martes, 30 de diciembre de 2008

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES DE LA JERARQUÍA CATÓLICA
27. EL ADOCTRINAMIENTO A LOS NIÑOS: PEDERASTIA MENTAL

LA CONTRADICCIÓN POR LA CUAL LA JERARQUÍA CATÓLICA, A LA VEZ QUE DICE DEFENDER EL RESPETO A TODOS LOS HOMBRES, ADOCTRINA -ES DECIR, PERVIERTE- LAS MENTES DE LOS NIÑOS, ENVENENANDO SU INTELIGENCIA Y ARRASTRÁNDOLES A UN ABSURDO FIDEÍSMO IRRACIONAL.

La exaltación de la fe por la jerarquía católica, -a la que se ha hecho referencia en los tres capítulos anteriores-, tiene su complemento en la del desprecio a la razón a lo largo de toda la historia de esta organización. La aceptación y la valoración de la fe ciega, por encima de cualquier intento de comprensión de los contenidos doctrinales de esta organización, es una constante a lo largo de la historia del cristianismo desde sus comienzos, tanto en el personaje de Jesús en los evangelios, como también en los de Pablo de Tarso, Tertuliano, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Martín Lutero, José María Escrivá -fundador del Opus Dei- y el “Papa” Juan Pablo II -por nombrar sólo a unos pocos-. Ya en otros capítulos de esta obra se han citado diversos pasajes de los evangelios y de las cartas de Pablo de Tarso en donde se defiende de modo indiscutible la importancia de la fe como condición absolutamente necesaria para la salvación. Por lo que se refiere a Tertuliano (s. II-III) es famosa su tesis fideísta resumida en la frase “credo quia absurdum”: “Creo, puesto que es absurdo”, frase absolutamente despectiva contra la razón pero que desde los planteamientos fideístas de aquel fanático tenía su “lógica especial”, ya que, efectivamente, creer en aquello que se conoce como verdad no parece que tenga “mérito” alguno, aunque también es cierto que creer en la verdad de algo por el hecho de que sea absurdo no parece que deba considerarse más meritorio que lo anterior, en cuanto equivale al mantenimiento de una disposición propicia a dejarse adoctrinar y engañar por toda clase de absurdos con las que a uno le quieran roer el cerebro. Agustín de Hipona (s. IV-V) concedió cierta importancia a la razón pero, en cualquier caso y siguiendo la tradición de los jerarcas del cristianismo, siempre la subordinó a la fe. Una actitud similar fue la defendida por Tomás de Aquino (s. XIII), quien indicó que la fe era el criterio de verdad en aquellas situación en que pareciese haber un conflicto entre ella y la razón, de manera que, en el caso en que se diera tal situación, la solución era muy sencilla: Era evidente que la razón se había extraviado en sus conclusiones, pues la fe era una iluminación divina que tenía carácter infalible. Por su parte, Martín Lutero (s. XVI), desde la disidencia de su cristianismo reformado, defendió una actitud de absoluto rechazo a la razón y de aceptación acérrima de la fe, considerando que “la razón es la mayor enemiga de la fe. Quienquiera que desee ser cristiano debe arrancarle los ojos a su razón”. Igualmente, José María Escrivá de Balaguer (s. XX), fundador del Opus Dei, siguió defendiendo esa absurda tradición de desprecio a la razón, afirmando no sólo la supremacía de la fe sobre la razón sino exhortando a abandonar “el espíritu crítico” a la hora de atender los sermones de la jerarquía católica, pues
“es mala disposición oír la palabra de Dios con espíritu crítico” ( ).
Finalmente, el señor Wojtyla, “papa Juan Pablo II”, volvió a defender una doctrina idéntica a la de Tomás de Aquino en el siglo XIII ( ), criticando la labor de la Filosofía de la Ilustración por haber defendido el valor de la razón como vehículo para dirigir la propia vida.
Esta insistencia de la jerarquía católica en el valor de la fe tiene su continuación y repercusión especial en el adoctrinamiento que trata de ejercer sobre los niños, cuyas mentes le resulta incomparablemente más sencillo moldear para que asuman y crean todo lo que les quieran enseñar.
CRÍTICA: La jerarquía católica incurre aquí en la contradicción de adoctrinar a los niños con dogmas irracionales por definición y de pretender luego demostrarles la verdad de tales dogmas, cuando saben que se trata de doctrinas indemostrables y, por ello mismo, inaceptables desde la rectitud intelectual en la misma medida en que no se muestran como verdaderos.
Es evidente que, si la jerarquía católica se interesa por adoctrinar a los niños, metiéndoles en la cabeza tales dogmas y doctrinas irracionales, no es por el hecho de que quieran proporcionarles unas enseñanzas realmente necesarias para su desarrollo intelectual o para proporcionarles una orientación vital realmente valiosa, sino porque para la prosperidad de su negocio le interesa reclutar nuevos prosélitos y porque, como consecuencia de la falta de madurez de las mentes infantiles, esos primeros años de la vida son los más proclives para la interiorización de cualquier doctrina, por absurda que pueda ser.
La exaltación de la fe y la renuncia a fomentar o incluso a permitir la adopción de un espíritu crítico a la hora de ponderar el valor de los “mensajes religiosos” van unidas al proselitismo y al adoctrinamiento sin escrúpulos contra la infancia practicado por la jerarquía católica, abusando del derecho a la libertad de expresión, en cuanto una cosa es hablar de mitos, dogmas y “misterios” con personas adultas mentalmente formadas y otra muy distinta es realizar un lavado de cerebro a los niños para que acepten tales “misterios” y dogmas irracionales. Pues, si resulta absurdo que la jerarquía católica pretenda imponer a los adultos la idea de que deben tener fe en sus doctrinas, sin otra justificación que la de la propia fe, resulta ya incalificable de otro modo que no sea como pederastia mental la actitud por la cual violan y pervierten las mentes de los niños, coaccionándoles a aceptar como verdad toda una serie de doctrinas que muy difícilmente aceptarían si, en lugar de niños inocentes y receptivos, fueran adultos con una inteligencia y una cultura simplemente normales.
La jerarquía católica realiza impunemente tal adoctrinamiento, tanto en las iglesias como en los colegios, desde la infancia más temprana hasta la finalización de la enseñanza secundaria –y aquí en España, en la época franquista incluso durante la enseñanza universitaria-. Como se ha explicado en capítulos anteriores, si la exaltación del valor de la fe es ya por sí misma una actitud contraria a la veracidad, mucho más grave e inadmisible resulta que la jerarquía católica se considere con derecho a adoctrinar las mentes de los niños para que crean de modo ciego y dogmático la serie de doctrinas con las que envenenan su mente.
La finalidad aparente de ese adoctrinamiento es la de proporcionar a niños y jóvenes la “formación religiosa” conveniente para dirigir su vida y para conducirles a la salvación de su alma –aunque por lo que se refiere a esto último tendrían que demostrar que hubiera un alma que salvar y que tales creencias eran necesarias para conseguir tal fin-, pero la finalidad real, aunque en ocasiones pueda mantenerse oculta, es la de controlar sus mentes en todos los terrenos y especialmente en el de político –mucho más que en el de las mismas creencias religiosas-, con las que de modo directo o indirecto la jerarquía católica consigue su fuerza para chantajear a los diversos gobiernos de quienes consiguen cuantiosos beneficios económicos y privilegios para seguir llenando las arcas sin fondo del Vaticano y de sus múltiples palacios a lo largo y ancho de una gran parte del mundo. En sus relaciones con el poder político, la jerarquía católica actúa de forma chantajista en cuanto posee determinada fuerza social para desestabilizar, la cual utiliza en mayor o menor medida en proporción inversa a la de los privilegios que obtiene de cada gobierno a corto plazo y de los que calcula obtener a largo plazo. Por su parte, los gobiernos democráticos suelen ser escrupulosamente respetuosos con la libertad de creencias, pero en países como España se encuentran diversos problemas como el de diferenciar entre lo que pueda ser la exposición descriptiva y crítica de la doctrina católica y lo que se convierte en adoctrinamiento intolerable en cuanto no pretende simplemente describir unas doctrinas sino ejercer una intensa presión psicológica para lograr que los niños y jóvenes acepten como verdad el contenido de unas doctrinas indemostrables y en ocasiones contradictorias. Otro problema especialmente importante por lo que se refiere a las relaciones entre el Estado español y el Estado del Vaticano es el de impedir las intromisiones de un Estado en otro, y, especialmente, la intromisión del Estado del Vaticano en los asuntos internos de España en cuanto estado independiente que no tiene por qué someterse a los dictados y consignas del Jefe del Estado del Vaticano y de su “gobierno”, y el Estado del Vaticano debería ser con el español tan respetuoso como normalmente lo son el resto de estados del mundo en sus relaciones con nuestro país.
La finalidad que la jerarquía católica pretende con su adoctrinamiento no puede ser, efectivamente, el de la salvación del alma de los niños, pues, suponiendo que “su Dios” existiera, sería una pretensión absurda y llena de soberbia que dicha salvación no se hiciera depender de su supuesta misericordia infinita de la que tanto hablan cuando les interesa, sino del hecho de que el niño acepte ciegamente sus doctrinas renunciando a su propia racionalidad crítica.
Si ya en otros capítulos se ha criticado la fe como una actitud contradictoria con respecto a la veracidad, a esto hay que añadir que el adoctrinamiento ejercido sobre la infancia representa un delito extremadamente grave en cuanto se trata de un crimen de pederastia mental, pues quienes lo practican se aprovechan de la natural inmadurez mental de los niños para tratar de inculcarles de modo irracional toda una serie de prejuicios absurdos acerca de la realidad, imbuyéndoles además la idea de que su razón carece de valor a la hora de orientarles en la búsqueda de la verdad en sus dimensiones especulativa, moral, política e incluso científica.
La actitud proselitista de la jerarquía católica encaminada a la “catequesis” de los niños no sólo representa un crimen de pederastia mental sino también una forma de fanatismo y de intransigencia con cualquier forma de pensamiento que se oponga a sus doctrinas, intransigencia que ya quedó especialmente de manifiesto con la institución de la “santa Inquisición” en el siglo XIII, encargada de juzgar y condenar a cualquier persona sospechosa de defender doctrinas que, incluso siendo cristianas, se alejasen de su propia interpretación del cristianismo.
En este sentido el señor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, defendió en el año 1939, en su escrito Camino, actitudes especialmente fundamentalistas y fanáticas, contrarias a los Derechos Humanos y a la Constitución Española de 1978, hasta el punto de haber llegado a insultar a quienes practican la tolerancia y no la intransigencia que él tuvo la estúpida osadía de defender, escribiendo en este sentido que
“la transigencia es señal cierta de no tener la verdad.- Cuando un hombre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un... hombre sin ideal, sin honra y sin Fe” ( ).
Aquí, con un fanatismo majadero, el señor Escrivá de Balaguer, “elevado a los altares” por la jerarquía católica, se atreve a insultar a quienes son transigentes, a quienes son tolerantes, a quienes respetan la libertad de pensamiento de los demás, aunque no compartan sus ideas, y escribe que su actitud demuestra que son hombres “sin honra”. Este demente llegó a identificar la propia intransigencia con el hecho de estar en posesión de la verdad, a pesar de la multitud incalculable de falsedades que se han defendido con absoluta intransigencia precisamente por falta de auténticas razones para defenderlas. Siendo tan limitada su capacidad de razonar es comprensible que no se le ocurriera pensar que, precisamente por la propia limitación de nuestra capacidad para alcanzar la verdad, la actitud más noble debería consistir en reconocer esa misma limitación y, por ello mismo, en ser tolerantes y respetuosos con las ideas ajenas y con su derecho a exponerlas, a defenderlas o a modificarlas libremente sin coacciones de nadie.
Ese fanatismo, esa “santa intransigencia” –como la llama este imbécil- no es nueva, ni mucho menos, en la actitud de la jerarquía católica sino que sólo representa la reafirmación de un talante que la ha caracterizado siempre que ha estado en condiciones propicias para comportarse de acuerdo con él, como sucedió en la España franquista y en los “siglos de oro” de mayor crueldad y opresión inquisitorial contra la libertad de los pueblos de Europa y de Iberoamérica.
Este payaso llegó a defender un ilimitado fanatismo intransigente unido a la hipocresía más absoluta, exhortando a actuar sin escrúpulos en contra de derechos humanos tan básicos como el de la libertad de pensamiento hasta el punto de llegar a escribir:
-“Sé intransigente en la doctrina y en la conducta. -Pero sé blando en la forma. -Maza de acero poderosa, envuelta en funda acolchada” ( ).
- “La intransigencia no es intransigencia a secas: es "la santa intransigencia". No olvidemos que también hay una "santa coacción"” ( ).
Planteamientos similares al de Escrivá de Balaguer son los que determinan la aparición de asociaciones fanáticas como el partido nazi, las juventudes hitlerianas, que condujo a algunos de sus miembros a denunciar a sus propios padres por su animadversión al régimen nazi, y otras formas similares de fundamentalismo, integrismo, fanatismo talibán como el de los “guerrilleros de Cristo Rey”.
Las tácticas adoctrinadoras de la jerarquía católica, relacionadas con su intransigencia y con su “santa coacción” -que también tiene una larga tradición en esta organización criminal-, resultan contradictorias con su teórico interés por razonar de algún modo sus absurdas doctrinas integristas a fin de conseguir que quienes son adoctrinados lleguen a pensar que realmente “comprenden” (?) las razones de su fe, y no que simplemente las creen, afirmándolas como verdad, a pesar de tratarse de “misterios” que, por definición, serían incomprensibles para la razón humana. Por este motivo en muchas ocasiones, aunque la jerarquía y los teólogos católicos reconocen que los dogmas de fe son indemostrables, pretenden introducir una distinción entre lo irracional, la racional y lo razonable, y añaden que, aunque sus dogmas no son racionales, no por ello son irracionales sino “razonables”. Sin embargo, esta distinción es realmente una trampa en cuanto si determinada doctrina no es racional no tiene sentido decir que sea “razonable”. Sólo podría hablarse de algo razonable en la misma medida en que pudiera razonarse, pero, en cuanto por definición los dogmas católicos se encuentran más allá de la razón, no tiene sentido considerarlos razonables mientras no se demuestre la existencia de una razón capaz de razonarlos. Por otra parte, del mismo modo que nadie pide a otro que crea aquello que puede demostrarse como verdad, pues espontáneamente lo aceptará a partir de su demostración, nadie debería exhortar a otro que creyese lo no demostrable, en cuanto en tal caso ni siquiera quien realizase tal exhortación tendría otra base para su propia creencia que una de carácter emotivo e irracional. En este sentido, por lo que se refiere a una simple hipótesis científica, sería absurdo exhortar a nadie a creerla o a dejarla de creer, pues se la aceptará o no en la medida en que sea congruente o no con los hechos que debiera explicar. Pero además lo más absurdo de todo es que en las doctrinas de la jerarquía católica, aunque pudiera haber alguna meramente consistente, que podría mantenerse como simples hipótesis, hay muchas otras que son contradictorias en sí mismas, de las que puede decirse no sólo que no son racionales ni razonables sino que han sido positivamente refutadas –como la de la misma existencia de ese inconcebible ser al que dicha jerarquía llama “Dios” y como la serie de contradicciones que aquí mismo se muestran-. En línea con estas consideraciones tiene interés hacer referencia a algunas reflexiones de B. Russell especialmente acertadas acerca del valor de la fe:
“todo tipo de fe hace daño. Podemos definir la “fe” como una firme creencia en algo de lo que no hay evidencia. Donde hay evidencia nadie habla de “fe” […] Ninguna fe puede ser defendida racionalmente, y cada una, por tanto, se defiende con la propaganda y si es necesario con la guerra […] Si controlamos el gobierno, haremos que se enseñe ese algo a las mentes inmaduras de los niños y que se quemen o se prohíban los libros que enseñen lo contrario […] Si piensas que tu creencia está basada en la razón la defenderás con argumentos más que con la persecución, y la abandonarás si los argumentos van en contra suya. Pero si tu creencia se basa en la fe te darás cuenta de que el argumento es inútil y, por tanto, recurrirás a forzarlo, ya sea por medio de la persecución o atrofiando y distorsionando las mentes de los jóvenes en lo que se llama “educación”. Esta última es particularmente miserable, ya que se aprovecha de la inocencia de mentes inmaduras. Por desgracia ésta se practica, en mayor o menor grado, en los colegios de todos los países civilizados” ( ).
Russell acierta en esta crítica de la fe, en la de los procedimientos utilizados para inculcarla y en la del hecho de que se trate de inducirla “atrofiando y distorsionando las mentes de los jóvenes” en los centros de enseñanza. Conviene puntualizar, sin embargo, que Russell utiliza el concepto de “educación” en un sentido muy amplio, relacionándolo no sólo con las enseñanzas científicas y culturales sino también con lo que ahora llamamos “adoctrinamiento”, que es precisamente lo contrario de “educación”. Por ello y en ese sentido tan amplio, considera la “educación” como algo “particularmente miserable, ya que se aprovecha de la inocencia de mentes inmaduras”. Y dice finalmente, con razón, que “por desgracia ésta se practica, en mayor o menor grado, en los colegios”. En relación con esta misma cuestión indica Russell que
“el verdadero precepto de la veracidad [...] es el siguiente: ‘Debemos dar a toda proposición que consideramos [...] el grado de crédito que esté justificado por la probabilidad que procede de las pruebas que conocemos’ [...] Pero ir por el mundo creyéndolo todo con la esperanza de que consiguientemente creeremos tanta verdad como es posible es como practicar la poligamia con la esperanza de que entre tantas mujeres encontraremos alguna que nos haga felices” ( ).
En estos momentos, parece que la situación de la educación en España está comenzando a cambiar respecto a la que había durante la dictadura franquista y que la sociedad empieza a concienciarse de que la religión, tanto la católica como cualquier otra, debe salir de las aulas de “educación” en cuanto precisamente no es educación sino “adoctrinamiento”, es decir, lo más contrario a la educación. Por otra parte, la jerarquía católica, consciente de la situación, está intentando recuperar el terreno perdido mediante críticas y manifestaciones en contra de las leyes de aquellos gobiernos que defienden puntos de vista distintos a los suyos y promueven una educación más respetuosa con el carácter laico y aconfesional de nuestra constitución.
Desde luego es injustificable y “particularmente miserable” –como dice Russell- que se consienta la manipulación de la infancia y de la juventud para adoctrinarlas en esa serie de creencias irracionales, y, por ello, debería desaparecer no sólo de las aulas sino también de las iglesias en el caso de que los curas pretendan continuar con su labor de pederastia mental y no se limiten a tratar sus doctrinas con personas intelectualmente ya formadas. Por ello mismo, de acuerdo con el artículo 20.4. de la Constitución Española ( ), el Estado debería idear mecanismos para proteger la formación de la infancia a fin de que las mentes de niños y jóvenes no sean profanadas por ese atentado tan grave que supone el adoctrinamiento religioso, y, por ello mismo, en cuanto ese artículo no parece compatible con el 27.3 ( ) -y a pesar de la enorme dificultad para delimitar adecuadamente los derechos de los padres y los de los hijos-, parece que éste último artículo debería modificarse en cuanto los padres no son propietarios absolutos de los hijos y, en consecuencia, no tienen un derecho absoluto sobre sus mentes hasta el punto de adoctrinarlos de modo irracional -o de permitir que otros lo hagan por ellos-. El respeto por a los hijos como personas autónomas debería servir de guía para tratar de evitar que alguien pretendiese controlar, frenar o viciar el desarrollo natural de sus mentes por lo que se refiere su capacidad racional y crítica para conducir su vida, protegiéndoles del peligro de ser seducidos por otros en lugar de ayudarles a ser libres para vivir guiados por su propia conciencia y no por una supuesta autoridad ajena a la de su propia racionalidad.
Por ello y del mismo modo que a los padres que se despreocupan de los hijos desde el punto de vista de la alimentación o de los malos tratos físicos se les llega a quitar su custodia, con el mismo o con mayor motivo se debería privar de dicha custodia a quienes permitan que sus mentes sean pervertidas hasta el punto de limitar su racionalidad crítica, como sucede con el adoctrinamiento religioso.
En la práctica, tal vez este cambio social sea una utopía en cuanto lo primero que debería aprender un padre es cómo debe comportarse con su hijo en cuanto pretenda lograr el desarrollo integral de su personalidad, pues en la misma medida en que estamos convencidos de que nuestros puntos de vista sobre la realidad son correctos y queremos dar a nuestros hijos lo mejor, resulta especialmente difícil la tarea pedagógica de explicar a los padres que la mejor formación de los hijos es aquella que busca el desarrollo integral de su personalidad y de sus diversas potencialidades, físicas y psíquicas, tarea que es incompatible con cualquier tipo de adoctrinamiento que pretenda sofocar el desarrollo de la racionalidad, como sucede con el adoctrinamiento religioso, que no es consiste en la “formación” sino en la “deformación” de la mente.

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