sábado, 13 de diciembre de 2008

20. CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES DE LA JERARQUÍA CATÓLICA: LA DOCTRINA DE LA "REDENCIÓN" O "SALVACIÓN DE LA HUMANIDAD", QUE SE CONTRADICE CON LA DE LA PREDESTINACIÓN, SEGÚN LA CUAL DIOS ESTABLECIÓ DESDE LA ETERNIDAD A QUIÉN SALVARÍA Y A QUIÉN CONDENARÍA, Y CON LAS SU AMOR Y MISERICORDIA INFINITAS, QUE IMPLICARÍAN EL PERDÓN INSTANTÁNEO DE CUALQUIER OFENSA SIN NECESIDAD DE REDENCIÓN ALGUNA.

En efecto, según el dogma de la “Redención”, relacionado con el perdón del pecado original, anteriormente criticado, la redención o purificación respecto a tal pecado no se produciría directamente mediante el simple perdón divino, que habría sido una consecuencia lógica y coherente con la supuesta misericordia infinita de Dios, sino que se produciría como consecuencia del sacrificio del propio Dios hecho hombre y muerto en una cruz.
CRÍTICA: El origen de esta doctrina parece que se encuentra en los mismos comienzos del cristianismo, cuando, al morir Jesús, sus discípulos, que lo consideraban como el “Mesías”, es decir, como el libertador del pueblo judío de las situaciones de esclavitud que había estado soportando, cambiaron su interpretación del concepto de “Mesías” dándole un sentido que no hacía referencia a la consecución de dicha liberación terrenal respecto a sus opresores sino a su liberación espiritual respecto al pecado, liberación que conduciría a los seguidores de Jesús a participar con él de la vida eterna. En relación con el suceso de la muerte de Jesús, según parece, sus discípulos difundieron muy pronto la afirmación de que había resucitado y que, si no estaba con ellos, era porque había ascendido al Cielo para regresar prontamente a fin de establecer su reino después de un “juicio universal”. Esta idea de la resurrección de Jesús fue tan importante dentro de la dogmática cristiana que Pablo de Tarso llegó a afirmar: “Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido” ( ).
De hecho, según los relatos que aparecen en Hechos de los apóstoles, los primeros cristianos vivieron en comunidades, compartiendo sus bienes, plenamente convencidos de la pronta y nueva venida del Mesías, como rey y como juez, hasta que con el paso del tiempo, comprobaron que tal regreso no se producía. Tal frustración determinó una serie de cambios en la mentalidad de aquellos primeros cristianos, desde una vida más solidaria en organizaciones que en principio vivieron en buenas relaciones y sin una articulación especialmente jerarquizada hasta una organización jerarquizada, dirigida finalmente por el “obispo” de Roma.
A partir de ese momento, la jerarquía de la iglesia cristiana, como consecuencia de su ambición, dejó de lado sus “intereses espirituales” para dedicarse de modo claro a crear su propio “reino terrenal”, y comenzó a enriquecerse a partir de la formación de una amplia base social entre sus fieles, la cual le condujo a ser una fuerza política especialmente importante en el imperio romano, y, en consecuencia, a convertirse progresivamente, desde entonces hasta la actualidad, en una potencia política y económica de primer orden, a pesar de que, desde el punto de vista de su territorialidad el estado del Vaticano, sede del jefe supremo de la organización católica, sea el estado más pequeño del mundo.
Aunque el dogma de la redención, unido al de la resurrección y ascensión de Jesús al Cielo, se convirtió en el pilar más importante del Catolicismo, se trata de una doctrina contradictoria con la del amor y de la misericordia infinita de Dios, el cual, si algo tenía que perdonar, para ello no tenía necesidad del “sacrificio” de su propio hijo, pues hubiera bastado con su simple voluntad.
En este punto es evidente que esta doctrina no encajaba en absoluto con las nuevas doctrinas acerca de un Dios más humanizado, sino más bien con las del Dios justiciero y vengativo del Antiguo Testamento, en el que Yahvé se muestra más como un déspota que exige sacrificios y que por cualquier motivo sin importancia es capaz de eliminar a la casi totalidad de la especie humana -como habría sucedido en el mito del “diluvio universal”, cuando Yahvé no sólo decidió eliminar a la práctica totalidad de la humanidad existente en aquel momento, con la excepción de Noé y sus hijos, sino incluso toda forma de vida, con la excepción de una pareja de cada especie ( ).
Y así, se da la paradoja de que, por una parte, se dice que Dios es amor, pero, por otra, de modo contradictorio ese mismo Dios aparece como un ser déspota y vengativo, que exige sacrificios para conceder su perdón.
Conviene recordar que en el Antiguo Testamento el propio Dios establece para el pueblo de Israel la vengativa Ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente” ( ), ley según la cual, el perdón de cualquier falta o daño sólo podía producirse mediante un castigo o un daño equivalente a la ofensa o daño causado por el ofensor. Por ello, si el ofendido había sido el propio Dios, la ofensa cometida no podía lavarse mediante un sacrificio humano, pues el ofendido era infinitamente superior, mientras que el ofensor valía menos que la pata de una pulga. Así que sólo el propio Dios hecho hombre podía ofrecerse a sí mismo en sacrificio ante su “Padre” para pagar aquella gravísima (?) desobediencia.
Sin embargo, aunque desde la perspectiva introducida a partir de Jesús era absurdo que Dios mismo no pudiera perdonar sin más, todavía en aquellos tiempos se siguió encontrando más natural la postura del Antiguo Testamento en la que dominaba un concepto de Dios como el de un ser especialmente justiciero y vengativo. Por ello y como ya se ha dicho, la paradoja de la doctrina de “la redención” es que en ella se pretende ofrecer un sincretismo entre la perspectiva del Antiguo Testamento respecto al Dios de los ejércitos y de la venganza, y la del Nuevo, en la que Dios puede perdonar sin más requisito que el de la fe, a pesar de que tal sincretismo resultaba inviable por contradictorio.
Esa misma paradoja entre la concepción de la divinidad en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, se presenta en la misma figura de Jesús en cuanto, por una parte, predica el amor a los enemigos, pero, por otra, castiga con el fuego eterno a quienes no creen en él, o cae en la contradicción de amenazar con el juicio divino a todo el que juzgue a los demás, pues en cuanto exhorta a sus discípulos con las palabras “no juzguéis y no seréis juzgados”, que implican una valoración negativa del hecho de juzgar, la consecuencia lógica que debería derivar de tales palabras es la que el propio Dios no debería incurrir en aquel tipo de conducta que él mismo rechaza, ni siquiera aplicándola a quienes cometiesen la falta de juzgar a los demás.
La doctrina de la “Redención” no tuvo exclusivamente la finalidad de ser presentada como la forma mediante la cual Dios otorgaba su perdón, sino que, de acuerdo con las “religiones mistéricas” aparecidas poco antes que el Cristianismo, sirvió a la jerarquía cristina de entonces para ofrecer al creyente la doctrina de su propia filiación e identificación con Dios a través de su incorporación al “cuerpo místico de Cristo”, materializado en “su Iglesia”. Tal incorporación era la que proporcionaba al cristiano no sólo el perdón de Dios sino la novedad de la “vida eterna” a la que no se había hecho referencia en los primeros libros del Antiguo Testamento, libros en los que sólo se habla de una larga vida o de la multiplicación de la propia.
A pesar de su carácter contradictorio, la jerarquía católica ha conseguido un provecho económico muy sustancial con el sugerente atractivo de esta doctrina, en cuanto por su mediación ha logrado trasmitir a los fieles la idea de que el amor de Dios Padre al hombre fue tan grande que fue capaz de entregar a su “Hijo” como sacrificio expiatorio para perdonar los pecados y conceder la salvación al género humano. Sin embargo, el carácter contradictorio de esta doctrina resulta evidente en cuanto se tenga en cuenta la contradicción de que ¡¡un dios infinitamente misericordioso necesite del sacrificio de su propio hijo para poder perdonar!!
Con una doctrina de ese tipo, que exalta la idea del sacrificio y del amor divino hasta la muerte, la jerarquía católica pudo lograr diversos propósitos, tanto la satisfacción del rencor de los cristianos hacia quienes les habían perseguido en sus primeros tiempos -en cuanto la “Redención” no se les aplicaría a ellos-, como la atracción provocada hacia esta religión en quienes pudieran sentirse solos, abandonados, miserables y descontentos con su situación social, ofreciéndoles el amor y el cobijo de Jesús y la esperanza de una compensación en “otra vida mejor” a cambio de su fe, de su sumisión y de su entrega a la “Iglesia de Jesús” (?), mediante su sumisión a las consignas de la jerarquía católica.
Por lo que se refiere a la satisfacción del rencor de los cristianos de los primeros siglos contra sus anteriores opresores, todavía en el siglo XIII Tomás de Aquino llegó a escribir: “Para que la felicidad de los santos más les complazca y de ella den a Dios más amplias gracias, se les concede que contemplen perfectamente los castigos de los condenados” ( ).
Por otra parte, cuando la jerarquía católica hacen referencia a la “Redención”, considerándola como la puerta para la eterna salvación, olvida que, de acuerdo con sus propias doctrinas, para que dicha “salvación” se produzca debe cumplirse otro requisito indispensable como lo es el de la “predestinación” divina, según la cual es el propio Dios quien desde la eternidad ha establecido a quiénes salvará y a quiénes condenará, siendo “muchos los llamados, pero pocos los escogidos” ( ). Esta consideración conduce a ver la historia de la supuesta redención como una simple comedia burlesca de ese Dios tan caprichoso que juega a ofrecerse en sacrificio para luego condenar de modo absurdo y ridículo a la mayor parte de los seres por quienes se habría sacrificado.
Pero, de nuevo, como la capacidad humana para razonar y para ser coherente con la razón es tan insignificante, deben de ser muy pocos los católicos que se hayan detenido a considerar estas cuestiones, otorgando su confianza a su propia razón en lugar de dársela al obispo o al cura de turno, que predican desde el púlpito de una catedral o de una iglesia rural con sus pomposos disfraces de pavo real, aunque sus palabras sean de una incoherencia bestial.

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