valorada por él cuando le interesaba, es que, si su dios omnipotente lo hubiera querido, el mundo podría haber sido creado de infinitos modos y de acuerdo con leyes enteramente distintas a las que rigen en éste. ¿Acaso podía él saber cuál iba a ser la voluntad de ese dios?
Habría resultado igualmente asombroso que, tal como afirma con su jactancia habitual, él hubiera podido deducir, a partir de su conocimiento de las cualidades divinas, que iban a existir la tierra, los planetas, los cometas, el sol y “las estrellas fijas”. Pero esta deducción, al margen de tener el inconveniente de no tener en cuenta que la omnipotencia divina habría podido crear el Universo de infinitos modos totalmente distintos, tiene también el de que llega a la conclusión -¡tan evidente!- de la existencia de algo que no existe, como sucede con las llamadas “estrellas fijas”, que no eran más que una creencia ya refutada de la Astronomía antigua y que represen¬taba uno más de esos engaños de los sentidos a los que Descartes se había referido en la primera parte del Discurso del Método.
Por otra parte además –y como era lógico-, en aquellos casos en los que Descartes hace referencia a algún fenómeno real sólo afirma su deducción a partir de la inmutabilidad divina, pero en ningún momento presenta nada que se parezca ni de lejos a un pro¬ceso deductivo en el que, a partir de aquella supuesta cualidad divina, llegase a demostrar la realidad presuntamente deducida.
Entre las leyes que Descartes dijo haber deducido puede hacerse referencia, entre otras, a las que se relacionan con diversas cuestiones, cuya interpretación no pudo haber sido deducida de la supuesta inmutabilidad divina porque, entre otros motivos, era errónea:
a) La velocidad de la luz: Respecto a esta cuestión, afirmó lo que casi todos creían entonces, y cayó, por ello, en el error de “deducir” que la luz se trasladaba instantáneamente. Pero su frívola deduc¬ción era más grave porque quienes defendieron anteriormente esa te¬oría al menos se basaban en las apariencias, mientras que él pre¬tendía saber que eso era así ¡por la evidencia derivada de una deducción racional! que tomaba como punto de partida la naturaleza di¬vina, de forma que ¡la realidad no podía ser de otra manera! El único valor importante de esta “evidencia” era el de contribuir, junto con otras del mismo calibre, a confirmar que un método que daba lugar a tales “evidencias” no podía conducir a ningún sistema seguro de conocimientos.
En relación con esta última “evidencia”, ya en la antigüedad griega Empédocles había defendido la tesis contraria, al igual que posteriormente la defendieron los filósofos árabes Avicena y Al¬hazen, al igual que en el siglo XIV la defendió Nicolas d’Autrecourt y, a comienzos del siglo XVII, J. Kepler. En ese mismo siglo de Descartes, el XVII, se investigaba esta cuestión e incluso se llegaron a realizar experimentos para calcular la velocidad de la luz, considerando, en consecuencia, que la luz no se trasladaba instantáneamente. En la actualidad y desde hace ya más de un siglo se sabe que la luz se traslada a gran velocidad, pero limitada y muy próxima a los 300.000 kilómetros por segundo. Es, comprensible, sin duda, que Descartes ignorase a qué velocidad se trasladaba la luz, pero lo que no le honra como filósofo ni como científico es que se atreviese a afirmar de manera dogmática y en contra de la verdad, haber mos¬trado o deducido que la luz se trasladaba instantáneamente, es decir, a una velocidad infinita
b) La doctrina de los elementos de Empédocles: De acuerdo con una fantástica aunque sospechosa capacidad deductiva, Descar¬tes pretendió igualmente haber deducido, como se ha dicho antes,
“los principios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha creado […] Después de esto examiné cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que se podían deducir de esas causas: y me parece que por ahí encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y algunas otras cosas” .
Este texto resulta especialmente significativo como muestra evidente de la megalomanía del francés, que le lleva a afirmar haber deducido el modo de ser de la realidad a partir de Dios, como si, además de haber demostrado la existencia de tal supuesta realidad, hubiese alcanzado un conocimiento tan exhaustivo de ella que le hubiese permitido deducir cómo iba a actuar a la hora de crear el mundo y a la hora de configurarlo de acuerdo con determinadas leyes, perfectamente accesibles para su portentosa inteligencia.
Pero, por otra parte y a pesar de tal asombrosa genialidad, al menos aparente, resulta ciertamente sospechosa la casualidad de que descubriera precisamente aquellos principios últimos de que habían hablado los primeros filósofos griegos desde Tales de Mileto y, en especial, desde Empédocles, que fue el primero que habló de los cuatro famosos elementos (arkhai), aunque Descartes añadió “otros minerales y algunas otras cosas”. Así que lo que sí parece evidente es que las pretendidas deducciones cartesianas de los “elementos” no eran otra cosa que una muestra de su orgullosa frivolidad al haber aceptado me manera acrítica aquellas antiguas doctrinas ya superadas, que en consecuencia sólo podían gozar de una evidencia subje¬tiva y que en nada se correspondían con una verdad objetiva. Por cierto, al estudio y descripción de esos cuatro elementos de Empédo¬cles dedicó de forma especial la cuarta parte de sus Principios de la Filosofía, algo así como 200 epígrafes explicados con cierto detalle que en general supondría una pérdida de tiempo exponer por lo inútil de una tarea semejante.
c) Las Manchas solares: Descartes consideró que las manchas solares descubiertas por Galileo no constituían propiamente una parte del Sol, sino que eran “cuerpos opacos” que se movían por en¬cima de su superficie. Proclamó en este sentido:
“Ha de considerarse también que los cuerpos opacos que con el auxilio de anteojos de larga vista se descubren sobre el Sol y que son llamados sus manchas se mueven sobre su superficie y emplean veintiséis días en rodearlo” .
Aquí, al margen de la dificultad para conocer en aquel tiempo qué eran en realidad aquellas manchas solares y al margen de que lo afirmado por Descartes fuera erróneo, lo más anticientífico de la actitud cartesiana fue su forma dogmática de expresarse cuando escribe “ha de considerarse”, que refleja nuevamente el mismo dogmatismo que preside muchas de sus investigaciones pretendidamente científi¬cas
En relación con estas manchas Descartes vio lo que quiso ver: Desde los tiempos de la Astronomía griega el mundo supralunar era considerado como el mundo de la perfección, y tal perfección era incompatible con la idea de que el Sol no fuese un reflejo de lo divino y tuviese imperfecciones como esas “manchas” descubiertas por Galileo. En aquellos tiempos, en los que el telescopio comenzaba a utilizarse como instrumento de observación científica, podía ser acepta¬ble que unas mismas imágenes se interpretasen de un modo o de otro, pero así como Galileo tuvo sus dudas acerca de cómo interpre¬tar los anillos de Saturno, demostrando así su ausencia de prejuicios y su extraordinaria integridad científica, Descartes prejuzgó que tales manchas solares en realidad no pertenecían al propio Sol, porque partía ya del prejuicio de que el Sol no podía tener “impureza” al¬guna. En este planteamiento el punto de vista de Galileo fue más co-rrecto desde el punto de vista científico y rompió con la doctrina tra-dicional acerca de la “perfección” del Sol, por efecto de la cual en teoría éste no podía contener “impurezas”, y dijo que no podía preci¬sar si las “manchas” se encontraban en el propio Sol o a cierta dis¬tancia de él, pero afirmó que en cualquier caso su traslación se debía a la propia traslación del Sol, de manera que su movimiento no era independiente de él.
Por lo que se refiere al planteamiento de Descartes, hay que decir que, si al menos hubiera utilizado con acierto los datos relativos al tiempo de rotación de aquellos supuestos “cuerpos opacos”, habría podido descubrir que el Sol tenía un movimiento de rotación sobre sí mismo y que ese tiempo era aproximadamente el de esos 26 días que él calculó para esos “cuerpos opacos” y que, si no hubiera estado condicionado por la tradición aristotélica, habría podido abrirse a una descripción más fiel y a una interpretación más abierta del sentido de aquellas manchas solares.
d) La circulación de la sangre: Una nueva y deplorable deducción cartesiana es aquella por la que explicó la circulación de la san¬gre desde un planteamiento erróneo según el cual el corazón sería como una especie de pequeña máquina de vapor que en la que la sangre venosa determinaría el aumento de la temperatura de este órgano y el calentamiento de la sangre entrante hasta el punto de ebullición, o algo parecido, de forma que, como consecuencia de la alta temperatura alcanzada, se produciría una presión tal que empujaría a la sangre a salir por las válvulas arteriales para pasar a circular por las arterias y las venas. Así lo indica el pensador francés cuando escribe:
-“mientras vivimos hay un calor continuo en nuestro corazón, una especie de fuego mantenido en él por la sangre de las venas, y […] este fuego es el principio corporal de todos los movimientos de nuestros miembros” .
-“este calor es capaz de hacer que si entra alguna gota de sangre en [las] concavidades [del corazón] ésta se infle en seguida y se dilate, como hacen generalmente todos los líquidos cuando se los deja caer gota a gota en algún vaso que está muy caliente” .
La fantástica explicación cartesiana, además de ser falsa, in¬cluía otros inconvenientes como el de tener que explicar cómo hubiera podido soportar el corazón y el organismo humano en gene¬ral una temperatura tan alta como la que debería tener para conseguir no sólo que la sangre se evaporase al entrar en él sino que tanto el corazón como los órganos contiguos no quedasen fritos en pocos mi¬nutos.
Por cierto y aunque sólo sea un paréntesis anecdótico, tiene interés hacer una pequeña alusión al punto de vista de Rodis-Lewis, “importante biógrafa” de Descartes, quien en relación con esta cuestión, menciona como un mérito especial del pensador francés su co¬municación al público en general del hecho de la circulación de la sangre , pero sin mencionar el error de su explicación y la crítica desacertada que hizo a Harvey, quien había dado la explicación correcta de este fenómeno, haciendo referencia a las contracciones y dilataciones del corazón. Pero, de nuevo, lo más asombroso de la explicación car-tesiana no fue la explicación en sí misma sino el hecho de que tuviera la osadía de presentarla como una ¡verdad necesaria!, apoyada tanto en consideraciones racionales como incluso en la misma experiencia:
“…este movimiento que acabo de explicar se sigue tan necesariamente de la sola disposición de los órganos que están a la vista […] que se puede conocer por experiencia, como el mo-vimiento del reloj se sigue de la fuerza” .
Resulta lamentable que una de las pocas ocasiones en que Descartes quiso hacer uso de la experiencia sólo le sirviera para ver como necesario y, por lo tanto como evidente, lo que era simplemente falso y absurdo. En cualquier caso hay que agradecerle que, a pesar de haber consagrado un tiempo de sus investigaciones a la me¬dicina, no se dedicase a ella más que para hacerle, con teatralidad y trazas de doctor entendido en la materia, algunas recomendaciones a la princesa Elisabeth cuando ésta le consultó acerca de una dolencia personal.
5.3.5. El mecanicismo
Descartes introdujo una interpretación mecanicista de toda la naturaleza que consistía en considerar el Universo como un inmenso mecanismo en el que todas sus piezas estaban ensambladas y funcionando de acuerdo con el principio determinista de causalidad. Este mecanicismo se aplicaba no sólo al mundo inorgánico sino también a las plantas, a los animales y el mismo cuerpo humano, puesto que, siendo modos de la sustancia material (res extensa), tenían que ser explicados por las mismas leyes que regían en ella, de manera que para explicar la vida de los cuerpos orgánicos no era necesario admi¬tir un alma, vegetativa o sensitiva, sino sólo las mismas fuerzas mecánicas que actuaban en el resto del Universo. Según él, la inves¬tigación ponía de manifiesto que el comportamiento animal podía ser exhaustivamente descrito sin necesidad de suponer la existencia de ningún “principio vital” ajeno al propio cuerpo, y consideró el cuerpo humano y el de los animales
“como una máquina que, habiendo sido hecha por la mano de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y tiene en sí movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres” .
El mecanicismo cartesiano tuvo una trascendencia científica especialmente importante en cuanto proporcionaba una nueva visión del conjunto de la realidad material, comprendida como un inmenso mecanismo en el que todas sus piezas interactuaban de acuerdo con leyes deterministas. Sin embargo tuvo el inconveniente de forzar demasiado la situación hasta llegar al extremo de negar la existencia de auténticos procesos psíquicos en los animales, considerando que las apariencias de que así fuera no se correspondían con la realidad, pues sólo el ser humano estaba formado por un alma (res cogitans), en la que se darían tales procesos, unida a un cuerpo (res extensa), que se comportaría de acuerdo con las leyes mecánicas de la Naturaleza, aunque dirigido por el alma en diversos aspectos de su comportamiento, y que, por ello, sólo el ser humano era capaz de realizar auténticas acciones libres que escaparían al determinismo de la rea¬lidad física. El error de Descartes no consistió en su afirmación de que los seres vivos fueran máquinas sino en haber rechazado que esas máquinas, tan enormemente complejas, incluido el ser humano, fueran capaces de sentir, de percibir, de gozar, de sufrir, de conocer o de recordar, siendo ésas sus mayores diferencias con respecto a las máquinas construidas por el ser humano, incomparablemente más simples que las producidas por la propia Naturaleza. El pensador francés, para mantenerse fiel a las doctrinas católicas, no podía aceptar que los animales tuviesen un alma similar a la del ser humano, y por ello consideró que el comportamiento animal podía ser explicado de modo exhaustivo sin necesidad de suponer en él la existencia de vida auténtica. Sin embargo, si sus prejuicios religiosos y la coerción política, religiosa y social no le hubieran presionado tanto, hasta el punto de cerrarle la posibilidad de ampliar su hipótesis mecanicista extendiéndola hasta el propio ser humano, hubiera podido vislumbrar que la estructura y el funcionamiento del ser humano era similar a la del resto de los seres vivos, con una diferencia meramente cuantitativa, pero no cualitativa y radical respecto a sus diferentes capacidades.
Frente a esta interpretación, ni la Ciencia ni el sentido común han aceptado una interpretación tan inerte del mecanicismo hasta el punto de negar la existencia de auténticos procesos psíquicos en los seres vivos no humanos y, además, los progresos de la Biología han demostrado la existencia de una base genética común entre todos los seres vivos y la existencia de toda una serie de facultades psíquicas animales similares a las humanas.
Por lo que se refiere a la doctrina mecanicista, aunque son muchos los manuales y biografías sobre Descartes, que le consideran como el fundador de esta doctrina, conviene tener en cuenta que en el siglo anterior el español A. Gómez Pereira defendió esta misma doctrina mecanicista aplicada a los animales y que además, según P. D. Huet y otros filósofos, Descartes conocía la obra de Gómez Pereira. En una carta al padre Mersenne, Descartes negó conocer la obra Antoniana Margarita en la que aparecían estas ideas, pero parece que, de un modo directo o indirecto, la obra de Gómez Pereira influyó en Descartes. Conviene recordar, en relación con esta influencia bastante probable de Gómez Pereira, que no parece que se limitase a esta cuestión sino que igualmente pudo haber influido en el pensador francés con su proposición “quidquid noscit, est, ergo ego sum” como precedente de la proposición “cogito, ergo sum”, las cuales mostraban una verdad absoluta que superaba cualquier duda.
5.3.6. Las leyes de la Física
Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemáticas y en el de la Física fueron muy relevantes en algunos casos, como el de la enunciación precisa del principio de inercia, pero otros vinieron acompañados de bastantes errores como consecuencia de su irracionalismo teológico, que partía de un fundamento místico y olvidaba casi siempre la experiencia, y como consecuencia igualmente de una aplicación incorrecta de su inteligencia para deducir determinadas leyes físicas, lo cual hubiera podido subsanar al menos con la ayuda de la experiencia si la hubiese valorado adecuadamente en lu¬gar de dejarse cegar por su frívola autosuficiencia orgullosa a la hora de realizar sus deducciones.
Era evidente, sin embargo, que la actitud del “teólogo” francés, que decía partir de Dios para deducir el conjunto de las leyes de la realidad física, era absurda, pues lo que en realidad hizo fue partir de un análisis de dicha realidad y tratar de enlazarla de algún modo con la supuesta realidad divina, como si hubiese deducido de ella de un modo puramente racional el mundo sensible y sus cualidades, pero haciéndolo de manera que, si no encontraba el modo de deducir determinado aspecto del Universo a partir de la inmutabilidad divina, siempre tenía el recurso de suponer que lo que sucedía era que dicho aspecto era una consecuencia de la omnipotencia divina. Y así, jugando con estas dos supuestas cualidades de la supuesta divinidad, todo encajaba perfectamente: Lo que podía relacionar con la inmutabilidad divina lo consideraba racionalmente deducible de ella, mientras que lo demás consideraba que era una consecuencia de la omni-potencia, ya que en tales casos las diversas realidades “han podido ser ordenadas por Dios de innumerables formas, y solamente la expe¬riencia puede enseñarnos cuál de ellas haya elegido” .
Como ya se ha dicho, Descartes no llegó a tomar conciencia de que la afirmación de que el Universo tuviera su explicación en la existencia de aquellas dos cualidades del supuesto dios católico resultaba contradictoria en cuanto, al menos desde el punto de vista de la acción, la inmutabilidad divina habría significado una negación de la omnipotencia, mientras que la omnipotencia habría significado una negación de la inmutabilidad. Su orgullo y su vanidad le impidieron llegar a considerar una tercera posibilidad: La de que, supo¬niendo que el dios católico existiera, el hecho de que no encontrase relaciones deductivas entre los fenómenos naturales y la divinidad podía deberse o bien a la complejidad intrínseca de los fenómenos estudiados, o bien a la limitación de su propia capacidad como científico. Y había además una cuarta posibilidad: La de que no pu¬diese descubrir tal relación deductiva en cuanto el dios católico fuera una simple quimera. Pero esa cuarta posibilidad era impensable para una persona que desde el principio manifestaba su plena sumisión a las doctrinas de la organización católica.
Y así, a partir de la afirmación de la inmutabilidad divina, Descartes consideró que se deducía el principio de la conservación de la cantidad de movimiento:
“En cuanto a la primera [causa del movimiento] me parece evidente que no puede haber otra que Dios mismo, que ha creado en el principio la materia con el movimiento y el reposo, y que conserva ahora en el Universo, por solo su concurso ordinario, tanto movimiento y reposo como puso en él al crearlo” ,
Este enunciado fue un anticipo importante de lo que hoy constituye el primer principio de la termodinámica: “La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”, que fue explicado en términos más exactos por Lavoisier en el siglo XVIII y por otros científicos como Carnot y Clausius en el siglo XIX. Descartes lo enunció de forma mística e imprecisa, en cuanto acompañó el concepto de movimiento con el de reposo, dando por hecho, como en la Astronomía antigua, que éste fuera algo más que una simple abstracción mental, es decir, un concepto que no procedía sino de impresiones subjetivas, en cuanto a través de ellas podía hablarse de un reposo relativo, pero no absoluto, ya que la realidad, como ya comprendió Heráclito, se encuentra en constante movilidad.
A partir de la inmutabilidad divina y estimulado por los traba¬jos de Galileo y por los de su amigo Beeckman, Descartes formuló adecuadamente el principio de inercia y otras leyes de la naturaleza, como las que constituyen las leyes fundamentales de su física:
1) El principio de inercia, primera ley de la Física cartesiana, quedó formulado del siguiente modo:
“cada cosa, en tanto que simple e indivisa, se mantiene en su mismo estado, sin cambiar jamás, como no sea por causas externas” .
Como ya se ha dicho, este principio había sido vislumbrado pocos años antes por Galileo, que no llegó a formularlo con precisión, a pesar de haberse servido de él en la práctica. Hubo también otros pensadores anteriores que se habían aproximado al descubrimiento de este principio, como especialmente el propio Aristóteles, Ockam y Beeckman.
Por lo que se refiere a Aristóteles no se le suele mencionar como predecesor en la línea de pensadores que de algún modo intuyeron este principio, pues es mucho más conocida su explicación del movimiento a partir de sus conceptos metafísicos de potencia (dýnamis y acto (enérgeia, considerando el movimiento como “el acto de la potencia en cuanto tal”, entendiendo el movimiento local como el resultado de la tendencia de cada sustancia a ocupar su “lugar natural” de acuerdo con su propia naturaleza (phýsis y entendiendo igualmente el movimiento violento a partir de aquella aplica¬ción de las categorías de potencia y acto referidas a las sucesivas partículas de aire que servirían de soporte al móvil para que siguiera una trayectoria distinta a la que por naturaleza le correspondía.
Sin embargo, en su Física y desde una perspectiva racionalista como la cartesiana, se aproximó a la intuición del principio de inercia, cuando escribió: “...no es posible dar una razón de por qué un cuerpo movido se parará en alguna parte. ¿Por qué, en efecto, se parará aquí más bien que allí? Luego será llevado necesariamente hacia el infinito de no haber nada más fuerte que él que lo pare” . La expli¬cación aristotélica iba por buen camino, pero no fue suficiente¬mente precisa y además no encajaba con su teoría más general acerca del movimiento, por lo que no trató de profundizar en ella y esto pudo determinar que sus seguidores ni siquiera llegasen a reparar en este texto.
Posteriormente, Guillermo de Ockham, aunque no dio una definición precisa del principio de inercia, consideró con acierto y desde un planteamiento tan racionalista como el del propio Descartes que un cuerpo en movimiento se movía por el simple hecho de que estaba en movimiento, de manera que no era necesario suponer la existencia de ningún motor para explicar la continuidad de tal movimiento.
Por su parte, Galileo algunos años antes intuyó el principio de inercia en sus reflexiones e investigaciones sobre el movimiento hipotético de una bola lanzada sobre un plano horizontal y sin rozamiento alguno. Escribe Galileo que, en estas condiciones teóricas, “su movimiento ha de ser uniforme y perpetuo sobre el mismo plano, si el plano se extiende infinitamente” . Sin embargo, Galileo, tal vez llevado del prejuicio de la Astronomía antigua o tal vez por no haber hecho abstracción de la fuerza gravitacional de la Tierra –o de cualquier otro cuerpo del Universo-, consideró que el plano aparen¬temente rectilíneo, en realidad sería curvo, y este prejuicio representó un error en el que inicialmente también incurrieron Beeckman y Descartes, aunque posteriormente el pensador francés corrigió esta interpretación y adoptó la correcta, relacionada con un movimiento rectilíneo en cuanto se hiciera abstracción de la fuerza gravitacional. Galileo había defendido el principio de inercia en el año 1613 en su Carta acerca de las manchas solares, mientras que Descartes lo hizo cuando escribió su obra El Mundo, hacia el año 1633, por lo que es bastante probable que hubiera una influencia del científico pisano sobre el francés. En este punto además hay que tener en cuenta el estímulo que en estas investigaciones pudo tener sobre Descartes su amigo Beeckman, que mantuvo una postura similar a la de Galileo .
En estos planteamientos tiene interés señalar su componente racionalista existente en cuanto un principio como éste no podía ser verificado o contrastado sino sólo deducido mediante abstracciones racionales que, entre otras cosas, se referían a “cosas sim¬ples e indivisas” o a un movimiento en el que si hiciera abstracción de la existencia de cualquier otra realidad en el Universo que pudiera influir en la trayectoria del cuerpo que hubiera recibido aquel primer impulso inercial y sobre el que se quisiera realizar el experimento, pero tales condiciones, en cuanto no se dan en la realidad, no podrían ser en ningún caso objeto de experiencia alguna ya que no existía la posibilidad de experimentar en el vacío, inexistente por otra parte, sino sólo la de trabajar en condiciones más o menos aproximadas a ese vacío hipotético en el que no interviniesen fuerzas ajenas a la de la propia hipótesis.
El supuesto que subyace en las consideraciones de estos filósofos y científicos acerca del principio de inercia era en definitiva que lo que había que explicar era el cambio de cualquier realidad pero no su permanencia siendo lo que era o manteniéndose en el mismo estado en que se encontraba.
Sin embargo y en favor del punto de vista de Galileo habría que decir que el planteamiento cartesiano era correcto como hipótesis absolutamente racionalista, en la que haciendo abstracción total de la existencia de otras fuerzas en el Universo, efectivamente la inercia tendría ese carácter rectilíneo. Sin embargo, en cuanto era un hecho que en el Universo existían otras fuerzas, como en especial la gravitacional, el planteamiento de Galileo era coherente con la existencia de tales fuerzas, que en efecto, determinan la trayectoria curva de planetas, naves especiales y otros cuerpos espaciales que, una vez en su órbita, siguen una trayectoria curva, resultante de la acción de la inercia y de la gravedad, que, aunque se la pueda eliminar mentalmente, siempre se encuentra presente.
2) La segunda ley de la física cartesiana señalaba que
“cada parte de la materia en particular no tiende a continuar moviéndose según líneas curvas sino solamente según líneas rectas” .
Descartes entiende que tanto esta ley como la precedente depen-den de la inmutabilidad de Dios y de la simplicidad de la operación por la cual conserva el movimiento de la materia y que, en con¬secuencia, todo cuerpo que se mueve circularmente tiende sin cesar a alejarse del centro del círculo que describe . En este punto además, Descartes superaba la “inercia circular” de Galileo, que presentaba dicho principio en relación con trayectorias circulares como las que los planetas parecían describir alrededor del Sol. Por cierto, a este respecto Galileo siguió considerando que las órbitas de los planetas eran circulares y no elípticas, sin llegar a aceptar el descubrimiento de Kepler.
3) Finalmente, de acuerdo con la tercera ley, afirma que en el choque de los cuerpos entre sí el movimiento no se pierde, sino que su cantidad permanece constante, aunque se trasmita de unos a otros .
Descartes consideró que las tres leyes de su Física bastaban para explicar todos los fenómenos de la Naturaleza y la estructura de todo el Universo, que comprendió como un mecanismo gigantesco, del cual había que excluir las explicaciones basadas en la causalidad final aristotélica, como ya había hecho Galileo anteriormente.
Por lo que se refiere a la constancia de la cantidad del movimiento, el pensador francés volvió a introducir a Dios como explica¬ción de este principio, considerándolo, al igual que Tomás de Aquino, como causa eficiente primera del movimiento en el mundo y estimando además que la inmutabilidad divina determinaba que el universo conservase una cantidad de movimiento igual, aunque hubiera transferencia de movimiento de unos cuerpos a otros. En este punto, como no podía llegar al absurdo de negar la evidencia del movimiento en el mundo, por ello, olvidando que de acuerdo con su omnipotencia Dios habría podido actuar de cualquier otro modo, y pasando por alto la imposibilidad de deducir el movimiento del mundo a partir de la inmutabilidad divina, se conformó con deducir (?) que Dios
“obra de una manera sumamente constante e inmutable, de tal modo que, fuera de los cambios que vemos en el mundo y los que creemos porque los ha revelado Dios, […] no debemos suponer otros en sus obras, por temor de atribuirle la inconstancia. De donde se sigue que tenemos sobrada razón para considerar que, puesto que ha movido en muchas formas diferentes las partes de la materia al crearlas y que conserva toda esta materia del mismo modo y con las mismas leyes que cuando la creó, conserva también en ella una cantidad siem¬pre igual de movimiento” .
Ahora bien, si el “teólogo” Descartes deseaba ser coherente con su “racionalismo teológico” aplicado a la inmutabilidad divina, hubiera podido deducir, de acuerdo con esa cualidad divina, que Dios no debería haber creado el Universo, puesto que el momento en que decidió crearlo implicaba un cambio en sí mismo –la propia de¬cisión de crearlo- y, por ello, una contradicción con su inmutabilidad en cuanto tal decisión, según el Génesis , se produjo en determi¬nado instante. Al mismo tiempo y desde la perspectiva de la omni¬potencia divina, debería haber tenido en cuenta que esa misma “in¬constancia” que supondría que Dios hubiera creado un Universo con una cantidad variable de movimiento no tenía por qué suponer un de¬fecto en la propia divinidad en cuanto, de acuerdo con su omnipoten¬cia, Dios no estaría sometido a nada. Además, el hecho de que, de acuerdo con su inmutabilidad, la voluntad divina tuviese que quedar supeditada a aquella primera decisión adoptada por él implicaría la negación de su omnipotencia y de su libertad infinita, que implicaba poder modificar sus decisiones en el momento en que lo quisiera. Igualmente, si la inmutabilidad divina no fue inconveniente para la creación de un mundo cambiante, en tal caso tampoco tenía por qué serlo para dotarlo de una cantidad de movimiento constante o variable, y más aún habiendo defendido que Dios no habría tenido ningún problema
“para hacer que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen iguales, lo mismo que fue libre para no crear el mundo”
si así lo hubiera deseado y de acuerdo con aquella omnipotencia, lo cual, por otra parte, era una contradicción más de las muchas que la frivolidad cartesiana consintió en asumir.
Resulta claro a estas alturas que todas esas deducciones que Descartes afirma haber realizado acerca del modo de ser del Uni¬verso a partir del modo de ser del dios del cristianismo no eran otra cosa que afirmaciones frívolas que no se correspondían con la reali¬dad por la serie de errores en que incurrió y por el absurdo de pre¬tender una hazaña tan imposible como la de deducir, a partir del dios cristiano, toda una serie de aspectos de la realidad que, de acuerdo con la supuesta omnipotencia divina, hubieran podido ser de otras in¬finitas maneras.
Y así, a partir de la inmutabilidad divina dedujo –o, mejor, dijo haber deducido- la constancia de la cantidad de movimiento, pero, al no poder deducir la misma existencia del movimiento, en cuanto era lo más contrario a aquella inmutabilidad, en tal caso y en todos los que no podía comprender como derivados de la inmutabilidad divina, los consideró derivados de la omnipotencia.
La Física actual, aunque está de acuerdo con la tesis cartesiana relacionada con la conservación de la cantidad de movimiento –o, mejor, de la energía-, acepta esta doctrina como el primer postulado de la Termodinámica, pero lo que en ningún caso se le ocurriría a un científico cuerdo es tratar de deducir las leyes de la Naturaleza a partir de las diversas perfecciones de un dios cuya existencia no sólo es imposible demostrar sino del que además puede demostrarse la inexistencia.
Por otra parte, al igual que Tomás de Aquino, Descartes considera de modo equivocado que el movimiento es una realidad que se une a la materia, pero que no le pertenece de manera intrínseca. Ahora bien, para defender tal doctrina, debería haber tenido la expe¬riencia de una “materia en reposo” y la de que, de pronto, hubiese comenzado a moverse, lo cual le podría haber llevado a preguntarse por la causa de tal cambio. Sin embargo, lo que la experiencia mues¬tra es que materia y movimiento son realidades siempre unidas, a pe¬sar de que una percepción especialmente cándida, propia de un dog¬matismo igualmente ingenuo, puede llevar a pensar que existan rea¬lidades en reposo, como la mesa sobre la que escribo o como la misma Tierra. Descartes, al igual que anteriormente Tomás de Aquino en su primera vía, siguió disociando los conceptos de mate¬ria y movimiento, sin llegar a tomar conciencia todavía de que am¬bos conceptos estaban intrínsecamente unidos, y consideró la materia como una realidad inerte a la que Dios le habría añadido el movi¬miento. Sin embargo, hoy se sabe que los conceptos de materia y movimiento o materia y energía son realidades intercambiables de acuerdo con la conocida fórmula de Einstein.
5.3.6.1. El principio de conservación de la cantidad de movi-miento y la deducción de otras leyes
Al margen de las excepciones señaladas, Descartes consideró que a partir de la inmutabilidad divina podían deducirse diversas leyes de su Física, y, entre ellas, la tercera, según la cual en el choque de los cuerpos entre sí el movimiento no se pierde, sino que su cantidad permanece constante.
A partir de dicha ley y como consecuencia de la utilización de su racionalismo, dedujo una serie de leyes particulares, que llaman la atención precisamente porque pusieron nuevamente de relieve la nula fiabilidad del método cartesiano, cuando lo utilizaba en un ámbito ajeno al de las ciencias meramente formales como las Ma¬temáticas, donde la regla de la evidencia junto con las otras reglas del método y el principio de contradicción eran suficientes para ir progresando sin necesidad de experiencia alguna, en cuanto los teo¬remas matemáticos no trataban de experiencia alguna sino de verda¬des verificables por su carácter tautológico. Pero este método era in¬suficiente para el progreso en las ciencias experimentales por su ol¬vido de la fundamental importancia de la experiencia a la hora de comprobar el valor real de las hipótesis y de las deducciones que pu¬dieran hacerse a partir de la observación de los fenómenos naturales. Por ello mismo, la utilización de la experiencia por parte de Descar¬tes estuvo llena de fracasos y puso en evidencia la frivolidad con que se sirvió de ella, estableciendo deducciones que, a pesar de haber po¬dido comprobar o desmentir mediante la experiencia, las proclamó de manera dogmática, siendo erróneas en multitud de ocasiones.
Por otra parte y como disculpa de alguno de los errores que se muestran a continuación sólo quedaría la disculpa de que, en cuanto Descartes estuviera planteando sus leyes deductivas como puras hipótesis relacionadas con un universo imaginario haciendo abstracción de la existencia o inexistencia de fenómenos empíricos que posibilitasen que las leyes propuestas por él se cumpliesen con exacti¬tud en el universo real, algunas de estas leyes deducidas hubieran podido ser válidas. Pero una objeción a varias de estas hipótesis es que, en cuanto no tienen en cuenta los hechos que sirvieron de base para el descubrimiento de la tercera ley de Newton, ni la transforma¬ción del movimiento en calor como consecuencia del choque o del roce entre partículas de materia, no son aplicables al Universo real en el que sí rige dicha ley y sí se produce ese cambio de un tipo de energía en otro. Otros errores son más graves en cuanto derivan de una utilización inadecuada de la razón, que hubiera podido ser corre¬gida si posteriormente Descartes hubiera intentado comprobar el va¬lor de sus deducciones. Al parecer, su frívola confianza en su infali¬bilidad deductiva contribuyó a que considerase innecesaria cualquier comprobación empírica y, por ello, las críticas que siguen a conti¬nuación a algunas de esas leyes se relacionan con lo dicho en las líneas anteriores y con la acostumbrada frivolidad del pensador francés.
En efecto, como una ley secundaria, deducida (?) de la tercera ley general de su física, Descartes consideró que
a) “si un cuerpo que se mueve y encuentra a otro tiene menos fuerza para continuar moviéndose en línea recta que este otro para resistirlo, se desvía de aquella dirección y, conservando su movimiento, pierde solamente la determinación de éste” .
De acuerdo con lo indicado antes, esta deducción es incorrecta en su misma formulación en cuanto ni siquiera indica si el encuentro entre ambos cuerpos se realiza en un sentido contrario u oblicuo, ya que si el sentido del movimiento de un cuerpo es contrario al del otro, en tal caso no se producirá un “desvío de aquella dirección” sino una deceleración en el que tenga mayor fuerza y un cambio de sentido del movimiento en el que la tenga menor. Y, al margen de si el sentido en que choquen sea contrario u oblicuo, es igualmente falso que cualquiera de ellos conserve su movimiento, pues, aunque el principio de inercia sólo diga que un cuerpo conserva su estado de movimiento o reposo mientras no haya otra fuerza que le haga cambiar, Descartes hubiera podido deducir y tratar de comprobar que en el choque entre dos cuerpos ninguno de ellos permanece indiferente ante el contacto con el otro, sino que tanto el de mayor como el de menor masa sufren un cambio en su estado de movimiento o reposo, relacionado con la cantidad de fuerza recibida proveniente del otro cuerpo y del sentido en que tal fuerza se ejerce, tal como Newton in¬dicó en la tercera ley de su Física. Esta simple reflexión habría po¬dido conducir a Descartes al descubrimiento de que toda acción de un cuerpo sobre otro determina la consiguiente reacción, de igual intensidad y de sentido contrario, si la dirección de ambos cuerpos es la misma, pero en un sentido diverso para ambos cuerpos, que puede calcularse matemáticamente teniendo en cuenta su respectiva masa, la velocidad con que chocan y la dirección y sentido que seguía cada uno en el momento de su choque. En el anterior enunciado Descartes no tiene en cuenta que el choque de un cuerpo contra otro determina una interacción entre ambos cuerpos, por lo que el segundo no per¬manecerá impasible ante ese choque sino que, habiendo recibido de¬terminada “cantidad de movimiento”, variará su velocidad, de un modo que se relacionará con la energía recibida en su choque y con el modo en que se produzca tal recepción de energía, variando igualmente el sentido de su movimiento, según el vector resultante del sentido de su movimiento anterior y el del sentido del movi-miento del cuerpo con el que choca, teniendo en cuenta la masa res¬pectiva de ambos, lo cual además repercutirá en que el primer cuerpo pierda la misma cantidad de movimiento que gane el segundo.
Descartes se olvidaba de la experiencia con demasiada frecuen¬cia y Newton todavía no había enunciado su tercera ley, según la cual “con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria: o sea, las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y diri¬gidas en direcciones opuestas”. Tanto la experiencia como el cono¬cimiento de esta ley habrían podido ayudarle a evitar los errores de sus deducciones y a no extraer consecuencias erróneas de aquellas primeras leyes de su física. Pero, como ya se ha indicado, lo más reprochable del proceder cartesiano no es el error en sus deducciones, que cualquier científico podría haber cometido en la fase de la elaboración de una hipótesis, sino el hecho de no haber recurrido a la ex¬periencia para comprobar si los hechos las confirmaban o no.
b) Por la misma razón Descartes deduce también de modo erróneo que
“los cuerpos duros, cuando son lanzados contra otro cuerpo duro [mayor, que está quieto], son rechazados del lado de su procedencia […] quedando íntegro el movimiento” .
Su error se debe a varios motivos. En primer lugar a la equivocación en el propio enunciado, que no especifica si ese choque es frontal u oblicuo. En segundo lugar, Descartes comete el mismo error que en el caso anterior: Juega con un concepto de “cuerpo duro” que nada tiene que ver con la experiencia y, por ello, no tiene en cuenta que en el choque entre dos cuerpos, al margen de que sean iguales o desiguales en masa, hay una pérdida de movimiento que se convierte en calor, y que por ese motivo -así como por otros- su “cantidad de movimiento” no permanece idéntica, sino que dismi¬nuye en la parte que se convierte en calor y, en consecuencia, ello determinará una variación en la velocidad de ambos cuerpos. En se¬gundo lugar, en cuanto se trate de un planteamiento puramente hipotético, Descartes tiene derecho a hablar de un cuerpo “que está quieto”, pero esto nunca resulta aplicable a la realidad, pues toda ella se encuentra en continuo movimiento en cuanto no existe ningún cuerpo “que esté quieto”. En tercer lugar, aunque tuviera sentido hablar hipotéticamente de un cuerpo que está quieto, dicho cuerpo, al recibir el impacto, recibiría determinada cantidad de movimiento del cuerpo menor, de forma que éste no rebotaría con la misma cantidad de movimiento que llevaba antes de chocar sino con la cantidad de movimiento resultante de la diferencia entre la que inicialmente lle¬vaba y la que hubiese transmitido al cuerpo más pesado, pues la su¬posición de que el cuerpo más pesado pudiese permanecer entera¬mente inmóvil no encaja con la experiencia y es incongruente además con la tercera ley de Newton, que Descartes no llegó a des¬cubrir ni a conocer. Si acaso podría decirse que la velocidad que ad-quiriese el cuerpo mayor sería inversamente proporcional a su masa y directamente proporcional a la cantidad de movimiento recibido, mientras que en el cuerpo menor la velocidad de su rebote sería inversamente proporcional al movimiento transmitido por él y directamente proporcional a la diferencia entre su masa y la del cuerpo mayor, lo cual se traduciría en que, cuanto mayor resistencia opu¬siera el cuerpo mayor, mayor velocidad conservaría el menor, sin llegar a conservar en ningún caso la misma que llevaba antes del choque.
c) Descartes vuelve a equivocarse cuando afirma que, en el choque de dos cuerpos entre sí, si son iguales en masa y en veloci¬dad,
“volvería cada uno hacia el sitio de donde había venido, sin perder nada de su velocidad” .
Igual que en el caso anterior, Descartes juega con un universo imaginario en el que no se produjera la transformación de movimiento en calor. Pero en el universo real la simple observación empírica, sirve para mostrar la falsedad de esta ley como consecuencia precisamente de la transformación en calor de una parte del mo¬vimiento. Además en esta deducción Descartes debería haber especi¬ficado que hablaba de dos cuerpos que chocasen frontalmente y no de manera oblicua, pues en este último caso no sólo se daría una pérdida de movimiento sino también un cambio de sentido en el movimiento de ambos cuerpos. Además, si se hubiese tomado la moles¬tia de realizar el experimento adecuado, habría podido comprobar que el resultado no se ajustaba a su deducción.
d) Es más gravemente errónea la deducción según la cual
“si B fuese siquiera algo mayor que C, […] solamente C retrocedería hacia el lado de donde hubiera venido, continuando ambos después su movimiento con idéntica celeridad hacia ese mismo lado” .
En afirmaciones tan gratuitas como ésta Descartes pone todavía más en evidencia su frivolidad y falta de cautela por el uso tan desatinado que hace de su propia razón, pero especialmente por su menosprecio de la experiencia, que le habría ayudado a corregir sus erróneas anticipaciones mentales. Incluso, si hubiera razonado correctamente, habría podido darse cuenta de que su teoría era incorrecta, al margen de que la experiencia la refutase, porque desde un punto de vista meramente racional no se deducían las consecuencias que él había anticipado, ya que, aunque tuviese todo el derecho a desconocer la tercera ley de Newton, sin embargo podía haber in¬tuido, de acuerdo con el principio de inercia, que ambos cuerpos -y no sólo uno-, al recibir una fuerza externa modificarían su respectivo estado, pues, de acuerdo con dicho principio, un cuerpo permanece en su estado mientras no haya otra fuerza que le haga cambiar, lo cual podría haberle sugerido al menos que, si un cuerpo recibe de¬terminada fuerza, aunque la masa de ese cuerpo sea menor que la del primero, se producirá en él un cambio en su estado. El principio de inercia decía que cualquier cambio en el estado de un cuerpo de debía a la influencia de otro cuerpo, pero no decía que la influencia de otro cuerpo debía provocar un cambio en el primero, y esto fue lo que dijo Newton y lo que Descartes no fue capaz de ver. Descartes olvida igualmente que para calcular la velocidad y el sentido del movi¬miento resultante del choque entre esos dos cuerpos debía tener en cuenta no sólo la masa sino también la velocidad de cada uno de los cuerpos en el momento del choque y el sentido y dirección del mo¬vimiento de ambos cuerpos, de manera que, teniendo en cuenta tales variables y el principio de inercia, no habría podido establecer como necesaria su absurda conclusión según la cual ambos cuerpos, después del choque, se dirigirían en la dirección y sentido del cuerpo que tuviera mayor masa “con idéntica celeridad”, sino que incluso, como consecuencia del principio de inercia, la velocidad del cuerpo de mayor masa sufriría una deceleración y además, si la velocidad del cuerpo de menor masa hubiera sido suficientemente grande, habría podido repercutir en una neutralización e incluso en un cam¬bio de sentido del movimiento del otro cuerpo, aunque el de menor masa hubiese rebotado con una velocidad mayor que la que llevaba antes del choque a causa del impulso perdido por el mayor y añadido a éste. Un cuerpo con una masa muy elevada y una velocidad muy lenta podría ser neutralizado en su movimiento por un cuerpo con menor masa y con una velocidad mucho más rápida, e incluso este mismo cuerpo podría determinar la inversión del sentido del movimiento del cuerpo de mayor masa en cuanto la velocidad del menor fuera suficientemente elevada. Ante la duda acerca de este resultado, lo que exige el método experimental es que no se confíe sino en la experiencia: Por ejemplo, se podría coger una bola de 100 gramos y lanzarla con mucha fuerza contra otra de 120 gramos que viniera hacia ella a escasa velocidad. De ese modo se podría verificar, sin necesidad de razonamiento alguno, qué era lo que sucedía.
e) Igualmente se equivocó de modo asombroso cuando dedujo que
“si el cuerpo C fuese siquiera un poco mayor que B y estuviera enteramente en reposo […] con cualquier velocidad que viniese B hacia él, jamás tendría fuerza para moverlo, sino que se vería obligado a retroceder hacia el mismo lado de donde procediese” .
En este caso –al margen de no haber tenido en cuenta la transformación parcial del movimiento en calor- Descartes se equivocó porque, de hecho, B conseguiría que C se moviese por poco que fuera, porque, al margen de que el movimiento de C se deduzca ne¬cesariamente de la tercera ley de Newton y del mismo principio de inercia, dicho movimiento puede comprobarse experimentalmente, por ejemplo, lanzando una canica pequeña contra una bola de billar en reposo. Un choque así iría seguido del movimiento de rebote de la canica, que cambiaría de sentido perdiendo parte de su velocidad, mientras que la bola de billar cambiaría su velocidad de forma inver-samente proporcional a su masa y directamente proporcional a la velo-cidad y a la masa de la canica, moviéndose cada cuerpo en un sentido contrario al del otro –si el choque se produjese en el centro superficial exacto de la bola de billar (es decir, en aquel punto cuya tangente fuera perpendicular al sentido de la trayectoria seguida por la canica).
Ahora bien, si con la expresión “un cuerpo enteramente en reposo” Descartes se estuviera refiriendo a un cuerpo hipotéticamente inamovible, en tal caso tendría razón, pero estaría de nuevo hablando de una simple construcción mental que nada tendría que ver con la realidad empírica, en la que efectivamente no existen realidades in¬móviles.
Además, esta “ley” cartesiana se opone a la ley según la cual toda acción de un cuerpo sobre otro provoca una reacción de igual intensidad y de sentido contrario –es decir, a la tercera ley de Newton-, al margen de que existan diferencias entre las respectivas masas de ambos cuerpos. Así que, de este modo, Descartes no está diciendo nada relacionado con la Física del universo real sino sólo con la de ese universo imaginario en el que podría hablarse de un cuerpo in¬móvil por definición y en el que no rigiese la tercera ley de Newton.
¿Qué explicación podría darse para el conjunto de estas deducciones erróneas, teniendo en cuenta que, tratando de cuestiones es¬trictamente físicas y sin relevancia para las teológicas Descartes, al no sentirse presionado, hubiera podido razonar de un modo mucho más coherente?
¿Qué explicación hay para estos errores tan triviales en el primer científico que había sabido exponer con exactitud el principio de inercia?
Parece que, nuevamente aquí, hay que hacer referencia a los condicionantes negativos de su personalidad, en especial los relacionados con su megalomanía y con su frivolidad, para entender su escaso interés en analizar correctamente lo que seguramente le pareció que se trataba de una cuestión menor, como pudo haber entendido esa serie de leyes derivadas pero tan erróneamente deducidas.
5.3.7. Conservación del Universo
De acuerdo con la teología católica, Descartes considera que el Universo, además de haber sido creado por Dios en determinado momento, sigue siendo creado a cada instante por cuanto no tiene en sí mismo la razón de su existencia ni antes ni después de su creación inicial. A dicha creación continuada la teología católica y también Descartes le dan el nombre de “conservación”:
“para ser conservada en cada momento de su duración, una sustancia tiene necesidad del mismo poder y acción que se requeriría para producirla y crearla de nuevo si aún no existiese, de modo que la luz de la naturaleza nos manifiesta claramente que la distinción entre creación y conservación es solamente una distinción de razón” .
Resulta sorprendente una vez más que, a pesar de la claridad con que Descartes defiende esta teoría, acorde con la doctrina católica, como no podía ser de otra manera, Rodis-Lewis se empeñe en dar una interpretación errónea de esta doctrina cuando dice que según el planteamiento del “teólogo” francés, “desde toda la eternidad [Dios] deja actuar a la causalidad mecánica, sin actuar” , inter¬pretación que da a entender que los diversos cuerpos o modos de la “res extensa” gozarían de una existencia independiente de Dios y que precisamente por ello podrían actuar como auténtica “causalidad mecánica”, lo cual no se corresponde con la doctrina de la conserva¬ción divina, según la cual la res extensa depende de Dios en cual¬quier momento de su existencia, de forma que si Dios dejase de ac¬tuar las demás sustancias dejarían de existir. La misma equivalencia que Descartes señala entre creación y conservación como creación continuada implica preci-samente que el modo de ser de la realidad en cada momento no es consecuencia del modo de ser de tal realidad en un momento anterior y que, en consecuencia, aunque resulte cómodo hablar de causalidad mecánica, sin embargo la existencia de tal causalidad sería incompatible con la conservación divina, pues no tiene sentido hablar de causalidad mecánica respecto a realidades que están siendo creadas por Dios en cada momento de su existencia. Esta dependencia absoluta de todas las cosas en relación con Dios queda demostrada además mediante el argumento según el cual
“Dios no mostraría que su poder es inmenso si hiciera cosas tales que después pudieran ser sin él mismo, sino que, por el contrario, testimoniaría con esto que su poder es finito porque una vez creadas las cosas no dependerían más de él”
En relación con esta doctrina Descartes llega a expresarse de un modo que, aunque pueda interpretarse como metafórico, es propio del panteísmo:
“es mucho más cierto que no puede existir nada sin el concurso de Dios que el que haya luz solar sin sol”
El pensador francés puntualiza además, aunque sólo sea por una simple convención lingüística, que, a pesar de su definición del concepto de sustancia como “una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir”, sin embargo juzgó que podía seguir hablando de sustancia extensa y desustancia pensante en cuanto eran realidades que para existir sólo requerían del “concurso divino”. En cualquier caso, como consecuencia del concepto teológico de “conservación”, ni la “res cogitans” ni la “res extensa” serían autosuficientes en ningún momento, ya que en todo instante seguirían depen¬diendo de su creación continuada por Dios. Pero, además, en contra de la ligera interpretación de Rodis-Lewis, este concepto teológico de “conservación” implica que, en cuanto no haya una continuidad independiente en la existencia de las cosas sino sólo una creación continuada, no podría existir influencia causal de unos fenómenos en otros, sino sólo la apariencia de dicha relación. Ningún fenómeno se produciría como consecuencia de otro u otros anteriores sino siempre por la acción de Dios, quien le conferiría su existencia a lo largo de cada uno de los instantes que él quisiera y las diversas modificacio¬nes con que fuera apareciendo en los instantes sucesivos en que Dios lo quisiera conservar. En este sentido, del mismo modo que, cuando se está viendo una película, se tiene la impresión de que existe una relación causal entre las diversas imágenes que aparecen en la pantalla hasta que se repara en que la película está formada por toda una serie de imágenes independientes entre sí y sin otra relación que la de la sucesión en su aparición, igualmente Descartes, al considerar el Universo como una realidad cuya existencia depende de Dios en cada uno de sus instantes, lo hace existir en cada momento con las diversas diferencias con que va apareciendo. Tal interpretación im¬plica la negación de la relación de causalidad entre los distintos fenómenos del Universo en un instante y en el siguiente con sus dife¬rencias respecto al anterior, de manera que tales diferencias se deben exclusivamente a la acción de Dios en cada acto de esa creación continuada y no a una relación de causalidad entre el Universo en un instante y en el siguiente.
La concepción del Universo desde la perspectiva de la teología católica y desde la científica son enteramente distintas, pues el científico considera que todos los fenómenos a lo largo del tiempo están causal-mente relacionados, mientras que el teólogo, mediante este concepto de “conservación” tiene que considerar que todo depende causalmente de su dios en cualquier momento del tiempo, por lo que, en realidad, no puede existir una relación de causalidad entre los di¬versos aspectos del universo en momentos sucesivos. Sin embargo, a efectos prácticos, el científico, olvidando la “verdad teológica”, puede seguir trabajando como si existiera esa relación de causalidad entre los diversos fenómenos del Universo, aunque tal relación fuera un espejismo.
En este punto tiene interés señalar que, aunque en sus planteamientos acerca de esta misma cuestión Malebranche podría haber llegado a sus conclusiones de modo independiente respecto al plan¬teamiento cartesiano, es lógico suponer que extrajera esta fácil consecuencia a partir de esa idea cartesiana sobre la conservación del mundo, que coincidía plenamente con la de los teólogos católicos, como no podía ser de otra manera. Así, cuando Malebranche propuso su doctrina del ocasionalismo para explicar la aparente relación causal entre las diversas realidades del Universo, consideró que las co¬sas no podían influir causalmente entre sí y que sólo Dios era la causa de su aparente relación en cuanto causar equivalía a producir algo que anteriormente no existía y, en consecuencia, equivalía a crear. Por ello y teniendo en cuenta que sólo Dios podía crear, sólo Dios podía causar, mientras que las cosas eran sólo la ocasión para la intervención de Dios.
5.3.8. Aspectos más relevantes de la obra cartesiana en la Filosofía y en la Ciencia.
A lo largo de estas páginas no se ha pretendido presentar una apología de Descartes ni de su obra, sino hacer hincapié en aquellos aspectos negativos que los críticos en general no han tenido especial interés en señalar. Sin embargo y a pesar de lo dicho hay que reconocer que en la labor cartesiana hubo una serie de aspectos de una importante relevancia como punto de partida para que la Ciencia y la Filosofía adquiriesen un nuevo empuje que las liberase del lastre del pensamiento antiguo y medieval, especialmente mediatizado por las doctrinas de la jerarquía católica, guiada por intereses ajenos a los del progreso del pensamiento libre y de la búsqueda de la verdad.
Hay que reconocer por ello que, a pesar de su servilismo intere¬sado con respecto a las doctrinas de la iglesia católica, la crítica de Descartes a la tradición de la escolástica y su intento –teórico al me¬nos- de conseguir un pensamiento más independiente, crítico y riguroso tuvieron una importante repercusión en el pensamiento posterior, tanto en la corriente racionalista que él inició como en la filo¬sofía en general, que desde ese momento se fue desvinculando más claramente del lastre de la tradición de la Escolástica y del de mu¬chas otras doctrinas absurdas del pasado. Por ello y a pesar de las críticas realizadas a su enfoque acerca del método y a sus incoherentes razonamientos filosó-ficos y científicos, hay que reconocer la importancia de su esfuerzo por convertir la Filosofía en un conocimiento riguroso. En este sentido hay que reconocer que sus escritos tuvieron una serie de aspectos positivos que conviene tener presentes para no quedarnos con un perfil en el que sólo se iluminen los as¬pectos más negativos de su labor.
En relación con tales aspectos positivos, hay que hacer referencia a los siguientes:
a) La idea de que, en la búsqueda de un auténtico conoci¬miento, era necesario hacer abstracción de todas las doctrinas del pa¬sado, aceptadas de modo acrítico, poniéndolas en duda y tratando de encontrar un método seguro para no aceptar como verdad aquello que no ofreciera las más estrictas garantías de serlo.
Sin embargo y como ya se ha dicho, en este punto Descartes no fue consecuente con los propósitos anunciados, al aceptar, sin el requisito de la superación de la duda metódica, las doctrinas o “prejuicios” religiosos de la iglesia católica en los que había sido adoctrinado a lo largo de su infancia y de su juventud.
Igualmente, se equivocó cuando defendió que la razón por sí sola podía alcanzar conocimientos que fueran más allá de los meramente lógicos, matemáticos o analíticos, y, como consecuencia de este racionalismo dogmático, defendió teorías absurdas y contrarias a la experiencia.
b) Su intento de construir un método seguro para el avance del conocimiento, poniendo entre paréntesis las doctrinas y prejuicios del pasado, fue realmente decisivo para un cambio de enfoque en el estudio de los problemas filosóficos.
Sin embargo, su mayor fracaso en el terreno de la metodología fue haber adoptado como criterio de conocimiento la regla de la evidencia, no comprendiendo que, a pesar de su utilidad para las Matemáticas, donde la utilizó junto con el conjunto de reglas de su método con un éxito innegable, era manifiestamente insuficiente en cuanto, a pesar de estar basado en el principio de contradicción, no servía para alcanzar el conocimiento de las ciencias relacionadas con un contenido material o empírico. Además, en cuanto Descartes no aceptó que la regla de la evidencia estuviera fundamentada en el principio de contradicción, dicha regla se convertía en una simple “impresión de evidencia”, que en consecuencia sólo podía tener un valor subjetivo, de manera que, sin la ayuda inexcusable de la experiencia era un instrumento totalmente insuficiente para la obtención de conocimientos empíricos. En algunos momentos Descartes fue consciente de esta dificultad, reconociendo que en diversas ocasiones había tenido evidencias que posteriormente había visto como erró¬neas, y, por ello, trató de fundamentar su valor en la veracidad di¬vina, incurriendo en un círculo vicioso, en cuanto para afirmar la existencia de un dios veraz y garante de la verdad de los “conoci¬mientos evidentes” debía basarse ya en la regla de la evidencia, cuyo valor todavía no estaba fundamentado.
Y de este modo, al basarse en la regla de la evidencia, necesariamente subjetiva, su sistema filosófico y científico fue realmente decepcionante, tanto por lo anteriormente señalado como por aque¬llas otras consideraciones relacionadas con su pretensión de demos¬trar la existencia de un dios, es decir, de un ser omnipotente, inmate¬rial, trascendente, inmutable, sumamente veraz y creador del Uni¬verso, a pesar del círculo vicioso que suponía partir de la regla de la evidencia para llegar hasta ese dios, y partir de ese mismo dios para garantizar el valor de la regla de la evidencia. Igualmente fue especialmente negativa, aunque acorde con sus intereses personales, su arrogante pretensión de construir un sistema científico deductivo fundamentado en el supuesto dios del cristianismo, que no se atrevió a someter a la prueba de la duda metódica, supuestamente universal, por su temor a la jerarquía católica y por sus intereses tan ligados al apoyo que pudiera recibir de tal organización.
c) La consideración de que la Filosofía aristotélica o la Escolástica en general no tenían por qué seguir siendo consideradas como la base a partir de la cual reconstruir el edificio de la Filosofía, de manera que había que abordar con espíritu crítico su total reconstrucción partiendo de una duda universal acerca de los supuestos co¬nocimientos anteriores a fin de que sus errores no fueran un freno para el progreso filosófico.
Sin embargo y como ya se ha dicho, también aquí la labor cartesiana fue inconsecuente con sus propias pretensiones al eximir de esta supuesta duda universal todo lo relativo a las creencias religio¬sas de la iglesia católica y al seguir utilizando diversas doctrinas de la teología católica mezcladas con teorías que debían tener un carác¬ter científico.
d) La comprensión de la importancia decisiva de la razón para lograr el conocimiento de la realidad.
Sin embargo, este descubrimiento, que había sido ciertamente el origen de la Filosofía, Descartes lo valoró excesivamente en rela¬ción con el escaso valor que concedió a la experiencia. Su valoración de la razón fue tan exagerada que le llevó a la convicción de que por su mediación podía llegar a demostrar la existencia del dios del cristia-nismo y a deducir el conjunto de leyes que rigen en el Universo, menos-preciando la imposibilidad de tal empresa sin la mediación ineludible de la experiencia. Tanto el empirismo como la filosofía kantiana señalaron que era la experiencia la que debía proporcionar la materia del conocimiento, mientras que el entendimiento debía proporcionar sus principios para poder entender el material proporcionado por las sensaciones. De ahí que fuera Kant quien, desde el punto de vista de la mera reflexión teórica, apoyado especialmente en las aportaciones especulativas de Bacon, Galileo y Hume, y en la práctica de grandes científicos, como en especial Galileo y Newton, corrigiese a Descartes y, desde una perspectiva integradora del ra¬cionalismo con el empirismo, dijese que: “los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos)” .
e) Su interpretación mecanicista de la realidad, la cual propició una línea de avance científico muy importante que sólo ha sufrido cierta crisis a partir del siglo XX.
El mecanicismo, defendido un siglo antes por Gómez Pereira en referencia al modo de ser del mundo animal, con la única exclu¬sión del ser humano, introdujo la perspectiva de que la Naturaleza funcionaba de acuerdo con leyes estrictamente deterministas de manera que todos los fenómenos se producían como consecuencia de causas antecedentes de las que éstos derivaban, que a su vez determinaban la aparición de los sucesivos cambios en la Naturaleza. A diferencia del mecanicismo cartesiano, que consideraba que las plantas y los animales sólo eran máquinas muy complejas, un mecanicismo mucho más avanzado considera que las plantas y los animales, aunque se comporten de acuerdo con leyes mecánicas, son estructuras materiales organizadas de un modo tan especialmente sofisticado que les permite alcanzar una serie de cualidades psíquicas, cuya existencia Descartes había excluido como consecuencia de que sus creencias religiosas le llevaron a pensar que debía de existir una diferencia radical entre el ser humano y el resto de los seres vivos, de manera que estos últimos serían máquinas muy complejas, pero máquinas en definitiva sin capacidad de sentir. El mecanicismo de los últimos tiempos incluye al ser humano dentro de las mismas le¬yes que rigen en todo el ámbito de la Naturaleza, y no concede al hombre una peculiaridad tan especial como la de poseer un principio misterioso alejado de la materia –el alma-, capaz de interactuar con ella y estando a salvo del determinismo mecanicista. Al mismo tiempo, reconoce sin dificultad la existencia en el mundo biológico de toda una serie de fenómenos sensitivos, afectivos y cognitivos similares a los existentes en el ser humano, al margen de las diferencias, mayores o menores, igualmente constatables.
f) Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemá-ticas y en el de la Física, de los que se ha hablado antes, fueron especial-mente relevantes, aunque en el caso de sus teorías astronó¬micas y físicas vinieron acompañados de bastantes errores como consecuencia de su continuo olvido de la experiencia. En este punto tiene interés hacer referencia a Beeckman como el amigo que le ayudó a tomar conciencia de importancia de las Matemáticas para la comprensión de las leyes físicas, aunque hay que recordar igualmente que en este punto ya Galileo había proclamado que “el Uni¬verso está escrito en lenguaje matemático” . Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemáticas, ciencias formales en las que el principio de contradicción y la regla de la evidencia sí eran suficientes, fueron especialmente nota-bles, pero no se exponen aquí en cuanto no son objeto de este trabajo.
Sin embargo, en este campo de la ciencia, el orgullo cartesiano alcanzó límites exagerados cuando, según cuenta R. Watson, Descartes comentó a Beeckman que en Matemáticas había llegado todo lo lejos que podía alcanzar la mente humana . Su éxito en este terreno le deslumbró hasta el punto de llegar a confiar de modo exage¬rado en el valor del método que había aplicado en él, creyendo que sería un instru-mento adecuado para avanzar en el resto de los cono¬cimientos, a pesar de que ya Galileo había propuesto su método hipotético-deductivo, que tantos progresos científicos ha determi¬nado hasta la actualidad.
g) En relación con la Física y desde una perspectiva racionalista, el pensador francés negó que en sentido estricto existieran áto¬mos, ya que toda partícula de materia debía ser extensa, y, si era ex¬tensa, debía ser divisible, aún cuando no se tuvieran los medios de dividirla física-mente. Sin embargo en su argumentación de los moti¬vos por los que no podían existir átomos Descartes cayó en el error de mezclar el espacio de la geometría pura, en el que efectivamente no existe un espacio último indivisible, ya que, por definición, ser espacial implica ser divisible, con el de la geometría física que se re¬fiere a la espacialidad como cualidad de la materia, de una materia de la que no puede afirmarse nada de forma apriórica sino sólo a partir de la experiencia. Por ello, su conclusión, al margen de su carácter verdadero o falso, era inadecuada desde el punto de vista de la meto¬dología utilizada.
Kant consideró esta cuestión como una de las antinomias de la Razón Pura, en cuanto se trataba de un problema que admitía tanto una solución positiva como una negativa, lo cual significaba que no se le podía dar una auténtica solución, pues desde la Ciencia siempre se debe investigar suponiendo, como afirma Descartes, que todo cuerpo, en cuanto modo de la res extensa, sea divisible por el hecho de ser espacial. Pero, en cuanto las ciencias empíricas no trabajan con meros conceptos, como sucede con las ciencias formales, el planteamiento cartesiano carecía de relevancia científica en cuanto la misma expe-riencia es incompatible con una demostración empírica acerca del ca-rácter infinitamente divisible de la res extensa. Dicho de otro modo: Si se parte del concepto de materia como realidad extensa y del concepto de lo extenso como realidad infinitamente divisible, en tal caso el punto de vista cartesiano sería formalmente verdadero por definición, es decir, por tratarse de una verdad analítica, que nada diría acerca de la expe-riencia. Pero, si se pretende hacer referencia al carácter infinitamente divisible de la materia desde una perspectiva empírica, nos encontramos ante una afirmación inde¬mostrable, porque a partir de la experiencia es imposible demostrar la supuesta divisibilidad infinita de la materia.
h) Otro mérito indiscutible en la labor cartesiana fue el de su anticipación a Paulov en más de dos siglos en el descubrimiento de los reflejos condicionados. En 1630, en una carta a Mersenne le de¬cía que, después de azotar a un perro varias veces al son de un violín, el perro temblaría de miedo al escuchar su sonido. Esta observación representa un aspecto francamente positivo de su perspicacia que no ha sido suficientemente valorado y constituye una confirmación del valor de su mecanicismo, aplicable a los seres “vivos”, que consideró como máquinas muy sofisticadas.
5.3.9. “No hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado”
Para finalizar esta última parte tiene cierto interés mencionar unas afirmaciones especialmente sorprendentes que se su¬man a la serie de incoherencias y absurdos a que se ha hecho refe¬rencia en otros momentos. Estas afirmaciones apenas requieren de comentario alguno, pues se califican por sí mismas. Pero lo extraño del caso es que no suelen mencionarse en los estudios acerca de la filosofía cartesiana, a pesar de representar una confirmación espe¬cialmente significativa del valor de las críticas realizadas en estas páginas a una parte importante de los planteamientos cartesianos.
Efectivamente, en Los Principios de la Filosofía afirma Descartes que
“no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado” ,
y poco después, en este mismo capítulo, añade:
“he probado que no hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado”
Es decir, Descartes afirma que el conjunto de todo lo explicado por él es una exposición completa de todos los fenómenos naturales. O lo que es lo mismo, si un supuesto fenómeno es real, en tal caso ha sido explicado por él, y, si él da una explicación de algo, esa explicación coincide con la descripción racional de un fenómeno real, mientras que, si no la da, es porque no existe.
Verdaderamente hay que reconocer que estas afirmaciones tan atrevidas encajan perfectamente con la serie de incoherencias, erro¬res y círculos viciosos antes señalados, aunque superando a todas por su osa-día, y encajan plenamente con aquel orgullo característico de la perso-nalidad cartesiana. Esta serie de planteamientos nos muestran al “padre del racionalismo” como un pensador ególatra, osado, orgulloso y frívo-lo, merecedor de un estudio más extenso y profundo acerca de su perso-nalidad y de las causas que influyeron en sus delirios tan asombrosos.
La dedicación del filósofo francés a la búsqueda del conoci-miento, tanto en el ámbito de la Filosofía como en el de la Ciencia, hubiera sido incomparablemente más productiva si sus circunstancias personales y sociales hubieran sido más favorables, pues los factores señalados en la segunda parte de este trabajo fueron especialmente negativos y se convirtieron en un obstáculo insalvable que impidió que su capacidad para el pensamiento filosófico fructificase a una altura similar a la que había alcanzado en el terreno de las Matemáticas.













6. “PHILOSOPHIA, ANCILLA
THEOLO¬GIAE”
6.1. La subordinación de la razón a la fe.
A pesar de su decepción por la formación recibida, Descartes en ningún momento pareció dudar del valor de la fe, de las Sagradas Escrituras y de la Teología, manifestando en sus diversos escritos su absoluto respeto y sumisión a las doctrinas de la iglesia católica y construyendo su filosofía desde la sumisión a tales supuestos.
Así, en las Reglas para la dirección del espíritu, escrita mucho antes que el Discurso del método, escribe:
“todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento” .
Posteriormente, en el Discurso del Método, a fin de evitarse problemas con la iglesia católica en relación con las verdades de la Teo¬logía manifiesta su incapacidad para opinar sobre ellas diciendo:
“no me hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de mis razonamientos” ,
y, en este mismo sentido, en las Meditaciones metafísicas, desde la frivolidad y sin preocuparse de si cumplía o no las reglas de la Lógica, como ya se ha dicho antes, proclama igualmente:
“es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque vienen de Dios” .
Resulta asombroso constatar cómo, en estas sencillas afirmacio-nes, Descartes incurre de modo inexplicable en un irracionalismo fideísta absurdo, cayendo además en un círculo vicioso incomprensi¬ble, tal como puede verse claramente comparando ambas afirmacio¬nes tan próximas en el texto:
“es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras”,
y
“es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios”,
observando que cada una de ellas se justifica mediante la otra, con lo cual ninguna de ellas queda justificada, y comprobando igualmente que incurre en un absurdo razonamiento fideísta, al proclamar que se debe creer en Dios a partir del enunciado meramente dogmático según el cual
“como la fe es un don de Dios, aquel que otorga la gracia para hacer creer las demás cosas puede también otorgarla para hacernos creer que existe” .
Resulta sorprendente que el pensador francés incurriese en errores tan graves y tan fáciles de percibir; resulta todavía más sorprendente que éstos no fueran los únicos sino que a lo largo de sus escritos haya bastantes más del mismo calibre, que incitan a tratar de comprender qué motivos pudieron impedir que fuera consciente de ellos, siendo tan evidentes. Y resulta más sorprendente todavía que la mayoría de los críticos haya silenciado esta larga serie de absurdos del “padre del racionalismo” sin que les pusieran la menor objeción. Teniendo el pensador francés una capacidad tan extraordinaria para el razonamiento matemático, resulta difícil explicar sus errores tan infantiles en estas argumentaciones, así como aquellos en los que incurrió igualmente a la hora de fundamentar su método. Sea cual sea la explicación, en cualquier caso parece que una parte importante de ella se encuentra en la frivolidad a la que se ha hecho referencia en la segunda parte de esta obra, unida al hecho de que los condicionamientos relacionados con su propia formación religiosa así como el ambiente clerical que le rodeaba pudieron determinar que no se preocupase excesivamente por el rigor de sus razonamientos, relaciona¬dos con unas creencias cuya verdad se daba de antemano como segura. No parece que Descartes pretendiera tomar el pelo a sus lectores o a los doctores de la facultad de Teología, al menos de forma consciente, pero por ello mismo y dada su capacidad para el rigor matemático, resulta mayormente difícil de comprender que no se diese cuenta de la serie de incoherencias y círculos viciosos en que estaba incurriendo. Estos “razonamientos” –por llamarlos de algún modo- resultan tan sorprendentes que sólo parecen consecuencia de la frivolidad o de la existencia de un interés muy ajeno al de la búsqueda de la verdad, y, por ello mismo, inducen a pensar que, si los críticos en general no han reparado en su inconsistencia, o bien ha sido por haberlos considerado marginales respecto a los temas centrales de su pensamiento filosófico y científico, o bien por haber compartido –al menos en bastantes casos- las mismas creencias religiosas que Descartes, lo cual podría haberles llevado a ignorar cual¬quier aspecto criticable en sus planteamientos, a pesar de las diversas aberraciones lógicas que contiene. Por otra parte es posible que Des¬cartes, siendo consciente de que el último texto citado iba dirigido a los doctores de una facultad de Teología, se despreocupase del círculo vicioso en que incurría y alcanzase ese nivel tan asombroso de frivolidad, al suponer que ningún teólogo pondría objeciones a sus “pequeñas” incoherencias lógicas relacionadas con unos puntos de vista tan fieles a las doctrinas de la iglesia católica.
En cualquier caso la actitud cartesiana, muy cohibida a la hora de analizar críticamente el valor de la Teología por su temor a la Inquisición y a las altas jerarquías católicas, se mantuvo a lo largo de toda su vida y, por ello, representó un lastre excesivo y fatal en quien hablaba de la necesidad de dudar de todo aquello que no ofreciese las garantías más estrictas acerca de su verdad a fin de alcanzar un conocimiento sólido de todo lo que la mente humana pudiera lograr.
Por otra parte, llama la atención el hecho de que en el Discurso del Método al hablar de la religión Descartes diga que “enseña a ganar el cielo”, pues tal afirmación supone, en primer lugar, el absurdo de considerar que “ganar el cielo” dependa de “determinadas enseñanzas” , y, en segundo lugar, el de aceptar de manera ingenua y dogmática que tales enseñanzas fueran verdaderas, al margen de que en principio sólo las hubiera asumido de manera provisional, ya que la puesta en práctica de su método le exigía dudar de todo para comenzar la búsqueda de una primera verdad evidente.
Un poco más adelante se refiere nuevamente a la Teología mostrando de nuevo una frivolidad argumentativa asombrosa al afirmar que
“las verdades reveladas [...] están por encima de nuestra inteligencia” ,
sin habérsele ocurrido tratar de explicar cómo podía haber conocido la autenticidad de aquellas “verdades” supuestamente reveladas, pues el argumento según el cual una supuesta “verdad” podía acep¬tarse por haber sido revelada sólo habría sido aceptable si hubiera venido acompañada de una explicación mediante la que aclarase cómo y cuándo se había producido tal revelación, y, en su caso, qué doctrinas habían sido reveladas.
Pero esto en ningún momento sucedió ni tampoco podía suce¬der en cuanto a partir del propio método cartesiano se planteaba la posibilidad de la existencia de un dios muy poderoso o de un “genio maligno” que podría haber determinado que las evidencias más cla¬ras sólo fueran el resultado de un espejismo creado en la propia mente por tales seres, de manera que la misma pretensión de argu¬mentar algo en favor del valor objetivo de unas verdades reveladas podía ser ya uno de los engaños de aquel “genio maligno” o de aquella divinidad engañosa.
Además, la consideración según la cual la razón humana era un instrumento insuficiente para analizar críticamente las verdades de la Teología resultaba especialmente absurda en cuanto por esa misma insuficiencia tampoco dispondría de capacidad para decidir acerca de la verdad de tales doctrinas teológicas, y, por ello, la afirmación de que pudiera estar segura de ellas era una incoherencia.
Sorprendentemente y a pesar de haber afirmado la necesidad de seguir las reglas del método, Descartes no sólo no se tomó la moles¬tia de aplicar dicho método a sus creencias religiosas sino que, además, consideró que Dios, cuya existencia pretendió demostrar, aunque de modo absurdo, se convertía en la última y necesaria justificación del método en general, de la regla de la evidencia en par¬ticular, de la misma verdad de los conocimientos evidentes, en cuanto, a pesar de la evidencia con que se presentasen a la mente, podrían ser falsos si no estuvieran respaldados por la propia veracidad divina. Sin embargo, la hipótesis de la existencia de ese genio maligno impedía la superación de la duda acerca de la existencia del mundo sensible, por más que la veracidad divina fuera incompatible con el engaño de hacerle creer en dicha existencia, pues la hipótesis de la existencia del genio maligno era un obstáculo insalvable para poder demostrar la existencia del dios católico.
Por otra parte, Descartes no se conformó con subordinar su razón respecto a los contenidos de la fe católica de un modo pura¬mente teorético sino que de forma explícita proclamó en diversas ocasiones la sumisión de su pensamiento y de sus escritos a la autoridad de la Iglesia, es decir, a la de sus altas jerarquías. Y así, en re¬lación con la alternativa de mantener o no la defensa del heliocentrismo que en principio parecía compartir con Galileo, en el Discurso del método escribe que dejó de publicar un trabajo anterior –El mundo- por miedo a que pudiera ser perjudicial para la religión o para el Estado:
“Hace tres años que llegué al término del tratado que contiene todas estas cosas y empezaba a revisarlo para ponerlo en manos de un impresor, cuando supe que unas personas [= jerarquía católica] por las que siento deferencia y cuya autoridad es tan poderosa sobre mis acciones como mi propia razón so¬bre mis pensamientos, habían desaprobado una opinión sobre física, publicada un poco antes por otro; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que no había notado nada en ella, antes de que fuera censurada, que pudiera imaginar como perjudicial a la religión ni al Estado […] y esto me hizo temer que no fuera a haber también alguna en las mías en la que me hubiese engañado […] Pues aunque fueran muy fuer-tes las razones por las cuales la había adoptado antes, mi inclinación, que siempre me ha hecho odiar el oficio de hacer libros, me dio en seguida otras para excusarme”
Un aspecto especialmente significativo de la frivolidad y falta de escrúpulos del pensador francés es el hecho de que en esta misma página niegue haber defendido la tesis heliocéntrica, teniendo en cuenta que en sus cartas a Mersenne le había comunicado explícitamente que había renunciado a publicar su trabajo porque en él defendía la misma tesis que Galileo. Está claro que Descartes miente en el Discurso del método, donde niega que él hubiera sido de esa misma opinión, a pesar de sus confidencias a su amigo Mersenne en diversas cartas.
Posteriormente en otra carta mostró su preocupación por la opinión del cardenal Bagni respecto a su filosofía, manifestando nuevamente su opinión a favor del heliocentrismo, pero declarándose su “servidor” y pidiendo a su amigo que comunicase al cardenal a través de su médico su sometimiento a la Iglesia y a su infalibilidad y su sentimiento de “inmenso respeto por todos sus adalides”:
“Si escribís al doctor del cardenal Bagni, agradecería le dijerais que nada me impide publicar ni filosofía excepto la prohibición contra el movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de mi filosofía, pues toda mi física depende de ello […] Os pido que sopeséis la opinión del cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría disgustarle, y siendo muy celoso de la religión católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides. No añadiré que no deseo ponerme a mer¬ced de la censura, pues creyendo con firmeza en la infalibili¬dad de la Iglesia, y sin tener dudas sobre mis pruebas, no temo que una verdad contradiga la otra” .
El interés de esta carta para conocer hasta qué punto llegaba el servilismo y el temor de Descartes a la jerarquía católica es mucho mayor todavía si se lo compara con la serie de escritos en los que el pensador francés muestra su desprecio insultante contra quienes, no perteneciendo al selecto grupo de la jerarquía católica, se atrevían a criticar algún aspecto de lo que él escribía.
Como ya se ha dicho, sin llegar tan lejos en sus manifestacio¬nes serviles de acatamiento a las enseñanzas de la iglesia católica, comunicó igualmente a su amigo el padre Merssenne que había decidido no publicar su escrito El mundo a fin de prestar total obedien¬cia a la Iglesia, que había proscrito la opinión de que la Tierra se mueve:
“El conocimiento que tengo de vuestra virtud me alienta a creer que tendríais mejor opinión de mí al ver que he decidido desechar totalmente el tratado que he escrito, y perder casi todo mi trabajo de cuatro años, con la finalidad de prestar total obediencia a la Iglesia, que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve. Sin embargo, como todavía no he visto que el papa o el concilio ratificaran esta proscripción, lanzada solo por la Congregación de Cardenales constituida para censurar libros, me gustaría saber qué se piensa de ella en Francia y si la autoridad de los cardenales ha bastado para que sea artículo de fe” .
Igualmente en las Meditaciones metafísicas pide humildemente a los decanos y doctores de la facultad de Teología de La Sorbona que acojan bajo su protección el libro que les presentaba. En este caso la motivación que le guiaba era doble: En primer lugar, la de asegurarse que no iba a tener problemas con la jerarquía católica, en cuanto sometía su escrito a la revisión de ese importante colectivo de doctores en Teología, cuyo apoyo tuvo la precaución de buscar; y, en segundo lugar, la de la consideración de que ese mismo apoyo podría servirle para ganar prestigio ante la misma jerarquía católica, al mostrar su respeto incondicional a sus doctrinas teológicas:
“Por esto, Señores, cualquiera que sea el peso que puedan tener mis razones, porque pertenecen a la Filosofía, no espero que tengan gran predicamento sobre los espíritus si no las tomáis bajo vuestra protección” .
Sin embargo y a pesar de este servilismo rastrero, Descartes no consiguió que las Meditaciones metafísicas se publicasen con la aprobación de los doctores de la Sorbona.
Y esa misma actitud servil fue la que siguió manteniendo en los Principios de la Filosofía, en donde, regresando al oscurantismo más patético de la Edad Media y en contradicción con su prometedor mensaje del Discurso del método, relacionado con la liberación de la Filosofía respecto a cualquier dependencia doctrinal del tipo que fuera, entre otras cosas escribe:
“Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la Iglesia” .

6.1.1. Irracionalismo fideísta
Además de lo anterior y aunque no está nada claro que Descartes estuviera convencido de la verdad de sus propias palabras, hay que recordar que en su enumeración de los grados de sabiduría co¬loca, en un grado infinitamente superior a todos, la revelación divina, de la cual dice que
“nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible” .
Afirma igualmente, haciendo una apología de la fe, tan alta o más que las de Agustín de Hipona o Tomás de Aquino, que
“se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por más que excedan nuestro alcance” ,
y, en este mismo sentido y como si quisiera insistir en el testimonio de su fe para evitar cualquier posible polémica con la jerarquía católica, en la carta a los decanos y doctores de la Sagrada facultad de Teología de París, citada anteriormente, no sólo incurría en un círculo vicioso al subordinar la creencia en Dios a lo escrito en la Bi¬blia y lo escrito en la Biblia a Dios, sino en un irracionalismo fi¬deísta aparentemente cándido, que ponía en evidencia su ausencia de capacidad o, mejor, de interés crítico, junto con la presencia de una destacada frivolidad a la hora de tomar conciencia de sus incoheren¬cias y, como en este caso, del círculo vicioso en que incurría de modo increíblemente torpe o, lo que es más probable, calculada¬mente interesado. Pues no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que decir que Dios existe porque lo dicen las Sagradas Escrituras y que las Sagradas Escrituras son ciertas porque provienen de Dios era un ingenuo razonamiento en círculo, aunque seguramente no tan ingenuo, teniendo en cuenta que la carta en que aparecen estas deducciones tan especiales iba dirigida a los decanos y doctores de la facultad de Teología, ninguno de los cuales iba a poner objeción alguna a tales argumentaciones tan fácilmente asumibles desde el punto de vista religioso católico. Es muy probable que Descartes fuera consciente de lo absurdo de sus afirmaciones, aunque cabe también la remotísima posibilidad de que no lo fuera. En el primer caso, ¿qué explicación tendría su falta de escrúpulos para plantear como evidente lo que sólo era un evidente círculo vicioso? Parece que la explicación de tal actitud se relacionaría con las ansias del pensador francés por contar a cualquier precio con el respaldo que podía darle ante las autoridades religiosas la aprobación de sus escritos por parte de un colectivo como el de los doctores en de la Facultad de Teología de París. Y, en el segundo caso, ¿qué explicación tendría que, a pesar de su sobrada capacidad intelectual, no hubiera sido consciente de ese error tan grave en su argumentación? Resulta difícil encontrar una justificación para esta segunda parte de la disyuntiva. Quizá se podría admitir que sus creencias cristianas tenían para él un valor tan absoluto que le cegaron hasta el punto de impe¬dirle ver lo que resulta evidente para cualquiera que reflexione unos segundos sobre esa argumentación. Una tercera posibilidad –quizá la más aceptable- es la de que la actitud cartesiana al defender tales argumentos tan absurdos pudo deberse a una mezcla de todos esos motivos: Su deseo de contar con la aprobación de los teólogos docto¬res como un apoyo ante cualquier posible amenaza o crítica de la jerarquía católica, y su deseo de contar con la aprobación de estos mismos doctores de la facultad de Teología como una plataforma para incrementar su prestigio como filósofo. Y, aunque se trate de una posibilidad muy remota, conviene tener en cuenta igualmente que sus mismas creencias cristianas, asumidas desde su infancia y desde su formación en el colegio de La Flèche, pudieron influir negativamente en el posterior uso adecuado de su capacidad para tratar estas cuestiones religiosas, con las que fue especialmente incapaz de adoptar un punto de vista crítico. De acuerdo con el adoctrinamiento recibido desde su infancia, resulta en cierto modo explicable que en la primera parte de los Principios de la Filosofía, cuando habla de las relaciones entre razón y fe, escriba en un sentido similar al de Tomás de Aquino:
“…se ha de grabar en nuestra memoria como regla suprema la de que deberán creerse, como las más ciertas de todas, aquellas verdades que nos fueron reveladas por Dios. Y aun cuando acaso la luz de la razón […] pareciera sugerirnos otra cosa, se ha de dar fe, sin embargo, únicamente a la autoridad divina más que a nuestro propio juicio” .
Afirmaciones como ésta conducen a la conclusión incuestiona¬ble de que si, en teoría, Descartes fue el padre del racionalismo moderno por haber defendido la independencia de la razón frente a la autoridad de la filosofía anterior, y por haber pretendido conseguir un método seguro para el progreso de la Filosofía hasta convertirla en un auténtico conocimiento, en la práctica siguió siendo un fiel hijo del fideísmo medieval por su falta de decisión para poner entre paréntesis no sólo los conocimientos sensibles, matemáticos y de cualquier otra ciencia, sino también las creencias religiosas a la hora de reconstruir la Filosofía, hasta el punto de situarlas por encima de la misma razón, que en ningún caso podría arrogarse ni de lejos el derecho de juzgarlas.
En definitiva, después de haber estado buscando un método para fundamentar con el máximo rigor todo el conocimiento, hasta el punto de no dar credibilidad alguna a nada que no se le hubiera manifestado con absoluta evidencia, con absoluta claridad y distinción, finalmente Descartes defendió una postura sorprendentemente con¬traria al propio racionalismo por el que se le conoce, al concluir que el mayor conocimiento es el que se obtiene mediante la fe en las ver¬dades reveladas por Dios, lo cual podría parecer una broma de mal gusto en cuanto el “teólogo” francés no intentó demostrar en ningún momento cómo había podido asegurarse del valor de aquellas su¬puestas verdades, aceptadas simplemente por fe, es decir, sin funda¬mento alguno, ni racional ni empírico.
Es verdad, por otra parte, que el “teólogo” francés intentó demostrar la existencia del dios de su religión a la vez que hablaba de la Revelación, pero, al margen de que evidentemente era imposible que la demostrase, no presentó argumento alguno por el cual hubiese que aceptar que ese dios hubiera revelado algo, que se hubiera encarnado en Jesús o que hubiera revelado sus misterios a la Iglesia Católica. Y así, si en el Discurso del Método se exigió el mayor rigor a la hora de aceptar cualquier supuesto conocimiento, de manera que finalmente sólo consiguió estar seguro de la verdad “cogito, ergo sum”, este aparente rigor se mantuvo incoherente y asombrosamente unido a unas supuestas verdades de fe que no tenían otra justificación que la de haberlas recibido como tales durante su infancia, hasta el punto de que ni siquiera la regla de la evidencia constituyó para él un principio seguro en su búsqueda del conocimiento, en cuanto no fue la evidencia lo que le condujo a defender las “verdades” de su fe religiosa, sino que fue su fe lo que le llevó a defender tales supuestas verdades como superiores a los conocimientos racionales, poniendo además de su temor consciente o inconsciente al poder de la jerar¬quía católica, cuya Inquisición hacía ya mucho tiempo que actuaba de modo implacable y cruel contra quienes se alejaban –o parecían alejarse- de la dogmática católica.
Conviene recordar en este sentido que el cisma protestante se había producido en el mismo siglo del nacimiento de Descartes y que, desde aquel momento, la iglesia católica siguió utilizando todas las armas a su alcance para evitar cualquier forma de pensamiento que pudiera debilitar su poder, tanto religioso como especialmente político y social. De hecho, ese poder era muy fuerte desde hacía ya muchos siglos, pero además hacía pocos años que de manera impla¬cable y cruel se había manifestado condenando a la hoguera a Giordano Bruno en el año 1.600, a Giulio Caesare Vanini en el año 1619, a Jean Fontanier en el año 1.622, a Galileo Galilei, a quien condenó a un arresto domici-liario de por vida en el año 1633 y, de manera especialmente cruel y sanguinaria, cuando en 1628 Luís XIII y el cardenal Richelieu asediaron con sus tropas a los protestantes de La Ro¬chelle, causando la muerte de 22.000 personas, es decir, de la gran mayoría de sus habitantes, pudiendo haber sido Descartes –al menos según cuenta Baillet- testigo de aquella brutal masacre. Además, el Parlamento de París, bajo el mando del cardenal Richelieu, había decretado en 1624, la prohibición bajo pena de muerte de enseñar cual¬quier opinión contraria a los autores antiguos aprobados y de mante¬ner debates públicos sobre temas distintos a los aprobados por los doctores de la Facultad de Teología.
Teniendo en cuenta este ambiente tan denso de fanática intolerancia, es comprensible que, a raíz de todos estos hechos, que debían estar presentes en la memoria del pensador francés, y a raíz de la condena de Galileo, Descartes no se atreviera a publicar su obra El mundo y que en definitiva no se atreviera a publicar nada que pu¬diera poner en peligro su integridad física o su prestigio filosófico y, por eso, resulta explicable que en 1637, cuando publicó el Discurso del Método, optase por excluir de la duda metódica todo lo concer¬niente a las “verdades” de la religión católica.
Por otra parte, todas estas consideraciones conducen a pensar que, si Descartes fue un filósofo, fue igualmente un teólogo, aunque no llegase a serlo al estilo de Tomás de Aquino, en cuanto no se conformó con realizar escritos teológicos sino que tuvo la osada ambición de estructurar y sistematizar la totalidad del conocimiento, y porque, a pesar de haber realizado aquellos continuos panegíricos de la Revelación y de la iglesia Católica, a excepción de sus incursiones en el problema de la demostración de la existencia de Dios, no rea¬lizó deducción de ninguna clase para demostrar los contenidos relacionados con la fe en la que había sido educado, siendo por el contra¬rio su creencia en el dios católico y sus cualidades el punto de partida no demostrado –a pesar de sus vanos intentos- para todas sus deduc¬ciones posteriores, que convertían su sistema en un gigante aparen¬temente hercúleo pero con los pies de barro y enormemente frágil en la casi totalidad de su estructura.
Así que, si Nietzsche dijo de Kant que era un teólogo disfra¬zado, con mayor razón podría haber dicho que Descartes era un teólogo sin disfraz en cuanto intentó deducir el árbol de la Filosofía a partir de unas raíces teológicas que siempre aceptó, al considerar que la supuesta revelación divina “nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible” , sin haberla sometido a la prueba de la duda, a pe¬sar de que en diversos momentos jugó a “demostrar” aquello que previamente había aceptado sin otras bases que las de las creencias recibidas, de las que afirmó que tenían un valor absoluto sin investi¬gar si era posible justificarlas racionalmente en lugar de aceptarlas de modo irracional y por el solo hecho de haber sido adoctrinado en ellas. En este sentido ya en las Reglas para la dirección del espíritu no tuvo ningún reparo en hablar de “un poder superior” como origen de “creencias infalibles” sin aclarar el origen de su supuesto conoci¬miento de tal poder superior, y afirmando del modo más irracional imaginable y absolutamente inconciliable con lo que debería haber sido la actitud propia del llamado “padre del racionalismo” que
“componen por impulso sus juicios acerca de las cosas aquellos a quienes su propio espíritu mueve a creer algo, sin estar convencidos por ninguna razón, y sí sólo determinados por algún poder superior, por la propia libertad o por una disposi-ción de la fantasía: la primera influencia nunca engaña” ,
es decir, una “influencia” que provendría de aquel “poder superior”.
6.1.2. El valor de la fe
De manera complementaria con lo señalado en el apartado anterior, para comprender el pensamiento cartesiano tiene interés comentar algunos textos que reflejan su punto de vista acerca del valor de la fe, considerada en sí misma o en su relación con el conocimiento.
1) Así, en las Reglas para la dirección del espíritu defendió, al igual que Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, la supremacía de la fe sobre el conocimiento hasta el punto de llegar a escribir:
“Todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento, puesto que, como la fe que tenemos en ello se refiere siempre a cosas oscuras, es acto no del espíritu sino de la voluntad, y si esa fe tiene fundamentos en el enten-dimiento, éstos pueden y deben ser descubiertos principalmente por una de las dos vías ya indicadas [intuición y deducción], como quizás algún día mostraremos con mayor amplitud” .
Estas palabras resultan especialmente sorprendentes por diversos motivos: a) porque dan por hecho que el dios de la iglesia cató¬lica existe, b) que ha revelado algo, c) que la fe se refiere a cosas os¬curas, d) que es un acto de la voluntad y e) que podría tener funda¬mentos en el entendimiento.
a) Por lo que se refiere a la simple afirmación de la existencia del dios católico ya se han comentado en otro lugar los intentos y subsiguientes fracasos del pensador francés por demostrar la existencia de tal supuesta realidad. Aquí su simple afirmación se presenta como una declaración dogmática basada en el adoctrinamiento recibido por Descartes a lo largo de su infancia y de su juventud, que posteriormente no se atrevería a someter a la duda metódica por el temor al enorme poder de la Iglesia católica sobre la vida y la muerte de quienes se atrevían a criticar cualquiera de sus doctrinas y porque el propio pensador francés optó por ser un fiel lacayo de quienes tenían el poder religioso y político en aquellos momentos.
b) Respecto a la cuestión de si el dios católico había revelado algo o no, ya se ha hecho referencia al lamentable círculo vicioso en que incurrió el teólogo francés cuando escribió que había que creer en las sagradas Escrituras porque provenían de Dios y que había que creer en Dios porque así constaba en las Sagradas Escritu¬ras, inspiradas por él. Aquí se muestra un nuevo di¬lema: O Descartes era consciente del círculo vicioso en que incurría o no lo era. Si lo era, la explicación de su actitud es algo complicada, pues o bien representaba una demostración de que no tenía escrúpu¬los para decir lo que creía que sentaría bien a la jerarquía católica o bien no daba importancia a saltarse las leyes de la Lógica porque en cualquier caso creía en el resultado último de su razonamiento, al margen de su incorrección lógica. Y, si no lo era, en ese caso demostraba que su frivolidad aumentaba hasta límites inimaginables cuando se trataba de aparecer ante la jerarquía católica como defensor de sus doctrinas.
c) La afirmación de que la fe se refiera a “cosas oscuras” plantea el problema de por qué habría que afirmar tales contenidos en cuanto fueran así, en lugar de abstenerse de juicio mientras no se dispusiera de la suficiente evidencia respecto a su verdad o falsedad. Conviene recordar a este respecto que, según indicaba en las Meditaciones metafísicas una actuación de la voluntad pronunciándose acerca de cuestiones en relación con las cuales el entendimiento no hubiese proporcionado suficiente claridad y distinción implicaba un uso incorrecto del libre albedrío, y eso era lo que en este caso su¬cedía.
d) La consideración de que la fe sea un acto de la voluntad es realmente una herejía respecto a la dogmática católica, según la cual es una “virtud teologal”, es decir, una virtud que el hombre no adquiere por sus propios esfuerzos, como sucedería con las “virtudes cardinales”, sino que recibiría de Dios como un don gratuito. El hecho de que Descartes la considere además como un acto de la voluntad no introduce novedad alguna en su pensamiento en cuanto para él cualquier juicio se forman mediante un acto de la voluntad mediante el cual se afirma o se niega determinada relación entre conceptos. Por ello es una incongruencia el hecho de que cuando se trata de actos de la voluntad referidos a los contenidos oscuros de la doctrina católica Descartes los considere meritorios a pesar de que, de acuerdo con la veracidad y de acuerdo con sus propias consideracio¬nes, tales pronunciamientos de la voluntad no estarían justificados.
e) Plantear la posibilidad de que la fe tenga fundamentos en el entendimiento está en contradicción con el concepto mismo de fe, en cuanto ésta se refiere por definición a doctrinas incomprensibles para el entendimiento humano y, por ello mismo, el asentimiento a sus contenidos sería moralmente incorrecto en cuanto la actitud de la voluntad debería ser la de afirmar o negar tales contenido sólo cuando el entendimiento dispusiera de razones objetivas suficientes para hacerlo y abstenerse de juicio mientras tales razones fueran incompletas en cualquiera de ambos sentidos. Pero además, si existieran fundamentos en el entendimiento en relación con los contenidos de la fe, o bien tales fundamentos serían suficientes para que la voluntad se pronunciase y en tal caso la fe se convertiría en conocimiento, o bien no lo serían y en tal caso la fe, entendida como acto de la voluntad, implicaría un mal uso de ese libre albedrío.
En las Meditaciones metafísicas Descartes retoma sus reflexiones acerca de la fe y trata de encontrar una solución al problema que plantea el hecho de que se refiera a “cosas oscuras” en relación con las cuales la voluntad no tendría ningún derecho a pronunciarse. El “teólogo” francés responde a esta dificultad diciendo que
“aunque de ordinario se diga que la fe versa sobre cosas oscuras, se entiende eso solamente de su materia, y no de la razón formal en cuya virtud creemos; al contrario, dicha razón formal consiste en cierta luz interior con la que Dios nos ilumina de un modo sobrenatural, y gracias a ella confiamos en que las cosas propuestas a nuestra creencia nos han sido reveladas por Él, siendo enteramente imposible que mienta y nos en¬gañe: lo cual es más seguro que cualquier otra luz natural, y hasta, a menudo, más evidente, a causa de la luz de la gra¬cia” .
Esta respuesta es sorprendentemente lamentable. Descartes parece haberse confundido de público, de manera que en lugar de escribir meditaciones filosóficas este escribiendo meditaciones teológicas y místicas pues esa referencia a lo “sobrenatural” y a la “luz de la gracia” podría resultar muy poético y sugerente, pero está a millones de años luz de lo que podría considerarse como un discurso racional. Por otra parte, es igualmente deplorable en cuanto incurre en un nuevo círculo vicioso al proclamar que la razón formal por la que se pueden afirmar los contenidos oscuros de la fe consiste en que “Dios nos ilumina de un modo sobrenatural” para que tales contenidos puedan ser afirmados. Sin embargo, el “teólogo” francés no explica qué proceso místico le ha conducido a tal iluminación sobrenatural o cómo ha llegado al conocimiento de que otros hayan llegado, pues, si eso hubiera sucedido, la voluntad habría tenido bases suficientes para pronunciarse sin necesidad de recurrir a la fe, pero ya se sabe que en el terreno de las creencias religiosas siempre se recurre a seguridades meramente subjetivas que nada aportan al conocimiento, pero sí al dogmatismo, al fanatismo y a la intolerancia contra quienes preten¬den conseguir algo de claridad acerca de estos asuntos pretendida¬mente sobrenaturales a los que solo unos pocos escogidos tendrían un privilegiado acceso.
En los Principios de la Filosofía Descartes vuelve a expresarse de un modo ingenuamente dogmático, que para nada se corresponde con lo que debería ser la actitud de un filósofo, sino sólo con la de un obispo o con la del lacayo de un obispo, como lo fue en muchas ocasiones la actitud del “teólogo” francés, tal como se muestra en el si¬guiente texto, en el que defiende el “deber de creer” en doctrinas que exceden el alcance de la razón, dando como supuesto que han sido reveladas por Dios:
“Se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por más que excedan nuestro alcance” .
En otros momentos se pronuncia en un sentido idéntico al del texto anterior e idéntico al de Tomás de Aquino cuando escribe:
“que sea evidentísimo que las cosas reveladas por Dios deben ser creídas y que debe preferirse la luz de la gracia a la luz de la naturaleza no puede ser motivo de duda o asombro para nadie que verdaderamente tenga fe católica” .
Es verdad, por otra parte, que, si se analizan estos textos de manera algo minuciosa, podría considerarse que no dicen nada criticable en cuanto simplemente proclaman que “las cosas reveladas por Dios deben ser creídas”, sin especificar si realmente hay cosas reveladas por Dios. Y, si con esta puntualización no es suficiente, hay que te¬ner en cuenta que se refiere a quien “tenga la fe católica”, cuyas implicaciones estarían reflejadas en las palabras anteriores.
Ahora bien, en cuanto Descartes esté afirmando de forma dogmática, como así parece, que en efecto hay un dios, el dios católico, que ha revelado determinadas doctrinas, en tal caso incurre en un dogmatismo fideísta simplemente irracional, lógicamente motivado por el temor a la jerarquía católica, pero también y de manera muy especial por su deseo de servir fielmente a los intereses de esa jerarquía en espera de reciprocidad.
Más adelante, en una carta al marqués de Newcastle, Descartes vuelve a tratar del tema de la fe del siguiente modo:
“todos los conocimientos que podemos tener de Dios sin milagro en esta vida descienden del razonamiento y del progreso de nuestro discurso, que los deduce de los principios de la fe, que es oscura, o proceden de las ideas y de las nociones natu¬rales que hay en nosotros, que, por claras que sean, son grose¬ras y confusas respecto de asunto tan alto. De manera que el conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la razón conserva, en primer término, las tinieblas de que fue sa¬cado y, además, la incertidumbre que experimentamos en to¬dos nuestros razonamientos” .
Lo más llamativo de este escrito es que en él, cuando el autor habla acerca de las condiciones para la aceptación de cualquier doctrina o teoría como auténtico conocimiento, se acepta la existencia de dos aspectos por los cuales la fe estaría en contradicción con los propios puntos de vista cartesianos. Pues, cuando dice que el “progreso de nuestro discurso […] deduce [los conocimientos] de los principios de la fe, que es oscura”, reconoce que por muy exactas y perfectas que sean las deducciones efectuadas a partir de tales “principios de la fe”, en cuanto ésta es “oscura”, las implicaciones últimas de tales principios serán tan oscuras como lo eran esos principios. Y así lo reco¬noce el propio pensador cuando escribe a continuación que “el cono¬cimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la razón con¬serva […] las tinieblas de que fue sacado”. La pregunta que surge a continuación es: ¿Cómo se puede seguir hablando de “conocimiento” en relación con unos contenidos de los que se considera que su fun¬damento es “oscuro” o que “conserva […] las tinieblas de que fue sacado?
A pesar de que estos escritos pertenecen a momentos avanza¬dos de la vida de Descartes, conviene no olvidar que en el fondo su actitud respecto a estas “verdades de fe” fue la misma que había tenido desde el principio, aunque pudo intensificarse en esos últimos años de su vida como consecuencia de su constante relación con diversos representantes del clero católico y como consecuencia de otros factores personales, relacionados por ejemplo con el amargo final de sus discusiones con los teólogos protestantes holandeses.
6.2. La perspectiva sobre la religión
Desde un punto de vista teórico Descartes pretendió ser fiel a las doctrinas de la jerarquía católica y, en líneas generales, lo fue hasta el punto de intentar demostrar en ocasiones algunas de ellas. Sin embargo, en algún momento se atrevió a pensar de un modo más independiente y eso le condujo a defender doctrinas menos ortodoxas que llegaron a rozar la herejía.
6.2.1. Ortodoxia
Por lo que se refiere a la dogmática católica, inundada de tantos absurdos, resulta sorprendente que Descartes la aceptase con tanta facilidad y sin plantearle apenas objeciones. La única explicación de este hecho parece que se relaciona con una actitud de sumisión instintiva al inmenso poder de la jerarquía católica ejercido cruelmente contra toda forma de pensamiento que pudiera ser discordante respecto a sus propias doctrinas. Y, como a Descartes le importaba su propio prestigio en la sociedad en que le tocó vivir más que la búsqueda de la verdad en un terreno tan delicado como el religioso, ello determinó posiblemente que estableciese los límites dentro de los cuales poder pensar, discutir y escribir libremente, dejando al margen de dichos límites todo –o casi todo- lo concerniente a la reli¬gión, como el propio pensador declaró en el Discurso del método.
A pesar de todo, más que el hecho de que Descartes no discutiera la absurda dogmática católica, en cuanto era realmente peli¬groso hacerlo, lo que llama la atención es que llegase a defender de un modo explícito doctrinas realmente deplorables y en ningún caso asumibles desde la racionalidad. Y, en cuanto es difícil aceptar que Descartes no alcanzase a comprender la contradicción de tantas doc¬trinas del cristianismo, una explicación de su actitud, como ya se ha indicado, consiste en la de que, llevado de su propio instinto de con¬servación, renunciase a sumergirse en el terreno peligroso del análi¬sis crítico de las doctrinas teológicas y decidiese construir su propio pensamiento, partiendo de su aceptación acrítica. Tal actitud no era la más propia de un auténtico buscador de la verdad, pero tanto su vida como su producción filosófica parecen congruentes con esta ex¬plicación.
A esto hay que añadir que la actitud cartesiana en torno a las doctrinas de la Iglesia Católica en algunas ocasiones fue más allá de la aceptación de sus doctrinas y no se conformó con ser prudente sometiendo todas sus ideas a la autoridad de la Iglesia en lo en que pudiera estar equivocado, sino que llegó a internarse en este terreno de modo innecesario en apoyo de estas doctrinas y lo hizo de un modo tan deplorable que su actitud conduce a pensar que este pensador, en lugar de ser considerado como “el padre de la filosofía mo¬derna”, debería haber sido considerado como uno hijo póstumo del fideísmo medieval.
En este sentido y como ejemplo de esta actitud de interesada sumisión a la jerarquía católica, Descartes habló de dogmas de fe con toda la naturalidad del mundo, como si se tratase de verdades evidentes. Así, por lo que se refiere al tema de la creación, trató de justi¬ficar el dogma correspondiente a partir de la omnipotencia divina preguntando:
“¿de qué serviría la infinita potencia de ese imaginario infi¬nito, si nunca pudiera crear nada?” .
La pereza mental del momento y su rendición incondicional a la dogmática católica le impidió plantearse otra pregunta: ¿qué nece¬sidad podía tener un ser infinito y perfecto en cualquiera de los sentidos de crear nada? Alguien podría quizá contestar: “No lo creó por¬que lo necesitase, sino porque quiso”. Pero igualmente se le podría responder: “Necesitar y querer son el fondo una misma cosa, pues sólo se quiere lo que se echa en falta, algo de lo que se carece, algo que de algún modo se siente una necesidad, pero, por definición, un ser perfecto no ca¬rece de nada, y, por ello mismo, no puede querer nada, por lo que suponer que haya querido crear el mundo sólo tiene sentido desde una visión antropomórfica de lo que podría ser un dios, pero ni si¬quiera desde lo que sería una consecuencia de aquel constitutivo formal de dios, como “ipsum esse subsistens”, del que hablaba Tomás de Aquino, pues un ser infinito y perfecto en todos los sentidos sería tan autosuficiente que no haría absolutamente nada, a pesar de que Descartes opone que, dado su poder infinito, sería muy extraño que no lo utilizase… Sí, muy extraño, pero mucho más extraño que un dios que todo lo programa y todo lo controla, juzgue, premie, casti¬gue a sus juguetes como si fueran responsables de los actos para los que él mismo les habría programado y que además re¬alice la comedia de encarnarse en un hombre para sufrir y morir para conseguir que su padre renuncie a la venganza del castigo y perdone al hombre sus pecados, como si, al margen de esa comedia, para la concesión del perdón fuera insuficiente su supuesta misericordia infinita.
En relación con esta cuestión, Descartes acepta igualmente sin discusión de ninguna clase el dogma de la “Encarnación”, el dogma central del cristianismo según el cual Dios se hizo hombre para ser sacrificado en una cruz y pagar de ese modo por el pecado original del que, por cierto, no se dice ni una sola palabra en el Génesis, por lo que es uno de los inventos originales del Nuevo Testamento. El pensador francés menciona ese dogma en una carta a Chanut, haciendo referencia al amor que el hombre debe sentir hacia ese Dios por el hecho de que Dios se haya hecho uno más con nosotros y haya pagado por los pecados del hombre con el sacrificio de su muerte. Dice el “teólogo” francés:
“…no me asombra que algunos filósofos estén convencidos de que sólo la religión cristiana nos hace capaces de amar a Dios al enseñarnos el misterio de la Encarnación con el que Dios se rebajó hasta hacerse semejante a nosotros” .
Como era comprensible hasta cierto punto, Descartes no se detuvo a analizar si tenía algún sentido la idea de un dios que se hiciera hombre, si tenía sentido la idea de que tuviera que sacrifi¬carse en una cruz, que tal sacrificio fuera el instrumento necesario para perdonar al hombre, que hubiera algo de lo que tuviera que per¬donar a los hombres, que el dios católico no pudiera perdonar sin ne¬cesidad de ninguna comedia especial como la de su encarnación y muerte para “pagar por los pecados del hombre”, como si tuviera algún sentido un perdón que no fuera gratuito.
Toda esa serie de ideas absurdas se podían rebatir con la simple consideración de que un ser omnipotente puede lograr directamente y sin mediación de nada todo aquello que pueda conseguirse a través de la mediación de cualquier instrumento. Y, en este sentido, la idea de un Dios que se hace hombre a fin de sacrificarse y obtener así el perdón para los hombres se convierte en un mito sádico y relacio¬nado en el fondo con la Ley del Talión, que deja de tener sentido desde el momen-to en que se considere que una consecuencia de la supuesta misericordia infinita de ese dios sería la de que concedería su perdón al hombre –si es que tenía algo de qué perdonarle- sin ne¬cesidad de tanta historia.
La referencia de Descartes a la importante doctrina católica relacionada con el amor a Dios por parte del hombre, a pesar de ser una doctrina muy importante en el cristianismo, tampoco parece te¬ner otro sentido que el que le da el hecho de que quienes practican esa religión tienen un concepto antropomórfico de ese dios y consi¬deran que su amor a él será correspondido hasta el punto de que será compensado con la eterna felicidad en una vida igualmente eterna. Pero, por añadir una ligera crítica a esta doctrina, es ciertamente difícil entender la idea de un dios, amor infinito, que mantenga al ser humano en unas condiciones de vida lamentables, sometido al dolor y a todo tipo de enfermedades, hambre y sufrimientos, hasta que lle¬gue el momento en que se le ocurra permitirle gozar de esa felicidad eterna. ¿Tendría sentido que un padre mantuviera encerrado a su hijo sin comer y pasando toda clase de penalidades hasta que finalmente se le ocurriera dejarle disfrutar de la vida? ¿Qué otra cosa es la vida humana terrena en comparación con esa otra vida en la que todo sería felicidad sin mezcla de sufrimiento alguno? Desde la doctrina católica, cuando no se dispone de respuestas para estas preguntas tan simples, siempre se recurre a la idea de que se trata de un “misterio” y de que hay que ser humilde y someter la propia razón a los dogmas que la jerarquía católica establece, por muy contradictorios que sean.
Estos dogmas y creencias, tan irracionales y antropomórficos, fueron los que ocuparon la mente y la pluma del pensador francés para ganarse los favores de la jerarquía católica y para poder sobrevivir con cierto sentimiento de tranquilidad en aquellos tiempos en los que el poder de la iglesia católica no se limitaba al de las simples excomuniones sino que trataba de colaborar para el cumplimiento de los designios de su dios, enviándole con diligencia a los herejes para que fueran juzgados y condenados al fuego eterno.
6.2.2. Heterodoxia
A pesar de la preocupación cartesiana por mantenerse fiel a la ortodoxia católica, en algunas ocasiones la tendencia espontánea de su discurso racional le llevó a defender alguna doctrina que se ale¬jaba de esa línea de pensamiento. En este sentido tiene interés refle¬jar su punto de vista acerca de la oración y su pretensión de demos¬trar algunos dogmas de fe, lo cual era contradictorio con el concepto de dogma o misterio; finalmente, hay que señalar que en algunos ca¬sos su racionalidad le condujo al rechazo de algún dogma de la fe católica, aunque manteniendo sus opiniones de manera privada.
1) Críticas al sentido tradicional de la oración
Por lo que se refiere al tema de la oración, el punto de vista cartesiano, siendo coherente en líneas generales con el concepto católico de dios, criticó el sentido que tradicionalmente ha tenido y sigue teniendo la oración en el cristianismo como petición a Dios de determinados bienes. En este punto, la jerarquía católica ha sabido encontrar en la oración un enorme filón económico para seguir llenando de manera compulsiva las arcas del Vaticano, las de algunas sucursales distribuidas por diversos lugares del planeta y las de los comerciantes que instalan sus negocios en torno a los “santos lugares” como Jerusalén, Lourdes, Fátima, Roma o Santiago de Compostela, donde acuden los fieles confiando en que su dios o alguno de sus más allegados, como María o algún otro personaje bíblico o mo¬derno, les concederán sus peticiones como satisfacción por sus peregrinaciones, donativos y oraciones.
En relación con esta cuestión Descartes escribió:
“cuando [la teología] nos obliga a orar a Dios no es para que le enseñemos cuáles son nuestras necesidades ni para que tratemos de impetrarle que cambie algo en el orden establecido desde toda la eternidad por su providencia: una y otra conducta sería reprensible, sino sólo para que obtengamos lo que ha querido desde toda la eternidad que obtuviéramos me¬diante nuestras plegarias” .
Tenía razón en sus críticas a estas formas de oración, pero no la tenía en la defensa de que la oración pudiera tener algún sentido, como lo sería el de que “obtengamos lo que [Dios] ha querido desde toda la eternidad que obtuviéramos mediante nuestras plegarias”, lo cual seguía siendo ridículo en cuanto Descartes olvidaba aquí que
a) en cuanto ese dios, como consecuencia de su omnipotencia y de su infinita bondad, siempre haría lo mejor, no tenía sentido la actitud antropomórfica de pretender recordarle o pedirle que lo hiciera;
b) en cuanto tenía mucho menos sentido pedirle que hiciera algo distinto de lo mejor.
Era muy difícil que Descartes llevase a sus últimas consecuencias la idea de que, habiendo predeterminado ese dios la marcha del Universo hasta en sus detalles ínfimos, la oración pudiera tener sentido alguno. Y considerar que la oración pudiera servir para que ese dios concediera al hombre lo que había decidido concederle como consecuencia de sus oraciones era una solución absurda que hacía de-pender las decisiones divinas de las oraciones del hombre, pues si ese dios siempre hacía lo mejor, esto no podía depender de que el hombre lo pidiera o lo dejara de pedir, y, por ello, las acciones divinas debían ser las mismas, con independencia de que el hombre se lo pidiera o no. Es decir, en cuanto ese dios hacía siempre lo mejor, la oración no podía determinar que hiciera algo distinto de lo que tenía planificado como si el hecho de que el hombre se lo pidiera pudiera determinar que lo mejor dejara de ser lo que era para ser algo dis¬tinto. La oración tendría un carácter tan antropomórfico como lo tendría la actitud de quien entendiera a ese dios como un padre que espera a que su hijo le suplique la comida para dársela, olvidando que, en cuanto la comida fuera buena para el hijo, el padre se la daría sin condición de ninguna clase, y que, en cuanto no lo fuera, aunque se la pidiera no se la daría.
No obstante, aunque desde el punto de vista simplemente teórico no parecía nada difícil llegar comprender el carácter simple¬mente antropomórfico de la oración, teniendo en cuenta las graves consecuencias que habrían derivado de que Descartes hubiera defendido públicamente un punto de vista como éste, resulta comprensible que no tratase de profundizar demasiado en esta cuestión.
En relación con este punto, Descartes hace referencia en otro momento a la doctrina católica particular, que va unida a toda una serie de actos litúrgicos en los cuales se habla de la “gloria” de su dios y se le rinde pleitesía como si se tratase al menos de un faraón egip¬cio. Sin embargo, Descartes no se atreve o no se plantea profundizar en el tema sino que sólo lo menciona de pasada, aceptando la doc¬trina de que “todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios”, pero defendiendo, sin avanzar más lejos, que ese dios debió de tener otro fin al crear el Universo, tal como lo indica cuando escribe:
“aunque es verdadero […] que todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios sería, sin embargo, pueril y absurdo si alguien afirmara en Metafísica que Dios, como un hombre muy soberbio, no ha tenido otro fin al crear el universo que el de ser alabado por los hombres”
En este punto Descartes tiene en principio la prudencia de aceptar que, en efecto, “todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios”, pero luego tiene también la inocente valentía de considerar absurdo que ese dios “como un hombre muy soberbio, no [hubiera] tenido otro fin al crear el universo que el de ser alabado por los hombres”, aunque no se atreve a profundizar hasta el punto de señalar qué valor podría tener que los creyentes fueran a la iglesia a alabar a su dios, como si estuvieran tratando con un ser humano especialmente necesitado de autoestima a quien cualquier manifestación acerca de sus valores pudiera ayudarle en algo para salir de un estado depresivo. ¿Para qué iba a necesitar ese dios de las alabanzas de los hombres? ¿Acaso desconocía su propio poder y necesitaba de esas alabanzas? De nuevo, pues, más antropomorfismo, y el pensador francés sin enterarse.
En definitiva, parece que la referencia a la “gloria de Dios” o al hecho de “ser alabado por los hombres” no es otra cosa que una forma de ese antropomorfismo que Descartes se atreve a mencionar cuando habla de “un hombre muy soberbio”. Pues, efectivamente, no tiene ningún sentido la idea de que un supuesto Ser Perfecto pudiera sentir satisfacción alguna causada por el ser humano, supuesta creación suya, programado de manera ridícula para adorarle y para cantarle “Gloria in excel¬sis Deo” en cuanto lo que haría no sería otra cosa que cumplir con aquello para lo que había sido programado. A estas consideraciones puede añadirse la de que los sentimientos de un ser inmutable, suponiendo que esta expresión pudiera tener algún sentido, que no lo tiene, no podrían cambiar como consecuencia de las alabanzas humanas: La consideración según la cual ese dios pudiera sentirse más o menos feliz, o más o menos satisfecho, dependiendo su estado de ánimo de que los hombres le adorasen o le des-preciasen es contradictoria con las cualidades de su inmutabilidad y de su omnipotencia y responde, si acaso al ingenuo orgullo de quienes creen en religiones como la católica en las que su dios está siem¬pre pendiente de ellos como si no tuviera algo más agradable que hacer, en el caso de que tuviera sentido que ese dios hiciera algo.
Lo absurdo de esas alabanzas al dios católico puede verse más fácilmente todavía si se tiene en cuenta lo ridícula que resultaba la madrastra de Blancanieves con su espejito mágico al que cada mañana le preguntaba quién era la más guapa del mundo. ¿Qué satisfac¬ción podría producir la respuesta del espejito en una persona normal? Pues, por ello mismo, ¿qué satisfacción podría sentir un Ser Perfecto por las alabanzas que él mismo hubiera programado recibir de los se¬res humanos? Así que este aspecto tan ridículo de la religión no es otra cosa que antropomorfismo puro, del que están llenas todas las religiones, aunque muy útil para la recaudación de las limosnas y donaciones “ofrecidas” a Dios, aunque luego se lo queden los curas y cardenales, como ya sucedía en el Antiguo Testamento con los bie¬nes que se quedaban los sacerdotes judíos.
2) A diferencia de Ockham, que criticó diversas doctrinas tomistas defendiendo la separación entre la fe y el conocimiento, Descartes tuvo la pretensión de demostrar la verdad de algún dogma de fe, a pesar de que la jerarquía católica afirmaba que se encontra¬ban por encima de la razón humana, como sucedió con el misterio de la transustanciación en relación con el cual en 1638 el “teólogo” francés había intentado dar una explicación, comentando al padre Vatier que
“especialmente la transubstanciación, que los calvinistas consideran como imposible de explicar con la filosofía ordinaria, es muy fácil con la mía” .
Respecto a otros dogmas, como los del pecado original o el de la existencia del Infierno, según indica Watson, Descartes negó el primero y “en una carta dirigida a Huygens el 10 de octubre de 1642, también parecía negar el infierno” . No obstante, respecto a este último dogma de fe, en otra carta posterior al embajador Chanut en la que Descartes se mostraba especialmente piadoso, reconoció de manera indirecta su aceptación de esta doctrina:
“aunque algunos se deleitan haciendo daño a los demás, me parece que la voluptuosidad que sienten se asemeja a la de los demonios que, como dice nuestra religión, no dejan de estar condenados porque crean estarse vengando continuamente de Dios al atormentar a los hombres en los infiernos” .
También es verdad que el valor representativo de esta carta como expresión de las creencias religiosas de Descartes puede ponerse en cuestión si se tiene en cuenta que en aquellos años parecía actuar de un modo especialmente calculador a fin de ganarse la estima e incluso la compasión del embajador Chanut, especialmente religioso, a fin de que éste le pusiera en contacto con la reina Cristina de Suecia.
En principio resulta bastante patético que el teórico padre del racionalismo moderno llegase a plasmar en esta carta su creencia en los demonios, la libertad de éstos para dañar a los hombres y su voluptuosidad por realizar tales acciones. Es decir, sería realmente patético que Descartes hubiera podido llegar a creer en la verdad de la contradicción de que un ser infinitamente bueno castigase a un fuego eterno tanto a una serie de ángeles como a una parte importantísima de la humanidad a cuyo sufrimiento contribuirían estos ángeles condenados; que no pudiera o no quisiera controlar las ac¬ciones maléficas de los demonios contra los hombres; y que, encima, les permitiera disfrutar voluptuosamente con su crueldad.
Sin embargo, habría una explicación para la defensa de estas doctrinas tan absurdas. La explicación de esta serie de dislates parece que podría consistir, como se ha dicho, en que Descartes estuviera jugando a convencer a Chanut de su beateril religiosidad para ga¬narse su amistad al presentarse como un hombre muy piadoso y para que la reina Cristina llegase a conocerle desde esta perspectiva, como de hecho sucedió poco tiempo después.
Por lo que se refiere al misterio de la Trinidad seguramente sintió la tentación de explicarlo, pero con calculada prudencia simplemente le dijo a Mersenne que era una cuestión de fe y no una cuestión acerca de la cual la razón humana pudiera alcanzar una explicación. Y así, para salir de esta dificultad, se acogió a la autoridad de Tomás de Aquino diciendo:
“En cuanto al misterio de la Trinidad, juzgo con Santo Tomás que pertenece puramente a la fe y no se puede conocer por la luz natural”
3) Por otra parte tuvo el atrevimiento de afirmar, como un conocimiento evidente al que había llegado, la existencia del alma, concepto religioso que él pretendió demostrar racionalmente como equivalente e la res cogitans, dotada curiosamente de las mismas cualidades del alma de esa religión, como en especial a de la inmaterialidad. Tuvo también la osadía de pretender explicar cómo se relacionaba con el cuerpo y, como era de esperar, sólo se le ocurrió la absurda explicación de encontrarle un lugar en el cerebro, tratándola de este modo como res extensa. Y finalmente e incluso pretendió igualmente demostrar su supuesto carácter inmortal, de acuerdo con la dogmática católica, tanto en el Discurso del método como en las Meditaciones metafísicas, hasta el punto de llegar a afirmar dicha inmortalidad como si realmente la hubiera demostrado:
-“…puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal” .
-“De donde se sigue que el cuerpo humano puede fácilmente perecer, pero que el espíritu o el alma del hombre […] es por su naturaleza inmortal” .
Pero, esa serie de especulaciones eran simplemente gratuitas y no tenían nada que ver con el conocimiento, aunque sí con doctrinas religiosas del cristianismo con las que a Descartes le venía bien entretenerse para ganarse el favor de la jerarquía católica y compensar con tales elucubraciones las posibles doctrinas heterodoxas o simples puntos de vista personales que pudieran desagradar a las autoridades eclesiásticas.
4) Precisamente en relación con tales doctrinas heterodoxas, tiene interés hacer mención de una carta especialmente “devota”, escrita al embajador Chanut, donde llegó a defender una doctrina ema¬nantista del alma, según la cual comentaba a Chanut:
“estimo que el camino que debemos seguir para llegar al amor de Dios es pensar que es un espíritu puro o un ente que piensa, con lo que, ya que la naturaleza de nuestra alma tiene cierto parecido con la suya, nos convenceremos de que ésta es emanación de su suprema inteligencia” .
Como se trataba de una carta particular, Descartes debió de calcular que no habría ningún peligro en manifestar un punto de vista tan alejado de la ortodoxia católica, pero es evidente que existe una diferencia radical entre los conceptos de creación y emanación. La creación hace referencia a la formación directa de un ser a partir de la omnipotencia de un dios que podría hacer algo a partir de nada, mientras que la emanación, como indica el propio texto del pensador francés, es la difusión de un ser que se manifiesta en otras realidades que siguen guardando una estrecha relación o incluso unión con el ser originario del que proceden. Y por ello las doctrinas emanantistas tienen generalmente un carácter panteístas, según las cuales dios sería como el Sol, mientras que sus rayos serían sus “emanaciones”, que, a la vez que procedían de él, seguían formando parte de él. Esta doctrina le servía a Descartes para intentar hacer sentir a Chanut la íntima unión en que se encontraba con él por ser ambos una manifestación de esa unidad suprema de la que formaban parte. Y, a partir de la comunicación de un sentimiento como ese, Descartes debió de pensar que le sería más fácil conseguir que el embajador Chanut tra¬tase de ayudarle a conseguir sus objetivos relacionados con aquel viaje a la corte sueca. Es decir, que no parece que Descartes defen¬diera seriamente una doctrina tan herética como el emanantismo, pero, como la jerarquía católica hablaba también de algo parecido, al menos cuando utiliza expresiones como la de “el cuerpo místico de Cristo”, referido a la iglesia católica, y como al pensador francés podía serle útil defender en esa ocasión concreta una doctrina como ésa, en cuanto podía impactar positivamente a Chanut respecto a su religiosidad, no tuvo ningún inconveniente en manifestarse ante Chanut como una especie de místico que compartía con él sus ideales y emociones religiosos.
Todo lo dicho respecto a las causas de la defensa cartesiana del emanantismo es una especulación nada más, pero es lo que sugiere al autor de este trabajo la reflexión sobre tantos aspectos de la vida del pensador francés y, entre otras cosas, de su tendencia a la manipulación de personas para conseguir sus propios intereses, tal como ya se ha comentado en la segunda parte de este trabajo.
Respecto al libre albedrío, doctrina imprescindible para montar sobre ella los conceptos de responsabilidad, mérito y culpa, Descar¬tes trató esta cuestión con una frivolidad asombrosa, como se ha po¬dido comprobar en el apartado correspondiente de este trabajo, hasta el punto de haber llegado a defender el intelectualismo socrático sin ser consciente de que esa defensa implicaba un punto de vista determinista y, en consecuencia, una negación de la doctrina religiosa del “libre albedrío” y hasta el punto de haber defendido un concepto de libertad que representaba una limitación de la supuesta omnipotencia divina.
6.3. La ambigua religiosidad de Descartes
6.3.1. El enfoque hagiográfico de Rodis-Lewis sobre Descartes.
A lo largo de su biografía sobre Descartes, Rodis-Lewis, siguiendo la estela de A. Baillet, dedica diversos párrafo de su obra a manifestar su admiración por la religiosidad piadosa de Descartes y por su ciega aceptación de la fe católica, diciendo de él, entre otras cosas, que “sin pretender explicarlos, se inclina ante los misterios de la creación ex nihilo y del Hombre-Dios (AT X, p. 218) y que conserva “la religión en la que Dios le ha concedido la gracia instruirlo desde su infancia” (DM, 3ª parte)” , asumiendo como propias las de¬claraciones del pensador francés en el sentido de que efectiva¬mente fue el dios católico quien le concedió la gracia de ser instruido en dicha religión. En esta misma línea interpretativa y en relación con su pensamiento, afirma que
a) para el pensador francés “la filosofía es el punto de apoyo de una creencia recibida en la infancia, y establece sus bases sólidamente”, como si Descartes se hubiera preocupado de manera especial por fundamentar las bases de la doctrina católica, proyectando, al pa¬recer, en tal punto de vista su propio interés de que así hubiera sido, en cuanto ella parece defender esas mismas doctrinas.
Pero, frente a esta interpretación, hay que decir que, después de haber analizado la vida y la obra cartesiana, parece que el pensador francés no estuvo preocupado en ningún momento por cuestiones religiosas por el interés intrínseco de tales cuestiones sino que, si se ocupó de ellas, no fue por otro motivo que por su interés personal en aumentar su prestigio como pensador en un ámbito básicamente católico, en donde era fundamental contar con el apoyo de la jerarquía católica o por lo menos no escribir nada que pudiera parecer una oposición o la más ligera crítica a sus doctrinas. Descartes tenía miedo a la jerarquía católica y por ello intentó matar dos pájaros de un tiro: Por una parte, liberarse de su temor, y, por otra, que la propia jerarquía católica aprobase y defendiera la utilidad de sus escritos como un apoyo de sus doctrinas teológicas desde el campo de la Filosofía.
b) que “Descartes reconoce que la fe completa el saber racional”, expresión que lleva consigo el mensaje de que la fe es ya por sí misma una forma de conocimiento, lo cual es evidentemente falso.
En este punto Rodis-Lewis se coloca en una línea parecida a la de la Escolástica en la que la Filosofía se definía como “sierva de la Teología”: “Philosophia, ancilla Theologiae”, y sitúa a Descartes en esa misma línea de continuidad con respecto al pensamiento de Agustín de Hipona y de Tomás de Aquino, a pesar de que lo que Descartes pretendía era reconstruir unitariamente el edificio de la Filosofía y de la Ciencia, al margen de que, por el adoctrinamiento cristiano recibido y por las circunstancias sociales y políticas en que vivió, no fuera capaz de liberarse de su fuerte dependencia de las doctrinas y de la teología católica. Rodis-Lewis parece desconocer que la fe no puede considerarse en ningún caso como conocimiento, por lo que la Filosofía no podía ser complemento de la fe ni vice¬versa sino, siendo el conocimiento lo que debería sustituirla a medida que avanzase en aquellos aspectos en los que se había pretendido su¬plir la ignorancia humana con toda clase de supersticiones y de dog¬mas absurdos, aprovechando la credulidad y la necesidad humana de obtener respuesta a sus preguntas sobre los diversos aspectos oscuros de la realidad. Rodis-Lewis parece desconocer igualmente el fenómeno según el cual el aumento del conocimiento suele ir acompañado de una disminución de la fe, en cuanto los misterios y dogmas religiosos se muestran como absurdos y en cuanto la misma doctrina de la fe, entendida como ciega afirmación de una doctrina de la que se desconoce que sea verdadera, deja paso a una postura más crítica y veraz, que afirma o niega cuando sabe, y que se abstiene de juicio cuando ignora.
c) que “el alma escapa del cuerpo cuando éste sufre una avería que le impide funcionar, sin ser ella misma causa de su muerte: su suerte es por tanto independiente” .
Por el modo de estar escrita esta afirmación parece ser compartida y defendida por Rodis-Lewis, por lo que no presenta ningún comentario crítico a esta antigua doctrina mítica asumida por las ac¬tuales religiones monoteístas no por su verdad sino por su utilidad para sus propios montajes económico-religiosos.
d) Finalmente, cuando Descartes va a Italia en 1623 por motivos relacionados con la compra del cargo de “comisionado general” que finalmente no efectuó y que hubiera significado un cambio radi¬cal en su vida, Rodis-Lewis comenta que en ese viaje hubo cierta intencionalidad religiosa relacionada con sus famosos sueños de los que se ha puesto en duda incluso su propia existencia, en cuanto pudieron ser una broma del propio pensador en sus años de juventud, al margen de lo que creyese e interpretase su primer biógrafo A. Bai¬llet.
Sin embargo, Rodis-Lewis presenta como un hecho incontro-vertible que los sueños fueron reales tal y como los refleja Baillet, y que una de las finalidades del joven Descartes en su viaje a Italia en el año 1623 fue la de “celebrar piadosamente el aniversario de los sueños de 1619” . Rodis-Lewis parece haber trabajado y haberse do¬cumentado mucho para escribir su obra sobre Descartes, pero, como biógrafa parece que es demasiado atrevida cuando introduce una referencia a la intencionalidad “piadosa” de ese viaje, así como en los momentos en los que habla en general de la religiosidad de Descartes, proyectando en el pensador francés lo que posiblemente sólo se corresponda con sus propios deseos y creencias.
6.3.2. La importancia de la religión en la vida de Descartes
Al margen de que las palabras y de que los escritos de Descar¬tes fueran sinceros o interesados según los casos, es un hecho que la religión católica y la idea de Dios jugaron un papel primordial en su filosofía, hasta el punto de que sin el recurso a la divinidad no hubiera podido escapar del solipsismo representado por la verdad cogito ergo sum –y al margen de que su recurso a la divinidad ya implicaba incurrir en contradicción consigo mismo en cuanto, si la hipótesis del genio maligno tenía sentido, en tal caso la pretensión de que sus diversas “demostraciones” de la existencia de Dios tuvieran alguna consistencia implicaba rechazar que su evidencia pudiera haber sido una simple broma del genio maligno para hacerle creer que había demostrado la existencia del dios católico.
a) Descartes, como era lógico, asumió la religión católica de modo incuestionable como consecuencia del largo e intenso adoctrinamiento recibido durante su infancia y su juventud, pasados en el colegio de los jesuitas de La Flèche. A partir de tal aceptación acrítica de las doctrinas católicas y habiendo conocido durante su juventud el enorme poder de esta organización, cuando escribió el Dis¬curso del método temió con razón tomarse la libertad de incluir las doctrinas religiosas entre el conjunto de conocimientos a los que debía aplicar la duda metódica y, por ello, las excluyó de ella sin más aclaración que la de que iba a conservar
“con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido durante mi infancia” ,
a pesar de que en teoría y de acuerdo con sus propios planteamientos metodológicos, la duda debía haber tenido carácter universal, aplicán-dola por ello a las mismas doctrinas y creencias religiosas. La exclusión de tales doctrinas respecto a la “duda universal” fue una muestra de incoherencia en relación con su propia norma metodológica, aunque su actitud fuera comprensible como consecuencia de aquel adoctrina-miento religioso recibido a lo largo de su infancia y de su adolescencia y adquiriendo tal naturalidad en el conjunto de sus convicciones que alrededor de 1628, cuando escribió las Reglas para la dirección del espíritu, afirmó en ellas, como un hecho evi¬dente, que Dios existía y que había revelado determinadas verdades, diciendo por ello que
“todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento” ,
sin llegar a plantearse en ningún momento cómo sabía que Dios existía, que había revelado algo, y a quién y cómo lo había revelado. Esta actitud, tan carente de espíritu crítico ante estas cuestiones, resultaba especialmente desconcertante por su enorme contraste con la actitud que pretendía adoptar en el Discurso del Método, donde iba a considerar que –con la excepción de las “verdades reveladas” de la religión católica- podía y debía dudar de todo, incluso del valor de las Matemáticas, de la existencia del mundo material o del propio cuerpo, o del valor del mismo principio de contradicción, mientras no encontrase una verdad tan evidente que fuera capaz de superar tales dudas y que pudiera servirle como principio para una funda¬mentación firme y segura del conjunto del conocimiento.
b) En segundo lugar, hay que decir que la excepcionalidad concedida a las supuestas “verdades reveladas” de la Religión Católica, aunque fue una consecuencia de su formación cristiana, interiorizada como una creencia espontánea, fue también una creencia mantenida a partir de la presión ejercida sobre él por el círculo de sus amistades religiosas y, sin duda, como consecuencia de su temor a enfrentarse con la jerarquía católica, de la que conocía su extensa serie de actua¬ciones criminales a lo largo de muchos años.
Descartes hubiera podido someter a la duda metódica sus creencias religiosas, al igual que había sometido a la duda el valor de las verdades matemáticas y la existencia de un mundo externo, sin que ello significase que en verdad dudase del valor de tales verdades ni de la existencia del mundo material. Por ello parece que, si no lo hizo, fue por el temor a las reacciones virulentas de la jerarquía católica contra sus escritos y contra su propia persona, y por su intención y esperanza en contar con el apoyo de dicha jerarquía a su propia persona como filósofo al servicio incondicional de esa organización, pues, en definitiva, si hubiese tenido el atrevimiento de someter a la “duda” aquellas verdades de fe, es seguro que se habría ganado el rechazo de la jerarquía católica y seguramente algo más que ese rechazo.
No obstante y aunque resulte comprensible su actitud, el hecho de que en el Discurso del Método no sometiera a la duda las doctrinas relacionadas con el Dios del cristianismo y con las llamadas “verdades de fe” representa un aspecto negativo en la aplicación de aquella supuesta duda universal, y mucho más si se tiene en cuenta que el concepto de Dios jugó un papel fundamental en su filosofía, tanto en el aspecto metodológico como en el sistemático. Esa incoherencia es más grave en cuanto el Dios cartesiano aparece como la única justificación del valor de la regla de la evidencia, y, consecuentemente, como el único enlace entre el pensamiento y la hipotética realidad sensible, y entre el pensamiento y el resto de supuestas verdades de cualquier tipo, con la única excepción de la proposición “cogito, ergo sum”, la cual, según el propio pensador francés, no requería ser justificada por la regla de la evidencia sino que, por el contrario, era la única verdad que superaba la prueba de la duda y que servía como principio para la justificación –aunque incompleta- de dicha regla, justificación que no llegó a producirse en ningún momento, a pesar de los intentos cartesianos por conseguirlo recu¬rriendo a un Dios que a su vez debía ser justificado por dicha regla, pues ello constituía un círculo vicioso.
En definitiva, el hecho de no haber extendido la duda a las creencias religiosas representó en la práctica una contradicción por lo que se refiere a la universalidad de la duda metódica.
Eso mismo sucedió con las doctrinas religiosas, que con absoluta incoherencia consideró como verdaderas desde el principio, al margen de que a lo largo de sus reflexiones se entretuviera intentando demostrar algunas de ellas igual que el mago que hace aparecer un conejo de su chistera, aparentando no haberlo colo¬cado previamente en ella.
Conviene insistir igualmente en que el miedo a la Inquisición o el simple temor a cualquier condena moral de la jerarquía católica debió de contribuir a que sus relaciones con el mundo clerical que le rodeaba como consecuencia del ambiente cultural en que se formó, fueran en líneas generales especialmente intensas y positivas, viendo en ellas un seguro y una protección ante cualquier posible condena, como la sufrida por Galileo en el año 1633, que provocó que el pensador francés renunciase a publicar su obra El Mundo, según refirió a Mersenne cuando le escribió:
“He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para pre¬star obediencia a la Iglesia, puesto que ha proscrito la opi¬nión de que la Tierra se mueve” ,
Llama la atención que, en el Discurso del Método, a diferencia de lo que los críticos suelen decir acerca de las causas por las cuales dejó de publicar El mundo, considerando que se abstuvo de hacerlo por temor a la las represalias de la jerarquía católica, Descartes afirme que la causa real de su abstención fue que pensó que tal vez en su tratado hubiera errores similares a los de Galileo, de los que él no hubiera tomado conciencia y que pudieran ser perjudiciales para la religión o para el Estado, manifestando así no su temor sino su respeto y sumisión total a las doctrinas de la religión católica. Sin embargo, las palabras mediante las que en el Discurso del método explica los motivos por los que se abstuvo de publicar esa obra no se corresponden con las que escribió a Mersenne, al menos por lo que se refiere a la forma de exponerlos en cuanto en sus cartas a Mer¬senne dice simplemente que no desea oponer-se a la autoridad de la Iglesia, lo cual sugiere simplemente una precaución relacionada con sus intereses personales, mientras que en el Discurso del método se refiere a su deseo de no defender nada que pudiera ser “perjudicial” para la religión o para el estado, lo cual no sugiere ningún interés personal sino un interés por la propia iglesia católica. Pero la diferencia más relevante entre las cartas a Mersenne y el Discurso del método consiste en que, mientras en sus cartas reconoció haber defendido la misma tesis que Galileo, en el Discurso del método lo negó, por lo que una de tales afirmaciones era necesa-riamente falsa al estar en contradicción con la otra. Y esto dice muy poco en favor de su integridad intelectual, en cuanto hubiera podido evitar incurrir en esa falsedad si en el Discurso del Método no hubiese hecho referencia a su punto de vista sobre la cuestión del posible movimiento de la Tierra. Pero, al parecer, su pánico al poder despótico de la jerarquía católica era tan grande que prefirió mentir declarando que él no era de esa opinión antes que no pronunciarse, a pesar de que en su carta a Mersenne había reconocido su acuerdo con Galileo.
Por ello y siguiendo su propósito de conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más posible a las doctrinas de la Iglesia Católica, no parece que tuviera otros motivos para establecer su posterior “teoría de los torbellinos” que precisamente el de buscar congraciarse todavía más con la jerarquía de dicha institución religiosa presentando una doctrina “ecléctica” que, aceptando la doctrina de Roma, al mismo tiempo reconociera el hecho del “movimiento” de los planetas alrededor del Sol, que no se moverían por sí mismos sino que serían movidos por la corriente de la materia celeste circun¬dante .
c) El temor de Descartes hacia la jerarquía católica fue constante, de manera que incluso en 1640 y más adelante aún estuvo pre¬ocupado por si la Iglesia encontraba opiniones copernicanas en su obra y pudiera perseguirle por ello. Así, en el año 1645, preocupado por sus desagradables y peligrosas disputas teológicas en Utrecht y buscando la protección de la reina Cristina de Suecia, escribe a su amigo Chanut, embajador en Suecia, diciéndole:
“puesto que ya me conocen muchos hombres de escuela que buscan en mis escritos el error y procuran los medios de perjudicarme a cualquier costa, me inclino a esperar ser conocido también por las personas de alto rango, cuyo poder y virtud podrían protegerme” .
Igualmente llama la atención su preocupada búsqueda de cobijo en la autoridad de Tomás de Aquino o en otra autoridad católica de prestigio en relación con el contenido de sus escritos, como sucede cuando, apoyándose en la autoridad del “Doctor Angélico”, escribe:
“En cuanto al Misterio de la Trinidad, juzgo con Santo Tomás que pertenece puramente a la fe y no se puede conocer por la luz natural” .
Este mismo temor es el que, según parece, le llevó a decir que trataba de alejarse de las cuestiones estrictamente teológicas, tal como lo expresa cuando dice:
“Nada me ha impedido hablar de la libertad que tenemos de seguir el bien o el mal, sino que he querido evitar […] las controversias de la Teología y mantenerme en los límites de la filosofía natural” .
Sin embargo y en contra de estas palabras, es un hecho que su obra no sólo contiene una cantidad importante de planteamientos teológicos sino que además pretendió basarse en Dios como justificación última del valor de su método y del conjunto de su sistema filosófico y científico, lo cual era una total aberración en cuanto mezclaba las creencias religiosas con los conocimientos filosóficos o científicos. Finalmente y en este sentido, cuando se enfrenta a algún problema algo vidrioso, en última instancia y a fin de evitar cual¬quier preocupación busca el refugio de la autoridad de la Biblia:
“Si esta razón no satisface a mis censores, quisiera saber qué dicen de las Sagradas Escrituras, con las que ningún escrito humano debe compararse” .
d) ¿Tenía Descartes motivos objetivos para temer los ataques de la Iglesia Católica, a pesar de la serie de ocasiones en que había proclamado su adhesión total a sus enseñanzas y doctrinas? Ciertamente sí, especialmente si se tiene en cuenta la tradicional intoleran¬cia de la Iglesia de Roma, con su arma sanguinaria de la “santa Inquisición”, y las ocasiones en que ésta había actuado en contra de los “herejes”, reales o supuestos, así como el comportamiento cruel y despiadado de Luís XIII y del cardenal Richelieu contra los hugono¬tes de la Rochelle y su ley de 1624 contra la libertad en la enseñanza de la Filosofía. Como confirmación de lo dicho, hay que añadir que, efectivamente, la enseñanza de la metafísica cartesiana no sólo fue prohibida por el protestantismo holandés sino también por la Iglesia Católica pocos años después de la muerte de Descartes al incluir sus obras en su “Índice de Libros Prohibidos”.
Por ello, parece que el motivo fundamental de la marcha de Descartes a Holanda, más que estar relacionado con la búsqueda de soledad para poder dedicarse a su trabajo, se relaciona especialmente con ese temor al poder y al peligro representado por la propia jerarquía católica, y más concretamente al representado por los cardenales Bérulle y Richelieu, quien en 1628 había masacrado a los habitantes de la ciudad de La Rochelle. Muy poco tiempo des¬pués de aquel suceso, tal vez sobrecogido por aquel despiadado ase¬dio y por la sanguinaria intolerancia religiosa que implicaba, Des¬cartes emigró a Holanda. Quizá la impresión que le produjo tanta crueldad absurda le hizo temer también por su propia vida hasta el punto de llevarle a tomar la decisión de alejarse de su país. Según al¬gunos críticos, también es posible que el detonante que provocó su partida estuviera relacionado con una entrevista que habría tenido con el cardenal Bérulle, en la que éste pudo haberle amenazado o ad¬vertido del peligro que corría su vida en Francia, quizá por su ante¬rior vinculación con la hermandad Rosacruz, o con los libertinos de París o quizá por su excesiva audacia al defender ideas que tal vez se alejaban de las que eran propias de la ortodoxia católica.
d) Su pertenencia a la hermandad Rosacruz ha sido objeto de estudio y algunos biógrafos especialmente importantes consideran que en efecto existió durante algún tiempo. Sus famosos sueños –o simples fantasías de juventud- de 1619 podían representar un argumento en favor de su pertenencia a tal organización, y tal pertenencia sería una muestra más de que, especialmente en esos años, Descartes no fue un seguidor ferviente y constante de las doctrinas de la iglesia católica, sino que se dejó llevar de una sana curiosidad para buscar la verdad allá donde pudiera encontrarla. Cierto es que cuando se le preguntó si pertenecía a dicha organización, él contestó con ironía que, según se decía, los rosacruces eran invisibles, mientras que a él podían verlo perfectamente. Se trataba de una respuesta irónica en cuanto la invisibilidad a que se hacía referencia era metafórica, refiriéndose en realidad a que los pertenecientes a tal organización ten¬ían el cuidado de ocultar su pertenencia a ella. En cualquier caso su probable pertenencia a la Hermandad Rosacruz habría significado una actitud nada ferviente y fiel respecto a la dogmática católica.
e) Lo mismo puede decirse respecto a su probable relación con los libertinos de París, que buscaban precisamente libertad para investigar la búsqueda de la verdad sin impedimentos de ninguna clase. Quizá esta relación es la que pudo haber determinado su precipitada “huida” a Holanda, ante el fundado temor a una detención inmediata por parte de las autoridades político-religiosas.
Otros hechos que indican en cierto modo hasta qué punto Descartes fue o no un acérrimo defensor de la fe católica son los siguientes:
En primer lugar, su despreocupación por el hecho de que su hija Francine fuera bautizada en una iglesia protestante en lugar de hacerlo en una católica; en segundo lugar, su falta de escrúpulos a la hora de dedicar sus Principios de Filosofía a un princesa protestante, como lo era Elisabeth de Bohemia, y más aún tratándose de la obra que deseaba que los jesuitas pusieran como texto en sustitución de los anteriores basados en la filosofía escolástica; y, en tercer lugar, esa misma despreocupación a la hora de dedicar otra obra, Las pa¬siones del alma, a la reina Cristina de Suecia, que también era pro¬testante.
Por todo ello, teniendo en cuenta esta serie de circunstancias ambientales y la propia biografía del filósofo francés, parece que, a pesar de sus muchas palabras elogiosas en favor de la religión, su religiosidad no fue vivida de un modo especialmente auténtico y consecuente, sino que se sirvió de sus declaraciones en favor de la reli¬gión como instrumentos para fomentar e incrementar su prestigio como filósofo, lo cual parece haber sido su ambición más impor¬tante, al margen de que tuviese un interés real en el avance de la Fi¬losofía y de la Ciencia, superando el lastre del pensamiento aristoté¬lico y de la filosofía Escolástica. Su método, que le obligaba a dudar de todo, así como su implícito y consecuente rechazo de las vías de Tomás de Aquino motivaron que en algún caso sus enemigos, como Voetius, llegasen a considerarle ateo y que el propio Pascal criticase “el Dios de los filósofos” –ese Dios utilizado por Descartes casi exclusivamente como fundamento y explicación físico-matemática de la realidad-, para reivindicar el Dios vivo de Abraham, de Isaac y de Jacob.

Octubre, 2009











ÍNDICE ONOMÁSTICO
Adam, Ch.: 29.
Adam y Tannery: 16 (n.).
Agustín de Hipona: 106, 139, 169, 170, 351, 357, 377.
Alhazen: 305.
Anaximandro: 245.
Andreae, J. V.: 27, 107.
Anselmo de Canterbury: 140, 210, 212.
Aristarco de Samos: 22.
Aristóteles: 69, 105, 111, 183, 228, 240, 245, 259, 262 (n.), 263, 269, 315, 316 (n.).
Arminio, J.: 23, 42, 51, 269.
Arnauld, A.: 97, 174, 177-182, 184, 186-189, 192-195, 320 (n.).
Arnold, P.: 27 (n.).
Arquitas de Tarento: 301.
Autrecourt, N.: 305.
Avicena: 305.
Bacon, F.: 20, 22, 28, 160 (n.), 337.
Bagni, cardenal: 40, 86. 97, 348, 349.
Baillet, A.: 16, 17, 24-27, 29-32, 39, 42, 53, 54, 59, 60 (n.), 61, 62, 70, 81, 88, 102, 107, 108, 355, 376, 378, 379.
Bañez, D.: 21, 269.
Barberini, cardenal: 40.
Beaugrand, J.: 40, 71, 74, 110.
Beeckman, I.: 16, 24, 25, 32, 34, 35, 63, 74, 106, 110, 315, 317, 339.
Berkeley, G.: 243 (n.).
Bérulle, P.: 18, 24, 31-33, 38, 45, 97, 102, 110, 386.
Bourdin, P.: 44, 69, 95.
Bruno, G.: 22, 23, 192, 299, 300, 354.
Calvino, J.: 42.
Carnot, N.: 315.
Chanut, P.S.: 19, 39, 47, 49-54, 56-59, 61, 62, 76, 77, 89, 90-92, 93 (n.), 104, 116, 123, 299 (n.), 300, 301 (n.), 365, 366 (n.), 372-375, 384.
Charlet, E.: 23, 50, 69, 97.
Charron, P.: 10, 16, 22, 106, 107.
Ciceron, M. T.: 67.
Clarke, D. M.: 42, 43, 113, 114.
Clausius, R.: 315.
Clemente VIII: 269.
Clerselier, Cl.: 31, 39, 49, 72 (n.), 227 (n.).
Copérnico, N.: 22, 24, 295, 297.
Copleston, F.: 173 (n.).
Cristina de Suecia: 18, 19, 33, 39, 44, 47, 48, 50-57, 59, 60, 61, 74, 76, 80, 83, 86, 90, 92, 93, 94 (n.), 104, 110, 116, 120-125, 255, 256 (n.), 267, 280, 372, 373, 384, 387.
Darwin, Ch.: 192.
De Ryer, P.: 92.
Descartes, Pierre.: 15, 43, 48, 102.
Descartes, Jeanne.: 15.
Descartes, Joachim: 15.
Descartes, R.: A lo largo de todo este estudio.
Dinet, J.: 42, 69, 97.
Elisabeth de Bohemia: 15, 19, 45, 46, 48, 49, 52-55, 59-61, 63, 68, 74, 76, 77 (n.), 80, 83, 84, 94, 104, 105, 110, 112, 115, 116 (n.), 117-120, 121 (n.), 122-124, 246-248, 272, 274, 275, 277, 280, 368 (n.), 387.
Empédocles: 241, 245, 305-307.
Einstein, A.: 305, 326.
Erasmo de Rotterdam: 269.
Federico V de Bohemia: 27, 109.
Fermat, P.: 40, 110.
Fermi, L.: 316 (n.).
Fernando II: 16, 25, 75, 88.
Ferrand, M.: 28 (n.).
Ferrier, J.: 36, 89, 108.
Fontanier, J.: 28, 33, 102, 354.
Freud, S.: 255 (n.).
Galilei, Galileo: 8, 20, 22, 23, 37, 41, 45, 78, 98-100, 102, 106, 127, 140, 156, 158, 159, 160 (n.), 161, 186, 192, 287 (n.), 292-296, 307, 308, 315-319, 337, 339, 348, 354, 355, 382-384.
Gassendi, P.: 42, 50, 55, 71, 72, 78, 110, 147, 161.
Gaunilon: 212.
Gibieuf, G.: 97.
Gilson, E.: 174 (n.).
Gomar, F.: 23, 269.
Gómez Pereira, A.: 21, 23, 37, 106, 147, 162, 169, 173, 312, 338, .
Harriot, Th.: 40.
Harvey, W.: 35, 158, 238, 309.
Heráclito: 209, 255, 315.
Hobbes, Th.: 42, 55, 71, 72, 98, 110, 215.
Hogeland, C. van: 29.
Huet, P. D.: 154, 162, 312.
Hume, D.: 149, 166, 167, 203, 208, 212, 265, 337.
Huygens, C.: 37, 372.
Huygens, Ch.: 37.
Jans, Francine: 18, 33, 37-40, 65, 113, 114, 347 (n.), 387.
Jans, Helena: 19, 33, 37-40, 42, 43, 110, 112-114.
Kant, I.: 41, 135, 151 (n.), 166, 167, 203, 212, 242, 337, 340, 356.
Kepler, J.: 22, 23, 37, 291, 295, 306, 318.
La Mettrie, J. O.: 229, 231.
Lavoisier, A.: 314.
Le Roy, M.: 30, 110 (n.).
Leibniz, G. W.: 26 (n.), 243 (n.).
Luís XIII: 18, 23, 24, 30, 33, 40, 355.
Luís XIV: 19, 50, 90.
Lutero, M.: 256 (n.), 267 (n.), 269.
Malebranche, N.: 243 (n.), 333.
Maximiliano de Baviera: 16, 25, 27, 75, 88, 96, 109.
Mazarino, Cardenal: 53, 54, 80, 90.
Médicis, María de: 31.
Mersenne, M.: 8, 28, 34, 38, 40-42, 44, 55, 59, 63, 67, 73, 74, 86, 89, 90, 97, 98, 100, 122, 158 (n.), 177, 192, 224, 225 (n.), 252 (n.), 258-260, 264, 265 (n.), 266, 287 (n.), 294 (n.), 295, 296, 312, 320 (n.), 340, 348, 349, 350 (n.), 373, 382-385.
Mesland, D. P.: 97, 164 (n.), 215 (n.), 257 (n.), 258 (n.), 263, 266, 267, 288 (n.), 385 (n.).
Mirecourt, J.: 106, 169, 171, 172, 175.
Molina, L.: 21, 23, 51, 269, 272, 278.
Montaigne, M.: 10, 16, 21, 106.
Nassau, M. de: 16, 24, 75, 88, 96, 109.
Newcastle, marqués de: 361.
Newton, I.: 323-330, 337.
Nietzsche, F. W.: 166, 168, 254, 255 (n.), 356.
Ockham, W.: 106, 171, 174, 199 (n.), 211, 212, 229, 233, 315, 316, 371.
Oresme, N.: 106.
Orígenes: 270, 271.
Ovidio, P.: 261.
Pablo de Tarso: 111, 261.
Pablo V: 269.
Pascal, B.: 55, 104, 255, 388.
Paulov, I. P.: 37, 340.
Peña, Vidal: 175 (n.).
Petit, L.: 46, 110.
Piaget, J.: 136.
Picot, Cl.: 69, 97.
Pitágoras: 159.
Platón: 111, 263 (n.), 291, 339 (n.).
Poirier, H.: 61, 94.
Pollot, A.: 45.
Popper, K.: 151 (n.), 157 (n.).
Regius, H.: 42, 240.
Reneri, H.: 39.
Revius, J.: 52, 78.
Richelieu, A. D.: 18, 23, 24, 30-33, 40, 45, 97, 355, 385, 386.
Roberval, G.: 66 (n.), 57 (n.), 74, 110.
Rodis-Lewis, G.: 24-26, 28, 29, 31, 34, 36, 38-40, 42, 43, 45, 46, 49, 56, 59-61, 69, 70, 72, 73, 75, 79-82, 94, 95, 101, 239, 309, 331, 332, 376, 377-379.
Ryle, G.: 251.
Sánchez, Francisco: 10, 16, 22, 29, 107, 200, 201, 202..
Sartre, J.P.: 75 (n.), 160 (n.).
Séguier, P.: 52.
Servien: 96.
Schooten II, F.: 79.
Schopenhauer, A.: 253, 254, 255 (nh.).
Schulter, H.: 62.
Silhon, J.: 19, 54, 80, 89, 106, 169, 173.
Sócrates: 262 (n.), 263 (n.).
Spinoza, B.: 214, 223, 243 (n.), 262, 299.
Tales de Mileto: 307.
Tomás de Aquino: 8, 51, 139, 140, 204, 205, 208, 211, 212, 222, 256 (n.), 259, 261, 266, 267, 269, 270, 279, 280 (n.), 319, 321, 322, 351, 353, 355, 357, 361, 365, 373, 377, 384, 385, 388.
Tönnies, F.: 73 (n.).
Torricelli, E.: 45.
Trigland, J.: 52, 71, 74, 196.
Unamuno, M.: 254 (n.).
Vanini, G. C.: 27, 33, 102, 223, 354.
Vatier, A.: 85 (n.), 97, 111, 372.
Viète, F.: 40.
Voetius, G.: 39, 42, 45, 71, 74, 77, 87, 98, 104, 110, 142, 154 (n.), 196, 197, 282, 388.
Wassenar, N.: 29.
Watson, R.: 15 (n.), 18, 24, 25, 28-32, 34, 36, 42-44, 46, 47, 49 54, 56 (n.), 60-62, 66, 73, 80, 89, 94, 97, 102, 105, 109, 115 (n.), 173, 339, 372.
Weis: 118.