Los dirigentes católicos se contradicen al defender
un concepto de Dios como el de un ser perfecto, cuya esencia consistiría en el
simple hecho de ser, sin ser el ser de nada en concreto, junto con la
afirmación de la existencia de un Dios antropomórfico que sería necesariamente
imperfecto.
A
lo largo de los casi dos mil años de historia del Cristianismo[1]
las jerarquías de sus distintas sectas, tanto de la católica como las de las
otras ramas, han defendido diversas ideas relacionadas con ese supuesto ser en
torno al cual fueron montado su negocio “espiritual”, ideas que son de carácter
antropomórfico, pero que, en cualquier caso, les han sido muy útiles para
obtener la aceptación de sus “fieles”, de quienes en una im-portante medida
consiguen los bienes materiales para el eficaz funcionamiento de su rentable negocio.
Los dirigentes católicos afirman la existencia de un
ser perfecto al que llaman Dios y consideran que dicha perfección
implica la posesión de toda una serie de cualidades que, desde una perspectiva
meramente humana, se valoran de un modo especialmente positivo. En este sentido
los obispos, junto a su jefe supremo, afirman la doctrina de que Dios poseería
todas las perfecciones imaginables e inimaginables, entre las cuales se encontrarían
como las más destacables las de ser infinito, creador del universo,
providente, omnipotente, omnipresente, omnisciente, infinitamente justo y
misericordioso y amor infinito, y, por definición, no podría ser percibido por
los sentidos, en cuanto se trataría de una “realidad inmaterial” (?) y
“trascendente”.
A lo largo de esta exposición crítica se comentan
estos atributos así como el resto de doctrinas más relevantes establecidas por
la jerarquía católica, mientras que este punto primero se centrará en la
crítica de la existencia de ese supuesto ser al que llaman “Dios” así como en
la crítica de las cualidades que le atribuyen, como la de la “perfección”
absoluta, y todo un con-junto de cualidades que en realidad sólo tienen
carácter antropomórfico.
1.
Aunque la afirmación según la cual “Dios es perfecto” parezca expresar una
concepción de ese supuesto ser especial-mente positiva y grandiosa, cuando se
pretende desgranar el sentido de tal “perfección” aparecen problemas
insalvables que conducen a tomar conciencia de que tal afirmación o bien está
vacía de contenido y no dice absolutamente nada, o bien conduce a una idea
antropomórfica y contradictoria de ese supuesto ser.
Desde el punto de vista etimológico el término
“perfecto”, derivado del latín “perficere”, significa “acabado”, “completo”. Y
así decir que Dios es un ser “acabado” o “completo” no nos permite aclarar, ni
mucho ni poco, qué quiere decirse con tal expresión, pues de todas las cosas
podemos decir que son aca-badas en cuanto todas son lo que son, aunque no hayan
llegado a ser aquello que pretendamos que sean o que puedan llegar a ser: Un
edifico a medio construir es algo acabado en cuanto “edificio a medio
construir”, aunque no lo sea como edifico completo; un edificio acabado lo es
en cuanto “edificio acabado”, pero no lo es en cuanto “edificio en ruinas”.
Sin embargo y al margen de este sentido etimológico,
el concepto de “ser perfecto” se ha entendido en el sentido de un supuesto ser
que se encontraría en posesión de todas aquellas cualidades positivas que se
pudiera imaginar desde un punto de vista humano y en especial la de la propia
cualidad de ser, entendida como su cualidad constitutiva más propia. En este
sentido, en la Biblia aparece Yahvé
diciendo a Moisés: “Yo soy el que soy”[2],
y, teniendo en cuenta esta afirmación, algunos teólogos, como Tomás de Aquino,
se han referido al “constitutivo formal” de Dios identificándolo con aquella
cualidad según la cual su esencia se identificaría con su existencia: Dios era
el “ipsum esse subsistens”[3],
el ser mismo subsistente.
Y precisamente una consideración de ese tipo fue la
que en el siglo XI llevó a Anselmo de Canterbury a defender el conocido
“argumento ontológico” para demostrar la existencia de Dios, considerando que
la proposición según la cual “el ser mayor que el cual ningún otro puede ser
pensado” tenía un carácter necesariamente verdadero que demostraba la
existencia del propio Dios, pues en caso contrario siempre podría pensarse en
otro ser que además de poseer las perfecciones del primero tuviera además la
perfección de la existencia.
Este argumento era realmente absurdo, en cuanto
cometía el craso error de colocar en un mismo plano las “realidades pensadas” y
las “realidades existentes” con independencia del pensamiento, de manera que,
por una parte, se podría imaginar “un ser sumamente perfecto”, y, por otra,
podría imaginarse igualmente que dicho ser meramente pensado existiera real-mente
más allá de la propia imaginación. Ahora bien, para poder pasar de manera
legítima del pensamiento o imaginación de dicho “ser pensado” a la afirmación
de su “existencia real” e independiente de la propia imaginación habría que
recurrir a la experiencia, de manera que ésta mostrase que tal ser imaginado
gozaba de una existencia propia e independiente del propio pensamiento. Según
dicho argumento –expresado de un modo diferente al de Anselmo de Canterbury-, en
cuanto se entiende por “Dios” “el ser que existe necesariamente”, quien
comprende el significado del concepto de Dios no puede negar su existencia sin
contradecirse, ya que dicha negación equivaldría a decir que el ser que
existe necesariamente no existe. Sin embargo, ya en aquel tiempo el monje
Gaunilón le objetó que con una argumentación semejante igual podría
demostrarse la existencia de las “Islas Afortunadas” en cuanto, si no
existieran, no serían afortunadas. Además, el concepto de “el ser que existe
necesaria-mente” presupone ya la existencia de la realidad que se pretende
demostrar, es decir, da como un hecho la existencia de “un ser que existe
necesariamente” por lo que incurre en una petitio
principii. Es decir, es absurdo jugar a demostrar aquello que previamente
se da por hecho que existe, utilizando tal supuesto como premisa de dicha
demostración.
El argumento de Anselmo de Canterbury fue defendido
posteriormente por otros pensadores, como Descartes y Leibniz, pero fue criticado
entre otros por Tomás de Aquino en el siglo XIII, por Ockham en el XIV, y por Hume y Kant en el siglo XVIII.
En la actualidad se considera que tal argumento es
una simple trampa lingüística por la que se confunde el significado que se da
a una palabra con la existencia de una realidad cuyas características se
correspondan con las de dicho significado. Es decir, del hecho de que yo piense
que el concepto de Dios es el de un ser perfecto no se infiere que exista un
ser perfecto argumentando que si no existiera no sería perfecto, pues una cosa
es hablar de conceptos y otra muy distinta hablar de realidades que existan
más allá de tales conceptos y cuya existencia pueda inferirse a partir de ellos.
Y, volviendo al pasaje de Éxodo, la afirmación según la cual Dios es “El que es”, aunque en
principio pueda parecer que dice algo especialmente profundo, en realidad sólo
representa una afirmación vacía de contenido o, mejor todavía, una frase
carente de sentido, pues hablar de una esencia que se identifica con la
existencia es hablar de la existencia de
la existencia, lo cual efectivamente carece de sentido o lo tiene tanto
como hablar de el movimiento del movimiento o como decir
que “el movimiento se mueve”, frase que por muy analítica que parezca es
absurda en cuanto el concepto de movimiento es aplicable a realidades de
carácter físico pero no al propio concepto abstracto de movimiento en sí, sin
referencia a una realidad móvil. Por lo mismo, afirmar que la existencia
existe es una afirmación absurda, en cuanto la existencia se predica de realidades
que existen pero no de la propia existencia.
Afirmaciones de ese tipo, como dirían Nietzsche,
Wittgenstein y muchos filósofos del lenguaje, sólo son trampas lingüísticas
en las que se puede caer si no se utiliza el lenguaje de un modo correcto.
Otra cosa algo distinta hubiera sido que en lugar de
decir “Yo soy el que soy” en el pasaje citado se hubiera dicho “Yo soy lo que
es –o el conjunto de lo que es-”, pues en este caso, aunque de un modo
metafórico, habría sido la propia Naturaleza la que se habría presentado a
Moisés como realidad existente absoluta y única, tal como sucede por ejemplo en
Spinoza o en Hegel, para quienes hablar de Dios no es otra cosa que hablar de
la Naturaleza.
En efecto, suponiendo que tuviera sentido hablar del
“Ser” en sentido sustantivo, como una realidad en sí misma, ya Spinoza (1632-1677) defendió que dicha
realidad se identificaría con Dios, pero igualmente con la misma Naturaleza, y
por eso utilizó la expresión “Deus sive Natura”. El carácter infinito de dicha
realidad excluía la posibilidad de que fuera de ella existiera otra distinta,
en cuanto su ser representaría un límite respecto a la supuesta infinitud de
Dios.
Por su parte Hegel
(1770-1831), influido hasta cierto punto por Spinoza, señaló acertadamente
que el concepto de ser, en sí mismo
considerado, se identificaría con la “pura nada” en cuan-to cualquier concreción
o determinación que tuviera implicaría una limitación, ya que el concepto de ser
dejaría de ser aplicable a todo aquello que no incluyese tal concreción (“omnis determinatio est negatio”, había
escrito Spinoza), lo cual sería absurdo en cuanto tales realidades deberían
considerarse como no-ser. Precisamente
por ello la dialéctica hegeliana conduce del ser a la nada, y
como síntesis y superación de esa oposición antitética, al devenir como
auténtica manifestación del ser a lo largo de la historia.
Hay que puntualizar, no obstante, que ni en el antiguo
ni en el Nuevo Testamento se ha
llegado a defender un concepto de Dios coherente con su identificación con ese ser
puro y simple de la Lógica, tal como apareció en aquel relato bíblico en el
que Yahvé se presenta a Moisés como “El que es”, sino que ha esta-do
básicamente unido a toda una serie de connotaciones de carácter antropomórfico
que se analizarán a lo largo de este estudio.
El concepto de perfección, atribuido al Dios
cristiano, puede enfocarse también desde una perspectiva platónica, entendiéndolo
en un sentido absoluto pero relacional, es decir, como un concepto
mediante el que se quiere expresar la mayor o menor aproximación y semejanza
entre una realidad concreta y determinado modelo ideal. En este
sentido Platón hablaba de la imperfección del mundo sensible en relación
con el mundo de las ideas, modelos perfectos respecto a los cuales las
realidades sensibles sólo participaban o se asemejaban de modo imperfecto. La
mayor o menor perfección de las realidades sensibles se relacionaría con su
mayor o menor aproximación o semejanza con los modelos ideales correspondientes
del mismo modo que el grado de perfección de un retrato se relaciona con su
grado mayor o menor de semejanza respecto al modelo que el
artista haya pretendido plasmar en su obra. Desde esta perspectiva platónica
la idea de Ser haría referencia a un ser puramente racional, pero existente y
trascendente respecto a las realidades sensibles, ser de cuya esencia
participaría todo lo existente en cuanto existente. Y esa idea de Ser, con
todas las contradictorias cualidades antropomórficas imaginables, es la que los
“teólogos” (?) cristianos se han apropiado para aplicarla a su Dios. Hay que
observar, sin embargo que el Ser platónico –al igual que el conjunto de las ideas platónicas- tendría las mismas
dificultades que el Ser puramente lógico del que se ha hablado, es decir,
carecería de contenido material y representaría una simple abstracción realizada a partir del conjunto de todo lo real en
cuanto todo participa al menos del simple hecho de ser, de existir. Sin
embargo, así como la existencia se predica de algo que existe, la
afirmación de la existencia sustantiva del propio Ser o de la
propia existencia representaría una caída en una trampa lingüística de
la que el propio Platón no se libró.
Pero, después de tantos siglos de razonamiento, de
Filosofía y de Ciencia, a casi nadie que tenga cierta formación cultural y un
poco de sentido común –a excepción de quienes tienen otros intereses ajenos al
de la búsqueda de la verdad- se le ocurre seguir aceptando la existencia real,
objetiva e independiente de ese supuesto mundo platónico de las ideas sino sólo de una realidad sensible
a la que pertenecemos, una realidad sin referentes res-pecto a los cuales pueda
juzgarse acerca de su mayor o menor perfección en un sentido absoluto.
Por
otra parte, la concepción cristiana y religiosa en general acerca de lo que
denominan “Dios” es criticable desde sus mis-mas raíces en cuanto el concepto
de ese supuesto ser como una realidad dotada de cualidades como la
inteligencia, la voluntad, los sentimientos y cualquier forma de actividad, es
antropomór-fico y, por lo tanto, incompatible con la idea de perfección tal
como se ha analizado. Pues, efectivamente, si el concepto de ese Dios va ligado
a la cualidad de la perfección en el sentido de tratarse de un ser
autosuficiente y en posesión plena de todas las cualidades positivas que puedan
imaginarse, una consecuencia de dicha perfección sería la de que ese supuesto
ser perfecto, “Dios”, sería un ser totalmente pasivo en cuanto todo fin,
relacionado con la consecución de una mayor perfección, lo posee-ría desde
siempre y no tendría ya ningún objetivo hacia el cual tender o moverse, de
forma que permanecería en una absoluta y perfecta quietud. En este sentido, si
el Dios aristotélico todavía conservaba cierto nivel de antropomorfismo en
cuanto, a pesar de que su perfección le hacía permanecer alejado de los asuntos
del Universo y del ser humano, todavía conservaba cierta forma de actividad
consistente en la de carácter intelectual ejercida sobre sí mismo: Dios era
“nóesis noéseos”, pensamiento de su propio ser pensante. Pero el ser perfecto
de la Lógica, aceptando que tuviera algún sentido hablar de él como realidad
sustantiva, sería incompatible incluso con tal actividad intelectual, defendida
por el propio Aristóteles, y con cualquier otra. En resumidas cuentas la idea
de un ser perfecto en un sentido absoluto implicaría su absoluta inmovilidad,
pues todo movimiento equivale, según la terminología aristotélica, al “paso de
la potencia al acto”, pero, como ese ser perfecto sería acto puro, al no encontrarse en potencia respecto a ninguna
perfección, cualquier movimiento o cambio producido en él, implicaría una
disminución de tal perfección.
Por ello y como consecuencia de lo anterior, la idea
de Dios como ser perfecto sería incompatible, entre otras cosas, con la visión
de Dios como creador del Universo,
pues, efectivamente, tal creación sólo habría podido ser el resultado de un deseo
o acto de voluntad relacionado con la
carencia previa del bien deseado, lo
cual implicaría una contradicción por la falta de perfección en aquel ser que
desde el supuesto inicial se consideraba perfecto, mientras que la perfección
de dicho ser implicaría la posesión o identificación con todo bien imaginable,
por lo que, al no carecer de ninguno, su hipotética actividad creadora carecería
de sentido. Por lo mismo, en cuanto Dios, por identificarse con la perfección,
ya nada podría desear –y mucho menos si se tiene en cuenta que el deseo
presupone la necesidad de aquello que se desea y, por lo mismo, la carencia de tal realidad-, nada podría decidir,
en cuanto la decisión es consecuencia del deseo y en cuanto donde no hay deseo
no puede haber decisión, y, no habiendo decisión, tampoco podría haber acción.
En consecuencia, la idea de un Dios creador tiene
carácter antropomórfico y parece haber surgido a partir de la suposición
de que Dios, como cualquier ser humano, hubiera sentido la necesidad o el deseo
de crear una realidad ajena a la suya propia, en cuanto se hubiese cansado (?) de su eterna soledad (?), y que, por ello, hubiera
decidido, al igual que cualquier reyezuelo, rodearse de otros seres que le sirvieran
adorándole (?), como los ángeles y el hombre, y crear así el Universo para
su propia distracción (?), de un modo caprichoso, ridículo y absurdo.
El absurdo es todavía mayor si se tiene en cuenta
que la jerarquía católica considera –de modo equivocado- que la idea de perfección
divina estaría asociada con la posesión de otras cualidades que estarían
implícitas en dicha perfección, como la omnisciencia y la omnipotencia,
que resultan contradictorias con cualidades atribuidas al ser humano,
como en especial las de libre albedrío,
responsabilidad, mérito y culpa. Pues, en
efecto, como consecuencia de su omnisciencia Dios conocería qué es lo
que iba a suceder en cada rincón del Universo a lo largo de cada instante del
tiempo; y, como consecuencia de su omnipotencia, todos los sucesos del
Universo se producirían siempre como consecuencia de la predeterminación establecida por ese supuesto Dios.
Sin embargo y como ya se ha dicho, estas cualidades
divinas –además de ser contradictorias con la inmutabilidad de Dios en cuanto ser perfecto- estarían en contradicción
de una manera especial con la supuesta cualidad humana del libre albedrío,
cualidad por la cual los actos humanos serían consecuencia de decisiones
propias del hombre e independientes por ello de la supuesta omnipotencia y
predeterminación divinas por las que todo debería haber sido programado.
Igualmente tampoco tendría sentido atribuir al ser humano responsabilidad,
mérito o culpa por aquellas acciones
aparentemente suyas, pero siendo en realidad consecuencia de aquella
predeterminación divina.
El problema de compatibilizar la predeterminación
divina con la libertad humana fue tratado por diversos teólogos y tuvo entre
otras y como conclusiones contrapuestas la de Orígenes y la de Tomás de Aquino:
El primero salvó la libertad humana, pero eliminó la omnipotencia divina desde
el momento en que consideró que las decisiones humanas sólo dependían del hombre y no de Dios. Tomás de Aquino, sin
embargo, salvó la omnipotencia divina, pero para ello tuvo que anular la
libertad humana a pesar de su deseo de encontrar algún modo de compatibilizar
ambas doctrinas.
Por otra parte y aunque desde una perspectiva
antropomórfica no lo parezca, la perfección divina es incompatible con la
supuesta omnipotencia divina en
cuanto, como decía Aristóteles, la potencia (“dýnamis”) en cualquiera de sus sentidos es una forma de ser
más imperfecta que el acto (“enérgeia”),
lo cual puede entenderse si se repara, por ejemplo, en que es menos perfecto
estar en potencia de saber que
estar en posesión actual de la
sabiduría. Por ello, en cuanto los teólogos cristianos, siguiendo a
Aristóteles, definen a Dios como “acto puro”, en esa medida, al poseer en acto
o identificarse con todos los bienes posibles, Dios no estaría en potencia respecto
a ninguno y, como se ha dicho antes, en cuanto su ser implicaría el mayor grado
de perfección, no tendría poder –es
decir, no estaría en potencia- para
conseguir ningún otro bien, ya que no existiría ningún bien que no poseyera o
con el que no se identificase, y, por ello, el ejercicio de cualquier actividad
sólo implicaría un descenso de la perfección divina, pues, si toda acción
tiende a un bien y Dios se identificase con el bien, no necesitaría actuar para
alcanzar aquellos bienes que sólo poseyera en potencia, pues todos los
poseería en acto y, por ello mismo, sus acciones no podrían conducir a bienes mayores sino sólo a un descenso
de su primitiva perfección absoluta. De hecho Aristóteles y Epicuro casi
llegaron a ser plenamente conscientes de este problema y, por ello,
desvincularon a la divinidad de cualquier actividad relacionada con
actividades ajenas a su propio ser, y, en el caso de Aristóteles, éste sólo
atribuyó a la divinidad la actividad del pensamiento recayente sobre su propio
ser (noesis noéseos). Sin embargo,
incluso tal actividad estaría de sobra, ya que no aportaría ninguna perfección
nueva a un ser que ya fuera perfecto. Quizá en este sentido Dios, en cuanto ser
perfecto, se asemejaría de manera más
exacta al Ser inmóvil de
Parménides.
Desde una perspectiva antropomórfica se
tiende a considerar que la cualidad de la omnipotencia
sería similar a la que uno imagina cuando piensa en los poderes de “Superman”
pero elevados a la máxima potencia, y debería ser una de las manifestaciones
propias del ser perfecto. Sin embargo, quienes así piensan no
reparan en que ser omnipotente en ese sentido implica aceptar la
existencia de una serie de imperfecciones o limitaciones que deberían
corregirse mediante el ejercicio de tal inmenso
poder, no reparando en que la
perfección implicaría la ausencia de imperfecciones en contra de las cuales al
supuesto Dios le hiciera falta el empleo de ese poder para superarlas.
En definitiva, si recurrimos a la Lógica para
esclarecer qué pueda significar el concepto de Dios cuando se afirma que Dios es perfecto, tal concepto nos
conduce al de un ser absolutamente inmóvil, tan carente de poder y tan vacío de
contenido que se identificaría con la
pura nada.
Por ello, como luego se verá, ese Dios perfecto del
que se podría hablar desde un punto de vista meramente lógico es total-mente
incompatible con el Dios de Israel y con el Dios de la Iglesia Católica –que se
identifica con el anterior-, con sus constantes cambios de humor, con su ira,
su odio, sus venganzas, su crueldad y sus diversas pasiones, que le hacen
aparecer como un ser especialmente dependiente de los hombres, lo cual resulta
por completo incompatible con la idea de un ser perfecto, que haría referencia
a un ser autosuficiente a quien para nada afecta-ría el comportamiento de los
hombres, ni para bien ni para mal.