jueves, 19 de septiembre de 2013

ACERCA DE DIOS EL CONCEPTO DE DIOS Y EL DIOS ANTROPOMÓRFICO DE LA IGLESIA CATÓLICA.

Los dirigentes católicos se contradicen al defender un concepto de Dios como el de un ser perfecto, cuya esencia consistiría en el simple hecho de ser, sin ser el ser de nada en concreto, junto con la afirmación de la existencia de un Dios antropomórfico que sería necesariamente imperfecto.
A lo largo de los casi dos mil años de historia del Cristianismo[1] las jerarquías de sus distintas sectas, tanto de la católica como las de las otras ramas, han defendido diversas ideas relacionadas con ese supuesto ser en torno al cual fueron montado su negocio “espiritual”, ideas que son de carácter antropomórfico, pero que, en cualquier caso, les han sido muy útiles para obtener la aceptación de sus “fieles”, de quienes en una im-portante medida consiguen los bienes materiales para el eficaz funcionamiento de su rentable negocio.
Los dirigentes católicos afirman la existencia de un ser perfecto al que llaman Dios y consideran que dicha perfección implica la posesión de toda una serie de cualidades que, desde una perspectiva meramente humana, se valoran de un modo especialmente positivo. En este sentido los obispos, junto a su jefe supremo, afirman la doctrina de que Dios poseería todas las perfecciones imaginables e inimaginables, entre las cuales se encontrarían como las más destacables las de ser infinito, creador del universo, providente, omnipotente, omnipresente, omnisciente, infinitamente justo y misericordioso y amor infinito, y, por definición, no podría ser percibido por los sentidos, en cuanto se trataría de una “realidad inmaterial” (?) y “trascendente”.
A lo largo de esta exposición crítica se comentan estos atributos así como el resto de doctrinas más relevantes establecidas por la jerarquía católica, mientras que este punto primero se centrará en la crítica de la existencia de ese supuesto ser al que llaman “Dios” así como en la crítica de las cualidades que le atribuyen, como la de la “perfección” absoluta, y todo un con-junto de cualidades que en realidad sólo tienen carácter antropomórfico.
1. Aunque la afirmación según la cual “Dios es perfecto” parezca expresar una concepción de ese supuesto ser especial-mente positiva y grandiosa, cuando se pretende desgranar el sentido de tal “perfección” aparecen problemas insalvables que conducen a tomar conciencia de que tal afirmación o bien está vacía de contenido y no dice absolutamente nada, o bien conduce a una idea antropomórfica y contradictoria de ese supuesto ser.
Desde el punto de vista etimológico el término “perfecto”, derivado del latín “perficere”, significa “acabado”, “completo”. Y así decir que Dios es un ser “acabado” o “completo” no nos permite aclarar, ni mucho ni poco, qué quiere decirse con tal expresión, pues de todas las cosas podemos decir que son aca-badas en cuanto todas son lo que son, aunque no hayan llegado a ser aquello que pretendamos que sean o que puedan llegar a ser: Un edifico a medio construir es algo acabado en cuanto “edificio a medio construir”, aunque no lo sea como edifico completo; un edificio acabado lo es en cuanto “edificio acabado”, pero no lo es en cuanto “edificio en ruinas”.
Sin embargo y al margen de este sentido etimológico, el concepto de “ser perfecto” se ha entendido en el sentido de un supuesto ser que se encontraría en posesión de todas aquellas cualidades positivas que se pudiera imaginar desde un punto de vista humano y en especial la de la propia cualidad de ser, entendida como su cualidad constitutiva más propia. En este sentido, en la Biblia aparece Yahvé diciendo a Moisés: “Yo soy el que soy”[2], y, teniendo en cuenta esta afirmación, algunos teólogos, como Tomás de Aquino, se han referido al “constitutivo formal” de Dios identificándolo con aquella cualidad según la cual su esencia se identificaría con su existencia: Dios era el “ipsum esse subsistens”[3], el ser mismo subsistente.
Y precisamente una consideración de ese tipo fue la que en el siglo XI llevó a Anselmo de Canterbury a defender el conocido “argumento ontológico” para demostrar la existencia de Dios, considerando que la proposición según la cual “el ser mayor que el cual ningún otro puede ser pensado” tenía un carácter necesariamente verdadero que demostraba la existencia del propio Dios, pues en caso contrario siempre podría pensarse en otro ser que además de poseer las perfecciones del primero tuviera además la perfección de la existencia.
Este argumento era realmente absurdo, en cuanto cometía el craso error de colocar en un mismo plano las “realidades pensadas” y las “realidades existentes” con independencia del pensamiento, de manera que, por una parte, se podría imaginar “un ser sumamente perfecto”, y, por otra, podría imaginarse igualmente que dicho ser meramente pensado existiera real-mente más allá de la propia imaginación. Ahora bien, para poder pasar de manera legítima del pensamiento o imaginación de dicho “ser pensado” a la afirmación de su “existencia real” e independiente de la propia imaginación habría que recurrir a la experiencia, de manera que ésta mostrase que tal ser imaginado gozaba de una existencia propia e independiente del propio pensamiento. Según dicho argumento –expresado de un modo diferente al de Anselmo de Canterbury-, en cuanto se entiende por “Dios” “el ser que existe necesariamente”, quien comprende el significado del concepto de Dios no puede negar su existencia sin contradecirse, ya que dicha negación equivaldría a decir que el ser que existe necesariamente no existe. Sin embargo, ya en aquel tiempo el monje Gaunilón le objetó que con una argumentación semejante igual podría demostrarse la existencia de las “Islas Afortunadas” en cuanto, si no existieran, no serían afortunadas. Además, el concepto de “el ser que existe necesaria-mente” presupone ya la existencia de la realidad que se pretende demostrar, es decir, da como un hecho la existencia de “un ser que existe necesariamente” por lo que incurre en una petitio principii. Es decir, es absurdo jugar a demostrar aquello que previamente se da por hecho que existe, utilizando tal supuesto como premisa de dicha demostración.
El argumento de Anselmo de Canterbury fue defendido posteriormente por otros pensadores, como Descartes y Leibniz, pero fue criticado entre otros por Tomás de Aquino en el siglo XIII, por Ockham en el XIV,  y por Hume y Kant en el siglo XVIII.
En la actualidad se considera que tal argumento es una simple trampa lingüística por la que se confunde el significado que se da a una palabra con la existencia de una realidad cuyas características se correspondan con las de dicho significado. Es decir, del hecho de que yo piense que el concepto de Dios es el de un ser perfecto no se infiere que exista un ser perfecto argumentando que si no existiera no sería perfecto, pues una cosa es hablar de conceptos y otra muy distinta hablar de realidades que existan más allá de tales conceptos y cuya existencia pueda inferirse a partir de ellos.
Y, volviendo al pasaje de Éxodo, la afirmación según la cual Dios es “El que es”, aunque en principio pueda parecer que dice algo especialmente profundo, en realidad sólo representa una afirmación vacía de contenido o, mejor todavía, una frase carente de sentido, pues hablar de una esencia que se identifica con la existencia es hablar de la existencia de la existencia, lo cual efectivamente carece de sentido o lo tiene tanto como hablar de el movimiento del movimiento o como decir que “el movimiento se mueve”, frase que por muy analítica que parezca es absurda en cuanto el concepto de movimiento es aplicable a realidades de carácter físico pero no al propio concepto abstracto de movimiento en sí, sin referencia a una realidad móvil. Por lo mismo, afirmar que la existencia existe es una afirmación absurda, en cuanto la existencia se predica de realidades que existen pero no de la propia existencia.
Afirmaciones de ese tipo, como dirían Nietzsche, Wittgenstein y muchos filósofos del lenguaje, sólo son trampas lingüísticas en las que se puede caer si no se utiliza el lenguaje de un modo correcto.
Otra cosa algo distinta hubiera sido que en lugar de decir “Yo soy el que soy” en el pasaje citado se hubiera dicho “Yo soy lo que es –o el conjunto de lo que es-”, pues en este caso, aunque de un modo metafórico, habría sido la propia Naturaleza la que se habría presentado a Moisés como realidad existente absoluta y única, tal como sucede por ejemplo en Spinoza o en Hegel, para quienes hablar de Dios no es otra cosa que hablar de la Naturaleza.    
En efecto, suponiendo que tuviera sentido hablar del “Ser” en sentido sustantivo, como una realidad en sí misma, ya Spinoza (1632-1677) defendió que dicha realidad se identificaría con Dios, pero igualmente con la misma Naturaleza, y por eso utilizó la expresión “Deus sive Natura”. El carácter infinito de dicha realidad excluía la posibilidad de que fuera de ella existiera otra distinta, en cuanto su ser representaría un límite respecto a la supuesta infinitud de Dios.  
Por su parte Hegel (1770-1831), influido hasta cierto punto por Spinoza, señaló acertadamente que el concepto de ser, en sí mismo considerado, se identificaría con la “pura nada” en cuan-to cualquier concreción o determinación que tuviera implicaría una limitación, ya que el concepto de ser dejaría de ser aplicable a todo aquello que no incluyese tal concreción (“omnis determinatio est negatio”, había escrito Spinoza), lo cual sería absurdo en cuanto tales realidades deberían considerarse como no-ser. Precisamente por ello la dialéctica hegeliana conduce del ser a la nada, y como síntesis y superación de esa oposición antitética, al devenir como auténtica manifestación del ser a lo largo de la historia.  
Hay que puntualizar, no obstante, que ni en el antiguo ni en el Nuevo Testamento se ha llegado a defender un concepto de Dios coherente con su identificación con ese ser puro y simple de la Lógica, tal como apareció en aquel relato bíblico en el que Yahvé se presenta a Moisés como “El que es”, sino que ha esta-do básicamente unido a toda una serie de connotaciones de carácter antropomórfico que se analizarán a lo largo de este estudio.
El concepto de perfección, atribuido al Dios cristiano, puede enfocarse también desde una perspectiva platónica, entendiéndolo en un sentido absoluto pero relacional, es decir, como un concepto mediante el que se quiere expresar la mayor o menor aproximación y semejanza entre una realidad concreta y determinado modelo ideal. En este sentido Platón hablaba de la imperfección del mundo sensible en relación con el mundo de las ideas, modelos perfectos respecto a los cuales las realidades sensibles sólo participaban o se asemejaban de modo imperfecto. La mayor o menor perfección de las realidades sensibles se relacionaría con su mayor o menor aproximación o semejanza con los modelos ideales correspondientes del mismo modo que el grado de perfección de un retrato se relaciona con su grado mayor o menor de semejanza respecto al modelo que el artista haya pretendido plasmar en su obra. Desde esta perspectiva platónica la idea de Ser haría referencia a un ser puramente racional, pero existente y trascendente respecto a las realidades sensibles, ser de cuya esencia participaría todo lo existente en cuanto existente. Y esa idea de Ser, con todas las contradictorias cualidades antropomórficas imaginables, es la que los “teólogos” (?) cristianos se han apropiado para aplicarla a su Dios. Hay que observar, sin embargo que el Ser platónico –al igual que el conjunto de las ideas platónicas- tendría las mismas dificultades que el Ser puramente lógico del que se ha hablado, es decir, carecería de contenido material y representaría una simple abstracción realizada a partir del conjunto de todo lo real en cuanto todo participa al menos del simple hecho de ser, de existir. Sin embargo, así como la existencia se predica de algo que existe, la afirmación de la existencia sustantiva del propio Ser o de la propia existencia representaría una caída en una trampa lingüística de la que el propio Platón no se libró.
Pero, después de tantos siglos de razonamiento, de Filosofía y de Ciencia, a casi nadie que tenga cierta formación cultural y un poco de sentido común –a excepción de quienes tienen otros intereses ajenos al de la búsqueda de la verdad- se le ocurre seguir aceptando la existencia real, objetiva e independiente de ese supuesto mundo platónico de las ideas sino sólo de una realidad sensible a la que pertenecemos, una realidad sin referentes res-pecto a los cuales pueda juzgarse acerca de su mayor o menor perfección en un sentido absoluto.
Por otra parte, la concepción cristiana y religiosa en general acerca de lo que denominan “Dios” es criticable desde sus mis-mas raíces en cuanto el concepto de ese supuesto ser como una realidad dotada de cualidades como la inteligencia, la voluntad, los sentimientos y cualquier forma de actividad, es antropomór-fico y, por lo tanto, incompatible con la idea de perfección tal como se ha analizado. Pues, efectivamente, si el concepto de ese Dios va ligado a la cualidad de la perfección en el sentido de tratarse de un ser autosuficiente y en posesión plena de todas las cualidades positivas que puedan imaginarse, una consecuencia de dicha perfección sería la de que ese supuesto ser perfecto, “Dios”, sería un ser totalmente pasivo en cuanto todo fin, relacionado con la consecución de una mayor perfección, lo posee-ría desde siempre y no tendría ya ningún objetivo hacia el cual tender o moverse, de forma que permanecería en una absoluta y perfecta quietud. En este sentido, si el Dios aristotélico todavía conservaba cierto nivel de antropomorfismo en cuanto, a pesar de que su perfección le hacía permanecer alejado de los asuntos del Universo y del ser humano, todavía conservaba cierta forma de actividad consistente en la de carácter intelectual ejercida sobre sí mismo: Dios era “nóesis noéseos”, pensamiento de su propio ser pensante. Pero el ser perfecto de la Lógica, aceptando que tuviera algún sentido hablar de él como realidad sustantiva, sería incompatible incluso con tal actividad intelectual, defendida por el propio Aristóteles, y con cualquier otra. En resumidas cuentas la idea de un ser perfecto en un sentido absoluto implicaría su absoluta inmovilidad, pues todo movimiento equivale, según la terminología aristotélica, al “paso de la potencia al acto”, pero, como ese ser perfecto sería acto puro, al no encontrarse en potencia respecto a ninguna perfección, cualquier movimiento o cambio producido en él, implicaría una disminución de tal perfección. 
Por ello y como consecuencia de lo anterior, la idea de Dios como ser perfecto sería incompatible, entre otras cosas, con la visión de Dios como creador del Universo, pues, efectivamente, tal creación sólo habría podido ser el resultado de un deseo o acto de voluntad relacionado con la carencia previa del bien deseado, lo cual implicaría una contradicción por la falta de perfección en aquel ser que desde el supuesto inicial se consideraba perfecto, mientras que la perfección de dicho ser implicaría la posesión o identificación con todo bien imaginable, por lo que, al no carecer de ninguno, su hipotética actividad creadora carecería de sentido. Por lo mismo, en cuanto Dios, por identificarse con la perfección, ya nada podría desear –y mucho menos si se tiene en cuenta que el deseo presupone la necesidad de aquello que se desea y, por lo mismo, la carencia de tal realidad-, nada podría decidir, en cuanto la decisión es consecuencia del deseo y en cuanto donde no hay deseo no puede haber decisión, y, no habiendo decisión, tampoco podría haber acción.
En consecuencia, la idea de un Dios creador tiene carácter antropomórfico y parece haber surgido a partir de la suposición de que Dios, como cualquier ser humano, hubiera sentido la necesidad o el deseo de crear una realidad ajena a la suya propia, en cuanto se hubiese cansado (?) de su eterna soledad (?), y que, por ello, hubiera decidido, al igual que cualquier reyezuelo, rodearse de otros seres que le sirvieran adorándole (?), como los ángeles y el hombre, y crear así el Universo para su propia distracción (?), de un modo caprichoso, ridículo y absurdo.
El absurdo es todavía mayor si se tiene en cuenta que la jerarquía católica considera –de modo equivocado- que la idea de perfección divina estaría asociada con la posesión de otras cualidades que estarían implícitas en dicha perfección, como la omnisciencia y la omnipotencia, que resultan contradictorias con cualidades atribuidas al ser humano, como en especial las de libre albedrío, responsabilidad, mérito y culpa. Pues, en efecto, como consecuencia de su omnisciencia Dios conocería qué es lo que iba a suceder en cada rincón del Universo a lo largo de cada instante del tiempo; y, como consecuencia de su omnipotencia, todos los sucesos del Universo se producirían siempre como consecuencia de la predeterminación establecida por ese supuesto Dios.
Sin embargo y como ya se ha dicho, estas cualidades divinas –además de ser contradictorias con la inmutabilidad de Dios en cuanto ser perfecto- estarían en contradicción de una manera especial con la supuesta cualidad humana del libre albedrío, cualidad por la cual los actos humanos serían consecuencia de decisiones propias del hombre e independientes por ello de la supuesta omnipotencia y predeterminación divinas por las que todo debería haber sido programado. Igualmente tampoco tendría sentido atribuir al ser humano responsabilidad, mérito o culpa por aquellas acciones aparentemente suyas, pero siendo en realidad consecuencia de aquella predeterminación divina.
El problema de compatibilizar la predeterminación divina con la libertad humana fue tratado por diversos teólogos y tuvo entre otras y como conclusiones contrapuestas la de Orígenes y la de Tomás de Aquino: El primero salvó la libertad humana, pero eliminó la omnipotencia divina desde el momento en que consideró que las decisiones humanas sólo dependían del hombre y no de Dios. Tomás de Aquino, sin embargo, salvó la omnipotencia divina, pero para ello tuvo que anular la libertad humana a pesar de su deseo de encontrar algún modo de compatibilizar ambas doctrinas.
Por otra parte y aunque desde una perspectiva antropomórfica no lo parezca, la perfección divina es incompatible con la supuesta omnipotencia divina en cuanto, como decía Aristóteles, la potencia (“dýnamis”) en cualquiera de sus sentidos es una forma de ser más imperfecta que el acto (“enérgeia”), lo cual puede entenderse si se repara, por ejemplo, en que es menos perfecto estar en potencia de saber que estar en posesión actual de la sabiduría. Por ello, en cuanto los teólogos cristianos, siguiendo a Aristóteles, definen a Dios como “acto puro”, en esa medida, al poseer en acto o identificarse con todos los bienes posibles, Dios no estaría en potencia respecto a ninguno y, como se ha dicho antes, en cuanto su ser implicaría el mayor grado de perfección, no tendría poder –es decir, no estaría en potencia- para conseguir ningún otro bien, ya que no existiría ningún bien que no poseyera o con el que no se identificase, y, por ello, el ejercicio de cualquier actividad sólo implicaría un descenso de la perfección divina, pues, si toda acción tiende a un bien y Dios se identificase con el bien, no necesitaría actuar para alcanzar aquellos bienes que sólo poseyera en potencia, pues todos los poseería en acto y, por ello mismo, sus acciones no podrían conducir a bienes mayores sino sólo a un descenso de su primitiva perfección absoluta. De hecho Aristóteles y Epicuro casi llegaron a ser plenamente conscientes de este problema y, por ello, desvincularon a la divinidad de cualquier actividad relacionada con actividades ajenas a su propio ser, y, en el caso de Aristóteles, éste sólo atribuyó a la divinidad la actividad del pensamiento recayente sobre su propio ser (noesis noéseos). Sin embargo, incluso tal actividad estaría de sobra, ya que no aportaría ninguna perfección nueva a un ser que ya fuera perfecto. Quizá en este sentido Dios, en cuanto ser perfecto, se asemejaría de manera más exacta al Ser inmóvil de Parménides.  
Desde una perspectiva antropomórfica se tiende a considerar que la cualidad de la omnipotencia sería similar a la que uno imagina cuando piensa en los poderes de “Superman” pero elevados a la máxima potencia, y debería ser una de las manifestaciones propias del ser perfecto. Sin embargo, quienes así piensan no reparan en que ser omnipotente en ese sentido implica aceptar la existencia de una serie de imperfecciones o limitaciones que deberían corregirse mediante el ejercicio de tal inmenso poder, no reparando en que la perfección implicaría la ausencia de imperfecciones en contra de las cuales al supuesto Dios le hiciera falta el empleo de ese poder para superarlas.
En definitiva, si recurrimos a la Lógica para esclarecer qué pueda significar el concepto de Dios cuando se afirma que Dios es perfecto, tal concepto nos conduce al de un ser absolutamente inmóvil, tan carente de poder y tan vacío de contenido que se identificaría con la pura nada.
Por ello, como luego se verá, ese Dios perfecto del que se podría hablar desde un punto de vista meramente lógico es total-mente incompatible con el Dios de Israel y con el Dios de la Iglesia Católica –que se identifica con el anterior-, con sus constantes cambios de humor, con su ira, su odio, sus venganzas, su crueldad y sus diversas pasiones, que le hacen aparecer como un ser especialmente dependiente de los hombres, lo cual resulta por completo incompatible con la idea de un ser perfecto, que haría referencia a un ser autosuficiente a quien para nada afecta-ría el comportamiento de los hombres, ni para bien ni para mal.



[1] Digo “casi dos mil años” y no “más de dos mil años” porque Jesús no fue cristiano, es decir, no creó ninguna religión, tal como se verá en el capítulo correspondiente, de manera que el cristianismo surgió al poco tiempo de la muerte de Jesús.
[2] Éxodo, 3:14.
[3] Suma Teológica, I, q. 4, a. 3.

sábado, 3 de agosto de 2013

EL INFIERNO COMO APLICACIÓN SUPREMA DE LA LEY DEL TALIÓN

De acuerdo con la dogmática tradicional de los dirigentes de la Iglesia Católica, el señor Ratzinger –alias Benedicto XVI- ha vuelto a afirmar la doctrina de la existencia del Infierno como castigo eterno, doctrina que, por otra parte, no hubiera podido cambiar en cuanto pretendiera ser coherente con la doctrina tradicional de la Iglesia Católica referente a sus “dogmas”, considerados como doctrinas incuestionablemente verdaderas y que, por ello mismo, no pueden ser modificadas por la decisión de una nueva autoridad –al margen de que, cuando les interesa, los dirigentes católicos busquen y encuentren cualquier pretexto para hacerlo, y elaboren diversos sofismas para presentar nuevas doctrinas como interpretaciones más claras y exactas (?) de doctrinas anteriores-.
La doctrina relacionada con el castigo del Infierno se encuentra ya en algunos libros del final del Antiguo Testamento, aunque de un modo mucho más difuso respecto al que posteriormente irá adquiriendo en el Nuevo Testamento, donde especialmente en los Evangelios, se presenta como un fuego eterno al que Dios condena a la mayoría de la humanidad en cuanto muchos son los llamados pero pocos los escogidos. Los dirigentes de la secta católica han defendido esta doctrina desde el principio y la han mantenido hasta la actualidad.
Así, se dice en Daniel:
- “Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para el castigo eterno[1].
Pero, como ya se ha dicho, donde de forma clara y definitiva se habla del Infierno como castigo eterno, relacionado incluso con el fuego, es en el Nuevo Testamento, donde se nombra en muy diversas ocasiones como las siguientes:
1) “Así será el fin del mundo. Saldrán los ángeles a separar a los malos de los buenos, y los echarán al horno de fuego; allí llorarán y les rechinarán los dientes”[2],
2) “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles”[3];
 3) “Te conviene más perder uno de tus miembros que ser echado todo entero al fuego eterno[4].
4) “…irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna”[5].
5) “Más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al fuego eterno, donde […] el fuego no se extingue”[6]
6) “Y en el abismo, cuando se hallaba entre torturas, levan-tó el rico y vio a lo lejos a Abrahán y a Lazaro en su seno. Y gritó “Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje en agua la yema de su dedo y refresque mi lengua, porque no soporto estas llamas”. Abrahán respondió: “Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida, y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí con-solado mientras tú estás aquí atormentado”[7].
7) “Puesto que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los que sufrís, descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] aparezca entre llamas de fuego y tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”[8].
8) “En cuanto a los cobardes, los incrédulos, los depravados, los criminales, los lujuriosos, los hechiceros, los idólatras, y los embusteros todos, están destinados al lago ardiente de fuego y azufre, que es la segunda muerte”[9].   
De acuerdo con los pasajes anteriores queda claro que el Infierno es un castigo consistente en el fuego (textos 1, 2, 3, 4, 5 y 8; que dicho fuego es eterno (textos 2, 3, 4, 5, 8); 3) y que el Infierno fue creado inicialmente para “el diablo y sus ángeles” (texto 2); al parecer Dios no previó inicialmente qué haría con los hombres que no fueran de su gusto y no creó un “lugar” especial para ellos sino que simplemente, cuando se encontró con ese pequeño problema, les envió al mismo lugar al que había enviado anteriormente al “diablo y sus ángeles” –aunque en el Apocalipsis se dice que Satanás y sus ángeles fueron arrojados a la tierra[10]-; y, finalmente, el Infierno hace referencia a cierto “lugar” al que los condenados van no sólo a estar sin más, aleja-dos de Dios, sino a sufrir mediante un castigo físico. Esto se dice de manera explícita en los textos 1, 6 y 7, y de manera implícita pero igualmente clara en todos los demás.
Este detalle del sufrimiento físico de los condenados tiene especial importancia porque, ante la incompatibilidad de la su-puesta misericordia infinita de Dios y el castigo eterno del Infierno, algunos han defendido la teoría de que en realidad este castigo no tiene nada que ver con el fuego ni con una acción divina por la que él condene a nadie, sino que es cada uno de los condenados quien voluntariamente se aleja de Dios, de manera que el Infierno consistiría precisamente en tal alejamiento. Sin embargo, como se ha podido ver a través de los textos anteriores, es el propio Dios quien castiga, y su castigo no consiste exclusivamente en recluir “lejos de la presencia del Señor” a los condenados, sino que consiste además en el sufrimiento provocado por el fuego eterno. Pero evidentemente tal castigo contra-dice el dogma de la infinita misericordia divina, y contradice igualmente otro dogma como lo es el de la “Redención”, por la cual Jesús habría cargado con los pecados del mundo liberando a los hombres de ellos. Según parece, los dirigentes católicos así cómo quienes escribieron los Evangelios  no se percataron de la contradicción existente entre aquella “redención” o “salvación”  y el castigo del Infierno, prevaleciendo la doctrina de la exis-tencia del Infierno y dejando aquella “salvación” de Jesús casi sin efecto alguno. Seguramente los dirigentes cristianos comprendieron que podrían tener mejor sometida a su clientela si la atemorizaban con la idea del Infierno que si le decían que, sien-do infinito el amor divino, al final todos estábamos predestina-dos a la bienaventuranza eterna.
El castigo del Infierno representa un nuevo avance en la imaginación sádica de los autores bíblicos.
En el Antiguo Testamento habían defendido la ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”. ¿Servía de algo esta ley? Quizá en algunos casos pudo servir de freno para impedir la transgresión de las normas, pero lo peor de este castigo era la barbaridad de las penas que acompañaban a cualquier delito, como, por ejemplo, el hecho de trabajar en sábado, que iba unido a la pena de muerte, y sobre todo el hecho de que las penas no se imponían como un medio de corregir a los infractores de las leyes sino como una forma de venganza contra el infractor, venganza que sigue existiendo como motivo principal de las penas infligidas por el propio Yahvé en infinidad de ocasiones. Lo que tienen en común la aplicación de la ley del Talión, cuan-do ésta iba unida a la pena de muerte, y el Infierno es precisa-mente que en ambos casos el motivo de su aplicación no es otro que el de la venganza y no el de conseguir que los delincuentes o pecadores mejoren en su forma de comportase, ya que tanto en un caso como en el otro, después de la muerte del transgresor de la ley, el condenado es ya incapaz de mejorar y su muerte sólo habrá servido para calmar la ira y la agresividad de quien se haya sentido perjudicado por el correspondiente delito cometido, que para nada se remedia con la muerte del delincuente. De hecho, una de las citas anteriores es un ejemplo ridículo de lo que aquí se dice. En ella cuenta el evangelio de Lucas que Abraham le contestó al rico condenado que le pedía que enviase a Lázaro para mojar su boca con uno de sus dedos humedecido con agua, pues no aguantaba las llamas del Infierno: “Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida, y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí consolado mientras tú estás aquí atormentado”[11]. Esta respuesta es por sí misma suficientemene significativa del rencor o del espíritu vengativo, presentando este carácter retributivo o vengativo del Infierno como algo plenamente lógico, natural y compatible con la infinita bon-dad y misericordia divinas, aunque en dicho castigo no tenga nada que ver con el supuesto perdón que debería corresponderse con la infinita misericordia divina.
Por ello, en el caso de la pena del fuego eterno del Infierno, nos encontramos ante un castigo mucho más salvaje y absurdo todavía que los castigos del Antiguo Testamento, pues el infractor de la ley no sólo no va a mejorar con ese castigo sino que va a estar sufriendo eternamente sin que esto sirva de nada a nadie, a no ser a un enfermo de rencor patológico que sea capaz de go-zar indefinidamente con el sufrimiento ajeno. Por eso, el “miste-rio” del Infierno es una de las contradicciones más importantes del cristianismo, pues es lo más opuesto a la idea de un Dios que ama por encima de cualquier ofensa, suponiendo que el hombre tuviera la capacidad de ofender a un ser tan omnipotente y tan inmutable como la Iglesia Católica considera a su Dios, suponiendo igualmente que el carácter limitado del ser humano fuera compatible con una ofensa a Dios tan llena de infinita maldad que le hiciera acreedor a un castigo eterno, suponiendo además que una pena pudiera servir para contrarrestar una ofensa y suponiendo finalmente que el infinito amor divino fuera insuficiente para perdonar a ese hombre cuyas ofensas habrían sido programadas además por el propio Dios, por cuya omnipotencia los dirigentes cristianos proclaman que todo está predeterminado desde la eternidad.
Sin embargo, si se tiene en cuenta que un padre es capaz de perdonar ofensas muy graves, suponer que Dios, el supuesto Padre común de todos, con un amor infinito, fuera incapaz de perdonar a cualquier hombre, por muy grave que fuera la ofensa cometida, sería, además de contradictorio, un insulto a ese Dios, si existiera.
El texto 7 tiene un carácter similar al anterior, pero el pasa-je en sí presenta algún aspecto que pone en mayor evidencia la naturalidad con que Pablo de Tarso considera justo el castigo del Infierno e incluso su carácter de venganza de Dios no sólo en línea con la ley del Talión sino avanzando mucho más lejos to-davía en su carácter de castigo irracional, pues a diferencia del “ojo por ojo” se defiende el “sufrimiento eterno” para quien ha causado un sufrimiento, siempre limitado, en esta vida. En efecto, se dice en ese escrito de Pablo de Tarso:
“Puesto que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los que sufrís, descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”[12].
Posteriormente, en el siglo XIII, Tomás de Aquino seguiría siendo fiel a esa línea de pensamiento y añadiría un poco más de atractivo para los sádicos escribiendo:
“Para que la felicidad de los santos más les complazca y de ella den más amplias gracias a Dios, se les concede que contemplen perfectamente el castigo de los impíos”[13].  
Sin embargo la doctrina acerca del Infierno, entendido como un lugar en el que gran parte de los seres humanos sufrirán un castigo eterno aparece en el Antiguo Testamento en muy pocas ocasiones, donde más bien se suele hablar de castigos relacionados con la muerte de quien desobedece determinados preceptos divinos y la muerte de su descendencia “hasta a tercera y la cuarta generación”[14]. Conviene tener en cuenta que, cuando así se describe la venganza divina, los sacerdotes de Israel todavía no han imaginado la posibilidad de un castigo más allá de la muerte en cuanto consideran que la muerte es el fin absoluto del hombre, regresando al polvo del que procede. Y así, como los sacerdotes de Israel no se habían atrevido a llevar su imaginación hasta esos sobrecogedores extremos de terror, no habiendo alcanzando a imaginar todavía un castigo que fuera más allá de la mera muerte física, por ello, –con alguna excepción, como la de Daniel- sólo se les ocurrió extender el castigo hasta la muerte terrenal de los descendientes del transgresor de la ley divina, como puede comprobarse en los textos siguientes:
-“Esto dice el Señor […] Te arrojaré con los muertos, con las gentes del pasado, y te haré habitar en las profundidades de la tierra, en el país de la eterna soledad[15].
-“Todos están destinados a la muerte, a bajar a lo profundo de la tierra, al país de los muertos[16].
En estos textos de Ezequiel puede comprobarse que aunque se habla del país de la eterna soledad o del “país de los muertos”, no se menciona todavía el Infierno como un castigo físico, como fuego eterno, cosa que sí sucede en los pasajes del Nuevo testamento.
 Esta doctrina, como ya se ha comentado, es criticable en sí misma y por ser contradictoria con otras de la Iglesia Católica.
A las razones anteriores pueden sumarse las siguientes:
En primer lugar, hay que tener en cuenta que esta creencia absurda en Dios como un “Señor” con derecho a imponer sus normas, y en el hombre como un “siervo” que debiera obedecerlas, sólo se encuentra a partir de la proyección de lo que en el pasado fue la vida humana, en relación con la cual las organizaciones políticas y sociales, como las del antiguo Egipto, estaban estructuradas de manera piramidal, con un faraón o un rey con poder absoluto sobre la vida y la muerte de la población, una clase sacerdotal y aristocrática, que se encontraba en según-do lugar, y una gran masa de población que apenas tenía dere-chos y que vivía sometida al poder del faraón. La justificación de los derechos del faraón sobre el pueblo no derivaba de otra cosa que de su poder, alcanzado como consecuencia de acciones bélicas o como herencia de sus antepasados. Por ello mismo y con mayor motivo, desde que los sacerdotes israelitas afirmaron la existencia de Yahvé como Señor absoluto del Universo, les resultó fácil concluir que a él se le debía una obediencia y una sumisión absolutas, y que cualquier alejamiento de sus órdenes merecía un castigo inexorable y especialmente cruel, como la muerte del pecador y la de su descendencia o como la del Infierno.
En segundo lugar y de acuerdo con la doctrina de la predeterminación divina, conviene no olvidar que el hombre no elegiría nada por su propia cuenta sino que, según indican Isaías, Pablo de Tarso o Tomás de Aquino, todo cuanto el hombre decide o hace es Dios quien lo decide o hace, por lo que el hombre no elegiría alejarse de Dios, sino que habría sido Dios mis-mo quien habría decidido esa supuesta elección del hombre, tal como indica Tomás de Aquino cuando escribe:
“Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”[17];
añadiendo más adelante:
“Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia”[18].
Además, como el propio Tomás de Aquino defiende, la idea de que alguien eligiera de manera consciente apartarse de Dios sería contradictoria, en cuanto el hecho mismo de elegir determinado objetivo es lo que demuestra qué es lo que considera como bien quien lo elige, de manera que, en cuanto a Dios se le considera como bien absoluto y el Infierno representa el mayor mal, es inconcebible por contradictorio que alguien pudiera elegir alejarse de Dios y preferir el Infierno, pues sólo se desea lo que se presenta como bien, pero el Infierno, siendo por definición el mayor mal posible, no podría ejercer sobre el hombre atractivo alguno. En consecuencia, nadie se alejaría de Dios vo-luntariamente.
De acuerdo con este planteamiento, Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, decía que la voluntad tiende necesaria-mente al bien, y así este importante “doctor” del Cristianismo proporciona una crítica implícita al argumento anterior pues, si el bien es aquello a lo que todo tiende (“bonum est quod omnia appetunt” -dice Tomás de Aquino siguiendo a Aristóteles-), no tiene sentido afirmar al mismo tiempo que se pueda elegir el mal sino por error, al haberlo confundido con un bien[19].
Y, en tercer lugar, la doctrina sobre el Infierno como castigo eterno que emana de un Dios del que se afirma al mismo tiempo que es misericordia y amor infinito encierra una nueva contradicción interna tan evidente que es totalmente innecesario añadir comentario alguno.
Además, la imperfección humana –para lo bueno, pero también para lo malo- implica que no puede tener una maldad tan absoluta que le lleve a cometer un pecado merecedor de un castigo infinito como lo sería el infierno, suponiendo que debiera existir un nexo necesario entre pecado y castigo, que no lo hay en absoluto sino sólo desde una perspectiva antropomórfica.
Por ello, la doctrina acerca del Infierno es sólo la expresión de un afán de venganza en cuanto no sirve para mejorar al hombre considerado culpable, de manera que cualquier castigo divino que no sirviera para mejorar la conducta del castigado sólo sería compatible con el sadismo y con un deseo patológico de venganza, pero en ningún caso con un Dios considerado como amor y misericordia infinitas.
Por otra parte, además, suponiendo que Dios existiera y que hubiese ordenado amar incluso a los propios enemigos, si luego condenase con castigos eternos a quienes supuestamente hubieran sido sus enemigos, el propio Dios habría sido incoherente con sus mandatos al no perdonarles, y sería realmente asombroso que el hombre fuera más capaz de perdón que el propio Dios, cuya misericordia se supone infinita, pues, efectivamente, no hace falta esforzarse mucho para comprender que la existencia del Infierno es contradictoria con tal doctrina, ya que, si ni siquiera resulta concebible que el más malvado de los hom-bres fuera capaz de castigar a un hijo con un sufrimiento eterno, sería un insulto a la bondad de Dios –si existiera- considerarla compatible con una monstruosidad semejante, teniendo en cuenta además que ese castigo no tendría más finalidad que la del castigo mismo, la de causar sufrimiento sólo como una manera de satisfacer un absurdo deseo de venganza.
En definitiva, la doctrina del Infierno es incompatible con la que afirma que Dios es misericordia y amor infinitos, y, por ello, resulta asombroso comprobar hasta qué punto el adoctrinamiento religioso puede anular la racionalidad humana en cuanto puede lograr que las mentes infantiles –y con posterioridad adultas- sean inconsecuentes con la Lógica más elemental, perdiendo la capacidad de tomar conciencia de una contra-dicción tan evidente. Esa debilidad de la racionalidad humana se muestra por ello de un modo más claro en aquellos casos en los que la jerarquía de la Iglesia Católica aprovecha la temprana edad de la infancia para troquelar las mentes de los niños gra-bando en ellas la idea de que “la fe está por encima de la razón” y que, por ese motivo, deben considerar que allí donde perciben una contradicción en realidad deben acostumbrarse a considerar humildemente que se trata de un profundo misterio cuya comprensión no se encuentra a “su” alcance –pero, al parecer, sí al de los obispos, aunque nunca la hayan explicado-.
En estos últimos años algunos dirigentes de la secta católica, como Karol Wojtyla –alias “Juan Pablo II”-, al comprobar que cada día va en aumento el número de críticas contra doctrinas tan absurdas como la de la existencia del Infierno, han pensado que tal vez podían solucionar esta dificultad insuperable reinterpretando todo lo que de forma clara se dice en el Nuevo Testamento y considerando que en realidad no sería Dios quien condenase sino que sería el hombre quien elegiría libremente alejarse de Dios, de manera que el Infierno no consistiría en otra cosa que en ese estado de alejamiento de Dios libremente elegido.
El caso es que, rodeados de tanto lujo y de tanto ambiente y solemnidad clerical, puede haber un momento en que el Papa haya llegado a creer en el dogma de su infalibilidad, se haya atrevido a inventar cualquier sandez y se la haya creído como si realmente se la hubiera inspirado el Espíritu Santo, a pesar de que lo que todo el mundo interpreta como “el Infierno” es no sólo aquello que nos enseñaron los curas cuando éramos niños sin otro criterio que el de la autoridad de los maestros y la de los curas respecto a la verdad de esos temas religiosos, sino aquellas palabras de la Biblia cuyo sentido es claro y cuya reinterpretación surge como consecuencia de que hasta el Papa pueda haber llegado a ser consciente de la barbaridad de aquel castigo y se haya sentido con suficiente autoridad como para modificarlo, suprimiendo las cualidades de tratarse de un “fuego eterno” y un “castigo procedente del propio Dios” para convertirlo en “un alejamiento voluntario de Dios que el hombre decide”, a pesar de las numerosas ocasiones en que el castigo del Infierno apare-ce en los evangelios y en el Apocalipsis como un castigo divino.  
En efecto, para refutar esta interpretación, es conveniente refrescar la memoria de quienes parecen haber olvidado los diversos textos bíblicos en los que, como se ha podido ver, el Infierno es un castigo que proviene de Dios y en que, al margen de su sentido como sufrimiento psíquico, tiene igualmente el carácter de un sufrimiento físico y eterno. Y, como no tiene mayor trascendencia incluir un nuevo ejemplo igual de claro que los anteriores, añado una nueva referencia como lo es el pasaje de Lucas en el que se dice:
“temed a aquel que […] tiene poder para arrojar al fuego eterno[20],
pasaje en el que de nuevo se habla del “fuego eterno” y en el que se hace referencia no al individuo como tomando la decisión de alejarse de Dios sino a “a aquel que tiene poder para arrojar al fuego eterno”, es decir, al propio Dios.
Hay que insistir en definitiva en que, a pesar de que la reinterpretación del Infierno como un alejamiento de Dios, libre y voluntario por parte del hombre está en diáfana contradicción con los textos citados, y, a pesar de que mediante esta “solución” Dios quedaría libre de cualquier responsabilidad por lo que se refiere al destino del hombre, en ella se olvida en primer lugar que, cuando en la Biblia se habla del Infierno, no se lo describe como un lugar o un estado al que uno se dirige voluntaria-mente sino como un lugar de castigo eterno al que el mismo Jesús envía a quienes no tengan fe en su palabra o no la cumplan.
La doctrina del Infierno surgió en muy diversas religiones, aunque con matices distintos por lo que se refiere a su sentido y a sus características, y resulta evidente su carácter antropomórfico, relacionado con la actitud de muchos de los déspotas y tira-nos de los tiempos en que se escribieron los diversos mitos acerca de dioses y demonios, acerca de lugares paradisíacos y lugares de castigo para las almas de los muertos, como sucede con el mismo Hades homérico, en el que Aquiles dice a Odiseo:
“preferiría ser un bracero y ser siervo de cualquiera, de un hombre miserable de escasa fortuna, a reinar sobre todos los muertos extinguidos”[21].
 Todavía en estos momentos la ingenuidad de una gran parte de la humanidad es tan elevada que la jerarquía de la Iglesia Católica sigue utilizando la idea del Infierno para seguir graban-do en la mente de sus adoctrinados niños de cinco y seis años esa absurda pesadilla, y para atemorizar así a sus fieles en general y tenerlos sumisos y dispuestos a obedecerles en todo aquello que les digan y, de manera especial, en las consignas políticas que les interese transmitir para mantener y aumentar sus privilegios en los diversos países hasta donde alcanzan con sus repulsivas “patas de tarántula”[22].
No obstante y a pesar del carácter contradictorio de tal concepto de Dios, los dirigentes de la Iglesia Católica están especialmente interesados en conservar esta doctrina porque de este modo se presentan como administradores del perdón, de la excomunión o de la eterna condenación, de forma que pueden excomulgar o perdonar los pecados de acuerdo con determinadas condiciones, como la ofrenda de diversas y variadas donaciones (casas, tierras, dinero, herencias) a la misma organización eclesiástica, y porque el temor al Infierno lleva a los creyentes a seguir las consignas de los dirigentes de esta iglesia en todos los terrenos, especialmente en el político, a la hora de facilitarles el camino para asegurar e incrementar sus privilegios políticos, económicos y sociales.




[1] Daniel, 12:2. La cursiva es mía.
[2] Mateo, 13:49-50. La cursiva es mía.
[3] Mateo, 25: 4l. La cursiva es mía.
[4] Mateo, 5:29. La cursiva es mía.
[5] Mateo, 25:46. La cursiva es mía.
[6] Marcos, 9:47. La cursiva es mía.
[7] Lucas, 16:23-25.
[8] 2 Tesalonicenses, 1:6-9. La cursiva es mía.
[9] Apocalipsis, 21:8. La cursiva es mía. Resulta de interés observar que en el evangelio de Juan no se menciona el “Infierno” en ningún momento de manera explícita, aunque sí se contraponga “vida eterna” y “condenación”, la cual podría significar simplemente condena a morir para siempre, tal como se acepta a lo largo de casi todo el Antiguo Testamento.  
[10] Apocalipsis, 12:7-9.
[11] Lucas, 16:23-25. El autor de este evangelio presenta esta escena con gran realismo, como si la hubiera presenciado directamente. Cualquiera que tenga interés puede comprobar que el autor de este evangelio es muy dado a escribir de ese modo acerca de hipotéticas situaciones que él en ningún caso pudo haber presenciado. Parece que lo importante no era su veracidad sino el efecto que tales “historias” pudieran causar en sus ingenuos oyentes o lectores.
[12] 2 Tesalonicenses, 1:6-9.
[13] “Ut beatitudo sanctorum magis complaceat eis et de ea uberiores gratias Deo agant, datur eis ut poenam impiorum perfecte intueantur” (Summa Theologica, V, Suppl., q. 94, a. 1; B.A.C., Madrid, 1958, p. 557).
[14] Así, por ejemplo, se dice en Deuteronomio: “No te postrarás ante ellos ni les darás culto, porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la maldad de los hombres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Deuteronomio, 5, 9-10). El castigo hasta la tercera y cuarta generación es señal de crueldad y de absoluta injusticia por parte de Yahvé, cuya sed de venganza y cuya omnipotencia están por encima de todo, pero además y de manera especial es una prueba de que en esos momentos a los sacerdotes de Israel todavía no se les ha ocurrido la idea de la inmortalidad en la que el bien o el mal puedan prolongarse: Ni gloria eterna, ni castigo eterno.
[15] Ezequiel, 26:19-20. La cursiva es mía.
[16] Ezequiel, 31:14. La cursiva es mía.
[17] Suma contra los gentiles, libro III, cap. 89.
[18] Suma contra los gentiles, libro III, cap. 90.
[19] De hecho la misma Biblia llega a reconocer esta idea cuando dice: “la maldad es necedad y la insensatez locura” (Eclesiastés, 8:25).
[20] Lucas, 12:5. La cursiva es mía. En Mateo aparece un texto similar: “temed […] al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno” (Mateo, 10:28. La cursiva es mía).
[21] Homero: Odisea, XI, versos 489-492.
[22] Me he servido aquí del acertado símil utilizado por Blasco Ibáñez en su libro La araña negra en referencia a los jesuitas.