martes, 30 de noviembre de 2010

DESCARTES








Antonio García Ninet
Catedrático y Doctor en Filosofía
2010


















ÍNDICE GENERAL
INTRODUCCIÓN……………………….…….…..…..p. 11
1. DESCARTES: SU VIDA Y SU ÉPOCA…………...p. 21
1.1. Cronología de la época y de la vida de Descartes…..p. 28
2. ASPECTOS PERSONALES Y SOCIALES QUE CONDICIONARON SU OBRA…………………...….p. 77
2.1. Megalomanía………………….....………………….p. 81
2.2. Otros aspectos de su personalidad…………………..p. 85
2.2.1. Arrogancia, dogmatismo y osadía...........................p. 87
2.2.2. Admiración por la “nobleza de sangre”…………..p. 90
2.2.3. Servilismo…………………….…………………..p. 95
2.2.4. Derroche…………………………………….…...p. 100
2.2.5. Falta de rigor o frivolidad intelectual…………....p. 103
2.2.6. Manipulación de personas……………………….p. 105
2.2.7. Mendacidad……….…………..............................p. 118
2.2.7.1. Mitomanía…………………..………………....p. 126
2.2.7.2. Ocultación de fuentes……..…………………...p. 132
2.2.7.3. Tendencia a la fabulación……………………...p. 134
2.2.8. Menosprecio hacia la mujer……………..............p. 137
2.2.9. Dificultades en su relación con las mujeres..…...p. 140
2.2.9.1. Helena Jans y Elisabeth de Bohemia………….p. 141
3. MÉTODO Y SISTEMA………………………..…..p. 157
3.1. La duda metódica…………..….…………………..p. 160
3.1.1. La duda artificiosa sobre
la existencia de la realidad externa….…………..……...p. 161
3.1.2. La duda artificiosa sobre
las verdades matemáticas………………………………p. 168
3.1.3. Duda metódica y religión….……………............p. 169
3.1.4. La duda metódica
y los primeros conocimientos........................................p. 172
3.2. “Cogito, ergo sum”………………………………..p. 178
3.2.1. Cogito e intuición………………………………..p. 178
3.2.2. El cogito y el principio de contradicción..............p. 181
3.2.3. El cogito y la regla de la evidencia….………......p. 186
3.2.4. Críticas al cogito……….….…………….............p. 194
3.2.4.1. Críticas al contenido del cogito..........................p. 194
3.2.4.2. Críticas a la consistencia del cogito………….....p. 199
3.2.5. Antecedentes del cogito cartesiano…..……….....p. 203
3.3. A. Arnauld: Su objeción a la demostración de la
existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia…p. 208
3.4. Francisco Sánchez, “despertador de Descartes”…..p. 238
4. LA EXISTENCIA DEL DIOS DEL CRISTIANISMO…......................................................p. 243
5. IRRACIONALISMO TEOLÓGICO……………..p. 263
5.1. El concepto de sustancia y Dios…...........................p. 266
5.2. El “racionalismo” teológico y la res cogitans……..p. 269
5.2.1. Realidad, independencia e inmortalidad del
alma…………………………………............................p. 278
5.2.2. La conexión entre el alma y el cuerpo..................p. 282
5.2.3. La res cogitans y la libertad…..............................p. 296
5.3. El “racionalismo” teológico y la res extensa……...p. 331
5.3.1. Las Matemáticas y la Física……………………..p. 333
5.3.2. Formación y límites del Universo.
La teoría de los torbellinos………….………………….p. 346
5.3.3. El Universo como realidad “indefinida”...............p. 351
5.3.4. Las leyes del Universo…………………………..p. 357
5.3.5. El mecanicismo………………………………….p. 366
5.3.6. El movimiento y sus leyes.……...........................p. 369
5.3.6.1. El principio de conservación de la cantidad
de movimiento y la deducción de otras leyes….……….p. 380
5.3.7. Conservación del Universo…..............................p. 390
5.4. Otros aspectos relevantes de la obra cartesiana
en la Filosofía y en la Ciencia…………………….……p. 394
5.5. “No hay nada en todo este mundo visible o
sensible sino lo que he explicado”………………….......p.402 6. “PHILOSOPHIA,
ANCILLA THEOLOGIAE”………………………....p. 405
6.1. La subordinación de la razón a la fe…….................p. 405
6.1.1. Irracionalismo fideísta……..….............................p. 415
6.1.2. El valor de la fe…………..……………………...p. 421
6.2. La perspectiva sobre la religión…...........................p. 429
6.2.1. Ortodoxia……..…….……………………...........p. 429
6.2.2. Heterodoxia……………………...........................p. 434
6.3. Ambigüedad religiosa……………..........................p. 444
6.3.1. El enfoque hagiográfico de Rodis-Lewis..............p. 444
6.3.2. La importancia de la religión
en la vida de Descartes………………………................p. 448
ÍNDICE ONOMÁSTICO…………………………….p. 460














































INTRODUCCIÓN
“Para vivir bien debes ser invisible”
(R. Descartes)
Al margen de sus méritos como matemático y como científico, desde hace ya tiempo se considera a René Descar-tes (1596-1650) como el creador de la corriente racionalista de los siglos XVII y XVIII, como el fundador de la Filosofía moderna y como un filósofo de extraordinaria valía por haber liberado al pensamiento filosófico de su férrea dependencia de la tradición anterior y, en especial, de la Filosofía Esco-lástica. Sin embargo, en este trabajo no se va a hablar de los muy discutibles méritos que hayan podido hacerle acreedor a tales títulos sino de una serie de aspectos de su obra que muestran el sorprendente y lamentable uso que hizo de esa razón que en teoría tanto valoró, defendiendo absur¬das doctri-nas, que en una gran medida o bien se correspondían con prejuicios religiosos asumidos por el pensador francés como consecuencia de su formación en un entorno religioso ligado al catolicismo, o bien eran razonamientos en círculo, de cuya falta de valor el pensador francés debió de ser consciente, o bien se trataba de teorías absurdas que debió de construir como consecuencia, entre otros motivos, de la frivolidad de que más adelante se hablará, la cual debió de conducirle a una ausencia de rigor científico, cuando no se ocupaba de temas relacionados con las Matemáticas.
Tanto el método como el sistema cartesiano están vicia-dos ab initio por la subordinación que mantienen res¬pecto a las doctrinas de la iglesia católica, hasta el punto de que el completo fracaso en la justificación de su método y de su sistema tienen como causa más importante la de haber preten-dido funda¬mentar en el dios católico tanto el uno como el otro, proyectando construir el segundo desde el supuesto de una inmutabilidad divina de la que tuvo la osadía de preten-der haber deducido las leyes del Universo. Por ello, si al pensador francés se le ha considerado como “pa¬dre del Ra-cionalismo” y como “padre de la Filosofía Moderna”, con mucho mayor motivo habría que considerarlo como padre del irracionalismo teológico moderno y como hijo póstumo del fideísmo medie¬val, porque, entre otros muchos motivos, se atrevió a defender la Revelación como fundamento de todas las verdades por encima de toda razón, y porque tuvo la frivolidad de defender el círculo vicioso según el cual:
“Es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque vienen de Dios” ,
y en cuanto proclamó igualmente:
“Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la Igle-sia” .
Afirmó igualmente la existencia de verdades reveladas sin haber explicado en ningún momento cómo sabía que tales verdades existían, proclamando, al igual que Tomás de Aquino, que
- “las verdades reveladas [...] están por encima de nuestra inte¬ligencia” ,
- “todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento” , y
- la revelación divina “nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible” .
Su actitud de lacayo fiel de la jerarquía católica –al menos en apariencia- puede comprobarse en muy diversas ocasiones. Así, cuando Galileo fue condenado por la jerar-quía católica por su defensa del heliocentrismo, doctrina que Descartes compartía, le escribió a Mersenne:
“He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para pres¬tar obediencia a la Iglesia, puesto que ha proscrito la opi¬nión de que la Tierra se mueve” .
Resulta un tanto sarcástica la tradición que ha determi-nado que a este “teólogo” francés se le conozca como “padre del racionalismo”, en cuanto se atrevió a afirmar que tanto el principio de contradicción como las verdades matemáticas dependían de la voluntad del dios católico, de manera que, si él lo hubiera querido, dicho principio no habría tenido valor, al igual que los radios de una circunferencia podrían haber sido desiguales, o la suma de 2 + 3 hubiera podido ser 18, o que los ángulos de un triángulo no hubiesen sumado 180 grados.
Como consecuencia de su megalomanía –de la que luego se hablará- y de aquella primera verdad del “cogito, ergo sum”, Descartes pretendió demostrarlo todo: la existencia del alma como realidad independiente del cuerpo, su carácter in-material, su relación con el cuerpo y su inmortalidad. Pre-tendió igualmente demostrar la existencia del dios católico, el cual debía servir, de manera paradójica, para garantizar el valor del método y como explicación de la existencia y del modo de ser del Universo. Sin embargo, sus argumentaciones estuvieron llenas de sofismas y de razonamientos erróneos, de los que resulta casi impensable que no fuera consciente, y su megalomanía oscureció hasta tal punto su sensatez que, en relación con sus Principios de la Filosofía, tuvo el atrevi-miento de afirmar:
“No hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya expli-cación haya sido omitida en este Tratado”
Así que por éste y por muchos otros motivos, los plantea-mientos cartesianos contribuían más bien a que la Filosofía continuara siendo “la sierva de la Teología” en lugar de volver a ser una auténtica aspiración al conocimiento. Parece, por ello, que, si la Filosofía y la Ciencia pudieron liberarse de su servidumbre de las doctrinas religiosas, ello se debió más al hecho de que la propia modernidad se abría paso como consecuencia de los diversos cambios de carácter político, económico y social, y a pesar de que las fuerzas reaccionarias de las organizaciones religiosas, católica y protestante, pre-tendieron sofocar el desarrollo del pensamiento libre y man-tener amordazado cualquier intento de expresar nuevas ideas que pudieran representar una crítica a las doctrinas dogma-ticas de la jerarquía católica y también de las interpretaciones protestantes surgidas en el siglo XVI, que fueron, por cierto, las primeras formas de pensamiento europeo que de manera masiva consiguieron liberarse del férreo control y dogma-tismo de la Iglesia de Roma. Sin embargo, Descartes no sólo no tuvo el atrevimiento de enfrentarse a la Iglesia de Roma sino que en todo momento procuró mantenerse fiel a ella, al menos en apariencia, hasta el punto de que, cuando la jerar-quía católica condenó a Galileo por su defensa del helio-centrimo, Descartes, que defendía esta misma teoría en su tratado sobre El Mundo, renunció a ella, y, no conformándose con tal renuncia, proclamó poco después, en el Discurso del Método, que él nunca había defendido el heliocentrismo, a pesar de que en sus cartas al padre Mersenne afirmaba lo contrario. Su pánico a la iglesia y su afán por aparecer ante ella como siervo fiel le condujo finalmente a construir una nueva teoría astronómica a fin de que pudiera servir a dicha organización religiosa para aceptar que, si bien la Tierra no se movía, tal como defendía la jerarquía católica, era movida por una materia celeste que, en forma de torbellinos de diverso orden, determinaba que todos los astros fueran con-ducidos a girar alrededor del Sol, del mismo modo que los remolinos de agua mueven todo aquello que se encuentre más o menos próximo a ellos.
A lo largo de estas páginas se hará referencia a una parte importante de las aventuradas doctrinas y argumentaciones cartesianas, y se intentará mostrar algunas de las causas psi-cológicas y sociales que propiciaron que este pensador, tan bien capacitado intelectualmente para las Matemáticas, incu-rriese en errores tan graves y realizase afirmaciones tan absurdas que, como luego se verá, casi desde el principio destruyeron la coherencia de su método y la consistencia de su sistema.
Según cuenta en el Discurso del Método, decepcionado por las enseñanzas recibidas a lo largo de su juventud, Descartes pretendió reconstruir la Filosofía como un conoci-miento absolutamente seguro, partiendo de un método que le ayudase a conducir bien su razón de modo que pudiera llegar al conocimiento de todo aquello para lo cual estuviera capa-citado, sin aceptar nada que no fuera absolutamente evidente.
Tal objetivo era muy ambicioso, y el filósofo francés consiguió, efectivamente, algunos resultados importantes en su búsqueda de ese método, partiendo de sus reflexiones acerca del procedimiento que había utilizado en sus investi-gaciones matemáticas, de manera que primero en su obra Reglas para la dirección del espíritu y después en el Dis-curso del método intentó plasmar dicho método a fin de reconstruir el conjunto del conocimiento desde unas bases firmes que lograsen superar los planteamientos escépticos introducidos en el si¬glo XVI por influencia de pensadores como Michel Montaigne (1533-1592), Pierre Charron (1541-1603) y Francisco Sánchez (1551-1623), pero que, en cual-quier caso, le condujeron a una nueva interpretación teocén-trica tanto en relación con la justificación última de su méto-do como en relación con su teoría general acerca del Univer-so y de sus leyes. Al parecer, la eficacia que tuvo la aplica-ción de dicho método en las Matemáticas y en algunos aspectos de la Física por su carácter racional y deductivo des¬lumbró al pensador francés hasta el punto de llevarle a considerar que podía servirle igualmente como auténtica piedra de toque para el avance del conocimiento en general, no llegando a comprender que dicho método, aplicable a las ciencias puramente formales, era más que insuficiente para el desarrollo de las ciencias empíricas.
Por ello, la inclusión en dicho método de un criterio de verdad como el de la evidencia, la postergación de la expe-rimenta¬ción, el círculo vicioso consistente en la pretensión de demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia, a la vez que la pretensión de fundamentar la regla de la evidencia en la existencia de Dios y la adopción de las supuestas cualidades divinas de la inmutabilidad y de la om-nipotencia como principios a partir de los cuales deducir las leyes del Universo representaron puntos de partida absurdos que condujeron a Descartes a errores muy graves en todos los terre-nos, tanto en los de carácter metodológico como en los de carácter sistemático, y tanto en el terreno filosófico como en el científico.
Por otra parte, en los planteamientos del pensador fran-cés hay incoherencias asombrosamente graves que no son consecuencia de los errores anteriores, relacionados con la aplicación de la regla de la evidencia o de la idea de Dios como principios para la reconstrucción del conjunto de la Filosofía, sino que derivan de su peculiar personalidad, de su aceptación acrítica de una serie de doctrinas religiosas asu-midas en su infancia, del mismo ambiente religioso en cuyo contacto transcurrió su vida, y también de su asombrosa ligereza argumentativa, por la que, a pesar de su teórica exigencia del rigor más absoluto en la búsqueda de la evidencia, en la práctica llegó a aceptar evidencias subjetivas extremadamente alejadas de auténticas verdades objetivas.
Las repercusiones de su interpretación teológica del Uni-verso fueron especialmente negativas en su filosofía, de ma-nera que, paradójicamente, el pensa¬dor que había preconiza-do la exigencia de la evidencia más absoluta a la hora de aceptar como verdad un supuesto conocimiento en la práctica actuó de manera irracionalmente contraria respecto a tal exi¬gencia, asumiendo como verdad toda una serie de doctrinas de las cuales, si acaso, lo que podría decirse es que eran simples afirmacio¬nes dogmáticas obtenidas mediante razona-mientos circulares clara-mente absurdos o meras creencias religiosas afirmadas sim-plemente como consecuencia de la presión cultural, política y social ejercida por la jerarquía católica en el ambiente en que se formó este filósofo.
En líneas generales los estudios acerca de la filosofía cartesiana suelen estar cargados de alabanzas hacia este pen-sador a causa de sus esfuerzos por conseguir para la Filosofía un despegue respecto a su dependencia de la tradición de la Escolástica y, en general, respecto a toda la filosofía anterior como de un lastre que le impedía lograr un auténtico progreso que le llevase a convertirse en un conocimiento seguro. Sin embargo y reconociendo que esto sea cierto en alguna medi-da, lo que llama la atención de manera especial es descubrir que los críticos en general hayan incidido tan poco en el aná-lisis de las múltiples incoherencias en que incurrió Descartes, tanto por su estrepitoso fracaso a la hora de fundamentar su método como por no haber sido consecuente con las exigen-cias que emanaban de él, de manera que podría decirse con seguridad que el sistema filosó¬fico cartesiano es uno de los peores ejemplos que pueden encontrarse por lo que se refiere a la aplicación de su propio método. No es ajeno a este hecho que la utilización de la regla principal de dicho método, la regla de la evidencia, fuera un total desacierto a la hora de justificar los diversos conocimientos, con excepción de los de carácter formal, como las Matemáticas y la Lógica, en cuanto el auténtico fundamento de las evidencias de estas ciencias deriva del principio de contradicción y no requiere para nada de la ayuda de la experiencia.
Por todo ello podría tener interés realizar un estudio acerca de las peculiaridades psíquicas del filósofo francés así como de las circunstancias políticas, sociales e históricas que le rodearon a fin de entender algunos de los condicionantes que repercutieron en los múltiples absurdos en que incurrió en la construcción de su Metafísica y de su Física, llenas de asombrosos dislates que de forma especialmente paradójica contrastan con los brillantes resultados que obtuvo en las Matemáticas
En consecuencia, a lo largo de los distintos capítulos de este trabajo se hará referencia a diversas cuestiones como las siguientes:
a) el contexto cultural, ideológico y político al que se ha hecho referencia;
b) los aspectos del carácter y de la personalidad de este pensador, en cuanto condicionaron su obra en una medida de-cisiva;
c) la importancia trascendental que tuvo la doctrina católica en su filosofía;
d) la fundamentación de su método a partir de Dios junto con la crítica de las incoherencias que aparecen en él;
e) los aspectos esenciales de su filosofía junto con las críticas correspondientes;
f) las incoherencias, los razonamientos circulares y las contradicciones en que incurrió el pensador francés como consecuencia de la debilidad de su método y como conse-cuencia de algunos rasgos de su personalidad y del ambiente político y religioso en que vivió.
Para finalizar se hará referencia a los aspectos más claramente positivos de su pensamiento que, a pesar de todo, impulsaron el progreso de la Filo¬sofía y de la Ciencia.





































1. DESCARTES: SU VIDA Y SU ÉPOCA
René Descartes (1596-1650) nació en La Haye de Turena. Su padre, Joachim Descartes, tuvo cinco hijos de su primer matrimo¬nio: Pierre, nacido y fallecido en 1589, Jeanne, nacida en 1590, Pierre, nacido en 1591 y bautizado con el mismo nombre que el primer hijo, René, nacido en 1596, otra hija nacida en 1597 y fallecida a los pocos días de nacer a la vez que fallecía su madre, y tuvo además otro hijo, Joachim, nacido de su segundo matrimonio.
Cuando Descartes tenía un año, su madre murió como consecuencia del parto de una hija, fallecida igualmente a los pocos días, aunque de manera extraña el filósofo francés comentó posteriormente a la princesa Elisabeth de Bohemia que su madre había muerto al día siguiente de nacer él. Sus primeros años transcurrieron con un tío abuelo en Châte-lerrault, pues su padre, por motivos laborales relacionados con su cargo de consejero en el parlamento de Bretaña le impidieron, al parecer, mantener una adecuada relación afec-tiva con sus hijos. A los diez años ingresó en el colegio de jesuitas de La Flèche, uno de los centros educativos más importantes de Europa en aquel momento, colegio destinado especialmente a la nobleza, aunque lo sufi-cientemente grande como para admitir en él a otra clase de alumnado. En este colegio recibió una formación muy completa en cultura clásica, en filosofía aristotélica y escolástica y en otras disci-plinas de carácter científico. Sin embargo, en el Discurso del método criticó la formación recibida, no porque en otro colegio hubiera podido ser mejor sino por¬que consideró que los conocimientos recibidos estaban mal funda¬mentados y carentes de una sólida base, con la única excepción de las Matemáticas, ciencia en la que más adelante Descartes brilla-ría por méritos propios.
Posiblemente influido por las críticas de los pensadores escépticos de la segunda mitad del siglo XVI (M. Montaigne, P. Charron, F. Sánchez), Descartes manifestó en el Discurso del método una profunda decepción respecto a la Filosofía al observar que, a pesar de que había
“sido cultivada por los más excelentes espíritus, […] sin embargo no [había] todavía en ella nada que no [fuera] tema de disputa” .
y, en cuanto las demás ciencias derivaban de la Filosofía,
“juzgaba que no se podía haber construido nada que fuera sólido sobre fundamentos tan poco firmes” .
Acabados sus estudios secundarios, ingresó en la univer-sidad de Poitiers, donde realizó dos cursos de Derecho obteniendo una licenciatura en 1616.
En 1618 marchó a Holanda y, cumpliendo con la tradi-ción de la nobleza, se alistó al ejército, concretamente al de Mauricio de Nassau. Allí conoció a I. Beeckman, un matemá-tico algo mayor que él con quien tuvo una amistad especial-mente intensa y cuya influencia fue decisiva para su dedica-ción posterior al estudio de las Matemáticas, para las que demostró tener unas facultades extraordinarias. Un año des-pués, en 1619, marchó a Frankfurt a la coronación del empe-rador Fernando II y a continuación se alistó en el ejército de Maximiliano de Baviera. Según cuenta A. Baillet, primer bió-grafo de Descartes, estando en Alemania Descartes tuvo tres sueños que debían ser determinantes para un cambio radical en su vida, en cuanto debían de conducirle al abandono del oficio de militar para dedicarse a “la búsqueda de la Verdad”. Sin embargo, tales sueños –al margen de lo que pueda haber de verdadero en el relato de Baillet- no surtieron el efecto deseado, al menos durante nueve años, que fueron los que tardó Descartes en retirarse a Holanda para dedicarse a la Filosofía y a la Ciencia. Durante los años que siguieron a tales sueños, Descartes vivió algún tiempo en París, donde adquirió fama de ser el mejor matemático de su tiempo y donde se relacionó con la corriente de los Libertinos o libre-pensadores, cuya actitud crítica inquietaba y desagradaba profundamente a la jerarquía católica.
En 1621 recibió la herencia de los bienes maternos. No se dispone de muchos datos acerca de la vida de Descartes durante los años que vivió en París, pero Baillet cuenta que, al margen de esta dedicación a las Matemáticas y a reunirse con sus amigos para discutir acerca de cuestiones científicas y filosóficas, durante algún tiempo se dedicó al juego –y se-guramente debió de ganar algún di¬nero de ese modo-, pero finalmente abandonó esa afición que le alejaba de su acti-vidad como pensador y como científico.
Durante esos años su padre le planteó la convenien¬cia de obtener un cargo como el de “comisionado general” para comenzar a ganarse la vida. Y, de hecho, en 1623 viajó a Italia con la finalidad de comprar dicho cargo, vacante por defunción del familiar que lo ocupaba. Sin embargo, Des-cartes no sentía ningún interés por el ejercicio del derecho y por eso regresó de Italia sin haber cum¬plido con el objetivo del viaje. Hacia el año 1625 se estableció en París. En ese año escribió a su padre para tratar nuevamente de la compra de un puesto de comisionado general, en este caso el de Châte¬llerault, que había ocupado anteriormente un tío abuelo suyo. En principio y con la finalidad de adquirirlo se vendieron algunas pro¬piedades familiares, pero al final desistió nueva-mente de la idea de ocuparlo y con el dinero de esas ventas marchó a París. Allí se relacionó con algunos personajes im-portantes del clero católico, pero, al parecer, sus ideas, su convicción a la hora de defenderlas y probablemente algún serio contratiempo con el cardenal Bérulle determinaron que un buen día del año 1628 abandonase Francia de manera precipitada y se instalase en Holanda, cambiando frecuente-mente de domicilio y procurando mantener en secreto cada una de las sucesivas residencias que iba ocupando, con la explicación poco creíble de que buscaba la soledad para poder dedicarse mejor a su labor como pensador y como científico. En este punto parece acertada la opinión de R. Watson, que considera que Descartes se sentía amenazado y que ése fue el motivo de que cambiase continuamente de residencia. Hay además algo que sugiere que el temor de Descartes pudo estar relacionado de manera especial con el carde¬nal Bérulle, pues, justo cuando éste falleció –un año después de la marcha de Descartes-, el pensador francés dejó de mantenerse oculto y apareció en Amsterdam, olvidando de inmediato aquella aparente obsesión por la soledad. Parece, pues, muy probable que la causa de su marcha a Holanda debió de estar relacionada con una dura amenaza o con el temor a una inminente detención por parte del cardenal Bérulle, cuyo poder político era especialmente importante.
Una vez en Holanda y comprendiendo el peligro repre-sentado por el poder de la jerarquía católica, especialmente decisiva en Francia, donde el cardenal Bérulle había sido consejero de la reina María de Médicis, madre de Luís XIII, y donde el cardenal Richelieu llegó a ser primer ministro de Luís XIII desde el año 1624, Descartes, escarmentado al parecer por la situación que le obligó a emigrar a Holanda, decidió quedarse en ese país, permaneciendo en él durante el resto de su vida con la única excepción de los pocos meses que pasó en Estocolmo, invitado por la reina Cristina, lugar donde murió el 11 de febrero de 1650.
Dado el carácter pendenciero y orgulloso del pensador francés, aunque sus primeros años en Holanda fueron produc-tivos en su tarea como filósofo y como científico, sin embar-go fue creándose enemi¬gos entre los teólogos protestantes, hasta el punto de que sus enfrentamientos con ellos determi-naron finalmente la prohibición de que su filosofía se expli-case en las universidades holandesas.
En el año 1635 fue padre de una hija, Francine, de quien procuró ocuparse durante el corto tiempo de vida de la niña, la cual murió a los cinco años. Sin embargo, Descartes trató de mantener en secreto la existencia de esa hija, a quien llamaba “su sobrina”. También se ocupó de la madre, Helena Jans, actuando posteriormente al parecer como su padrino de boda, cuando ésta se casó en el año 1644.
En el año 1640, al fallecer su padre, Descartes se apre-suró a recoger la herencia que le correspondía, pues ya había agotado la de su madre. El dinero recibido le sirvió para seguir manteniendo un tren de vida muy poco austero, hasta el punto de que pocos años des¬pués se encontraba ya escaso de recursos económicos y tuvo que intentar obtener otra fuente de ingresos. Por este motivo buscó conseguir del gobierno de Luis XIV una pen¬sión, que efectivamente consi-guió durante un año posiblemente gra¬cias a la mediación de su “amigo” Jean de Silhon.
En 1642 conoció a la princesa Elisabeth de Bohemia de quien se enamoró profundamente, hasta el punto de dedicarle sus Princi¬pios de la Filosofía, con un escrito al comienzo de la obra en el que su enamoramiento se mostraba con absoluta claridad. Su relación con la princesa tuvo el interés añadido de que hubo entre ellos una interesante correspondencia desde el punto de vista filosófico, pues en sus cartas la prin-cesa le planteó objeciones relacionadas con el problema de la libertad y con el de la interacción entre el cuerpo y el alma, que Descartes intentó responder como supo, aunque de un modo deplorable, como no podía ser de otra manera tratán-dose de es¬tas cuestiones y teniendo en cuenta el compromiso del filósofo con las doctrinas católicas.
Más tarde, en 1644, conoció a Pierre Chanut y a partir de 1646, momento en que éste fue nombrado embajador en la corte sueca, fomentó de manera fría y calculadora una amis-tad especialmente interesada con dicho embajador, con la finalidad de conseguir que éste mediase ante la reina Cristina para que le lla¬mase a su corte, lo cual le serviría para escapar de sus conflictos y tensiones con los teólogos holandeses y para solucionar los proble¬mas económicos que ya estaba teniendo. Finalmente Descartes consiguió que la reina le invi-tase y partió para Suecia en octubre de 1649, pero las condiciones climáticas del país y el capricho de la reina Cristina de citarle a las cinco de la mañana determinaron que en febrero de 1650 contrajese una pulmonía, falleciendo el día once de ese mismo mes.
Descartes destacó en diversas materias, como Matemá-ticas, Óptica y Física, en las que realizó aportaciones impor-tantes. Sus incursiones en Filosofía tuvieron el interés de plantear la necesidad elaborar un método para su recons-trucción rigurosa y para la superación del aristotelismo y de la filosofía escolástica, todavía dominantes en su tiempo. Sin embargo, su método, muy útil para las Matemáticas, apenas lo era para el progreso en los demás conocimientos, y mucho menos teniendo en cuenta que para entonces tanto Bacon como especialmente Galileo habían elaborado métodos que, combinando la razón con la experiencia, determinaron el incesante desarrollo de la ciencia desde entonces hasta el momento actual. Pero además, el método cartesiano tenía el defecto fundamental de basarse en algo tan subjetivo como la evidencia, tan distinta entre las distintas personas. De hecho, Descartes debió de ser consciente de este problema y parece que por ello dedicó bastantes páginas de su obra a funda-mentar esa regla, la primera y más esen¬cial del método, pero sin lograr otros resultados que razonamientos en círculo de los que, al parecer y a pesar de las críticas, no llegó a ser consciente –o lo disimuló muy bien-.
Igualmente, su sistema filosófico y científico, aunque tuvo algunos aspectos valiosos, como de manera especial su comprensión y formulación precisa del principio de inercia o su defensa del mecanicismo, en su conjunto fue lamentable en cuanto, al margen de toda una serie de errores parciales, tuvo el gravísimo despropósito de pretender fundamentar la Filosofía, como Ciencia Universal, a partir de la divinidad de la religión católica, afirmando de manera explícita que él so-metía todas sus opiniones a la autoridad de la Iglesia, retro-cediendo así a la Edad Media desde el punto de vista filosófi-co, cuando la Filosofía se definía como “ancilla Theologiae”. Pero en este terreno su actitud fue todavía más lejos, pues no se conformó con someterse a las doctrinas de la teología católica sino también y de manera especial a las autoridades de la jerarquía católica.
Su filosofía fue contradictoria con las exigencias de su método en cuanto, de acuerdo con éste y con la duda metó-dica, debía haber sometido a dicha duda, supuestamente uni-versal, las doctrinas de la religión católica, en lugar de aceptarlas por haber sido adoctrinado en ellas; de manera que el temor que le infundía el poder despótico y la crueldad de la iglesia católica influyeron más en sus teorías filosóficas que su interés por la búsqueda de la verdad.
1.1. Cronología de la vida y de la época de Descartes
En el presente apartado se amplía el punto anterior, a la vez que se hace una referencia cronológica a diversos mo-mentos y sucesos relacionados de algún modo con la propia labor cartesiana, mostrándose diversos argumentos que jus-tifican lo que se ha dicho en páginas anteriores.
1500: -Nace A. Gómez Pereira (1500-1558 (?)), médico y filósofo que se adelantó a Descartes en diversas tesis como la de la verdad de la propia existencia, deducida a partir de la idea de la imposi¬bilidad de conocer algo sin existir. En este sentido escribió: “Nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum” , o como la de su anticipación a Descartes en la defensa del me¬canicismo, según el cual los animales son máquinas que, a diferencia del ser humano, no sienten ni piensan.
1533: -Nace M. Montaigne (1533-1592), pensador ligado al escepticismo de la segunda mitad del siglo XVI.
1535: -Nace Luís de Molina (1535-1600), jesuita que polemizó con el dominico Domingo Báñez (1528-1604) acerca del problema de la compatibilidad entre la omnipo-tencia divina y el libre albedrío del hombre.
1541: -Nace P. Charron (1541-1603), escritor escéptico que influyó en Descartes.
1543: -Muere Nicolás Copérnico. Ese mismo año se publica su obra De revolutionibus orbium coelestium, en la que expone la teoría heliocéntrica, anteriormente defendida por el científico griego Aristarco de Samos (310-230 a. C) y apoyada posteriormente por Kepler y por Galileo, con la dura oposición y represión de la jerarquía católica contra el gran científico de Pisa.
1549: -Nace Giordano Bruno, defensor de diversas teorías astronómicas, como la de la existencia de una infini-dad de mundos y la del heliocentrismo, por causa de las cuales fue condenado por la Inquisición Católica a morir en la hoguera.
1551: -Nace Francisco Sánchez, médico y pensador español, representante del movimiento escéptico del siglo XVI, que fue profesor en la universidad de Toulouse y cuya obra inspiró muy probablemente la del pensador francés, aunque éste nunca lo mencionó.
1561: -Nace Francis Bacon, defensor de un método experimental para el avance de la Ciencia, que no tuvo éxito a causa de su olvido de la importancia de las Matemáticas y de la conveniencia de crear hipótesis explicativas de los fenó-menos sin necesidad de una acumulación excesiva de datos.
1564: -Nace Galileo Galilei, uno de los máximos cientí-ficos de la Historia, creador del método hipotético-deductivo, descubridor de diversas leyes físicas y primer científico que utilizó el telescopio realizando una serie muy importante de descubrimientos astronómicos. Defendió el heliocentrismo, anteriormente expuesto por Copér¬nico, y fue condenado por la jerarquía católica por defender esta doctrina, considerada heré-tica. Se libró de ser quemado en la hoguera abjurando de sus “errores” y renunciando públicamente a tal “herejía”. De este modo la pena se le rebajó a la de prisión perpetua, ate-nuada finalmente como arresto domiciliario.
1567: -Año probable de la muerte de A. Gómez Pereira.
1571: -Nace J. Kepler, importante astrónomo y matemá-tico, amigo de Galileo, defensor del heliocentrismo, que des-cubrió diversas leyes planetarias, como la del carácter elíptico de las órbitas de todos los pla¬netas.
1585: -Nace Richelieu, primer ministro de Luís XIII, que, entre otros “méritos”, tiene el de haber protagonizado de manera especial la masacre de los hugonotes de La Rochelle.
1596: -Nace René Descartes en La Haye (Turena), el 31 de marzo, cuarto hijo de una familia de clase media perte-neciente a la baja nobleza.
1597: -Muere la madre de Descartes al dar a luz a una niña –aunque Descartes afirmó que murió al día siguiente de su propio nacimiento-.
1600: -Giordano Bruno es quemado en la hoguera por la Inquisición Católica.
-Muere Luís de Molina.
1605: -Se produce una fuerte polémica entre F. Gomar y J. Arminio en los Países Bajos acerca del problema de la compatibilidad entre la predestinación divina y el libre albedrío.
1606: -Descartes ingresa en el colegio de jesuitas de La Flèche, el de mayor prestigio de Francia. El segundo director del colegio, el padre Étienne Charlet, era pariente lejano de la madre de Descartes. Al colegio de La Flèche acudían en aquellos tiempos los hijos de miembros importantes de la nobleza, aunque también hijos de padres sin título nobiliario o niños como Descartes, pertenecientes a la baja nobleza, pero cuyas familias estaban bien situadas económicamente.
Según Rodis-Lewis –de acuerdo en este punto con Baillet-, “debido a su débil salud, René estaba dispensado de levantarse a las cinco, después de dormir ocho horas, puesto que el alumnado se acostaba a las nueve de la noche” . Sin embargo, R. Watson aporta razones convincentes para dudar acerca de tal opinión.
1614: -Descartes, acabados sus estudios primarios y secundarios, deja el colegio para realizar estudios de Derecho en la universidad de Poitiers.
1616: -Obtiene una licenciatura en derecho civil y canó-nico en esa misma universidad.
-La jerarquía católica condena el heliocentrismo.
1618: -Acabados sus estudios, Descartes visita Holanda y, siguiendo la tradición de la nobleza, se incorpora al ejér-cito de Mauricio de Nassau, príncipe de Orange-. Es posible que este hecho influyese en su posterior decisión de emigrar a Holanda cuando en 1628 abandonó Francia posiblemente como consecuencia de una importante amenaza de la jerar-quía católica y, en definitiva, por la incomodidad de vivir en un país dominado por la intolerancia y por el poder religioso, materializados en las figuras del cardenal Bérulle, consejero de María de Médicis, y del cardenal Richelieu, primer minis-tro de Luís XIII.
-En Holanda Descartes conoce al matemático Isaac Beeckman, siete años mayor que él. Su encuentro tuvo un carácter trascendental para su trayectoria intelectual en cuan-to a partir de ese momento se centró en el estudio de las Matemáticas, que le sirvió posteriormente para reflexionar sobre el método empleado en esta ciencia a fin de aplicarlo al conocimiento filosófico y científico en general.
Según algunos biógrafos y a partir de las efusivas expre-siones de afecto que dirigió a su amigo en sus cartas de entonces, Descartes se habría enamorado de Beeckman. Wat-son se refiere a este enamoramiento considerando que se trataría de una especie de admiración del “discípulo” hacia el “maestro”, y juzga que “lo único que deseaba Descartes era que Beeckman lo amara como la figura paterna que para él era. […] Descartes, que hasta entonces había demostrado ta-lento pero carecía de rumbo, ansiaba ser como Beeckman” .
Por su parte, Rodis-Lewis, especialmente preocupada por si este “enamoramiento” pudiera interpretarse como algo de carácter erótico escribe: “Esta precisión [la de que Beeck-man se casara un año después de que Descartes marchase a Alemania] despeja cual¬quier ambigüedad de relaciones tan calurosas, según las cartas de principios de 1619, que podrían sugerir un cariño excesivo” , aunque no parece que tenga sentido el punto de vista según el cual un cariño pueda ser “excesivo”.
-Se reproducen las discusiones entre gomaristas y armi-nianos.
1619: -Descartes asiste a la coronación del nuevo emperador, Fernando II, en Frankfurt y se alista en el ejército de Maximiliano de Baviera.
-Según cuenta Adrien Baillet, primer biógrafo, gran admira-dor y panegirista exagerado del pensador francés, el 10 de noviem¬bre Descartes tuvo tres sueños sucesivos en los que se le planteaba de modo simbólico qué camino debía seguir en la vida (“Quod vitae sectabor iter?”). Según Baillet, Descartes los interpretó como si tuvieran el sentido de un mensaje divino que le exhortaba a dedi¬carse a la bús-queda de la verdad, y Rodis-Lewis escribe en este mismo sentido que el invierno de 1619-20 fue “decisivo para la toma de conciencia de su verdadera vocación” . En relación con tales sueños, Baillet comentó con devoción: “No le quedaba más que el amor por la verdad, cuya búsqueda sería a partir de entonces toda la ocu-pación de su vida” . Pero tal devo-ción hacia el pensador francés no se correspondía con la ver-dad de los hechos que la provocaban, pues la “búsqueda de la verdad” a que Baillet hizo referencia no comenzó a partir de entonces, sino que tardó todavía cerca de diez años en produ-cirse y ni siquiera fue un objetivo seriamente perseguido por Descartes, que tenía mucho más interés en la búsqueda de su propio prestigio social. La misma Rodis-Lewis indica en este sentido que “se pueden fechar entre el invierno de 1620 y el otoño de 1628 estos nueve años que […] pasaron antes de que hubiera tomado partido alguno […] ni em¬pezado a buscar los fundamentos de una filosofía más cierta que la vulgar” , lo cual demuestra la poca o nula repercusión de tales “sue-ños” en la decisión cartesiana tan tardía de dedicarse a la Filosofía o a la búsqueda de la Verdad. En definitiva, aquella supuesta llamada divina tan especial no fructificó en aquellos momen¬tos, ni parece que Descartes tuviera especial interés en seguirla, pues todavía en el año 1625, bastante tiempo des-pués de los supuestos sueños, dudaba acerca de si se dedica-ría o no a una tarea burocrática como la de “comisionado general” de Châtellerault, y hasta 1628, es decir, nueve años después de tales “sueños”, no tomó una decisión clara por lo que se refiere a dedicarse seriamente a la tarea filosófica que debería haber adoptado de inmediato si tales sueños hubieran sido reales y él hubiera creído realmente en ellos como si fueran una llamada divina. Así que, aunque es posible que el relato que hizo Baillet de tales sueños tuviera una base real, también lo es que, en una importante medida, fueran una fabulación del propio Descartes, agrandada quizá por Baillet. El pensador francés pudo haberse inspirado en un libro como Las bodas químicas de Christian Rosencreutz, publicado en 1616, cuyo autor, Johan Valen¬tin Andreae, era miembro de la hermandad Rosacruz, a la que, según algunos biógrafos, Des-cartes perteneció durante algún tiempo . Co¬mo consecuencia de tales sueños –según cuenta su “hagiógrafo” Bai¬llet- Des-cartes hizo la promesa de realizar una peregrinación a Loreto, en Italia, pero no parece que llegase a cumplirla.
-En Toulouse G. C. Vanini es quemado en la hoguera por ateísmo y por su creencia panteísta según la cual la Naturaleza era el origen de todas las cosas.
1620: -Descartes se alista en el ejército de Maximiliano de Baviera y viaja por diversos lugares de Europa, presen-ciando tal vez, según la opinión de Baillet, la batalla de Montaña Blanca, cerca de Praga, en la que Maximiliano de Baviera venció a Federico V de Bohemia, padre de la prin-cesa Elisabeth, que posteriormente tendría una relación epis-tolar y afectiva muy especial con el filósofo francés.
-Indica Watson que entre los años 1619 y 1620 Descar-tes debió de realizar “el trabajo que lo había situado entre los más grandes genios matemáticos de todos los tiempos. Pero no publicó su método analítico hasta 1637, en La Geo-metría” .
-Conoce al padre Mersenne, su mejor y más fiel amigo a lo largo de toda su vida, que defendió el heliocentrismo.
-Se publica el Novum Organum de Francis Bacon.
1621: -Recibe la herencia de su madre: una casa en Poitiers, cuatro pequeñas granjas cerca de Châtellerault y el título de “Señor de Perron” . Durante este tiempo sigue via-jando por Europa.
1622: -Continúa con sus viajes (Alemania y Países Bajos). Visita a su familia en Poitou, vende su granja y su título de “Señor de Perron”.
-Jean Fontanier, deísta, es ejecutado en París
1623: -Se establece en París y se dedica con éxito a la investigación sobre Geometría y Álgebra. Surgen rumores acera de su pertenencia a la fraternidad Rosacruz. Descartes lo desmiente, aunque, según la opinión de algunos biógrafos importantes, parece que durante algún tiempo fue miembro de dicha organización. Viaja a Italia: Venecia, Florencia. En relación con este viaje, cuyo motivo principal era el de la compra del cargo de “comisionado general”, indica Rodis-Lewis que “ni siquiera se sabe si [después] volvió a vivir con su familia, o si sólo fue a verla, […] y por qué, si no retomó el cargo del marido de su madrina (causa de esta partida), no compró otro en Châtellerault tras su regreso” . Sin embargo, su actitud general a lo largo de estos años muestra que Des-cartes no sentía ningún interés por seguir la tradición familiar relacionada con la actividad jurídica y burocrática, a pesar de que tales actividades significasen una garantía de buenos ingresos económicos.
-Muere el filósofo y médico español Francisco Sánchez, “el escéptico”, llamado también “el despertador de Descar-tes”, cuya influencia en el francés parece evidente.
1624: -Un tratado titulado Historical Verhal, de Nicolás Wassenar, menciona a Descartes como miembro rosacruz. De hecho Descartes tenía bastantes amigos de esa herman-dad, y en el siglo XX algunos críticos importantes, como Watson y Adam, opinan que Descartes perteneció a ella . La misma Rodis-Lewis escribe al menos que “tenemos algunas citas sobre el deseo que tuvo Descartes de informarse sobre los rosacruces” , aunque no se atreve a defender la hipótesis de que hubiera pertenecido a este grupo.
-El cardenal Richelieu es nombrado jefe del Consejo Real de Luis XIII.
-El Parlamento de París decreta la prohibición, bajo pena de muerte, de la enseñanza de cualquier opinión contraria a los autores antiguos aprobados y de mantener debates públi-cos sobre temas distintos a los aprobados por los doctores de la Facultad de Teología.
1625: -Descartes se establece en París hasta 1628. Hacia el mes de junio de este último año escribió a su padre para tratar de la compra del puesto de comisionado general de Châtellerault. La familia estaba de acuerdo. Le pedían cin-cuenta mil libras, pero Descartes dijo que sólo tenía treinta mil. Así que en principio y con la finalidad de adquirir el cargo se vendieron más propiedades familiares, pero al final, a pesar de los consejos y presiones de su padre para que comprase el cargo, se hizo atrás diciendo a su padre que “no tenía experiencia suficiente para asumir una magistratura” . Con esta excusa y con el dinero de las ventas, Descartes marchó a París.
-Señala Watson que durante aquellos años “la única fuente conocida de sus ingresos es el juego” y que, en su bio-grafía sobre Descartes, Baillet afirmó: “está curado por com-pleto de esa inclinación al juego que antes lo impulsaba” (B I 131)” , dando a entender que efectivamente, al margen del dinero procedente de la herencia de su madre, otro medio de ingresos de Descartes por aquellos años era el juego.
-En París el movimiento de los “libertinos de espíritu”, surgido hacia 1619 y caracterizado por una actitud crítica, de libertad intelectual y de escepticismo, adquiere una fuerza importante. Según M. LeRoy, Descartes habría pertenecido a esta corriente de pensamiento libre. Y, si esto hubiera sido así, podría encontrarse aquí una explica¬ción de la “huida” repentina de Descartes a Holanda y de su preocu¬pación espe-cial por que nadie conociera su dirección en los numerosos domicilios a los que se trasladó durante el primer año de su estancia en Holanda… justo hasta que murió el cardenal Bérulle.
1627: -Comienza el asedio de Richelieu contra los hugonotes (protestantes franceses) de La Rochelle. Según Baillet, Descartes fue testigo de dicho asedio, en el que se consiguió la rendición –o, mejor, aniquilación- de la ciudad, muriendo 22.000 de los 27.000 habitantes de la ciudad.
1628: -Baillet cuenta que hubo una entrevista de Descar-tes con el cardenal Bérulle. Pero no hay seguridad de que se produjera ni, por ello mismo, acerca de qué pudieron haber hablado. Según Rodis-Lewis, que está de acuerdo con Baillet, “Descartes impresionó de tal manera a Bérulle que éste debió de tener una influencia decisiva para que Descartes se dedicara finalmente a establecer su filosofía sobre bases sóli-das . Indica además de manera sorprendente que “Bérulle, que era consciente de un cambio en la filosofía, le pidió a Descartes este encuentro, seguramente sin testigos, y del que no tenemos ninguna referencia” . Pero, al leer estas palabras, es lógico preguntarse: Si “no tene¬mos ninguna referencia” de ese encuentro, ¿cómo se atreve Rodis-Lewis a afirmar que se produjera tal encuentro y sobre qué pudo haber tratado?
Por su parte, Watson, contrariamente a este punto de vista, escribe: “Los miembros de la Sociedad Protectora de san Descartes [Baillet, Clerselier…] comenzaron a referirse a Bérulle como el director de la conciencia de Descartes. ¿Ese maniático genocida –y no exagero- dirigiendo la conciencia de Descartes? Más que improba¬ble. Descartes no quería eli-minar a los protestantes ni aniquilar el protestantismo. Algu-nos de sus mejores amigos profesaban esa fe. Se llevaba muy bien con ellos […] Descartes buscaba la verdad, pero Bérulle conocía la verdad, y estaba dispuesto a matar a todos los que se negaran a doblegarse ante ella” . A continuación escribe que “sabiendo cuán poderoso era el cardenal Bérulle en la corte francesa, Descartes pudo haber visto la fuga como su única salida” .
Sobre la cuestión de si en realidad se produjo o no tal reunión indica Watson que Beeckman había escrito en su diario que Descartes había llegado a Dordrecht el 8 de octu-bre de 1628, mientras que Baillet dijo que la entrevista con el cardenal se había realizado el 15 de noviembre de 1628 . Es decir, que la reunión se habría producido más de un mes después de que Descartes hubiese marchado a Holanda, lo cual no parece que encaje demasiado bien y hace más proble-mática la supuesta entrevista.
Sin embargo, el hecho de que la entrevista se hubiera realizado podría servir de explicación para la repentina mar-cha de Descartes a Holanda, pues en esa hipotética entrevista el cardenal pudo haberle amenazado o “advertido” de los peligros que corría en Francia por su anterior pertenencia a la hermandad Rosacruz, por su posible rela¬ción con los “liber-tinos” de París o por motivos relacionados con su pensa-miento crítico respecto a la Filosofía Escolástica, única admi¬tida en Francia por el decreto de Richelieu del año 1624. Tal posible entrevista podría explicar igualmente la preocupación de Descartes por mantener oculta su dirección y por cambiar de domicilio muy a menudo a lo largo de un año, como si temiera estar siendo buscado para ser detenido. De hecho, tal preocupación finalizó precisamente cuando se produjo la muerte del cardenal Bérulle, el 2 de octubre de 1629. Resulta muy sintomático que, a partir de ese momento, Descartes rea-pareciese en una gran urbe, como lo era Amsterdam, y dejase de preocuparse por permanecer oculto . Decía buscar la “soledad” para poder dedicarse mejor al estudio, pero esta supuesta búsqueda no encajaba con sus constantes cambios de domicilio, los cuales le habrían supuesto los consiguien¬tes trastornos por las sucesivas mudanzas y procesos de habi-tuación a sus nuevas residencias, ni con las polémicas teo-lógicas en que posteriormente se vio envuelto, ni con el hecho de que durante cierto tiempo tuviera relaciones íntimas con Helena Jans, fruto de las cuales fue el nacimiento de su hija Francine. Esta pretendida búsqueda de soledad parece tener una explicación más adecuada en el temor de Descartes a ser perseguido por la jerarquía católica próxima al cardenal Bérulle, cuyo poder era realmente extraordinario.
No obstante, a pesar de la muerte del cardenal Bérulle, Descartes no regresó a Francia sino que permaneció en Ho-landa hasta sep¬tiembre de 1649, momento en el que marchó a Suecia, invitado por la reina Cristina. Para comprender mejor la decisión de Descartes de permanecer en Holanda también conviene tener presente que en 1619 G. C. Vanini fue conde-nado a la hoguera en Toulouse por sus creen¬cias de carácter panteísta, que en 1622 Jean Fontanier fue ejecutado igual-mente en París por su pensamiento deísta, que en 1624 el cardenal Richelieu había prohibido el estudio de planteamien-tos filosóficos sobre temas distintos a los aprobados por los doctores de la Facultad de Teología, y que en los años 1627 y 1628 las tropas de Richelieu y Luís XIII habían asediado y masacrado a la inmensa mayoría de los habitantes de La Rochelle, reducto del protestantismo en Francia. Por todo ello Descartes pudo haber perci¬bido en aquel momento un peligro personal especialmente grave y, como consecuencia de esta situación y de algún hecho más concreto, como pudo haber sido la cuestionada entrevista con el cardenal Bérulle, emigró a Holanda de manera precipitada y definitiva. En una carta a su fa¬milia escrita en 1640 Descartes explicaba que vivía en Holanda para evitar que los aristotélicos lo persiguieran por sus ideas , aunque quizá el hecho de que escribiera “aristo-télicos” era una manera de re¬ferirse a la jerarquía católica, a la que ni siquiera en esa carta se habría atrevido a mencionar precisamente por el temor que le inspi¬raba.
-Según cuenta Watson, “el 8 de octubre de 1628 Beeck-man señaló en su diario que Descartes le había visitado ese día” . Por su parte, Rodis-Lewis escribe que para aplicar el modelo matemático a la totalidad de los fenómenos, Des-cartes “estaba dispuesto a colaborar con Beeckman, que fue el primero que le había revelado que se podían resolver cuestiones físicas con fórmulas matemáticas” . Sin embargo, en este mismo año se produjo una ruptura de la amistad entre Descartes y Beeckman como consecuencia de una discusión relacionada con la enseñanza de Armonía (musical) por parte de éste. Parece que se produjo un equívoco entre ambos, según el cual Beeckman parecía atribuirse el mérito de una obra de su amigo sobre música (Compendium musicae) y eso provocó una reacción muy violenta por parte de Descartes. Su orgullo le condujo a negar haber aprendido nada de Beeckmann, a pesar de que el padre Mersenne, amigo de Descartes, consideró que Beeckman tenía razón. En relación con esta cuestión las cartas de Descartes a Beeckman fueron especialmente duras y llenas de rencor y desprecio:
“El año pasado os pedí que me devolvierais mi Música [Compendium musicae], no porque la necesitara, sino porque al¬guien me dijo que os referíais a ella como si la hubiera aprendido de vos. Ahora que doy por sentado que preferís la estú¬pida jactancia a la amistad y la ver-dad, os diré en dos palabras que, aunque le hubierais enseñado algo a alguien, sería odioso por vuestra parte decirlo, y aún más odioso si fuera falso. Pero lo peor es que seáis vos el que haya aprendido de la persona en cuestión”.
Después de la respuesta de Beekman, Descartes todavía le respondió más duramente:
“…Si no me diera lástima que estéis enfermo, no sería capaz de evitar la risa, porque ni siquiera sabéis lo que es una hipérbola”,
y añade:
“No había sospechado nunca que vuestra estupidez e ig-norancia fuera tan grande como para que creyerais que he apren¬dido de vos más de lo que estoy acostumbrado a aprender de otros seres naturales… Me parece obvio, por vuestra carta, que no pecáis por malicia, sino por locura” .
Las cartas citadas sorprenden especialmente porque diez años antes Descartes había escrito a Beekman de un modo extremadamente cordial y agradecido:
“Os honraré como el primer promotor de mis estudios y su primer autor. Pues vos, en verdad, me habéis sacado de la ociosidad y vuelto a despertar en mí una ciencia que casi había olvidado. Me habéis devuelto a las empresas serias y habéis mejorado a quien estaba separa-do de ellas. Si, por tanto, produzco algo que no sea des-preciable, tendréis derecho a reclamarlo como vuestro”.
Además, por esa misma época le había solicitado igualmente:
“Amadme y dad por hecho que me olvidaría de las musas antes que de vos, porque me han unido a vos con un vínculo de eterno afecto” .
-Inspirado en el método que había utilizado para sus trabajos e investigaciones matemáticas, escribe las Reglas para la dirección del espíritu.
-Se publica la obra de Harvey De motu cordis et sanguinis, que representaba la explicación adecuada del mo-vimiento del corazón y que, sin embargo, sería criticada por Descartes en su Discurso del método, presentando a su vez como evidente una teoría alternativa realmente descabellada.
1629: -Descartes intenta montar una fábrica de lentes solici-tando la colaboración de Jean Ferrier, experto artesano en el oficio, prometiéndole que él correría con todos los gastos, lo cual es un indicio de que, aunque esta iniciativa tenía también carácter científico, la vocación filosófica de Descartes, en el sentido más estricto del término, no era todavía suficientemente clara.
-En octubre –pocos días después de la muerte repentina del cardenal Bérulle- Descartes se traslada a Amsterdam, ciudad nada tranquila para dedicarse al estudio en soledad. Cuenta Descartes, sin embargo, que en esa ciudad podía dedicarse a su trabajo porque la gente estaba ocupada en el suyo propio y no le molestaba. Durante los seis años siguien-tes –con interrupciones- estuvo viviendo en esta ciudad. Por entonces trabajaba en su tratado sobre El Mundo, informando a Mersenne de sus progresos.
-Según Rodis-Lewis, Descartes comenzó a interesarse por la medicina hacia finales de ese mismo año: “Los pri-meros signos de interés [por la medicina] aparecen cuando, a finales de 1629, em¬pieza a estudiar anatomía porque quiere sistematizar toda la física, o el estudio de toda la naturaleza, que comprende la fisiología” y se interesa por el tema de la salud y la prolongación de la vida humana.
1630: -Se traslada a Leiden y se matricula en su uni-versidad, en Matemáticas y en Astronomía.
-Escribe Watson que en aquel año Descartes estaba inte-resado de manera especial por la anatomía y por la disección de animales: “Hubo un invierno en Amsterdam –declaró Descartes- en el que iba casi todos los días a casa de un carni-cero para verle sacrificar los animales y hacerme llevar a mi alojamiento las partes que quería anatomizar con mayor tran-quilidad” . Descartes llegó a practicar la vivisección. Parece que el uso de la experiencia en el terreno científico estuvo ligado a estos estudios de carácter básicamente descriptivo, pero bastante alejado de un método similar al de Galileo que pudiera servirle para construir hipótesis explicativas y contrastarlas experimentalmente.
-En este mismo año y como consecuencia de sus inves-tigaciones en la Biología descubre el reflejo condicionado, adelantándose a Paulov en más de doscientos años.
-Conoce a Constantijn Huygens -padre de Christian Huygens-, que en esos momentos tiene un alto cargo político en Holanda.
-Muere Kepler.
1632: -Descartes sigue estudiando: Astronomía, Mate-máticas, Anatomía, Física y Química. Desarrolla su Mecani-cismo, punto de vista sobre el mundo inorgánico y orgánico, defendido ya en el siglo anterior por el español A. Gómez Pereira, aunque centrado en el estudio del comportamiento animal, que tendría consecuencias especialmente importantes en la Física, en la Biología y en la Antropo¬logía posterior.
1633: -Se produce la condena de Galileo y, como consecuencia, Descartes se abstiene de publicar su obra El mundo. En relación con esta situación, escribe a Mersenne:
“Me quedé tan sorprendido que casi decidí quemar mis papeles o al menos no dejar que nadie los viera […] no puedo eliminar [el punto de vista según el cual la Tierra se mueve] sin dejar el resto de la obra defectuoso. Pero por nada del mundo querría publicar un discurso en el que la Iglesia pudiera encontrar una sola palabra censurable” .
1634: -Escribe el día 15 de octubre que ha engendrado un hijo con Helena Jans: Se trataba de Francine, nacida efec-tivamente nueve meses después. Su madre era la doncella de la casa en que vivía entonces.
-Escribe a Mersenne para decirle que no le enviaría el manuscrito de El Mundo:
“He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para prestar obediencia a la Iglesia, puesto que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve” .
Dos meses después vuelve a escribirle:
“Aunque [la teoría de que la Tierra se mueve] pensaba que se basaba en pruebas seguras y evidentes, no desea-ría por nada del mundo mantenerla contra la autoridad de la Iglesia […] Deseo vivir en paz y seguir llevando la vida que había empezado con el lema “Para vivir bien debes ser invisible” […]” .
Esta preocupación y temor a defender doctrinas contra-rias a las oficialmente mantenidas por la Iglesia Católica pudo haber sido consecuencia de la posible conver¬sación con el cardenal Bérulle, que le llevó a huir a Holanda en el año 1628. Desde entonces su temor a la jerarquía católica fue constante a lo largo de toda su vida.
1635: -Nace Francine, hija de Descartes, que le propor-cionó unos años de felicidad. La relación de Descartes con Helena, madre de Francine, no fue mala, hasta el punto de que hubo incluso una correspondencia escrita entre ellos. He-lena, sin embargo, siguió trabajando como criada y posterior-mente se casó, proporcionándole Des¬cartes una ayuda econó-mica y actuando como padrino de boda. Descartes reconoció a su hija, pero, según indica Rodis-Lewis, no le dio su ape-llido , lo cual dice muy poco en favor de Descartes y mucho acerca de su interés por anteponer su fama de “hombre pia-doso” a aceptar que había tenido una hija con una mujer con la que no estaba casado. La hija fue bautizada en una iglesia protestante, lo cual no parece muy coherente con el valor que Descartes decía conceder a la “verdadera religión” sino que más bien podría representar una mues¬tra de escepticismo sobre la importancia de tal cuestión, además de una conce-sión a una posible petición de Helena, la madre de Francine.
Comenta Baillet de manera mojigata que Descartes “pronto se levantó de su caída, y […] restableció su celibato en su primera perfección, antes incluso de adquirir la calidad de padre” , apreciación intrascendente y ridícula respecto a la vida privada de Descartes; por su parte, Rodis-Levis se refiere a Francine como “hija de una simple sir¬vienta” , como si pretendiera elogiar a Descartes por haberse rebajado a tener un hijo con ella. Posteriormente, habiendo sido acusa-do por Voetius de tener hijos naturales, Descartes lo negó, aplicando posiblemente a sus palabras la jesuítica “restricción mental” según la cual en reali¬dad no había tenido ningún hijo, pues lo que había tenido era una hija, que además ya había muerto. Precisamente la misma Rodis-Lewis le excusa de esta acusación especificando de manera cándida que “sólo había tenido esta hija y ya estaba muerta” , como si una fuera igual a ninguna y como si el hecho de que ya estuviera muerta equivaliese a que no la hubiera tenido, al margen de la nula impor¬tancia moral de esta anécdota de carácter biográ-fico que ayuda a comprender un poco más la personalidad del pensador francés.
-En este mismo año Descartes conoce a Clerselier, admi-rador suyo, propagador de sus ideas, editor de algunos de sus escritos, y cuñado de Chanut, que sería embajador de Francia en Suecia y pondría a Descartes en contacto con la reina Cristina.
-Reneri comienza a explicar en Utrecht la filosofía de Descartes.
1637: -Se publica en Leiden El Discurso del Método, la obra más conocida de Descartes, que tuvo el “detalle” bien calculado de enviar copias al rey Luis XIII, al cardenal Ri-chelieu, al embajador francés en La Haya, al cardenal Bagni y al cardenal Barberini, autoridades políticas y religiosas con cuya buena predisposición sentía la necesidad de contar.
-Beaugrand acusa a Descartes de haber cometido plagio en sus trabajos de Matemáticas a partir de las obras de Viète y de Harriot. A su vez, Descartes critica la obra de Fermat, la de Beaugrand y las de otros matemáticos. Considera en gene-ral que sus críticos son “necios y blandos, y arrogantes”, que mantienen opiniones “falsas e irracionales”, y recibe cual-quier crítica a su obra como un ataque personal o como una muestra de la falta de capacidad de sus críticos para comprenderle.
-En una carta a Mersenne le dice: “Mi geometría es a la geometría común lo que la Retórica de Cicerón es al abecé del niño” .
-Según Rodis-Lewis, Descartes “dejó Leiden durante seis semanas, buscando una nueva residencia alejada para que viniera su hija” , pero el hecho de que tratase de ocultar la existencia de su hija hace difícil de entender que luego, según escribe Rodis-Lewis, pretendiese llevársela a Francia. En aquellos momentos Descartes decide que Helena y Francine vayan a vivir con él a su nuevo alojamiento y que Helena trabaje de criada de su casera.
1638: -Trabaja en medicina intentando encontrar la manera de prolongar la vida humana hasta los cien años y manifiesta su intención de dedicar toda su vida a estos estu-dios . Durante este tiempo Descartes se dedica también a la Biología: Disecciona animales (peces, cone¬jos…) y refirién-dose a ellos dice: “Ésa es mi biblioteca”, lo cual tiene el interés de mostrar que, al menos durante cierto tiempo, con-cedió cierta importancia a la experimentación, a pesar de que en su método y en su sistema estuviera tan ausente.
-Ambiciona abarcar todo en sus estudios, pero tal pre-tensión es sólo una muestra de la megalomanía que mani-fiesta en muchas de sus aspiraciones, pues en su tiempo la amplitud de los conocimientos era ya tan extensa que era realmente absurdo pretender abarcarlos –y mucho más si, como pretendía el pensador francés, se intentaba lle¬gar al conocimiento de todo lo conocido y de todo lo que estaba por conocer, objetivo que en los Principio de la Filosofía afirmó haber culminado-.
-A pesar de estar tan entusiasmado con los estudios de medicina, en una carta a Mersenne Descartes le habla de la Geometría aplicada a todos los fenómenos de la naturaleza:
“Sólo he resuelto dejar la geometría abstracta […] para tener más tiempo libre para cultivar otra clase de geome-tría, que se propone la explicación de to¬dos los fenó-menos de la naturaleza […] toda mi física no es sino geometría” .
Tiene interés recordar en este sentido que ya anterior-mente Galileo había escrito: “El universo está escrito en caracteres matemáticos”, comprendiendo que sin un conoci-miento de esta ciencia era imposible avanzar en el conoci-miento de las leyes del Universo. La diferencia esencial entre ambos pensadores consistía en que, mientras Descartes pre-tendía explicarlo todo mediante la razón y las Matemá¬ticas, Galileo comprendió que la experiencia era tan importante o más que la razón y las Matemáticas para el avance en las ciencias experimentales, de manera que, sin su ayuda, era imposible avanzar un solo paso en la comprensión de la realidad física. Posteriormente Kant, desde una perspectiva similar a la de Galileo, en la Crítica de la Razón Pura escri-bió que las intuiciones sin los conceptos eran ciegas y que los conceptos sin las intuiciones eran vacíos o, lo que es lo mismo, que la experiencia sin la razón no podía explicar nada sino sólo ofrecer un simple torrente de sensaciones inco-nexas, mientras que la razón, sin un material al que aplicarse, no podía avanzar un solo paso en el conocimiento de la realidad empírica.
1640: -Termina las Meditaciones Metafísicas, aunque las publica en 1641. Señala Rodis-Lewis que “Mersenne, sin preguntarle a Descartes, hizo llegar su manuscrito a dos filó-sofos originales: Hob¬bes y Gassendi, cuyos sistemas eran incompatible con el nuevo espiri¬tualismo dualista. Hobbes presentó algunas objeciones sobre los En¬sayos. Pocos días después Descartes dijo que prefería no relacionarse con el “inglés”:
“No podríamos [conversar] sin convertirnos en enemigos […] No creo tener que responder nunca más a lo que pudiera enviarme este hombre, que creo tener que des-preciar al máximo” .
-Se produce una fuerte polémica entre Descartes y Voetius, rector de la universidad de Utrecht, en torno a cues-tiones teológicas y en especial en torno al problema del libre albedrío. Voetius de¬fendía la posición de Calvino, mientras que Descartes adoptó una postura similar a la de Arminio (1560-1609), que había sido profesor en Leiden y había defendido el libre albedrío. Regius colaboró con Descartes en su enfrentamiento con Voetius. El Sínodo de Dort rechazó las opiniones de Descartes, reafirmando la ortodoxia calvinista. Finalmente el senado de la universidad de Utrecht prohibió la enseñanza de la filosofía cartesiana. En una carta al jesuita Dinet, Descartes insultó y atacó duramente a Voetius, tratán-dole de loco, de hipócrita y de enemigo de la verdad, y acu-sándole de haberle calumniado.
-En ese mismo año fallecen Francine, y también el padre y la hermana de Descartes.
-Por lo que se refiere a Helena Jans los biógrafos como Baillet, Rodis-Lewis o R. Watson dejan de mencionarla, como si no hubiese más datos de su vida o como si Descartes se hubiera despreocupado de ella por completo. Sin embargo Desmond M. Clarke cuenta que Helena se casó después, que el propio Descartes actuó como testigo de su boda en el año 1.644 y que posiblemente regaló a Helena una parte de los 1.000 florines estipulados en el contrato matrimonial .
-Según Watson, Descartes rectificó “los convenios que su hermano Pierre había hecho con las propiedades que Des-cartes había heredado de su padre en 1640. Y exigió otra parte de las ciento veintiséis mil ochocientas cuarenta libras que su padre había dejado […] Así que tenemos a un hol-gazán, autor de varios libros controvertidos, que aparece tras quince años de ausencia y cuatro años después de la muerte del padre para reclamar parte de la herencia […] Quizá le dieran veinte mil libras”. Y, aunque Watson exagera al considerar a Descartes un “holgazán”, lo que sí resulta algo llamativo es que sólo se acordase de su padre a la hora de ir a buscar la herencia, pues, desde que se fue a Holanda en 1628, no volvió a verlo ni una sola vez. Por eso, aunque se habla de una carta escrita por Descartes a su padre en una fecha poste-rior a la de su muerte –la carta es del 28 de octubre de 1640, mientras que su padre había sido enterrado ocho días antes-, comunicándole que pensaba ir a verle, podría ser que esa carta hubiera sido escrita una vez que Des¬cartes se hubo ente-rado del fallecimiento de su padre. En relación con esta cues-tión Rodis-Lewis escribe que hacia aquellas fechas Descartes tenía la intención de ir a ver a su padre . ¡Sospechosa casua-lidad! Escribe Watson que, en esa carta, Des¬car¬tes explicaba a su padre y a su hermano que vivía en Holanda para evitar que los aristotélicos lo persiguieran por sus ideas . La carta, al parecer, se perdió, pero tal explicación de su exilio se pa¬recía a una petición de perdón por su despego de la familia y pudo ser una expli¬cación veraz, aunque algo tardía, de lo que le sucedió el año en que marchó a Holanda en 1628, aunque no exactamente para evitar a los aristotélicos sino a la jerarquía católica fran¬cesa, como ya se ha comentado antes.
Por otra parte y como explicación de la actitud distante del pensador francés respecto a su padre conviene recordar que durante su infancia hasta los diez años Descartes no recibió ningún cariño especial por parte de aquél, pues había pasado esos años de su infancia en casa de un tío abuelo, y desde los diez hasta los dieciocho años estuvo internado en el colegio de jesuitas de La Flèche.
-La herencia de su padre le sirvió para continuar con su ritmo de vida y con sus viajes durante casi toda esta última década hasta que, arruinado, buscó en la corte de la reina Cristina de Suecia una solución para sus problemas econó-micos y para los que se había creado por sus fuertes discu-siones con diversos teólogos holandeses.
-Durante estos años, Descartes estuvo ilusionado con la idea de que los jesuitas pusieran su propia filosofía como libro de texto en sus colegios .
1641: -Se publican sus Meditaciones Metafísicas.
-El jesuita Bourdin escribió una crítica contra la filosofía de Descartes. Descartes se enfadó y en una carta a Mersenne amenazó con atacar a toda la orden de los jesuitas y le dijo además que, si seguían oponiéndose a su filosofía, haría un examen crítico de “algunas de sus clases, y […] de tal modo que les supondría una vergüenza para siempre” . Sin embar-go, parece que, con la esperanza de que los jesuitas pusieran como texto en sus colegios un libro de su propia filosofía, procuró reconciliarse con Bourdin y con sus antiguos maes-tros . Esta reconciliación –a la vez que su interés por con-seguir que adoptasen su filosofía como texto- la demuestran las cartas que con¬fió Descartes al propio Bourdin, junto con el encargo de que llevase una docena de ejemplares de su filosofía para que los distribuyera en el colegio de La Flèche .
1642: -Descartes conoce a la princesa Elisabeth de Bohemia e inicia su correspondencia con ella. Rodis-Lewis presenta este hecho de un modo un tanto peculiar. Escribe que “fue a través de Pollot, en 1642, como la princesa Elisabeth conoció a Descartes y lo incitó a desarrollar su pensamiento moral” , poniendo a Descartes en primer plano y a la princesa en segundo, como si Descartes fuera una espe¬cie de dios a quien la princesa hubiera tenido el honor de llegar a conocer en lugar de decir simplemente que “se cono-cieron”, teniendo en cuenta además que era Descartes -y no la princesa Elisabeh- el objeto de la biografía, aunque luego atribuyó a la princesa el mérito de haber incitado a Descartes a desarrollar su “pensamiento moral”. Esta amistad que en este momento se iniciaba desembocaría muy pronto en un enamoramiento apasionado –aunque contenido- de Descartes por la princesa.
-Muere Richelieu. Parece que este hecho –al igual que la anterior muerte del cardenal Bérulle en 1629- tuvo una influencia positiva en los posteriores viajes de Descartes a Francia, viajes realizados ya con un sentimiento de mayor seguridad y sin el temor que le había llevado a marchar a Holanda en 1628.
-Muere Galileo.
1643: -Voetius, rector de la universidad de Utrecht, acusa a Descartes de ateísmo, y Descartes le responde de modo muy agresivo. Las autoridades de Utrecht consideran que Descartes ha difa¬mado a Voetius y llevan el caso a juicio. El pensador francés recurre al príncipe de Orange y al final se consigue paralizar la disputa y las tensiones entre ambos.
-Torricelli inventa el barómetro.
1644: -Se publica la obra de Descartes Principios de la Filosofía, dedicada a la princesa Elisabeth de Bohemia. Leon Petit considera que estuvieron enamorados. G. Rodis-Lewis se muestra de acuerdo, aunque considera que se trataría de un “amor platónico”. La lectura de la correspondencia entre ellos demuestra que el enamoramiento se habría producido por parte de Descartes y que la princesa correspondía al afecto de Descartes con un sentimiento de amistad, pero estando muy lejos de sentir por él una pasión similar. Señala Watson que la princesa Elisabeth le agradeció la dedicatoria de los Princi¬pios de la Filosofía, pero “no se detuvo en las frases de adoración que, según Petit, constituían una declaración pública de amor por parte del filósofo” . Desde luego, el enamoramiento de Descartes re-sulta evidente leyendo deter-minados párrafos de la dedicatoria de esta obra y también de sus cartas, en los que le manifiesta su amor con una claridad inequívoca. Así, en su dedicatoria le dice:
“nunca encontré a nadie que haya entendido tan perfec-ta-mente los escritos que he publicado […] pero me resulta im-posible no dejarme arrebatar por un senti-miento de enorme admiración cuando considero que un conocimiento tan vario y tan perfecto de todas las cosas no se halle en un viejo sabio que ha empleado muchos años en instruirse, sino en una princesa, joven aún, cuya belleza y edad se parece más a la que los poetas atribuyen a las Gracias que a la de las Musas o de la sabia Minerva […] Y esta sabiduría tan perfecta que advierto en Vuestra Alteza me ha subyugado tanto […] que no tengo más deseo de filosofar que el de ser el devoto servidor de su Alteza Serenísima” .
Posteriormente, en su carta del 31 de enero de 1648, cuando su amor se ha convertido en una pasión especialmente intensa, le escribe:
“Nada podría impedirme preferir la dicha de vivir donde vive vuestra alteza, si la ocasión se presentara, en mi propio país u otro lugar, fuera donde fuese”.
Y, del mismo modo, el 22 de febrero de 1649, cuando se aproximaba ya el momento de tomar una decisión acerca de su viaje a la corte de la reina Cristina, insiste de manera más claramente expresiva en lo que no parece que pueda interpre-tarse de otro modo que como una abierta declaración de amor:
“No hay lugar en el mundo tan tosco o incómodo como para que no me sintiera feliz de pasar el resto de mis días, si vues-tra alteza estuviera allí”.
Sin embargo y a pesar de estas pruebas, Watson mani-fiesta sus dudas acerca de esta pasión con el argumento de que Descartes era admirador del Amadís de Gaula y que conocía –y sabía utilizar- las convenciones galantes sin que ello tuviera un significado especialmente trascendente . Sin embargo, esa objeción no resulta nada convincente teniendo en cuenta la serie de ocasiones en que Descartes siente el impulso irreprimible de manifestar su amor a la princesa, lo cual, al no poderlo hacer en términos directos y evidentes, pudo intentar disfrazarlo como simples “expresiones galan-tes”, según escribe Watson, aunque reflejasen lo que Descar-tes sentía realmente por la princesa. Por otra parte, ese senti-miento no parece haber surgido en el mo-mento en que se conocieron sino que fue creciendo paulatinamente hasta que se hizo tan intenso que a Descartes le fue imposible evitar aludir a él en diver¬sos párrafos de sus últimas cartas antes de su marcha a la corte sueca. En relación con este sentimiento tiene interés hacer referencia a una carta a Chanut en la que, con ocasión de hablarle del tema del amor a Dios, le comenta la dificultad que siente para manifestar a una persona de mayor rango el amor que pueda provocar en uno en cuanto se considere que el amor iguala a las personas, por lo que decla-rar tal amor implica considerar que la distancia entre ambas personas ha dejado de existir, lo cual podría dar lugar a que la persona amada de mayor valor pudiera considerar que “la ofendemos al considerarnos su igual”. Y, en consecuencia, habría ocasiones en que se disfrazaría el sentimiento de amor mediante otras expresiones que sólo de manera indirecta declararían ese senti-miento subyacente en ellas y cuyo significado sería el de tratarse de “una pasión que nos mueve a unirnos de voluntad con algún objeto sin parar mientes en que ese objeto sea igual, mayor o menor que no¬sotros” . Escribe Descartes en este sentido:
“Cierto es también que ni los usos del habla ni la urbanidad permiten que digamos, a quienes son de condición mucho más alta que la nuestra, que nos inspiran amor, sino única-mente que los respetamos, los honramos, los estimamos y sentimos celosa devoción por servirlos. Y creo que ello se debe a que, cuando la amistad une a los hombres, puede con¬siderarse que, hasta cierto punto, iguala a aquéllos que la pro¬fesan de forma recíproca. Y, en consecuencia, si, al intentar ganarnos el amor de algún grande, le dijéramos que lo ama¬mos, podría pensar que le ofendemos al considerar-nos su igual […] Y si preguntase a vuestra merced si no ama acaso a esa gran Reina en cuya corte se halla ahora, por mucho que me dijera que no siente por ella sino respeto, veneración y pasmo, no por ello dejaría de opinar que le inspira también muy ardiente afecto” .
Precisamente esas expresiones relacionadas con el respe-to, la honra, la estima y la celosa devoción son especialmente frecuentes en las cartas de Descartes a la princesa Elisabeth, expresiones que no utiliza de manera simplemente formal, para cumplir con los ritos epistolares de la época, sino preci-samente como una manera de decir lo que siente, disfra-zándolo con expresiones que podían ser interpretadas en ese sentido formulario en lugar de enten¬derse en su significado literal, relacionado con el amor que sentía hacia la princesa.
Por ello, cuando Watson escribe que “lo más increíble de la relación de Descartes con Elisabeth […] es que él le dedicara sus Principios” , el hecho de que tal dedicatoria le parezca in¬creíble obedece precisamente a que no comparte la idea de que Des-cartes estuviera realmente enamorado de la princesa. Pero, si hubiera contado con esa hipótesis, habría comprendido perfectamente que Descartes hubiera escrito tal dedicatoria y que no le importase en ab¬soluto que la princesa fuera protestante ni que los jesuitas rechazasen su texto por estar dedicado a una mujer de religión protestante.
-En ese mismo año Descartes viajó de nuevo a Francia para se¬guir negociando sobre la herencia de su padre, pues estaba descontento con las gestiones de su hermano Pierre.
También por ese tiempo Descartes conoció a Clerselier, admirador y traductor de una parte de su obra, y éste le presentó a su cuñado Pierre Chanut. Según escribe Rodis-Lewis, “su simpatía mutua fue inmediata” , pero la realidad es que esa simpatía no parece que fuera tan inmediata sino que apareció dos años más tarde, justo cuando Chanut fue nombrado embajador en la corte de la reina Cristina de Suecia. Fue en ese momento del año 1646 cuando Descartes le escribió:
“El trato prolongado no es necesario para forjar amista-des estrechas, cuando se basan en la virtud. En cuanto tuve la ocasión de veros, fui completamente vuestro” .
No parece especialmente difícil apreciar hasta qué punto su simpatía hacia Chanut era desinteresada o en qué medida pudo estar condicionada por el conocimiento de los favores que a través de él podía conseguir, tanto en Francia como especialmente en la corte sueca . Chanut no era una persona interesada en la filosofía pero era una persona especialmente religiosa. Estando ya en Suecia como diplomático, Descartes le escribió una carta llamativamente extensa, que trataba de asuntos teológicos y morales desde una perspectiva bastante mística, nada habitual en sus escritos, pretendiendo impre-sionar a Chanut al aparentar tener unas preocupaciones religiosas afines a las suyas y ganarse así su simpatía, de forma que, por su mediación, pudiera a continuación ponerse en contacto con la reina Cristina, como en efecto sucedió.
-Gassendi escribe contra Descartes.
1645: -En una carta a E. Charlet, profesor en La Flèche y familiar de Descartes, a quien llega a considerar como su “segundo pa¬dre”, le reconoce –¡justo en este momento!- todo lo que ha recibido de él en su juventud, e insiste en lo beneficioso que sería sustituir la filosofía de Aristóteles por la suya, de la que no duda que, “con el tiempo será general-mente aceptada y aprobada” y que el apoyo de los jesuitas puede ser muy útil para este cambio .
Descartes solicita a Chanut –con su manera especial de solicitar, esto es, aparentando que hace un favor a quien él lo solicita- su influencia ante la reina Cristina hablándole de él a fin de que ésta demande su presencia en la corte de Suecia y así obtener un cargo en dicha corte. Descartes comenzaba a tener problemas económicos como consecuencia de que se le iba agotando la herencia de su padre. Por ello además, a partir de estos momentos se preocupó por conseguir alguna fuente de ingresos que le siguiera proporcionando una seguridad económica, como la obtención de una pensión o un cargo en la corte del rey Luis XIV o, tal vez, en la de la reina Cristina, pues sus gastos eran considerables. A todo esto se añadía que se estaba sintiendo a disgusto en Holanda como consecuencia de los ataques a su filosofía y de sus problemas personales con diversos teólogos protestantes.
1646: -Descartes intensifica su relación con Chanut con la finalidad, más o menos consciente, de que éste le consiga un cargo en París o le ponga en contacto con la reina Cristina de Suecia. Resulta muy significativa a este respecto una carta de noviembre de este mismo año en la que le dice:
“Desde el primer momento en que tuve el honor de conocer a vuestra merced, le entregué toda mi confianza, y como he tenido después el atrevimiento de granjearme su benevolencia, le ruego que crea que no podría serle más devoto si toda mi vida hubiera transcurrido a su lado” .
En esa misma carta le dice igualmente:
“Nunca he tenido tanta ambición como para desear que gentes tan encumbradas conocieran mi nombre […] Pero como […] ya soy conocido por un sinfín de eruditos que interpretan mal mis escritos y buscan maneras de per-judicarme a toda costa, siento gran afán de ser conocido también por gentes del ma¬yor rango, que tengan el poder y la virtud de ser capaces de protegerme” .
Es evidente que el sentido de esa necesidad de “protec-ción” se relacionaba con su temor a la jerarquía católica fran-cesa y con los ataques que su filosofía estaba recibiendo por parte de las autoridades académicas holandesas. Además, sus disputas con los protestantes podían reproducirse igualmente con los católicos, pues la filosofía cartesiana implicaba el re-chazo de las famosas “vías” de Tomás de Aquino y, además, la postura del “doctor angélico” estaba más en consonancia con las tesis de Roma que las del jesuita Luís de Molina y las de J. Arminio, a las que Descartes parecía estar más próximo.
Tiene interés señalar cómo, en estas cartas a Chanut, Descartes trata de suscitar la compasión hacia él, cosa que su orgullo nunca antes le había permitido hacer, refiriéndose confidencialmente a “un sinfín de eruditos que interpretan mal mis escritos y buscan maneras de perjudicarme a toda costa” y a su deseo de “ser conocido también por gentes […] capaces de protegerme”. Pero su franqueza con el embajador no parece ser consecuencia de la necesidad de expansionarse con él contándole sus penas, sino con la intención de suscitar en él una compasión que le lleve a poner mayor empeño en ayudarle.
En París Chanut hace que Descartes conozca al canciller Séguier a fin de que pueda “solicitar una pensión para faci-litar sus experimentos” ; y en Suecia habla a la reina Cristina de la filosofía del pensador francés. Descartes, al enterarse, intuye una posible solución de sus problemas económicos en la corte sueca y una forma de superar el grave malestar que está sintiendo en Holanda por los ata¬ques a su persona y a su filosofía, y posiblemente también para aumentar su prestigio intelectual.
-En aquel año disputa con Trigland en la universidad de Lei-den. Trigland ataca el principio cartesiano de que “la duda es el prin¬cipio de la filosofía”, pues considera que dicho prin-cipio conduce a los alumnos al escepticismo y al ateísmo.
-La universidad de Leiden, como ya lo había hecho la de Utrecht en 1640, prohíbe la filosofía cartesiana, imponiendo el aristotelismo, y Revius, rector de la Escuela de Teología de la Universi¬dad de Leiden, declara que Descartes es un blas-femo por sugerir que Dios puede engañar.
-En este año se produjo el último encuentro personal de Descartes con la princesa Elisabeth, aunque su correspon-dencia conti¬nuó.
1647: -Aunque Descartes pretendía permanecer en Ho-landa para estar cerca de la princesa Elisabeth, se mostraba muy preocupado por la actitud y “las injurias” de una “tropa de teólogos” contraria a su filosofía y que le atacaba con “calumnias”. Por ello pensó en regresar definitivamente a Francia en el caso de que la princesa no permaneciera tam-bién en Holanda. El 10 de mayo le escribe:
“Pero puedo afirmar que ésa [= el posible regreso de la princesa a Holanda] es la principal razón por la que prefiero residir en este país antes que en cualquier otro, ya que soy de la opinión de que nunca podré ya gozar tan por entero como desearía del reposo que vine a buscar en él, pues sin haber obtenido aún toda la satis-facción que sería menester de las injurias que se me hicieron en Utrecht, veo que van dando lugar a otras y que hay un hatajo de teólogos, gentes de la Escuela, que parecen haberse coaligado en contra de mi persona para intentar agobiarme a calumnias .
En esa misma carta, le dice más adelante:
“y pienso también, si no consigo que se me haga justicia (y preveo que será harto difícil obtenerla), en alejarme por completo de estas Provincias” .
-En julio Descartes escribe a la princesa Elisabeth desde París, cuando ésta acababa de estar enferma y la esperanza de verla curada le “provoca extremas pasiones por volver a Holanda” .
-Al problema con los teólogos holandeses se añade que el dinero de la herencia de su padre se le estaba agotando y que se estaba cargando de deudas. Por estos motivos buscaba otras fuentes de ingresos, como el de una pensión, concedida ya, según Baillet, por el cardenal Mazarino en este año de 1647 y ampliada, aunque luego anulada, para 1648. Descartes intentó igualmente conseguir un cargo en la corte francesa que le permitiese disponer de suficiente tiempo libre o, alter-nativamente, conseguir que la reina Cristina le invitase a su corte para explicarle su propia filosofía. Esta última solución a sus problemas fue la que finalmente pudo adoptar, ayudado por su amigo Chanut.
Respecto a la pensión mencionada llama la atención que Descartes comunicase a la princesa Elisabeth que el rey de Francia se la había concedido sin él haberlo solicitado . Sin embargo, aunque Des¬cartes hace referencia a la pensión de 1648, que no llegó a cobrar, como consecuencia de la suble-vación de La Fronda, no menciona la pensión que, según Baillet, habría cobrado ya en septiembre de 1647. Por otra parte, parece que Descartes no dice la verdad cuando cuenta a la princesa que él no había solicitado dicha pensión, pues las circunstancias económicas en que se encontraba eran ya bastante precarias y su amigo Jean Silhon era secretario del cardenal Mazarino, que era el encargado de concederlas. En este sentido Watson considera igualmente que Descartes “buscaba una pensión de la corte de París” .
En una carta a Chanut del 31 de marzo de 1649, Des-cartes comentó que había estado en París en 1648, pero que no había cobrado la pensión que le habían ofrecido. Watson manifiesta sus dudas acerca de esta cuestión y escribe que “Descartes se benefició al menos de una pensión” .
-Escribe a Chanut una carta llamativamente extensa, de carácter más religioso y teológico que filosófico, con la inten-ción aparente de que la hiciera llegar a la reina Cristina para que ésta se interesase por su obra y así preparar el terreno por si se le presentaba la ocasión de solicitar o aceptar de la reina la invitación para ir a la corte. De hecho la reina leyó la carta dirigida a Chanut, y, a continuación, éste escribió a Descartes comunicándole que la reina estaba intere¬sada en conocer sus ideas acerca de la naturaleza del bien. Descartes escribió una carta a la reina, enviándole un tratado sobre ese tema e inclu-yéndole además unas copias de las cartas que había enviado a Elisabeth de Bohemia relacionadas con el tema de las pasiones. A su vez, la reina Cristina de Suecia, transcurrido casi un año desde que Descartes le había enviado su anterior carta junto con otros escritos, le escribe para decirle que ha leído sus Principios de la Filosofía.
-Se produce un encuentro en París con Gassendi, Hobbes y Pascal. Descartes se muestra disgustado por las Objeciones de Gassendi y de Hobbes a sus Meditaciones Metafísicas, objeciones a las que, en sus Respuestas, él había replicado de un modo bastante agresivo.
1648: -El príncipe de Orange manda que cesen las discusiones en la universidad de Leiden. Se reiteran las prohibiciones de realizar cualquier debate relacionado con la filosofía cartesiana. Se decide suspender toda enseñanza de Metafísica, sin que cesen las discusiones .
-Descartes redacta, para la princesa Elisabeth, un breve tratado sobre Las pasiones del alma.
-Igualmente y como ya se ha dicho, Descartes intenta conseguir una nueva pensión del gobierno francés, pero sus gestiones, al coincidir con momentos políticos de revueltas populares en París (“La Fronda”) quedan sin efecto al supri-mirse las pensiones, y regresa a Holanda.
-Muere su fiel amigo el sacerdote M. Mersenne. Des-cartes no le visitó en sus últimos días ni asistió a su entierro.
1649: -Escribe el Tratado de las pasiones del alma, ampliando la obra anterior que había escrito para la princesa Elisabeth, y dedica esta versión ampliada a la reina Cristina.
-Descartes responde a la reina Cristina expresándole una admiración extrema y ofreciéndole su presencia en la corte, diciéndole de manera muy servil que no podría ordenarle nada a lo que pudiera negarse si estuviera un su mano reali-zarlo, lo cual era una manera de manifestarle su deseo –y casi su necesidad- de que le invitase a ir a la corte. El servilismo de Descartes se pone de manifiesto en esta carta tan llena de desorbitadas alabanzas y de rastrera sumisión:
“Si sucediera que me enviaran una carta desde los cielos, y si la viera bajar de las nubes, no podría sentir sorpresa mayor ni recibirla con mayor respeto y veneración que los que he sentido al recibir la que Vuestra Majestad se ha dignado escribirme […] me atrevo a asegurar con vehemencia a Vuestra Majestad que haré siempre cuanto esté en mi mano por cum¬plir cualquier cosa que quiera mandarme y ninguna me pare¬cerá excesivamente difi-cultosa.” .
Finalmente, enviado este contrato de esclavitud –sin que nadie se lo hubiera exigido-, la reina lo aceptó y le invitó a acudir a la corte sueca.
Rodis-Lewis considera que “las decepciones sufridas en los Países Bajos y en Francia le ayudaron a intentar esta nue-va experiencia” , reconociendo de este modo que evidente-mente era Descartes quien estaba más interesado en ir a la corte sueca que la reina Cris¬tina en que Descartes acudiera. El francés hizo lo posible para que la reina le invitase, aunque luego presentó su viaje como si se tratase de una especie de favor que él hacía a la reina, accediendo a una invita¬ción suya que habría surgido de su admiración espontánea por su gran genio filosófico y científico, pero la verdad era que Descartes lo estaba pasando mal en Holanda por las tensiones generadas por su filosofía –y por su propio carácter-, y empezaba a pasar por graves dificultades económicas . Además, en Fran-cia no había conseguido que le hicieran el caso que había pretendido y, por eso, hizo lo posi¬ble, aunque disimulada-mente, para que Chanut intentase que la reina le invitase a acudir a su corte . Y así, cuando en esa carta de fe-brero de 1649 asegura a la reina Cristina que “no podría ordenarle nada tan difícil” que no estuviera “siempre dispuesto a hacer lo posible por ejecutarlo”, le está rogando que le invite a la corte. Se trataba de un viaje deseado por los motivos seña-lados, y también porque aparecer en la corte sueca resultaba muy tentador para su prestigio como filósofo y científico, en cuanto le servía de escaparate para apa¬recer ante los demás como un gran sabio, invitado por la reina de Suecia por el gran valor de su filosofía. Este viaje, pues, podía significar no sólo la solución para sus tensiones con los teólogos holan-deses sino también una pequeña venganza, pues mientras ellos le habían rechazado, calumniado y humillado, una gran reina había valorado adecuadamente sus méritos como cientí¬fico y como filósofo. Después de recibir por fin la invitación, Descartes dirige a Chanut dos cartas, la primera para entre-gársela a la reina, y la segunda, personal. La reina le proponía una estancia de sólo unos meses, desde abril hasta el fin del verano, sugiriéndole un regreso a Francia antes del invierno para evitarle tener que soportar el clima tan frío del país en invierno –o simplemente para cumplir con el deseo del pen-sador francés, pero sin desearle una estancia prolongada por no ser la Filosofía un asunto que le interesara de manera especial-. Des¬cartes le respondió que la voluntad de la reina era para él una orden, pero también que regresar ese mismo verano le dejaría poco tiempo para explicarle los aspectos más esenciales de su pensamiento, y, por ello, fue el propio pensador francés quien pensó en partir en verano a Suecia para pasar allí el invierno, encargando a Chanut de que tras-mitiese a la reina su punto de vista acerca del momento y duración del viaje . Sin embargo, en la carta personal a Chanut y posiblemente con la intención de que el embajador pudiera garantizarle de algún modo que estaría bien atendido durante su estancia en la corte sueca, le con¬fesó su dificultad para resolverse a ese viaje. Le dijo que temía que la reina estuviera demasiado ocupada para dedicarse a la Filosofía. Recordando las decepciones del viaje a Francia en el año anterior, llegó incluso a manifestar que temía que los ladro-nes lo desvalijasen por el camino, “o un naufragio que me quite la vida”; le comentó igualmente que desearía que la reina “sólo hubiera tenido alguna curiosidad que ya se le hubiera pasado” para “sin disgustarla” poder “ser dispensado de este viaje” . Tales palabras, aunque puedan ser una mues-tra auténtica de la desazón que Descartes sentía ante la inmi-nencia de su aventura en Suecia, parecen representar igual-mente una muestra de su carácter calculador, pues, si en realidad no deseaba ir a Suecia, ¿por qué no aceptó la pro-puesta de la reina de ir a la corte sólo durante el verano?, ¿por qué le propuso la idea de ir ya algo más tarde para que su estancia en la corte durase al menos un año? Seguramente porque así su viaje no se vería como la satisfacción de un simple capricho de la reina sino como el favor que Descartes le hacía de asistir a su corte para explicarle “su filosofía”, respecto a la cual la reina parecía tan interesada. Por otra parte, a Chanut debió de comunicarle que temía hacer ese viaje a fin de que le consiguiera garantías de que recibiría un trato especial por ese gran sacrificio suyo.
Esta diferencia entre los planteamientos de ambas cartas, la escrita a la reina y la escrita a Chanut, implica una actitud calculadora y ma¬nipuladora por parte de Descartes respecto a Chanut, en cuanto de algún modo pretendía chantajearle psi-cológicamente, haciéndole responsable de su decisión de ir, en lugar de escribirle con claridad a la reina Cristina, mani-festándole sus preocupaciones al respecto. Además, no habla con sinceridad ni con la reina ni con su “amigo” Chanut: A la reina le habla del viaje “como un paseo”, mientras que a Chanut le mani¬fiesta su dificultad para decidirse a realizarlo. Al parecer, su amigo cayó en la trampa de animarle a deci-dirse, comprometiéndose de ese modo a tratar de conseguir que Descartes se sintiera cómodo a lo largo de su estancia en la corte. Poco después el francés le escribió a la prin¬cesa Elisabeth diciéndole que persistía en el designio de ir por lo bien que le había hablado Chanut “de esta maravillosa reina” . Y, cal¬culando, tal vez, que la princesa Elisabeth pu-diera ponerse en contacto epistolar con la reina, escribe a la princesa Elisabeth hablándole de la reina en términos espe-cialmente elogiosos, hasta el punto de que llega a expresarle a la princesa que confía que tales alabanzas no provocarán en ella ninguna clase de celos. Sin embargo, no parece que en aquellos momentos a Descartes le importase mucho que la princesa sintiera celos o no por sus alabanzas a la reina, utilizando expresiones que antes le había dirigido a ella como si fuera un ser absolutamente excepcional, pues en estos momentos se sentía decepcionado respecto a la princesa, que no se había dado por enterada de la última declaración de amor del pensador francés. Por ello, el interés de éste, después de su fracaso sentimental, estaba puesto entonces en la corte sueca.
Respecto al momento del inicio del viaje llama especial-mente la atención la ridícula idolatría de Rodis-Lewis por Descartes al escribir: “¿Cómo no admirar, con un matiz de sorpresa, la firmeza de resolución del filósofo, a pesar de sus funestos presentimientos?” , como si el pensador francés hubiera decidido ir a Suecia teniendo el “presentimiento” (?) de que allí moriría a los pocos meses. Por otra parte, con estas palabras Rodis-Lewis lo único que hace es dejarse llevar por las ideas que expresó Baillet de modo patético en relación con la supuesta actitud de sus amigos al despedirse: “Varios de sus amigos de Holanda no pudieron despedirse sin demostrar la aflicción que les producía el presentimiento de su destino” . Escribe a continuación Rodis-Lewis que Des-cartes “se embarcó a principios de septiembre […] “con peinado de bucles, zapatos acabados en cuarto creciente, y guantes adornados de nieve” , es decir, con un atuendo ridículo, propio de “la nobleza”, pensado para impre¬sionar a la reina y muy posiblemente para conseguir de ella, al verle con ese atuendo, que le admitiese en la corte, lo cual no estaba en los planes de la reina.
Descartes llegó a la corte sueca en octubre de 1649. Una vez en ella, además de las pocas clases de Filosofía que pudo impartir a la reina Cristina en un horario bastante sádico y despótico, a las cinco de la mañana, según los biógrafos, a Descartes se le encargó algún otro asunto que nada tenía que ver con la Filosofía, como la redacción de unos estatutos para una academia sueca. Durante ese tiempo escribió además para la reina Cristina una versión ampliada de Las pasiones del alma, solicitando el permiso de la princesa Elisabeth, a quien había dedicado la primera, más breve.
Indica Rodis-Lewis que la reina le concedió dispensa “de toda ceremonia de la corte”, y “no ir nunca al palacio sino a “las horas” en que ella quería “conversar con él” . Sin embargo, R. Watson explica este asunto de un modo total-mente distinto, pero, sin duda, más verosímil: La reina lo mantuvo a distancia; no podía ir a la corte libremente sino sólo en las ocasiones en que ella le citase. De ahí la rápida decepción de Descartes por el poco interés de la reina por “su filosofía” y su correspondiente enfado por su interés en las clases de griego, que anteponía al aprendizaje de su filosofía .
Algún biógrafo de Descartes como Baillet –y Rodis-Lewis , que le sigue en esta opinión-, afirma que, por encargo de la reina Cristina, Descartes escribió el libreto El nacimiento de la Paz para un ballet, pero R. Watson no comparte esa teoría y afirma que visitó personalmente la biblioteca universitaria Carolina Rediviva de Uppsala, en la que encontró un ejemplar de El nacimiento de la paz, catalogado como perteneciente a Hélie Poirier, el cual se encontraba en Suecia cuando se escribió esa opera . Este hecho hace suma¬mente improbable que dicha obra la hubiera escrito Descartes, a pe¬sar de la opinión de Baillet, tan dado a exagerar los valores de Des¬cartes.
Poco después Chanut, nombrado embajador oficial ese mismo año, le encargó que escribiera los estatutos para una Academia Sueca. Pero, desde ese momento, desengañado al considerar que en la corte se le menospreciaba y que la reina no tenía interés por su filo¬sofía, comenzó a sentirse a disgusto y manifestó su deseo de aban¬donar Suecia.
1650: -En una de sus últimas cartas, escrita en la corte sueca en el mes de enero, dice:
“Aquí no estoy en mi elemento, y no deseo más que la tranquilidad y el reposo, que son unos bienes que los reyes más poderosos de la tierra no pueden dar a los que no saben to¬marlos ellos mismos” .
-El día 3 de febrero se le manifestó una pulmonía que había contraído como consecuencia del clima tan frío de Suecia y de sus paseos matinales a la corte para cumplir su compromiso con la reina. Pocos días después, el 11 de febrero, murió en Estocolmo.
En relación con la descripción de la muerte de Descartes ridículamente beata, tanto Rodis-Lewis como Baillet dan muestras de una gazmoñería extrema, Baillet por escribirla y Rodis-Lewis por tomársela en serio: “[Descartes] esperaba al capellán, que le pidió que hiciera una señal solicitando la última bendición: inmediatamente “alzó la vista al cielo”, indicando “una perfecta resignación a la voluntad divina” . Según Chanut, en varias ocasiones “dio señales […] de que se retiraba contento de la vida y de los hombres, y confiado en la bondad de Dios” .
Respecto a esta descripción de una muerte tan fervorosa, Watson escribe que Baillet presentó la muerte de Descartes como “la muerte que convenía a un católico piadoso” , añadiendo poco después que “el problema es que su criado Henry Schulter consignó que Descartes murió sin pronunciar una sola palabra” .
1663: -La Jerarquía de la Iglesia Católica incluyó las obras de Descartes en su “Índice de libros prohibidos”.


































2. ASPECTOS PERSONALES Y SOCIALES QUE CONDICIONARON LA OBRA DE DESCARTES
Para profundizar en la obra de Descartes tiene especial interés investigar los diversos aspectos que condicionaron el desarrollo de su personalidad en cuanto ésta tuvo importantes repercusiones en su obra, teniendo en cuenta además que la obra de cualquier pensador no deriva exclusivamente de una razón pura sino siempre condicio¬nada por los diversos com-ponentes de su personalidad glo¬bal. Si resulta factible com-probar mediante el estudio de sus obras el nivel de integridad y de rigor intelectual de un pen¬sador dedicado a la Lógica o a las Matemáticas, en las que el princi¬pio de contradicción es un criterio suficiente para verificar la verdad o la falsedad de los resultados a los que haya podido llegar, es mucho más difícil apreciarla en el terreno de la Filosofía, en cuanto en ella no existe un procedimiento objetivo suficientemente preciso para la verificación de las teorías defendidas por los diversos pensadores, y en cuanto la complejidad de los mati-ces conceptuales y lingüísticos utilizados por cada pensador determina que en muchas ocasiones resulte muy difícil alcan-zar resultados verdaderos compartidos por todos. Una simple mirada a la Historia de la Filosofía, con su diversidad de puntos de vista tan variados e incluso contradictorios, parece suficiente para constatar la verdad de esta consideración.
Descartes tuvo cualidades intelectuales muy brillantes que le hicieron destacar de manera especial en Matemáticas. Sin embargo, cuando se dedicó a la Filosofía y a las ciencias empíricas, cometió errores tan graves que inducen a inves-tigar las diversas causas que pudieron propiciar una diferen-cia tan abismal entre los resultados que obtuvo como mate-mático y los que obtuvo como filósofo y como investigador empírico. Por ello, en este apartado no se va a hablar de las virtudes que propiciaron los éxitos del pensador francés en las diversas áreas del pensamiento, incluida la filosófica, sino de los aspectos más peculiares de su personalidad que pudie-ron propiciar una parte considerable de sus errores y fracasos en estos terrenos.
A continuación se hará referencia a estos aspectos de su personalidad y se tratará de investigar si existe algún nexo entre ellos. Por lo que se refiere a los factores antecedentes que fueron moldeando su personalidad y sólo mencionán-dolos a ellos para construir una hipóte¬sis problemática, quizá habría que hacer referencia a su infancia enfermiza, pero, además y de manera especial, a una considerable privación afectiva como factor biográfico que pudo haber propiciado la formación de tales aspectos de su personalidad. Su carencia afectiva parece evidente si se tiene en cuenta que su madre falleció cuando él tenía sólo un año, que su padre estuvo a su lado en escasas ocasiones a lo largo de su infancia, periodo fundamental de la vida para el desarrollo de la personalidad, que además fue el tercero y último de los hermanos que sobrevivieron del primer matrimonio de su padre –pues tanto su primer hermano como la hermana que nació un año después que él murieron al nacer-, y que a los diez años se le en¬vió al internado del colegio de La Flèche, donde pudo haber sentido su estancia como un abandono, tanto físico como especialmente afectivo, que debió de influir en la atrofia de su capacidad afectiva y en el correspondiente desarrollo de un endurecimiento de su carácter que le condujo a mantenerse distanciado afectivamente de los demás, a pesar de sus muchas amistades aparentes, e incluso a tratar de uti-lizarlos para sus propios fines.
Muchas peculiaridades de su personalidad podrían en-tenderse como una consecuencia de aquel vacío afectivo y de su lucha inconsciente por demostrar a la sociedad su propia valía a fin de recibir de ella, si no el afecto que había nece-sitado durante la infancia, sí el reconocimiento de su valor. Aquella necesidad afectiva no satisfecha pudo haber sido un motor que le impulsara a luchar por triunfar en todo lo que emprendía, sirviéndose para ello tanto del uso adecuado de su capacidad intelectual para la búsqueda del conocimiento, como sucedió en sus progresos en el terreno de las Matemá-ticas, como del uso inadecuado de dicha capacidad en cuanto otros fines y otros medios menos ligados a la búsqueda de la verdad y más ligados a la búsqueda del triunfo social pudie-ron cegarle hasta el punto de conducirle a defender doctrinas absurdas a las que no habría llegado si se hubiese guiado exclusivamente por la búsqueda sincera del conocimiento.
Parece que las únicas excepciones por lo que se refiere a esta frialdad afectiva fueron básicamente la del matemático Beeckman, a quien profesó en los primeros tiempos una mezcla de admiración y de amor –lo cual no le impidió poste-riormente insultarle y tratarle con el mayor desprecio-, la de su hija Francine, durante el escaso tiempo en que pudo dedi-carle su cariño, y la de la princesa Elisabeth de Bohemia, de quien se enamoró apasionadamente. El resto de sus amista-des, incluso la del padre Mersenne, fueron en general básica-mente interesadas. El padre Mersenne, que fue su confidente durante muchos años y, en apariencia, su mejor amigo, ni siquiera obtuvo de él que lo visitase cuando estuvo grave-mente enfermo ni que asistiese a su entierro al morir.
Conviene hacer referencia igualmente a otras peculia-ridades de su personalidad que en parte pudieron desarro-llarse como consecuencia de esa inicial carencia afectiva y en parte pudieron ser consecuencia de otra serie de causas, tanto genéticas como ambientales, pero que, en cualquier caso, fue-ron rasgos de su personalidad que en muchos casos reper-cutieron de forma negativa en su producción fi¬losófica.
La investigación de estas causas podría ser objeto de un estudio particular, y, por ello, aunque el presente trabajo se centra de manera especial en el análisis y en la exposición crítica de las sorprendentes incoherencias y contradicciones en que incurrió el pensador francés, a lo largo de esta parte se hablará de algunos aspectos de su personalidad que de alguna manera parecen haber sido mecanismos de compensación que se manifestaron como una intensa egolatría, que a su vez se expresó especialmente como megalomanía.
A continuación se hablará de estos aspectos de su perso-nalidad, pero es conveniente indicar, en primer lugar, que este análisis tiene más el carácter de una primera aproxima-ción hipotética que el de una tesis perfectamente constatada, y, en segundo lugar, que casi todos los aspectos de la perso-nalidad que se van a analizar parecen tener en común el estar origi¬nados en la egolatría mencionada, como mecanismo de compensación frente a la frustración provocada por la caren-cia afectiva que rodeó su infancia y su juventud. El conoci-miento de tales aspectos de su personalidad, al mar¬gen de su importancia biográfica, tiene especial interés en cuanto puede explicar una gran parte de los errores de su obra, derivados de la dificultad del pensador francés para servirse adecuada¬mente de su capacidad intelectual cuando la aplicaba a cues-tiones de carácter filosófico, teológico o incluso científico.
2.1. Megalomanía
Como ya se ha dicho, el egocentrismo de Descartes puede haber sido la raíz de la que surgieron el tronco de su megalomanía y las ramas de diversos aspectos de su perso-nalidad de que se hablará después. Su megalomanía, como una importante manifestación de su egolatría, subyace en diversos aspectos de su carácter y puede advertirse haciendo referencia a hechos como los siguientes:
a) Según escribe R. Watson, ya a sus veinticuatro años pre-sumía de haber llegado en el terreno de la Geometría “todo lo lejos que podía ir la mente humana” . Igualmente, mucho más adelante en una carta a Mersenne se jactaba de manera innecesaria y vanidosa respecto a la importancia de estos conocimientos diciendo:
“Mi geometría es a la geometría común lo que la Retórica de Cicerón es al abecé del niño” .
Afirmaciones como ésta se correspondían ciertamente con un genio matemático muy brillante, pero parece que también con un endiosamiento francamente exagerado.
b) En las Meditaciones Metafísicas se envanecía procla-mando haber demostrado la existencia de Dios y la inmate-rialidad e inmortalidad del alma, y decía que, con la ayuda de los doctores de la Sagrada Facultad de Teología de París,
“después que las razones por las que pruebo que hay un Dios y que el alma humana difiere del cuerpo hayan sido llevadas hasta ese punto de claridad y de evidencia, a que estoy seguro que se las puede conducir, de modo que deban ser tenidas por muy exactas demostraciones, no dudo que queráis declarar esto y testimoniarlo pública-mente; no me cabe duda, digo, que, si se hace esto, todos los errores y falsas opiniones que han existido siempre respecto de estas dos cuestiones se borrarán pronto del espíritu de los hombres” ;
c) En relación con la medicina, a pesar del breve tiempo en que se dedicó a ella, pretendió estar ocupado en una inves-tigación crucial para la curación de todas las enfer-medades, para la preservación de la vida y de la raza humana o para lograr que la longevidad de la vida humana alcanzase hasta los cien años.
Estas pretensiones eran producto a un tiempo de su megalomanía y de su frivolidad, que le llevaron ingenua-mente a creerse capaz de comprender la enorme complejidad del cuerpo humano, las causas y remedios de las enferme-dades y las causas y remedios del progresivo deterioro físico de los seres vivos, incluido el ser humano.
d) Al dirigirse a la princesa Elisabeth, le manifestó su admiración diciéndole:
“nunca encontré a nadie que haya entendido tan perfec-ta-mente los escritos que he publicado” ,
para añadir poco después:
“me resulta imposible no dejarme arrebatar por un senti-miento de enorme admiración cuando considero que un cono¬cimiento tan variado y tan perfecto de todas las cosas […] se halle en una princesa” .
Evidentemente, con la referencia a ese “conocimiento tan variado y tan perfecto de todas las cosas”, Descartes se refería al cono¬cimiento de sus propias ideas, adquirido por la princesa.
e) En los Principios de la Filosofía, a pesar de que incomprensiblemente los críticos no suelen hacer referencia a este hecho, Descartes se atrevió a escribir, con la mayor osadía del mundo:
“no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado”
y además:
“he probado que no hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado” .
Afirmaciones como ésta resultan tan sorprendentes que al leerlas uno puede llegar a pensar que ha leído mal o que el autor ha que¬rido decir algo distinto de lo que dice, pero la verdad es que, por ab¬surdo que pueda ser, eso es lo que dice, como puede confirmarse teniendo en cuenta que estas preten-siones, expresión inequívoca de su megalomanía, aparecen de nuevo y con la misma naturalidad en una carta a Mersenne, en la que en relación con su obra Los meteoros, le dice que no estará termi¬nado en más de un año, porque, al hacer el plan,
“resolví explicar todos los fenómenos de la naturaleza, es decir, toda la física” .
En relación con la Astronomía, según escribe Rodis-Levis, el 10 de mayo de 1632 “se aventura ahora a buscar la causa de la situa¬ción de cada estrella fija” , y, como si esta pretensión fuera lo más natural del mundo, indica más ade-lante que “siempre seguro de sus principios, Descartes trabajó sin cesar, para intentar comprender mejor toda la natura-leza” , de manera que la pretensión cartesiana resulta casi tan absurda e ilusa como la naturalidad con que su biógrafa, desde un chovinismo especialmente devoto hacia la figura de su paisano, habla de la empresa de abarcar el estudio de “toda la na¬turaleza” como de un objetivo perfectamente asequible para su admirado compatriota.
f) Con una enorme ingenuidad, derivada de esta megalo-manía, que le conducía a confiar excesivamente en sus posi-bilidades, Descartes creyó que convencería a los jesuitas para que utilizasen su propia filosofía, plasmada finalmente en los Principios de la Filosofía, como libro de texto que sustitu-yese los utilizados hasta ese momento, basados en la filosofía escolástica. En este sentido, agradeció a Picot su traduc¬ción de la tercera parte de los Principios, y le habló de las cartas de Charlet, Dinet, Bourdin y otros dos jesuitas, “que me dejan creer que la Sociedad [jesuita] quiere estar de mi parte” . El mismo día, en una larga carta al padre Charlet le agradece todo lo que ha recibido de él en su juventud en el colegio de La Flèche, y le insiste en el interés que tendría sustituir la filosofía de Aristóteles por la suya. Descartes no duda que “con el tiempo será generalmente aceptada y aprobada” pudiéndose acortar mucho este tiempo con el apoyo de los jesuitas .
g) Finalmente y por no alargar la serie de aspectos biográficos que muestran este núcleo esencial de la persona-lidad del pensador francés, hay que hacer referencia a los Principios de la Filosofía, de los que escribe que
“podrán pasar varios siglos antes de que se hayan dedu-cido de estos principios todas las verdades que de ellos se pueden deducir” .
Resulta ridícula, por cierto, la forma mediante la cual Rodis-Lewis se refiere a este texto cuando dice que Descartes “reconoce” que “podrán pasar varios siglos”, dando como un hecho que la afirmación cartesiana respondía a la realidad. Una vez más Rodis-Lewis se muestra como digna sucesora de A. Baillet, primer “hagiógrafo” devoto de Descartes.
2.2. Otros aspectos de su personalidad
A continuación se analizan con mayor detalle una serie de características de su personalidad que aparecen como ramas que brotan del tronco de su megalomanía, surgida a su vez de la raíz de su egolatría.
2.2.1. Arrogancia, dogmatismo y osadía
La megalomanía del pensador francés se manifestó, como se ha podido ver, en afirmaciones y en planes absurdos para alcanzar objetivos científicos y filosóficos realmente im-posibles. Pero igualmente se manifestó en otras característi-cas de su personalidad, como la de su arrogancia frente a los filósofos y científicos que manifesta¬ban su desacuerdo con alguna de sus doctrinas, o como la de su iras¬cibilidad, que en muchas ocasiones le llevó a enfrentarse con diver¬sos mate-máticos como Roberval y Beaugrand, con científicos y filóso-fos como Gassendi y Hobbes, y con teólogos protestantes como Voetius y Trigland, de un modo muy alejado de la racionalidad y ecuanimidad que hubiera debido presidir su actividad como filósofo y como científico.
Este rasgo de su carácter se puso también de manifiesto en la serie de ocasiones en que discutió con sus oponentes sin concederles que pudieran tener razón en alguna de sus críticas y considerando en último término que no habían sido capaces de entenderle, en lugar de asumir que pudiera haber sido él mismo quien había errado en la defensa sus teorías. Así sucede en muchas ocasiones, pero de manera especial en las respuestas a las objeciones presentadas por Gassendi, a quien le contesta de modo insultante en muy diversos momentos, como cuando le dice:
-“Todas las cuestiones que luego me proponéis […] son tan vanas e inútiles que no merecen respuesta” .
-“No será necesario que responda a todas y cada una de vuestras preguntas, pues tendría que repetir cien veces las mismas cosas que ya he escrito. Responderé, pues, en pocas palabras, a las que me merezcan la atención de los lectores no del todo ineptos” .
-“No me asombra que juzguéis que mi demostración de todo eso no es clara, pues no he visto hasta ahora que entendáis una sola de mis razones” .
-“Me ha complacido, sobre todo, que un hombre de su mérito, y en una disertación tan larga y cuidadosa, no haya dado ninguna razón que venza a las mías, y que nada haya opuesto contra mis conclusiones que no tuviera fácil respuesta” .
-“Esto es, señor, todo lo que he creído tener que res-ponder al grueso volumen de réplicas. Pues si bien acaso daría mayor satisfacción a los amigos del autor si las refutara todas, una tras otra, creo que no se la daría a mis amigos, los cuales tendrían motivos para reprenderme por haber gastado tiempo en algo tan poco necesario, ha-ciendo así dueños de mi tiempo a todos los que quisieran perder el suyo proponiéndome cuestiones inútiles” .
Su desprecio por Gassendi como consecuencia de sus objecio¬nes fue tal que, según indica Rodis-Lewis, en cierto momento Descartes pensó que en caso de una reedición latina de las Meditaciones Metafísicas, suprimiría “todo lo que es de Gassendi” con una nota que dijera: “Objeciones inútiles rechazadas” . Descartes demos¬traba de este modo, como en tantas otras ocasiones, su incapacidad para aceptar críticas.
Por lo que se refiere a las terceras objeciones, presen-tadas por Hobbes, Descartes no se atrevió a ser tan direc-tamente despectivo en sus respuestas, pero sí a responder de manera muy desdeñosa, minimizando la importancia de las objeciones del filósofo inglés con la excusa de que “no es preciso explicarlo con más amplitud” o la de que “no podría insistir aquí sin causar fastidio a los lectores” o que lo que dice Hobbes “ha sido ya suficientemente re¬futado con anterioridad” .
Como consecuencia de la radical diferencia entre sus respecti¬vos planteamientos filosóficos, no es de extrañar que Descartes sintiera una antipatía especial por este gran filósofo inglés, llegando a juzgarle como despre¬ciable, y consideran-do de manera suspicaz que Hobbes había pre¬sentado sus Objeciones con la finalidad de aumentar su propia fama. Por su parte Hobbes era consciente de este desprecio y, por ello, en relación con la publicación de su obra De cive en el año 1642 llegó a escribir una carta a Sorbière en la que le decía: “si el señor Descartes llegara a notar o sospe¬char los prepa-rativos para la publicación de mi obra (ésta u otra), estoy seguro que maniobrará lo que pueda; créamelo usted, porque lo sé” . Y, efectivamente, según escribe Rodis-Lewis, la opinión de Descartes acerca “del inglés” no era precisamente amistosa, según le comentó a su amigo el padre Mersenne, de manera que prefería no tener
“más comercio con él […]. No podríamos conversar jun-tos sin convertirnos en enemigos […] No creo tener que respon¬der nunca más a lo que pudiera enviarme este hombre, que creo tener que despreciar al máximo” .
Por otra parte, en el Discurso del Método el propio Descartes reconoce tener una personalidad orgullosa, que, de modo positivo, le impulsa a trabajar por mantener la repu-tación que ha ido adqui¬riendo:
“Pero como tengo un corazón bastante orgulloso como para querer que me tomen por otro del que soy, pensé que era preciso tratar por todo los medios de hacerme digno de la reputa¬ción que me daban” .
Sin embargo, como se ha podido comprobar, fueron mu-chas las ocasiones en que la búsqueda de acciones que pudie-ran servirle para sentirse orgulloso de sí mismo no fue noble sino que estuvo unida al desprecio y al insulto a quienes dis-crepaban de sus ideas. En definitiva, una consecuencia de esta arrogancia era que en sus relaciones espontáneas con sus iguales –pero no con aquellos que podían representar una ayuda o una amenaza para sus propios objetivos- era inca¬paz de aceptar la menor crítica a sus puntos de vista y, por ello, como indica Watson, Descartes “se mostraba dogmático en cuanto a sus propios puntos de vista y acusaba a quienes disentían de interpretarlo mal o de ser imbéciles. Era suspi-caz, rápido para ofenderse y encole¬rizarse, lento para apla-carse. Proclamaba que no le afectaban los ata-ques personales, pero jamás olvidaba un insulto, un desaire o una injuria” .
Por este mismo motivo, indicó a Mersenne que no le enviara cartas de otro de sus críticos, Jean de Beaugrand, “porque aquí ya tenemos bastante papel higiénico” , o, refiriéndose a Roberval, un importante rival como matemá-tico, comentase igualmente al mismo Mersenne: “Me asom-bra que este hombre [= Roberval] pueda hacerse pasar por un animal racio¬nal” .
Respecto a las Matemáticas llevó su arrogancia al extre-mo de afirmar que nunca se descubriría nada que no hubiera podido descubrir él, si se hubiera tomado la molestia de buscarlo .
Por otra parte, las discusiones y los insultos que expre-saban la altivez dogmática de Descartes, no se limitaron a las relacionadas con los matemáticos mencionados y con los teó-logos Voetius y Tri¬gland, sino que fueron mucho más nume-rosas, extendiéndose a su amigo Beeckman, a quien, a pesar de que diez años antes le había es¬crito diciéndole “os honraré como el primer promotor de mis estu¬dios y su primer autor”, posteriormente le trató con profundo despre¬cio, llegando a calificarle como jactancioso, estúpido, ignorante y loco. No obstante y a pesar de este feroz altercado, más adelante, aunque su amistad nunca volvió a ser igual, se produjo una reconci¬liación entre ambos.
Finalmente, hay que señalar que su megalomanía se manifestó en forma de una osadía que le impulsaba a defen-der de forma obcecada y como si se tratase de verdades abso-lutas diversas teorías para las que no tenía más base que su propia fantasía.
2.2.2. Admiración por la “nobleza de sangre”
Por otra parte, la pertenencia de Descartes a la nobleza, aunque baja nobleza, y su necesidad de encontrar en dicha pertenencia un motivo más de satisfacción para su megalo-manía propició que a lo largo de su vida se mostrase llama-tivamente servil con quienes consideraba superiores, como la princesa Elisabeth de Bohemia, la reina Cristina de Suecia o las altas jerarquías de la iglesia católica, cuyas buenas rela-ciones pretendió mantener a toda costa, y a mostrarse altivo con quienes consideraba inferiores, como fue el caso de diversos matemáticos, teólogos y filósofos cuyas críticas des-preciaba, siendo incapaz de aceptarlas para su análisis.
a) La megalomanía de Descartes tuvo una proyección especial en su absurda admiración por la nobleza, a la que se sentía orgulloso de pertenecer, a pesar de que en su caso sólo llegó a heredar de su madre el título de “Señor de Perron”, que vendió para conseguir el dinero que tan fácilmente derro-chaba. Como se ha indicado antes, conviene matizar lo dicho teniendo en cuenta que, a pesar de la venta de su título nobiliario, Descartes siguió con¬siderándose como “Señor de Perron”, pensando al parecer que la no¬bleza se llevaba en la sangre y que no podía ser objeto de compra ni de venta, y, posiblemente por ese motivo, con ese título siguió apare¬ciendo en uno de sus retratos, realizado en el año 1646.
b) El mismo interés de Descartes por asistir en Frankfurt a la coronación del emperador Fernando II en el año 1619, cuando todavía no había comenzado su labor filosófica y parecía inclinarse hacia la profesión militar, no parece sino otra muestra de su orgullo de clase y de su deseo de triunfar en ella, de manera que ese orgullo debió de influir de forma decisiva en su determinación inicial de seguir la profe-sión tradicional de la nobleza, alistándose en 1618 en el ejér-cito de Mauricio de Nassau y un año después en el de Maxi-miliano de Baviera, en lugar de intentar ejercer algún cargo relacio¬nado con sus estudios jurídicos, como lo había hecho su padre.
c) Su relación posterior con la princesa Elisabeth de Bohemia vino impulsada por el deslumbrante resplandor de la princesa desde el punto de vista de su juventud, de su belleza y de su capacidad intelectual, pero también, en una importante medida, por su “nobleza de sangre”, hasta el punto de que Descartes parece haber estado convencido de que el hecho de pertenecer a dicha clase social implicaba la posesión de una serie de valores que difícilmente podían estar al alcance de un plebeyo. En este sentido y de manera explícita en una carta a la princesa le comenta:
“no sentía extrañeza por lo que [el embajador Chanut] me contaba [acerca de las excelentes cualidades de la reina Cristina] porque, al caberme el honor de conocer a Vuestra Al¬teza, sabía hasta qué punto las personas de alta alcurnia podían ser superiores a los demás” .
Y en una carta al embajador Chanut, le dice en este mismo sentido
“no es preciso que las personas de alta cuna, sean del sexo que sean, tengan muchos años para poder superar cumplidamente en erudición y en méritos a los demás hombres” .
Por otra parte, las palabras de Descartes son tan absurdas que inducen a pensar que pudieron estar inspiradas no sólo por su alta valoración de la nobleza sino especialmente por su interés calculado en mostrarse especialmente halagador con aquellas personas, que, por su “nobleza de sangre”, podía convenirle tenerlas de su parte en cualquier circunstancia. En este caso concreto y dada su infravaloración intelectual de la mujer, la expresión introducida en este último párrafo, “sean del sexo que sean”, es una forma calculada de excluir de ese grupo de mujeres infradotadas tanto a la princesa Elisabeth como a la reina Cristina, a quien de manera indirecta iba dirigida también esa carta al embajador.
d) Asimismo, el hecho de que en el año 1649 decidiese aceptar la invitación de acudir a la corte de la reina Cristina, previa y sutíl¬mente solicitada por él a través de los buenos oficios de su amigo el embajador Chanut, hay que relacio-narlo no sólo con los motivos económicos y con su necesidad de escapar a las tensiones tan fuertes a que estaba sometido por las duras discusiones con los teólogos protestantes holan-deses , sino también con su espe¬cial debilidad por relacio-narse con la nobleza. Por ello, cuando se plantean las causas de su decisión de marchar a la corte sueca, hay que tener en cuenta esta incierta pero también atractiva aventura con¬sistente en la satisfacción de su vanidad y de su amor propio, ya que representaba una forma arrogante de alejarse de aque-llos teólogos holandeses para relacionarse con la nobleza, más capaz, al parecer, de valorar su filosofía.
e) Otra muestra de su arrogante sentimiento de clase puede verse en su ataque a Voetius, cuando le descalificó mediante una larga serie de insultos y mediante frases con las que pretendía marcar las distancias entre ellos diciéndole despectivamente:
“ningún plebeyo puede hablar acerca de estas cosas con ma¬yor inepcia que usted” .
f) Finalmente, su misma utilización continuada de aquel título que vendió, el de “Señor de Perron”, y el hecho de que desde que emigró a Holanda siempre tuviera a su servicio un criado son una manifestación más de ese ridículo orgullo de clase, relacionado con su pertenencia a “la nobleza”.
g) Esa misma megalomanía le condujo igualmente a desarrollar un espíritu dogmático, que le cegaba a la hora de ser capaz de replantearse sus puntos de vista, en cuanto su seguridad de encontrarse en posesión de la verdad le impedía revisar cualquier doctrina que hubiera asumido previamente como válida, siendo muy raras las oca¬siones en que rectificó respecto a cualquier punto de vista una vez que lo había asu-mido como verdadero, a no ser que las críticas provinieran de la alta jerarquía católica, como sucedió en el caso de su de-fensa del heliocentrismo, que decidió rechazar en 1633 al enterarse de que la jerarquía católica de Roma había conde-nado a Galileo por haberla defendido. En su lugar defendió posteriormente la extraña teoría de los torbellinos, calculando quizá que tal doctrina podía ayudar a que la jerarquía católica aceptase de algún modo el movimiento de la Tierra sin que tal aprobación apareciese como una concesión a la teoría copernicana, contraria a las doctrinas católicas, y calculando tal vez que dicha jerarquía le pagaría ese favor otorgándole su ayuda y patrocinio para su obra filosófica.
Por todos estos motivos, Revius llegó a la conclusión de que “quizá sea cierto que Descartes intenta liberarse de todos los prejuicios, pero hay uno al que Descartes permanece ape-gado en especial, la convic¬ción de que está absolutamente acertado en todo” .
2.2.3. Servilismo
En aparente paradoja con su orgullo y arrogancia, Descartes adoptó igualmente una actitud servil con las perso-nas pertenecientes al alto clero y las de una nobleza de sangre especialmente superior a la suya, como la princesa Elisabeth y, sobre todo, la reina Cristina de Suecia. Este servilismo estaba en conexión con su misma personalidad calculadora, en cuanto iba dirigida a la obtención de favores especiales de aquellas personas cuya posición social y política podía servir-le de ayuda en cualquier momento.
En efecto, por lo que se refiere a esta característica de su personalidad tiene interés mencionar sus cartas a la princesa Elisabeth, en las que le tributa las más galantes y exageradas adulaciones que, aunque hayan podido verse acertadamente como manifestaciones de su enamoramiento y de una autén-tica admiración por ella, parecen igualmente derivadas, al menos en sus inicios, de intereses de otro orden, como el de contar con el favor de una persona de su alcurnia, en cuanto podría influir en el aumento de su presti¬gio filosófico y científico, así como en la posibilidad, vislumbrada con mayor o menor claridad, de conseguir una ayuda de los gobier¬nos de Francia, Holanda, Suecia o de la propia familia de la prin-cesa, que le sirvieran para mantener su despreocupado tren de vida o, al menos, la continuidad de su comodidad económica.
Como puede comprobarse mediante la lectura de su correspondencia, las palabras dirigidas a la princesa Elisabeth llaman la atención por su exagerada afectación, al margen de que las cualidades de la princesa fueran realmente notables y aceptando que las costumbres epistolares de aquellos tiempos fueran ritualmente galantes. En este sentido, en una carta dirigida a la princesa, cuando ésta tenía sólo veinticinco años, le dice:
“El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado, ha-ciéndome recibir sus órdenes por escrito es mayor de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar; compensa me-jor mis defectos que el favor que hubiera deseado con pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis muy humildes servicios cuando es¬tuve últimamente en La Haya. Pues hubiera tenido demasia¬das maravillas que admirar al mismo tiempo; y viendo salir discursos más que humanos de un cuerpo tan semejante a los que los pintores dan a los ángeles, hubiera sentido un arre¬bato como el que sin duda deben de experimentar aquellos que acaban de llegar al cielo tras la terrenal estancia” .
Posteriormente, su dedicatoria de los Principios de la Filosofía a la princesa fue llamativamente apasionada, pero en este caso Des¬cartes no se estaba dejando guiar por otro interés que el de manifestarle abiertamente su admiración y su adoración, ligeramente encubiertas por la referencia a sus extraordinarias cualidades intelectuales:
“he podido apreciar tales cualidades en Vuestra Alteza que creo de interés para el género humano proponerlas como ejemplo a la posteridad […] Por lo demás, la máxima agudeza de vuestro espíritu incomparable se conoce en que habéis indagado todas las profundidades de estas ciencias y las habéis aprendido cuidadosamente en muy poco tiempo […] Nunca encontré a nadie que haya entendido tan perfectamente los escritos que he pu-blicado. […] Me resulta imposible no dejarme arrebatar por un sentimiento de enorme admiración cuando considero que un conocimiento tan vario y tan perfecto de todas las cosas no se halle en un viejo sabio que ha empleado muchos años para instruirse, sino en una prin-cesa, joven aún, cuya belleza y edad se parece más a la que los poetas atribuyen a las Gracias que a la de las Musas o de la sabia Minerva […] Y esta sabiduría tan perfecta que advierto en Vuestra Majestad me ha subyu-gado tanto que no sólo pienso que debo consagrarle este libro de filosofía […] sino que no tengo más deseo de filosofar que el de ser, Señora, de Vuestra Alteza, el más humilde, el más obediente y el más de¬voto servidor” .
Este “espíritu incomparable” de la princesa, que podía determi¬nar que sus cualidades excepcionales fueran de inte-rés para el género humano, no fue al parecer tan “excep-cional”, pues en una carta posterior dirigida a la reina Cris-tina, meses antes de su viaje a Suecia, le había expresado otra serie de galanterías en un estilo muy similar, expresándole su disposición para cumplir cualquier cosa que le quisiera ordenar:
“Si sucediera que me enviaran una carta desde los cielos, y si la viera bajar de las nubes, no podría sentir sorpresa mayor ni recibirla con mayor respeto y veneración que los que he sentido al recibir la que Vuestra Majestad se ha dignado escribirme […] una princesa a la que tan alto ha colocado Dios, a la que agobian tan importantes asun-tos de gobierno, de los que se ocupa en persona, y cuyas obras más nimias pueden tanto por el bien general de toda la tierra que cuantos amen la virtud tienen forzosa-mente que considerarse dichosísimos si se les brinda al-guna ocasión de servirla […] Me atrevo a ase¬gurar con vehemencia a Vuestra Majestad que haré siempre cuanto esté en mi mano por cumplir cualquier cosa que quiera mandarme y ninguna me parecerá excesivamente dificultosa” .
Igualmente y en relación con las altas jerarquías de la iglesia católica, tan poderosa y tan peligrosa en aquel tiempo, el pensador francés tuvo la actitud de un lacayo sumiso, como puede comprobarse en múltiples ocasiones, como en una carta al padre Mersenne en la que se declara “servidor” del cardenal Bagni y le comunica que siente un inmenso respeto por todos los adalides de la iglesia católica:
“Si escribís al doctor del cardenal Bagni, agradecería le dijerais que nada me impide publicar mi filosofía excep-to la prohibición contra el movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de mi filosofía, pues toda mi física depende de ello […] Os pido que sopeséis la opinión del cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría disgustarle, y siendo muy celoso de la religión católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides” .
Frases tan atentas y humildes y tan llenas de admiración hacia quienes consideraba como personas de especial rango aristocrático, muy superior al suyo, tanto en el ámbito de la nobleza como en el del clero católico, contrastan llamati-vamente con el tratamiento que dio a Voetius, profesor de Teología protestante y rector de la Universi¬dad de Utrecht, con quien había mantenido una fuerte discusión acerca del libre albedrío y de la predestinación humana. Voetius, por medio de un amigo, le había acusado de ateísmo, y Descartes le res¬pondió de manera especialmente insultante y arrogante, de manera que, haciendo alusión al supuesto origen plebeyo de su crítico, le dijo:
“Después objeta [usted] cosas tan estúpidas que no son dignas de mención, pues sólo prueban que ningún plebeyo puede hablar acerca de estas cosas con mayor ineptitud que usted […] Las restantes observaciones que mezcla usted con éstas se apartan tanto del tema que parecen reproducir palabras incoherentes de loro más que razonamientos de filósofos” .
2.2.4. Derroche
Su megalomanía se manifestó igualmente como actitud derrochadora con el dinero heredado de sus padres, que le llevó a vivir despreocupado de su economía hasta los últimos años de su vida.
El derroche iba naturalmente unido a la nobleza, en cuanto, junto con el alto clero, era esa clase social la que se encontraba en posesión de las mayores riquezas. Por ello, cualquier manifestación de derroche le servía a Descartes para poner de manifiesto ante los de¬más su propia “nobleza”.
Dicha “nobleza de sangre” se la había proporcionado su madre, al heredar de ella el título de “Señor de Perron”, que, a pesar de haberlo vendido junto con otros bienes, lo siguió utilizando, hasta el punto de que todavía un retrato suyo de 1646, realizado por Frans Schooten II, aparece bordeado con las palabras “RENATUS DESCARTES, DOMINUS DE PERRON […]”. Al parecer, el uso posterior de aquel título después de haberlo vendido pudo deberse a la idea de que su venta no afectaba a su propia “nobleza”, en cuya posesión continuaba porque tal cualidad se llevaba en la sangre.
Nobleza de sangre y vida humilde no encajaban dema-siado y, por ello, aunque el derroche por sí mismo no fuera una debilidad en él, era un medio para manifestar su valía ante los demás. Y ése fue uno de los motivos que le llevaron a gastar alegremente la herencia materna recibida en 1621, viviendo de rentas y sin preocuparse por encontrar trabajo alguno como medio de vida, y lo que le llevó a derrochar posteriormente la herencia de su padre hasta quedar casi arruinado en 1649, poco antes de acudir a la corte sueca.
Todo ese capital lo fue derrochando no precisamente por “su desprecio al dinero”, como escribió Rodis-Lewis, sino porque, entre otros caprichos, pocos meses después de la muerte de su padre se permitió el de alquilar el castillo de Endegeest, con servicio de criados incluido, a lo largo de más de dos años, desde marzo de 1641 hasta mayo de 1643 , en lugar de conformarse con una casa sencilla donde vivir de manera más austera, teniendo en cuenta que sus ingresos eran exclusivamente los derivados de aquellas heren¬cias. Descar-tes alquiló ese castillo por¬que quería que sus amigos se ente-rasen bien de que pertenecía a la nobleza, de que era una per-sona ilustre, de que tenía dinero y podía derrocharlo en lo que quisiera, y de que su tarea era tan importante que para rea-lizarla ne¬cesitaba vivir al menos en un castillo.
Su despreocupación por el control de su economía le condujo finalmente a agotar la herencia paterna y a compren-der la necesidad de buscar otra fuente de ingresos, la cual consiguió en principio solicitando una pensión del estado francés –a pesar de haber dicho a la princesa Elisabeth que él no la había buscado-, cosa que al parecer consiguió durante el año 1647 muy posiblemente por la mediación de “su amigo” J. Silhon ante el cardenal Mazarino, de quien era secre¬tario. Más adelante se interesó por conseguir un cargo en París sin llegar a obtenerlo, así que finalmente tuvo que marchar a la corte de la reina de Suecia, intentando lograr no sólo mayor prestigio sino también algún cargo que le proporcionase nuevos recursos económi¬cos cuando ya estaba arruinado y lleno de deudas, pues, como señala Watson, aunque el dinero no fuera el único motivo, “Descartes tomó la decisión de ir a Suecia porque su situación económica era preca¬ria” .
Por ello, aunque de modo exagerado, escribe Watson que “[Descartes] vendía propiedades familiares, gastaba las rentas para vivir, no compraba un puesto lucrativo en el gobierno, no se casaba con una mujer rica: René Descartes era un zángano, un parásito de la familia” . Quizá y por lo que se refiere al trabajo, Descartes, de acuerdo con la tradi-ción de la nobleza, consideró que el trabajo físico no era una actividad precisamente digna y propia de un noble sino propia de la clase plebeya y que, en consecuencia, en cierto modo era degradante para su dignidad y para su misión sobre la Tierra. Por todo ello, resultan nuevamente sorprendentes, ridículas y absurdas las palabras de Rodis-Lewis cuando habla del “desprecio” de Des¬cartes por el dinero diciendo: “Lo acompañaba siempre un criado, seguramente venido de Francia, con el que piensa quedarse cuando quiere ir a Ale-mania. Descartes, que al alistarse no había recibido nada más que una moneda simbólica, cosa que debía de satisfacer su desprecio por la riqueza, proveía para los dos” .
Realmente es incomprensible esa adoración de Rodis-Lewis por Descartes –muy similar, por cierto, a la de su compatriota Baillet-, que le lleva a ser incapaz de una mínima objetividad. Dice Rodis-Lewis con la mayor ingenuidad del mundo que Descartes despreciaba la riqueza, como si no se hubiera preocupado por recoger su herencia materna cuando alcanzó la mayoría de edad ni la paterna cuando murió su padre, ni se hubiera preocupado por buscar una pensión o por acudir a la corte sueca para resolver sus problemas econó-micos. Parece considerar que el hecho de que Descartes fuera un derrochador equivalía a que no le impor¬taba el dinero. Lo que sí podría haber dicho esta biógrafa es que Des¬cartes no apreciaba el dinero hasta el punto de ponerse a trabajar por conseguirlo, porque, por suerte para él, siempre lo tuvo y lo derrochó mientras pudo. Además, también necesitaba el dine-ro para pagar los servicios de su criado y también aquí Rodis-Lewis parece admirarse igualmente de la actitud caritativa de Descartes al reflejar que éste “proveía para los dos”, como si el criado tuviera que servirle por el simple placer de hacerlo y encima pagar los gastos de su manutención.
Por otra parte, cuando Rodis-Lewis hace referencia a la moneda que cobró Descartes por su alistamiento en el ejér-cito, debería haber tenido en cuenta que eso era lo que cobra-ba un soldado voluntario en aquellos momentos en los que ese carácter de voluntario permitía al soldado así alistado es-tar libre de la obligación de participar en las batallas en que lo hiciera el ejército al que pertenecía. También debería haber reflexionado acerca de qué edad y qué necesida¬des tenía Des-cartes cuando se alistó y qué objetivos eran los que realmente le interesaban en aquellos momentos. Pero parece que a Rodis-Lewis le resulta más agradable la idea de que Descar-tes era una persona altruista y desprendida que “despreciaba el dinero”.
2.2.5. Falta de rigor o frivolidad intelectual
Igualmente, parece que la megalomanía derivada de su egolatría fue la causa más importante de una frivolidad muy llama¬tiva a la hora de pronunciarse sobre cualquier asunto medianamente complejo, considerando tener su solución, sin que en muchas ocasio¬nes tuviera realmente un argumento serio en favor de sus tesis y con¬fiado fundamentalmente en su capacidad para resolverlo de manera infalible y sin dificultad. Esa confianza estaba justificada en el caso de su capacidad para las Matemáticas, en las que tuvo un talento ex¬cepcional para resolver los problemas más complejos, pero no en materias más colmadas de matices y perspectivas, como lo era la Filosofía o como lo era también el resto de las cien¬cias experimentales.
Sin embargo, su seguridad en su capacidad para las Matemáti¬cas le condujo a confiar excesivamente en la pose-sión de una capaci¬dad similar para descifrar los problemas de cualquier otro tipo de conocimientos, y tal actitud le llevó a una exagerada frivolidad que tuvo consecuencias muy nega-tivas para la coherencia de su obra filosófica y científica en la serie de ocasiones en que, por no haber reflexio¬nado con un mínimo de seriedad, defendió teorías absurdas o que poste-riormente abandonaba sin explicación alguna para pasar a de¬fender las contrarias, como en el caso del problema de la libertad, que se analizará más adelante, en cuyo tratamiento o bien modificaba frecuen¬temente el propio concepto de liber-tad, o bien llegaba a defender el determinismo propio del intelectualismo socrático para atacarlo cuando se daba cuenta de que tal planteamiento podía ser criticado por la jerarquía católica . Igualmente su frivolidad se manifestó en el trata-miento de la cuestión de si Dios podía ser o no causa de los propios errores, que, aunque en líneas generales fue resuelto rechazando que Dios pudiera ser engañador, en al¬gunas oca-siones la resolvió aceptando la hipótesis contraria… y negan-do después haberla aceptado.
En definitiva, este modo de ser le condicionó hasta el punto de llegar a defender doctrinas contradictorias o a incu-rrir en gravísimos errores en sus razonamientos, siendo luego inconsecuente con ellos en diversas ocasiones, de manera que estas peculiaridades de su personalidad tuvieron, además de los errores mencionados, gravísimas repercusiones en sus ar-gumentaciones filosóficas relacionadas con su método y con su sistema, tal como se mostrará en los siguientes capítulos.
De manera paradójica, un aspecto indirectamente posi-tivo de esta frivolidad fue que, como consecuencia de ella, en muchos momentos escribía de manera precipitada y dogmá-tica lo que se le ocurría, y tal actitud le impedía tomar la precaución de ser coherente luego con lo que había dicho, de manera que más adelante emitía nuevas afirmaciones, contra-dictorias con las anteriores, sin preocuparse por explicar las causas de sus cambios de punto de vista, de forma que lo “positivo” de tal espontaneidad, derivada de su frivolidad, es que, a pesar de que los críticos en general no parecen haberse fijado mucho, esta frivolidad facilita mucho la labor crítica a la hora de señalar la serie de contradicciones en que incurrió el pensador francés.
2.2.6. Manipulación de personas
La acusada tendencia de Descartes a manipular a sus teóricos amigos, como instrumentos al servicio de sus fines personales pudo haber sido, por lo menos en parte, conse-cuencia de su privación afectiva durante su infancia. Tal privación le habría dificultado un desarrollo normal de la afectividad hacia los demás, una desconfianza hacia ellos y una tendencia a utilizarlos como meros instrumentos, tal como se muestra a continuación:
a) En efecto, tal actitud se manifestó en primer lugar en sus relaciones con su propia familia, especialmente con su padre y con su hermano mayor. La Psicología habla del sín-drome del segundón, relacionado con la hipótesis de que el segundo hijo despierta en los padres un interés y un afecto bastante menos intenso que el primero, de forma que aquél puede llegar a sentirse como un intruso, no desarrollando con normalidad su afectividad. En relación con esta cuestión, hay que hacer referencia igualmente a unos estudios del año 2009, que muestran cómo estadísticamente los primeros hijos tienen un coeficiente intelectual un diez por ciento más elevado que el de sus demás hermanos y ese hecho podría tener su explica¬ción en la diferencia de dedicación que recibe el primero respecto al segundo o a cualquiera de los demás.
Descartes no fue un segundón, pero su primer hermano murió al nacer, su segundo hermano era su hermana Jeanne y su tercer hermano era Pierre, mientras que él era el cuarto, lo cual efectivamente debió de influir en que su infancia estu-viera bastante privada de afecto, teniendo en cuenta además que su madre murió un año después de nacer él. Además, Descartes tampoco contó con un afecto paterno adecuado, pues su padre pasaba largas temporadas fuera del hogar familiar, y desde los diez hasta los dieciocho años estuvo internado en el colegio de La Fléche.
Una consecuencia de esta carencia afectiva debió de ser que, desde que acabó sus estudios, permaneció poco tiempo en el domicilio familiar, marchando en 1618 a Holanda, donde se alistó en el ejército de Mauricio de Nassau y desde ese momento fueron escasas las ocasiones en que regresó junto a la familia.
Respecto a esta cuestión, R. Watson señala que sus relaciones afectivas de carácter familiar brillan por su ausen-cia, hasta el punto de que “en cuanto a los asuntos familiares, los únicos que preocupaban a Descartes se relacionaban con el dinero” . Además, las escasas ocasiones en que Descar-tes regresó junto a su familia estuvieron esencialmente rela-cionadas con el asunto del cobro de su herencia materna y paterna, y con la posible compra de un cargo que pudiera servirle como medio de vida.
b) Esta frialdad con la familia más cercana y este espíritu calculador se manifestó igualmente con sus teóricos amigos, como Mersenne, Silhon o Chanut, pero también y de manera mucho más desconsiderada en sus relaciones con determi-nadas personalidades de cierta relevancia política o religiosa que, en cuanto podían influir en su propia vida, procuró ma-nipular, aparentando sentir hacia ellos una amistad especial.
b1) Así, cuando a mediados de 1629 estuvo interesado en la construcción de una lente hiperbólica, escribió a J. Ferrier, un famoso óptico de París, animándole a que viniera a trabajar con él, diciéndole que él correría con todos los gastos, que vivirían como hermanos, que podrían ver “si hay animales en la Luna”, que tendría el tiempo libre para lo que quisiera, que nadie le molestaría y que no le pondría obstá-culo alguno para que regresara a París cuando quisiera . Y así todo el panorama se lo pintaba realmente atractivo, pero no porque realmente estuviera encantado con la amistad de Ferrier sino sólo porque en aquel momento se había intere-sado por esa cuestión de óptica y quería que Ferrier dejase lo que estuviera haciendo en París para embarcarle en la misma tarea que a él le interesaba en aquel momento, tarea que, por cierto, pronto dejó de atraerle, precisamente cuando, después de una primera negativa, Ferrier tomó la decisión de aceptar su llamada.
b2) La “amistad” entre Descartes y el padre Mersenne repre¬senta otro ejemplo del egoísmo calculador de Descartes, teniendo en cuenta que, a pesar de que este clérigo siempre estuvo a la disposi¬ción de Descartes, como si fuera su secre-tario sin sueldo, su confi¬dente y su aliado incondicional, hasta el punto de que la correspon¬dencia entre ambos es mucho mayor que la que tuvo con cualquier otro de sus amigos, y a pesar de la fidelidad y comprensión constantes de su amigo hacia él, el pensador francés ni siquiera tuvo el detalle de estar a su lado durante los últimos días de su vida, ni el de asistir a su entierro: Descartes se fue de París el día 27 de agosto de 1648 y Mersenne moría cinco días después, el día 1 de septiembre.
b3) A Jean de Silhon, secretario del cardenal Mazarino, a quien había conocido entre 1626 y 1628, lo utilizó para conseguir una pensión de Luís XIV, cuando ya casi había agotado la herencia paterna, y necesitaba un nuevo medio de subsistencia.
b4) Por lo que se refiere a su relación con Hector P. Chanut, la lectura de su correspondencia sugiere que a partir de 1646 Descartes intensificó su “amistad” con él con la cal-culada finalidad de que éste le pusiera en contacto con la reina Cristina. En este sentido resulta bastante sintomática una carta de marzo de 1646, en la que manifiesta de manera sorprendentemente exagerada su enorme “simpatía” por Cha-nut, diciéndole entre otras cosas:
“Si me hubiera consentido a mí mismo el honor de escri-bir a vuestra merced tantas veces cuantas he deseado hacerlo desde que pasó por este país, mis cartas lo hubie-ran importunado con harta frecuencia, pues no ha trans-currido día en que no haya querido tomar la pluma varias veces” .
Y hacia el final de esa misma carta, insistiendo en esas muestras de afecto y consideración, escribe:
“como a veces me entran deseos de regresar a París casi me atrevo a decir que tengo queja de los señores ministros que le han dado el cargo que lo aleja de esa ciudad, y le aseguro que, si residiera en ella, ése sería uno de los principales motivos que podrían obligarme a visitarla” .
Siguiendo esta misma línea de calculado acercamiento en esa “amistad”, pero de modo mucho más exagerado resul-ta especialmente significativa a este respecto una carta de noviembre de ese mismo año en la que dice al embajador:
“Si no me inspirase su sabiduría tan extraordinaria esti-ma y no me impulsara tan vehemente deseo de aprender, no me habría mostrado tan importuno al rogarle que examinara mis escritos […] Y creo […] que lo mejor que puedo hacer de ahora en adelante es abstenerme de hacer libros […] y no es¬tudiar ya sino para instruirme y no comunicar mis pensa-mientos sino a aquéllos con los que pueda conversar en privado; y aseguro que nada podría hacerme más dichoso que tener conversaciones con vuestra merced […] Desde el primer momento en que tuve el honor de conocer a vuestra merced, le entregué toda mi confianza, y como he tenido después el atrevimiento de granjearme su benevolencia, le ruego que crea que no podría serle más devoto si toda mi vida hubiera transcurrido a su lado” .
Posteriormente, en febrero de 1647, Descartes, conoce-dor de la devota religiosidad de Chanut, le escribe una carta muy extensa en la que trata de mostrarse tan religioso o más que el embajador, de manera que esa carta casi parece más el extracto de un tratado de Teología y de Psicología medie-vales, en el que le explica sus puntos de vista acerca de diver-sas pasiones, acerca de Dios y acerca de algunos aspectos del cristianismo desde la perspectiva de un cristiano ejemplar, diciéndole entre otras cosas:
“no me asombra que algunos filósofos estén con¬vencidos de que sólo la religión cristiana nos hace capaces de amar a Dios al enseñarnos el misterio de la Encarnación con el que Dios se rebajó hasta hacerse semejante a nosotros” .
Desde luego, sorprende bastante que el matemático, el cientí¬fico y el filósofo Descartes, de pronto aparezca conver-tido en una especie de predicador que habla de “la Encar-nación” de Dios como si se tratase de un tema de profunda meditación o una más de las deducciones de su sistema racionalista.
Siguiendo esta misma línea religiosa, en las antípodas de la Filosofía y de la Ciencia, le dice más adelante:
“estimo que el camino que debemos seguir para llegar al amor de Dios es pensar que es un espíritu o un ente que piensa, con lo que, ya que la naturaleza de nuestra alma tiene cierto parecido con la suya, nos convencemos de que ésta es emanación de su suprema inteligencia” ,
atreviéndose a incurrir en la herejía panteísta-emanantista, contraria al creacionismo judeocristiano, aunque muy en la línea de lo que en el pensamiento místico denominan “vía unitiva”.
La sensación que provoca la lectura de esta extensísima carta es la de que en ella Descartes lo tiene todo fríamente calculado: no sólo ni en primer lugar pretende impresionar a Chanut, sino que parece que le escribe con la intención espe-cial de que muestre esa carta a la reina Cristina, de forma que esta “presentación” pueda significar, tal vez, el comienzo de una relación epistolar con ella, relación que efectivamente se produciría para, a continuación, dar el salto a la corte sueca. Pues, efectivamente, la reina leyó la carta dirigida a Chanut, de manera que al cabo de unos meses Descartes, en respuesta a una carta del embajador, volvió a escribirle diciéndole:
“Me invadió el temor al leer las primeras páginas, en las que me dice que el señor De Ryer había hablado a la Reina de una de mis cartas y que ésta deseaba verla. Y luego me tranqui¬licé, al llegar al punto en que vuestra merced me refiere que la oyó leer con cierto agrado. Y no sé si ha sido mayor mi admi¬ración al ver que la Reina comprendía con tan gran facili-dad cosas que parecen muy oscuras a los más doctos, o mi gozo al ver que no le desagradaban. Pero mi admiración dobló al comprobar la fuerza y el peso de las objeciones que hizo Su Majestad respecto al tamaño que atribuyo al universo” .
b) Tiene interés observar que en esta última carta apare-cen expresiones de especial admiración hacia la reina Cristi-na, que parecen escritas con la intención y la expectativa de que ella llegase a leerlas. En otras cartas la trató de un modo escandalosamente servil y ridículamente halagador, como si fuera una especie de divinidad reencarnada, pero con la clara finalidad de conseguir su simpatía y obtener de ella la invi-tación de ir a su corte de Suecia. De este modo pretendía obtener varios objetivos importantes: Librarse de sus desagra-dables tensiones con los teólogos holandeses, lograr mayor pres¬tigio y conseguir además una pensión o un sueldo que le permitiese recuperarse económicamente, pues los recursos económicos de que disponía, procedentes de la herencia de su padre, se le estaban agotando.
La reina Cristina escribió una carta a Descartes para decirle que había leído con interés sus Principios de la Filosofía. Descartes le respondió con otra en la que, de forma implícita, le “ofrecía” su presencia en la corte con una especie de contrato de esclavitud:
“me atrevo a asegurar con gran vehemencia a Vuestra Majestad que haré siempre cuanto esté en mi mano por cumplir con cualquier cosa que quiera mandarme y ninguna me pare¬cerá extremadamente dificultosa” .
A continuación la reina accedió a invitarle y Descartes se trasladó a Suecia para explicarle su filosofía. Sin embargo, no parece que la reina tuviera especial interés en tales explicaciones –y quizá ése fuera uno de los motivos de que no tuviese ninguna consideración con él, citándole a las cinco de la mañana para recibir sus explicaciones filosóficas-. Además, Descartes tuvo que encargarse de asuntos que nada tenían que ver con tal enseñanza y, a pesar de que en sus cartas no llegase a manifestar un sentimiento de humillación, tales encargos debieron de herir profundamente su amor propio, llevándole a desear regresar a Francia o a cualquier otro lugar en el que pudiera encontrar “tranquilidad y reposo” .
En su afán por lograr el interés de la reina hacia su filo-sofía, le prestó una parte de su correspondencia con la prin-cesa Elisabeth, relacionada con sus reflexiones acerca de las diversas pasiones humanas, y poste¬riormente redactó para la reina una versión ampliada de Las pasiones del alma, obra que, abreviada, había dedicado a la princesa Elisa¬beth. Sin embargo, la reina tenía otros intereses, como el aprendizaje del griego y la práctica de la equitación. Prueba clara de este menos¬precio hacia el pensador francés fue que se le encar-gase escribir unos estatutos para una academia sueca, lo cual, desde luego, no tenía mucho que ver con la filosofía y, dada la megalomanía de Descartes, debió de sentir ese trato como una profunda humillación, a pesar de que tuvo que tragarse su orgullo, ya que no podía negarse a acceder a tal petición en cuanto, en la última carta citada, anterior a su partida a Sue-cia, le había escrito que cumpliría cualquier cosa que quisiera mandarle . En definitiva, parece que la reina se sirvió del francés como un personaje decorativo de la corte. Descartes se sentía muy incómodo y de-seaba regresar, pero la muerte le ahorró tener que tomar una decisión acerca de su partida.
c) Su orgullo y su dogmatismo, junto con su afán de brillar y destacar ante los demás, tuvieron que ceder ante su espíritu calculador en cuanto comprendía en diversas ocasio-nes que era más conveniente para sus intereses manifestarse como adulador antes que como un déspota que desde la altura de su egolatría se atreviese a criticar a aquellos de quie-nes había calculado que podía obtener algún beneficio, como ocurría en el caso de la orden de los jesuitas, en el caso de los “decanos y doctores” de la facultad de teología de la Sorbona, a quienes dedicó su carta de presentación de las Meditaciones Metafísicas con el fin de contar con su amparo y protección, o como en el caso de los cardenales y autoridades políticas a quienes envió ejemplares del Discurso del método con esa misma finalidad de sentirse seguro y respaldado por ellos.
a) En este sentido, como ya se ha dicho antes, Descartes llegó a confiar en la idea de que los jesuitas aceptarían su propia filosofía para sustituir los textos tradicionales, segui-dores de la escolástica y de la filosofía aristotélica. Sin embargo, se había enzarzado en una discusión con el padre Bourdin, un jesuita que había criticado su filosofía y con el cual deseaba polemizar. Pero, como la propia Rodis-Lewis reconoce a pesar de su devoción por su compatriota, éste, de¬seoso de tener el apoyo de sus antiguos maestros, renunció a tal combate contra el jesuita Bourdin al tomar conciencia de que seguir su impulso natural iría en contra de sus intereses por lo que se refiere a lograr una predisposición favorable por parte de los jesuitas.
b) La índole fría y calculadora de Descartes se hizo igualmente patente en su dedicatoria de las Meditaciones Metafísicas “a los doctores y decanos de la sagrada facultad de teología de París”, donde, entre otras cosas y en relación con sus argumentaciones acerca de la existencia de Dios, del alma y de su inmortalidad, les dice de manera calculadamente sumisa y halagadora:
“no espero que tengan gran predicamento sobre los espíritus si no las tomáis bajo vuestra protección”.
El interés de Descartes al manifestarse de ese modo tan servil con estos teólogos era al menos doble: Por una parte, el de cubrirse las espaldas ante cualquier posible acusación de herejía, al tener el apoyo de los teólogos de la Sorbona, a quienes además pidió su ayuda para corregir cualquier error que pudiera haber cometido en esta obra mediante la cual decía confiar en que
“ya no habrá nadie que se atreva a dudar de la existencia de Dios” ,
y, por otra, el de utilizar a tales señores doctores y decanos como un trampolín que catapultase su propio prestigio como filósofo.
c) Igualmente, cuando en 1647 se encontró ante fuertes tensiones, acosado por los teólogos holandeses, buscó de manera intere¬sada la ayuda del plenipotenciario Servien en su condición de francés, utilizando para su propio interés un patriotismo fingido, relacionado con el “honor de Francia”, que no parecía haber tenido para él ningún interés hasta ese momento, en cuanto curiosamente, cuando se había alistado como voluntario al ejercito, lo había hecho al servicio de Mauricio de Nassau y al de Maximiliano de Baviera, ninguno de los cuales era francés, de manera que sus preocupaciones nunca habían estado relacionadas con ningún tipo de patrio-tismo. Ahora, sin embargo, manifestaba que se había ofen-dido el honor de Francia y el suyo propio, porque del mismo modo que los france¬ses habían derramado su sangre para ayudar “a echar de aquí a la In¬quisición de España”, también él, como francés, “había llevado […] las armas por la misma causa” , alistándose al servicio de Mauricio de Nassau –aunque no hubiese intervenido en batalla alguna-, y, a cambio, el pago que recibía era toda una serie de insultos y de calumnias .
Complementariamente y en relación con esta índole calcula-dora del pensador francés, resulta interesante la obser-vación de R. Watson cuando escribe que “todos los amigos de Descartes [eran] ricos” . Y, aunque esto no sea del todo cierto, podría decirse, aun¬que también sin generalizar, que la mayoría de sus amigos, reales o por simple interés, fueron clérigos, como el padre Étienne Charlet, familiar suyo con un cargo importante en el colegio de La Flèche, los padres Mersenne, Arnauld, Mesland, Dinet, Vatier, Gibieuf y Claude Picot –el llamado “cura ateo”-, administrador del di¬nero de Descartes en Francia-. Procuró también mantener buenas re¬laciones al menos con los cardenales Bérulle, Richelieu y Bagni, por su poder religioso y político. Gran parte de su correspondencia es¬tuvo dirigida precisamente a estas perso-nas y, de modo particular, al padre Mersenne, su mejor amigo, aunque Descartes no tuviese hacia él un sentimiento recíproco, que se tradujese al menos en una auténtica corres-pondencia afectiva hacia él.
El cobijo y apoyo intelectual, político y social que estas amistades le suponían fue indudablemente un motivo funda-mental de su acercamiento a ellas. Esa búsqueda de apoyo se pone de manifiesto, por ejemplo, en una carta a Mersenne en la que se muestra preocupado por si ha defendido al¬guna tesis errónea en relación con las doctrinas teológicas orto¬doxas .
Descartes sentía la necesidad de relacionarse bien con quienes pudiesen ayudarle a sentirse respaldado en su labor intelectual y a no sentir sobre su cabeza la espada de Damo-cles representada por la Jerarquía Católica y su “Santa In-quisición”. Además, era consciente de que, sin duda, esas buenas relaciones podían servirle como plataforma para au-mentar su prestigio en el ámbito de la Filosofía. Así que si uno se pregunta si fueron esas amistades las que influyeron en la delimitación de sus escritos, en cuanto debían estar orientados y so¬metidos a las creencias y dogmas teológicos de la Iglesia Católica, o si, por el contrario, fueron ya estos aspectos de su filosofía los que le llevaron a conectar mejor con toda esa serie de clérigos y de perso¬nas de talante reli-gioso católico, con quienes mantuvo una correspon-dencia incomparablemente más importante que con quienes defen¬dieron un pensamiento más independiente y alejado de la dogmática católica, como Hobbes o como Voetius, la res-puesta a esta alterna¬tiva parece encontrarse en su primera parte: Tanto la formación car¬tesiana como su círculo inicial de amistades religiosas determinaron los límites dentro de los cuales podía ejercer su “libre” actividad fi¬losófica y su como-didad a la hora de escribir y de contrastar puntos de vista, que en líneas generales, con alguna excepción como la de Hobbes y al margen de algunas diferencias de opinión con otros pen¬sadores, se mantuvo dentro del círculo de personas que acep-taban y ocupaban algún cargo de cierta relevancia en la orga-nización católica.
2.2.7. Mendacidad
Por lo que se refiere a la tendencia de Descartes a men-tir, un aspecto más de su tendencia a la fabulación, o vice-versa, e igualmente un aspecto más de su manipulación de personas, puede observarse en diversas ocasiones de su vida:
a) Así, en relación con la teoría heliocéntrica por una parte reconoció estar de acuerdo con Galileo, pero por otra luego lo negó sin reparo alguno. Su afirmación del heliocen-trismo se produjo en las ocasiones en que escribió a Mer-senne diciéndole que no podía publicar su obra El mundo porque en ella defendía la doctrina sustentada por Galileo y rechazada por la jerarquía católica . Pero, frente a esa pos-tura tan claramente favorable al heliocentrismo y aunque renunciase a ella por someterse a la autoridad de la iglesia católica, en el Discurso del método no tuvo reparos en dar a entender que no había compartido la tesis de Galileo, escribiendo en este sentido:
“Hace tres años que llegué al término del tratado […], cuando supe que unas personas por las que siento defe-rencia […] habían desaprobado una opinión sobre física, publicada un poco antes por otro [= Galileo]; no quiero decir que yo fuera de esa opinión sino sólo que no había notado nada en ella, antes de que fuera censurada, que pudiera imaginar que fuera perjudicial a la religión ni al estado […] esto me hizo temer que no fuera a haber tam-bién alguna en las mías en la que me hubiese engañado, pese al gran cuidado que siempre he tenido” .
Pero una de ambas posiciones era falsa, ya que estaba en contradicción con la otra, y eso decía muy poco en favor de la integridad intelectual de Descartes, en cuanto ni siquiera necesitaba haber sido especialmente sincero para evitar la mentira: Hubiera podido evitarla simplemente si en el Dis-curso del método no hubiese dicho nada acerca de su punto de vista sobre la cuestión del posible movimiento de la Tierra. Pero, al parecer, su miedo a la jerarquía católica era tan grande que prefirió declarar –o dar a entender- gratui-tamente que él “no era de esa opinión” antes que no pronun-ciarse acerca de ella, a pesar de que en varias cartas a Mersenne había reconocido su acuerdo con Galileo.
Por otra parte y siguiendo su propósito de conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más posible a las doctrinas de la Iglesia Católica, no parece que tuviera otros motivos para establecer su posterior “teoría de los torbellinos” que precisamente el de buscar congraciarse todavía más con la jerarquía de dicha organización religiosa, presentando una doctrina ecléctica, en la que aceptaba la doctrina de la Iglesia de Roma, asumiendo que los planetas no se movían por ellos mismos alrededor del Sol, aunque eran movidos por la co¬rriente de la materia celeste circundante .
También llama la atención que aquí, en el Discurso del Método, a diferencia de lo que los críticos suelen decir acerca de las causas por las cuales dejó de publicar El mundo, consi-derando que se abstuvo de hacerlo por su temor a la Inqui-sición, Descartes afirmase que la causa real de su abstención fue que pensó que tal vez en su tratado hubiera errores simi-lares a los de Galileo, de los que él no hubiera tomado con-ciencia y que pudieran ser perjudiciales para la religión o para el Estado, como si le importasen tales instituciones hasta ese punto y no por el beneficio o el perjuicio que pudiera obtener de ellas. El mismo lema “larvatus prodeo” -“avanzo enmascarado”-, utilizado en su cuaderno secreto de 1619, im¬plica una actitud comprensible en una sociedad controlada y opri¬mida por la jerarquía católica y su “santa Inquisición”, pero repre¬senta un indicio claro de que para comprenderle había que ir más allá de esa máscara con la que quiso prote-gerse de manera especial del peligro de una sociedad en la que el poder de la jerarquía católica su¬ponía un serio riesgo para la integridad física, social y moral de quienes preten-dieran ejercer la libertad de pensamiento y expresión de sus ideas . Por ello también, la simulación no podía ser en él una ac¬titud esporádica sino conscientemente asumida, tanto para evitar el peligro representado por la jerarquía católica francesa, que en aque¬llos mo¬mentos gozaba de bastante inde-pendencia respecto a la romana, como también a fin de aprovecharse de ella para el aumento de su prestigio como filósofo, presentándose como un fervoroso católico al afirmar de manera inequívoca:
“yo someto todas mis opiniones […] a la autoridad de la Iglesia” ,
o también:
“es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios” ,
a pesar del burdo círculo vicioso que había en este último párrafo de su carta, incluida en el comienzo de sus Medita-ciones Metafísicas y dirigida a los decanos y doctores de la facultad de Teología de París como un salvoconducto para el caso de que alguna de las ideas expresadas en su obra pudiera merecer la condena de la jerarquía católica. Y me atrevo a escribir “burdo círculo vicioso” porque encaja más con su personalidad y, desde luego, con su capacidad lógica haberse servido de él, consciente de que lo era, que imaginar que lo hubiera hecho de manera inadvertida. Y, si realmente no tuvo repa¬ros en incurrir en este círculo vicioso de manera cons-ciente, podría plantearse la pregunta de por qué lo hizo. La respuesta parece clara en el sentido de que lo hizo preci-samente para aparecer ante la jerarquía católica como un católico muy ferviente y devoto, tanto para evitar que pudie-ran acusarle de cualquier herejía, como había suce¬dido con Galileo, como para encontrar el apoyo de la jerarquía cató¬lica en su ambicioso deseo de aumentar su prestigio como filó-sofo dentro del círculo de la ortodoxia católica.
b) En relación con su temor a la jerarquía católica conviene indicar que el hecho de que en el año 1628 Descartes marchase –o huyese- a Holanda de manera súbita sugiere que pudo ser la entrevista con el cardenal Bérulle, a la que se refirió Baillet en su biografía sobre Descartes, con alguna amenaza velada o explícita, lo que llevó al pensador francés a tomar aquella decisión. Y su preocupación por evi-tar que se conociera su dirección, por lo menos durante el tiempo en que pudo creer que su vida corría peligro, pudo estar mo¬tivada precisamente por esa misma causa, es decir, no por los moti¬vos indicados por Baillet, relacionados con la búsqueda de soledad para poder dedicarse a su tarea filo-sófica, sino por otro muy distinto como lo era el temor a ser detenido y a padecer una suerte parecida a la de J. Fontanier o a la de G. C. Vanini. Como se ha indicado antes, hay que tener en cuenta que Descartes marchó a Holanda a finales de 1628, que el cardenal Bérulle murió el 2 de octubre de 1629 y que justo ese mismo mes de ese mismo año, abandonando “su buscada soledad”, el filósofo francés se trasladó por fin a Amsterdam, una ciudad especialmente impor¬tante, en la que era mucho más fácil localizarle. Por otra parte y en línea con esta hipótesis se encuentra la carta que el propio Descartes escribió a su padre y a su hermano Pierre en el año 1640 diciéndoles expresamente que su marcha a Holanda había obedecido precisa¬mente a este motivo. Watson apoya una interpretación similar a ésta cuando escribe: “Sabiendo cuán poderoso era el cardenal Bérulle en la corte francesa, Descartes pudo haber visto la fuga como su única salida” .
c) Al margen de la manipulación de personas, Descartes tuvo igualmente una actitud calculadora y nada sincera cuando renunció a incluir la religión en su teórica duda metó-dica universal, re¬nuncia que representaba una actitud contra-dictoria con respecto a la universalidad de dicha duda y que fue consecuencia de la aplicación de un frío cálculo por el que comprendió que no le convenía extenderla hasta la reli-gión, aunque sólo lo hubiera hecho de manera convéncional y ficticia y por cumplir con las exigencias de su propio método, al margen de que en realidad dudase o no de la verdad de sus contenidos doctrinales. Ciertamente, Descartes se encontraba ante un dilema difícil de resolver: Su método le exigía poner en duda las doctrinas religiosas, pero el hacerlo implicaba un considera¬ble peligro no sólo para su futuro como filósofo y científico sino in¬cluso para su integridad física. En conse-cuencia, optó por excluir de la duda las doctrinas religiosas porque era consciente de ese peligro, pero tal decisión le condujo a ser incoherente con su pretensión teó¬rica de conce-der un carácter universal a dicha duda, y también a mentir a la hora de explicar los motivos por los que eximía a la religión de la prueba de la duda metódica.
Lo más coherente desde un punto de vista lógico habría sido que, siendo consecuente con su pretensión de aplicar la duda de manera universal, hubiese incluido en ésta todo lo relacionado con la religión. Pero, en cuanto no lo hizo, podía al menos haberse abstenido de inventar pretextos que nada tenían que ver con la auténtica causa de su exclusión de la religión de la prueba de la duda, pues no sólo dijo que tenía la religión de su rey y de su nodriza como un pretexto para excluirla de sus investigaciones acerca del conocimiento, sino que más adelante tuvo incluso la osadía de pretender explicar algún dogma de la religión católica, como el de la transus-tanciación, que precisamente por tratarse de un “dogma” debía encontrarse por definición más allá de cualquier de¬mostración. Es cierto que habría sido una temeridad que Descartes afirmase que excluía la religión de la duda metódi-ca por temor a las represa¬lias de la jerarquía de la iglesia católica, pues esa misma justifica¬ción habría provocado las iras de dicha jerarquía, pero, en cualquier caso, la impresión que suscita la lectura de las obras del pensador francés es, como ya observó Pascal, que su Dios –a excepción del de sus últimos años en alguna de sus cartas a la princesa Elisabeth, a Pierre Chanut y a la reina Cristina- tenía muy poco que ver con el Dios de la religión y sólo se había servido de él para los fines de su filosofía.
Sin llegar a afirmar, como Voetius, que Descartes fuera ateo, parece que su interés por mantener excelentes relaciones con la jerarquía católica fue lo que le guió especialmente para crear un sistema filosófico en el que la religión siguiera jugando un papel tan primordial como el que había tenido en la filosofía medieval, al margen de que, en cuanto le resultó posible, el pensador francés intro¬dujo ideas realmente nuevas y valiosas para el desarrollo de la Filo¬sofía, como el de la búsqueda de un método seguro para su progreso –aunque no su hallazgo- y alguna teoría innovadora para el desarrollo de la Ciencia, como lo fueron los principios de su Física y, hasta cierto punto, su mecanicismo.
Su búsqueda de coherencia lógica, a pesar de los dogmas irracionales de las doctrinas católicas, le llevó en algún caso a la defensa de algún planteamiento plenamente acertado, aun-que de un modo nada conveniente para sus intereses en su relación con la jerarquía católica. Así, por ejemplo, en el tema de la oración consideró que no se debía rezar a Dios para pedirle nada, a no ser el cumplimiento de su voluntad, en cuanto pedirle otra cosa implicaría no haber enten¬dido que, de acuerdo con su omnipotencia y su bondad, Dios siempre hacía lo mejor, por lo que no tenía sentido pedirle otra cosa que el cumplimiento de su voluntad. También es verdad que Descartes no se atrevió a dar un último paso en este punto, pues no quiso o no supo ver o no se atrevió a manifestar que esta última forma de ora¬ción era igualmente absurda, pues implicaba admitir que la petición de que se cumpliera la voluntad de Dios podía influir positivamente en dicho cum-plimiento, como si el poder de Dios fuera incapaz por sí mismo para cumplir su propia voluntad al margen de la intensidad que pudieran tener las peticiones humanas. Por ello, cuando Descartes insiste en tantas ocasiones en que no quiere tratar acerca de cuestiones de Teología lo que sucede es que teme que su capacidad lógica le traicione y llegue a afirmar doctrinas demasiado coherentes y sensatas, que, pre-cisamente por ello, podrían crearle problemas, por ser opues-tas a las defendidas desde la ortodoxia católica. De hecho y como consecuencia de su capacidad para un pensamiento lógico riguroso, según indica Watson, Descartes llegó a negar algún dogma de la iglesia católica, como el del pecado ori-ginal, dogma efectivamente absurdo e incompatible con el del supuesto amor y misericordia infinita de Dios y con algunos otros cuyo comentario no es éste el momento de realizar.
d) Otra muestra más de su mendacidad es la de su atrevimiento a la hora de explicar a la princesa Elisabeth de Bohemia la teoría aristotélica acerca de la felicidad de un modo erróneo, sin incidir en la idea esencial de la auténtica doctrina aristotélica, confiado, al parecer, en que la princesa no sabría nada de ella, y en que podría pre¬sumir de su “erudi-ción” a este respecto. En este sentido, en su carta del 18 de agosto de 1645 le dice que para Aristóteles la felicidad “cons-ta de todas las perfecciones tanto del cuerpo como del espí¬ritu” sin mencionar para nada la idea esencial aristotélica según la cual la felicidad consiste en la vida teorética, como actividad de la razón considerada como la esencia propia del hombre, siendo las demás perfecciones de que habló Descar-tes a la princesa sólo condi¬ciones para tal ejercicio.
2.2.7.1. Mitomanía
La mendacidad cartesiana se expresó igualmente a lo largo de la creación de una serie de doctrinas pretendida-mente filosóficas y científicas que sólo fueron una muestra de la osadía del francés para afirmar de un modo pseudocien-tífico lo que sólo era un producto de su fantasía, en cuanto tales doctrinas o bien eran absurdas por sí mismas o bien lo eran en el sentido al menos de que las afirmaciones en que se basaban eran imposibles de verificar. Descartes, inducido por su megalomanía, utilizó en bastantes momentos esta manera de escribir, tan aparentemente seria y meticulosa, como si, en relación con cuestiones como la de la conexión entre el alma y el cuerpo y con algunas otras, hubiera realizado investi-gaciones con un microscopio electrónico de precisión infi-nita, que le hubieran conducido a la obtención de tan asom-brosos descubrimientos.
Efectivamente, así sucedió en muy diversas ocasiones, como cuando escribió acerca de
a) la interacción de alma y cuerpo,
b) la causa de la circulación sanguínea,
d) los modos de dilatación del corazón,
c) los “espíritus animales”, y
e) los cuatro elementos de Empédocles.
a) Resulta difícilmente creíble que, al considerar que una realidad material como la glándula pineal podía servir de intermediaria entre el cuerpo material y el alma, supuesta-mente inmaterial, Descartes no entendiera que el problema de la relación entre estas sustancias, teóricamente heterogéneas, lejos de solucionarse, se desplazaba al de tener que explicar a continuación cómo se relacionaba el alma con la glándula pineal, que también era material. Sin embargo, el francés tuvo la incomprensible osadía de presentar su teoría de forma minuciosamente detallada, con la intención, aparente al menos, de presen¬tar una descripción auténticamente cientí-fica, como si realmente cre¬yese en la verdad de lo que estaba diciendo. Y así, como si se tratase de la expresión de meticu-losas observaciones, escribió:
“la pequeña glándula, sede principal del alma, está sus-pendida de tal modo entre las cavidades que contienen esos espíritus que puede ser movida por ellos de tantas maneras diferentes como diferencias sensibles hay en los objetos; pero que puede también ser diversamente movida por el alma, la cual es de tal naturaleza que recibe tantas impresiones diferentes, es decir, tiene tantas percepciones distintas como diversos movimien¬tos se producen en esta glándula; así también, recíprocamente, la máquina del cuerpo está compuesta de tal modo que, por el mero hecho de que esta glándula es diversamente movida por el alma o por cualquier otra causa por la que pueda serlo, impulsa a los espíritus que la rodean hacia los poros del cerebro y éstos los conducen a través de los nervios hasta los múscu¬los, mediante lo cual les hace mover los miembros” .
En relación con toda esta serie de disparates del “teó-logo” francés, resulta chocante y ridículo en sumo grado el comentario de Rodis-Lewis, “hagiógrafa” actual de Des-cartes, cuando escribe: “la reflexión cartesiana sobre la unión del alma y el cuerpo no deja de enriquecerse en el periodo siguiente [a éste del año 1638]” . El chovinismo y la falta de sentido crítico de Rodis-Lewis se muestran de forma asombrosa cuando se atreve a formular esta afirmación. Resulta difícil de entender cómo pudo escribir una necedad como ésa, o cómo pudo hablar del enriqueci¬miento de la reflexión cartesiana acerca de la unión entre al alma y el cuerpo, cuando, incluso aunque hubiera tenido algún sentido afirmar algo así como la existencia de esa “res cogitans” inmaterial, habría sido absurdo pretender dar un solo paso en la localización de su sede, puesto que en teoría se trataba de una sustancia inmaterial y por lo tanto sin localización espacial alguna, y en la investigación de su supuesta, aunque imposible, interacción con la “res extensa”.
Al parecer la forma culminante de enriquecimiento de la psicología cartesiana se produjo unos años después cuando en una carta a Regius le comunicó –redescubriendo a Aristóteles a sus 46 años-, que “el alma es realmente forma sustancial del hombre” , punto de vista que, por cierto no conducía a la conclusión de que el alma fuera inmortal sino, por el con-trario, tan mortal como el cuerpo, al menos desde la pers-pectiva aristotélica.
b) Así sucedió también, cuando, tratando de presentar una explicación del movimiento del corazón, criticó la de Harvey, que era la correcta, y presentó la suya como “necesariamente” [!] verdadera, escribiendo en este sentido:
“este movimiento que acabo de explicar se sigue tan necesariamente de la sola disposición de los órganos que están a la vista […] que se puede conocer por expe-riencia, como el movimiento del reloj se sigue de la fuerza” .
Pero la verdad es que, cuando se observa la descripción de to¬das esas falsedades como si fueran de verdades eviden-tes, se tiene la impresión de que o bien el autor era un incom-petente muy osado o bien era un cínico sin escrúpulos con una ambición desmedida por ganar prestigio como cien-tífico, confiado en que nadie comprobaría sus investigaciones y, en consecuencia, nadie se atrevería a refutarlas. Y, en cuanto se sabe que Descartes no era preci¬samente un incom-petente, parece que la explicación más lógica de su actitud se encuentra en la segunda parte de la alternativa presentada.
c) La frivolidad y la mendacidad del “teólogo” francés se muestran igualmente en aquellos otros lugares en los que tiende a sustituir los razonamientos y las experiencias riguro-sas por frases y discursos teatrales y pretendidamente eru-ditos, pero asombrosamente absurdos. Esta actitud aparece especialmente en Las Pasiones del alma, en donde Descartes escribió de manera dogmática y con aparente seguridad y minuciosidad absoluta acerca de cuestiones simplemente ab-surdas, como la referente a las diversas formas de dilatación del corazón, en cuanto se basaban en el falso supuesto de que la sangre procedente de cada una de las diversas partes del cuerpo se mantendría separada de la del resto a la hora de pasar por el corazón, de manera que, según de donde proce-diera, provocaría diferencias apreciables en la forma en que éste se dilatase, y que además el propio pensador francés lo hubiera observado personalmente, tal como se desprende de la siguiente “descripción”:
“la sangre que procede de la parte inferior del hígado, donde está la bilis, se dilata en el corazón de modo distinto de la que proviene del bazo y esta última (se dilata) de modo diferente a la que procede de las venas de los brazos o de las piernas, y finalmente, ésta (se dilata) muy diferentemente que el jugo de los alimentos cuando, al salir nuevamente del estómago y de las tripas, pasa rápidamente por el hígado hasta el corazón” .
En este texto el pensador francés no sólo tuvo la desver-güenza de afirmar, de acuerdo con su fantasiosa teoría acerca de la circulación de la sangre, que ésta se dilataba al entrar en el corazón sino que tuvo la osadía de hablar de diversas formas de dilatación según cuál fuera el lugar de procedencia de la sangre, pretendiendo haber averiguado además de dónde procedía cada partícula de sangre que llegaba al corazón. ¿Es posible que el filósofo francés creyese de verdad lo que escribía?
d) Otro planteamiento similar puede observarse cuando, al hablar de los “espíritus animales”, a pesar de tratarse de un concepto confuso y casi metafísico, lo hizo con la misma seguridad –aparente al menos- que si los estuviera viendo moverse de un sitio para otro con su microscopio de máxima resolución:
“…justamente estas partes muy sutiles de sangre com-ponen los espíritus animales, para lo cual no necesitan experimentar ningún otro cambio en el cerebro, sino que en él quedan separadas de las partes de la sangre menos sutiles, pues lo que aquí llamo espíritus no son sino cuer-pos y no tienen otra propiedad que la de ser cuerpos muy pequeños y que se mueven muy rápidamente […] De manera que no se detienen en ningún sitio y que, a medi-da que algunos de ellos entran en la cavidad del cerebro, salen también algunos otros por los poros que hay en su sustancia, los cuales los conducen a los nervios y desde aquí a los músculos, lo que les permite mover el cuerpo de las distintas maneras en que puede ser movido” .
Y aquí, de nuevo, la misma pregunta de antes: ¿Cómo pudo identificar esos “espíritus animales”, siendo tan pe-queños y moviéndose tan rápidamente como él decía? ¿Real-mente sabía lo que decía o era un producto de su fantasía? ¿Realmente escribía con sinceridad o pretendía tomar el pelo al personal, haciéndose pasar por un auténtico científico?
e) De un modo igualmente escandaloso esta manera de escri¬bir, tan aparentemente seria, meticulosa y científica, aun-que llena de falsedades, aparece en los Principios de la Filo-sofía en general y en su cuarta parte en particular, donde, entre otras cosas, habla de forma detallada de cada uno de los cuatro ele-mentos de Empédocles como si se tratase de los más recientes y re¬volucionarios descubrimientos de la Física. Es posible que su mitomanía, impulsada por su megalomanía, pudiera llevarle a crear y a creer después las absurdas expli-caciones que daba, para las cuales no tenía otro procedi-miento de verificación que el de su propia fantasía, pero, en cualquier caso, no deja de ser asombrosa tanto su actitud como la de la serie de críticos a quienes no se les ha ocurrido denunciar esta serie de osadas fantasías absurdas del pen-sador francés.
2.2.7.2. Ocultación de fuentes
Algo parecido, aunque no idéntico, a esa facilidad para mentir fue su tendencia a ocultar las diversas fuentes que en bastantes casos debieron de servirle de inspiración, tanto para la elaboración de su filosofía como de sus teorías científicas.
a) Así, por lo que se refiere al planteamiento de la proposición “cogito, ergo sum” como verdad absoluta, Des-cartes no hizo referencia alguna a Aurelio Agustín (s. IV-V) ni a Jean de Mirecourt (s. XIV), ni a Gómez Pereira (s. XVI), ni a su contemporáneo y “amigo” Jean Silhon, quienes ya la habían utilizado en sus obras en un sentido no muy ale-jado del que tuvo en los escritos cartesianos y que, por lo menos en algún caso, debió de ser conocida por el pensador francés.
b) Por lo que se refiere a la hipótesis del “genio malig-no” o de un dios como causa de las propias intuiciones, tam-poco hizo referencia a Guillermo de Ockham, quien ya había sugerido en el siglo XIV que el propio Dios podía hacer que las intuiciones humanas no se correspondieran con realidades existentes en sí mismas sino que fueran directamente causa-das por la acción de Dios.
c) Así mismo y en relación con la utilización de la regla de la evidencia, tampoco mencionó a Guillermo de Ockham ni a Jean de Mirecourt, quienes ya se habían servido de ella, aunque desde una perspectiva más amplia que la que le dio Descartes y más ligada a la experiencia.
d) Igualmente y respecto al principio de inercia, tam-poco mencionó ni a Guillermo de Ockham, ni a Galileo, ni a su amigo Beeckman, que ya habían intuido de un modo muy aproximado este princi¬pio, aunque dando los dos últimos al movimiento inercial un carácter circular y no rectilíneo, no alcanzando la comprensión y precisión que logró Descartes en su enunciado de dicho principio.
e) Por lo que se refiere a su defensa del mecanicismo, tampoco mencionó al médico y filósofo español Gómez Pe-reira, quien ya defendió esa teoría en el siglo XVI aplicán-dola al mundo animal.
f) El uso del francés como lengua culta en su Discurso del método parecía una innovación original, pero ya Nicole d’Oresme la había utilizado en el siglo XIV, M. Montaigne había escrito sus Ensayos en francés en la segunda mitad del siglo XVI, y Pierre Charron la había utilizado en su obra Sobre la sabiduría, publicada en 1601.
g) Por lo que se refiere al uso de la máxima moral relacionada con seguir las leyes y costumbres del país en que uno se encuentre, tampoco mencionó a Pierre Charron, que ya antes había valorado positivamente esa adaptación a las costumbres de cada lugar. Se trataba, por cierto, de una máxima que hasta cierto punto podía ser prudente, pero que, llevada al extremo, habría sido una muestra de cobardía, pues no por estar en una sociedad de caníbales habría que practicar el canibalismo, ni por estar entre nazis habría que perseguir a los judíos. Descartes la aplicó, por cierto, a su propia vida en medio de una sociedad dominada por las supersti¬ciones de la jerarquía católica, procurando no ser simplemente un católico más, sino aparecer como máximo paladín del catolicismo.
Conviene recordar a este respecto su lema de juventud “Larvatus prodeo” o sus palabras, dirigidas en una carta a su amigo el padre Mersenne, en las que en relación con la condena de Galileo por su defensa del heliocentrismo y con el consiguiente peligro para él mismo por su defensa de un punto de vista similar, le expresa una confidencia muy signi-ficativa: “Para vivir bien debes ser invisible” , máxima que, según parece, procuró seguir a lo largo de toda su vida, no sólo evitando defender puntos de vista contrarios a los de la iglesia católica, sino incluso llegando a defender doctrinas absurdas en cuanto pensó que podían ser del agrado de esa organización.
h) Y, finalmente, tampoco hizo referencia a la serie de coincidencias, casi al pie de la letra, que había entre los proyectos esquemáticos del filósofo y médico español –o portugués- Francisco Sánchez, cuya obra escéptica Quod nihil scitur había aparecido en 1581, y los suyos, que, cierta-mente, significaron un desarrollo de lo que en Francisco Sánchez, conocido como “el despertador de Descartes”, fue un esquema de trabajo, tal como puede comprobarse en la parte correspondiente del presente estudio .
2.2.7.3. Tendencia a la fabulación
Como un aspecto complementario de la tendencia del pensador francés a la mentira hay que hacer referencia igual-mente a su tenden¬cia a la fabulación, que aparece igualmente en diversos momentos a lo largo de su vida.
a) En este sentido hay que aludir a la muy probable fabu-lación de los sueños de 1919 en Alemania, a los que Des-cartes hizo referencia en el Discurso del método, que aunque pudieron tener una base real, una parte importante de sus contenidos, tan detalladamente elaborados, parece haber sido enriquecida con toda una serie de detalles que convertían a esos sueños en algo realmente misterioso y fantástico. En tal elaboración también pudo haber participado su parte el pro-pio biógrafo A. Baillet. Por otra parte y aunque Descartes en ningún momento hizo mención del libro Las bodas químicas de Christian Rosenkreutz de Johan Valentín An¬dreae, esta obra había aparecido en 1616 y en ella hay una serie de detalles que coinciden de manera tan sorprendente con los de los “sueños” cartesianos que tal coinci-dencia lleva a pensar que en una importante medida sus visiones no fueron otra cosa que invenciones conscientes o la síntesis de una base real onírica enriquecida con tales invenciones inspiradas en esa obra, con la finalidad –normal hasta cierto punto en un joven de veintitrés años- de llamar la atención sobre su persona. En esos sueños se le planteaba la cuestión acerca de qué camino debía seguir en la vida (“Quod vitae sectabor iter”) y se le indicaba, según la interpretación del soñador, que debía dedicarla a la búsqueda de la Verdad.
Un argumento importante en apoyo de esta hipótesis acerca de la falsedad o tergiversación de tales sueños es el de que habría sido muy incoherente y extraño que, si tales sue-ños hubieran sido reales y así los hubiera interpretado el pen-sador francés, no hubiera tomado de inmediato la correspon-diente decisión de se-guir el camino que en ellos se le mos-traba, pues todavía tardó bas¬tantes años en tomar una reso-lución en ese sentido, ya que, en primer lugar, todavía en 1625 –es decir, seis años después de los supuestos sueños- se planteaba si compraría o no el cargo de “comisionado gene-ral” de Châtellerault, lo cual le habría alejado definitiva-mente de aquella “llamada divina”, supuestamente recibida en sus sueños; en segundo lugar, en el año 1628, teniendo ya 32 años, todavía se encontraba en Francia y, aunque había destacado como un extraordina¬rio matemático, seguía sin tener claro a qué dedicaría su vida; y, en tercer lugar, en el año 1629, ya en Holanda, todavía se puso en contacto con J. Ferrier para animarle a asociarse con él a fin de construir una lente hiperbólica, lo cual tampoco estaba especialmente cerca de aquella investigación de la Verdad, que en teoría debía haber recibido una respuesta inmediata en cuanto Descartes la hubiera considerado auténticamente significativa, y que se demoró hasta finales del año 1629.
b) Igualmente y aunque en el Discurso del Método escribió de modo fabulador que se había alistado en el ejército con la intención de conocer la forma de pensar y las costumbres de los diversos pueblos, en realidad lo que había sucedido fue que, como consecuencia de haberse alistado como voluntario en el ejér¬cito, había llegado a conocer esas otras formas de pensar y esas otras costumbres de otros pueblos. Como ya se ha dicho, su alistamiento en el ejército parece haber tenido como explicación la relacionada con la simple frivolidad de haber considerado que tal ocupación era la más adecuada para un joven perteneciente a la nobleza, sin llegar a plantearse si las guerras en que habría podido participar estaban o no justificadas.
c) La unión de su tendencia a la fabulación junto a su ingenua megalomanía puede explicar igualmente sus delirios relacionados con la idea de que los jesuitas suprimiesen sus tradicionales libros de textos de carácter escolástico para sustituirlos por otros con su propia filosofía. Y esa misma unión de ambos aspectos de su personalidad explicaría tam-bién la facilidad con que el pensador francés llegó a afirmar que en sus escritos se explicaban todos los fenómenos de la Naturaleza o que en la Geometría había llegado tan lejos como la mente humana podía llegar o que iba a realizar unos estudios médicos tales que permitirían que la media de edad de la vida humana alcanzase los cien años.
Paradójicamente y a pesar de que afirmó haber escogido la soledad para dedicarse más enteramente a la búsqueda de la verdad, su vida en Holanda, a excepción del primer año, no se caracterizó por la tranquilidad y el trabajo silencioso, sino por todo lo contrario. Como señala Watson, sólo al principio Descartes procuró mantener en se¬creto su domicilio, pero no parece que lo hiciera por aquel supuesto afán de soledad, sino por el temor a ser per¬seguido por las autoridades religiosas como consecuencia de sus ac¬tividades en París durante los años anteriores o por algún suceso puntual desconocido que fuera el que desencadenase su precipitada marcha. Como ya se ha dicho, un año después de su partida y coin¬cidiendo con la muerte de Bérulle, Descartes dejo de ocultarse y se trasladó a Amsterdam, lugar donde era perfecta¬mente visible. Durante los años siguientes a la muerte de Béru¬lle asistió a diversas universidades holandesas, como la de Leiden en 1630; y antes de 1635 mantuvo relaciones con Helena Jans y tuvo una hija, lo cual, aunque muestra una faceta simplemente humana del pensador francés, no encaja con aquel supuesto interés por la sole¬dad. Además, durante la serie de años pasados en Holanda se vio en¬vuelto en diversas polémicas con diversos pensadores y científicos como Beeckman, Fermat, Beau-grand, Roberval, Petit, Hobbes, Gassendi y Voetius, polé-micas que no debieron de contribuir pre¬cisamente a propor-cionarle la tranquilidad ni la soledad que decía buscar.
2.2.8. Menosprecio hacia la mujer
Por lo que se refiere a la opinión de Descartes acerca de la mujer hay que señalar que es el resultado de diferentes fac-tores, sin que el de su egocentrismo, que parece haber influí-do mucho en las anteriores características de su personalidad, haya tenido aquí más que una importancia secundaria.
Descartes consideró que las mujeres en general estaban infradotadas desde el punto de vista intelectual –con la excepción de las pertenecientes a la “nobleza”, como la princesa Elisabeth y la reina Cristina de Suecia, cuyo linaje compensaba con creces las deficien¬cias que hubieran debido tener por el hecho de ser mujeres-, de forma que el pensador francés juzgó que no estaban capacitadas para la comprensión de las cuestiones filosóficas o teológicas, según lo expuso en una carta en la que, refiriéndose a determinados pensamientos relacionados con sus “demostraciones” de la existencia de Dios, dijo al padre Vatier:
“estos pensamientos no me han parecido apropiados para incluirlos en un libro [= Discurso del Método], en el que he querido que incluso las mujeres pudieran entender alguna cosa” .
Quizá esta misma valoración negativa de la capacidad intelectual de la mujer pudo influir en su admiración por la princesa Elisa¬beth, que habría sido una excepción extraordi-naria, tanto por su ca¬pacidad intelectual, que era realmente excelente, como por su perte¬nencia a la nobleza, hecho que por sí mismo era para Descartes un valor muy importante. De hecho, por lo que se refiere a su admiración por la reina Cristina, en una gran medida estuvo inconscientemente pro-vocada por su valoración de la nobleza en sí misma, admi-ración que en este caso le deslumbró hasta el punto de llegar a considerarla más próxima a la divinidad que a la humani-dad, aunque también pudo haber sucedido que el interés de Descartes, más o menos consciente, por conseguir recibir de ella un trato especialmente favorable, concediéndole un pues-to en la corte o una pensión que le sirviera como solución de sus dificultades económicas, le hubiese conducido a expresar de manera calculadamente servil una intensidad emotiva mu-cho mayor que la que podía corresponderse con los valores objetivos de la reina y con los auténticos sentimientos del pensador francés. En cualquier caso, tal admiración se fue apagando muy pronto, a medida que Descartes comprendió que la reina le mantenía a distancia, sin permitirle el acceso libre a la corte y sólo en las escasas ocasiones en que a horas intempestivas de la noche llegó a recibirle para escuchar sus lecciones de filosofía.
La infravaloración intelectual de la mujer aparece en esta frase de modo inequívoco, pero no parece ser un punto de vista particular del filósofo francés sino la cómoda aceptación de un prejuicio de muy larga tradición, tanto bíblica como de la misma cultura griega, pues, a pesar de que Platón lo había superado en La República, Aristóteles volvió a asumirlo con-siderando a la mujer como una especie de varón imperfecto o inacabado. La ideología cristiana, con su doctrina de la mujer como la introductora del pecado, no hizo nada positivo para superarlo, y Pablo de Tarso defendió ideas absurdas como la de que “la cabeza de la mujer es el varón” y la de que, en cuanto la mujer fue creada por causa del varón, “debe llevar la mujer sobre su cabeza una señal de sujeción”
De este modo, habiéndose educado y habiendo vivido en medio de un ambiente tan absurdamente machista como ése, lo difícil hubiera sido que Descartes hubiese podido llegar a tener acerca de la mujer un pensamiento distinto.
2.2.9. Dificultades en su relación con las mujeres
Por lo que se refiere de manera específica a su relación con las mujeres parece que el pensador francés pudo haber tenido una dificultad especial para tratar con ellas como con-secuencia de diversos aspectos de su personalidad y de su aspecto físico poco agraciado, lo cual pudo haberle manteni-do a cierta distancia del mundo femenino hasta el punto de que su dificultad para relacionarse con él pudo llevarle a considerar su trato con las mujeres como la del zorro de la fábula, que, aunque apetecía las uvas, al no poderlas alcanzar, se conformó imaginando que no estaban maduras. En este sentido puede haber un fondo de verdad en la anécdota según la cual Descar¬tes había comentado que nunca había conocido a ninguna mujer más hermosa que la verdad, aunque el moti-vo auténtico de una afirmación como ésa pudo encontrarse más bien en el hecho de que tuviera dificultades para relacio-narse con el mundo femenino, al margen de que con el paso del tiempo hubiese sublimado hasta cierto punto sus incli-naciones, encauzándolas de manera más plena hacia el ámbi-to del conocimiento y al de la búsqueda de pres¬tigio como científico y como filósofo.
Quizá por ello, la única relación afectiva que le con¬dujo a una relación sexual, al menos conocida, fue la que tuvo con Helena Jans, una sirvienta de uno de los domicilios holande-ses en que estuvo hospedado, de la que tuvo una hija. La otra relación, la que tuvo con la princesa Elisabeth, fue mera-mente epistolar, y, dadas las diferencias, tanto de clase social como de edad, Descartes la aceptó en principio con gran sa-tisfacción y sin plantearse siquiera la posibilidad de que su admiración y progresivo enamoramiento pu¬diera llegar a ser correspondido. Sin embargo, posteriormente se sin¬tió tan atraído por ella en momentos tan delicados como lo fueron los que precedieron a su decisión de marchar a Suecia que se atrevió a comunicar su enamoramiento a la princesa de mane-ra evidente, aunque sin utilizar la palabra más directa para nombrar ese sentimiento que no era otro que el de un apa-sionado amor. En esos momentos su enamoramiento era tan real que pudo con su orgullo y con su propia egolatría, hasta el punto de manifestar a la princesa que sería capaz de vivir en cualquier sitio con tal de estar a su lado y poder serle útil en cualquier cosa que pudiera necesitar. Así que, en este caso al me¬nos, la anécdota acerca de la superioridad de la belleza de la verdad sobre la mujer habría resultado inadecuada.
2.2.9.1. Helena Jans y Elisabeth de Bohemia
A continuación y por su importancia para comprender mejor la personalidad del pensador francés, se expone de un modo más extenso su relación con estas dos mujeres, que tuvieron una influencia especial en su vida.
a) Helena Jans fue una sirvienta de una de las diversas casas holandesas en las que Descartes estuvo hospedado. De ella tuvo una hija en el año 1635 y eso lleva a pensar que debió de tener con ella cierta relación afectiva desde al menos el año anterior, aunque de esto parece que no han quedado apenas referencias. De su hija, Fran¬cine, sólo pudo disfrutar durante cinco años, entre 1635 y 1640, que parece que fueron especialmente importantes en el plano afectivo de la vida de Descartes. Se sabe que Francine fue bautizada en una iglesia protestante y que las relaciones con Helena no quedaron reducidas a las de tener una hija en común, sino que Des-cartes procuró que ella viviese cerca de él e incluso que traba-jase de sirvienta en el mismo domicilio en el que él se hospedó por un tiempo. Sin embargo, su afecto no llegó a tener una intensidad tal que le llevase a casarse con ella, quizá porque las diferencias de clases entre ellos repercu-tieron en que para el pensador francés resultase poco menos que imposible la simple idea de presentarla en sociedad como “su mujer” o simplemente porque, dado su orgullo y su ambición por el triunfo social, valorase más su propia posi-ción y prestigio que el mantenimiento de una relación que podía crearle problemas en la proyección social de su ego¬latría. En cualquier caso y aunque no parece que sus rela-ciones con Helena fueran mucho más lejos, llegó a existir una correspondencia escrita entre ellos.
Los biógrafos de Descartes más conocidos no dicen nada de Helena Jans más allá del año 1640, pero, según la reciente biografía escrita por Desmond M. Clarke, Helena se casó en 1644, Descartes actúo como testigo de su boda y le regaló una cantidad considerable de florines para que pudiera vivir con desahogo; posteriormente enviudó, se volvió a casar y tuvo tres hijos de su segundo marido .
¿Por qué los biógrafos silenciaron lo sucedido con Hele-na después de la muerte de Francine? Quizá porque en aquel siglo la mujer seguía teniendo un papel social tan irrelevante que ni siquiera se plantearon la pregunta de qué pudo suce-derle después de la muerte de su hija quizá porque entonces encontraban tan natural que Descartes se despreocupase de ella que ni siquiera sintieron la curiosidad de seguirle la pista, o quizá para así dejar libre a Descartes de cual¬quier respon-sabilidad moral ulterior relacionada con la suerte de Helena. En cualquier caso, parece que la indagación presentada por Desmond M. Clarke acerca de esta última parte de la vida de Helena Jans tiene una base sólida y ayuda a tener una visión más completa de la conducta de Descartes por lo que se refie-re a su relación con la única mujer de quien tuvo una hija.
b) Pero, al margen de esta relación, lo que es evidente es que el amor más auténtico y apasionado de Descartes fue el que sintió por la princesa Elisabeth de Bohemia, que tenía 22 años menos que él, que conoció en el año 1642 y cuya rela-ción epistolar mantuvo hasta su muerte. Su admiración hacia la princesa parece, como luego se verá, un enamoramiento inevitablemente sublimado, dadas las dife¬rencias de clase social, de edad y de atractivo físico , que determinaban de manera casi inevitable que su relación sólo pudiera tener un carácter intelectual y “afectivo-paternal” por parte de Descar-tes hacia la princesa. Sin embargo en los últimos años de su relación el pensador francés no pudo seguir manteniendo reprimida la comunicación de su enamoramiento, tal como la expresa en su correspondencia con la princesa, en la que des-tacan diversos párrafos especialmente llamativos por la admi-ración y por el apasio¬nado afecto, implícito y explícito, que reflejan, tal como puede verse en textos como el siguiente:
“El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado hacién-dome recibir sus órdenes por escrito es mayor de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar; compensa mejor mis defectos que el favor que hubiera deseado con pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis muy humildes servicios cuando es¬tuve últimamente en La Haya. Pues hubiera tenido demasiadas maravillas que admirar al mismo tiempo; y viendo salir discursos más que humanos de un cuerpo tan semejante a los que los pintores dan a los ángeles, hubiese estado encantado del mismo modo que, me parece, deben estarlo los que lle¬gando de la tierra acaban de entrar en el Cielo” .
Para una interpretación lo más correcta de algunas expresiones que aparecen en éste y en otros textos de las cartas de Descartes a la princesa tiene especial interés hacer referencia a una larga epístola que escribió a Chanut el 6 de febrero de 1647, en la que con la calculada finalidad de inti-mar con él y ganarse su amistad para que fuera su valedor ante la reina Cristina, le expresa unas reflexiones que parecen una confidencia impersonal de algo que muy probable¬mente le estaba sucediendo en su relación epistolar con la princesa. Escribe en este sentido:
“Cierto es también que ni los usos del habla ni la urba-nidad permiten que digamos a quienes son de condición mucho más alta que la nuestra que nos inspiran amor, sino únicamente que los respetamos, los honramos, los estimamos y sentimos celosa devoción por servirlos. Y creo que ello se debe a que, cuando la amistad une a los hombres, puede considerarse que, hasta cierto punto, iguala a aquellos que la profesan de forma recíproca. Y, en consecuencia, si, al intentar ganarnos el amor de algún grande, le dijéramos que lo amamos, podría pensar que lo ofendemos al considerarnos su igual” .
Cualquiera que se fije en la correspondencia de Descar-tes con la princesa, podrá ver que en ella aparecen aquellas expresiones a las que acaba de referirse, utilizadas en lugar de las expresiones en que tales términos podrían ser sustituidos por la palabra “amor” y otras similares, adecuadas para expresar ese sentimiento.
Su relación con la princesa, inicialmente de carácter inte-lectual, se transformó muy pronto en un apasionado enamo-ramiento hacia ella, aunque intentó presentar este sentimiento como “respeto”, “honra”, “estima”, “devoción” y “voluntad de servirla”, términos que, como el propio Descartes escribe en una carta a Chanut, eran una manera de expresar su amor sin que ella tuviera que darse por enterada. Sin embargo, también utilizó frases elogiosas más explícitas relacionadas con su enamoramiento, como la que le di¬rigió diciéndole:
“considero que Vuestra Alteza posee el alma más noble y elevada que me haya sido dado conocer” .
Parece evidente que la princesa Elisabeth no podía dejar de ser consciente del enamoramiento que las palabras de Descartes dejaban traslucir en estas cartas, y que tal senti-miento, lejos de molestarla, le agradaba hasta el punto de que en su respuesta a esta última carta quiso ser especialmente amable manifestándole cuán necesitada estaba de su amistad, a la vez que sutilmente le señalaba los límites dentro de los cuales podía seguir recibiendo su afecto como expresión de ella. En este sentido le escribió:
“Y aunque [los médicos] hubieran sido lo bastante sa-bios para sospechar la parte que correspondía al alma en los desórdenes de mi cuerpo, no me habría yo sincerado con ellos. Pero con vos lo hago sin escrúpulos, en la seguridad de que el candoroso relato de mis defectos no me privará de la amistad que me profesáis, sino que la acrecentará tanto más cuanto veréis, al percataros de ellos, cuán necesitada estoy de esa amistad” .
Estas palabras de la princesa debieron de provocar en Descartes angustiosos sentimientos contradictorios, pues, por una parte, la princesa le hablaba de amistad, pero, por otra, al utilizar la expresión “cuán necesitada estoy…” refiriéndola a esa amistad, la frase tenía su agridulce veneno, pues, mien-tras es normal unir los conceptos de necesidad y amor, que es un sentimiento especialmente intenso, no lo es unir los con-ceptos de necesidad y amistad, que parece referirse a un sen-timiento menos intenso que el del amor y, por ello mismo en escasas ocasiones aparece asociado con la intensidad que re-flejaría la expresión utilizada por la princesa “cuán necesitada estoy de esa amistad”. Si un varón escribiese a otro expre-sándole cuán necesitado estaba de su amistad, seguramente eso sería un motivo suficiente para que el segundo se pregun-tase cuáles eran los auténticos sentimientos del primero.
Parece, pues, que lo que la princesa le estaba diciendo a Descartes de modo tácito era que le hacía muy feliz sentirse tan querida por él, pero, de modo expreso, sólo lo mucho que necesitaba su amis¬tad. Era su manera de mantener las distan-cias sin dejarlo marchar.
Como ejemplo de otro párrafo en el que de manera más explícita Descartes declara su amor por la princesa, puede verse el siguiente:
“nada me ocupa el pensamiento con más frecuencia que recordar los méritos de Vuestra Alteza y desearle tanto contento y felicidad como merece […] Pues nada hay en el mundo a lo que tanto aspire con más celosa devoción que a dar testimonio de que soy, en todo cuanto pueda, el más humilde y obediente servidor de Vuestra Alteza” .
Más adelante, en febrero de 1647, la princesa se despide con unas palabras especialmente amables y estas palabras parecen calar muy hondo en Descartes, quien le responderá con otras todavía más efusivas. En efecto, escribe la princesa:
“Le he prestado vuestros Principios [a un médico llama-do Weis], y me ha prometido referirme las objeciones que tenga; si las tiene, y merecen la pena, os las enviaré para que podáis formaros un juicio de la capacidad del hombre que me ha parecido más sensato de entre los doctos de estos lugares, ya que es capaz de apreciar vuestros argumentos. Aunque no me cabe duda de que nadie lo será de estimaros más de lo que os estima vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL” .
Como puede observarse, la princesa utiliza aquí justa-mente ese mismo tipo de términos (“estima”, “devota amiga”, “servidora”) que Descartes consideraba que se utilizaban cuando no era socialmente correcto mencionar la palabra “amor”. No siendo consciente de hasta qué punto las palabras de la princesa podían tener o no un sentido cercano al tipo de sentimiento que él hubiera deseado, en su carta del mes siguiente le respondió:
“Sabiendo que está Vuestra Alteza satisfecha de hallarse en el lugar en que se halla, no me atrevo a hacer votos por su regreso, por más que me cueste mucho no dese-arlo, y muy especialmente ahora que me encuentro en La Haya […] Mas no me iré antes de dos meses, para poder tener antes el honor de recibir los mandatos de Vuestra Alteza, que tendrán siempre más poder sobre mi persona que cualquier otra cosa en el mundo” .
Y, finalmente, la carta en la que se advierte el enamo-ramiento apasionado de Descartes de un modo que difícil-mente hubiera po¬dido ser más claro sin utilizar la fórmula ritual em¬pleada para la expresión de tal sentimiento es la ya citada en la pri¬mera parte de esta obra, de febrero de 1649, en la que el pensador francés le expresa que viviría feliz toda su vida en cualquier lugar en el que ella estuviera:
“no hay lugar en el mundo, tan rudo y tan falto de comodidades, en el que no me considerase dichoso de pasar el resto de mis días, si Vuestra Alteza estuviera en él, y yo pudiera servirle de alguna manera” .
Es en verdad difícil encontrar una declaración de amor que, sin utilizar este término, sea más evidente y clara, y, por ello mismo, resulta sorprendente que sólo algunos críticos hayan aceptado que Descartes estuviera enamorado de la princesa, mientras que otros han opinado que se trataría de un “amor platónico”, cuando lo único que tenía de “platónico” fue que la princesa no tenía por él un sentimiento recíproco y por eso su relación no pudo ir más allá de aquella corres-pondencia escrita y de las ocasiones en que Descartes pudo extasiarse contemplándola personalmente.
Por otra parte, una declaración como ésta, tan llena de intenso sentimiento, aunque estratégicamente colocada casi al final de la carta, tiene el interés añadido de que Descartes la escribe cuando la decisión de acudir a la corte sueca la tenía ya casi tomada, y es seguro que una insinuación en sentido contrario por parte de la princesa Elisabeth le hubiera deter-minado a cambiar de planes. Por eso, cuando los críticos se preguntan por los motivos de la marcha de Descartes a la corte sueca, además de hacer referencia a sus problemas eco-nómicos y a la hostilidad que le estaban manifestando los teólogos holandeses, habría que añadir su necesidad de esca-par de esta situación en la que la tristeza y el sufrimiento por no sentirse correspondido por la princesa le llevaron a inten-tar un cambio radical en su vida que determinó incluso que al poco tiempo tratase de desplazar sus sentimientos por la princesa hacia una ciega admiración por la reina Cristina. Pues, efectiva¬mente, una vez en la corte sueca, sus senti-mientos por la princesa se fueron enfriando, y, a partir de ese momento, al parecer con cierto despecho, en octubre de 1649 le escribió hablándole con admiración de las extraordinarias virtudes de la reina, destacando en ella además
“una dulzura de carácter y una bondad que fuerzan a todos aquéllos que tienen el honor de acercarse a ella a entregarse con devoción a su servicio” .
Le cuenta poco más adelante que, al preguntarle la reina por la princesa Elisabeth, le habló de lo que pensaba de ésta y aprovechó la ocasión para decirle que del mismo modo que no pensaba que la reina fuera a sentir celos por lo bien que le hablaba de la princesa, igualmente confiaba en que ella no sentiría celos por lo bien que le estaba hablando de la reina:
“no temí que sintiera envidia al¬guna, de la misma forma que tengo la seguridad de que Vuestra Alteza tampoco puede sentirla porque le refiera sin rodeos lo que de esta reina opino” .
Parece que la intención con que escribió estas palabras pudo ser la de expresar a la princesa, aunque de forma velada, que había superado aquella dependencia afectiva tan absoluta que en los últimos tiempos había sentido por ella, pues había encontrado a otra persona cuyos méritos eran similares o tal vez superiores a los suyos. Pero, en cualquier caso, Descartes logró mantener una actitud de entereza ante la princesa, aunque cediendo un poco a la tentación de una pe¬queña venganza al referirse a la posibilidad de que la princesa pu¬diera sentir celos por la admiración que Descartes decía sentir hacia la reina Cristina. No obstante y a pesar de la expresión de tal admira¬ción hacia la reina, hacia el final de la carta Descartes manifiesta a la princesa:
“Bien considerado, y aunque siento la mayor veneración por Su Majestad, no creo que haya nada que pueda retenerme en este país más allá del próximo verano” .
Por su parte, dos meses más tarde la princesa, que se había percatado de la intención de su enamorado admirador desengañado, lo único que hizo fue dejar claro que, por supuesto, no sentía celos de ninguna clase, sintiéndose quizá molesta porque se le hubiera ocurrido tal idea. En este sentido, le dijo:
“No creáis en forma alguna que tan halagüeña descrip-ción [de la reina Cristina] me da motivo de celos” ,
dándole a entender con tales palabras que sus sentimientos hacia él no tenían nada que ver con el amor. Hacia el final de su carta y en referencia al comentario de Descartes acerca de su regreso de Suecia, la princesa aprovechó la ocasión para contestarle igualmente con cierta ironía:
“Creo […] que peco en contra de su servicio [a la reina] al congratularme sobremanera con la noticia de que la gran veneración que por ella sentís no os obligará a permanecer en Suecia. Si dejáis ese país este invierno, espero que lo hagáis en compañía del señor Kleist, pues así os será más fácil proporcionar la dicha de volver a veros a vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL” .
¿Qué sentido tenía esa petición de Descartes a la prin-cesa de que no sintiera celos por su valoración tan positi-va de la reina Cristina? ¿Qué sentido tenía también la aclara-ción de la princesa de que no sentía celos por esa descripción de las virtudes de la reina? Es evidente que un comentario de este tipo, realizado en una correspondencia entre dos perso-nas entre las cuales sólo hubiera habido una simple relación de amistad –como, por ejemplo, entre Descartes y el padre Mersenne-, no habría requerido la precaución de que una de ellas pidiera a la otra que no sintiera celos por las alabanzas dirigidas a una tercera persona. Una petición de esa clase habría sido realmente insólita y sorprendente, pues la referen-cia a los celos surge normalmente cuando el comentario posi-tivo acerca de una tercera persona –en este caso, acerca de otra mujer- se le hace a la persona con la que existe una relación afectiva de carácter similar, como suele ser el de las relaciones amorosas entre parejas. Y ese sentimiento amoroso es el que había existido en Descartes respecto a la princesa Elisabeth, aunque sin un sentimiento recíproco por parte de ella. La princesa sentía con agrado el “amor cortés” de Des-cartes en cuanto éste no le exigiera a cambio un sentimiento similar, conformándose con un sentimiento de amistad mu-cho menos intenso y mucho más libre. Descartes debía con-formarse con expresarle su amor de manera más o menos encubierta o descubierta, que pudo disfrazar hasta cierto punto como cariño de padre y maestro, y tal relación le per-mitía contar al menos con la amistad de la princesa. Pero ahí se encontraba el límite afec¬tivo que ella ponía a sus rela-ciones con el filósofo.
Por otra parte, en la carta de respuesta de la princesa Elisabeth parece haber una burlona ironía cuando dice a Descartes: “Me siento culpable de una falta contra su servicio [a la reina] al congratularme sobremanera de que la gran veneración que por ella sentís no os obligará a permanecer en Suecia” . Es decir, que lo que de manera velada parece decirle es que esa veneración hacia la reina, anteriormente manifestada por Descartes, le parecía bastante fingida, en cuanto era incapaz de retenerle en la corte.
No obstante, a pesar de sus anteriores manifestaciones tan lle¬nas de apasionado sentimiento hacia la princesa Elisa-beth, se puede afirmar que Descartes concedió a la reina Cris-tina, al menos de manera idealizada, cuando todavía no la conocía en persona –ni conocía su lesbianismo o sus “cos-tumbres varoniles”-, un afecto y una admi¬ración similar al que había sentido por la princesa, aunque este sen¬timiento es-tuviera motivado por un espejismo momentáneo, provo¬cado por el vacío producido en él como consecuencia de su decep¬ción ante la falta de respuesta de la princesa a su declaración de amor, velada en apariencia, pero muy clara en realidad.
Ya se ha hablado de la debilidad que Descartes sentía hacia la “nobleza de sangre” y en este sentido parece cierto que la reina Cristina, seguramente por su pertenencia a la alta nobleza, pudo haber provocado en Descartes una admiración similar a la que le había causado la princesa Elisabeth, tal como puede verse cuando, en una carta a Chanut fechada cuatro días después de la escrita a Elisa¬beth hablándole de la reina Cristina y siendo Descartes casi con seguridad astuta-mente consciente de que Chanut no tardaría mucho en mostrar esa carta a la reina, le había dicho:
“creo que esta princesa [es decir, la reina Cristina] está hecha más a imagen y semejanza de Dios que el resto de los hombres” .
Y justo en esa misma fecha y en relación con la carta que la reina le había escrito, le respondió de un modo exage-radamente fascinado –en la forma al menos-:
“Si una carta me hubiera llegado desde el cielo, y la hubiera visto descender de las nubes, no habría estado más sorprendido, ni la habría recibido con mayor respeto y veneración de los que he sentido al recibir aquella que vuestra majestad ha consentido escribirme” .
Párrafos como éste son, por otra parte, una clara prueba de que no era precisamente la reina la más interesada en la visita de Descartes sino que, por el contrario, fue Descartes el interesado en acudir a ella por los motivos antes indicados.
Por otra parte, la importancia de la relación entre Des-cartes y la princesa Elisabeth no tuvo un carácter exclusi-vamente afectivo sino que fue especialmente valiosa desde el punto de vista intelectual en cuanto fue un incentivo impor-tante que impulsó al pensador francés a tratar de profundizar en el estudio de diversas cuestiones filosóficas, como las que dieron lugar a la obra dedicada a ella, Los principios de la Filosofía, su escrito Las pasiones del alma, posteriormente ampliado para ofrecérselo a la reina Cristina, y al tratamiento de cuestiones filosóficas y teológicas en las que la princesa mostró especial interés, como la de la unión entre el alma y el cuerpo y como la del libre albedrío, al margen de que Des-cartes fuera incapaz de dar una respuesta acertada acerca de tales cuestiones.





































3. MÉTODO Y SISTEMA
Para conseguir que la Filosofía se convirtiera en un conocimiento firme y seguro, superando su escasa o inade-cuada fundamentación, las inconsistencias y los prejuicios observados en la formación reci¬bida en el colegio de La Flèche, pero también en una medida impor¬tante para superar las críticas de los escépticos del siglo XVI, Des¬cartes com-prendió que era necesario elaborar un método riguroso que le sirviera de guía en la búsqueda de la verdad. Complemen-taria¬mente, juzgó que debía reconsiderar el valor de todos los conoci¬mientos recibidos, poniéndolos en duda en cuanto no ofrecieran ga¬rantías absolutamente seguras acerca de su ver-dad. La misma aplica¬ción de la duda a tales conocimientos representó ya una aplicación de la primera regla del método construido para este fin, el cual, habiendo tenido una primera formulación en las Reglas para la di¬rección del espíritu, inspirada en las Matemáticas y escrita hacia el año 1628, quedó finalmente plasmado en el Discurso del método, escri-to como prólogo de su obra El mundo, que dejó sin publicar a raíz de la condena de Galileo en el año 1633. El Discurso del método fue finalmente publicado como obra independiente en el año 1637.
Mientras en las Reglas para la dirección del espíritu Descartes había enunciado veintiuna reglas, en el Discurso del método las redujo a cuatro. De ellas y con radical diferencia la más importante era la primera, la regla de la evidencia, pues, mientras las demás tenían un carácter auxi-liar, como medios para alcanzar intuiciones evidentes, sólo la aplicación de la regla de la evidencia podía conducir, según Descartes, a la intuición de auténticos conocimientos. Las reglas del método carte¬siano estaban inspiradas en las Mate-máticas, donde le habían resultado especialmente útiles para resolver problemas de este tipo. La primera regla, la regla de la evidencia, era la que mostraba la verdad de una intuición por la cla¬ridad y distinción con que aparecía a la mente; las demás reglas ten¬ían un valor auxiliar y subordinado respecto a la primera, sirviendo de preparación para alcanzar las intui-ciones evidentes, desmenuzando la complejidad de cualquier problema en sus partes más simples mediante la regla del análisis, ayudando a la razón, mediante la regla de la síntesis, en su deducción progresiva y segura de nuevos conoci-mientos evidentes a partir de conocimientos igualmente evidentes, y confirmando, mediante la regla de la enumera-ción, que todo el proceso se realizaba con absoluta correc-ción, realizando las enumeraciones, revisiones y pruebas necesarias para asegurar el valor de los resultados.
La regla de la evidencia consistía en
“no admitir jamás cosa alguna como verdadera en tanto no la conociese con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender nada más en mis juicios que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda” .
Sin embargo, la utilización de la regla de la evidencia, que tan buenos resultados había dado al pensador francés en las Matemáti¬cas, implicaba dificultades insuperables para ser aplicada a fin de ga¬rantizar la verdad de los conocimientos de carácter no matemático, pues mientras en las Matemáticas su aplicación iba unida de forma implícita o explícita al princi-pio de contradicción, que era –como luego se verá- el que en definitiva podía confirmar el valor objetivo de la vivencia subjetiva de la evidencia, en el caso de las proposiciones relacionadas con las ciencias empíricas, la regla de la evi-dencia era insuficiente por lo mismo que lo era el principio de contradicción, en cuanto las proposiciones empíricas te-nían un carácter meramente consistente, pero no necesario ni contradictorio por sí mismas. Es decir, tales proposiciones podían ser verdaderas o falsas, pero no en virtud de su propia estructura interna, como sucedía con las proposiciones mate-máticas, sino en cuanto estuvieran de acuerdo o no con lo que sucedía en la realidad empírica; además, la propia evidencia era sólo una vivencia necesariamente subjetiva, por lo que su aplicación como criterio de verdad objetiva no estaba justifi-cada. Es posible que la comprensión de este problema fuese el motivo que condujo a Descartes a tratar de fundamentar el valor de la propia evidencia a fin de llevar al límite la exi-gencia de seguridad respecto a su valor, en cuanto pudo llegar a ser consciente de que no podía afirmar de modo apriórico y seguro que la evidencia fuera un criterio suficiente para la obtención de conocimientos plenamente objetivos relacio-nados con la experiencia.
Su intento de justificación de esta regla fue un fracaso. Descartes había encontrado una primera verdad, “pienso, lue-go existo”, y consideró que, en cuanto advertía que dicha ver-dad se le mostraba por la absoluta claridad y distinción con que aparecía a su mente, en adelante podría considerar igual-mente como verdaderas todas las proposiciones que se le mostrasen con esa misma evidencia. En este punto Descartes fue incapaz de admitir que la verdad del cogito se funda-mentaba en el principio de contradicción, que, por lo tanto, era un principio anterior al del cogito, y tampoco comprendió que dicho principio, aunque necesario, no era suficiente para fundamentar el valor de aquellos conoci¬mientos que no tuvieran un valor simplemente analítico, como el de las Mate-máticas, sino sintético, como el relacionado con la expe-riencia. Además, sus consideraciones acerca del cogito le condujeron al círculo vicioso de considerar que el cogito era verdadero por ser evi¬dente a la vez que juzgaba que la regla de la evidencia quedaba fundamentada a partir del cogito.
Pero la incoherencia y la trivialidad de los plantea-mientos cartesianos no terminó aquí, pues, comprendiendo que la justificación de dicha regla dejaba mucho que desear, quiso darle el espaldarazo definitivo y para ello pretendió fundamentarla a partir de Dios, cayendo frívolamente en el nuevo círculo vicioso según el cual primero se apoyaba en la regla de la evidencia para alcanzar la demostración de la existencia de Dios, y luego se apoyaba en la existencia de Dios para fundamentar la regla de la evidencia, considerando que la veracidad de Dios impediría la aparición de evidencias a las que no les correspondiera verdad alguna.
3.1. La duda metódica
Para la puesta en práctica del método a fin de funda-mentar y reconstruir el conjunto de los conocimientos Des-cartes aplicó la duda de manera generalizada –aunque no por completo, pues la religión quedó libre de ella-, y llegó a la conclusión de que podía existir una duda razonable tanto respecto a la existencia de una realidad ex¬terna como respec-to al valor de las verdades matemáticas y, en consecuencia, del conjunto de todos los conocimientos. Sin embargo, la aplicación de dicha duda no tenía por qué conducirle a la negación del valor de todos esos conocimientos, en cuanto Descartes tuviera realmente argumen¬tos suficientes para ello, de manera que, si adoptó una actitud aparentemente escéptica negando el valor de tales conocimientos, lo hizo de manera teatralmente calculada, sirviéndose de manera inadecuada de argumentos que, como puede verse a continuación, en reali-dad no conducían a una duda razonable acerca de la exis-tencia de la realidad externa ni acerca del valor de las ver-dades matemáticas, sino sólo a la negación del carácter obje-tivo de las sensaciones y al reconocimiento de que cualquiera puede equivocarse al realizar cálculos matemáticos, lo cual, si se sabía, era precisamente porque existía un procedimiento objetivo para verificar tales cálculos.
3.1.1. La duda artificiosa sobre la existencia de la realidad externa
En efecto, por lo que se refiere a la aplicación de la duda metódica universal –y al margen de la contradictoria excep-ción de no aplicarla a la religión-, Descartes aplicó la duda a los conocimientos sensibles –incluido el de la existencia del propio cuerpo-, considerando en el Discurso del método que
“como nuestros sentidos a veces nos engañan, quise suponer que no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos hacen imaginar” .
Igualmente, en las Meditaciones metafísicas escribió poste-riormente:
“a veces he experimentado que estos sentidos eran enga-ño-sos, y es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha engañado” .
Además, consideró que la duda tenía pleno sentido en este terreno en cuanto podía suceder
“que estemos dormidos, y que todas esas particular-dades, por ejemplo, que abrimos los ojos, movemos la cabeza, extendemos las manos, y cosas semejantes” ,
de manera que tales vivencias sólo fueran ilusiones provo-cadas por el sueño, teniendo en cuenta además la imposi-bilidad de diferenciar de un modo seguro la vigilia y el sueño.
Como consecuencia de estas consideraciones Descartes pensó, o, mejor, dijo que pensaba, que tenía motivos sufi-cientes para dudar de la existencia de una realidad externa independiente del sujeto.
Sin embargo y como ya se ha dicho, lo que el propio autor había escrito en el Discurso del método como base para afirmar la problematicidad de la realidad externa no le permitía llegar a tal conclusión, pues efectivamente en esta obra escribió simplemente que “no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos hacen imaginar” pero no que no existiera ninguna cosa, aunque fuera diferente de la forma en que los sentidos la mostraban. De manera que el hecho de que las cosas no fueran “tal” como los sentidos las presen-taban sólo debería haberle servido para desconfiar acerca del valor objetivo de las sensaciones a la hora de mostrar cómo era la realidad en sí misma, pero no para dudar acerca de la existencia de dicha realidad.
Por esto el planteamiento cartesiano del Discurso del método, que finalmente ponía en duda la existencia de la realidad externa, era simplemente una falacia que no se dedu-cía de la consideración del carácter engañoso de los sentidos. Además, parece que el propio filósofo se traicionó cuando utilizó la expresión “quise suponer” , que indica que en realidad no se produjo en él una duda de tan largo alcance sino que era el propio pensador quien se forzaba a sí mismo para dudar acerca de la existencia de la realidad externa a partir de un supuesto que no debía conducirle a otra duda que a la relacionada con la creencia ingenua en el valor objetivo de las sensaciones.
Por otra parte y a diferencia del planteamiento del Dis-curso del método, en las Meditaciones metafísicas la argu-mentación cartesiana tiene un matiz muy distinto, en el que tal vez los críticos no parecen haber reparado, pues aquí Des-cartes ya no dice simplemente que las cosas no sean tales como aparecen sino que, en cuanto los sentidos nos engañan, hay que dudar de su valor de una manera total, no conce-diéndoles crédito alguno ni siquiera para afirmar la existencia de aquello que provoca las sensaciones. Es decir, parece que Descartes pudo haber tomado conciencia de la insuficiencia del planteamiento del Discurso del método en cuanto sólo servía para reconocer que los sentidos eran engañosos, consi-derando que las sensaciones no eran un fiel reflejo de la realidad, pero no para demostrar que fueran engañosos hasta el punto de que no sirvieran para informar al menos de que existía una realidad que afectaba a los sentidos, pues, si sabía que los sentidos le engañaban, eso sólo podía haberlo descu-bierto en cuanto hubiera conocido una perspectiva más obje-tiva en comparación con la cual había observado ese error de los sentidos o porque los mismos sentidos y la razón le habían servido para corregir errores anteriores respecto a la realidad observada.
Por otra parte, conviene señalar que en el texto citado de las Meditaciones Descartes se contradice por lo que se refiere a su doctrina acerca del error, pues mientras aquí afirma que “es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha enga¬ñado” , considerando que el engaño estaría causado por una reali¬dad independiente de la voluntad del sujeto, en otros momentos in¬dica con mayor acierto que el engaño o el error no provienen de los sentidos sino de una actuación de la voluntad en cuanto se pronuncia de forma inadecuada al determinarse a afirmar o a negar sin que el entendimiento le haya proporcionado bases suficientes para hacerlo. Y así, en este caso concreto, no tendría por qué haber afirmado que los sentidos eran engañosos sino sólo que podía producirse un error cuando se confundía el modo de ser de las sensaciones con aquello que las causaba: Que uno vea a lo lejos un árbol que parece más pequeño que el lápiz con el que lo dibuja puede inducir a afirmar que los sentidos son engañosos respecto al tamaño de los objetos, pero no respec-to a su existencia, pues la mente se sirve de las sensaciones, pero tiene procedimientos para corregir los errores iniciales a que éstas puedan inducir, de manera que el error no proviene de los sentidos sino de los pronunciamientos de la voluntad cuando no tiene en cuenta aquellos mecanismos, como el recuerdo de experiencias pasadas, que pueden servirle para corregir la información procedente de manera exclusiva de los datos sensibles actuales. Por ello, si –como defiende Des-cartes- a la hora de juzgar la voluntad se refiere a las sensa¬ciones que aparecen en su mente, acertará al decir que son como son, mientras que será el sujeto quien deberá aprender a interpretarlas del modo más adecuado, que en ningún caso concluirá en la identificación del mundo de las sensaciones con el mundo de la realidad externa sino sólo en el reco-nocimiento de la existencia de algún tipo de isomorfismo entre las sensaciones y aquello que las provoca, ya que, por definición, sensación y mundo externo son realidades diver-sas. Sin embargo, a fin de corregir este error –no de los sen-tidos sino del sujeto que juzga y confunde las sensaciones con la realidad que las pro¬voca- en las Meditaciones el pen-sador francés cambió el contenido y la forma de redacción del Discurso y habló simplemente de que, como los sentidos eran engañosos, en principio había que dudar de ellos no sólo en lo referente a la falta de adecuación entre las sensaciones y la realidad que las causaba sino incluso en la consideración de que las sensaciones podrían producirse en el sujeto sin una realidad que las provocase. Y en esta obra además, para poder asegurar que la duda tuviera un valor casi absoluto, introdujo la artificiosa hipótesis del genio maligno, a partir de la cual todo sería efectivamente dudoso a excepción de la verdad del cogito, de acuerdo con la posibilidad ya contem-plada en el siglo XIV por Ockham, referida a un dios enga-ñador que podría provocar sensaciones de modo directo y sin necesidad de que existieran realidades independientes, cau-santes de tales sensaciones.
Parece que en todas estas elucubraciones lo que Descar-tes pretendió no fue dudar de todo lo dudable sino introducir una duda artificial acerca de casi todo para que así su sistema apareciera más prodigioso en cuanto el conjunto de la reali-dad quedaba puesto entre paréntesis por la aplicación de la duda; a continuación se descubría una única verdad que superaba la prueba de la duda, cogito, ergo sum; a partir de ésta se recuperaba a Dios; y a partir de Dios se recuperaba la realidad externa.
Realmente se trataba de un proceso portentoso, digno de la fantasiosa megalomanía del pensador francés. Pero, en resumidas cuentas, Descartes no jugó limpio en ese juego de la duda metódica, no sólo por haber ex¬cluido la religión de dicha duda sino especialmente por haber jugado a dudar de lo que quiso para luego aparentar que era capaz de reali¬zar la proeza de redescubrirlo todo con la ayuda de Dios. Pero, como se ha podido ver, no tenía motivos para negar que por debajo de lo observado subyaciera una realidad X, al margen de que los sentidos no pudieran captar cómo era dicha realidad en sí misma y al margen de cómo apareciera como consecuencia de las sensacio¬nes, cuyo modo de ser dependía del modo de ser de los sentidos.
En líneas generales ésta fue la crítica de Kant al “idea-lismo problemático” cartesiano, indicando que la categoría de existencia era aplicable a todo aquello que fuera objeto de sensación. En este punto, señaló Kant que no por el hecho de reconocer que la experien¬cia no capte le realidad de un modo objetivo, conociéndola en su ser más propio o como “cosa en sí”, hay que llegar a una postura idea¬lista que niegue la exis-tencia de la realidad empírica, pues, aunque la realidad en sí misma no se identifique con el modo según el cual el sujeto la conoce, “la existencia de la cosa que aparece no es de este modo suprimida, [...] sino que se indica que, por medio de los senti¬dos, no podemos, en modo alguno, conocer lo que esta existencia sea en sí misma” y, así, era absurdo considerar que los sentidos fueran engañosos hasta el punto de mostrar puras apariencias sin algo que apareciera, al margen de que su forma de manifestarse estuviera condicionada por el modo de ser de la sensibilidad del sujeto y al mar¬gen de que nunca pudiera llegar a conocerse cómo fuera ese algo en sí mismo.
La crítica kantiana era acertada y servía además para restituir al concepto de “existencia” el significado propio de su uso en el lenguaje ordinario, concepto que, a la vez que se aplica al sujeto cognoscente, se aplica igualmente a la rea-lidad conocida en cuanto am¬bos se encuentran en un mismo plano, hasta el punto de que, como el propio Kant señala, ni siquiera el sujeto se conoce tal como es en sí mismo, sino sólo tal como aparece para sí.
Es decir, mientras Descartes enfocaba la cuestión par-tiendo de un yo inicial que se enfrentaba a unas sensaciones cuya relación con una realidad externa e independiente del sujeto se suponía pero no podía demostrarse, desde un plan-teamiento como el kantiano o como el de la epistemología genética de J. Piaget lo inicial no sería el yo ni lo subsiguiente la experiencia de unas sensaciones, supuestamente relacio-nadas con una realidad externa, sino que lo inicial sería un complejo de experiencias difusas que progresivamente se irían diferen¬ciando y polarizando, dando lugar a la aparición de la conciencia subjetiva, como realidad unida a sensacio-nes, percepciones, recuer¬dos, imágenes y pensamientos estructurados, identificados con los fenómenos que aparecen ante la con¬ciencia. Dicho con palabras del propio Piaget: “En el punto de partida de la evolución mental no existe segu-ramente ninguna di¬ferenciación entre el yo y el mundo exte-rior, o sea, que las impresio¬nes vividas y percibidas no están ligadas ni en una conciencia perso¬nal sentida como un “yo”, ni a unos objetos concebidos como exte-riores: se dan senci-llamente en un bloque indisociado, o como des¬plegadas en un mismo plano, que no es ni interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí” . La conciencia subjetiva aparece también y de modo especial como capacidad de actuar sobre la rea¬lidad de la que se tienen experiencias sin que el sujeto las haya creado, mientras que el otro polo de la experiencia, es decir, la reali¬dad sensible, manifiesta su ser imponiéndose a la subjetividad sin que ésta pueda hacer otra cosa que experimentarla, enfrentarse a ella o tratar de captarla y mani-pularla, sin poder tras¬cenderla para conocer la realidad tal como pueda ser en sí misma con independencia del su¬jeto.
3.1.2. La duda artificiosa sobre las verdades mate-máticas
A continuación y pese a que el método aplicado a los conocimientos matemáticos fue el que inspiró al pensador francés para la depuración y posterior recuperación en su caso de los conocimientos que pudieran superar la criba de la duda metódica, éste la aplicó a esos mismos conocimientos a partir de la consideración de que
“puesto que hay hombres que se equivocan al razonar incluso en los temas más simples de la geometría e incurren allí en paralogismos, y juzgando que estaba sujeto a error lo mismo que cualquier otro, rechacé como falsas todas las razones que antes había tomado por demostraciones” .
Sin embargo y al igual que en el caso de los conoci-mientos sensibles, el pensador francés no se percató –o lo disimuló- de que desde el momento en que afirmaba que había hombres que se equivocaban o que incurrían en paralo-gismos eso sólo podía haberlo descubierto a partir del conoci-miento de cuál era la verdad acerca de tales cuestiones, descubrimiento que efectivamente se produce realizando las revisiones, enumeraciones y pruebas previstas en la cuarta regla del método y mediante la previa aceptación y uso del principio de contradicción. Y así, la duda metódica sobre las verdades matemáticas no podía tener sentido desde la refe-rencia a los errores que eventualmente pudieran cometerse al realizar cualquier cálculo, pues tales errores podían corregirse mediante los procedimientos señalados, y además, como ya se ha señalado, sólo el conocimiento de cuál era la verdad de tales cuestiones era lo que precisamente permitía reconocer la existencia de los correspondiente errores.
En consecuencia, sólo el supuesto de la existencia de un genio maligno o de un dios engañador, introducido en las Meditaciones, podía servir para dudar del valor de las verda-des matemáticas o de cualquier otro conocimiento con la única excepción de la verdad del cogito, en cuanto su evi-dencia estuviera provocada por tales seres hipotéticos
3.1.3. Duda metódica y religión
La duda metódica debía extenderse en teoría también a la religión, que no sólo tiene como base doctrinas dogmáticas indemostra¬bles en muchos casos sino también contradictorias en muchos otros. Por ello, Descartes fue inconsecuente con su teórica pretensión acerca de la universalidad de la duda, por haber eximido de dicha prueba las supuestas verdades de su religión, que desde el principio aceptó con asom¬brosa frivolidad como reveladas, tanto por haber sido adoctrinado en ellas durante su infancia como por su temor a enfrentarse con la jerarquía católica y por su deseo de contar con su apoyo. Teniendo en cuenta estos motivos, en la primera máxima de su moral provisional, introducida en el Discurso del método, se refiere a su decisión de
“conservar con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido desde mi infancia” .
En relación con esta cuestión, con su frivolidad habitual aunque siempre sorprendente, Descartes en ningún momento aclaró nada acerca del portentoso acontecimiento en el que ese dios le habría concedido tal gracia, ni acerca de cualquier otro procedimiento mediante el cual hubiese podido alcanzar tales conocimientos a los que se abstuvo de aplicar la duda. Además, para dejar zanjada una cuestión que podía haberle reportado algún serio disgusto, el pensador francés no sólo no sometió la religión a la duda sino que proclamó abiertamente la total subordi-nación de su razón a la “autoridad de la Igle-sia” y tal actitud repre¬sentó el reconocimiento explícito de que la exclusión de la Reli¬gión respecto a la aplicación de la duda metódica no tenía su justifi¬cación en las exigencias de la vida diaria, como había declarado en relación con las máximas de su moral provisional, sino en el temor a las represalias de la jerarquía católica y de su “Santa Inquisición” en el caso de que se hubiese atrevido a dudar –o a simular que dudaba- de las doctrinas impues¬tas por dicha jerarquía, y en el deseo de contar con su apoyo cuando pudiera interesarle para su promoción personal como filósofo, como de-fensor de la dogmática católica y de la armoniosa convivencia del conocimiento con las “verdades de fe”, que, al igual que había defendido Tomás de Aquino, Descartes consideró siempre por encima de la razón en cuanto procedentes del propio Dios.
Resulta ciertamente asombroso que la frivolidad carte-siana llegase hasta el punto de llevarle a afirmar que aquellas doc¬trinas habían sido reveladas por Dios, pues, si no iba a comunicar cómo había averiguado la existencia de tal revela-ción, al menos podía haber tenido la coherencia metodológica de no haber hecho referencia a ella, ya que indudablemente a todo el mundo le habría interesado saber cómo convertir las propias creencias en verdades evidentes y, si él hubiera sabi-do cómo hacerlo, su informe habría sido de extraor¬dinaria utilidad. Pero la verdad es que no fue capaz de llegar tan lejos y que, tal vez por haber considerado que su círculo de amis-tades católicas no iba a pe-dirle explicaciones, se atrevió a afirmar de modo gratuito aquello que debía haber demostrado previamente en lugar de presentarlo como verdad absoluta. Resulta igualmente asombroso por ello que quien fue consi-de¬rado como “padre del Racionalismo” destacase en tantas ocasiones como el máximo defensor de este irracionalismo teológico fideísta, tan absurdo e injustificable en cualquiera que aspire al conocimiento riguroso de la verdad. Paradó-jicamente, este fideísmo se encontraba mucho más próximo a la tradición de la Escolástica que a la Filosofía Moderna, de la que se ha considerado a Descartes como “el padre”, pues, al margen de la modernidad de su pensamiento en otros planteamientos, su doctrina relacionada con la fundamenta-ción de su método y de su sistema filosófico, en la que afirma la total subordinación de la razón a la fe, se encuentra en la misma línea que las de Aurelio Agustín (siglos IV-V), Ansel-mo de Canterbury (siglo XI) o Tomás de Aquino (siglo XIII). Y resulta, por cierto, casi igual de sorprendente el hecho de que los analistas de su obra hayan pasado por alto en general esta incoherencia tan grave por lo que se refiere a su exclu-sión de la religión a la hora de aplicar a ella la duda metódica supuestamente universal. Los críticos suelen mencionar como única explicación de esta actitud aquel temor a la Inquisición y, en general, a las reacciones de las autoridades eclesiásticas con las que Descartes mantenía buenas relaciones. Y, efecti-vamente, el Discurso del Método se publicó en el año 1637, es decir, cuando la condena de Galileo por la Inquisición católica en 1633 todavía estaba demasiado reciente como para haberla olvidado. Sin embargo, tal justificación de la actitud carte¬siana sólo hubiera servido para entender que el pensador francés no se atreviera a escribir nada que repre-sentase un ataque frontal a las doctrinas católicas, pero no para entender que quien es conocido como “padre del racio-nalismo moderno” dedicase tantas páginas de su obra a afir-mar el valor superior de la fe sobre la razón, a defender los dogmas católicos y a afirmar como verdades absolutas todas las doctrinas supuestamente provenientes de una “revela-ción”, sobre todo si se tiene en cuenta su insistencia en la necesidad de construir la Filo¬sofía de un modo totalmente riguroso y a partir de verdades absolutamente evidentes.
3.1.4. La duda metódica y los primeros conocimien¬tos
A partir de la puesta en práctica de la duda metódica Descartes consideró la proposición “cogito ergo sum” como la única que superaba la duda en cuanto por más que quisiera considerar que todo era falso,
“era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa” .
A partir de esta primera verdad consideró en principio que se encontraba en posesión de una regla general para la recuperación de los conocimientos puestos en duda en cuanto cumplieran con dicha regla, según la cual
“las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas” .
Sin embargo el propio Descartes se cerró el paso para la recuperación de cualquier otro conocimiento más allá del cogito cuando unas páginas después escribió:
“esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas, sólo es segura por-que Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros pro¬cede de él. De donde se sigue que siendo nuestras ideas o no¬ciones cosas reales y provenientes de Dios, en cuanto son cla¬ras y distintas, no pueden ser en esto más que verdaderas” .
Por ello, el pensador francés creyó que el paso siguiente para el proceso de recuperación de los diversos conocimien-tos sometidos a la duda debía consistir en tratar de demostrar la existencia de Dios, sin reparar en que desde el momento en que el valor de aquella regla general y la posibilidad de aplicarla para la obtención de nuevos conocimientos estaba subordinada a la previa existencia de Dios, era inevitable que, a la hora de intentar demostrar tal existencia, incurriese en un círculo vicioso ya que, para realizar dicho intento, se estaba sirviendo de aquella regla general cuyo valor debía haber sido garantizado previamente por aquel ser cuya existencia to¬davía no estaba demostrada, tal como se muestra en el siguiente es¬quema:
→ ————— Dios —————— →
↑ ↓
Regla de la evidencia Justificación de la
← —————————— regla de la evidencia
Por otra parte, en las Meditaciones metafísicas introdujo una consideración que complicaba la situación todavía más, si cabe: Consistía en la hipótesis hiperbólica de que siempre podría imaginar la posibilidad de la existencia de
“algún genio maligno, tan poderoso como engañoso que [hubiera] empleado todo su ingenio en engañarme” ,
proporcionándole evidencias subjetivas a las que no les correspondieran verdades objetivas.
El pensador francés añadió a esta hipótesis la de la exis-tencia de un dios igualmente poderoso y con la misma capa-cidad de engaño que el genio maligno, y la de que el autén-tico Dios –que para él era el dios de la religión católica- pudieran ser igualmente causantes de tales engaños, aunque más tarde, cuando Voetius, rector de la universidad de Utrecht, le acusó de haber de¬fendido esa última hipótesis, Descartes no tuvo la valentía de aceptar que efectivamente la había defendido. En favor de la crítica de Voetius puede ver-se cómo en el texto que sigue Descartes defiende, efectiva-mente, que el poder de Dios es tal que, si quisiera –y nada ajeno a su voluntad podría impedir que lo quisiera-, podría hacer que él se equivocase en todo lo que considera cierto, y en este sentido escribe:
“hace mucho tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Pues, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, nin-gún lugar y que, sin embargo yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E, igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con la mayor certidumbre, puede ser que él haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que esto” .
A continuación, sin embargo, desde otra perspectiva y planteando sus dudas acerca de esta cuestión, pero sin llegar a negar tal po¬sibilidad, escribe que
“quizá Dios no ha querido que fuese engañado de esta ma-nera, pues es soberanamente bueno” .
Existe la posibilidad teórica de que tales dudas se le planteasen a partir del dilema según el cual desde el supuesto de la omnipotencia divina el engaño universal era una más entre las opciones que tal divinidad hubiera podido escoger, mientras que desde la consideración de la bondad y de la veracidad divinas tal engaño resultaba incompatible con ese dios. Sin embargo, esta aparente antinomia tenía una solución evidente en el sentido según el cual Dios sí podía ser enga-ñador, pues, teniendo en cuenta la prioridad de la omnipoten¬cia divina sobre cualquier valor, en cuanto todos estarían subordinados a su voluntad, en tal caso Dios hubiera podido ser tan engañador o infinitamente más que el genio maligno sin que eso implicase una imperfección en él, ya que, como el propio Descartes había reconocido, todos los valores estaban subordinados a su voluntad. Por ello, al considerar que Dios no podría haber querido que él se equivocara por ser infini-tamente bueno, “olvidaba” frívolamente que la omnipotencia divina era el fundamento de todos los valores.
Por ello y teniendo en cuenta que Descartes aceptaba que el poder del supuesto dios católico era infinito y fundamento de cualquier valor, pero no sometido a ninguno que él no quisiera, es lógico suponer que optase por no meterse en líos teológicos ni con los protestantes ni con los católicos y que, por ello, negase haber defendido que Dios sí podía ser enga-ñador. En este tipo de cuestiones Descartes siempre procuró ser lo suficientemente astuto para evitarse problemas, menos en las ocasiones en que los tuvo con los protestantes en cuanto no sentía que su vida pudiera peligrar por ello.
La hipótesis de un dios inauténtico pero suficientemente poderoso como para provocar ese engaño absoluto aparece en la meditación tercera, donde escribe:
“se me ocurría que quizá un Dios podía haberme dado una naturaleza tal que yo me equivocara incluso con respecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de un Dios, me veo for¬zado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de ma¬nera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande”
Sin embargo y sin argumento alguno, como el pensador francés debió de comprender que ni el genio maligno, ni esta divinidad engañosa, ni la otra supuesta divinidad auténtica le iban a conducir a ninguna salida del pozo del solipsismo escéptico en que había caído, a continuación, olvidando sus preocupaciones respecto a esas teóricas posibilidades y en medio de una nueva incoherencia, reafirmó su punto de vista anterior según el cual aquellos conocimientos que se le hubiesen manifestado con claridad y distinción, cumpliendo con la regla general de la eviden¬cia, podía considerarlos como verdaderos, sin necesidad de que Dios confirmase su valor y escri¬biendo en este sentido:
“engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensado que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco” .
Y, de este modo, se contradijo de nuevo al menos en lo que se refiere a la proposición de carácter matemático, en re-lación con la cual en diversas ocasiones había proclamado de manera rotunda que la verdad de tales proposiciones depen-día de Dios de un modo absoluto, hasta el punto de que, el hecho de que los ángulos de un triángulo sumasen dos rectos, o que los radios de una circunferencia fueran iguales o, en definitiva, que el principio de contradicción fuera válido dependía de la voluntad divina y no de una supuesta verdad intrínseca e independiente que pudiera existir en tales proposiciones.
Por ello, a partir de estas consideraciones Descartes se metió en un callejón sin salida, ya que, al margen de la verdad del cogito, la hipótesis del genio maligno, la del dios engañador –o incluso la de que el mismo dios católico podría engañar como consecuencia de su omnipotencia- eran obstá-culos insalvables para la recuperación de cualquier otro conocimiento, lo cual, sin embargo, no fue un obstáculo para que el pensador se saltase sus contradicciones afirmando, como luego se verá, lo que antes había negado, proclamando con su frivolidad habitual que las proposiciones evidentes eran verdaderas con independencia de Dios.
3.2. “Cogito, ergo sum”
Una vez aplicada la duda al ámbito de la realidad externa y al de los conocimientos matemáticos, considerando que podía estar equivocado respecto a su valor como conse-cuencia de que los sentidos eran engañosos, o de que todo aquello que consideraba real fuera sólo producto de un sueño o de que podía estar siendo engañado por un dios poderoso pero caprichosamente mentiroso, Descartes llegó finalmente a la conclusión de que
“mientras yo quería pensar de ese modo que todo era falso era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa” ,
y, por ello, juzgó que
“notando que esta verdad, pienso, luego existo, era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía acep¬tarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba” .
Y así pretendió convertir esa proposición en “el primer principio” de su filosofía, haciéndolo en un doble sentido: como fundamento –al menos parcial- de la regla de la evi-dencia y del método en general, y como primera verdad de su sistema filosófico.
3.2.1. Cogito e intuición
Como se acaba de decir, la proposición “cogito, ergo sum” se mostró a Descartes como fundamento, aunque no absoluto, de la regla de la evidencia en cuanto su carácter de verdad evidente podía servirle de criterio para aplicarlo al resto de conocimientos, que sólo podría considerar como ver-daderos en cuanto se presentasen a su mente con la misma evidencia con la que se le había mostrado aquella única pro-posición que había superado la prueba de la duda. Esta propo-sición sería además la primera verdad de su sistema filosó-fico en cuanto sólo contaba con ella para intentar deducir cualquier otra.
Sin embargo y por lo que se refiere al supuesto carácter intuitivo del cogito hay que señalar que, de acuerdo con los su-puestos cartesianos, en realidad no lo tenía, pues las intuiciones se referían a realidades unitarias que desde el punto de vista cognoscitivo se relacionaban con conceptos, mientras que la proposición “cogito, ergo sum” evidente-mente no era un concepto sino un entimema, es decir, un razonamiento abreviado en el que estaba implícita la premisa universal “todo aquello que piensa existe” o la premisa indi-vidual “si pienso, existo”. De hecho en las Reglas para la dirección del espíritu Descartes había definido la intuición como un concepto, pero no como una relación entre concep-tos, es decir, como un juicio, y en este sentido había conside-rado la intuición como
“un concepto que forma la inteligencia pura y atenta con tanta facilidad y distinción que no queda ninguna duda sobre lo que entendemos” .
Así pues el cogito no podía tener carácter intuitivo, en cuanto la intuición se refería a una realidad clara y distinta, es decir, separada de cualquier otra, mientras que la proposición “cogito, ergo sum” hacía referencia no a uno sino a dos hechos distintos, al hecho de pen¬sar y al hecho de existir, y, por ello, tal proposición, a pesar de la evidencia con que se dedujera su relación, no podía tener carácter intuitivo sino deductivo, en cuanto el pensar y el existir no se identificaban sino que sólo podían relacionarse a partir de una deducción, entendiendo que el primero no podía darse sin el segundo, tal como ya lo había planteado Gómez Pereira en el siglo ante-rior cuando escribió: “nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum” , y tal como indicó Gassendi en una de sus críticas a Descartes.
3.2.2. El cogito y el principio de contradicción
Por otra parte, en su análisis acerca de la verdad absoluta del cogito Descartes no fue consciente de que la justificación de dicha proposición implicaba la previa aceptación del prin-cipio de contradicción en cuanto la reflexión acerca de la im-posibilidad de pen¬sar sin existir implicaba ya el uso de este principio. Y así –como se acaba de ver-, el cogito cartesiano no era una simple intuición sino una deducción, aunque muy simple, en la que se ponían en conexión los conceptos de pensar y existir. Esta deducción podía esquematizarse de acuerdo con su estructura lógica subyacente, mostrando así que decir “es im-posible pensar sin existir” presuponía haber comprendido que el hecho de pensar o de dudar era contra-dictorio con la inexistencia de la propia realidad pensante. El proceso cartesiano que culminaba en el cogito había comen-zado con una primera verdad: “pienso”, auténtica primera verdad incluso en cada momento en que se estuviera cuestio-nando su valor, pues tal cuestionamiento era imposible sin pensar. Y, en segundo lugar, Descartes materializaba su deducción con la verdad “existo”, en cuanto sobreentendía en la primera parte de su deducción que pensar sin existir era una contradicción, pues el argumento “pienso, luego existo” era necesariamente verdadero porque su nega¬ción -“no es verdad que, si pienso, entonces existo”- habría sido una contradicción.
Precisamente este punto de vista fue el que Descartes había defendido en las Reglas para la dirección del espíritu, aplicándola a las proposiciones de la Aritmética:
“si digo: cuatro y tres son siete, esta unión es necesaria, pues no podemos concebir distintamente el número siete si no incluimos en él de un modo confuso el número tres y el número cuatro” .
Aquí, sin mencionar el principio de contradicción, Descartes venía a considerar que había verdades necesarias en cuanto el sujeto de la proposición correspondiente incluía en su definición el predicado, por lo que su negación habría sido una contradicción, y, así, la necesidad de esta conclusión era clara y distinta no de un modo mágico y misterioso sino en cuanto cumplía con el principio de identidad y, por ello mismo, con el de contradicción.
Del mismo modo, cuando escribe
“habiendo notado que en todo esto: pienso, luego existo, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario existir” ,
juzga que el criterio de verdad es el de la claridad y distinción con que algo se presenta a la mente, pero no llega plantearse que, en cuanto existe una causa que determina la aparición en la mente de la vivencia de tal “claridad y distinción”, es decir, de tal “evidencia”, es precisamente esa causa anterior la que debería ser considerada como el auténtico criterio de verdad de ese conocimiento. Es decir, si Descartes afirma que en la proposición pienso, luego existo “no hay nada que me ase-gure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario existir”, la consecuencia de esta afir-mación no debería haber sido que en adelante debería consi-derar como verdad aquello que se apareciera con la misma evidencia, sino aquello que se le mostrase con la misma necesidad, pues, como el propio Des¬cartes reconoce, la vivencia de la evidencia procedía de la necesidad con que la existencia aparecía unida al pensamiento. Pero, ¿en qué consistía tal necesidad? Al margen de que Descartes no qui-siera o no supiera reconocerlo, dicha necesidad provenía sim-plemente de que la nega¬ción de tal unión habría resultado contradictoria. Precisamente en este mismo sentido in-dicó Hume un siglo después que sólo era demostrable como nece-sario aquello cuya negación implicase una contradicción, situación que se producía en las proposiciones analíticas, en las que el predicado está contenido por definición en el sujeto, por lo que su negación re¬sultaría contradictoria. Y, en el caso del cogito, aunque fuera de manera implícita, en el hecho de pensar estaba incluido el hecho de existir.
Complementariamente, cuando Descartes dice:
“por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las de-más cosas se seguía muy evidente y muy cierta¬mente que yo era” ,
su utilización de la expresión “il suivait” viene a ser equiva-lente a “se deducía”, aunque parece que Descartes rehuyó esa expresión de forma premeditada para tratar de presentar el cogito como un principio absoluto de carácter intuitivo, al margen de cualquier deducción, a pesar de considerar que el hecho de que algo “se siga” o “se deduzca” de otra cosa pre¬supone el uso implícito del principio de contradicción, el cual es en definitiva el auténtico fundamento de la verdad que se descubre. Así, por ejemplo, si se dice que todos los hom-bres son mortales y que los chinos, siendo hombres, no son mortales, se incurre en una contradicción en cuanto se está afirmando y negando a la vez que todos los hom¬bres sean mortales, en cuanto los chinos son una parte del con¬junto de los hombres, y es la conciencia de tal contradicción la que conduce a la evi¬dencia de la falsedad necesaria de la proposición “los chinos no son mortales”.
A quienes le objetaron que la verdad del principio de contradicción tendría un carácter anterior al de la verdad del cogito Descartes replicó que él no se basaba en dicho princi-pio sino que la verdad de dicha proposición se le mostraba como evidente de un modo intuitivo, es decir, de un modo racionalmente directo y no por la mediación de algún princi-pio lógico anterior que tuviera que aplicar. Sin embargo, a pesar de esta respuesta, el punto de vista de quienes defen-dieron la an-terioridad del principio de contradicción respecto al de la evidencia era el correcto, teniendo en cuenta de manera especial no sólo la existencia de una causa –y no siempre apropiada– a partir de la cual surge la impresión de eviden¬cia sino además que la evidencia –o la impresión de evidencia- tiene siempre y necesariamente un carácter subje-tivo por ser una impresión o una vivencia, lo cual explica que haya evidencias para todos los gustos; y así, aunque no haya por qué desecharla como indicio de algo, la evidencia está muy lejos de ser un criterio suficiente para la aceptación de una determinada proposición como verdadera, y, en cualquier caso, debe ir unida a otros criterios, como el principio de contradicción en el caso de las ciencias formales, y la constatación empírica en el caso de contenidos relacionados con la experiencia . Por ello además, el punto de vista del pensador francés era erróneo, pues mientras el principio de contradicción se muestra como evidente, son muchas las evi-dencias que no van más allá de una seguridad pura¬mente subjetiva, como lo demuestra la misma existencia de tantas evidencias contradictorias entre diversas personas o en una misma persona en distintos momentos, como el propio pen-sador francés reconoció respecto a las suyas.
En consecuencia, Descartes hubiera debido buscar unas bases mucho más firmes para asegurarse del valor objetivo de sus diversas evidencias y, en este sentido, hubiera debido valorar el principio de contradicción como una condición necesaria y suficiente de la verdad de las proposiciones lógi-cas y matemáticas, y como una condición necesaria, aunque no suficiente, de la verdad de las proposiciones empíricas.
Por otra parte, afirmar, como lo hace Descartes, que el princi¬pio de contradicción no tiene un valor por sí mismo sino que de¬pende de la omnipotencia divina, implica aceptar que en el fondo cualquier razonamiento tiene siempre un carácter arbitrario, pues tal principio es la regla fundamental sobre la que des¬cansan todos los razonamientos y, por ello, la relativización de dicho principio implica la relativización de cualquier razonamiento. Por ello, si este principio tuviera un valor relativo, estando subordinado su valor a la voluntad del dios de la iglesia católica, la pretensión cartesiana de demos-trar la existencia de ese dios sería absurda en sí misma, en cuanto en los momentos en que se intentase tal hazaña se estaría concediendo a dicho principio y a los razonamientos utilizados para conseguir tal demostración un valor absoluto, mientras que, una vez obtenida tal demostración -suponiendo que fuera posible-, se le negaría dicho valor, lo cual sería absurdo.
3.2.3. El cogito y la regla de la evidencia
Con respecto a esta primera proposición considerada como verdadera se pregunta Descartes a continuación qué es
“lo que se necesita en una proposición para que sea verdadera y cierta”
y, dejando en segundo plano su referencia al principio de contradic¬ción, que había utilizado de modo implícito para defender la verdad del cogito, concluye que lo que le confir-ma su verdad es la claridad y distinción –es decir, la evi-dencia- con que la contempla. Esta conclusión es la que le hizo incurrir, con su frivolidad habitual, en el sorprendente círculo vicioso de pretender fundamentar el valor de la evidencia en la verdad del cogito y, al mismo tiempo, tratar de fundamentar la verdad del cogito en la evidencia con que se presentaba a su mente.
En efecto, a partir de esta proposición, Descartes consi-dera que se encuentra ya en posesión de una “regla general” para progresar en el descubrimiento del resto de conoci-mientos que estén al alcance de la razón humana; se trata de la regla de la evidencia, según el cual
“las cosas que concebimos muy clara y muy distinta-mente son todas verdaderas” .
Pero, de este modo y como era habitual en él, incurrió en un nuevo círculo vicioso, pues, como ya indicó Huet, la regla de la evidencia, que debía haber sido fundamentada a partir de la proposición “cogito, ergo sum”, se convertía al mismo tiempo en el fundamento incoherente de ese primer conoci-miento. Además, esta regla, que debía haber servido de punto de partida para la fundamentación del método y para la recu-peración de todos los conocimientos, planteaba otros proble-mas insolu¬bles que determinaron que Descartes quedase en-cerrado en un solip-sismo del que le resultó imposible escapar, pues, aunque hubiese po¬dido confirmar su valor a partir de la verdad del cogito –como en un primer momento pareció pensar-, sin embargo consideró finalmente que no tenía por sí misma valor sufíciente como para demostrar la existencia del mundo ni la del propio cuerpo, ni la verdad de cualquier otra proposición, ya que todavía podía sospechar que
“quizá un dios podría haberme dotado de tal naturaleza que yo podría haberme engañado incluso a propósito de cosas que me parecieran máximamente manifiestas [...] Estoy obligado a admitir que para él es fácil, si lo quiere, ser causa de mi error, incluso en materias en las que creo disponer de una evi¬dencia muy grande” .
Y así, además de tener que enfrentarse al problema del círculo vicioso existente por lo que se refería a la relación entre la regla de la evidencia y el cogito, tenía que demostrar la existencia de un dios que no fuera engañador para que la regla de la evidencia quedase confirmada en su valor. Pero, al margen del fracaso en que Descartes debía incurrir necesa-riamente en su intento de fundamentar dicha regla, ésta no podía ser¬vir como criterio de verdad porque:
a) Toda evidencia es una impresión y toda impresión es subje¬tiva; por ello toda evidencia es subjetiva; y, por ello, no puede demostrarse que se corresponda con una verdad objeti-va a no ser mediante la ayuda del principio de contradicción para las proposiciones analíticas o mediante la ayuda de la experiencia para las sintéticas.
Parece que el propio Descartes se dio cuenta del pro-blema de la debilidad de la regla de la evidencia y que por este motivo se planteó la hipótesis de la existencia de un dios engañador o de un genio maligno –e incluso la del propio dios católico como engañador- como posibles causas de tales evidencias subjetivas, comprendiendo que éstas no garanti-zaban el valor de un supuesto conocimiento en cuanto la impresión de su evidencia podía no corresponderse con ver-dades objetivas, y considerando en un primer momento que sólo la existencia de un dios veraz podría reforzar de manera suficiente el valor insuficiente de la regla de la evidencia. Sin embargo, lo que parece que el pensador francés no compren-dió fue que, una vez introducida la hipótesis del genio ma-ligno o del posible dios engañador, se ce¬rraba el camino para demostrar cualquier otra verdad, como la de la existencia de ese dios veraz que tanto necesitaba, en cuanto tal existencia siempre podía considerarse como un nuevo engaño de aquel hipotético genio maligno o de aquel otro dios engañador.
b) En segundo lugar, Descartes no comprendió que, aunque esta regla era adecuada y suficiente para el progreso en los diversos conocimientos de carácter meramente formal, como la Lógica y las Matemáticas, en cuanto eran simples tautologías más o menos complejas pero reducibles a identi-dades mediante la ayuda del principio de contra¬dicción y otras reglas lógicas, era absolutamente insuficiente para la obtención de conocimientos de carácter material, como los de las di¬versas ciencias empíricas, cuyo progreso requería no sólo del uso del principio de contradicción sino también del de la experimenta¬ción, que debía servir para confirmar o desmentir el valor de los di¬versos enunciados o deducciones, al margen de que en principio pu-dieran parecer evidentes al investigador. Y así, a pesar de haber tomado conciencia de la existencia de “falsas evidencias”, reconociendo que en el pasado él mismo había tenido como evidentes teorías que en la actualidad veía como erróneas, y que eran muchos quienes tenían por evidente aquello que otros tantos juzgaban como evidentemente falso, de manera inexplicable siguió aceptando el valor de la evidencia como requisito nece¬sario y suficiente para la búsqueda y consecución del conocimiento.
Y así, uno de los errores de Descartes consistió en no haber comprendido que el éxito de su método en las Matemá-ticas, que en el fondo se basaba en el uso correcto del princi-pio de contradicción, no podía trasladarse a los conocimien-tos empíricos porque no disponía de la regla de la experi-mentación que sí era fundamental en el método de Galileo. Descar¬tes, en su método, fue incapaz de valorar la esencial importancia de la experiencia, a pesar de que en aquel mo-mento el método de Galileo ya había comenzado a funcionar, dando como resultado el rápido desarrollo de las ciencias experimentales. Mediante este método el científico podía interrogar a la Naturaleza para que ésta garantizase o desmin-tiese el valor de las hipótesis que el investigador construía a fin de comprender las rela¬ciones entre los diversos fenóme-nos, pues la simple impresión de evidencia, como “firme corazonada” de que algo fuera verdad, no permitía escapar del terreno de la subjetividad y asegurar la verdad de ninguna teoría científica.
Por otra parte, el pensador francés no podía aplicar el método experimental mientras no lograse escapar de la propia subjetividad en la que él mismo se había encerrado cuando con la duda metódica había negado que la experiencia pudie-ra ser criterio suficiente para afirmar la existencia indepen-diente de la realidad sensible, más allá de la propia subje-tividad, en cuanto no podía fiarse de los sentidos y en cuanto siem¬pre podría suceder que estuviera soñando o incluso que un genio maligno provocase en él la creencia en la existencia de realidades externas, causantes de las propias sensaciones. No obstante, hubiera podido aplicar dicho método posterior-mente, cuando dio el paso de aceptar la existencia de la “res extensa” como una rea-lidad independiente del sujeto, garan-tizada por la veracidad del pro¬pio Dios, al margen de las críticas que haya que hacer a esta última doctri¬na. Es cierto que en algunos momentos Descartes intentó servirse de la expe¬rimentación, pero, según muestran los resultados, no parece haber sido especialmente apto para la investigación empírica, que exigía un rigor y una capacidad especial de observación para analizar con objetividad los datos empíri-cos, como queda demostrado, por ejemplo, en su explicación de la circulación sanguí¬nea, que llegó a considerar como necesariamente verdadera, a pesar de que era obviamente falsa y a pesar de que la explicación verda¬dera ya la había expuesto Harvey, cuya obra Descartes conocía, llegando incluso a criticarla en el Discurso del método; o, como queda igualmente demostrado, cuando pretendió explicar cómo se relacionaban el alma y el cuerpo, presentando descripciones tan detalladas de esta supuesta conexión que parecía que estuviera viéndola, si no fuera porque, dada la supuesta hete-rogeneidad de tales sustancias, la “res cogitans” y la “res extensa”, las descripciones cartesianas sólo podían ser el efecto de intensas alucinaciones o el discurso embaucador de un feriante sin escrúpulos pretendiendo de vender como oro lo que era simple quincalla. El error del francés se hace más patente cuando se recuerda que su crítica a Galileo se rela-cionaba con el hecho de que el gran científico pisano se centraba en la explicación de fenómenos físicos inicialmente simples para encontrar la ley que describía su funcionamiento y su relación con otros fenómenos mediante el apoyo cons-tante de la experimentación, pero sin obsesionarse por alcan-zar un sólido sistema deductivo en el que todos los fenó-menos encajasen perfectamente. En este sentido, Descartes, con su engreimiento y frivolidad habitual, no tuvo inconve-niente en criticar el método de Galileo diciendo:
“Me parece que falla mucho porque hace continuamente digresiones y no se detiene a explicar completamente una materia, lo que muestra que no las ha examinado por orden y que sin haber considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particula¬res y así ha construido sin funda-mento” .
Descartes tenía razón en que Galileo “sólo [había] inves-tigado las razones de algunos efectos particulares”, pero no la tenía cuando afirmaba que había “construido sin funda-mento”. Galileo, más realista que Descartes, comprendía que para explicar los fenómenos de la Naturaleza debía comenzar a investigar desde abajo, desde los datos de la observación empírica, pero eso no significaba “construir sin fundamento” sino construir desde el único fundamento del que podía dis-poner, que era precisamente la experiencia. Sin embargo, Descartes, especialmente ambicioso, orgulloso y se¬guro de su capacidad, pretendía construir su ciencia desde arriba, desde un funda¬mento absoluto y último, el dios cató¬lico, conside-rado como principio y fundamento último de toda la realidad, prejuicio gratuito asumido como consecuencia del adoctrina-miento recibido durante su infancia, que le condujo con demasiada ligereza a la convicción de haber demostrado la existencia de dicho ser y de que a partir de ese momento podía “construir con fundamento” el resto de los conoci-mientos. En definitiva, Descartes consideraba en su crítica a Galileo que éste había construido sin fundamento porque no había construido un sistema deductivo que, partiendo del dios católico, dedujera las leyes de la Naturaleza de manera sim-plemente racional y tomando como principio deductivo la supuesta inmutabilidad de ese supuesto dios. Y, efectivamen-te, en este sentido el proyecto cartesiano podía ser más “completo”, en cuanto todas las leyes se dedujeran de ese dios. Pero era una pretensión propia de un megalómano la de considerar que la existencia de ese dios o la de cualquier otro fuera demostrable, así como la de afirmar que a partir de tal principio podía deducir las leyes del Universo con la misma facilidad con que podía demostrar el teorema de Pitágoras.
Por ello, la verdad era contraria a la opinión cartesiana, pues Galileo construía a partir del fundamento de la expe-riencia, mientras que Descartes partía de un fundamento meramente supuesto y absolutamente alejado de la compro-bación experimental, como lo era aquel supuesto dios, y al margen de que hubiera concedido a la experiencia cierta utili-dad como mecanismo auxiliar para suplir las limitaciones de la razón humana a medida que las supuestas verdades racio-nales más evidentes fueran quedando demasiado lejanas a lo largo del proceso deductivo que llevaba desde supuestos conocimientos absolutos, como en especial el que se relacio-naba con el dios católico, al cono¬cimiento de las realidades más concretas .
La tendencia a dejar en un segundo plano la experiencia fue su tónica general, a pesar de que en las Reglas para la dirección del espíritu todavía había llegado a criticar a
“aquellos filósofos que, desdeñando las experiencias, creen que la verdad saldrá de su propio cerebro como Minerva del de Júpiter”
y a pesar de que posteriormente, entre los años 1638 y 1640, se atre¬vió a realizar disecciones con diversos animales. Pero este diletantismo experimental en Anatomía y en Medicina no le duró mucho tiempo y pronto abandonó la experimenta¬ción para dedicarse de nuevo a la mera especulación.
En su línea general de pensamiento consideró que la experiencia sin la razón era un conocimiento sumamente imperfecto, pues sólo mostraba que algo era, pero no por qué era, mientras que, para él, lo esencial en el conocimiento científico era mostrar la conexión deductiva y sistemática de todos los fenómenos en cuando derivados de la perfección divina, y, por ello, la experiencia sólo tenía un valor secun-dario que podía servir para asegurar la verdad de los resul-tados a los que conducían las deducciones racionales o para la obtención de aquellos conocimientos que en lugar de ser el resultado deductivo de la inmutabilidad del dios católico dependían sólo de su omnipotencia, por lo que no podían ser deducidos sino solo constatados por la experiencia.
Resulta lamentable que Descartes llegase a menospreciar tan frívolamente la obra de Galileo, el cual había elaborado un método especialmente útil para el progreso de la Ciencia, el método hipotético deductivo, que combinaba la experien-cia, la imaginación y la inteligencia para observar la realidad, para crear hipótesis explicativas de lo observado, para dedu-cir con-secuencias teóricas de tales hipótesis y para realizar experimentos que sir¬vieran para confirmar o desmentir las hipótesis previamente es¬tablecidas, dando paso de este modo al asombroso progreso que desde entonces ha tenido la Ciencia.
3.2.4. Críticas al cogito
Por lo que se refiere a la proposición “cogito, ergo sum”, fundamento del método y del sistema cartesiano, hubo una serie de críticas relacionadas tanto con su contenido y consis-tencia como con la originalidad de Descartes a la hora de utilizarla como verdad primera y absoluta:
3.2.4.1. Críticas al contenido del cogito
a) Gassendi criticó esta “primera verdad” considerando que en el fondo se trataba de un silogismo en el que estaba implícita la premisa mayor “todo lo que piensa existe”. Descartes replicó que su planteamiento no tenía carácter deductivo sino que se trataba de una intuición inte¬lectual directa por la que veía con absoluta evidencia que el pensamiento y la existencia estaban necesariamente unidos, de manera que no podía afirmar “pienso” sin afirmar al mismo tiempo la verdad según la cual existo como ser pensante. No obstante, la crítica de Gassendi era correcta por lo que se ha dicho antes, pues por muy fácil y directa que pudiera resultar la implicación entre pensar y existir, el paso deductivo era inevitable. Se podría matizar que la premisa implícita no tenía por qué ser “todo lo que piensa existe” sino que podía adoptar la forma “es imposible pensar sin existir” u otra similar, que suponía la admisión del principio de contra-dicción como fundamento implícito de tal proposición.
Como la pretensión cartesiana era la de convertir cual-quier deducción en una intuición intelectual directa, eso explicaría en parte su empeño en defender el carácter intuí-tivo del cogito, a pesar de que no podía dejar de tener carácter de¬ductivo en cuanto los conceptos de pensar y de existir no eran sinó¬nimos, como ya se ha explicado antes.
El interés cartesiano por afirmar el valor del cogito como principio absoluto de su filosofía, tanto de su sistema como de su método, convirtiéndolo por ello en fundamento del principio de la evidencia, tenía en cualquier caso el incon-veniente radical de que, desde el momento en que el pensador francés recurría a una impre¬sión necesariamente subjetiva como la de la evidencia, relacionada con “la claridad y distinción” con que un supuesto conocimiento se presentase a su mente, tal planteamiento podía dar pie a la aparición de toda clase de intuiciones “evidentes”, en cuanto fueran sentidas así por quien las afirmase como tales. En definitiva, ni existía un criterio intersubjetivo para contrastar el valor objetivo de evidencias necesariamente subjetivas, ni existía ningún otro método de corrobo¬ración de lo que cualquiera pudiera afirmar como “verdad evidente”, tanto si se refería a los “milagros” de Lourdes como a su particular “regreso al futuro” o a su abducción por los tripulantes de una nave de otra galaxia, fenómenos al parecer muy evidentes, al me¬nos para quien los cuenta.
b) Fue igualmente acertada la crítica posterior de P. D. Huet en 1689 en su obra Censura pilosophiae cartesianae, indicando que en el planteamiento cartesiano había un cír-culo vicioso , por cuanto si el principio “cogito, ergo sum” se aceptaba porque era evidente, en dicho caso había que considerar la regla de la evidencia como su fundamento, y, en consecuencia, dicha regla no podía a su vez que¬dar jus-tificada en virtud de aquel principio. En relación con esta crítica muchos años antes Descartes había defendido el valor del cogito como fundamento de la regla de la evidencia seña-lando que poseía la cualidad de ser una evidencia absoluta cuya negación habría sido contradictoria.
Ahora bien, con esta defensa Descartes pasó por alto, en primer lugar, que toda evidencia –y no sólo la del cogito- debía tener ese mismo carácter absoluto, pues no tendría sentido hablar de evidencias más o menos evidentes, del mismo modo que no tiene sentido hablar de circunferencias más o menos redondas, ni de difuntos más o menos muertos. En consecuencia, a la hora de aceptar como conocimientos “otras evi¬dencias”, sólo podía hacerlo en cuanto fueran tan absolutas como aquella primera verdad, pues en caso contra-rio habría aceptado frívolamente la equivalencia entre lo evi-dente y lo probable, olvidando su inten¬ción de reconstruir la Filosofía como un sistema de conocimientos evidentes. Y, en segundo lugar, una consecuencia derivada de esta justifi-cación era la de que, aunque la verdad del cogito no proce-diera de la regla de la evidencia sino que fuera la regla de la evidencia la que hallase su justificación en aquella primera verdad, en cualquier caso, como se ha dicho antes, el valor de la verdad del cogito deri¬varía del principio de contradicción, pues, desde el momento en que dice Descartes que es impo-sible pensar o dudar sin existir, está reco-nociendo implíci-tamente que el pensar es incompatible, o, lo que es el mismo, contradictorio, con la no existencia y, por ello, a la vez que se afirma el pensar se afirma la existencia de ese pensar en cuanto su negación sería contradictoria. Y así, desde el momento en que el valor del cogito se justifica a partir del principio de contradicción, esta primera verdad sirve a su vez de justificación para la regla de la evidencia, lo cual implica la aceptación implícita de que esta regla no podía representar por sí misma un criterio suficiente para la aceptación de cualquier supuesto conocimiento.
En definitiva, el principio de contradicción posee una prioridad gnoseológica sobre la verdad del cogito y sobre la regla de la evidencia, y representa el fundamento último de todos los conocimientos.
Por otra parte, cuando Descartes recurre al principio de contradicción, utilizándolo sin proponérselo, como funda-mento objetivo de la verdad del cogito, todavía no es cons-ciente de que el valor absoluto que en esos momentos conce-de a este principio más adelante se lo negará, al considerarlo subordinado al poder divino, y esta incoherencia complicará todavía más sus reflexiones, en cuanto supone un nuevo círculo vicioso del que le será imposible escapar. En este sentido escribe:
“En cuanto a la dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que […] los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite” .
Pues, en efecto, con la intro¬ducción del dios católico –o de cualquier otro-, lejos de solucionarse el problema, todo él se complica todavía más en cuanto, si la verdad del cogito se justifica a partir del principio de contradicción y este princi-pio se justifica a partir de ese dios, considerando por ello que su valor no es absoluto, en cuanto depende de la libre voluntad di¬vina, en tal caso la justificación del cogito a partir del principio de contradicción resulta tan arbitraria como el mismo principio de contradicción. Pero, además, hay que tener en cuenta que, como la existencia de ese dios había sido introducida a partir de la aplicación de la regla de la evi-dencia, la cual debía haber sido previamente justificada por Dios, en tal caso el círculo se completaba en cuanto sus tér-minos inicial y final eran la “res cogitans” y Dios, mientras que el principio de contradicción y la regla de la evidencia eran los términos intermedios. Y así, Descartes incurrió en un nuevo círculo vicioso con el que, evidentemente, no podía demostrar nada:
———→ “Cogito, ergo sum” ————→
↑ ↓
P. de contradicción Regla de la evidencia
↑ ↓
← —————— Dios ←————— ←
Por otra parte, en cuanto para demostrar la existencia de ese dios –el dios católico- era necesario aceptar previa¬mente la regla de la evidencia, en cuanto para aceptar la regla de la evidencia había que aceptar el principio de contradicción y en cuanto el principio de contradicción se sustentaba en la vo-luntad de Dios, tal principio no tenía un valor absoluto y, por ello, todo lo que se hubiese pretendido demostrar a partir de él no dejaría de tener un valor relativo, subordinado a la vo-luntad del dios católico. O dicho de otro modo: Si la demos-tración de la existencia de ese dios se fundamentaba en una argumentación basada en la previa aceptación del valor de la regla de la evidencia, si la regla de la evidencia tenía un valor subordinado al del cogito, si éste se basaba en el principio de contradicción y, finalmente, si el valor del principio de con-tradicción dependía de la omnipotencia divina, entonces cual-quier demostración que pudiera obtenerse por la mediación de tal principio sería tan arbitraria como el propio principio.
3.2.4.2. Críticas a la consistencia del cogito
Por otra parte y desde perspectivas posteriores, hubo una serie de pensadores que realizaron diversas críticas al cogito cartesiano, no por lo que se refiere a la relación necesaria entre pensamiento y existencia pero sí por la doctrina carte-siana del yo, entendido como una realidad sustancial que ser-viría de soporte para el pensamiento sin identificarse con él. En este sentido son especialmente interesantes las observa-ciones de Hume, de Kant y de Nietzsche, aunque Kant no llegase a realizar una crítica tan radical como Hume o como Nietzsche:
a) Las reflexiones de D. Hume respecto a la existen¬cia de un yo sustancial representan una crítica implícita al plantea¬miento cartesiano. Respecto a la idea de alma, entendida como un sujeto permanente de carácter inmaterial que servi-ría de soporte para las sucesivas percepciones a lo largo del tiempo, Hume se pregunta, desde la aplicación más rigurosa del empirismo y de su principio “nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, si percibimos la impresión corres-pondiente a ese supuesto sujeto al que llaman “alma” o “yo”. Señala Hume que “si alguna de nuestras impresiones nos da la idea del yo, dicha impresión ha de permanecer invariable, a través de toda nuestra vida [...] Pero no existen impresiones constantes e invariables [...] y, en consecuencia, no existe” una realidad objetiva que se corresponda con dicha idea.
Hume negó, en consecuencia, el conocimiento de un yo permanente o alma y comparó el espíritu humano con una especie de teatro en el que se suceden las percepciones y en el que “sólo las percepciones sucesi¬vas constituyen el espíri-tu” , es decir, que a partir de la sucesión de las diversas percepciones no podía concluirse en la existencia de un yo sustancial o del alma, tal como Descartes había hecho. Sin embargo y a pesar de estas críticas, Hume manifestó su propia insatisfacción con su explicación del conocimiento al tomar conciencia de la gravísima dificultad para explicar el conocimiento sin la existencia de un centro unificador de las diversas percepciones que explicase las relaciones que se producían entre ellas .
b) También en este punto el planteamiento kantiano di-fiere radicalmente del cartesiano, pues mientras Descartes considera que el yo es una realidad autoconsciente, Kant con-sidera, en primer lugar, que, si se hace referencia al yo como sujeto del conocimiento, en tal caso se estará hablando del “yo trascendental” que, aunque es la condición apriórica de todos los conocimientos, no puede ser cono¬cido directamen-te, sino sólo ser objeto de una “deducción trascen¬dental”, entendiéndolo como condición apriórica necesaria para el establecimiento de las diversas relaciones entre los fenóme-nos, aplicándoles los conceptos puros del entendimiento; en segundo lugar, que, si se hace referencia a la propia realidad subjetiva cono¬cida a través de los sentidos, se estará hablando del yo empírico o yo fenoménico, es decir, del yo tal como aparece ante uno mismo, pero no del yo tal como pueda ser en sí mismo; y, en tercer lugar, que, si se hace referencia al “alma” como realidad trascendente, en tal caso se produce un alejamiento de la experiencia, y, en consecuencia, nada podrá decirse de ella en cuanto la construcción de todo conoci¬miento requiere de una materia, las sensaciones empíricas, y una forma, las estructuras aprióricas de la sensibilidad y del entendi¬miento, mientras que en el caso del pretendido conoci-miento del alma sólo tendríamos “pensamientos sin conteni-do”, es decir, ideas o estructuras mentales sin relación alguna con un material sensible al que tales estructuras pudieran ser aplicadas.
c) Por su parte, Nietzsche critica este primer pilar de la filosofía cartesiana considerando que se basa en el “hábito gramatical” que condujo a la construcción antropomórfica de la categoría de “sustancia” o de “sujeto”, como si la acción requiriese de “alguien” que “hiciera”: “ ‘Se piensa: luego hay una cosa que piensa’: a esto se reduce la argumentación de Descartes. Pero esto es dar por verdadera ‘a priori’ nuestra creencia en la idea de sustancia. Decir que, cuando se piensa, es preciso que haya una cosa que piensa, es simplemente la formula-ción de un hábito gramatical que a la acción atribuye un actor […] Si se redujese la afirmación a esto: ‘se piensa, luego hay pensamientos’ resultaría una simple tautología” .
Igualmente considera Nietzsche que la creencia en el alma, que es en definitiva el sujeto del “cogito” cartesiano, es una consecuencia de la creencia en el valor objetivo de las estructuras gramaticales de sujeto y predicado .
En definitiva, de acuerdo con estas críticas, la proposi-ción “pienso, luego existo” prejuzga la existencia del sujeto “yo”, que lo sería tanto del pensar como del existir, de forma que en esta proposición no sólo se afirma la relación del pen-sar con el existir del pensamiento, sino que también se presu-pone la existencia diferenciada de un yo que piensa, pero que no se identifica con el pensa¬miento sino que es algo más. Pero, ¿cómo se llega a demostrar –y a demostrar con eviden-cia absoluta- que por debajo del pensamiento exista un sujeto que tenga pensamientos, pero que no se identifique con ellos?
Parece evidente, como criticó Nietzsche, que en el plan-tea-miento cartesiano subyace el prejuicio gramatical que dife-rencia entre un sujeto y un predicado, entre el yo (sujeto) y el pensamiento (predicado). Y, por ello, el rigor de su método hubiera debido conducir a Descartes a la afirmación de la existencia del pensamiento, pero sin añadir a tal afirmación el supuesto de que debiera existir “una cosa” pensante, pues o bien dicha cosa se identificaría con el pensamiento, y, en tal caso, esa afirmación habría sido una redundancia, o bien no se identificaría, y en di¬cho caso al conocimiento de que existe el pensamiento se estaría añadiendo la idea de que existe algo más como sujeto de la actividad pensante, pero distinto de ella. Para entender mejor esta crítica puede observarse que una oración impersonal, como “llueve”, no conduce a extraer la conclusión “existe una cosa que llueve”, como si por una parte existiera la lluvia, y, por otra, una realidad invisible de la que surgiera la lluvia, sino que sólo podría extraerse la conclusión tautológica “existe la lluvia”, y puede entenderse igualmente que la incorporación al lenguaje de la categoría gramatical de sujeto tiene un carácter utilitario para la mani-pulación de la realidad, la cual no está dividida en realidades atómicas, como lo serían tales sujetos, sino que se identifica con el conjunto de sus manifestaciones.
3.2.5. Antecedentes del cogito cartesiano
Por otra parte, la proposición “cogito, ergo sum” no fue una novedad introducida por Descartes como ejemplo de verdad abso¬luta, sino que tuvo diversos precedentes, como Aurelio Agustín (s.IV-V), Jean de Mirecourt (s.XIV), Gómez Pereira (s. XVI), y Jean Silhon (s. XVII). Resulta difícilmente creíble que la obra de al menos alguno de estos pensadores no hubiese llegado a ser conocida por Descartes, a pesar de que él no mencionó a ninguno de ellos.
a) Aurelio Agustín había utilizado la proposición “si fallor, sum” (“si me equivoco, existo”) como ejemplo de verdad absoluta y, en este sentido, el “cogito” cartesiano no parecía especialmente original. Sin embargo, aunque Descar-tes reconoció la existencia de una similitud entre la proposi-ción agustiniana y la suya propia, consideró que mediante ella Agustín sólo pretendía refutar a los escépticos, mientras que él pretendía convertirla en el fundamento de su método y de su sistema. Otra diferencia en este punto consistía en que Agustín consideraba que la realidad sensible estaba sometida al cambio mientras la verdad tenía un carácter inmutable, y, por ello, el conocimiento de la verdad no podía depender del hombre por ser una realidad cambiante, sino del propio Dios, como ser inmutable del que procedían las verdades que el hombre descubría en el interior de su alma. Por ello mismo, la afirmación cartesiana de la existencia de verda¬des innatas que procederían de Dios, y el hecho de que el funda¬mento del método y del valor de los diversos conocimientos en gene¬ral –a excepción de la verdad del “cogito”- quedasen justificados a partir de Dios sugieren que el paralelismo entre su plantea-miento y el de Agustín fue mucho más cercano de lo que él aceptó. La sospecha de que la coincidencia entre ambos pen-sadores fuera en realidad una influencia del obispo de Hipona sobre Descartes aumenta si se tiene en cuenta que mientras Agustín había manifestado su deseo exclusivo de profundizar en el conocimiento de Dios y del alma , Descartes entendió igualmente que sus Meditacio¬nes Metafísicas representaban en lo esencial una demostración de la existencia de Dios y de la independencia e inmortalidad del alma respecto al cuerpo:
“Siempre he considerado que estas dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente deben ser demostradas por las razones de la Filosofía antes que por las de la Teología” .
b) Igualmente, en el siglo XIV Jean de Mirecourt habló acerca del cogito cuando se preocupó por el problema del conocimiento, defendiendo tres tipos de evidencia:
- la evidencia lógica, como criterio infalible de verdad, en cuanto se fundamentaba en el principio de contradicción;
- la evidencia relacionada con la experiencia (“evidentia natu¬ralis”) que tenía un valor muy alto, pero no absoluto en cuanto podría ser consecuencia de la acción directa de Dios sobre la mente, sin necesidad de que existieran realidades independientes que la causaran; y
- la evidencia de la experiencia interna de la propia existen¬cia, que no podía tener carácter meramente subjetivo, ya que si al¬guien dudara de su propia existencia, tendría que reconocer que existe, pues para dudar era preciso existir.
De nuevo aparece aquí una similitud especialmente clara entre los puntos de vista de Jean de Mirecourt y Descartes, similitud que sugiere intensamente la existencia de una clara influencia del primero sobre el segundo, aunque Descartes nunca la mencionase. Además, por lo que se refiere a la evi-dencia relacionada con la experiencia externa (la “evidentia naturalis”) Jean de Mirecourt, al igual que Ockham y poste-riormente Descartes, plantea la hipótesis de “un dios engaña¬dor”, considerando que implicaría una excepción a la necesi-dad de tal evidencia, en cuanto existiría la posibilidad de que ese dios provocase las sensaciones sin que existiera una reali-dad independiente causante de ellas.
Jean de Mirecourt plantea igualmente una cuestión que también aparece en Descartes, pero mientras el primero le dio una solución, el segundo le dio la contraria: Según Jean de Mirecourt, la omnipotencia divina hubiera podido hacer que lo que ya ha existido al mismo tiempo no haya existido, mientras que Descartes rechaza tal posibilidad. Paradójica-mente y por lo que se refiere al principio de contradicción, mien¬tras Jean de Mirecourt lo considera necesariamente ver-dadero, Des¬cartes considera que el poder de Dios está por encima de dicho prin-cipio. Pero lo más absurdo del caso es que desde la perspectiva cartesiana, que acepta la subordina-ción del principio de contradic¬ción a la omnipotencia divina, se debería haber concluido que para él era posible hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido, ya que tales enunciados serían simplemente contradicto¬rios de forma que su valor estaría sometido a la omnipotencia divina, en cuanto dicho principio lo estaba, mientras que Mirecourt, que sí aceptaba el valor absoluto del principio de contradicción, para ser consecuente con él debería haber rechazado la contradicción consistente en afirmar que Dios pudiera hacer que un mismo hecho hubiera sucedido y, al mismo tiempo, no hubiera suce-dido. En cualquier caso, el hecho de que Descartes reflexio-nase acerca de estas cuestiones es un indicio muy importante en favor de la existencia de una influencia de Jean de Mirecourt sobre él.
Por lo que se refiere a la consideración del cogito como una eviden¬cia incondicional, el planteamiento de Jean de Mi-recourt fue más acertado que el de Descartes, quien –como ya se ha comen¬tado- no supo ver la dependencia del “cogito” respecto al principio de contradicción, y lo presentó como una verdad absoluta, no deri¬vada de la aplicación de ningún principio previo, y, a continuación, lo vio como fundamento de la regla de la evidencia, a pesar de que al final de sus discusiones acerca del fundamento del “cogito” reconoció de facto su origen en dicha regla, mientras que, a su vez, el prin-cipio de contradicción era el fundamento directo de la regla de la evidencia, en cuanto ésta se aplicase rigurosamente, e indirecto de la verdad del cogito, pues el cogito aparecía como verdad porque era evidente y era evidente porque su negación implicaba una contradicción. No obstante y en cuanto la evidencia era una impresión, tenía carácter subje-tivo, de manera que podía incluir tanto auténticas verdades, descubiertas a partir de la aplicación correcta del principio de contradicción, como simples ilusiones, que nada tenían que ver con la verdad. Por su parte, Jean de Mirecourt entendió que la verdad del “cogito” no era sólo un ejemplo de “eviden-tia naturalis” sino que se trataba igualmente de una “evidentia potissima”, es decir, “una evidencia muy poderosa”, en cuan-to, a pesar de ser una verdad relacionada con la experiencia, se basaba igualmente en el principio de contradicción .
c) Por su parte, a mediados del siglo XVI, el español Gómez Pereira había escrito “nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum”, frase que adopta forma silogística y en la que el conocimiento aparece necesaria y deductivamente asociado a la existencia. La forma cartesiana del “cogito” se parecía en su estructura más a la agustiniana que a la de Gómez Pereira: Ambas eran entimemas donde estaba implícita la premisa que subsumía el concepto de pen-sar en el de existir. Sin embargo, en Gómez Pereira la premi-sa “quidquid noscit, est” expresa el contenido latente del cogito cartesiano y del fallor agustiniano. El interés de esta dife¬rencia radica en que en Gómez Pereira se muestra claramente el carácter deductivo de esta verdad, que presu-pone la aplicación implícita del principio de contradicción, mientras que Descartes pretendió darle un carácter intuitivo. Además, el planteamiento de Gómez Pereira deja clara la prioridad del principio de contradicción sobre el propio cogito y sobre la regla de la evidencia.
d) Finalmente, Jean Silhon, amigo de Descartes, había escrito una obra, Las dos verdades, publicada en 1626, once años antes que el Discurso del método, en la que exponía esta misma consideración acerca de la unión necesaria entre el pensamiento y la existencia, y es más que probable que Des-cartes la co¬nociera, por lo que igualmente por este medio pudo haber llegado a su decisión de adoptar el “cogito” como primera verdad de su filosofía, tanto para su método como para su sistema .
3.3. A. Arnauld: Su objeción a la demostración de la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia
a) La necesidad de fundamentar la regla de la eviden-cia.- Como ya se ha dicho, Descartes consideró en principio que la claridad y distinción con que se le había presentado la verdad de la propia existencia podía ser la clave para distin-guir los auténticos conocimientos de aquellos que no ofrecían garantías suficientes de serlo, pero pensó también que debía justificar esta regla antes de aplicarla de forma generalizada a los demás conocimientos, pues su utilidad en las Matemáticas no era una garantía de su valor para obtener otros resultados igualmente seguros en el resto de contenidos filosóficos o científicos, de manera que el proceso para la recu¬peración de los conocimientos sometidos a la duda no consistió en afir-mar sin más la verdad de todo lo que se presentase con una evi¬dencia similar a la del cogito, sino en tratar de justificar además el derecho a aplicar esa regla a esos otros conoci-mientos sometidos a la duda. Por otra parte, en las Medita-ciones metafísicas, jugando a llevar su afán crítico a un extremo hiperbólico –como el propio Descartes lo calificó-, se planteó la posibilidad de que un genio maligno o de un dios tan poderoso como engañador le hiciera ver como evi-dentes “conocimientos” que en realidad serían simples enga-ños, de manera que a partir de esta hipótesis la duda acerca de la existencia de un mundo externo o acerca de los conoci¬mientos matemáticos quedaba afianzada con mucho mayor motivo hasta el punto de que, siendo coherente con tal supuesto, el pensador francés no hubiera podido escapar del solipsismo escéptico. Esta hipótesis había sido planteada en el siglo XIV por Ockham, pero Jean de Mirecourt apenas le concedió valor, y consideró por ello que la “evidentia natu-ralis”, relacionada con la experiencia, aunque no tenía un valor tan absoluto como el derivado del principio de contra-dicción, que era el fundamento de las verdades matemáticas, tenía fuerza suficiente como para justificar los conocimientos relacionados con la experiencia.
Por su parte, en las Meditaciones metafísicas el pensador francés había planteado la hipótesis de la existencia de un dios engañador escribiendo:
“siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande […] Pero para poder eliminarla [ = la razón para dudar] debo examinar si existe un Dios […]; y si encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engañador; pues sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa alguna” .
Una consideración de este tipo debía haberle conducido a comprender que la regla de la evidencia no era fiable a la hora de fundamentar cualquier conocimiento, de manera que, en cuanto esto era así, debía haber abandonado tal criterio de verdad, basado simplemente en una impresión subjetiva co-mo ésa, tan variable incluso en una misma persona a lo largo del tiempo, según reconoció el pro¬pio pensador al escribir:
“me puedo convencer de haber sido hecho de tal modo por la naturaleza que me pueda engañar fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con la mayor evidencia y certeza, dado principalmente que me acuer-do de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas” .
Sin embargo y como ya se ha dicho, a pesar de la sensa-tez de esta reflexión Descartes no renunció a considerar la regla de la evidencia como ta¬lismán del conocimiento sino que trató de encontrarle una garantía para su aplicación segura, más allá de la pro¬pia subjetividad, y pretendió haberla encontrado en el dios veraz de la reli¬gión católica. Pero, como a continuación se verá, esta “solu¬ción” sólo representó una incoherencia más en las argumentaciones cartesianas.
b) Dios como fundamento de la regla de la evidencia y de la verdad de los conocimientos evidentes.- Para conseguir esta justificación de la regla de la evidencia y con ella la de la verdad de los conocimientos que se le mostrasen con absoluta claridad y distinción, según exigía esta re¬gla general, Descar-tes consideró necesario demostrar la existencia de un dios veraz que garantizase que lo que se le presentaba como evi-dente no fuera en realidad producto de un espejismo, de una eviden¬cia puramente subjetiva o del engaño de un genio maligno, de un dios engañador o del propio dios católico, sino que se correspondiera con una auténtica verdad. Una vez demos¬trada la existencia de ese dios, caracterizado entre otras infinitas per¬fecciones por la de la veracidad, podría consi-derarlo como firme ga¬rantía del valor de la regla de la evi-dencia y de todos los conocimientos que se obtuvieran por su mediación. Así lo indicó en el Dis¬curso del método al escribir:
“Esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y distin-tamente son todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros procede de él” .
Por ello, una vez demostrada –al menos supuestamente- la existencia de ese dios, el “teólogo” francés defendió la doctrina de que la práctica totalidad de las verdades dependía de él en el sentido de que no eran verdades por ellas mismas sino sólo como resultado de su libre decisión, tal como lo afirmó en su correspondencia con el padre Mer¬senne, en la que dijo:
-“las verdades matemáticas, que usted llama eternas, han sido establecidas por Dios y dependen enteramente de él, lo mismo que todo el resto de las criaturas. En efecto, decir que estas verdades son independientes de él es hablar de Dios como de un Júpiter o Saturno y some-terlo a la estigia y a los destinos” , y
-“la existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás” .
Y, en consecuencia, Descartes juzgó que las verdades aparente¬mente evidentes no se justificaban por su propia evi-dencia sino en el propio dios del cristianismo que él creyó poder demostrar.
Sin embargo y en contradicción con esta doctrina, en algún momento Descartes defendió igualmente la existencia de verdades evidentes que valían por sí mismas, no estando subordinadas a Dios. Y fue precisamente esta tesis la que utilizó para responder a la objeción acertada de A. Arnauld, a pesar de que la doctrina cartesiana general era, como se acaba de mostrar, aquella según la cual todas las verdades proce-dían de Dios.
En efecto, Arnauld consideró acertadamente que los intentos cartesianos por demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia implicaban un círculo vicioso, en cuanto el “teólogo” francés, a pesar de haber considerado que debía fundamentar la regla de la evidencia en Dios, sin embargo la utilizó para demostrar la existencia de Dios sin haberla fundamentado previamente, lo cual era evidentemente un frívolo círculo vicioso.
c) La objeción de A. Arnauld.- Como indicó A. Arnauld (1612-1694), Descartes, en su intento de justificar la regla de la evidencia incurrió en un círculo vicioso del que no podía esca¬par sin romper con su propio método y con las reglas de la Lógica, pues pretender demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia y fundamentar a continua-ción el valor de la regla de la evidencia a partir de Dios era precisamente eso.
En este sentido, en sus objeciones a las Meditaciones Metafísi¬cas, Arnauld había objetado con total claridad: “Sólo un escrúpulo me resta, y es saber cómo [el señor Des¬cartes] puede pretender no haber cometido círculo vicioso cuando dice que sólo estamos seguros de que son verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamente, en virtud de que Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos eso con toda claridad y distinción; por consiguiente, antes de estar segu¬ros de la existencia de Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos con claridad y distinción” .
Como ya se ha dicho, la respuesta de Descartes a esta objeción fue decepcionante, como no podía ser de otra manera, pues en lugar de aceptar el valor de esta crítica, se defendió de ella mediante una burda artimaña, diciendo que, por lo que se refería al valor de la evidencia había hecho una distinción
“entre las cosas que concebimos […] muy claramente, y aquellas que recordamos haber concebido muy clara-mente en otro tiempo. En efecto, en primer lugar, esta-mos seguros de que Dios existe, porque atendemos a las razones que nos prueban su existencia; mas tras esto, basta con que nos acordemos de haber concebido clara-mente una cosa para estar se¬guros de que es cierta: y no bastaría con esto si no supiésemos que Dios existe y no puede engañarnos” ,
de manera que las verdades actualmente evidentes no reque-rirían de la garantía divina, mientras que las últimas sí.
Esta respuesta a la objeción de Arnauld era rotunda y absolutamente falsa y en contradicción con la práctica tota-lidad de los textos en que Descartes se refería a esta misma cuestión, en los que defendió constantemente la subordina-ción permanente a Dios del valor de todas las evidencias con la excepción de la del cogito . El argumento de Descartes para defenderse de la crítica de Arnauld era tan absurdo que, si hubiera tenido algún sentido, todo aquel proceso rela-cionado con la duda metódica, por el que tanto los conoci-mientos referidos al mundo sensible como en especial los de carácter matemático quedaban puestos en suspenso mientras su verdad no que¬dase garantizada por la existencia de un Dios veraz que confirmase que el valor de la regla de la evidencia no habría sido sino una simple comedia –como, por otros motivos, parece que lo fue-.
¿Qué sen¬tido tenía la afirmación cartesiana de la autosu-ficiencia de evidencias como las de las Matemáticas cuando en el Discurso del método había puesto en duda su valor? Conviene in¬sistir por ello en que, como le criticó Arnauld, si Descartes podía dudar del valor de la evidencia mientras no demostrase la existencia de Dios, no podía contar con nin-guna base sólida a partir de la cual demostrar la existencia de Dios, pues por muy evidente que fuera tal demostración, siempre podría tratarse de una falsa evidencia provocada por el genio maligno.
Además, como puede comprobarse mediante la lectura de las obras del pensador francés y como se mostrará a continuación, aunque en las Reglas para la dirección del espíritu había defendido el carácter de verdad absoluta de algunas evidencias, como las de carácter matemático, poste-riormente defendió de modo insisten¬te la subordinación de toda evidencia y de toda verdad a Dios, hasta el punto de llegar a considerar que el mismo principio de contradicción dependía de la omnipotencia divina .
Por otra parte y en relación con esta cuestión, resulta francamente sorprendente que una objeción tan fundamental como la presentada por Arnauld sólo diera lugar a una res-puesta tan escueta como la que le dio Descartes. Parece que el motivo de tal brevedad se relaciona con la aparente inten-ción del pensador francés de minimizar la importancia de la seria objeción a la que se enfrentaba, tratando de que pasara lo más desapercibida posible, precisamente porque debió de ser cons-ciente de que, en cuanto la objeción era acertada, su sistema deductivo quedaba cortado de raíz.
Como prueba en favor de la crítica de Arnauld respecto al valor condicionado de las diversas evidencias, tiene interés mostrar algunos textos en los que Descartes proclama la su-bordinación a Dios de cualquier verdad y de que en defi¬nitiva las supuestas verdades evidentes sólo tuvieron un valor inde-pendiente de Dios en las Reglas, pero no después, en cuanto el francés las presentó como dependientes de la divinidad:
c1) Así puede verse en primer lugar en las citas del punto 3.3.b, y especialmente en la última, en la que se dice que “la existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proce-den todas las demás” , y así puede comprobarse en el Discurso del método, donde, como ya se ha podido mostrar, Descartes había hecho referencia a Dios como garantía de toda evidencia y no sólo de aquellas cuyas razones habían dejado de estar presentes en la conciencia, escribiendo en este sentido:
“si no supiéramos que todo lo que en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas no tendría-mos ninguna razón que nos asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas” .
Es decir, que la claridad y distinción, o sea, la evidencia por sí misma sería insuficiente para estar seguros de nada mientras no se dis¬pusiera del conocimiento de la existencia de un Dios del que dependería la verdad de tales evidencias.
A partir de esta consideración la objeción que Arnauld le planteó, relacionada con la imposibilidad de alcanzar el cono-cimiento de ese ser perfecto mientras la verdad de las eviden¬cias que pudieran conducir hasta él no hubiese sido funda-mentada por ese mismo ser, era absolutamente clara, indiscu-tible y conclu¬yente, de manera que el argumento cartesiano constituía un círculo vicioso.
c2) Éste siguió apareciendo en diversos lugares de las Meditaciones Metafísicas, obra en la que se encontraba la objeción de Arnauld y donde el “teólogo” francés, en clara contradicción con su respuesta a Arnauld, había escrito:
- “la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios”
- “reconozco muy claramente que la certeza y la verdad de toda ciencia depende únicamente del conocimiento del verda¬dero Dios, de modo que antes de conocerlo no podía saber perfectamente ninguna otra cosa” .
- “no niego que un ateo pueda conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos rectos; sólo sos-tengo que no lo conoce mediante una ciencia verdadera y cierta, pues ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia; y, supuesto que se trata de un ateo, no puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] y no estará nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios” .
En todas estas consideraciones existen diversos atenta-dos contra la Lógica que conviene comentar. Así el primero y el segundo texto se encuentran en contradicción con el hecho de que no existe incompatibilidad alguna en ser ateo e intuir como evidentes las verdades matemáticas. De hecho el propio autor francés consideró de manera asombrosa y contradictoria en esta misma obra que las evidencias matemáticas eran ver-daderas por encima incluso del capricho de un Dios que se empeñase en engañarle, y en este sentido escribió:
“engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres reunidos hacen más o menos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo” .
Igualmente en estos textos Descartes se contradijo con su propia respuesta a Arnauld, en la que le decía que las verdades evidentes valían por sí mismas y que, por ello, podían utilizarse para demostrar la existencia de Dios, a pesar de que el propio pensador francés había proclamado que la regla de la evidencia, por la que podían aceptarse como verdaderos aquellos contenidos que se mostrasen como evi-dentes, sólo era válida en cuanto la veracidad divina garan-tizase su valor.
En el tercer texto el “teólogo” francés sorpren¬de nueva-mente por la inconsistencia de sus planteamientos, ya que, si deseaba mantener la tesis de que la evidencia tenía un valor absoluto e inde¬pendiente, no podía afirmar que el ateo “no puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] si no reconoce previamente que hay Dios”, pues tal afirmación es contradictoria con el punto de vista defendido en el texto anterior y, además, Descartes incurre en una nueva contradicción conceptual en cuanto considera que el ateo puede intuir como “evidentísimo” algo de lo que al mismo tiempo “no puede estar seguro”, pues el concepto de evidencia es incompatible con el de cualquier inseguridad o duda respecto a la verdad de aquello que aparece como evidente.
Este último texto tiene además la particularidad –que aparece también en otros momentos- de que en él se defiende el prejuicio según el cual “ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia”, es decir que sólo puede considerarse científico el conoci¬miento que sea absolutamente seguro. Sin embargo, este punto de vista es erróneo, aunque el pensador francés pudo haberlo defendido porque desde Aristóteles la ciencia se había enten-dido como “conocimiento de lo necesario” y porque la dedi-cación de Descartes a una ciencia formal como las Matemá-ticas, cuyos conocimientos son efectivamente necesarios por ser tautológi¬cos, pudo haberle llevado a creer que esa misma necesidad era igualmente exigible y podía obtenerse en toda clase de ciencias, viendo en su dios la única garantía de la verdad objetiva de aquellas evidencias que debían conducir a ese conocimiento de lo necesario. Pero en la actualidad nadie duda de que los conocimientos científicos de carácter empí-rico sólo tienen un valor aproximativo y no el carácter nece-sario que Descartes pretendía que tuvieran.
Y, para finalizar, Descartes, llevado de su frivolidad tan habitual, incurre en una nueva contradicción en los términos en el último texto citado al afirmar que “un ateo [puede] conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos rectos”, proclamando a continuación que “no lo conoce mediante una ciencia verdadera y cierta”, pues, si en el texto citado se parte del supuesto de que el ateo conoce con claridad, en tal caso su conocimiento debe calificarse como verdadero y, por ello mismo, como científico.
La respuesta cartesiana a esta crítica es la de que, como toda verdad dependería de Dios, la seguridad del ateo podría quedar siempre cuestionada en tanto desconociese o negase la existencia de ese ser de quien procedería toda verdad. Pero esta respuesta es una falacia desde el momento en que en el texto anterior Descartes partía del supuesto de que un ateo puede “conocer con claridad”, de manera que, en cuanto esto sea así, no tiene sentido afirmar a continuación que no “cono-ce mediante una ciencia verdadera y cierta [y que] no estará nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios” , pues en tal caso se estaría rechazando el supuesto de que el ateo “conozca con claridad”. Pero, ade-más, esta res¬puesta de carácter teológico tiene el interés de servir para mostrar, una vez más, la contradicción existente entre este punto de vista y el expresado en la respuesta a Arnauld, a quien había replicado que los conocimientos evi-dentes eran verdaderos con independencia de la divinidad y que precisamente por eso a partir de ellos podía demostrar la existencia de Dios.
c3) En un sentido muy similar el “teólogo” francés escribió más adelante:
“dije que los escépticos no habrían dudado acerca de las verdades geométricas si hubiesen conocido a Dios como se debe, porque como estas verdades de la geometría son sumamente claras, no habrían tenido ninguna ocasión de dudar de ellas si hubiesen sabido que todas las que se entienden claramente son verdaderas; pero esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios y esto mismo es un medio que no estaba a su alcance” .
Descartes defiende aquí que “todas las [proposiciones de la Geometría ] que se entienden claramente son verdaderas” en cuanto “esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios”, situando nuevamente a Dios como garante de la verdad de cualquier evidencia, de forma que sin el previo conocimiento de Dios cualquier supuesto conocimiento sería siempre dudoso, incurriendo nuevamente en la contradicción de defenderse de la crítica de Arnauld afirmando a un tiempo la existencia de verdades evidentes con independencia de Dios, y negando que tales verdades pudieran alcanzarse si no estuvieran garantizadas por Dios.
c4) Y finalmente en los Principios de la Filosofía comentó:
“cuando después [la mente] recuerda que aún no sabe si […] ha sido creada de tal naturaleza que se engañe aun en aquellas cosas que le parecen muy evidentes, ve que duda justificada¬mente de ellas y que no puede tener ninguna ciencia cierta antes de haber conocido al autor de su origen” .
En este último texto Descartes insiste en que la única forma de conseguir una “ciencia cierta” –que, según el propio pensador, sería la única digna de tal nombre-, es necesario el conocimiento de un Dios, en cuanto éste sería la única garan-tía de la ver¬dad absoluta de lo que se pudiera intuir como evidente, pues, si el ser humano fuera una simple obra de la Naturaleza, sus evidencias podrían ser una consecuencia caprichosa de tal Naturaleza y no podría estar seguro de su correspondencia con la verdad, mientras que el conocimiento de que su autor es un dios veraz le asegura la correspondencia entre sus evidencias y la verdad.
Sin embargo y aunque en teoría pudiera ser que la existencia de un “dios veraz” fuera la mejor garantía de la verdad de las propias evidencias, Descartes se había cerrado el camino para demostrar la existencia de ese dios desde el momento en que no disponía de ninguna premisa segura para demostrarlo, pues tal seguridad sólo podía proporcionarla aquel ser cuya existencia estaba por demostrar.
Por otra parte, parece que la obsesión cartesiana por situar a Dios como garantía de la verdad de cualquier eviden-cia provenía de los dos siguientes motivos:
-En primer lugar, de que, de modo más o menos cons-ciente, debió de sospechar que la regla de la evidencia no era un criterio seguro para la obtención del conocimiento en cuanto, como ya se ha comentado, la evidencia era sólo una impresión, muy variable en cada persona, lo cual demostraba que no era fiable como garantía segura de ninguna verdad, y por ello, pretendió reforzar su valor recurriendo a la divinidad mediante una serie de procesos deductivos inevitablemente incorrectos desde el momento en que partían de premisas “condicionadamente evidentes”, es decir de premisas cuya verdad dependía de ese dios veraz, cuya existencia había que demostrar, por lo que, como indicó Arnauld, pretender demostrar la existencia de Dios mediante tales premisas era incurrir en un círculo vicioso.
El problema principal de Descartes en relación con esta cuestión era, por una parte, que había llegado a desconfiar del valor intrínseco del principio de contradicción, subordinán-dolo a la omnipotencia divina, y, por otra, que, a diferencia de lo que sucedía en los planteamientos metodológicos de Galileo, como consecuencia de la aplicación de la duda metódica, había despreciado el valor de la experiencia y por ello no podía servirse de un método como el de Galileo.
Y, en segundo lugar, porque el prejuicio del autor fran-cés en su consideración de que toda ciencia debía tener carác-ter necesario, le obsesionó hasta el punto de buscar en Dios el fundamento de tal necesidad, sin ser capaz de entender que, como sucede en la actualidad, la ciencia no es un conoci-miento de lo necesario ni un conocimiento necesario, sino que se constituye perfectamente a base de aproximaciones que, aunque no representen un reflejo exacto de la realidad, proporcionan un acercamiento progresivo a la comprensión de las leyes que regulan sus manifestaciones, de manera que son los aciertos en las predicciones y experimentos los que sirven para ir afinando en la aproximación de las teorías a los hechos, al margen de que el científico sea ateo o creyente.
d) Textos ambiguos acerca de la correlación entre evidencia y verdad.- Junto a estos textos que demuestran que Arnauld había interpretado de manera acertada la teoría cartesiana respecto al valor condicionado de la evidencia, en las Meditaciones metafísicas aparecen otros en los que Descartes plantea esta cuestión de un modo más ambiguo y que requiere, por ello mismo, de algún comentario:
d1) Dice en el primero, ya citado:
“engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres reunidos hacen más o me-nos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo” .
Consideradas de forma aislada, estas palabras podrían contemplarse al menos como una prueba de que la defensa cartesiana frente a la objeción de Arnauld se correspondía con lo afirmado en algún texto de las Meditaciones. Sin embargo, además del texto, hay que tener en cuenta el contexto en el que estas considera¬ciones se producen. Por ello, conviene atender a lo que el autor dice antes y después de las palabras citadas; y así, escribe unas líneas antes:
“si después he juzgado que se podía dudar de estas cosas [de las verdades matemáticas], no fue por ninguna otra razón, sino porque se me ocurría que quizá un Dios po-día haberme dado una naturaleza tal que me equivocase incluso con res¬pecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande” .
Esta página de las Meditaciones resulta especialmente llamativa porque en ella Descartes parece estar pensando en voz alta y reflejando los pensamientos contradictorios que le venían a la mente, tanto los que se relacionaban con la idea de que cualquier ver¬dad estaría subordinada a Dios como los que se relacionaban con la idea de que habría verdades absolutas e independientes de la omni¬potencia divina. Pero, a continuación de los textos anteriores, Descartes pre¬senta una aparente solución a tal contradicción, según la cual:
“puesto que no tengo ninguna razón para creer que existe algún Dios engañador, e incluso que no he considerado aún las que prueban que existe un Dios, la razón para dudar [de la verdad de las evidencias antes afirmadas] es bien ligera […] Pero para poder eliminarla por completo debo examinar […] si existe un Dios; y si encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engaña-dor; pues, sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa alguna” .
Es decir, que a pesar de haber afirmado en el primer texto como verdaderas las evidencias de carácter matemático –además de la del cogito y la de la imposibilidad de que lo que ha sucedido no haya su¬cedido-, ahora, al reconocer que debe “examinar […] si existe un Dios” y “examinar también si puede ser engañador” –ya que sin el conocimiento de esas dos verdades no ve “que pueda estar jamás seguro de cosa alguna”-, eso le lleva finalmente a negar que tales intui¬ciones tengan un valor absoluto, supeditando éste al de la existencia de un Dios veraz.
Y, por ello, de forma inexorable, Descartes incurre en el círculo vicioso que le objetó Arnauld, pues, si no podía estar seguro de nada hasta que demostrase la existencia de Dios, no podía contar con ningún fundamento sólido para demos-trar su existencia. Por otra parte, además, las últimas líneas del texto citado representan una nueva prueba en contra del valor de la respuesta cartesiana a la crítica de Arnauld en cuanto indican con absoluta claridad que sin el conocimiento de la existencia de un dios veraz no podía “estar seguro de cosa alguna”.
d2) A continuación hay otros textos en los que se plantea nuevamente la misma cuestión con cierta ambigüedad, pero que finalmente, igual que en caso anterior, se resuelven en favor de la subordi¬nación del valor de cualquier evidencia a la omnipotencia y a la ve¬racidad de Dios. En el primero se dice:
“aunque sea de tal naturaleza que, tan pronto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, puesto que soy tam-bién de tal naturaleza que no puedo mantener el espíritu siempre fijo en una misma cosa y que a menudo me acuerdo de haber juzgado una cosa como verdadera, cuando dejo de considerar las razones que me han obli-gado a juzgarla así, puede suceder en el intervalo que se me presenten otras razones que me hagan cambiar fácil-mente de opinión, si ignorara que hay un Dios. Y así jamás poseería una ciencia verdadera y cierta de nada, sino solamente opiniones vagas e inconstantes” .
Conviene llamar la atención acerca de que en este texto Descartes no afirma que en cuanto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente sea verdadera, sino sólo que no puede dejar de creerla verda¬dera, pero que sólo el cono-cimiento de la existencia de un Dios veraz puede proporcio-narle la seguridad de que lo es, pues, como señala en otros lugares, si hubiera sido producido por la naturaleza y no por un dios veraz, no podría estar seguro acerca de la correspon-dencia de sus propias evidencias con la verdad. Sin embargo, Descartes se olvida aquí de las ocasio¬nes en que había reco-nocido que en el pasado había tenido ciertas evidencias que posteriormente comprendió que eran falsas y de que la su-puesta existencia de Dios no le había servido de garantía –a él ni a nadie- respecto a la verdad de aquellas falsas evidencias.
Por otra parte, tiene especial interés señalar que la respuesta cartesiana a la objeción de Arnauld se basó en una consideración de esta clase: Para salir del apuro que suponía esta objeción, a Descartes no se le ocurrió otra cosa que decir que las evidencias demostradas eran independientes de Dios y que Dios era sólo la garantía de la verdad de las “evidencias olvidadas”, es decir, de aquellas evidencias cuyo proceso deductivo no se encontraba actualmente presente en la propia mente, de manera que esa garantía divina serviría para no tener que estar demostrando continuamente la serie de evi-dencias cuyo proceso deductivo se hubiera olvidado, en cuan-to su recuerdo podía ser un simple espejismo si no se contaba con la garantía de un dios veraz que garantizase la corres-pondencia entre tales evidencias olvidadas y la verdad.
Pero evidentemente esta respuesta fue una simple argu-cia lamentable que Descartes urdió en cuanto su egolatría era incompatible con la admisión de un error tan frívolo.
En el texto que sigue Descartes incurre en los mismos errores, afirmando de modo explícito que sabe que los ángu-los de un triángulo equivalen a dos rectos mientras está atento a la demostración, pero que nuevamente necesita saber que Dios existe para estar seguro de aquella verdad en cuanto, si hubiera siso creado por la naturaleza, no podría estar seguro de que sus “evidencias olvidadas” fueran verdaderas:
“cuando considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, puesto que estoy versado en geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por menos de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido clara-mente, no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios. Pues puedo con-vencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal ma-nera que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con más evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas” .
La consideración de Dios como garante de las “eviden-cias olvidadas” podía tener algún sentido siempre que se dis-pusiera de un argumento que demostrase su existencia, pero en cuanto el francés había considerado que el valor de la evidencia estaba subordinado a la existencia de Dios, la objeción de Arnauld seguía siendo válida: No podía demos-trar la existencia de Dios a partir de evidencias cuya verdad sólo podía estar garantizada por ese dios cuya existencia debía demostrar.
Conviene recordar, además, en contra de esta tesis en favor de la existencia de evidencias independientes de Dios, la serie de ocasiones en que a propósito de las verdades matemáticas, a propósito de la verdad del principio de contra-dicción y a propósito de toda verdad, Descartes, teniendo en cuenta la omnipotencia divina, proclama que todas ellas son verdades no por su propia consistencia sino sólo porque Dios así lo ha querido, pues la omnipotencia y la voluntad divina son el fundamento absoluto de todo valor y de toda verdad.
Además, Descartes incurre en una nueva incoherencia cuando considera que Dios debe ser veraz, considerando la veracidad como un valor en sí mismo y olvidando que la omnipotencia divina era el fundamento de todo valor. Y pre-cisamente como consecuencia de tal omnipotencia, el creyen-te tendría mayores motivos que el ateo para desconfiar de la verdad de sus evidencias, en cuanto fuera consciente de que su dios omnipotente podría sugerirle evidencias a las que no les correspondiera verdad alguna, mientras que el ateo conta-ría con principios lógicos como el de contradicción para las Matemáticas y el con¬tacto con la experiencia para confirmar o falsar sus diversas teorías acerca de la realidad empírica. Descartes no parece darse cuenta de que la cer¬teza, en cuanto sea posible en las ciencias empíricas, viene propor¬cionada por la aplicación de la metodología científica, que es la clave para el establecimiento, el mantenimiento o la sustitución de cual¬quier hipótesis o teoría en cuanto sea o no coherente con la experiencia. Igualmente, el pensador francés hubiera podi-do recordar que la apli¬cación de la cuarta regla de su método servía precisamente para con¬seguir que los resultados obte-nidos en una investigación fueran más seguros, sin necesidad de recurrir al argumento mágico de una divinidad necesa-riamente veraz.
Por ello hay que insistir en que la mayor o menor seguri¬dad de cualquier científico acerca del valor de sus teorías no tiene nada que ver con sus creencias o incredulidades religio-sas, sino con los resultados del uso de una metodología ade-cuada que le permita confirmar o desmentir cualquier teoría. Y, por cierto, tiene interés también recordar que no han sido las creencias religiosas las que abrieron el camino de la cien-cia, sino que, por el contrario, fue precisamente la creencia en el dios católico y en las “verdades bíblicas” lo que condujo al mantenimiento a sangre y fuego de teorías erró¬neas como el geocentrismo, y a la condena de pensadores y científi¬cos como Bruno y Galileo por haber defendido el heliocen¬trismo, y fue esa misma creencia religiosa la que de manera asom¬brosa ha seguido siendo un obstáculo absurdo para la acep-tación del evolucionismo defendido por Darwin por su propio valor científico.
En definitiva, la tesis cartesiana según la cual el ateo no podría tener más que opiniones, en cuanto no contase con la garantía de Dios en apoyo de sus eviden¬cias, además de ser absurda, parece un intento más del “teólogo” francés por ganarse los favores de la jerarquía católica al haber situado al dios católico en la cúspide de su sistema y como garantía del valor de su método. Una visión tan teológica de la realidad debía de ser bien vista por la jerarquía católica y, por ello mismo debía de potenciar el prestigio de Descartes como adalid del catolicismo.
Pero lo más lamentable de todo no fue la absurda utili-zación que Descartes hizo del dios católico, considerándolo como garante de las verdades evidentes en general y de las evidencias olvidadas en particular, sino el hecho de que hubiese criticado la objeción de Arnauld mediante este argu-mento y mediante la complementaria y novedosa doctrina, incompatible con las defendidas en esta misma obra, según la cual las evidencias actuales eran verdaderas por sí mismas, pasando por alto la serie de textos a los que se ha hecho referencia en los cuales el francés insistió en la idea de que Dios era la fuente y el fundamento de toda verdad, tal como le manifestó a su amigo Mersenne.
En definitiva, como resultado de su frivolidad Descartes había incurrido en un círculo vicioso, Arnauld lo había criti-cado acertadamente y el pensador francés, como consecuen-cia de su orgullo, aparentó haber olvidado su doctrina esen-cial acerca de la evidencia, según la cual sólo un dios veraz podía garantizar su valor, y dejó de lado, sin explicación de ninguna clase, su hipótesis acerca de la existencia de un genio maligno o de una divinidad embaucadora que pudieran impe-dir que las evidencias fueran verdaderas.
De manera asombrosamente frívola y contradictoria Descartes pretendió defenderse de la objeción de Arnauld pro-clamando en esta ocasión que las evidencias eran verdade-ras por sí mismas y que era Arnauld quien se había equivoca-do en la compren¬sión de esta cuestión. Resulta especialmente lamentable que, para defenderse de una crítica justa, lo hicie-ra afirmando que Arnauld no le había entendido bien respecto al valor de las verdades evidentes, en lugar de aceptar que, aunque había concedido a Dios el papel de avalista de las “evidencias olvidadas” –lo cual, por cierto, no tenía ningún sentido-, su papel primordial era el de garantizar el valor de cualquier evidencia y de su correspondencia con la verdad.
e) Crítica a la respuesta cartesiana.- Es difícil creer que Descartes no fuera consciente de que su respuesta era incon-gruente, pero, al parecer, su orgullo le impidió aceptar la crí-tica de Arnauld y, en consecuencia, parece que, para que su incoherencia pasara desapercibida, lo que hizo fue afirmar que éste había interpretado erróneamente el sentido que él daba a la evidencia, alegando que no había negado que ésta tuviera valor por sí misma sino sólo que lo tuviera en aque-llos momentos en que sólo se conservaba el recuerdo de haberla tenido, pero sin recordar las razones que habían con-ducido a ella, de manera que en esos casos Dios sería la ga-rantía de su valor, y, por ello, en cuanto las evidencias actual-mente presentes a la conciencia tenían valor por sí mismas, podían ser utilizadas para demos¬trar la existencia de Dios.
Pero, después de haber examinado esta serie de textos relacionados con el valor que Descartes concedió a la eviden-cia, parece claro que su actitud ante la crítica de Arnauld no fue nada veraz en cuanto, como se ha podido comprobar, en los textos del Discurso del método, en los de las Medita-ciones metafísicas e incluso en los de los Principios de la Filosofía defendió de un modo claro la subordinación a Dios del valor de cualquier evidencia, con la única excepción de uno de los textos citados, en el que, de modo contradictorio con los otros, considera que las evidencias matemáticas serí-an verdaderas por sí mismas. Y, por ello mismo, es del todo comprensible que Ar¬nauld, conocedor del valor relativo que Descartes había concedido a la evidencia en el Discurso del método y en las Meditaciones metafí¬sicas, desconociese que en esta última obra Descartes, a la vez que seguía afirmando el anterior valor condicionado de la evidencia, hubiese intro-ducido –posiblemente para defenderse de críticas como la de Arnauld - un sentido nuevo de dicho concepto, defen-diendo, al menos en una ocasión, que las verdades evidentes eran verdaderas por ellas mismas y con independencia de Dios, y concediendo a Dios sólo el papel secundario de garante de la verdad de las “evidencias olvidadas”, es decir de aquellas verdades cuya explicación evidente no se encon-traba actualmente presente en la propia conciencia.
De este modo, partiendo de que las verdades evidentes no necesitaban de la garantía divina, parecía que aquel círculo vicioso, que le impedía demostrar la existencia del dios católico a partir de la regla de la evidencia, quedaba supe¬rado, en cuanto desde evidencias válidas por sí mismas, Descartes podía intentar demostrar dicha existencia, dejando para el mismo Dios el papel secundario de garantizar a posteriori el valor de las evidencias olvidadas, papel innece-sario, por cierto, en cuanto, como el pro-pio pensador ya había tenido en cuenta en su cuarta regla, siempre eran posibles nuevas revisiones y enumeraciones de las razones que confir-maban el valor de aquellos conocimientos cuya evidencia no fuera patente en un determinado momento, o siempre era posible también, como sucedía en la Lógica, en las Matemá-ticas o en las ciencias experimentales, realizar una nueva demostración o un experi¬mento que confirmase el valor de las evidencias olvidadas en relación con cierto teorema o con determinada ley científica.
Arnauld hubiera podido replicar a Descartes con estas consideraciones, pero es posible que juzgase más prudente no entrar en discusiones con una persona tan dogmática y pen-denciera como lo era el pensador francés. Además, en el año 1641, en el que se publicaron las Meditaciones metafísicas, Descartes cumplía 45 años, mientras que Arnauld sólo tenía 29, de manera que el respeto al prestigio de Descartes así como la llamativa amabilidad con que éste le había tratado en su respuesta incluida en las Meditaciones metafísicas pudieron influir en que Arnauld prefiriese no replicarle nuevamente.
En definitiva y por todo lo expuesto, la respuesta de Descartes a la objeción de Arnauld representó un falsea-miento de su propia doctrina en cuanto efectivamente, como acaba de mostrarse, él había comprendido que, mientras no se descartase la posibilidad de la existencia de un genio maligno o de una divinidad engañosa que provocase la existencia de las aparentes evidencias, y mientras no se demostrase la exis-tencia de un Dios veraz, que sir¬viera como garantía del valor de cualquier evidencia, más allá de la ver¬dad del cogito no podía avanzar un sólo paso en el conocimiento. Y, por cierto, resulta especialmente sintomático de que Descartes llegó a ser consciente del callejón sin salida en que se había introdu¬cido el hecho de que en su obra posterior, los Principios de la Filo¬sofía, síntesis última de su pensamiento, el genio maligno dejase de aparecer, sin que, al igual que sucedió con otras cuestiones, el pensa¬dor francés se tomase la molestia de explicar los motivos de su desaparición, al margen de que cualquiera puede sospechar, con muchas probabilidades de acertar, que el “teólogo” francés había compren¬dido que aquella hipótesis convertía en imposible la tarea de es¬capar del solipsismo y que por ello decidió ignorarla finalmente, sin dar ninguna explicación acerca del motivo de su ausencia.
g) Finalmente y como ya se ha comentado, Descartes no comprendió –o no se atrevió a aceptar- que el dios católico podía ser infinitamente más engañador que el genio maligno, por lo que no tenía sentido tratar de fundamentar en él la regla de la evidencia ni confiar en que la verdad de cualquier evidencia dependiera de él.
Por lo que se refiere a ese dios, en el pensamiento teoló-gico tradicional había una contradicción interna que en apa-riencia podía servir para negar que pudiera ser engañador, pero que en realidad sólo servía para afirmarlo: Por su omni-poten¬cia, podía ser engañador; por su veracidad y bondad, no. Si no se tenía en cuenta su omnipotencia, entonces se podía llegar a juzgar que la idea de que Dios fuera la causa de falsas evidencias o de cual-quier mentira era un sacrilegio, y de esto fue de lo que Voetius, rec¬tor de la universidad de Utrecht, J. Trigland, profesor de teología de Leyden, y otros teólogos protestantes acusaron a Descartes, a pesar de que él negó haber defendido tal idea. Sin embargo, según se ha mostrado en citas anteriores, aunque Descartes afirmó en algún caso tal posibilidad, en general la negó, quizá por el temor a las repre-salias de la jerarquía católica ante una aparente herejía tan grave, pero especialmente porque necesitaba contar con un dios veraz para que su sistema tuviera cierta coherencia. Sin embargo, no hay duda de que Descartes llegó a admitir clara-mente la posibilidad de que Dios fuera la causa de los propios errores, como puede comprobarse en un texto citado antes pero que se incluye de nuevo por la conveniencia de recordarlo:
“hace mucho que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora bien, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con mayor certidumbre, puede ser que él [= Dios] haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cua-drado, o que juzgo acerca de algo aún más fácil que esto. Pero puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado de esta manera, pues es soberanamente bue-no. Con todo, si repugnara a su bondad el haberme he-cho tal que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permite” .
Pero, a continuación y de forma categórica, aunque sin argu-mentar ni decir nada en contra de sus anteriores reflexiones y llegando en otro momento a recriminar a Voetius por haberle acusado de la afirma¬ción de que el dios cristiano pudiera engañar, rechazó tal posibilidad a partir de la consideración contradictoria de que la veracidad era un aspecto de la perfección divina.
El texto cartesiano citado más arriba es en cierto modo equívoco, pues al principio dice que “puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque”, es decir, que no existiría contradicción alguna en la idea de un Dios engañador; pero luego añade que “puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado, pues es soberanamente bueno” y con ese “puede ser” está reconociendo la posibilidad, aunque no la necesidad, de que Dios no engañe, sin ver en ninguna de ambas alternativas contradicción alguna con la esencia divi-na. Sin embargo, cuando afirma que la bondad de Dios es incompatible con el engaño, incurre en una contradicción tanto con el texto en el que dice “puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque”, como también con su anterior defensa de la omnipotencia divina, según la cual no existen valores por encima de su voluntad, de manera que el hecho de que Dios fuera veraz o no, no dependería de que la veraci-dad fuera valiosa en sí misma de forma que Dios debiera someter su actuación a ella, ya que, en cuanto la acción de Dios quedase sometida a supuestos valores independientes de su voluntad, no sería omnipotente, tal como reconoció el “teólogo” francés en las Meditaciones metafísicas al escribir:
“Cuando se considera con atención la inmensidad de Dios, se ve con evidencia que no puede haber nada que no dependa de Él; y no sólo todo lo que subsiste, sino todo orden, ley o criterio de bondad y verdad, de Él dependen […] Pues si algún criterio de bondad hubiera precedido a su preordenación, le hubiese determinado, entonces, a hacer lo mejor. Mas sucede al contrario: que, como se ha determinado a hacer las cosas que hay en el mundo, por esa razón […] son muy buenas: es decir, que la razón de que sean buenas depende de que las ha querido así” .
En consecuencia, nuevamente hay que insistir en que la doc-trina cartesiana acerca de cualquier valor es la de que dependen de Dios, hasta el punto de que, desde la conside-ración de su omnipotencia, ese dios podría ser engañador y, por ello, su existencia no representaría nin¬guna garantía en favor de que las evidencias que uno tuviera se correspon-dieran con auténticas verdades, sino que, por el contrario, ese su¬puesto dios hubiera podido ser causa de los errores huma-nos sin que tal actitud implicase defecto alguno en su ser, al igual que por lo mismo hubiera podido establecer otros valores morales.
Sin embargo y a fin de evitarse problemas con la jerar-quía católica, dijo igualmente, de un modo sospechosamente servil y acorde con las doctrinas de la Iglesia Católica pero contradictorio con su anterior afirmación, según la cual
“la razón de que [las cosas] sean buenas depende de que [Dios] las ha querido así” ,
y que
“la luz natural nos enseña que el engaño depende necesa-riamente de algún defecto .
sin detenerse a pensar que, desde el momento en que consi-deró que Dios era omnipotente, dejaba de tener sentido cual-quier referencia a la veracidad como un valor en sí mismo al que Dios debiera someterse, en cuanto todo valor dependía de su voluntad omnipotente, y, en consecuencia, el hecho de que Dios debiera ser nece¬sariamente veraz representaría un límite a tal omnipotencia. Pero Descartes, sometiéndose a la doc-trina más cómoda de la teo¬logía católica y sin preocuparse por su frívola contradicción, volvió a defender que
“el primero de sus atributos que parece que ha de ser conside¬rado aquí consiste en que [Dios] es veracísimo y la fuente de toda luz, de tal modo que repugna en abso-luto que nos engañe” ,
pasando por alto que tal afirmación era contradictoria con la simultánea afirmación de su omnipotencia, la cual debía situar a Dios por encima de cualquier valor moral ajeno a las decisiones de su voluntad hasta el punto de que el funda-mento de todo valor moral se encontraba en su voluntad omnipotente .
3.4. Francisco Sánchez, “despertador de Descartes”.
En relación con los antecedentes que muy probable-mente influyeron en la búsqueda y en la elaboración por parte de Descartes de un método para la reconstrucción de la Filosofía –o de la Ciencia-, tiene especial interés hacer referencia a Francisco Sánchez (1551-1623), médico español –o portugués- que fue profesor en la universidad de Tou-louse, que escribió en primera persona, como después el propio Descartes, y con alguna frase que tanto por su tono como por su contenido, en el que se hace referencia a la duda metódica universal, lleva de modo natural a recordar otra que después escribiría el filósofo francés. Pues, efectivamente, Francisco Sánchez escribió en 1580: “Entonces me encerré dentro de mí mismo, y poniéndolo todo en duda y en suspen-so, como si nadie en el mundo hubiese dicho jamás nada, empecé a examinar las cosas en sí mismas, que es la única manera de saber algo” .
Por su parte, en el Discurso del método Descartes escribió más adelante:
“después que hube empleado algunos años en estudiar así el libro del mundo y en tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar tam-bién en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en elegir los caminos que debía seguir”
La semejanza del punto de vista de Sánchez con el de Descartes consiste en que ambos consideraron que para alcanzar un conocimiento seguro debían comenzar por “po-nerlo todo en duda” para reconstruir el edificio del conoci-miento en la medida en que fuera posible. La diferencia entre ellos consiste en que Descartes llevó la duda hasta un nivel tan extremo que quedó atrapado en la propia subjetividad y luego le resultó imposible escapar de ella sin cometer una multitud de atentados contra la Lógica. Sin embargo, Sán-chez, sin la exagerada osadía de Descartes, se conformó con dejar de lado el lastre de las diversas opiniones para “exa-minar las cosas en sí mismas”, frase que recuerda el lema de la Fenomenología “zu den Sachen selbst!” y que sugiere una clara tendencia a estudiar los diversos fenómenos desde una perspectiva empírica, a diferencia del camino seguido por Descartes, consistente en partir de la propia subjetividad para deducir a partir de ella el conjunto de la realidad.
Pero, al margen de las semejanzas y diferencias entre estos textos, cualquiera puede observar las similitudes espe-cialmente llamativas entre los puntos de vista de ambos pensadores, ya que tanto uno como otro
1) consideraron que debían encerrarse dentro de sí mismos y debían ponerlo todo en duda como único camino para llegar a “saber algo”,
2) manifestaron su deseo de construir una nueva ciencia más segura, y
3) tomaron conciencia de la necesidad de encontrar un nuevo método basado en la razón para conseguir este fin.
En este sentido Francisco Sánchez había escrito: “Yo […] propondré en otro libro si es posible saber algo y de qué modo; esto es, cuál puede ser el método que nos conduzca a la ciencia en cuanto lo permita la humana fragilidad”
Sin embargo, Descartes en ningún momento mencionó al filósofo español, como si no hubiera conocido su obra, lo cual habría sido bastante extraño si se tienen en cuenta las llamativas coinciden¬cias entre ambos pensadores, y el hecho de que el español ejerció como profesor en la universidad francesa de Toulouse. Por ello, la semejanza entre el pro-grama de Francisco Sánchez y su desarrollo en la obra de Descartes llevan a pensar que tal coincidencia no fue una simple casualidad sino que en realidad hubo una auténtica in-fluencia del español sobre el francés, al margen de que éste no tuviera espe¬cial interés en mencionarla. Quizá pensó que referirse a los escritos de Sánchez redactados en primera per-sona y manifestando la necesi¬dad de dudar de todo y de bus-car un método racional para avanzar en el descubrimiento de la verdad podía arrebatarle ante los demás la “originalidad” de sus ideas, lo cual no habría sido muy coherente con su vanidad . Por otra parte además, en la obra de Sánchez había una crítica a algunos aspectos del catolicismo y eso pu-do contribuir a que Descartes considerase más prudente que no se le relacionase con él, al margen de que de hecho nunca hiciese referencia a las fuentes en que pudiera haberse inspirado.











































4. LA EXISTENCIA DEL DIOS DEL CRISTIANISMO
Como ya se ha dicho, el papel que jugó la regla de la evidencia como punto de partida para demostrar la existencia del dios católico y la utilización posterior de tal supuesta realidad para justificar el valor de la regla de la evidencia determinó que Descartes incurriese en un círculo vicioso que fue incapaz de reconocer porque su interés en recuperar el valor de los conocimientos sometidos a la duda metódica fue un objetivo esencial que o bien le impidió tomar conciencia de la imposibilidad de escapar desde aquellas bases más allá de la propia subjetividad, o bien, a pesar de ser consciente de tal imposibilidad, su orgullo le condujo a no reconocerla e incluso a tratar de disimularla, tal como parece que sucedió en su respuesta a la objeción de Arnauld. Por ello, a partir de la consideración según la cual era necesario fundamentar el valor de la regla de la evidencia para asegurar el valor de cualquier supuesto conocimiento, y a partir de la conside-ración errónea de que sólo Dios podía proporcionar tal garan-tía, la consecuencia inevitable fue la de la imposibilidad de librarse del solipsismo, en cuanto la demostración de la existencia de tal divinidad que¬daba imposibilitada desde el momento en que la regla de la eviden¬cia sólo podía utili¬zarse a partir del momento en que ese dios, cuya existencia había que demostrar, hubiera garantizado su valor.
No obstante y aun pasando por alto esta imposibilidad, explicada posteriormente de manera especial por Hume y por Kant, la utilización cartesiana de la regla de la evidencia para intentar tal demostración fue realmente desafortunada como consecuencia de haber empleado unos argumentos que, ade-más de estar radicalmente alejados de la evidencia, en oca-siones sólo hubieran podido servir para demostrar lo contra-rio de lo que el filósofo francés se había propuesto.
Y así, por lo que se refiere a esta problemática, Des-cartes no contaba con otro apoyo que el proporcionado por su primera proposición considerada como verdadera, “pienso, luego existo”, junto con el de la regla de la evidencia, aunque utilizándola de manera ilegítima según las propias exigencias cartesianas, en cuanto ésta no había quedado fundamentada de acuerdo con los propios requerimientos metodológicos del pensador francés.
Esa primera verdad del cogito le condujo a definirse como “una cosa que piensa”, esto es, como un ser que tenía ideas. Respecto a tales ideas, señaló que existían diferencias entre ellas respecto al modo de presentarse: Unas podían considerarse como innatas, en cuanto las encontraba en sí mismo; otras debía considerarlas adventicias, en cuanto pare-cían proceder de algo distinto del propio ser; y finalmente había otras, las llamadas facticias, que las construía él mismo combinando distintas ideas.
En cuanto la afirmación de la existencia de una realidad externa había quedado en suspenso por la aplicación de la duda metódica, Descartes sólo contaba con esa serie de ideas como base para intentar de¬mostrar la existencia de Dios. Con este fin utilizó diversos argumentos, ninguno de los cuales podía ser concluyente porque, al margen de la imposibilidad intrínseca para el logro de tal objetivo, los planteamientos cartesianos contribuyeron todavía más si cabe a reforzar el carácter quimérico de tal hazaña.
Como a continuación puede verse, los argumentos carte-sianos en favor de la existencia de Dios son tan absurdos que sugieren como explicación fundamental de su adopción por parte de Descartes su perseverante interés en mostrarse ante la jerarquía católica como su fiel vasallo, no sólo para asumir sus doctrinas de manera incondicional sino también para contribuir personalmente a justificar su valor, aunque fuera mediante argumentaciones absurdas.
a) Así en las Meditaciones Metafísicas utilizó un argu-mento similar al tipo de los empleados por Tomás de Aquino, quien, partiendo del movimiento, de la causalidad o de la contingencia, consi¬deraba que en el conjunto de seres movidos, causados o contingentes no era posible remontarse al infinito sino que era necesario suponer la existencia de un primer motor inmóvil, una primera causa incau¬sada o un ser necesario que explicasen respectivamente la existencia de realidades movidas, causadas o contingentes.
Ahora bien, como Descartes no podía contar para sus argumentaciones con un punto de partida basado en la rea-lidad externa, en cuanto su existencia había quedado puesta entre paréntesis como consecuencia de la aplicación de la duda metódica a dicha realidad, sólo le quedaban las ideas existentes en la “res cogitans”. Y así, utilizando un procedi¬miento similar al de Tomás de Aquino pero referido exclusi-vamente a tales ideas, estimó en primer lugar que éstas de-bían estar cau¬salmente relacionadas de tal modo que había de existir una idea primera de la que las demás dependían, y, en segundo lugar, que la causa de dicha idea debía ser una reali-dad correspondiente a ella, en la que existiría realmente la perfección que en las ideas sólo estaba por “representación”:
“Y aunque pueda suceder que una idea dé origen a otra idea, esto, sin embargo, no puede continuar al infinito, sino que es necesario llegar por fin a una idea primera, cuya causa sea como un patrón o un original, en la que se halle contenida formal y efectivamente toda la reali-dad o perfección que se encuentra sólo objetivamente o por representación en estas ideas” .
Este argumento casi parecía una burla a causa de su superficialidad, pues, en primer lugar, partía de la falsa pre-misa de que las ideas estuvieran causalmente enlazadas entre sí de forma que la intuición de una debiera conducir necesa-riamente hasta otra anterior y así hasta llegar a una primera idea de la que las demás dependerían, lo cual resulta real-mente llamativo si se tiene en cuenta que a nadie más se le ha ocurrido utilizar un argumento tan fantástico y estrafalario. Todos tenemos ideas que aparecen de acuerdo con diversas leyes del psiquismo humano, pero a nadie se le ocurre defen-der que exista una relación de causalidad entre una idea y cualquier otra, a no ser que se esté haciendo referencia a las leyes de la percepción como asociación de percepciones o a las leyes de asociación de ideas en el sentido psicoanalítico, relacionado con el funcionamiento del psiquismo subcons-ciente e inconsciente. En segundo lugar, porque el hecho de que Descartes considere que la causa de esa idea primera deba ser una realidad que posea en sí la perfección existente en ella por representación es una falacia, pues si el pensador francés había puesto en duda la existencia de un mundo externo como causa de las sensaciones, parecía al menos igual de lógico que se abstuviese de considerar que cual-quiera de las ideas debiera tener un origen que estuviera más allá de la propia subjetividad. Además, podría haber com-prendido que nadie se encuentra en posesión de una “idea primera”, que, en el caso de que la tuviera, no existiera por sí misma –como idea- y que tuviese que remitir necesariamente a una realidad que dejase de ser una idea.
b) Desde otra perspectiva y partiendo nuevamente de las ideas, Descartes indicó que entre las ideas innatas había una que tenía un carácter muy especial cuando se la comparaba con el carácter limi¬tado del propio ser. Se trataba de la idea de dios, y, en el Discurso del Método señala que, en cuanto yo era un ser que dudaba y en cuanto por ello
“mi ser no era completamente perfecto, pues veía clara-mente que conocer era una perfección superior a dudar, quise inda¬gar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese, en efecto, más perfecta” .
Igual que el anterior y que el siguiente y que todos los argu-mentos empleados, éste era también asombrosamente pobre, frívolo y contradictorio, especialmente si se tenía en cuenta la diferente vara de medir em¬pleada por Descartes a la hora de presentar sus demostraciones de la existencia de Dios y a la hora de aplicar la duda metódica con aquel rigor que le llevó a dejar en suspenso el valor de las verdades matemá-ticas o la misma existencia del propio cuerpo.
Cuando escribe “quise indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo” parece no querer entender que la misma comparación utilizada, según la cual entendía que conocer era más perfecto que dudar, a partir de ella podía tratar de imaginar un ser que fuera máximamente perfecto en cualquier cualidad, sin que tal realidad imaginada exigiese afirmarla como existente con independencia de la propia imaginación. Y así, del mismo modo que la fantasía crea conceptos como el de “Superman” o como los de los dioses de las múltiples religiones, por el mismo procedi-miento se creó el concepto de un ser como aquel al que hace referencia el dios del cristianismo. Pero además se trata de una demostración contradictoria en cuanto el reconoci¬miento de que “mi ser no era completamente perfecto” no podía con¬ducir a la conclusión de la existencia de un “ser perfecto”, pues del mismo modo que “el obrar sigue al ser”, un ser perfecto no crearía seres imperfectos. Simplemente no crea-ría, precisamente por ser perfecto, es decir, porque, por definición, un ser perfecto sería aquel que no careciera de ningún bien, por lo que, en consecuencia, al no faltarle nada, nada desearía y nada crearía.
c) A continuación y como un nuevo argumento Descar-tes in¬dica que, si él hubiera sido causa de sí mismo, se habría dado las perfecciones que conocía y que estaban contenidas en la idea de dios, y que, por ello, era evidente que había debido crearle un ser que tuviera todas las perfecciones cuya simple idea él poseía. En este sentido escribe:
“si hubiese estado solo e independiente de cualquier otro de tal manera que procediese de mí mismo todo lo poco en que participaba del ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo, por la misma razón, todo lo demás que sabía que me faltaba y así ser yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnis-ciente, todopoderoso y en fin tener todas las perfecciones que podía advertir que estaban en Dios” .
Pero al utilizar este argumento Descartes incurrió en el mismo error del anterior al no darse cuenta de que con tal planteamiento estaba afirmando que el amor de ese dios hacia él, a pesar de ser supuestamente infinito, era inferior al que él mismo se tenía, en cuanto ese ser, a pesar de su omnipotencia y de su bondad infinita, le había dotado de una naturaleza muy inferior res¬pecto a la que él mismo se habría dado si hubiera podido hacerlo, ya que se habría dotado de todas las perfecciones que conocía y no se habría conformado con su simple conocimiento.
De nuevo y frente a esta “demostración”, tan fácilmente alcanzada, resulta sorprendente comprobar la frivolidad con que Descartes llega a considerar “evidente” un argumento tan absurdo, pues, partiendo de los datos de su argumentación, más bien debería haber concluido en un resultado totalmente contrario, ya que la propia imperfección sería una prueba en contra de la existencia de dios como ser perfecto, pues, de acuerdo con el adagio “operari sequitur esse”, las obras de ese supuesto dios, en cuanto ser perfecto, deberían haber sido perfectas, y, por ello, si su omnipotencia le permitía crear lo que quisiera y su bondad le impulsaba a proporcionar todas las perfecciones posibles a lo creado, ese dios no habría actuado de acuerdo con su supuesta bondad y poder infinitos al haberle creado de un modo tan imperfecto; y, por ello, la propia existencia del pensador francés, que conocía perfec-ciones que no tenía, constituía una clara demostración de la inexistencia de aquel supuesto ser perfecto meramente pensa-do al que se refería con la palabra “dios”.
Conviene recordar a este respecto que una de las críticas de Hume al argumento físico-teleológico de Tomás de Aqui-no se ba¬saba precisamente en el hecho de que la considera-ción del mundo, como imperfecto y limitado que era, no per-mitía concluir de manera válida en la necesidad de una causa perfecta e infinita, como lo sería el dios cristiano, sino, en el mejor de los casos, imperfecta y limitada como el propio mundo.
Parece que en algún momento Descartes llegó a ser consciente de esta dificultad, pero igualmente parece que trató de resolverla mediante un argumento realmente insoste-nible. Así, en las Meditaciones metafísicas había escrito:
“habría sido mucho más perfecto de lo que soy si Dios me hubiese creado de modo que no me equivocara jamás” ,
pero a continuación y como justificación de la actuación de Dios, aparentemente incompatible al menos con su omnipo-tencia e infinita bondad, se atreve a escribir:
“Pero no por eso puedo negar que en cierto modo el que algunas de las partes de todo el Universo no estén exen-tas de de¬fectos es una perfección mucho mayor que si todas fueran iguales” .
El absurdo de esta justificación de la actuación divina a la hora de considerar que el Universo sea más perfecto con imperfecciones que sin ellas se advierte muy sencillamente si alguien tratase de aplicar esta misma justificación a la propia esencia divina: ¿Aceptarían los teólogos católicos la doctrina de que Dios, además de poseer perfec¬ciones, posee imper-fecciones porque de ese modo es más perfecto? Por otra parte, la doctrina cartesiana sería similar a la de quien consi-derase que la suma de lo que tiene y de lo que debe le hace más rico que si no tuviera deudas.
Por otra parte, esta doctrina no era del todo nueva, pues en la antigüedad griega ya Heráclito había escrito que “la armonía oculta es superior a la manifiesta”, refiriéndose con esas palabras a la pro¬pia realidad del Universo entendido de un modo panteísta como rea¬lidad divina que tendría toda una serie de aspectos diversos y contra¬puestos. Que Heráclito hablase en esos términos del Universo-Dios tenía sentido en cuanto no pretendía hablar de otra cosa que de aque¬lla Natu-raleza que se le ofrecía mediante la experiencia, pero que Descartes aplicase esa misma consideración a la realidad del Uni¬verso, supuestamente creado por el dios cristiano, no tenía ningún sentido lógico, aunque sí el de escapar a la persecución de la jerarquía católica como se le hubiera ocu-rrido decir que la bondad o la omnipotencia divina eran limitadas en cuanto su creación tenía im¬perfecciones, como en especial la del sufrimiento que rodea la vida del ser humano y la de gran cantidad de seres vivos: ¿Tenía algún sentido la afirmación de que el Universo fuera más perfecto con sus imperfecciones que sin ellas? ¿Tiene algún sentido, más allá del sadismo, considerar que la humanidad es más perfecta con todo el sufrimiento que contiene que si no contuviera toda esa serie de aspectos negativos? ¿O acaso la omnipotencia divina no era tan grande como para crear un mundo sin dolor? El pensador francés en ningún momento llegó a plantearse estas consideraciones, pretendiendo haber solucionado el problema de la incompatibilidad entre la perfección divina y la imperfección del Universo, claramente patente en la existencia del sufrimiento. No obstante, parece sintomático de cierta inseguridad el hecho de que al final del párrafo citado, referido a los aparentes defectos de la Natu-raleza, Descartes escribiera el término “semblables” , como si no se hubiera atrevido a escribir “igual de perfectas”, en cuanto pudo ser consciente de que con tal expresión habría puesto en mayor evidencia lo absurdo de considerar que la imperfección pudiera ser tan perfecta como la perfección.
4) Descartes utilizó también una variación del argu-mento ontológico de Anselmo de Canterbury, y en este senti-do escribió:
“volviendo a examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba compren-dida en ella de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos” .
Una exposición similar de este argumento, aunque más breve pero igualmente criticable, aparece en las Meditaciones Metafísicas, donde escribe:
“como no puedo concebir a Dios sin existencia, se infiere que la existencia es inseparable de él y, por lo tanto, que existe verdaderamente” .
Resulta chocante que una de las críticas que pueden presentarse contra este argumento, que ya había sido criticado por el mismo Tomás de Aquino, la proporcionase el propio Descartes de manera involuntaria, pues, del mismo modo que consideró que Dios hubiera podido hacer que los radios de una circunferencia no midieran lo mismo y que la suma de los ángulos de un triángulo no equivaliesen a dos rectos, si el argumento que concluye en la afirmación de la existencia de Dios se basa en la semejanza existente entre la afirmación de que en Dios su existencia está contenida en su esen¬cia “de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos”, en tal caso y en cuanto Descartes había considerado en otros momentos que esa verdad relacionada con el triángulo no tenía un carác-ter absoluto sino que dependía de la voluntad divina, por lo mismo el argumento ontológico tendría igualmente un valor relativo y subordinado también a la condición de que Dios existiera, y así, de acuerdo con dicho ejemplo, sólo habría podido afirmar que en el caso de que Dios existiera, su existencia estaría contenida en su esencia.
Una segunda crítica a este argumento deriva también del propio planteamiento, en el cual, de acuerdo con su frivoli-dad, Descartes habla de “la idea que yo tenía de un ser per-fecto”, añadiendo que “la existencia estaba comprendida en ella”, es decir, que en esta argumentación Descartes ni siquie-ra llega a hablar de la existencia de “Dios” sino sólo de “la existencia de la idea de Dios”, idea que, aun cuando pudiera existir en la mente de un modo más o menos confuso, en nin-gún caso sería equivalente al propio Dios como realidad supuestamente deno-tada por ella. Es decir, afirmar que la existencia está contenida en la idea de un ser perfecto no equivale a demostrar la existencia de un ser perfecto sino sólo a señalar que la idea de un ser perfecto estaría asociada con la idea de existencia o incluso con la existencia de dicha idea, pero a partir de tal premisa es simplemente absurdo concluir que, además de tal idea, exista una realidad trascendente que se corresponda con la mencionada idea.
Pero, al margen de estas críticas, ya en la época de Anselmo de Canterbury, primer defensor de este argumento, surgieron otras igualmente acertadas. Así, el fraile Gaunilon indicó que, si-guiendo la argumentación anselmiana, igual podría demostrarse la existencia de las Islas Afortunadas, en cuanto, si no existieran, no serían afortunadas, queriendo dar a entender que una cosa es que la mente sea capaz de forjar ideas diversas, pero otra muy distinta es que a partir de tales ideas se pueda deducir la existencia de realidades trascen-dentes que se correspondan con tales ideas.
Posteriormente, Tomás de Aquino, Ockham, Hume y Kant aportaron sus propias críticas, con¬siderando, en defini-tiva, que había que diferenciar entre el orden del pensamiento y el orden de la realidad: Por lo que se refiere al pen¬samiento y admitiendo la posibilidad de tener en él la idea de un ser perfecto, a fin de poder afirmar que tal ser exista como rea-lidad trascendente y no sólo como idea, sería necesaria la experiencia correspondiente de tal supuesto ser perfecto, cuyas cualidades deberían corresponderse con las de su idea, de manera que dicha experiencia debería ser la piedra de toque para saber si la idea pensada se correspondía con una realidad independiente del pensamiento.
Por su parte, Hume había señalado que era posible pensar en Dios o en cualquier quimera como existentes o como no existentes, pero que, en el mejor de los casos, a la hora de afirmar la existencia de realidades trascendentes que se correspondieran con las ideas meramente pensa¬das no podía ser suficiente el simple hecho de pensarlas sino que había que recurrir a la experiencia.
Igualmente Kant señaló más adelante que la existencia no era un predicado real, es decir, no era una cualidad nueva que se añadiese al conjunto de cualidades que se asocian con determinado con¬cepto, sino que hacía referencia a la “posi-ción absoluta de una cosa”, es decir, a la afirmación de la existencia de una realidad cuyas cualidades se correspondían con las de una determinada idea o concepto, de manera que las cualidades que éste tuviera en el pensa¬miento serían las mismas que tendría en la realidad, si en verdad existiera, pero sólo la experiencia podía mostrar si lo pensado se co¬rrespondía con una realidad existente fuera del pensamiento, además de existir en él.
En cuanto todas estas críticas son aplicables al plantea-miento cartesiano, vuelve a mostrarse el fracaso del pensador francés a la hora de aplicar la regla de la evidencia al con-formarse con una argumentación tan absurda que sólo sirve de ejemplo para mostrar que nunca se deben aceptar las “evi-dencias” subjetivas –que son todas- como criterio sufíciente de conocimiento.
5) Finalmente, en las Meditaciones Metafísicas Descar-tes introduce un nuevo argumento, tan abstruso como absur-do. Señala en él que toda idea posee un doble valor: En el hecho de pensar algo puede diferenciarse, por una parte, la acción de pensar, y, por otra, la realidad pensada. Dice a continuación que la acción de pensar posee una “realidad formal”, mientras que la realidad pensada posee una “reali-dad objetiva”. A continuación afirma que como actos di¬versos de un sujeto pensante las ideas no plantean problema alguno desde la perspectiva de su realidad formal; pero añade que se plantea un problema cuando uno se pregunta por la causa que pueda haber producido tales ideas en cuanto con-tienen una realidad objetiva. Indica a continuación que la realidad objetiva de la mayoría de las ideas, en la medida en que es limitada por representar diversas realidades naturales, que son limitadas, podría haber sido causada por él mismo; pero, según el pensador francés, no ocurre lo mismo con la idea de Dios, pues la realidad objetiva que en ella se contiene es infinita y, en consecuencia, no podría ser explicada su pre-sencia en él considerando que él mismo fuera su causa, pues
“lo que es más perfecto, es decir lo que contiene en sí más realidad, no puede seguirse ni depender de lo menos perfecto” .
Proclama por ello que el yo, como sustancia finita, no podría poseer la idea de una sustancia infinita a menos que ésta estuviera causada en él por una sustancia infinita real-mente existente. En consecuencia, afirma que la simple pre-sencia en él de la idea de Dios demuestra la existencia del propio Dios.
Resulta asombrosamente decepcionante la facilidad con que al pensador francés se le mostró como evidente un argu-mento tan absurdo y, en cualquier caso, tan carente de evi-dencia, al menos si se tiene en cuenta la rigurosa “claridad y distinción” que él parecía exigir para la aplicación segura de la regla de la evidencia, y si se tiene en cuenta la serie de filósofos que le sucedieron, en cuanto casi ninguno llegó a compartir su aparente convicción acerca del valor demos-trativo de tal argumento –ni tampoco de los otros-.
Pero, además, cuando Descartes se refirió a la realidad objetiva de la idea de Dios diciendo que era infinita, no tuvo en cuenta que en sentido estricto nadie tiene una idea positiva de lo infinito, pues, cuando se intenta una hazaña como ésa, lo único que se consigue es pensar en la negación de lo finito, pero en ningún caso una comprensión positiva de “lo infi-nito”, del mismo modo que tampoco se abarca con el pensa-miento la serie infi¬nita de los números naturales, sino sólo que dicha serie nunca termina y que todos y cada uno de los números tienen su correspon¬diente sucesor de forma indefi-nida. En consecuencia, la “realidad objetiva” de la idea de Dios, no podía ser pensada como infinita sino sólo como indefinida, de manera que estar en posesión de tal idea no implicaba abarcar con absoluta comprensión su significado. Por otra parte, la realidad objetiva de las ideas del Universo, de Atenea, de la Vía Láctea, de Odiseo, del Everest, o de una simple célula son siempre más complejas que los pensa-mientos correspondientes de quien se encuentra en posesión de ellas, y, sin embargo, nadie se plantea el problema de cómo es posible que estén almacenadas en su mente. En consecuencia, parece evidente que puede pensarse cualquier ente imaginario, por muy inmenso y extraño que sea, aunque se piense de un modo impreciso, y no por ello hay que concluir en que deban existir seres reales independientes que se correspondan con el contenido de tales ideas y que sean causantes de éstas.
En relación con esta cuestión Hobbes objetó a Descartes que no veía qué sentido podía tener afirmar de algo que tuvie-ra más o me¬nos realidad: “¿Admite la realidad el más y el menos? O bien, si piensa que una cosa es más cosa que otra, considere cómo es posible explicar eso con toda la claridad y evidencia requerida por una demostración” . Y efectiva-mente conceptos como “igual”, “redondo”, “vivo” o “real” no admiten diferencias cuantitativas: No tiene sentido afirmar que A sea más o menos igual a B, o que la circunferencia C sea más o menos redonda, o que la Tierra sea más o menos real que el Sol, de manera que, aplicando esta consideración a cualquier realidad pensada, no tiene sentido el argumento car-tesiano según el cual afirma la existencia de una diferencia radical entre la “realidad objetiva” de la idea de Dios” y la del resto de las ideas, pues la única diferencia existente entre las ideas en cuanto tales se relaciona con su respectivo conte-nido mental pero no con su mayor o menor realidad objetiva, en cuanto desde un punto de vista lógico y gnoseológico sólo la experiencia permite dar el paso desde una realidad mental a una realidad trascendente correspondiente a dicha realidad mental, y en cuanto además la afirmación según la cual la posesión de la idea de Dios supone la presencia en la propia mente de una “realidad objetiva” tan infinita como lo sería el propio dios es una afirmación absurda.
En conclusión y teniendo en cuenta el cúmulo de cir-cunstancias que conformaron el ambiente social y cultural de Descartes, no resulta demasiado extraño que se conformase con unos argumentos tan endebles y tan alejados de la evi-dencia para demostrar la existencia del dios católico, argu-mentos asumidos con la misma frivolidad con que defendió otras doctrinas igualmente absurdas, como la que “explicaba” la relación entre el alma y el cuerpo o como aquélla según la cual
“aunque Dios haya querido que algunas verdades fuesen necesarias, esto no significa que las haya querido nece-sariamente” ,
pues, efectivamente, esta afirmación representa un absurdo evidente en virtud misma del concepto de “necesario” en cuanto se entienda como tal “aquello que no puede ser de otro modo que como es”. Por ello, afirmar que “lo necesario” está subordinado a la voluntad de Dios es lo mismo que afirmar que lo necesario no es necesario, lo cual es una contradicción evidente. Ahora bien, como entre esas verdades necesarias, que a la vez serían innecesarias en cuanto dependerían de la libre voluntad divina, se encuentra el principio de contradic-ción, eso liberaba a Descartes de la necesidad de dar más explicaciones en cuanto dicho principio se encontraría subor-di¬nado a la omnipotencia divina. En efecto, como ejemplo de tales verdades necesarias, pero libremente establecidas por Dios, Descartes menciona el principio de contradicción o la serie de verdades matemáticas de carácter analítico, como la de la igualdad de longitud de los radios de una circun¬ferencia, a pesar de tratarse de una verdad contenida en la propia defi-nición de la circunferencia. Lo cierto es que, desde el mo-mento en que el francés llega a considerar que el principio de contradicción no tiene valor por sí mismo sino que depende de la omnipotencia divina, puede ya defender cualquier teo-ría, en cuanto efectivamente a partir de una contradicción se puede deducir cualquier cosa. Y así, Descartes podría afir-mar, como lo hace, el absurdo de que Dios hubiera podido determinar libremente la necesidad de tales verdades, y tal afirmación sería coherente con su negación del valor absoluto del principio de contradicción. Sin embargo, desde la acepta-ción de que dicho principio es la base mínima necesaria de cualquier argumentación racional, considerar que la necesi-dad de un principio lógico como éste o el de las verdades analíticas sea consecuencia de una libre decisión divina con-vierte en imposible cualquier diálogo y cualquier argumen-tación pretendidamente racional, en cuanto nada puede argu-mentarse sin la aceptación previa de tal principio como ins-tru¬mento esencial de cualquier argumentación, por lo que desde tal perspectiva la defensa o la crítica de cualquier doctrina sería simplemente una pérdida de tiempo.
Cuando uno se plantea por qué Descartes llegó a defen-der teorías tan absurdas, una de las posibles respuestas que aparecen es la de que, a la hora de reflexionar acerca de las doctrinas de la teología católica, el pensador francés consi-deró conveniente mostrarlas como situadas más allá de la razón humana a fin de protegerlas de cual¬quier intento de crítica, como las que él mismo llegó a hacer cuando, inad-vertidamente se adentraba en la reflexión acerca de tales cuestiones. Pero, ante esta serie de absurdos, es lógico plan-tearse si realmente Descartes llegó a defender por convicción los desatinados argumentos que presentó, pues en verdad parece increíble que una persona con una capacidad intelec-tual tan considerable como la que él había demostrado pudiese creer toda esa serie de elucubraciones en el vacío, y, por ello, parece mucho más probable que, teniendo en cuenta su afán de servir de lacayo a la jerarquía católica, y teniendo en cuenta igualmente su frivolidad, su mitomanía y su men-dacidad, no tuviera reparos en idear argumentos en los que pretendía hacer pasar por complejo y profundo lo que sim-plemente era confuso o absurdo, y tratase de creerse él mismo lo que escribía para encontrar un cómodo camino que le per-mitiera escapar del solipsismo en que le mantenía su regla de la evidencia, la cual le impedía salir de la propia subjetividad, y, en segundo lugar, que quisiera ganarse los favores de la jerar¬quía católica o al menos la seguridad de poder dormir sin que a media noche aparecieran las fuerzas de la Inquisición para juzgarle por cualquier “desliz racional” que su mente pudiera haberle llevado a cometer.
Conviene recordar nuevamente aquí aquel lema que uti-lizó en su juventud: “Larvatus prodeo” –avanzo enmasca-rado-, que pudo conducirle a defender diversas doctrinas de la religión católica, tanto por el afán de asegurarse el apoyo de sus altas jerarquías ante cualquier posible adversidad deri-vada de sus ideas más racionales, como también por el simple gusto de argumentar para defender lo indefendible, pero haciéndolo como una especie de entrenamiento y entreteni-miento mental a los que le apasionaba dedicar su tiempo, al igual que también lo dedicó a la esgrima, como una forma de gimnasia física.
A pesar de todo, puede aceptarse que, hasta cierto punto al menos, pero sin una devoción especial, Descartes creyese en las doctrinas católicas y en todo aquello que él mismo trató de argumentar en su favor.




















































5. IRRACIONALISMO TEOLÓGICO
A pesar de que se considera a Descartes como “padre del racionalismo” por su valoración de la razón como instru-mento fundamental para la obtención del conocimiento, el hecho de que conside¬rase al dios católico como garantía últi-ma del valor de la regla de la evidencia y del valor del principio de contradicción y, en general, del conjunto de todas las verdades, así como la pretensión de construir su sistema filosófico considerando a ese dios como el principio a partir del cual de¬rivaba el resto de la realidad y considerando igualmente, por ello mismo, que se podía deducir el cono-cimiento de dicha realidad a partir de ese dios, hacen que, junto a tal paternidad respecto al racionalismo, se pueda hablar con mucho mayor motivo de una paternidad similar respecto a un “irracionalismo teológico”, en cuanto sus pun-tos de vista acerca de la realidad no provenían del empleo de una razón que le hubiese conducido hasta Dios sino de unos prejuicios religio¬sos de carácter fideísta –y por ello mismo irracionales- recibidos a lo largo de su formación educativa, fomentados en su ámbito social tan ligado al clero católico, reforzados por su temor y por su interés en contar con el favor de la jerarquía católica, y asumidos por ello mismo sin haber sido sometidos a la prueba de la duda metódica, al margen de que el pensador francés intentase a posteriori aportar demostraciones en su favor y de que a partir de dichas demostraciones pretendiera igualmente deducir el resto de la realidad. Ninguno de estos intentos podía conducir al éxito, no sólo por la imposibilidad intrínseca de conseguir tales demostraciones sino porque el propio Descartes se había cerrado las puertas para lograrlo desde el mo¬mento en que, a pesar de que había considerado que cualquier supuesto cono-cimiento sólo podía adquirir la categoría de tal en cuanto se mostrase como evidente para la razón, añadió a esta condi-ción la de juzgar necesario encontrar una garantía del valor de la propia evidencia, pues, mientras no se demostrase la no existencia del genio maligno o de un dios engañador, siempre podía dudarse del valor de cualquier conocimiento por muy evidente que pareciera. Como ya se ha seña¬lado antes, Des-cartes no reparó en que, desde el momento en que tenía que justificar el valor de la regla de la evidencia, se cerraba las puertas para escapar al solipsismo en cuanto cualquier intento por demostrar la existencia de Dios debía basarse en argu-mentos que sólo podían conducir a una evidencia subjetiva, es decir, sin garantías de que se correspondiese con una auténtica verdad y no con una ilusión provo¬cada por aquel hipotético genio maligno o por aquella divinidad enga¬ñosa –o incluso por el propio dios de su religión, supuestamente omnipotente, que por ello mismo podía ser infinitamente más engañador que aquellos otros seres hipotéticos-.
Por lo que se refiere a la construcción de su sistema filosófico, Descartes actuó desde ese mismo planteamiento que, por una parte, pretendía que fuera racional y deductivo, en cuanto a partir de Dios intentaba deducir el resto de la realidad, y, por otra, era simplemente irracional y teológico, en cuanto, al margen de que lo intentase, no podía encontrar justificación racional alguna que demostrase la existencia de ese dios sin el cual ningún otro conocimiento quedaba justi-ficado, a excepción, en el mejor de los casos, de la proposi-ción “cogito, ergo sum”. Su sistema fue irracional y teológico además porque, aunque no podía escapar del solipsismo una vez introducida la hipótesis del genio maligno, pretendió haber demos¬trado la existencia de Dios y a continuación defendió la tesis que todo era tan absolutamente dependiente de él que incluso el principio de contradicción estaba some-tido a su omnipotencia. Por ello, cuando consideró igualmen-te que las mismas verdades matemáticas dependían de él, no estaba diciendo nada que no se dedujera de la tesis anterior, y, en consecuencia, siendo en este punto más papista que el papa, defendió que el hecho de que los radios de una circun-ferencia fueran iguales o desiguales, o que la suma de los ángulos de un triángulo fuera o no fuera de 180 grados, o que la multiplicación de dos por cuatro fueran ocho o no, dependía del poder de Dios. En de¬finitiva, si el principio de contradicción no valía por sí mismo, podía por ello defender igualmente, por absurdo que fuera, que verdades tautológicas como las in¬dicadas no valieran por sí mismas y en virtud de la definición del sujeto de tales proposiciones sino que dependieran esencialmente de la voluntad de Dios. Tal acti-tud representaba la inmolación más absoluta de la raciona-lidad ante el dogmatismo de la jerarquía católica. Así que, a partir de tales doctrinas, no parece especialmente acertado considerar que el sistema cartesiano sea un modelo de racionalismo deductivo, sino más bien de irracionalismo teo-lógico, en cuanto la razón no podía avanzar con legitimidad un solo paso más allá del co¬gito, ya que, con la excepción de esta evidencia, todas las demás podían ser falsas en cuanto la hipótesis del genio maligno implicaba esa posibilidad, y en cuanto ningún razonamiento tenía valor por sí mismo, ya que, si el principio de contradicción, arco de bóveda de la Lógica, estaba sometido a la voluntad divina, con mayor motivo lo estaban todas las reglas de la Lógica y cualquier razona-miento, en cuanto todos se regían por estas mismas reglas.
A la hora de plasmar su sistema filosófico Descartes comparó la Filosofía con un árbol cuya raíz sería la Metafí-sica, el tronco la Física y las ramas el resto de las ciencias. Pero, como este árbol es¬taba cortado precisamente de raíz, ni el tronco ni las ramas podían sustentarse adecuadamente y, por ello, todo aquello que pretendió deducir a partir de aque-lla raíz sólo hubiera podido considerarse como verdadero por accidente –o por casualidad- pero no porque hubiese sido de-ducido apropiadamente a partir de una verdad firme y segura.
La parte más importante de la Metafísica era la que se relacio¬naba con las reflexiones críticas acerca del método, con el intento de fundamentarlo, con el descubrimiento y el análisis de la única verdad que podía superar la prueba de la duda metódica, con el análisis de la “res cogitans”, con los intentos por demostrar la existencia de Dios, considerado como “sustancia infinita” (“res infinita”) de cuya voluntad omnipotente procedería el resto de la realidad: la “res cogitans”, de carácter inmaterial, y la “res extensa” o realidad material, cuya existencia independiente había sido puesta en duda y sólo la demostración de la existencia de un dios veraz podía servir, según el pensador francés, para superar esa duda acerca de su existencia.
5.1. El concepto de sustancia y Dios
Descartes entendió el concepto de sustancia como el de
“una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir” .
Siendo coherente con tal definición y de acuerdo con Tomás de Aquino en su definición del constitutivo formal del dios cristiano como “ipsum ese subsistens” , Descartes juz-gó que en sentido propio había que considerar que sólo el dios cristiano tenía el carácter de sustancia, aunque en un sentido secundario podía considerar a la res cogitans y a la res extensa como sustancias, en cuanto para su existencia sólo requerían de la acción creadora de Dios como realidad de la que dependían.
Sin embargo, en un sentido riguroso el concepto carte-siano de sustancia no era aplicable a nada en cuanto la su-puesta realidad divina no había podido ser demostrada. Y, por lo que se refería a las diversas realidades existentes, de nin-guna de ellas podía demostrarse su autosuficiencia y nece-sidad, sino sólo su carácter meramente fáctico, al margen de la necesidad o de la contingencia desde el punto de vista del conocimiento humano. Pero, además, de acuerdo con la teo-logía de Tomás de Aquino respecto a la doctrina de la conser-vación del mundo, Descartes defendió igualmente la tesis de la creación continuada de la realidad por parte de Dios y, por ello, era una inconsecuencia considerar la res cogitans o la res extensa como sustancias, en cuanto para existir necesi-taban en todo momento de la acción conservadora, es decir, creadora de Dios.
Pa¬rece por ello que la causa que condujo a Descartes a considerar la res cogi¬tans o la res extensa como sustancias pudo ser sencillamente la de su temor a incurrir en la herejía panteísta, en el caso de que hubiese considerado tales “sus-tan-cias” como simples atributos o manifestaciones de la divinidad. Con¬viene recordar a este respecto que hacía pocos años, en 1619, cuando Descartes tenía 23 años, G. C. Vanini había sido condenado a muerte por su defensa del panteísmo. Ese bárbaro asesinato cometido por la jerarquía católica resultaba más que suficiente para que el pensador francés comprendiera los graves peligros que podían amenazar a quien se atreviese a opinar en contra de la dogmática católica. En consecuencia era poco menos que imposible que Descar-tes llegase a defender el panteísmo implicado en la tesis de que sólo existiera una sustancia, a pesar de ser un punto de vista más coherente que el que finalmente defendió en su metafísica, y fue Spinoza quien pocos años después sostuvo la doctrina panteísta, enten¬diendo la idea de dios –“Deus sive Natura”- como la de una sustancia única e infinita que integraba en sí misma el conjunto de toda la realidad, material o pensante.
Para Descartes el dios católico se caracterizaba en prin-cipio por su infinitud, atributo que incluía de forma indivi-sible el conjunto de todas las perfecciones, como la omni-potencia, la eternidad, la inmutabilidad, la omnis¬ciencia, la veracidad y todas las cualidades que le atribuía la jerar¬quía católica.
Consecuente con la cualidad de la inmutabilidad divina –pero en contradicción con la de la omnipotencia-, casi al comienzo de la quinta parte del Discurso Descartes escribió:
“he advertido ciertas leyes que Dios ha establecido de tal manera en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras almas que, después de haber reflexionado bas-tante en ellas, no podríamos dudar de que son obser-vadas exactamente en todo lo que es u ocurre en el universo” .
Con estas palabras Descartes venía a decir que el Universo en general –y no sólo el ser humano- estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, al menos en el sentido de que con sólo profundizar en la comprensión de la esencia divina se podían deducir a partir de ella las leyes que determinaban el funcio-namiento de la naturaleza, de manera que las investigaciones empíricas podrían ser innecesarias en cuanto la razón por sí sola fuera capaz de deducir tales leyes, que se desprendían de la inmutabilidad divina; o, en el mejor de los casos, tales investigaciones podrían tener un carácter meramente auxiliar para el logro de este objetivo, a fin de suplir la limitación de la razón humana, incapaz de llevar a cabo un proceso racional que, comenzando desde Dios, fuera capaz de establecer una cadena deductiva tan amplia que le condujese a la compren-sión de las realidades empíricas más concretas en cuanto derivadas de la acción divina, demasiado alejadas de Dios para permitir que la mente humana pudiera abarcar los innu-merables pasos deductivos de tal proceso.
5.2. El “racionalismo” teológico y la res cogitans
A la vez y junto a este punto de vista, Descartes defendió un racionalismo teológico según el cual, si la razón humana era capaz de alcanzar el conocimiento de las verdades pri-meras de carácter innato y el de todas las que se deducían de éstas, no era por otro motivo sino porque Dios la había dis-puesto con tales ideas que era capaz de recuperar en cuanto se encontraban ya en ella de forma latente.
Sin embargo y de manera desconcertante, Descartes rela-tivizó su aparente racionalismo teológico y lo convirtió en irracionalismo en cuanto consideró que no era la racionalidad intrínseca de las distintas verdades lo que permitía conocer-las, sino el hecho de que toda verdad dependía de Dios y emanaba de su naturaleza, escribiendo a Mersenne en este sentido:
“en cuanto a las verdades eternas le digo sin más que sólo son verdaderas o posibles porque Dios las conoce como verdade¬ras o posibles, pero no, por el contrario, que sean conocidas por Dios como verdaderas como si fuesen verdaderas con independencia de él [...] La existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás” .
Por ello, la razón no demostraría nada si no fuera porque Dios había establecido que pudiera conectar con la verdad, y, en conse¬cuencia, no sería autosuficiente por ella misma para alcanzarla, pues la justificación de toda verdad se encontraba en el propio Dios y no en una racionalidad intrínseca de las cosas que determinase su verdad.
A partir de la primera verdad, “cogito, ergo sum”, Descartes había introducido la idea del alma como la de una sustancia, “una cosa que piensa”. Especificando un poco más el modo de ser de tal realidad, en Las pasiones del alma consideró, por lo que se refería a su atributo esencial, que ésta se reducía al pensamiento, en el cual podían distinguirse las acciones o “voluntades”, que procedían de ella, y las pasiones, que eran los conocimientos existentes en ella. Escribe en este sentido:
“en nosotros no queda nada que debamos atribuir a nues-tra alma excepto los pensamientos, los cuales son princi-palmente de dos tipos, a saber: unos son las acciones del alma, otros son sus pasiones. Las que llamo sus acciones son todas nuestras voluntades, puesto que experimen-tamos que proceden directamente de nuestra alma y pa-recen depender sólo de ella […y las pasiones son] todas las clases de percepciones o conocimientos que se hallan en nosotros” .
Descartes, fiel al adoctrinamiento católico recibido y al ambiente clerical en que transcurrió su vida, consideró que la res extensa era incapaz de pensar, por lo que juzgó que el pensamiento, entendido en un sentido muy amplio como cualquier tipo de vivencia, debía de estar relacionado con una realidad distinta a la de la res extensa y así concluyó en que era el atributo esencial del alma –o de la res cogitans-:
“Así pues, como no concebimos que el cuerpo piense de ninguna manera, tenemos razón creyendo que todo tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al alma” .
De nuevo resulta asombrosa la frivolidad y osadía con que Descartes establece sus conclusiones, pues a partir de que él no concibiera que el cuerpo pensase de alguna manera, era absurda la deducción según la cual “todo tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al alma”. Y, por ello mismo, considerando que la única evidencia de que disponía era la de la existencia del pensamiento, no podía justificar a partir de él la serie de características que atribuyó a esa supuesta realidad del alma, como en especial su carácter simple, inmaterial e inmortal. Se trataba de una creencia básicamente religiosa, y, aunque se había mantenido a lo largo de los siglos, la aplicación rigurosa de la regla de la evidencia debiera haber conducido al pensador francés a ser más prudente y a no afirmar como evidente la existencia de la realidad fantasmagórica que se correspondía con tal creencia. El hecho de que ni siquiera llegase a ser consciente del carácter tan problemático de tal concepto es una prueba más no sólo de su frivolidad y de su entera acomodación a las “verdades” de la religión católica, sino también de la debi-lidad de la regla de la evidencia como criterio para avanzar en el descubrimiento de la verdad.
¿Por qué incurrió el filósofo francés en afirmaciones tan precipitadas y tan mal fundamentadas? Antes ya se ha suge-rido que posiblemente uno de los factores que podían haberle condicionado en este sentido era el de la frivolidad y la osa-día de su carácter, que le conducía a ofuscarse a la hora de establecer conclusiones para las que no tenía otra base que la de aquellas creencias religiosas a las que no se había atrevido a aplicar la duda metódica. Otro factor que pudo contribuir a la aparición de tales errores pudo consistir en que sus creen-cias religiosas, en las que había sido adoctrinado durante su infancia, hubieran arraigado en él de tal forma que llegase a verlas como auténticos conocimientos. Pero en realidad y a pesar de la serie de ocasiones en que Descartes trató temas religiosos en sus escritos, no parece que lo hiciera por ningún tipo de sentimiento místico ni de religiosidad especialmente intensa, sino más como un modo de construir su sistema filo-sófico de forma que fuera compatible con las doctrinas de la iglesia católica. De otro modo sería difícilmente explicable que una persona tan intelectualmente capacitada hubiese con-siderado como verdades evidentes aquellas doctrinas que eran simples dogmas de la religión católica, que no sólo se en-contraban alejados de cualquier procedimiento de verifica-ción sino que en algunos casos determinaban la aparición de problemas insolubles o incluso contradictorios, como sucedía en el caso de la supuesta interacción del alma con el cuerpo, problema que el pensador francés tuvo la frívola osadía de abordar y de pretender haber solucionado, al igual que había pretendido hacer con algunos otros dogmas igualmente incomprensibles y contradictorios por definición.
En su exaltación de la “res cogitans” frente a la “res extensa”, Descartes llegó a escribir:
“Yo niego que la cosa pensante necesite otro objeto distinto de sí mismo para ejercitar su acción” .
Se trataba de una afirmación que recordaba la aristoté-lica en relación con la propia divinidad considerada como “nóesis noéseos”, como pensamiento que se piensa a sí mismo, afirmación carente de contenido, pues “pensar que se piensa” sin que tal pensamiento re¬caiga sobre una realidad ajena a la propia acción de pensar es tan absurda y vacía como lo sería la acción de recordar sin que tal acción reca-yese sobre un determinado contenido, sobre determinados recuerdos.
En su interpretación de la idea del alma Descartes se encuentra en una posición bastante próxima a los dualismos pitagórico y platónico, y, por ello mismo, instalado frívola-mente en el mundo de lo mítico. Aristóteles había progresado mucho en este punto al conside¬rar que el alma sólo era la forma o estructura del cuerpo por la que éste era apto para realizar sus funciones vitales , es decir, como aquella estructura del cuerpo que permitía a los seres que la poseían realizar diversas funciones vitales. Y del mismo modo que el concepto de estructura no se refiere a una realidad material ni espiritual sino que se trata simplemente de un con¬cepto abs-tracto, de manera que a nadie que no fuera un idealista platónico se le ocurriría afirmar que se trataba de una realidad existente en sí misma sin ser la estructura de algo y exis-tiendo en ese algo, con ese mismo sentido común Aristóteles consideró que la corrupción del cuerpo implicaba la corres-pondiente disolución de su forma o es-tructura, y, por ello mismo, negó que el alma, en cuanto forma y na¬turaleza del cuerpo, pudiera ser inmortal.
Sin la presencia de tales prejuicios religiosos, Descartes hubiera podido preguntarse por qué sus diversos pensamien-tos “parecían” acompañar a su cuerpo en cualquier lugar en que éste se encontrase y, de hecho, su frívola osadía le llevó a asignarle un lugar, la glándula pineal, lo cual se encontraba en contradicción con el teórico carácter no espacial de la res cogitans. Igualmente podía haberse planteado por qué le pa-recía tan inconcebible que el cuerpo fuera capaz de pensar, si podía saber perfectamente que, cuando el cerebro de una per-sona quedaba dañado por un accidente o por una enferme-dad, su mente sufría una serie de anomalías que podían alcan-zar hasta la pérdida de la memoria o de la consciencia, lo cual constituía por lo menos un claro indicio de que sí había una clara relación entre el alma y el cerebro. Es cierto que Des-cartes no negó esta relación, pero no lo es menos que habría simplificado el “problema psicofísico” si, en lugar de intro-ducir la idea del alma para explicar las diversas vivencias, sensaciones, sentimientos y pensamientos, hubiera actuado, de acuerdo con el principio de economía de Ockham, consi-derando el cerebro como la realidad estrictamente necesaria para explicar la aparición de tales vivencias y sin la cual nin-guna de ellas se daba. Curiosamente Descartes utilizó como argumento para defender la independencia del alma respecto al cuerpo la observación según la cual cuando un brazo es amputado el alma sigue teniendo las mismas cualidades que antes de la amputación, y, por ello, resulta muy difícil creer que no se le ocurriera realizar una comparación distinta, planteándose si habría podido decir lo mismo en el caso de que en lugar del brazo lo amputado hubiera sido una parte del cerebro. Por ello, la comparación cartesiana parece una mues-tra más de su mendacidad a la hora de pretender poner a prueba la doctrina dualista sobre la naturaleza humana, pues es evidente que la utilización del segundo ejemplo le habría puesto en apuros para explicar la correlación existente entre los diversos estados del cerebro y las diversas capacidades humanas, físicas y psíquicas. Es posible que Descartes hubie-ra replicado a esta objeción que lo que sucedía era que el cerebro dañado impedía la llegada de los mensajes del alma hasta el resto del cuerpo, al igual que impedía que accediesen al alma determinados mensajes del cuerpo. Pero de nuevo se le podría replicar: 1) que, de acuerdo con el principio de eco-nomía de Ockham, lo que podía ser explicado de un modo más sencillo no tenía por qué ser explicado de un modo más complicado, y 2) que por muy en condiciones que hubiera estado el cerebro lo más incomprensible habría sido la expli-cación acerca de cómo los fenómenos pertenecientes al ámbito de la res extensa podían influir en la res cogitans y viceversa.
Por otra parte, si con su defensa del mecanicismo había introducido la teoría de que la conducta de los animales podía explicarse adecuadamente considerando que eran máquinas complejas, pero máquinas al fin y al cabo, parece que sólo sus prejuicios, temores y ambiciones, especialmente ligados a sus relaciones con la jerarquía católica, pudieron desviarle de una aplicación audaz de su mecanicismo al ser humano, como más adelante defendió su compatriota La Mettrie (1709-1751), defensor del materialismo y de la consideración de que el hombre era, como los demás animales, una máquina que funcionaba de acuerdo con las mismas leyes que deter-minaban los cambios en toda la naturaleza, interesándose en el estudio del sistema nervioso y del cerebro a partir de la consideración de que, siendo los estados “anímicos” corre-lativos con los del cuerpo, resultaba evidente que tales estados se explicaban por las características del cerebro.
Por su parte, a partir de la afirmación de la existencia de la res cogitans como una sustancia distinta de la res extensa, Descartes se internó en un callejón sin salida a la hora de explicar cómo esta supuesta realidad inmaterial del alma podía relacionarse con otra sustancia tan radicalmente hetero-génea como lo era el cuerpo. Es evidente que, si Descartes se hubiera atrevido a alejarse de las doctrinas religiosas tradicio-nales defendidas en el medio político y cultural en que se movía, su prestigio intelectual se habría derrumbado, su pre-sencia en cualquier universidad hubiera sido impensable, su pretensión de contar con el apoyo de la jerarquía católica habría sido inútil y su temor a las represalias de dicha jerar-quía, que ya sufría, a pesar de su cuidado en no alejarse de sus doctrinas, hubiera estado plenamente justificado. Convie-ne también tener en cuenta que, a pesar de su prudencia en relación con las cuestiones teológicas, tuvo serios conflictos tanto con algunos miembros del clero católico como con los teólogos protestantes de las universidades de Utrecht y de Leiden, y que pocos años después de su muerte sus obras fueron incluidas por la jerarquía católica en su “Índice de libros prohibidos”.
A pesar de todo, a la hora de explicar determinados fenó-menos como el de la muerte, Descartes la explicaba desde un planteamiento que no coincidía plenamente con el tradicional de la jerarquía católica y con el platonismo, que entendía que ésta era una consecuencia de que el alma se separaba del cuerpo, sino que consideró que los órganos del cuerpo sufrían un deterioro y una desorganización que impedía la continua-ción del ciclo vital, de forma que tal situación era la que determinaba la muerte y la subsiguiente separación del alma respecto al cuerpo. Y, en este sentido, dijo que la muerte se producía
“porque alguna de las principales partes del cuerpo se corrompe; y pensemos que el cuerpo de un hombre vivo difiere del de un hombre muerto lo mismo que un reloj u otro autómata […] cuando está montado y tiene en sí el principio corporal de los movimientos para los cuales fue creado, con todo lo necesario para su funciona-miento, difiere del mismo reloj o de otra máquina cuando se ha roto y deja de actuar el principio de su movimiento” .
Su explicación de la muerte como consecuencia del dete-rioro y desorganización de los órganos vitales era correcta, al igual que la del cese del funcionamiento de cualquier má-quina cuando sus piezas dejan de estar adecuadamente orga-nizadas, y precisamente por ello no tenía necesidad alguna de hacer referencia a un concepto religioso como el del alma. Por ello, aunque puedan encontrarse motivos por los cuales no llegase a dar el paso que posteriormente dio La Mettrie, considerando que el ser humano era tan asimilable a una máquina como el resto de seres vivos –aunque con la impor-tante diferencia respecto a las “máquinas artificiales” de que, al menos hasta el momento actual, éstas, a diferencia de los seres vivos, no sienten ni piensan realmente-, tales motivos no eran de carácter científico ni de simple especulación racio-nal, sino sólo consecuencia de aquellos prejuicios y de aque-llos factores que se han mencionado en la segunda parte de este trabajo. Tales prejuicios fueron los que le llevaron a asumir como evidente (!) el dualismo psicofísico, el rechazo de que el cuerpo fuera capaz de pensar y la doctrina de que la existencia del pensamiento sólo resultaba explicable a partir de la existencia de una realidad como la “res cogitans”, radicalmente distinta de la “res extensa”.
5.2.1. Realidad, independencia e inmortalidad del alma
Llevado de sus prejuicios religiosos y de su frivolidad habitual, en el Discurso del método Descartes consideró evidente (!):
1) la existencia del alma,
2) que se trataba de una realidad independiente del cuerpo,
3) que no estaba sujeta a morir con él, y
4) que, en consecuencia, era inmortal, según tuvo la osadía de escribir:
“conocí […] que era una sustancia cuya esencia íntegra o naturaleza sólo consiste en pensar y que para ser no necesita ningún lugar ni depende de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo […] y que aunque él no existiera ella no dejaría de ser todo lo que es” .
Resulta realmente inaudito que, después de su teórica exigencia absoluta de claridad y distinción para aceptar la verdad de un supuesto conocimiento, Descartes afirmase lue-go con tanta frivolidad doctrinas tan alejadas de la evidencia, como las que se acaban de citar. Por ello, la actitud cartesiana sólo parece comprensible considerando que en realidad el pensador francés era consciente de no haber tales tesis, pero debió de juzgar que sus elucubraciones serían del agrado de la jerarquía católica y quiso mostrarse complaciente con ella en espera de una posible compensación.
Igualmente y como un descubrimiento asombroso, aun-que sospechosamente coincidente con el correspondiente dogma de la religión católica, en las Meditaciones Metafí-sicas declaró haber demostrado que
“el alma del hombre […] es por su naturaleza inmortal” .
Pero, más allá de esta simple declaración y de algún argumento sin valor alguno, no existe en sus planteamientos nada que se parezca a una demostración ni de la existencia del alma como sustancia independiente del cuerpo ni, por supuesto, de la inmortalidad de tal hipotética sustancia.
A través de estas afirmaciones, Descartes se mostró especialmente osado y nada escrupuloso al afirmar como evi-dentes doctrinas muy alejadas de cualquier posible demos-tración, alejadas igualmente de la experiencia y, por ello mismo, de una deducción que derivase de datos objetivos, pues no contaba con otra base que con prejuicios religiosos, asentados en su mente como consecuencia del adoctrina-miento recibido en su infancia y en su juventud, de su círculo de amistades clericales, de su ambición por triunfar como filósofo católico con la ayuda de la jerarquía católica y, en una cierta medida, de su temor a esta misma jerarquía. En cualquier caso resulta sorprendente en grado sumo que Des-cartes pudiera ver como evidentes doctrinas como las de que el yo era una sustancia pensante, que sólo consistía en pensar, que no necesitaba ni dependía de ninguna sustancia material, que se identificaba con el alma, que ésta era enteramente distinta del cuerpo y que aunque el cuerpo no existiera, el alma no dejaría de ser todo lo que era, pues todas estas doctrinas no eran otra cosa que prejuicios que se identificaban con aquellas creencias religiosas a las que no había aplicado la duda. Por ello, desde una perspectiva ajena a tales prejuicios y a ese ambiente clerical en que se movía especialmente, no habría llegado a defender el carácter evi-dente de tales doctrinas, que podían ser aceptadas de forma acrítica, pero que, en cualquier caso, ya en el siglo XIV se habían presentado como problemáticas, al menos desde el punto de vista del conocimiento, al mismo Ockham, quien, a pesar de no haberse opuesto a los dogmas religiosos, consi-deró que había que establecer una línea de separación entre aquello que podía ser objeto de conocimiento y aquello que sólo podía afirmarse desde la fe. Descartes, sin embargo, llevado de su megalomanía y de su orgullo, que le condujeron a creer que su razón podía conducirle a la consecución de un objetivo semejante, tuvo la frívola pretensión de establecer un nexo entre la realidad cognoscible y las doctrinas teológicas católicas.
Por otra parte, la sorpresa se convierte en asombro ante la osadía del pensador francés cuando afirma con la misma impresión de evidencia (!) que aunque el cuerpo no existiera el alma no de¬jaría de existir, pues algo muy parecido a la evidencia más bien muestra lo contrario: Cuando se observa a alguien en estado de coma profundo se constata sin dema-siada dificultad que, en cuanto el cere¬bro no se encuentra en condiciones adecuadas, su actividad pensante parece ser nula o muy escasa, y, en cualquier caso, nada evidente; y, del mismo modo, se asocian de forma espontánea los ciclos de vigi¬lia y de sueño con ciclos paralelos de conciencia psíquica similar¬mente diferenciables, sin necesidad de recurrir a una tecnología científica especialmente sofisticada a fin de com-probarlo. Además, cuando no median los prejuicios religio-sos, todo el mundo entiende por simple auto-observación que se identifica con el cuerpo material en el que siente, observa, sufre, recuerda, desea, piensa y decide, a no ser que los pre-juicios en que ha sido adoctrinado, puedan llevarle a creer que su cuerpo es un simple instrumento de su “alma”, enten-dida como una realidad platónica inmaterial capaz de inter-actuar con dicho cuerpo, a pesar de que a nadie se le ocurre decir que se haya percibido a sí mismo exis¬tiendo con inde-pendencia de dicho cuerpo, o pensando a mil kilómetros de distancia del lugar en el que su cuerpo se encuentra, a no ser que, como a Descartes, determinadas creencias religiosas le hayan llevado a la convicción de que alma y cuerpo sean realidades esencialmente diferenciables e independientes.
La serie tan asombrosa de “evidencias cartesianas”, tan alejadas de auténticas verdades objetivas, sirve en cualquier caso para com¬probar una vez más que estas impresiones, por mucha seguridad subjetiva que puedan proporcionar, en nin-gún caso pueden servir por ellas mismas como criterio de verdad.


5.2.2. La conexión entre el alma y el cuerpo
Por lo que se refiere a esta cuestión, absurda en sí misma sin necesidad de mayor análisis, Descartes afirma en un primer momento, con aparente dominio seriamente científico de la cuestión, la existencia de una unión del alma con el conjunto del cuerpo, aunque sin explicar cómo se daría tal unión. Indica en este sentido que
“el alma está de verdad unida a todo el cuerpo y […], hablando con propiedad, no se puede decir que esté en una de sus partes con exclusión de las otras, puesto que es uno y en cierto modo indivisible debido a la dispo-sición de sus órganos que se relacionan entre sí de tal manera que, cuando uno de ellos es suprimido, eso hace defectuoso a todo el cuerpo; y puesto que el alma es de una naturaleza que no tiene relación alguna con la extensión ni con las dimensiones u otras propiedades de la materia de que se compone el cuerpo, sino so¬lamente con todo el conjunto de sus órganos, como se deduce del hecho de que en modo alguno se podría concebir la mitad o la tercera parte de un alma, ni qué extensión ocupa, y de que no se hace pequeña porque se suprima una parte del cuerpo, sino que se separa enteramente de él cuando se disuelve el conjunto de sus órganos” .
Sin embargo, poco después especifica que se encuentra alo-jada en la glándula pineal:
“el alma no puede ocupar en todo el cuerpo ningún otro lugar que esta glándula [= la glándula pineal] en la que ejerce inmediatamente sus funciones” ,
afirmación asombrosa y radicalmente contradictoria con la anterior, pues, al margen de la absurda frivolidad de defender la inmateriali¬dad del alma concediéndole a la vez una cuali-dad propia de la res extensa como lo es la de ocupar un lugar, cuando dice que “el alma está de verdad unida a todo el cuerpo”, tales palabras son incompatibles con las que asocian al alma con un lugar concreto del cuerpo como sería la glándula pineal. Tanto en un caso en el otro Descartes defiende una localización espacial del alma, lo cual es un disparate absoluto desde el momento en que había conside-rado la res cogitans como inextensa e inmaterial. Parece que al pensador francés no le importó demasiado incurrir en esta nueva contradicción, al margen de que no le quedasen muchas otras salidas, ya que, en cuanto la interacción entre ambas sustancias se mostraba como un misterio irresoluble, la consideración de que el alma ocupaba un lugar parecía que podía servir para aproximar un poco las distancias insalvables entre ambas sustancias y para intentar “comprender” (?) su interacción con el cuerpo.
Una vez afirmada la localización del alma en la glándula pineal y a pesar de que la interacción entre el alma y el cuerpo seguía siendo contradictoria, al parecer a Descartes le resultó ya más fácil dar una explicación de esta cuestión, atreviéndose, con su frivolidad y osadía habituales, a consi-derarla evidente, y, así, en este sentido afirmó:
“me parece haber reconocido evidentemente [!] que la parte del cuerpo en la que el alma ejerce inmediatamente sus fun¬ciones no es el corazón ni tampoco el cerebro, sino solamente la más interior de sus partes, que es una determinada glándula muy pequeña, situada en el centro de su sustancia y suspen¬dida encima del conducto a través del cual los espíritus ani¬males de las cavidades anteriores se comunican con los de la posterior, de tal manera que los menores movimientos que se producen en ésta contribuyen mucho a cambiar el curso de estos espíritus, y recíprocamente, los más pequeños cambios que tienen lugar en el curso de los espíritus contribuyen en gran medida a cambiar los movimientos de dicha glándula” .
Como comentario anecdótico de estas palabras conviene llamar la atención acerca de su carácter contradictorio en cuanto la expre¬sión “il me semble”, utilizada por Descartes, implica –a diferencia de “je sais”- una forma inconsciente de expresar la propia inseguridad respecto a la verdad de lo que estaba afirmando como evidente: la relación del alma con la glándula pineal; y así, a pesar de querer ba¬sar sus conoci-mientos en “evidencias”, al utilizar ese verbo tan curiosa-mente contradictorio con “lo evidente”, a diferencia de la expre¬sión “je sais”, estaba afirmando y negando al mismo tiempo la evi¬dencia respecto a tal cuestión.
Por otra parte, mediante su teoría de la relación psicoso-mática Descartes tuvo la nueva osadía de haber demostrado no sólo que el alma se encontraba ubicada en el cuerpo sino que era capaz de mover la glándula pineal, la cual a su vez determinaría los diversos movimientos de los espíritus anima-les, de los nervios y de los músculos, y, a su vez, podría recibir información del estado de su cuerpo mediante un proceso similar pero inverso.
Ante el texto anterior, escrito con tanta seguridad apa-rente a pesar de su carácter absurdo, vuelve a surgir la pre-gunta de otras ocasiones: ¿Creía Descartes realmente en la verdad de lo que decía? ¿Podía creer realmente esa serie de sandeces relacionadas con la supuesta interacción entre el alma y el cuerpo? ¿Qué explicación puede encontrarse para una pretensión tan absurda? Parece de nuevo que la explica-ción de esta actitud se encuentra expuesta en la segunda parte de este trabajo, en donde se habla de una serie de peculia-ridades de su personalidad, como la megalomanía, la frivoli-dad, la mendacidad, el orgullo y la osadía y algunas otras cuya conjunción debió determinar que el pensador francés no sólo fuera incapaz de enfrentarse a las doctrinas tradicionales de la jerarquía católica sino que incluso tuviera un interés especial en defenderlas, “aclarando” sus misterios más inson-dables mediante explicaciones aparentemente serias y profun-das. En cualquier caso lo que parece evidente es que el hecho de que una persona capacitada como él incurriese en seme-jantes absurdos y en descripciones detalladas de algo que por definición era imposible percibir sólo resulta explicable por motivos ajenos a dicha capacidad intelectual.
Por suerte y en contra de las orientaciones de la “inves-tigación” [?] cartesiana, en la actualidad la Biología o la Psicología experi¬mental explican la interacción “psicofísica” sin aferrarse a doctrinas religiosas y, desde luego, sin hacer referencia alguna a un concepto metafísico o religioso como el del alma, hablando sólo de la relación entre el cerebro y el resto del cuerpo a través del sistema nervioso y de sus neuro-nas sensitivas o motoras, y olvidando, por lo menos a efectos científicos, cualquier referencia a aquella supuesta sustancia inmaterial, que, quienes la siguen aceptando lo hacen sólo desde una perspectiva mítico-religiosa, pero no científica.
Desde luego, la explicación cartesiana no era ni clara, ni distinta, ni evidente, sino todo lo contrario, pues, desde el momento en que para explicar la conexión entre lo inmaterial y lo material recurría a un tercer elemento que seguía siendo material, el problema no sólo quedaba sin solucionarse sino que se multiplicaba, al tener que explicar la relación entre el alma y ese tercer elemento constituido por la glándula pineal, pues por mínimo que fuera el punto de conexión entre ambas realidades, el misterio de cómo lo inmaterial podía influir en lo material y viceversa se mantenía tan inexplicable como al principio. Resulta por ello doblemente asombroso que un filósofo que decía haberse propuesto no aceptar como verdad ninguna doctrina que no fuera absolutamente evidente se conformase con una explicación tan absurda desde el punto de vista del análisis racional, tan radicalmente alejada de la comprobación experimental, y que además fuera capaz de considerarla como evidente . En resumidas cuentas, se trataba de un error incomprensible si no se tenían en cuenta las peculiaridades de su personalidad a que se ha hecho refe-rencia así como su interés en manifestar, mediante sus aporta-ciones tan sabias y eruditas, su apoyo incondicional a la jerar-quía católica, que era en aquel momento la organización polí-tica y social más poderosa –y más peligrosa- de Europa.
La consideración según la cual el alma era una sustancia dis-tinta del cuerpo le sirvió para excluir al ser humano del mecanicismo que había defendido como explicación del comportamiento de la res extensa en general y del resto del mundo biológico en particular, insistiendo en la existencia de una diferencia esencial entre los animales y el hombre porque, mientras los animales serían simples configuraciones de la materia especialmente complejas, pero sometidas en todo caso al determi¬nismo mecanicista, el ser humano, aun-que era una realidad dual, se identificaba propiamente con su alma, que gozaba de “libre albedrío” y que, por lo tanto, no es¬taba sometida al mecanicismo determinista de la res extensa. Por ello el “teólogo” francés escribió que
“después del error de los que niegan a Dios [...] no hay nada que aleje tanto a los espíritus débiles del recto camino de la virtud como el imaginar que el alma de las bestias es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por lo tanto, no hemos de temer ni esperar nada después de esta vida, de la misma manera que las moscas o las hormigas; mientras que, si sabemos cómo son de dife-rentes, se comprenden mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una natu-raleza enteramente independiente del cuerpo, y por lo tanto, que no está sujeta a morir con él y puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juz¬gar por todo esto que es inmortal” .
Sin embargo, al igual que en otras ocasiones y aunque la defensa cartesiana del mecanicismo aplicado al mundo bio-lógico fue realmente una intuición fructífera para el avance de la Biología , las explicaciones que introdujo para mante-ner las diferencias abismales entre los animales y el hombre se basaban en la aceptación de prejui¬cios procedentes de la filosofía platónica y, sobre todo, del cristia¬nismo y de la filo-sofía escolástica, que tuvieron mucho más peso en Descartes que la toma en consideración de puntos de vista de otros filósofos de la antigüedad como los atomistas, que habían defendido el materialismo y, en consecuencia, una interpre-tación determinista del conjunto de cambios de la Natura-leza, o como Anaximandro y Empédocles, que ya habían defendido el evolucionismo, o como también el mismo Aris-tóteles, que no había aceptado el dualismo platónico radical según el cual el alma podía existir separada del cuerpo, ni la de la existencia de una diferencia tan radical entre el alma del ser humano y la del resto de seres vivos, sino sólo una dife¬rencia cualitativa, que, en el caso del ser humano, radicaba especialmente en su capacidad racional. En estos plantea-mientos Descartes ni siquiera puso un cuidado mínimo a la hora de aplicar la regla de la evidencia, a la que en teoría tanto valor concedía, pues, en contra de su punto de vista, idéntico al cristiano, lo evidente no era la exis¬tencia de dife-rencias tan radicales entre el psiquismo de los animales y el del hombre, sino, por el contrario, la de unas semejanzas real¬mente claras, especialmente si, en lugar de comparar el psiquismo humano con el de las moscas o el de las hormigas, como hizo el pensador francés con la intención –aparente al menos- de que la distancia entre el psiquismo humano y el de los animales en general apareciera como más radical, hubiese realizado tal comparación entre animales como el chimpancé o el gorila, con cualidades psíquicas especialmente desarro-lladas, y el hombre . Además, no era tan difícil com-prender que los animales percibían, sentían y tenían toda una se¬rie de procesos mentales similares a los del hombre, al margen de que tales fenómenos tuvieran una explicación natural que ni en el caso de los animales ni en el caso del hombre requerían de un princi¬pio fantasmagórico inmaterial como el que pretende expresarse me¬diante el concepto de alma. En cualquier caso, si algo estaba cerca de la “evidencia”, por lo menos de una evidencia mayoritaria entre los pensadores no ligados o controlados por la jerarquía católica, era precisa-mente lo contrario de lo que Descartes defendió.
No obstante y a fin de presentar el problema de la relación psicofísica de un modo más aceptable, el filósofo francés consideró igualmente que en realidad los movimien-tos conscientes no eran causados directamente por la res co-gitans, pues lo único que ésta podía hacer era alterar la dirección de los movimientos del cuerpo, gracias a la relación existente entre el alma y el cuerpo a través de la glándula pineal. Pero esta explicación, como ya se ha indicado, fue un intento ridículo de dar por solucionado un problema irreso-luble por definición en cuanto se planteaba a partir del prejuicio de que cuerpo y alma fueran dos sustancias esen-cialmente heterogéneas.
En relación con esta cuestión tiene especial interés mencionar la perplejidad de la princesa Elisabeth de Bohe-mia, quien en 1643 escribió una carta al pensador francés en la que le planteaba el núcleo del problema de la interacción entre alma y cuerpo, pidiéndole abiertamente que le hiciera “saber de qué forma puede el alma del hombre determinar a los espíritus del cuerpo para que realicen los actos volun-tarios, siendo así que no es el alma sino substancia pensan-te” . La respuesta de Descartes fue muy significativa, pues, conociendo la perspicacia de la princesa y queriendo ser con ella menos frívolo que con el resto de la humanidad, lo único que se le ocurrió fue comparar me¬diante una especie de metá-fora la relación entre el cuerpo y el alma con la existente entre un cuerpo y la fuerza de gravedad, conside¬rando que del mismo modo que se sabe que la gravedad
“tiene fuerza para desplazar el cuerpo que la alberga hacia el centro de la tierra [sin embargo] no suponemos que sea la consecuencia de un contacto real entre dos superficies” .
Esta comparación, sin embargo, era inadecuada –como no podía ser de otra manera-, a no ser que Descartes hubiera entendido que la gravedad, concepto especialmente compli-cado y difícil para la Física en aquellos tiempos, tenía una entidad similar a la de la res cogitans y que, por lo tanto, fuera una misteriosa fuerza espiritual que arras¬traba a los cuerpos hacia el centro de la Tierra, lo cual, por otra parte, habría conducido de nuevo a la pregunta por el mecanismo según el cual actuaba una fuerza como ésa.
A su vez, en su respuesta a esta carta la princesa vuelve a centrarse en la cuestión central del problema y, hablando con sinceridad y sin complejos, le dice a su maestro de manera muy incisiva y acertada: “confieso que me sería más fácil otorgar al alma materia y extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad de mover un cuerpo y de que éste lo mueva a él” .
A continuación de esta carta, en la que de forma persis-tente pedía a su mentor una explicación de lo inexplicable, Descartes le responde dando síntomas de encontrarse perdi-do, sin saber qué responder, diciéndole:
“no me parece que la mente humana pueda concebir con claridad al tiempo la distinción entre el alma y el cuerpo y su unión, puesto que, para ello, es menester concebir-los, simultáneamente, como una sola cosa y como dos, y en ello hay contradicción […] Pero, puesto que Vuestra Alteza comenta que, no siendo el alma material, es más fácil atribuirle materia y extensión que capacidad para mover el cuerpo y que éste la mueva, le ruego que tenga a bien otorgar al alma sin reparos la materia y la exten-sión dichas, pues concebirla unida al cuerpo no es sino eso. Y tras haberlo concebido con claridad y haberlo sentido en su fuero interno, le será fácil pensar que esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento, por-que aquélla reside en un lugar determinado y excluye de él la extensión de cualquier otro cuerpo, cosa que no acontece con ésta. Y, así, no podrá por menos Vuestra Alteza de volver a distinguir fácilmente el alma del cuer-po sin que sea óbice para ello el haber concebido su unión” .
Se trataba de una respuesta contradictoria o al menos máximamente confusa, en la que el pensador francés comen-zaba reconociendo la imposibilidad de pensar a un mismo tiempo la realidad dual del hombre, en cuanto compuesto de cuerpo y alma, y su realidad unitaria, pues como el propio pensador reconoce, “en ello hay contradicción”. Pero la confusión de las explicaciones del pensador francés es tal que es seguro que ni él mismo sabía qué quería decir con su enrevesado concepto de una “extensión del pensamiento”, pues, en pri¬mer lugar, concede a la princesa que considere que el alma es material y extensa, al igual que el cuerpo. Pero a continuación y sin clari¬dad de ninguna clase, le indica que “esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento”, lo cual era conceder a la res cogitans una cualidad que per¬tenecía como esencia a la res extensa. En fin, se trataba de una respuesta ininteligible en cuanto hablaba de una “extensión del pensa-miento”, que, por muy diferente que fuera respecto a la extensión material, era realmente un concepto [?] imposible de imaginar y que ni el propio pensador tuvo el atrevimiento de explicar.
Además, resulta muy sintomático de lo incómodo que Descar¬tes se encontraba al tratar de esta cuestión el hecho de que hacia la parte final de este escrito, bastante breve, por cierto, dijera a la prin¬cesa que
“sería muy perjudicial tener el entendimiento ocupado en esa meditación con excesiva frecuencia” ,
y que unas líneas más adelante se excuse de seguir tratando el tema diciéndole que
“una enojos noticia que acaba de llegarme de Utrecht, en donde me cita el magistrado para examinar lo que escribí acerca de uno de sus ministros, sin tener en cuenta que se trata de un hombre que me ha calumniado de forma indigna ni que lo que yo escribí acerca de él no es de pública notoriedad, me obliga a concluir aquí para dedi-carme a arbitrar los medios de librarme lo antes posible de tan ingratos pleitos” .
Se trataba de un pretexto insólito, pues en relación con la princesa Descartes nunca se hubiera excusado de escribirle una carta más extensa para debatir o para aclarar cualquier cuestión que hubiera sabido cómo tratar, por más problemas de cualquier otra índole que hubiera tenido. A la vez, su excusa iba acompañada de la comunicación de un problema per¬sonal, cuyo significado podía ser el de enmascarar su peti-ción a la princesa de que no le torturase con esas preguntas para las que no disponía de una respuesta coherente, dicién-dole en su lugar que tenía graves problemas personales que le impedían alar¬gar su carta.
Y ciertamente, con una respuesta tan confusa, a la que se añadía ese final en el que Descartes manifestaba, de forma más o me¬nos directa o indirecta, su deseo de no seguir tratan-do esa cuestión, lo único que quería lograr es que la princesa desistiese de volverle a preguntar por temor a que se pusiera en evidencia su atrevida ignorancia. Sin embargo, la princesa insistió en el planteamiento de sus dudas y en su siguiente carta del mes de mayo de ese mismo año llegó a decir a Des-cartes que “aunque el pensamiento no precise de la extensión, tampoco es cosa que le repugne […] No me disculpo por confundir, lo mismo que el vulgo, la noción del alma con la del cuerpo; pero no por ello salgo de la primera duda” .
Ante esta nueva referencia al mismo tema, su sabio amigo no se dio por aludido y cambió de asunto sin volver a hacer referencia a éste, como si la princesa no le hubiera vuelto a pe¬dir explicaciones. Su silencio era una muestra clara del recono-cimiento de que no sabía qué responder a estas objeciones. El respeto y la admiración que sentía por la princesa, así como el conocimiento de su agudeza a la hora de analizar lo que leía le impidieron seguir haciendo la comedia con que trataba de embaucar alegre y frívolamente a la “sociedad culta” que le rodeaba, de manera que, en cuanto sus anteriores manifestaciones, tan aparentemente eruditas y científicas, en realidad no demostraban nada, lo mejor era guardar silencio.
Finalmente y por lo que se refiere a la consideración cartesiana del alma como la auténtica esencia del hombre, aunque estuviera unida a un cuerpo, desde el punto de vista de la Ciencia habría que puntualizar, en primer lugar, que la utilización del concepto de “esencia” representa por sí mismo una penosa concesión a la metafísica aristotélica que en este punto ya había recibido críticas suficientemente serias, y, en segundo lugar, que, en cuanto Descartes pretendía referirse con el término “alma” a una sustancia inmaterial que sería el sujeto de los diversos procesos mentales y que, por defini-ción, no podía ser objeto de ningún tipo de percepción sensible, ni la Ciencia ni la Filosofía podían decir nada de ella en cuanto no era ni racional ni empíricamente demos-trable, por lo que el valor de tal “evidencia intuitiva” car-tesiana no podía ser mayor que el de un espejismo.
Por otra parte, aunque es fácil tomar conciencia de la diferencia existente entre los fenómenos físicos y los psíqui-cos, puede constatarse igualmente la existencia de una clara correspondencia entre unos y otros a nivel cerebral, tal como se observa desde la Neuro¬logía o desde la Fisiología cerebral. Por ello, la pretensión de que exista “el alma”, como realidad con unas cualidades radicalmente heterogéneas con respecto a la realidad del cuerpo no parece derivar de otra cosa que una antigua creencia mítica que condujo al olvido del carácter unitario del ser humano, introduciendo en él un componente mágico, un “fantasma en la máquina” según la expresión de Gilbert Ryle . En este punto, al igual que en muchos otros, el uso inadecuado del len¬guaje contribuye a mantener tales confusiones induciendo a imaginar que, más allá de cualquier término lingüístico, debe de existir una realidad que se corresponda con él, como sucede precisamente con el término “alma”, o con los de “sustancia inmaterial”, “muerto vivien-te”, “círculo cuadrado”, “libre albedrío” y muchos otros para los que no existe un sentido consistente que vaya más allá de la confusa sugerencia de algo que no se sabe qué podría ser, si es que pudiera ser algo.
5.2.3. La res cogitans y la libertad
El problema de la libertad ocupó también bastantes pági-nas en la obra de Descartes, a pesar de que no dio soluciones nuevas y de que incurrió en los mismos errores de otros auto-res, no llegando a comprender que el problema al que se enfrentaba era sólo un pseudo-problema, un problema mera-mente lingüístico.
El enfoque cartesiano de esta cuestión estuvo lleno de incoherencias, dando soluciones superficiales para todos los gustos y entremezclando conceptos muy diversos de libertad, contradictorios entre sí en diversas ocasiones, como en las ocasiones en que aceptó la doctrina del intelectualismo socrá-tico en relación con el comportamiento humano, para negar su valor en otros momentos, siendo al parecer inconsciente de tales contradicciones derivadas de su tradicional frivolidad, e incoherente con las doctrinas que había defendido en otras ocasiones, como si fuera amnésico. Así, cuando intentaba hacer compatible la libertad humana con la omnipotencia divina incurría en contradicciones inevitables de las que lo más sorprendente era que no fuera consciente, aunque la verdad es que hubo una larga serie de ocasiones en que incurrió en contradicciones similares sin que al parecer llega-se a percatarse.
En algún momento argumentó que la libertad era un fenómeno que no requería de demostración alguna, pues se intuía de manera directa. En este punto tenía razón, pues efectivamente tenemos conciencia de que en muchas oca-siones uno puede hacer lo que quiere –y en eso precisamente consiste la libertad-. Sin embargo, la falacia que se suele producir en esos momentos consiste en que a partir de tal intuición se olvida o no se tiene en cuenta que, aunque efectivamente uno sea libre para hacer lo que desee, el problema real comienza cuando uno se pregunta si es libre para dejar de hacer lo que desee o cuando se pregunta por la causa de tales deseos, pues es entonces cuando puede com-prenderse que nadie elige desear lo que desea, sino que sus deseos son la expresión de la suma de sus tendencias y necesidades, conscientes e inconscientes, y que sus deci-siones voluntarias están sometidas al determinismo de sus motivaciones, de manera que, por ello, este concepto de libertad, en cuanto va unido al de necesidad, en ningún caso podría fundamentar los conceptos de responsabilidad, mérito y culpa o bondad y maldad de los actos humanos, categorías morales aceptadas por Descartes de acuerdo con el adoc-trinamiento católico recibido.
Una parte considerable de las contradicciones en que incurrió el pensador francés al tratar esta cuestión se rela-ciona, como ya se ha dicho, con su sorprendente frivolidad a la hora de utilizar el término libertad, que entendió de mane-ras muy diversas, como en especial las siguientes:
a) Como indiferencia, en cuanto la voluntad se decida por la consecución de un objetivo sin motivo alguno que le conduzca a preferirlo por encima de cualquier otro. Descartes consideró esta forma de libertad como su expresión más baja al afirmar que se trataba de
“poderse determinar hacia cosas por las cuales tenemos una absoluta indiferencia” .
Ahora bien, considerar como libre esta forma de actuar es erróneo en cuanto, desde el momento en que la voluntad no dispusiera de motivo alguno para dirigirse hacia un obje-tivo más que a otro, habría que considerar la decisión corres-pondiente, si fuera posible que se produjera, como azarosa y no como libre. Pero, además, aunque en principio pueda ima-ginarse la hipótesis de una elección entre acciones indi-ferentes, en realidad toda elección o decisión de la voluntad se produce por algún motivo, por muy irracional o impulsivo que sea o por mínimo que sea el atractivo que impulse a elegirlo, pues en caso contrario, al no existir motivo alguno para tales decisiones, éstas ni siquiera se producirían o, en el caso de que pudieran producirse, sólo surgirían como un impulso ciego, concepto que también considera Descartes como una forma de libertad, según se indica a continuación.
b) Como voluntad en el sentido de simple impulso del alma sin relación con objetivo alguno que la determine. En Las pasiones del alma Descartes se refiere a este concepto cuando entiende las “voluntades” como “emociones del alma” que “son causadas por ella misma” y, en consecuencia, sin que dependan de una realidad ajena:
“[Añado también que las pasiones] son motivadas, manteni-das y amplificadas por algún movimiento de los espíritus a fin de distinguirlas de nuestras voluntades, que podemos llamar emociones del alma que se refieren a ella, pero que son causadas por ella misma” .
Desde una perspectiva religiosa, muy lejos todavía de los planteamientos de Schopenhauer, Descartes se aproxima aquí a la intuición del voluntarismo del alemán, quien consideró que la esen¬cia última de la realidad, no sólo del hombre sino del Universo en general, podía ser considerada como volun-tad, una voluntad que no surgiría como consecuencia de una intelección previa del bien y que, en consecuen¬cia, conver-tiría la supuesta libertad –en su sentido de “libre al¬bedrío”- en un espejismo, en cuanto no fuera ese bien el que la determi-nase, sino una fuerza ciega causante de los continuos cam¬bios de la realidad en general y del ser humano en particular.
Sin embargo, Descartes todavía se encontraba muy lejos de hablar de la voluntad como esencia última de la realidad, pues, encorsetado en las doctrinas católicas, la veía como una potencia divina de carácter ab¬soluto y también como una potencia que capacitaba al hombre para generar sus propias decisiones con independencia del valor de los objetivos a los que tendiese en cuanto implicasen la satisfacción de una necesidad. Y aquí es donde, en los momentos en que defiende un punto de vista semejante, el planteamiento cartesiano se convierte en irracional al no haber comprendido que el querer humano no es una potencia independiente que pueda tender hacia cualquier objetivo, sino que son éstos los que, en cuanto el ser humano los perciba, consciente o inconscien-temente, como satisfactorios de alguna necesidad, se convier-ten en determinantes de sus decisiones.
Schopenhauer defendió en el siglo XIX que la esencia última de la realidad estaba constituida por la voluntad, una voluntad ciega, inconsciente y anterior a toda racionalidad, que estaría presente tanto en el ser humano como en el resto de la naturaleza, llegando a considerar la misma fuerza de la gravedad como una manifestación de dicha voluntad en la Naturaleza. Un planteamiento bastante similar al de Schopen-hauer fue el defendido por Nietzsche, quien, a propósito de tal concepto, le añadió la especificación voluntad “de poder”, queriendo decir con ella que la voluntad tiende a un objetivo, que es el de la progresiva integración de fuerzas en unidades cada vez mayores, aunque esta finalidad parecía ser transi-toria en cuanto a lo largo del tiempo -como también sucedía en la filosofía de Heráclito-, todo se desintegraba de nuevo para dar lugar a una nueva y eterna repeti¬ción .
También Descartes se refiere a la voluntad y al querer como potencia esencial, pero no atribuida a la Naturaleza en general ni al hombre en particular, sino sólo referida al dios cristiano, que sería voluntad infinita no sometida a nada, ni siquiera al principio de contradicción ni a valores morales anteriores por los que debiera guiarse. Dios sería voluntad y libertad absoluta y creadora, y su querer sería el origen de todo ser, de todo valor y de toda verdad.
En una carta a la reina Cristina de Suecia le dice que la libertad del hombre es su cualidad más noble y la que más le hace asemejarse a Dios , y en Las pasiones del alma escribe:
“la voluntad es por naturaleza tan libre que jamás puede ser constreñida; y [sus acciones] están en su poder absolutamente y sólo indirectamente pueden ser modifi-cadas por el cuerpo” .
Sin embargo, esta forma de entender la voluntad humana no tendría nada que ver con la libertad en ninguna de las acepciones con que se utiliza normalmente este término, pues o bien se entiende la libertad como capacidad para realizar lo que se ha decidido, entendiendo a la vez que la propia deci-sión depende de objetivos que se presentan al ser humano de manera atractiva y que por lo tanto determinan la voluntad en cuanto no haya otros objetivos que la motiven con mayor intensidad, o bien, desde una perspectiva mítico-religiosa se la intenta presentar como una absurda capacidad de elegir entre el bien y el mal, lo cual convertiría al hombre en un “agente moral”, “responsable” de sus actos, “bueno” o “malo” según que sus elecciones “libres” se encaminasen hacia el primero o hacia el segundo, y “laudable” o “conde-nable” como consecuencia de sus actos “libres”. En el caso del anterior punto de vista de Descartes habría que decir sim-plemente que cualquier decisión de la voluntad que no depen-diera de nada más que de sí misma, sin objetivos que de algún modo la encauzasen, al margen de su carácter absurdo, no de-bería recibir otro nombre que el de azar.
c) Desde otro punto de vista, Descartes entiende la liber-tad como sinónimo de espontaneidad, considerando que, cuanto mayores son los motivos que le inducen a obrar de un determinado modo, con mayor libertad actúa, ya que la voluntad no actúa en contra de sí misma sino en favor de aquello que apetece. En este sentido afirma:
-“lo libre y espontáneo y voluntario son completamente lo mismo […] Me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu” ,
y
-“hacer libremente una cosa o hacerla gustosamente o bien hacerla voluntariamente no son más que una misma cosa. Y en este sentido he escrito que yo me inclinaba tanto más libremente a una cosa cuantas más razones me impulsaban” .
Esta forma de entender la libertad es acertada y, por ello, resulta perfectamente comprensible, pues se dice que uno ac-túa libremente no cuando obra sin motivo alguno sino cuando siente que actúa sin que nada le impida hacer lo que ha deci-dido y cuando sus decisiones se corresponden con sus moti-vos, necesidades o deseos. Tal concepto de libertad es el úni-co coherente con la simultánea aceptación cartesiana del inte-lectualismo socrático, en las ocasiones en que tal aceptación se produce. Por ello, como luego se verá, al pensador francés se le plantea un problema cuando, desde la perspectiva de la jerarquía católica, cuyas bendiciones tanto le importaban, en ocasiones no le queda más remedio que negar la doctrina del intelectualismo socrático para defender otra más coherente con la ortodoxia católica y con sus diversas categorías mo-rales, entendidas en un sentido absoluto.
d) Como adhesión voluntaria, pero igualmente necesa-ria, al bien presentado por el entendimiento, doctrina deter-minista en la que consiste el intelectualismo socrático. De acuerdo con esta doctrina, en diversas ocasiones Descartes entiende el comportamiento libre como aquel que viene guía-do por el bien, tal y como lo presenta el entendimiento. En este sentido escribe:
-“como nuestra voluntad no se determina a seguir o a huir de nada sino en cuanto nuestro entendimiento se lo represente como bueno o malo, basta con juzgar bien para obrar bien y con juzgar lo mejor que se pueda para obrar también lo mejor que se pueda” .
-“Si yo conociera siempre claramente lo que es verda-dero y bueno, jamás me tomaría el trabajo de deliberar acerca de qué juicio debiera formar y qué elección hacer, y de ese modo sería enteramente libre, sin ser jamás indiferente” .
-“si [lo malo] lo viéramos claramente nos sería imposi-ble pecar mientras lo viéramos de esta manera; por esto se dice que omnis peccans est ignorans (todo el que peca ignora)” .
Acerca de esta nueva perspectiva tiene especial interés hacer referencia a una carta a Mersenne, como respuesta a otra de su amigo en la que éste juzgaba que el intelectualismo socrático, de carácter determinista, conduciría a la negación de la responsabilidad moral, en cuanto la voluntad siempre se vería forzada a actuar desde la consideración del bien. En dicha carta, de mayo de 1637, Descartes se defiende de la crítica de su amigo amparándose en “la doctrina ordinaria de la escuela” según la cual
“la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo representa bajo alguna razón de bien […] de manera que si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar en su elección” .
Pero, a continuación y con su frivolidad habitual, añadió a esta consideración acertada la de que el entendimiento presentaba a la voluntad “diversas cosas al mismo tiempo”, de forma que los “espíritus débiles” llegarían a confundir el auténtico bien con otro de carácter inferior. Esta justificación, además de no ser original en absoluto, pues ya había sido adoptada por Tomás de Aquino cuando escribió “voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni, sed, quia bonum multiplex est, propter hoc non ex necessitate determinatur ad unum” , era asombrosamente simplista y desde luego no solucionaba el problema planteado por Mersenne, pues seguía dando una explicación determinista de los casos de comportamiento en los que sólo aparentemente se dejaba de actuar de acuerdo con la elección del bien mayor al indicar que la causa del error en la elección se encontraba no en la existencia de una libertad para elegir o dejar de elegir cual-quier objetivo sino en que “los espíritus débiles” confundían el bien auténtico con otro. Lo que Descartes no pareció haber comprendido es que esa interpretación continuaba anclada en el determinismo, en cuanto era esa confusión lo que deter-minaba una elección equivocada, y, por ello, el ser humano no podía ser responsable de tales decisiones, ya que no eran el resultado de una decisión consciente de obrar mal sino la consecuencia de una simple confusión entre el bien auténtico y un bien inferior.
En este punto Descartes no llegó a plantear ni de lejos las interesantes y acertadas explicaciones que ya Aristóteles en su Ética Nicomáquea había presentado dos mil años antes acerca del fenómeno de la akrasía. Es evidente, por otra parte, que el pensador francés no podía estar especialmente motivado para esta tarea, que habría podido conducirle a la defensa de un planteamiento determinista, teniendo en cuenta que el intelectualismo socrático, asumido por Aristóteles, im-plicaba que siempre se actuaba de acuerdo con el mayor bien y que los fenómenos de akrasía o falta de autodominio, que llevaban a actuar a partir de la confusión producida por la atracción del placer y en contra de lo mejor en un sentido más pleno, tenían una explicación psicológica según la cual lo que sucedía era que el último juicio práctico antes de la decisión era consecuencia no de un planteamiento estrictamente racio-nal sino de otro en el que el deseo interfería de modo inevi-table en las deliberaciones de la mente, de manera que la conclusión de dicho juicio dejaba de ser estrictamente racio-nal en la medida en que el sujeto no se encontrase en pose-sión de la phrónesis o sabiduría práctica para no ser arras-trado por la búsqueda ciega del placer y para elegir así el bien más auténtico.
La presión psicológica procedente de su ámbito cultural y de su círculo de amistades clericales, entre las que gozaba de cierto prestigio, las observaciones de su amigo el padre Mersenne y el temor del pensador francés a que la alta jerar-quía católica pudiera condenar sus doctrinas debieron de con-ducirle a alejarse de estos planteamientos, neutralizando su defensa del intelectualismo socrático con una contradictoria crítica de esta misma doctrina por los motivos indicados y con la misma frivolidad de otras ocasiones. Así, en la carta a Mersenne a la que se ha hecho referencia dice lo siguiente:
“Usted rechaza lo que he dicho: que basta juzgar bien para actuar bien; y, sin embargo, me parece que la doc-trina ordinaria de la escuela es que voluntas non fertur in malum, nisi quatenus ei sub aliqua ratione boni reprae-sentatur ab intellectu (la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo presenta bajo alguna razón de bien) de donde procede este dicho: omnis peccans est ignorans (todo el que peca es igno-rante); de manera que, si el entendimiento no repre-sentara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elec-ción. Pero a menudo se le representan diversas cosas al mismo tiempo; de donde procede el dicho video meliora proboque (veo lo mejor y lo apruebo) que es para los espíritus débiles…” .
Es decir, mientras Mersenne defiende la doctrina tradi-cional católica, que preserva la libertad de la voluntad frente a cualquier bien propuesto por el entendimiento, Descartes comienza por defender, de acuerdo con la tesis socrática, la total subordinación de la voluntad respecto al bien propuesto por el entendimiento; pero, cuando se da cuenta de que tal punto de vista podría ser criticado por su carácter determi-nista, entonces recurre a la misma solución adoptada por Tomás de Aquino según la cual, como los bienes presentados por el entendimiento a la voluntad son diversos, la voluntad puede equivocarse y no elegir necesariamente el bien mayor.
Y por ello, a fin de escapar a cualquier posible acusación por aceptar doctrinas contrarias con las de la ortodoxia cató-lica, Descartes cita a Ovidio (“video meliora proboque, dete-riora sequor” ). No obstante, su autodefensa podía haber sido objeto de réplica por parte de su amigo, quien podía haberle criticado que con su respuesta según la cual “si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección” seguía afirmando la dependencia absoluta de la voluntad respecto al entendimiento -en cuanto, si la voluntad elegía una determinada acción, era porque el entendimiento se la había presentado como buena- y se mantenía instalado en el determinismo del intelectualismo socrático.
No obstante, esta defensa del intelectualismo socrático no estuvo acompañada en Descartes de una defensa explícita y coherente del determinismo –pues muy difícilmente habría podido ser de otra manera teniendo en cuenta su total sumi-sión a las doctrinas de la jerarquía católica, con su enorme poder político y social, y las creencias del círculo de sus amistades-, pero es evidente que la doctrina socrática impli-caba un determinismo del bien, al margen de que, como consecuencia de su instinto especial para ocultarse aquellas cuestiones que pudieran plantearle problemas, el pensador francés tal vez no llegase a ser consciente de ello.
Por otra parte, aunque en ocasiones defendió a la vez el libre albedrío y el intelectualismo ético, conviene tener en cuenta que, mientras el intelectualismo ético tiene carácter determinista, el concepto de “libre albedrío”, al margen de su carácter esencialmente confuso, va unido a la idea de que la voluntad humana no estaría sometida necesariamente a la elección del bien , y, por ello, implica la negación del intelectualismo socrático y la doctrina de que se puede elegir el mal a conciencia.
Sin embargo, esta doctrina implica una contradicción en cuanto se entienda que los conceptos de bien y de mal no tienen un valor absoluto sino relativo, de manera que sólo adquieren sentido cuando se indica en relación con qué un determinado objeto puede ser considerado como bueno o malo, lo cual equivale a decir que no existe algo así como el bien o el mal en sí, sino el bien y el mal como conceptos relativos, es decir, relacionados con aquello que provoca bienestar o dolor, dicha o malestar, de manera que en último término, tal como indicó Spinoza, tales conceptos de “bueno” y “malo” se refieren respectivamente a aquello que se desea o a aquello hacia lo que se siente aversión. En este mismo sentido el planteamiento aristotélico, al definir el bien como “aquello a lo que todo tiende” , era acertado, y, de acuerdo con tal definición, no era posible elegir el mal por el mal sino sólo en cuanto apareciera como bien.
Sin embargo, por lo que se refiere a la relación entre determinismo y libertad no sucede lo mismo, pues el concep-to de libertad no está reñido necesariamente con el de deter-minismo, ya que, aunque desde el determinismo socrático se defiende la relación necesaria entre la deliberación y la decisión , se sigue considerando que las acciones humanas necesarias son a la vez voluntarias, en cuanto proceden de las propias decisiones, y no son causadas por una realidad ajena a la del hombre, como Aristóteles acepta sin problemas y como Descartes acepta cuando no tiene en cuenta las conse-cuencias de tal doctrina, contrarias a las que se relacionan con el “libre albedrío”, ni los ataques y condenas de todo tipo que podría haber recibido de la jerarquía católica, ni en general el desprecio en que podía convertirse el prestigio de que gozaba entre sus amistades del clero católico.
Es posible que por este motivo, cuando posteriormente, en mayo de 1644, escribió una carta al padre Mesland en la que trataba de esta cuestión, intentase profundizar en el tema para encontrar un argumento por el que pudiera defender a un tiempo el intelectualismo socrático y el “libre albedrío”. En esta carta comienza por aceptar el intelectualismo socrático cuando dice que
“viendo muy claramente que una cosa nos es propia, es difícil, e incluso creo imposible, mientras se permanezca en este pensamiento, detener el curso de nuestro deseo” .
A continuación, trató de explicar por qué no siempre se elige el bien que “nos es propio” pretendiendo así introducir la libertad frente a tal bien. Sin embargo, su argumentación no escapó al determinismo, pues lo único que consiguió fue señalar la peculiaridad de la mente humana que le impedía estar atenta de manera continuada a las razones que conducen a la voluntad a elegir determinada acción, de manera que por esa constante variación del pensamiento podría presentarse un nuevo juicio que condujese a una decisión distinta de la mejor:
“Pero puesto que la naturaleza del alma es tal que no puede estar más que un momento atenta a una misma cosa, tan pronto como nuestra atención se vuelve de las razones que nos hacen conocer que esta cosa nos es propia y que sólo retenemos en nuestra memoria que nos ha parecido deseable, podemos representar a nuestro espíritu alguna otra razón que nos haga dudar de ella y así suspender nuestro juicio e incluso también acaso formar uno contrario” .
Y, por ello, tal argumentación no implicaba una autén-tica refutación del intelectualismo socrático que pudiese dejar libre el paso a una doctrina como la de que se pudiera “elegir el mal voluntariamente”, sino sólo a una explicación de alguna de las causas que podrían impedir que la voluntad se decidiese por el bien mayor, lo cual, aunque impediría que ésta estuviera determinada por dicho bien, no impediría que siguiera estando determinada por aquel bien secundario que apareciese con mayor atractivo ante la mente en el momento de la decisión. Sin embargo, aunque en esta carta el pensador francés siguió defendiendo el intelectualismo socrático, de manera incoherente y frívola, olvidando lo que había defen-dido en otras ocasiones, consideró que se podía elegir el mal voluntariamente, tal como se muestra a continuación.
e) La libertad como capacidad de la voluntad para elegir o no elegir el bien presentado por el entendimiento.
En efecto, a pesar de estar en contradicción con su anterior defensa del intelectualismo socrático, puede obser-varse cómo en otros momentos, con su frivolidad habitual Descartes rechaza la doctrina socrática para defender la contraria con la mayor naturalidad del mundo, sin dar expli-caciones acerca de los motivos de su cambio de perspectiva y como si hubiera olvidado la serie de ocasiones en que había defendido el planteamiento socrático. Así sucede, por ejem-plo, cuando en otra carta al padre Mersenne, escrita cuatro años después de aquella en la que había defendido el inte-lectualismo socrático, le dice en contradicción con aquel punto de vista:
“siempre somos libres de no seguir un bien que nos es claramente conocido o de admitir una verdad evidente sólo con tal de que pensemos que es un bien testimoniar de ese modo la libertad de nuestro libre albedrío” .
Sin hacer una referencia directa al filósofo francés, aun-que quizá teniéndola en cuenta, un planteamiento como éste fue posteriormente criticado con acierto por Hume cuando expuso que precisamente el deseo de mostrar “la libertad de nuestro arbitrio” se convertiría en tales casos en la causa determinante que conduciría a la elección de una acción diferente a la que se habría elegido si ese deseo de demostrar la existencia del “libre albedrío” no hubiese interferido. Escribe Hume en este sentido: “La mayor parte de las ve-ces experimentamos que nuestras acciones están sometidas a nuestra voluntad, y creemos experimentar también que la voluntad misma no está sometida a nada [pero] por capri-chosa e irregular que sea la acción que podamos realizar, en cuanto el deseo de mostrar nuestra libertad sea el único motivo de nuestras acciones, nunca nos veremos libres de las ligaduras de la necesidad” .
Hume quiere llamar la atención acerca del hecho de que quienes defienden la doctrina del libre albedrío a partir de la experiencia de obrar desde la propia voluntad, sin que sus acciones sean consecuencia de motivación alguna, pasan por alto que en esos casos el deseo de mostrar esa absurda liber-tad sería el motivo que les estaría determinando para actuar del modo según el cual lo hicieran. Téngase en cuenta, ade-más, que la ausencia de motivos sólo podría salvar del determinismo en cuanto ninguna acción derivaría de una motivación anterior, pero no por ello conduciría al inefable reino del “libre albedrío”, sino, todo lo más y en cuanto ello tuviera algún sentido, al del azar irracional.
En una afirmación similar, que se encuentra en una carta a Mesland (?), de 9 de febrero de 1645, Descartes proclama de nuevo de manera incomprensible y en contradicción con las ocasiones en que había defendido la tesis socrática que
“la mayor libertad consiste […] en un uso mayor de aquel poder positivo que tenemos de seguir las cosas peores aunque veamos las mejores” .
Esta interpretación de la libertad, más acorde con la doctrina católica, según le había recordado su amigo Mersenne, es la que le permite defender la doctrina del libre albedrío como aquella forma de libertad por la que se podría elegir “libre-mente” entre lo bueno y lo malo, de forma que el hombre sería responsable de sus actos y éstos serían laudables o condenables, al margen de que, de acuerdo con Tomás de Aquino, Descartes aceptase igualmente la absurda doctrina de que la salvación o la condena del hombre no fueran conse-cuencia de sus actos sino de la predestinación divina. En este punto además, parece que, preocupado por las posibles cen-suras eclesiásti¬cas, en su carta a Mersenne de mayo de 1637 había señalado que
“el actuar bien de que hablo no puede entenderse en términos de Teología, en donde se habla de la Gracia, sino solamente en términos de filosofía moral y natural, en donde no se considera de ningún modo esta gracia; de manera que no se me puede acusar por esto del error de los pelagianos” ,
que defendían que el hombre se salvaba por sus méritos y no por la gracia divina. Sin embargo, aunque a través de estas palabras se curaba en salud ante cualquier posible represalia de la jerarquía católica, Descartes, al hacer referencia a la gracia divina, aceptaba con su frivolidad acostumbrada la doctrina averroísta de la “doble verdad”, una de carácter filosófico y otra de carácter teológico, de manera que lo que desde una perspectiva era falso desde la otra podía ser verdadero y viceversa.
En una carta a la reina Cristina de Suecia y teniendo en cuenta que desde el protestantismo se hacía especial hincapié en la doctrina de la predestinación divina, claramente contra-ria a la del libre albedrío, Descartes quiso, al parecer, inten-sificar sus manifestaciones de fervor católico por lo que se refiere a la defensa del libre albedrío, proclamando que éste
“es de suyo la cosa más noble que pueda haber en noso-tros, tanto que nos hace semejantes a Dios y parece exi-mirnos de estar sujetos a él y que, por consiguiente, su buen uso es el más grande de todos nuestros bienes” .
Puede observarse que en este texto Descartes casi llega a incurrir en un peligroso desliz teológico al afirmar que “el libre albedrío […] parece eximirnos de estar sujetos a él [ = a Dios]”. Por suerte o por cautela la expresión utilizada no fue muy precisa en el sentido de negar el poder divino sobre las decisiones de la voluntad humana y eso, junto con el hecho de que lo que escribía era una carta particu¬lar, le libró de la peligrosa acusación de la herejía consistente en ne¬gar la predeterminación divina y la correspondiente subordinación de las decisiones humanas a la voluntad divina, tal como enseñó Tomás de Aquino y tal como se afirma en diversos pasajes de la Biblia.
Por otra parte y en relación con la carta a Mesland antes citada, lo que más sorprende de ella no es el punto de vista que defiende, contradictorio con el intelectualismo socrático, sino el hecho de que allí mismo y apenas unas cuantas líneas más abajo, el pensador francés no desaproveche la ocasión de abandonarse a una nueva contradicción al considerar, por una parte, que la mayor libertad consiste en poder elegir las cosas peores, mientras que sólo unas líneas más abajo afir-maba justamente lo contrario:
“me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu” .
Pero, en coherencia con la moral católica Descartes no puede evitar tener que defender a continuación la respon-sabilidad del hombre en cuanto
“es el autor de sus acciones y se hace merecedor de elogio por ellas. Pues no se alaba a los autómatas porque realizan exac¬tamente todos los movimientos para los que han sido fabrica¬dos, puesto que los hacen de un modo necesario, sino que se alaba a su constructor” .
En una consideración de esta clase es donde puede verse el alejamiento cartesiano del intelectualismo socrático, pues desde esta última doctrina es perfectamente compatible la defensa de la necesi¬dad de las acciones voluntarias con la de su carácter libre en cuanto, si no hay obstáculos que lo impidan, las acciones proceden de la pro¬pia voluntad y en ese sentido son libres, mientras que se las debe considerar igualmente como necesarias en cuanto no tiene sentido con-siderar como posible que se pueda intentar hacer otra cosa que aquello que se desea, pues la propia decisión de hacer algo es lo que demuestra cuál es el mayor deseo en el preciso instante de la deci¬sión. Por este motivo, desde el intelec-tualismo socrático no tiene sentido hablar de responsabilidad ni de mérito ni de culpa, pues, siendo cierto que las actua-ciones de cada uno son manifestaciones de su naturaleza, también lo es que nadie elige tener la naturaleza que tiene. Esa misma consideración fue la que llevó a Aristóteles a defender la doctrina socrática de modo explícito, así como a afirmar la total relación de causalidad entre la deliberación, la decisión y la elección material de lo decidido, afirmando en este sentido: “se elige lo que se ha decidido como resultado de la deliberación” .
f) La libertad como capacidad para elegir volunta-riamente las acciones predeterminadas por Dios de modo necesario.
La tradición cristiana en general se había planteado desde hacía muchos siglos el problema de la compatibilidad entre la predetermi¬nación divina y la libertad humana sin llegar a una solución ni mediante los planteamientos de Tomás de Aquino contra los de Orígenes, ni mediante los de Erasmo de Rotterdam contra Martín Lutero, ni mediante la discusión entre el dominico Domingo Báñez y el jesuita Luís de Molina, ni mediante las discusiones entre los calvinistas F. Gomar y J. Arminio a comienzos del siglo XVII en la Uni¬versidad de Leiden (Holanda), donde J. Arminio había defen-dido la doctrina del libre albedrío, mientras que F. Gomar ha-bía defendido la predeterminación divina sin que se llegase a un acuerdo, porque, en definitiva, los conceptos de predeter-minación divina y libre albedrío del hombre eran realmente incompatibles, motivo por el cual mientras el papa Clemente VIII condenó como herética la solu¬ción de Molina, que de-fendía de manera especial la libertad humana, Pablo V aceptó que dominicos y jesuitas tuviesen sus respectivos puntos de vista, rechazando que pudiera considerarse herético cual¬quie-ra de ellos y considerando tal cuestión como un “misterio” .
Para comprender mejor la dificultad insupera¬ble para solucionar este problema tiene interés reflejar los puntos de vista de Tomás de Aquino y de Orígenes, en cuanto repre-sentan los polos opuestos en el intento de encontrar una solución a esta cues¬tión.
Cuando Tomás de Aquino (1225-1274) trató el tema de la omnipotencia divina, a pesar de que hubiera deseado salvar también el libre albedrío humano, defendió un planteamiento absolutamente determinista y así, criticando a Orígenes (185-254), defendió la tesis de que Dios no sólo era la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino tam-bién la causa de las elecciones y decisiones concretas de di-cha voluntad. En este sentido escribió: “Algunos, no enten-diendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello [...] De esto parece haber nacido la opi¬nión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones [de la volun¬tad], sino que se refiere a los sucesos exteriores [...] Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Es¬critura. […] Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación” .
De esta manera, la perspectiva de Tomás de Aquino, aunque en teoría pretendía defender tanto la omnipotencia divina como la libertad humana, conseguía salvar la primera, pero no la segunda, en cuanto defendió que las supuestas de-cisiones libres del hombre estaban predeterminadas por Dios.
Insistiendo en esta misma doctrina, Tomás de Aquino escribe poco más adelante: “Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”. Y en el capítulo siguiente concluye así: “Por consiguiente, como Él es la cau-sa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras eleccio-nes y voliciones están sujetas a la divina providencia” .
Desde una perspectiva contraria, sin embargo, el punto de vista de teólogos como Orígenes acerca del acto volun-tario salvaba la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina en cuanto Orígenes consideraba que las decisiones humanas no estarían sometidas a la voluntad divina.
Descartes, aun sin tener especial interés en tratar esa más que oscura cuestión teológica y aunque avisa de que
“podemos enredarnos en grandes dificultades si intentá-ramos conciliar esta preordenación de Dios con la libertad de nuestro arbitrio y comprender simultánea-mente una y la otra” ,
se atreve a examinarla, y en Los Principios de la Filosofía defiende de modo explícito la doctrina católica, aceptando por fe que las acciones libres del hombre han sido preor-denadas por Dios, aunque esto
“no lo comprendemos bastante como para ver de qué modo deje indeterminadas las libres acciones de los hombres” .
Cuando Descartes dice “no lo comprendemos bastante” utiliza una expresión ambigua, pero que responde a su mendacidad: En lugar de reconocer que no lo comprende, dice “no lo comprendemos bastante” como si un problema pudiera comprenderse más o menos, cuando en realidad o se comprende o no se comprende, especialmente cuando, como sucedía en este caso, no podía comprenderlo en absoluto por tratarse de una contradicción. En cualquier caso, Descartes se atreve a reconocer aquí que “no lo comprendemos bastante” y considera que sería absurdo que por el hecho de no com-prender este misterio se dejase de aceptar algo que sí com-prendía [?], como sería la existencia de Dios. Pero la verdad es que no sucede simplemente que no se comprenda de modo suficiente la compatibi¬lidad entre el “libre albedrío” y la predeterminación divina de los actos humanos sino que se comprende perfectamente su carácter ab-surdo, y eso implica que, si se quiere ser coherente con tal compren¬sión, hay que rechazar todo lo que de algún modo conduce a tal absurdo, del mismo modo que en Lógica se considera falsa cualquier ar¬gumentación de la que se deduzca una contradicción.
Sin proporcionar argumentos de ningún tipo Descartes siguió defendiendo esta misma doctrina de la teología cristiana en una carta del año 1645 a la princesa Elisabeth, en la que tuvo la osadía de decirle:
“todas las razones que prueban la existencia de Dios, y que él es la causa primera e inmutable de todos los efectos que no dependen del libre albedrío de los hom-bres, prueban de la misma manera, me parece, que él es también la causa de todos los que dependen de dicho albedrío. Pues sólo es posible de¬mostrar que existe con-siderando que es un ser soberanamente perfecto; y no sería soberanamente perfecto si pudiera suceder cosa alguna en el mundo que no procediera de él .
Sin embargo, más adelante, en respuesta al problema que la princesa le había planteado respecto a esta cuestión, le escribió una nueva carta en la que defendió una tesis distinta, más próxima a la solución del jesuita Luís de Molina. Se trata de un texto especial¬mente importante porque a través de un ejemplo Descartes explica de un modo exhaustivo su intento infructuoso y absurdo de solucionar un problema que o bien él sabía que no tenía solución, en cuanto se trataba de una contradicción, y eso habría sido una prueba más de su men-dacidad, o bien no lo sabía, y eso habría sido un indicio de su limitada capacidad para el análisis de problemas que no tuvieran carácter meramente matemático o físico.
Por su interés para esclarecer esta cuestión se expone a continuación y de manera detallada el ejemplo utilizado por el pensador francés en su carta a la princesa Elisabeth con un comentario crítico. Escribe Descartes:
“Si un rey que ha prohibido los duelos y que sabe con toda certeza que dos hidalgos de su reino, que viven en ciudades diferentes, están peleados y tan irritados uno contra el otro que nada podría impedir que se batieran si se encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de ir cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y también ordena a éste ir el mismo día hacia el lugar donde está el primero, sabe con toda seguridad que no dejarán de encontrarse y de batirse y, al hacerlo, de contravenir su prohibición, pero no por esto los obliga; y su conocimiento e incluso la voluntad que ha tenido para determinarlos de esta manera no impiden que se batan tan voluntaria y tan libremente […] y así pueden ser castiga¬dos justamente […]”; [Dios] “supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad; es él mismo el que las puso en nosotros, también es él quien ha dispuesto to¬das las demás cosas que están fuera de nosotros [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa; y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo. Y, como este rey, podemos distinguir dos diferentes grados de volun¬tad: uno por el cual ha querido que estos hidalgos se batieran […], y otro, por el cual no lo ha querido, ya que prohibió los duelos, del mismo modo los teólogos distin-guen en Dios una voluntad absoluta e independiente por la cual quiere que todas las cosas sucedan como suceden, y otra que es relativa y que se relaciona con el mérito o demérito de los hombres por la cual quiere que se obedezcan sus leyes” .
Hasta aquí la “genialidad” del autor francés para embro-llar las cosas a fin de confundir a la princesa, pues resulta difícil aceptar que el “teólogo” francés no fuera consciente de que la cuestión que “pretendía” resolver era una simple contradicción. A la hora de la verdad era absurdo que preten-diera resolverla, pero la megalomanía, la jactancia y el deseo de obsequiar a la princesa eran demasiado fuertes y, por ello, tuvo la osadía de aparentar conocer la solución del “proble-ma” en lugar de aceptar que se trataba de una contradicción, o al menos, según la jerga católica, de un “misterio”. Tam-bién hay que reconocer que este problema había sido objeto tradicional y reciente de diversas discusiones, como la de arminianos y gomaristas, y que, por ello mismo, el hecho de que Descartes intentase aportar su grano de arena a esta dis-cusión podía ser comprensible hasta cierto punto. Sin embar-go, su orgullo, su deseo de satisfacer las inquietudes intelec-tuales de la princesa y de resguardar sus relaciones con el clero católico le llevaron a intentar encontrar una argumen-tación que explicase lo inexpli¬cable, en lugar de optar por declarar humildemente a la princesa que su inteligencia no era tan alta como para explicar una contradicción o que esa cuestión era un dogma de la fe católica, reconociendo así su propia incapacidad para dar razón de lo irracional.
El primer error en este ejemplo consiste en el propio ejemplo, en cuanto la comparación de un rey muy sabio con el dios cristiano es totalmente inadecuada, pues mientras el rey sólo podría saber –y sólo hasta cierto punto- qué harían sus hidalgos, al dios cristiano no sólo se le supone omnis-ciente sino además omnipotente, lo cual im¬plica que no sólo conoce las acciones que los seres humanos han realizado, realizan y realizarán en el futuro, sino que él mismo les ha predeterminado para que quieran realizarlas, para que deci-dan realizarlas y para que las realicen. En efecto, si se dice en el ejemplo que el rey sabe que “nada podría impedir que [los hidalgos] se batieran si se encontraran”, puede tener sentido afirmar que, aun así, el hecho de que se batan es libre y voluntario, aunque sólo en cuanto la sabiduría de ese rey no sería un obstáculo para que las decisiones de sus súbditos siguieran siendo voluntarias.
Sin embargo, Descartes, a pesar de que en otras ocasio-nes lo reconoce, parece olvidar que el dios católico, además de tener la cualidad de la presciencia, tendría igualmente la de la predeterminación absoluta de todo. Por ello, lo más absurdo del planteamiento cartesiano es la afirmación de que, habiéndose batido tales hidalgos, pueden “ser castigados con toda justicia”. Es decir, parece incomprensible -y, por ello mismo, difícilmente creíble- que Descartes, constante defen-sor de la omnipotencia divina a la que nada podía escapar, no llegase a entender que, si el duelo tenía que producirse nece-sariamente, era absurdo considerar culpables a quienes sólo eran objeto pasivo de la necesidad de actuar de acuerdo con la predeterminación de sus actos “voluntarios”, en cuanto esa misma “volunta¬riedad” habría sido programada por Dios.
Cuando Descartes escribe que Dios “supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad”, que “él mismo [fue quien] las puso en nosotros, [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa” en ese momento comete un desliz “teológico” que pudo pasar desapercibido a la princesa Elisabeth, pero que en cualquier caso resulta evidente. Efectivamente, su utilización del térmi-no “inclinations” es muy sintomático respecto a su predis-posición en favor de una solución que pudiera salvar el libre albedrío, ya que podría haberse servido de un término mucho más claro, como el de “decisiones”, para precisar que, de acuerdo con la teología católica, Dios no sólo causa las incli-naciones sino también las decisiones del hombre. El hecho de que a continuación reconozca que fue Dios mismo quien puso en nosotros tales inclinaciones sigue sin solucionar esta cuestión, pues sigue sin afirmar de forma clara que, además, Dios puso también en el hombre las decisiones que toma, aunque crea que las toma de manera independiente y autó-noma. Y, aunque pudiera seguir aceptándose que las decisio¬nes del hombre serían voluntarias en cuanto el hombre desco-nociera la programación divina y no sintiera coacción externa alguna que le determinase a tomarlas, es un completo absurdo la afirmación de que el hombre -o los hidalgos del ejemplo cartesiano- pudieran “ser cas¬tigados justamente” .
En consecuencia y en cuanto Descartes pudiera haber afirmado exclusivamente la presciencia divina, ignorando la predetermina¬ción, habría incurrido en una herejía respecto a la dogmática cató¬lica, lo cual, por otra parte, era inevitable en cuanto efectivamente, aunque las acciones humanas predeter-minadas por Dios pudieran seguir siendo consideradas libres en cuanto voluntarias, no podían serlo hasta el punto de poder considerar al hombre como responsable y como mere-cedor de castigos por las acciones realizadas en contra de las leyes divinas, en cuanto habría sido el propio Dios quien le habría programado para querer obrar de ese modo y para tomar las decisiones correspondientes.
En esa misma ficción, cuando Descartes se refiere a “dos diferentes grados de voluntad” –en lugar de hablar de “dos formas contradictorias de voluntad”-, emplea un eufemismo con el que parece pretender que pase desapercibida la contra-dicción que sigue a estas palabras, pues afirmar que ese rey o el propio Dios “ha querido que estos hidalgos se batieran” y afirmar después que “no lo ha querido” es una contradic-ción evidente, por más que el francés intentase disimularla, posiblemente de forma consciente y mendaz, con la expresión “dos grados diferentes de voluntad” . Además, cuando afir-ma al mismo tiempo que Dios
“supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo” .
se contradice con la mayor frivolidad en cuanto afirma y niega al mismo tiempo que Dios haya querido que el hombre actúe de un modo o de otro. Descartes comete aquí la falacia de diferenciar entre el hecho de que Dios haya querido que nuestro libre albedrío nos determinara a tal o cual cosa y el hecho de que haya querido obligarlo, como si realmente hubiera alguna diferencia entre ambas ex¬presiones, pues no existe diferencia alguna entre el hecho de que Dios quiera una cosa y el hecho de que quiera obligarla, ya que el término “obligarla” no es otra cosa que una redundancia respecto al simple querer de Dios en cuanto, desde el momento en que la quiere, la “obliga”, es decir, la encadena a su voluntad. ¿Tendría sentido considerar que Dios quisiera algo y que su querer dejara de cum¬plirse porque el libre albedrío humano no hubiese quedado “obli¬gado” al querer de Dios? ¿Qué clase de omnipotencia sería ésa?
Y, cuando habla de la distinción en Dios de una voluntad absoluta por la que “quiere que todas las cosas sucedan como suceden” y de una voluntad relativa por la que “quiere que se obedezcan sus leyes” –lo cual en muchas ocasiones no suce-dería-, incurre de nuevo en un sofisma en cuanto considera que existe alguna diferencia entre el hecho de que Dios quie-ra que todo suceda como sucede y el hecho de que quiera que se cumplan sus leyes, como si esto último pudiera dejar de suceder, pues en tal caso estaría afirmando que Dios quie-re y no quiere que todo suceda como sucede, en cuanto el cumplimiento de sus leyes, como parte de “lo que sucede”, se corresponde con el querer de Dios, que en ningún caso podría dejar de cumplirse, por lo que Descartes incurre en esta nueva contradicción por su interés en salvar la libertad del hombre a la vez que la omnipotencia divina, pero, sobre todo, por su interés en satisfacer a la princesa Elisabeth, de quien en esos momentos ya estaba enamorado. Es decir, si la obediencia a sus leyes es una parte de lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse que el querer de Dios se aplica a todo para a continuación afirmar que este querer [de Dios] deja de cum-plirse como consecuencia de una desobediencia debida al mal uso del libre albedrío por parte del hombre, pues ello impli¬caría una negación de la omnipotencia y de la predeter-minación di¬vinas. Dicho de forma esquemática:
Si Dios quiere que todas las cosas sucedan de acuerdo con su voluntad, y nada puede impedir que todo suceda de acuerdo con su voluntad (porque es omnipotente), entonces todas las cosas sucederán de acuerdo con su voluntad; y, si todas las cosas suceden de acuerdo con su voluntad, y quiere que se cumplan sus leyes, entonces sus leyes se cumplirán necesariamente.
Por ello, sería una contradicción en relación con la omni-potencia divina afirmar, como lo hace Descartes, que las leyes divinas dejan de cumplirse en algunos casos relacio-nados con el cumplimiento de las leyes morales, en cuanto el hombre se sirviera de su libre albedrío para actuar en contra de tales leyes, escapando a la predeterminación divina.
Respecto a esta cuestión, la solución cartesiana anterior, según la cual en tales casos Dios simplemente permite que el hombre actúe de acuerdo con su propia voluntad, implica efectivamente una negación de la omnipotencia de Dios en cuanto a ella escaparían los actos debidos exclusivamente a la voluntad humana. En definitiva, de acuerdo con la dogmática católica no sólo se trata de que Dios permita que el hombre actúe libremente en contra de la voluntad divina omnipo-tente, sino de que es Dios mismo quien programa la voluntad humana para que tome las decisiones que toma, y, en conse-cuencia, Dios no permite otra cosa sino que las cosas sucedan como él quiere.
La conclusión de estos razonamientos es la de que las leyes de Dios se cumplirían siempre, tanto cuando se actúa de acuerdo con un tipo más concreto de leyes -las que se rela-cionan con el cumplimiento de la norma moral-, como cuan-do aparentemente no se cumplen, en cuanto habría sido Dios mismo quien habría establecido que hubiera personas que cumpliesen sus leyes y otras que no las cumpliesen, de forma que todo se amoldaría al cumplimiento de su voluntad más absoluta.
Al margen de tal contradicción, el intento cartesiano de solu-ción de este problema según este ejemplo se parece al del jesuita es¬pañol Luís de Molina, quien mediante su concepto de “ciencia me¬dia” hacía hincapié de modo especial en el conocimiento divino de lo que el hombre haría libremente, pasando por alto la predetermina¬ción divina de la voluntad, según la había explicado Tomás de Aquino, para quien Dios no sólo conoce qué hará el hombre en cada circunstancia sino que le predetermina a obrar de esa cierta manera. En efecto, por lo que se refiere esta cuestión, Tomás de Aquino refleja de modo muy claro la doctrina católica cuando escribe: “Mas como quiera que Dios, entre los hombres que persisten en los mis¬mos pecados, a unos los convierta previniéndolos y a otros los so¬porte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad [...] tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para usos bajos” , o cuando igualmente, refiriéndose a la predestinación, considera que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina dependa de los méritos del hombre: “Y como se ha demos-trado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría [...], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eterni¬dad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó [...] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió [...] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méri¬tos humanos, […] porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la vo¬luntad y providencia divinas” .
En conclusión, parece que Descartes no se atrevió a ser veraz en esta carta a la princesa Elisabeth confesándole al menos, si no se atrevía a manifestarle que la solución tradi-cional era contradictoria, que el tema que estaban tratando era simplemente un dogma de fe del cristianismo, cuya compren-sión no estaba al alcance de la razón humana –ni de ninguna, podría añadirse-. Y posiblemente, si no se lo dijo, debió de ser porque ya en diversos lugares de sus escritos se había atrevido a defender la doctrina católica respecto al problema de la compatibilidad entre la omnipotencia divina y la liber-tad humana. Por otra parte, era evidente que Descartes se en-contraba ante un problema irresoluble, como lo son todas las contradicciones, pues la omnipotencia del dios católico impli-ca que todo está sometido a su voluntad, mientras que la libertad humana implica que hay acciones que no están some-tidas a la voluntad de ese dios sino que dependen exclusiva-mente de la voluntad humana.
Tiene interés reflejar finalmente que el planteamiento cartesiano, presentado en esta carta a la princesa Elisabeth coincide en su núcleo fundamental con el de la carta a la reina Cristina de Suecia antes citada, en la cual decía que en cierto modo el libre albedrío
“nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él” .
En esta última carta puede observarse que Descartes tiene la precaución de escribir “parece eximirnos” sin atre-verse a afirmar que, en efecto, nos exima, aunque al mismo tiempo afirme que esa facultad del “libre albedrío” realmente “nos hace semejantes a Dios” en lugar de decir que “parece que nos hace semejantes a Dios”, que habría sido la frase coherente con la anterior en cuanto sólo si el hombre es dueño absoluto de sus actos, tendría sentido afirmar que en ese sentido sería semejante a ese dios.
5.3. El “racionalismo” teológico y la res extensa
A partir de aquella primera verdad, “cogito, ergo sum”, y a partir de la supuesta demostración de la existencia de Dios, Descartes pasa a deducir la existencia de la realidad material o res extensa. Indica que existe en su yo una facultad pasiva de recibir ideas de cosas sensibles de forma que no parece que sea el yo quien las produzca, pues aparecen sin su inter-vención e incluso contra su voluntad. Por ello, considera que deben estar causadas por una realidad distinta, la cual no pue-de ser más que una realidad externa o el mismo Dios. Pero, desde la tesis de que Dios no es engañador y en cuanto le ha dado una intensa inclinación a creer que estas ideas provienen de realidades externas independientes, deduce finalmente que existe una sustancia extensa (res extensa) causante de tales ideas, distinta del yo o sustancia pensante.
Sin embargo conviene recordar que, aunque en líneas generales Descartes considera que Dios no puede ser engaña-dor –pues dice que la “luz natural” le enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto -, en alguna oca-sión, siendo más coherente con la tesis de la omnipotencia di-vina, había aceptado la posibilidad de que también Dios -y no sólo un “genio maligno” ni tampoco un extraño dios men-tiroso-, fuera engañador, tal como ha podido verse en la ter-cera de las Meditaciones Metafísicas, citada en el punto 3.3.
Como puede observarse, Descartes planteó la hipótesis de que, como consecuencia de su omnipotencia, Dios podría mentir y, de hecho, tal posibilidad era una consecuencia per-fectamente lógica derivada de su omnipotencia. Sin embargo, a pesar de los diver¬sos momentos en que afirmó tal posibi-lidad, luego discutió y se en¬fadó furiosamente con Voetius porque éste le acusó de haberla defen¬dido, a pesar de que tal hipótesis no implicaba contradicción alguna en cuanto nada podía estar por encima del poder divino y nada –ni la misma veracidad- podía tener valor por sí mismo con independencia de la voluntad divina.
Por ello y como ya se ha dicho antes, siendo consecuente con los motivos que justificaban la duda metódica y especial-mente la hipotética existencia de un genio maligno o de un dios engañador, desde tales planteamientos era imposible demostrar el valor supues¬tamente objetivo de las “eviden-cias” cartesianas en favor de
1) la existencia de un Dios auténtico;
2) la tesis según la cual mentir sería un defecto que en ningún caso podría estar en Dios;
3) la existencia de un mundo material; y
4) todo lo que pretendiera deducir a partir de ese dios cuya existencia era indemostrable.
Y, como consecuencia de esta imposibilidad lógica de funda¬mentar el valor de la regla de la evidencia, el yo debería haber permanecido encerrado en los límites del solipsismo representado por la res cogitans. Sin embargo, Descartes cerró los ojos a esta imposibilidad lógica e insistió en sus planteamientos teológico-irracionales hasta un punto asom-brosamente absurdo, pues, a pesar de estas dificulta¬des insal-vables, siguió mostrando una confianza absurda en los funda-mentos teológicos de su “racionalismo” y en su doctrina del inna¬tismo, pretendiendo haber deducido las diversas leyes de la Física así como la existencia de los diversos tipos de mate-ria y los astros del Universo basándose para esto, al menos, según dijo, “nada más que en Dios, que lo ha creado”, y pre-tendiendo haberlas extraído “de ciertas semillas de verdades que están en nuestras almas”, tal como escribe de manera asombrosamente superficial y jactanciosa, di¬ciendo:
“primero he tratado de encontrar en general los prin-cipios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha creado, ni sacarlas de otra parte que de ciertas semillas de verdades que están naturalmente en nuestras almas. Después de esto examiné cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que se podían deducir de estas causas: y me parece que por ahí encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra, agua, aire y fuego, minerales y algunas otras cosas” .
Hacía falta ser frívolo, osado, megalómano, jactancioso y mentiroso para afirmar tales doctrinas como evidentes cuando, si las vio así, no fue porque en verdad lo fueran sino porque o bien se trataba de doctrinas generalmente aceptadas, o bien de observaciones empíricas al alcance de cualquiera o bien de doctrinas procedentes de la filosofía griega, relacio-nadas con la búsqueda del arkhé, doctrinas que él de¬bió de conocer por su formación, pero cuyo valor en cualquier caso no era ni mucho menos el resultado de una deducción racio-nal derivada de la conside¬ración de la esencia divina ni de la toma de conciencia de supuestas ideas innatas que le hubieran conducido al descubrimiento de tales doctrinas, muchas de las cuales además eran falsas.
5.3.1. Las Matemáticas y la Física
Una vez “demostrada” la existencia del dios cristiano -al menos según las frívolas evidencias cartesianas-, el pensador francés consideró que tanto los conocimientos matemáticos como la existencia de una realidad externa podían aceptarse ya como seguros, no por ser evidentes sin más, sino porque su evidencia no era fruto de un espejismo sino que estaba garantizada por el propio Dios .
Sin embargo, Descartes se contradijo con su frivolidad acostumbrada desde el momento en que afirmó que las ver-dades matemáticas no eran verdaderas por ellas mismas sino sólo porque Dios así lo había querido, pues esta doctrina planteaba la siguiente cues¬tión: Suponiendo que la perfección divina hubiera sido incompatible con el engaño, Descartes no podía proclamar que la verdad de los contenidos de las Ma-temáticas dependía de Dios y que no fueran verdaderos por su propio carácter tautológico, en cuanto esta propie¬dad era la que les había hecho aparecer como evidentes; ni podía mani-festar al mismo tiempo que, si tales contenidos eran eviden-tes, entonces eran verdaderos, si a la vez consideraba que, si eran verda¬deros, lo eran porque Dios así lo había querido y no porque fueran evidentes. La evidencia no parecía tener valor alguno en cuanto la verdad de cualquier aspecto de la realidad sólo dependía de la voluntad divina y no de una correspondencia entre la propia evidencia y el modo de ser de la realidad que se mostraba como evidente; la impresión de evidencia no podía tener ningún valor en cuanto los conte-nidos a los que se refería hubieran podido ser falsos si Dios así lo hubiera querido. Pero, además, habría sido contrario a la supuesta veracidad divina provocar evidencias acerca de verdades cuyo valor no fuera intrínseco y absoluto sino sólo derivado de su voluntad. Pues, en principio, el sentido de la evidencia no era el de conducir a la convicción de que Dios había decidido que determinada verdad lo fuera de manera condicionada a su voluntad sino el de asegurar que la reali-dad con que se relacionaba dicha impresión de evidencia debía corresponderse con ella, con independencia de la vo-luntad di-vina. La regla de la evidencia, según la definición cartesiana, hacía referencia a la aceptación como verdad de “lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda” , de manera que si esa claridad y distinción no se correspondían con una auténtica verdad objetiva, en cuanto ésta dependiera de la voluntad divina, en tal caso el hecho de que Dios sugiriese evidencias no relacionadas con verdades objetivas habría sido una forma de engaño. Habría sido absurdo que Dios hubiera suscitado en él evidencias acerca de “verdades” que sólo lo fueran porque el propio Dios así lo hubiera deci-dido, en lugar de serlo respecto a contenidos que fueran ver-daderos por su propia consistencia, por su propia “claridad y distinción” o por corresponderse con auténticas realidades independintes. Es decir, si uno comprendía con evidencia que los radios de una circunferencia debían ser iguales, esa impresión no le serviría de nada en cuanto luego tuviera que asumir que tal evidencia no provenía de que en realidad dichos radios fueran iguales, sino de que Dios había estable-cido libremente que
1) los radios fueran iguales, y
2) que él tuviera la impresión de que eso era una verdad “clara y distinta” pero sólo porque Dios había querido que tuviera tal impresión.
En este sentido además hay que tener en cuenta que, en cuanto Descartes había llegado finalmente a recuperar como conocimiento la existencia de la res extensa a partir de la consideración de que Dios no podía ser engañador y de que, puesto que la existencia de la realidad externa se manifestaba como evidente a partir del supuesto de la veracidad divina, había que aceptar que realmente existía, por lo mismo debía haber aceptado que las evidencias relacionadas con los cono-cimientos matemáticos se relacionaban igualmente con ver¬dades objetivas, ya que, en caso contrario, estaría afirmando que Dios proporcionaba falsas evidencias en cuanto, por ejemplo, la evi-dencia de que 1+1 fuera igual a 2 no proven-dría de que efectiva-mente 1+1 fuera igual a 2, sino de que la voluntad divina lo habría establecido así de acuerdo con su omnipotencia y su libertad absoluta del mismo modo que hubiera podido establecer otra cosa, y, en con¬secuencia, tal evidencia –al igual que cualquier otra de carácter empírico- no tendría valor por ella misma sino sólo en cuanto Dios la hubiese querido así.
Por otra parte y a partir de la subordinación de cualquier verdad a la omnipotencia divina y, en consecuencia, de su carácter arbitra¬rio, Descartes se contradijo de nuevo, pero en un sentido contrario al anterior, al afirmar que
“aunque Dios hubiera creado muchos mundos no podría haber ninguno en que [tales leyes] dejaran de ser obser-vadas” ,
pues tal suposición estaría en contradicción con la omnipo-tencia divina, al restringir el poder de Dios a la plasmación de unas mismas leyes para cualquier Universo que hubiera que-rido crear en lugar de aceptar que, de acuerdo con su omni-potencia, hubiera podido crear no sólo infinitos universos sino infinitas leyes diversas para cada uno de ellos.
Al mismo tiempo, su consideración de que las leyes del Universo tenían un carácter matemático junto con su afirmación según la cual las verdades matemáticas no eran absolutas, ya que Dios hubiera podido hacer
“que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen iguales” ,
daba un carácter contingente a tales verdades, a pesar de ser analíticas, y, por ello mismo, resultaba incoherente con su pretensión de deducir las leyes del universo a partir de la inmutabilidad divina, dando prioridad a esta cualidad sobre la de la omnipotencia, que es la que destaca en el texto ante¬rior.
Este planteamiento representa un absurdo total, aunque Descartes dio como explicación que, como todo, incluido el principio de contradicción, dependía de Dios, había que acep-tar que las mismas verdades matemáticas, ¡a pesar de ser tau-tológicas!, eran verdades porque Dios así lo había querido, y, por eso, llegó a afirmar que Dios pudo haber hecho que la suma de los ángulos de un triángulo no fuese igual a dos rectos o que los radios de una circunferencia no fuesen igua-les entre sí:
“La dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite” .
Y, así, no sólo las verdades concretas de las Matemáticas sino en general el principio supremo de la Lógica, el princi-pio de contradicción, quedaba igualmente subordinado a la voluntad divina, a pe¬sar de que, de modo paradójico, tal principio fue el fundamento último del que se había servido, aunque sin reconocerlo de modo explícito, para justificar el valor de la regla de la evidencia.
Por ello este punto de vista le condujo a un nuevo círculo vicioso en cuanto la verdad del cogito servía de fundamento, aunque no absoluto, para la regla de la eviden-cia, la regla de la evi¬dencia servía de fundamento para demostrar la existencia de Dios, y a partir de la existencia de Dios se justificaba el principio de contra¬dicción, el cual a su vez servía para alcanzar la verdad del cogito, con lo que el razonamiento en círculo quedaba completado, tal como puede verse en el siguiente esquema:
“Cogito, ergo sum” ——— → Regla de la evidencia
↑ ↓
Princ. de contradicción ← ———— Dios
En definitiva, si la evidencia por sí misma era incapaz de conducir a la verdad, en cuanto toda verdad provenía de Dios, en tal caso no tenía sentido pretender demostrar la existencia de Dios mediante la utilización de esta regla cuyo valor dependía de la existencia de aquel ser cuya existencia se pretendía demostrar mediante dicha regla.
Por otra parte, el “teólogo” francés afirma de manera inequívoca que
“la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios” ,
lo cual implicaría, según su punto de vista, que los ateos o los agnósticos no podrían estar seguros de la verdad de tales pro-posiciones en cuanto para ellos no sería suficiente la dudosa certidumbre [?] proporcionada por el principio de contra-dicción o por la misma evidencia de tales proposiciones.
Pero, claro, si esa dudosa certidumbre, basada en el prin-cipio de contradicción, era la que supuestamente había permi-tido a Descartes alcanzar la demostración de la existencia de Dios, en tal caso el resultado venía a ser el mismo: El funda-mento últimos de los conocimientos asumidos por los creyentes era el mismo que el de los ateos, el principio de contradicción, y, en consecuencia el nivel de certeza de sus conocimientos sería idéntico.
Resulta sorprendente además que, mientras el pensador francés hace depender de la omnipotencia de Dios el valor de las verdades matemáticas, sin embargo, por lo que se refiere a las verdades físi¬cas, las haga depender de su inmutabilidad, la cual supondría una limitación contradictoria de su omni-potencia, en cuanto su inmutabilidad habría sido un obstáculo para crear el Universo y, por la misma razón, para crearlo de otro modo y con otras leyes que las que dispuso en el mo-mento de la creación.
Por otra parte, en cuanto subordinó los principios de la Física a los de las Matemáticas cuando afirmó:
“no admito en Física principios no admitidos también en Matemáticas para poder probar por demostración todo lo que de ellas deduzca, y […] estos principios bastan, puesto que por ellos pueden ser explicados todos los fenómenos de la Naturaleza”,
y en cuanto las principios de las Matemáticas dependían de la omnipotencia divina, en tal caso los principios de la Física tenían que ser tan arbitrarios y tan subordinados a la omnipo-tencia divina como los de las Matemáticas.
Por ello, la consideración de que las leyes del Universo debían deducirse a partir de la inmutabilidad divina era con-tradicto¬ria con respecto a su derivación de la omnipotencia, según la cual Dios hubiera podido crear el Universo de cual-quier modo que hubiera deseado. Es cierto, por otra parte, que un teólogo católico podría argumentar que, aunque desde una perspectiva humana las cualidades divinas de la omni-potencia y la bondad se ven como distintas, en Dios son una misma cosa. Sin embargo, conviene tener en cuenta igual-mente que, cuando Descartes distingue entre estas cuali-dades, es porque él las está considerando como distintas. Además, asumiendo tal argumentación, podría plantearse el problema de cómo hacer compatible que desde su inmuta-bilidad Dios no hubiera podido crear el Universo de acuerdo con otras leyes que las que éste tiene, y que desde su omni-potencia sí hubiera podido hacer todo aquello que hubiera querido, como el propio Descartes reconoce, defendiendo in¬cluso que tanto las Matemáticas como el valor del principio de con¬tradicción dependían de Dios.





















En cualquier caso, Descartes debería haber renunciado a extender la omnipotencia divina hasta el absurdo de conside-rar que el va¬lor del principio de contradicción estaba some-tido a ella, entre otros motivos porque para demostrar la exis-tencia de Dios se había basado en la regla de la evidencia, la cual, a su vez, se basaba en el principio de contradicción, por lo que sería absurdo valorar de forma absoluta tal principio antes de dicha demostración para relativizarlo después, una vez que por su mediación se hubiera demostrado la existencia de Dios. Además y sin duda de ninguna clase, no debía haber caído en la insensatez de considerar que las verdades mate-máticas dependían de Dios en cuanto eran simples tautologías y, por ello mismo, se deducían de aquel principio, aunque hubiese considerado que las verdades de la Física fueran una consecuencia de la omnipotencia divina, que habría podido crear el mundo de muy diversas maneras de acuerdo con su voluntad y libertad absolutas.
Su solución, sin embargo, fue contradictoria en cuanto, al reducir las posibilidades de Dios a la hora de crear el mundo de acuerdo con un único modelo derivado de su inmu-tabilidad, de hecho estaba negando su omnipotencia, según la cual habría podido crear infinitos universos de acuerdo con infinitas leyes diversas si así lo hubiese querido.
Por otra parte, siguiendo una especie de mística mate-mática, que ya había sido sustentada por los pitagóricos y por Platón en la antigüedad, y modernamente por el mismo Kepler, Descartes defendió igualmente que todos los fenóme-nos naturales podían deducirse de ciertos principios que tenían carácter matemático. Pero esta defensa del carácter matemático de las leyes naturales fue contradictoria con la justificación de tales leyes naturales en el propio Dios en cuanto tal justificación implicaba la acep¬tación de la exis-tencia de aspectos del universo cuyo modo de ser no se deduciría de ningún principio matemático sino que serían una consecuencia arbitraria de la omnipotencia divina. Es decir, a pesar de que Descartes juzgaba que, -en general, aunque no en todos los casos- las leyes del Universo dependían de la inmutabilidad divina y que, por ello mismo, tenían carácter matematizable, esta pretensión era contradictoria en cuanto el valor de las verdades matemáticas dependía de la libre omnipotencia divina.
La metodología de Galileo, a pesar de conceder un valor especialmente importante a las Matemáticas al afirmar que “el Universo está escrito en lenguaje matemático”, en la práctica no fue tan drástica a la hora de buscar subsumir cual-quier fenómeno observado en una determinada fórmula mate-mática sino que fueron muy numero¬sas las ocasiones en las que Galileo se conformó con descubrir y describir diversos fenómenos, en especial los de carácter astronó¬mico, sin dar excesiva importancia al hecho de no encontrar una fórmula matemática que los explicase. El mismo método de Galileo se basaba inicialmente en la mera observación y descripción de fenómenos, la cual venía seguida de la construcción de hipó-tesis explicativas acerca de las relaciones matemáticas que pudiera encontrar entre ellos, para pasar después a establecer las diversas deducciones que derivarían de tales hipótesis y para idear a continuación experi-mentos que pusieran a prueba tales deducciones derivadas de tales hipótesis. Sin duda nin-guna, este método iba acompañado de una valoración funda-mental de las Matemáticas como un instrumento sin cuyo conocimiento era imposible avanzar un solo paso en la com¬prensión de los fenómenos de la naturaleza, pero mientras para Des¬cartes un conocimiento meramente descriptivo de fenómenos natu¬rales sin la comprensión de las leyes nece-sarias de las que se deducían no podía considerarse conoci-miento, la actitud de Galileo fue mucho más humilde, a la vez que útil a la hora de valorar los fenómenos natu¬rales por ellos mismos, al margen de que pudiera encontrar o no una ley matemática que los explicase en su relación con otros fenó-menos. Por otra parte, el hecho de prejuzgar que cualquier conjunto de fenómenos físicos deba relacionarse con una fórmula matemática con la que encaje puede ser un postulado científico -o un principio del entendimiento puro, como diría Kant-, pero no una verdad abso¬lutamente demostrada, y, desde luego, no tendría por qué implicar una negación o re-chazo de aquellos fenómenos para los que inicialmente no se encontrase la fórmula matemática según la cual se relacio-nasen con otros. En este sentido conviene considerar que el hecho de la simple existencia del Universo no parece que pueda ser explicado a partir de ninguna fórmula matemática: El científico se encuentra simplemente con su existencia bruta, y a partir de ella trata de encontrar las fórmulas mate-máticas mediante las cuales sus diversas manifesta¬ciones se relacionan entre sí, sirviéndose especialmente para ello del método experimental. Pero el hecho de que se ignore si su existencia es o no un hecho bruto del que hay que partir no conduce al investi¬gador a buscar desesperadamente una justi-ficación matemática ni mística de su existencia. El empiris-mo, más respetuoso con los fenómenos que el racionalismo, no desprecia los hechos no “matematizados”, por mucho que se tenga la convicción de que debe de existir una fórmula matemática que los describa y por la que se pue¬dan ir descu-briendo otras nuevas relaciones. Además, hay muchas cien-cias que tienen, al menos inicialmente, un carácter descrip-tivo y que no por eso dejan de estudiarse, al margen de la dificultad que pueda haber en encontrar una fórmula matemá-tica de sus contenidos. Pensemos en la misma Astronomía, en la Geografía, en la Historia, en la Sociología y en tantas otras ciencias que inicialmente se abor¬dan a partir de una simple descripción de los fenómenos correspon-dientes y a los que sólo con posterioridad se encuentra una explicación mate-mática, estadística o probabilista.
Sin embargo y a pesar de que desde el racionalismo cartesiano el valor de las Matemáticas y de la Lógica estaba subordinado a la voluntad divina, la pretensión de construir un sistema científico universal fundamentado en Dios fue tan atrevida que Descartes tuvo la osadía de criticar a Galileo porque
“sin haber considerado las primeras causas de la natu-raleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particulares y así ha construido sin fundamento” .
Mediante esta crítica el pensador francés puso de mani-fiesto que aquello que él ambicionaba alegremente, aquello de lo que se creía capaz y aquello de lo que en definitiva tuvo la osadía de presumir era de haber creado un sistema cientí-fico deductivo fundamentado en el propio Dios y en sus infinitas perfecciones, en el que todos los fenómenos habían sido explicados. Pretendía reconstruir la Filosofía, entendida como ciencia universal, y, por eso, criticó a Galileo por no haber “considerado las primeras causas de la naturaleza” y por haber “construido sin fundamento”, de manera que, desde su patológico orgullo, nunca llegó a pensar ni de lejos que los conocimientos científicos iban a incrementarse de modo extraordinario gracias al método de aquél a quien criticaba: No desde un fundamento metafísico relacionado con un su-puesto dios, a partir de cuyas cualidades pudieran deducirse las diversas leyes de la Física y las de las demás ciencias, sino a partir del estudio de los fenómenos más concretos hasta las teorías más complejas, sin necesidad alguna de comenzar desde el dios católico o de llegar hasta él para ir deduciendo a partir de sus cualidades el conjunto de las leyes de la Naturaleza, tal como pretendió Descartes, quien incluso llegó a la absurda osadía de afirmar haber culminado este conocimiento universal, cuando en los Principios de la Filo-sofía, llevado de su megalomanía y de su frivolidad, tuvo la increíble pretensión y el atrevimiento asombroso de escribir:
“no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya expli-cación haya sido omitida en este Tratado” .
5.3.2. Formación y “límites” del Universo. La teoría de los “torbellinos”
Por lo que se refiere a la formación y al movimiento del Universo, el filósofo francés consideró que Dios lo creó con una cantidad invariable de movimiento. Junto con esta doc-trina y, aunque en diversas cartas al padre Mersenne le había comunicado que opinaba de un modo similar al de Galileo respecto al movimiento de la Tie¬rra, después de renunciar a esta teoría por temor a una represalia similar por parte de la jerarquía católica, introdujo una atrevida y errónea tesis según la cual los cuerpos celestes se encontrarían flotando en medio de una “materia celeste”, una especie de fluido imper-ceptible a los sentidos que se movería en una serie de torbe-llinos principales y secundarios, similares a los remolinos que forma el agua en los ríos o en los alrededores de un desagüe. Estos torbellinos arrastrarían consigo los di¬versos planetas y estrellas fijas “en el gran torbellino de materia celeste cuyo centro es el Sol” . De acuerdo con esta teoría, la Tierra, en sentido propio, no se movería; lo que se movería sería el flui-do celeste que la rodeaba, del mismo modo que un barco en reposo en medio del mar es movido por la corriente del agua . El movimiento de la Luna alrededor de la Tierra estaría causado por un torbellino secundario de materia ce¬leste en cuyo centro se encontraría la Tierra, el cual además provo¬caría el movimiento de rotación de ésta , mientras que el movi¬miento de este torbellino estaría subordinado a su vez al movimiento del torbellino mayor en cuyo centro se encon-traría el Sol, en torno al cual giraría toda la materia celeste y, en consecuencia, todos los astros, incluidas las llamadas “estrellas fijas”, que muy poco tenían que ver con el sistema solar –y cuya velocidad de traslación alrededor del Sol, dando una vuelta completa cada día, sería asombrosamente vertiginosa-.
Por lo que se refiere a la explicación de los aparentes movimientos de la Tierra y del resto de los astros a partir de la teoría de los torbellinos celestes, Descartes hubiera podido presentarla como una simple hipótesis, que tendría, entre otras, la dificultad especial de explicar qué clase de materia era ésa de que hablaba en cuanto no era perceptible, pero en ningún caso podía ser aceptable que la presentase como una doctrina “evidente”, cuando además era falsa y cuando ade-más ya Copérnico, Kepler, Galileo y el mismo fraile M. Mer-senne, amigo de Descartes, habían defendido la explicación correcta, renunciando Descartes a ella por temor a la jerar-quía católica y para dar un hipócrita ejemplo de fidelidad a las doctrinas defendidas por dicha jerarquía.
Efectivamente, la condena de Galileo llevó al Descartes oportunista y calculador a alejarse de aquella doctrina “heré-tica” defendida por el gran científico pisano, confesando a su amigo Mersenne y también negando en el Discurso del mé-todo haber defendido tal doctrina, según se ha comprobado en la segunda parte de este trabajo. Pero su actitud, al intro-ducir esta doctrina ecléctica, sólo servía para demostrar una vez más la servil y esencial dependencia que el pensador francés tuvo respecto a la jerarquía católica, de la que siem-pre se declaró fiel devoto y obediente servidor, y con la que por todos los medios procuró evitar cualquier enfrentamiento.
Parece que con la introducción de esta teoría Descartes pretendió, por una parte, librarse de una condena similar a la de Galileo en cuanto, según comunicó a su amigo el padre Mersenne , en su Tratado del Mundo había defendido la teoría heliocéntrica, renunciando a ella para
“prestar obediencia a la a Iglesia, puesto que ha pros-crito la opinión de que la Tierra se mueve” ,
y porque, según le escribió dos meses después,
“aunque [la teoría de que la Tierra se mueve] pensaba que se basaba en pruebas seguras y evidentes, no desea-ría por nada del mundo mantenerla contra la autoridad de la Iglesia”.
Un motivo complementario de su renuncia a la teoría heliocéntrica fue el de satisfacer servilmente a las autoridades de la iglesia católica ofreciéndoles una explicación astronó-mica alternativa que pudiese combatir con éxito las heréticas ideas defendidas por Kepler y por Galileo, que podían hacer peligrar los “sacrosantos” dogmas respaldados por dicha igle-sia, pues, en efecto, la teoría heliocéntrica implicaba la acep-tación de que la Tierra –y el resto de cuerpos celestes- se movían, lo cual estaba en contradicción con diversos pasajes de la Biblia. Por ello, mediante su peculiar teoría de los “tor-bellinos”, Descartes podía intentar frenar la fuerza de las nue-vas ideas, que representaban un ultraje a la Biblia en cuanto olvidaban que en el Salmo 21 se decía “Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás” y en cuanto los defensores de la nueva teoría pasaban por alto igualmente que Josué, a fin de poder conquistar la ciudad de Jericó antes de que anocheciese, ordenó al Sol que se detuviese, lo cual era una demostración “evidente” de que era el Sol el que cada día daba una vuelta alrededor de la Tierra, mientras que la Tierra, como centro del Universo, permanecía inmóvil, como lógica consecuencia evidente de la propia inmutabilidad divina.
La honestidad intelectual del filósofo francés no se manifiesta especialmente diáfana en este asunto en cuanto no construyó esta teoría porque en verdad le convenciese sino por su interés en asegurar el apoyo de la jerarquía católica a su nueva filosofía, presentando una doctrina que sirviera para aceptar el cambio constante de posición de la Tierra sin necesidad de tener que asumir que ésta se moviera.
Lo que resulta también objetable, además de la aparente seguridad con que Descartes se atrevió a defender una teoría tan carente de fundamentos como ésa y a pesar de haber defendido anteriormente la doctrina correcta, es el hecho de que estableciera una distinción tan absurda entre un tipo de materia activa, la “materia celeste”, que se movía y movía el conjunto de los astros, y una materia pasiva, la de todos los astros, que no poseían movimiento propio sino que sólo eran arrastrados por el movimiento de la “materia celeste”. Este dualismo material era absurdo en cuanto, por una parte, acep-taba que un tipo de materia pudiera mover el otro, pero, por otra, negaba de modo implícito que pudiera haber trans-ferencia de movimiento entre la materia celeste y la materia de los astros, y de este modo conseguía que, aunque pareciera que la Tierra tenía al menos un movimiento de rotación, dicho movimiento quedase explicado sin necesidad de afir-mar que la Tierra se moviese sino sólo aceptando que era movida por esa materia celeste, que sólo arrastraba a los astros, pero no les imprimía movimiento alguno que les per-mitiera a continuación moverse por sí mismos como conse-cuencia de la fuerza inercial adquirida. El absurdo crecía descaradamente cuando Descartes, a pesar de haber clasifi-cado a la Tierra en el conjunto de los planetas , llega a decir más adelante que el resto de los planetas sí que se movía mientras que la Tierra permanecía inmóvil , aunque era arrastrada por los torbellinos de materia celeste al igual que los demás planetas. Lo más insólito de esta explicación es que Descartes no sólo había defendido la constancia de la cantidad de movimiento sino que también había intentado establecer ciertas leyes relacionadas con la transferencia de movimiento de unos cuerpos a otros –a pesar de los errores en que incurrió-, de manera que en este punto cayó en una nueva contradicción con respecto al principio de inercia y en un sofisma ridículo al considerar que la materia celeste se movía y movía los cuerpos celestes, mientras que éstos simplemente eran arrastrados de manera pasiva sin que recibieran un movimiento a partir del cual pudiera decirse que se movían por sí mismos en virtud del movimiento inercial generado, equivalente a la cantidad de movimiento recibido.
La creencia en la existencia de una materia celeste, pare-cida a la introducida en la absurda doctrina cartesiana, se encontraba ya en la Astronomía aristotélica, que consideró el éter como una materia incorruptible de la que se componía la realidad supralunar, tanto la de los astros como la de las bóvedas celestes, en las que aquellos estarían incrustados, tanto los planetas como las “estrellas fijas”, con la única excepción del “mundo sublunar”, en el que se encontraba la Tierra, situada en el centro del Cosmos.
Desde finales del siglo XIX la Astronomía ha desechado la doctrina del éter, aunque no por ello ha considerado que los espacios interplanetarios o intergalácticos estén vacíos, pues, de acuerdo con el punto de vista aristotélico y carte-siano, entiende que el vacío absoluto no existe, en cuanto su existencia sería equivalente a la existencia del no ser. En con-secuencia, el vacío ni siquiera podría contener algo así como “espacio”, en cuanto tal hipótesis su¬pondría considerar al propio espacio como una realidad en sí misma en lugar de entenderlo como la cualidad esencial e inseparable de la “res extensa”, a la cual estaría necesariamente unido, del mismo modo que el movimiento no es una realidad independiente sino ligada necesariamente a la res extensa como una de sus cualidades.
Además, es evidente que los espacios intergalácticos no están vacíos, en cuanto, si esto fuera así, ninguna estrella y ni siquiera la Luna serían visibles. Pero, en cuanto lo son, eso demuestra la existencia de fotones –entre muchas otras partí-culas o formas de energía- en esos espacios aparentemente vacíos, que permiten su visibilidad.
5.3.3. El Universo como realidad “indefinida”
Descartes considera que la extensión del Universo es “indefinida” y no se atreve a considerarlo infinito porque reserva exclusi¬vamente ese adjetivo para Dios, único ser infinito en todos los senti¬dos, y no a lo que sólo sea infinito en determinado aspecto. Segura¬mente además evitó dar ese calificativo de infinito al Universo por¬que calculó acertada-mente que la jerarquía católica podría encoleri¬zarse con él por el uso de un calificativo tan especial como ése para aplicarlo a una realidad ajena a la divina. Conviene recordar además –y Descartes segu¬ramente lo recordó- que la Inquisi-ción católica había quemado a Giordano Bruno entre otros motivos por haber afirmado el carácter infinito del Universo, por haber defendido la existencia de una plu¬ralidad de mun-dos en él y por haber apoyado la doctrina de un pan-teísmo basado precisamente en que la misma idea de “infinitud” era incompatible con la existencia de realidades ajenas a ella, en cuanto habrían constituido límites contradictorios con tal infi-nitud. Posteriormente Spinoza empleó este mismo argumento para defender su propio panteísmo, haciendo de Dios o la Naturaleza, “Deus sive Natura”, una misma realidad infinita y unitaria, ya que la suposición de la existencia de otros seres ajenos a su propio ser implicaría la negación de su supuesta infinitud por parte de aquellos seres en cuanto, al no identifi-carse con él, representarían un límite a tal supuesta infinitud.
Pero, volviendo a la cuestión anterior, es muy posible que la condena de Giordano Bruno influyese de manera im-portante en que Descartes decidiera introducir su distinción entre los conceptos de “infinito” e “indefinido”, reservando para Dios el primero y dejando el segundo para el mundo:
“Sólo llamo infinito, hablando con propiedad, a aquello en que en modo alguno encuentro límites, y, en este sentido, sólo Dios es infinito. Pero a aquellas cosas en las que sólo bajo cierto respecto no veo límite –como la extensión de los espacios imaginarios, la multitud de los números, la divisibilidad de las partes de la cantidad, y cosas por el estilo- las llamo in¬definidas, y no infinitas, pues no en cualquier sentido carecen de límite” .
Sin embargo, aunque el pensador francés consideró que el Universo era infinito en extensión, en cuanto racional-mente no encontró argumentos para señalarle límites, cayó en una trampa derivada de su racionalismo y en una incohe-rencia con sus propias teorías, al mezclar el espacio geomé-trico –o de la imaginación- con el espacio físico de la “res extensa”, ya que, mientras el primero podía pensarse como indefinido o infinito sin pro¬blema alguno, el segundo, al no poseer una existencia sustantiva sino sólo adjetiva, es decir, como cualidad de la res extensa, sólo podía tener la misma amplitud que tuviera la res extensa, cuestión que, en el mejor de los casos, sólo la experiencia hubiera podido resolver.
Un texto especialmente importante relacionado con esta cuestión, donde puede comprobarse el error cartesiano, es el que aparece en una carta al embajador Chanut en el que escribe:
“para decir que [el Universo] es indefinido, basta con no ver razón alguna que pueda probarnos que tiene límites. Y, así, me parece que no puede probarse, ni aun siquiera concebirse, que tenga límites la materia de que se com-pone el mundo. Pues, al examinar la naturaleza de esta materia, veo que no consiste sino en que es algo que se extiende a lo largo, a lo ancho y en profundidad, de for-ma tal que todo cuanto posee esas tres dimensiones es parte de esa materia; y no puede existir ningún espacio completamente vacío, es decir, que no contenga materia alguna, porque no podemos concebir ese es¬pacio sin concebirlo con esas tres dimensiones, y, por consiguien-te, con materia. Ahora bien, si suponemos el mundo fi¬nito, imaginamos, más allá de sus límites, algunos espa-cios con sus tres dimensiones, que no son, por lo tanto, puramente imaginarios […] sino que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos muestra que el mundo se extiende más allá de los límites que habí-amos querido ponerle. No pudiendo, pues, probar que el mundo tenga límites, y no pu¬diendo ni tan siquiera concebirlo, lo llamo indefinido. Mas no me permite eso negar que no tenga algunos, que conocerá Dios aunque me resulten incomprensibles; y por eso no digo de forma absoluta que es infinito” .
El problema fundamental de este texto aparece cuando Descartes introduce la imaginación para hablar del Universo, manifestán¬dose en un sentido idéntico al de Arquitas de Tarento cuando argu¬mentaba que el Universo era infinito porque siempre podía imagi¬narse a alguien que, llegando a sus supuestos límites, pudiera extender la mano o el báculo más allá del supuesto límite del Universo, lugar al que se podría llegar para extender de nuevo el báculo más allá de tales límites, y así de manera indefinida, lo cual demostraría su infinitud. Descartes habla de un Uni¬verso que en principio podría imaginarse limitado, pero añade a con-tinuación, al igual que Arquitas, que “imaginamos más allá de sus límites algunos espacios con sus tres dimensiones”. Sin embargo, introduce después la contradicción según la cual tales espa-cios “no son […] puramente imaginarios […] sino que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos muestra que el mundo se extiende más allá de los límites que habíamos querido ponerle”. La contradicción se basa en que al principio el propio Descartes parte del supuesto de que “imaginamos […] algunos espacios con sus tres dimen-siones”, lo cual es correcto en cuanto no existe dificultad al¬guna en imaginar ese concepto de espacio, perteneciente a la Geo¬metría pura; sin embargo cuando a continuación dice que tales espa¬cios “no son […] puramente imaginarios […] sino que contienen materia” se produce una contradicción porque Descartes ha dejado de hablar de ese espacio geométrico, para hablar de un espacio físico, unido a la materia como una cualidad suya. Y, mientras el primero puede imaginarse sin problema alguno como infinito, del segundo en ningún caso podría demostrarse su carácter ilimitado sino, si acaso, lo contrario, como sucede desde el punto de vista de la teoría de Einstein. En su ejemplo, Descartes, con su frivolidad habi¬tual, mezcla ambos conceptos: Utiliza el primero para plan-tear la idea de que podría imaginar, más allá de los teóricos límites del Uni¬verso, un espacio que se extendiese ilimita-damente en sus tres dimensiones; pero dice a continuación que, como el espacio es una cualidad de la materia, entonces aquel espacio imaginado no sería meramente imaginado sino que sería real y, en consecuencia, el Uni¬verso sería infinito. Pero del mismo modo que el color de un objeto no se extien-de más allá de los límites de dicho objeto, aunque me¬diante la fantasía se pueda imaginar una extensión coloreada infinita, igualmente la espacialidad real de un objeto o la del propio Universo coincide con los propios límites del Universo, sin que tenga sentido hablar de una extensión de la espacialidad del Universo más allá del propio Universo, pues, como el espacio no tiene una existencia independiente del mundo material, quedaría demostrada así que su dimensión coinci-diría con la de tales límites. Descartes, que identificaba ade-cuadamente el espacio como una cualidad de la materia y no como una realidad con existencia en sí misma, tuvo el error de recaer en esa trampa por la que mezclaba el espacio geométrico con el espacio físico.
Otro aspecto criticable de este texto es el que hacia el final del mismo viene a concluir frívolamente que “no pu-diendo, pues, probar que el mundo tenga límites, y no pu¬diendo ni tan siquiera concebirlo, lo llamo indefinido”, lo cual representa un salto ilegítimo desde un punto de vista lógico, pues el no poder demostrar algo no representa una demostración de lo contrario. Estas consideraciones muestran una vez más la osadía absurda del orgullo racionalista del pensador francés. Por otra parte y de manera contradictoria con lo anterior, hacia el final de la carta a Chanut acepta que el mundo –y con él es espacio-, aunque sea indefinido, puede tener límites “que conocerá Dios, aunque me resulten incom-prensibles”. Quizá nuevamente aquí el temor a la jerarquía católica inquisitorial le llevó a ser cauto dejando las puertas abiertas para aceptar lo que la jerarquía católica dijera en cuanto comprendió que la consideración del Universo como “indefinido” –infinito en determinado aspecto- podía ser peli-groso en cuanto el atributo de la infinitud era propio del dios católico, y aplicarlo a cualquiera de las realidades creadas podía implicar colocarla a un nivel similar al de la propia divinidad.
En consecuencia, la afirmación de que el espacio sea infinito o indefinido, además de ser falsa, es un ejemplo más de los errores que el pensador francés cometió por realizar especulaciones gratuitas sin base ni confirmación en la expe-riencia, defecto propio del racionalismo en general y del suyo en particular.
5.3.4. Las leyes del Universo
Al relacionar las cualidades divinas de la inmutabilidad y de la omnipotencia para interpretar la realidad del Uni-verso, Descartes incurrió en diversas contradicciones de las que, al parecer, ni siquiera llegó a ser consciente en cuanto algunos rasgos de su personalidad, como especialmente su megalomanía y su frivolidad, así como su medio político, social y religioso se lo dificultaron muy seriamente. En este sentido y desde el enfoque cartesiano, como ya se ha dicho antes, en cuanto Dios era omnipotente, ni siquiera el principio de contradicción representaba un límite para su poder; pero, en cuanto era inmutable, obraría siem¬pre de acuerdo con esa inmutabilidad, y esta circunstancia represen¬taría de hecho una limitación contradictoria de su supuesta omnipo¬tencia. Este mismo punto de vista es defendido en otras obras al considerar que las leyes de la naturaleza pueden demostrarse a partir de la inmutabilidad divina:
“A partir del hecho de que Dios no está en modo alguno sometido a cambio y actúa siempre de la misma manera, podemos llegar al conocimiento de ciertas reglas a las que llamo leyes de la naturaleza” ,
aunque estas “deducciones” deban ser confirmadas por la experiencia.
Consecuente con este punto de vista, Descartes enumeró algunas leyes particulares pretendiendo de modo absurdo haberlas deducido de la perfección divina de la inmutabi-lidad. Y así, con un engreimiento insuperable, aunque a la misma altura que su frivolidad, se atrevió a escribir:
“Después de esto mostré cómo la mayor parte de la ma-teria de ese caos debía [...] disponerse y ordenarse de cierta manera que la hacía semejante a nuestros cielos; cómo, mientras tanto, algunas de sus partes debían com-poner una tierra, y algunas otras, planetas y cometas y, algunas otras, un sol y estrellas fijas. Y [...] sobre el tema de la luz, expliqué muy por lo largo cuál era la que se debía encontrar en el sol y las estrellas y cómo desde allí atravesaba en un instante los inmensos espacios de los cielos” .
Como comentario a estas afirmaciones, tan arrogantes y osadas como falsas, hay que decir que indudablemente habría sido un signo evidente de asombrosa sabiduría que Descartes hubiera podido deducir la evolución que iba a seguir el Universo a partir de su no menos asombroso conocimiento de la naturaleza divina. Pero en realidad sus deducciones no parecen otra cosa que la muestra de una jactancia insensata y de una mendacidad patológica, lo cual resulta todavía más claro si tenemos en cuenta que gran parte de sus afirmaciones tan “evidentes” eran evidentemente falsas y sólo represen-taban la aceptación acrítica y por simple inercia y frivolidad de antiguas teorías ya superadas.
En efecto, como ya se ha dicho antes, resulta especial-mente osado afirmar que
“aunque Dios hubiera creado muchos otros mundos no podría haber ninguno en que [estas leyes] dejaran de ser observadas” ,
pues, al realizar esta afirmación Descartes incurre en la contradic¬ción de no haber tenido en cuenta que una conse-cuencia de la omnipotencia divina, cualidad especialmente valorada por él cuando le interesaba, es que, si su dios omni-potente lo hubiera querido, el mundo podría haber sido crea-do de infinitos modos y de acuerdo con leyes enteramente distintas a las que rigen en éste.
Habría resultado igualmente asombroso que, tal como afirma con su jactancia habitual, hubiera podido deducir, a partir de su conocimiento de las cualidades divinas, que iban a existir la tierra, los planetas, los cometas, el sol y “las estrellas fijas”. Pero esta deducción, al margen de tener el inconveniente de no tener en cuenta que la omnipotencia divina habría podido crear el Universo de infinitos modos totalmente distintos, tiene también el de que llega a la conclusión -¡tan evidente!- de la existencia de algo que no existe, como sucede con las llamadas “estrellas fijas”, que no eran más que una creencia ya refutada de la Astronomía anti-gua y que represen¬taba uno más de esos engaños de los sen-tidos a los que Descartes se había referido en la primera parte del Discurso del Método.
Por otra parte además –y como era lógico-, en aquellos casos en los que Descartes hace referencia a algún fenómeno real sólo afirma su deducción a partir de la inmutabilidad divina, pero en ningún momento presenta nada que se parez-ca ni de lejos a un pro¬ceso deductivo en el que, a partir de aquella supuesta cualidad divina, llegase a demostrar la realidad presuntamente deducida.
Entre las leyes que Descartes dijo haber deducido puede hacerse referencia, entre otras, a las que se relacionan con diversas cuestiones, cuya interpretación no pudo haber sido deducida de la supuesta inmutabilidad divina porque, entre otros motivos, era errónea:
a) La velocidad de la luz: Respecto a esta cuestión, afirmó lo que casi todos creían entonces, y cayó, por ello, en el error de “deducir” que la luz se trasladaba instantánea-mente. Pero su frívola deduc¬ción era más grave porque quie-nes defendieron anteriormente esa te¬oría al menos se basaban en las apariencias, mientras que él pre¬tendía saber que eso era así ¡por la evidencia derivada de una deducción racional! que tomaba como punto de partida la naturaleza di¬vina, de forma que ¡la realidad no podía ser de otra manera! El único valor importante de esta “evidencia” era el de contribuir, junto con otras del mismo calibre, a confirmar que un método que daba lugar a tales “evidencias” no podía conducir a ningún sistema seguro de conocimientos.
En relación con esta última “evidencia”, ya en la antigüedad griega Empédocles había defendido la tesis con-traria, al igual que posteriormente la defendieron los filósofos árabes Avicena y Al-hazen, al igual que en el siglo XIV la defendió Nicolas d’Autrecourt y, a comienzos del siglo XVII, J. Kepler. En ese mismo siglo de Descartes, el XVII, se investigaba esta cuestión e incluso se llegaron a realizar experimentos para calcular la velocidad de la luz, consi-derando, en consecuencia, que la luz no se trasladaba instan-táneamente. En la actualidad y desde hace ya más de un siglo se sabe que la luz se traslada a gran velocidad, pero limitada y muy próxima a los 300.000 kilómetros por segundo. Es, comprensible, sin duda, que Descartes ignorase a qué veloci-dad se trasladaba la luz, pero lo que no le honra como filó-sofo ni como científico es que se atreviese a afirmar de mane-ra dogmática y en contra de la verdad, haber deducido que la luz se trasladaba instantáneamente, es decir, a una velocidad infinita
b) La doctrina de los elementos de Empédocles: De acuerdo con una fantástica aunque sospechosa capacidad deductiva, Descar¬tes pretendió igualmente haber deducido, como se ha dicho antes,
“los principios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha creado […] Después de esto examiné cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que se podían deducir de esas causas: y me parece que por ahí encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y algunas otras cosas” .
Este texto resulta especialmente significativo como muestra evidente de la megalomanía y la mendacidad del francés, que le lleva a afirmar haber deducido el modo de ser de la realidad a partir de “su dios”, como si, además de haber demostrado la existencia de tal supuesta realidad, hubiese alcanzado un conocimiento tan exhaustivo de ella que le hubiese permitido deducir cómo iba a actuar a la hora de crear el mundo y a la hora de configurarlo de acuerdo con determinadas leyes, perfectamente accesibles para su porten-tosa inteligencia. Pero, por otra parte y a pesar de tal asom-brosa “genialidad”, resulta ciertamente sospechosa la casuali-dad de que descubriera precisamente aquellos principios últimos (arkhai) de que habían hablado los primeros filósofos griegos desde Tales de Mileto y, en especial, desde Empédo-cles, que fue el primero que habló de los cuatro famosos ele-mentos, aunque Descartes añadió “otros minerales y algunas otras cosas”. Así que lo que sí parece evidente es que las pre-tendidas deducciones cartesianas de los “elementos” no eran otra cosa que una muestra de su orgullosa frivolidad al haber aceptado de manera acrítica aquellas antiguas doctrinas ya superadas, que en consecuencia sólo podían gozar de una evi-dencia subje¬tiva y que en nada se correspondían con una verdad objetiva. Por cierto, al estudio y descripción de esos cuatro elementos de Empédo¬cles dedicó de forma especial la cuarta parte de sus Principios de la Filosofía, algo así como 200 epígrafes explicados con cierto detalle que en general supondría una pérdida de tiempo exponer por lo inútil de una tarea semejante.
c) Las Manchas solares: Descartes consideró que las manchas solares descubiertas por Galileo no constituían pro-piamente una parte del Sol, sino que eran “cuerpos opacos” que se movían por en¬cima de su superficie, proclamando en este sentido:
“Ha de considerarse también que los cuerpos opacos que con el auxilio de anteojos de larga vista se descubren sobre el Sol y que son llamados sus manchas se mueven sobre su superficie y emplean veintiséis días en rode-arlo” .
Aquí, al margen de la dificultad para conocer en aquel tiempo qué eran en realidad aquellas manchas solares y al margen de que lo afirmado por Descartes fuera erróneo, lo más anticientífico de la actitud cartesiana fue su forma dog-mática de expresarse cuando escribe “ha de considerarse”, que refleja nuevamente el mismo dogmatismo que preside muchas de sus investigaciones pretendidamente científi¬cas
En relación con estas manchas Descartes vio lo que quiso ver: Desde los tiempos de la Astronomía griega el mundo supralunar era considerado como el mundo de la perfección, y tal perfección era incompatible con la idea de que el Sol no fuese un reflejo de lo divino y tuviese imper-fecciones como esas “manchas” descubiertas por Galileo. En aquellos tiempos, en los que el telescopio comenzaba a utili-zarse como instrumento de observación científica, podía ser acepta¬ble que unas mismas imágenes se interpretasen de un modo o de otro, pero así como Galileo tuvo sus dudas acerca de cómo interpre¬tar los anillos de Saturno, demostrando así su ausencia de prejuicios y su extraordinaria integridad cien-tífica, Descartes prejuzgó que tales manchas solares en realidad no pertenecían al propio Sol, porque partía ya del prejuicio de que el Sol no podía tener “impureza” al¬guna. En este planteamiento el punto de vista de Galileo fue más co¬rrecto desde el punto de vista científico y rompió con la doctrina tra¬dicional acerca de la “perfección” del Sol, por efecto de la cual en teoría éste no podía contener “impu-rezas”, y dijo que no podía preci¬sar si las “manchas” se encontraban en el propio Sol o a cierta dis¬tancia de él, pero afirmó que en cualquier caso su traslación se debía a la propia traslación del Sol, de manera que su movimiento no era independiente de él.
Por lo que se refiere al planteamiento de Descartes, hay que decir que, si al menos hubiera utilizado con acierto los datos relativos al tiempo de rotación de aquellos supuestos “cuerpos opacos”, habría podido descubrir que el Sol tenía un movimiento de rotación sobre sí mismo y que ese tiempo era aproximadamente el de esos 26 días que él calculó para esos “cuerpos opacos” y que, si no hubiera estado condicionado por la tradición aristotélica, habría podido abrirse a una descripción más fiel y a una interpretación más abierta del sentido de aquellas manchas solares.
d) La circulación de la sangre: Una nueva y deplorable deducción cartesiana es aquella por la que explicó la circu-lación de la san¬gre desde un planteamiento erróneo según el cual el corazón sería como una especie de pequeña máquina de vapor en la que la sangre venosa determinaría el aumento de la temperatura de este órgano y el calentamiento de la sangre entrante hasta el punto de ebullición, o algo parecido, de forma que, como consecuencia de la alta temperatura alcanzada, se produciría una presión tal que empujaría a la sangre a salir por las válvulas arteriales para pasar a circular por las arterias y las venas, según lo indica el pensador francés cuando escribe:
- “mientras vivimos hay un calor continuo en nuestro co-razón, una especie de fuego mantenido en él por la san-gre de las venas, y […] este fuego es el principio corpo-ral de todos los movimientos de nuestros miembros” .
- “este calor es capaz de hacer que si entra alguna gota de sangre en [las] concavidades [del corazón] ésta se infle en seguida y se dilate, como hacen generalmente todos los líquidos cuando se los deja caer gota a gota en algún vaso que está muy caliente” .
La fantástica explicación cartesiana, además de ser falsa, in-cluía otros inconvenientes como el de tener que explicar cómo hubiera podido soportar el corazón y el organismo humano en gene¬ral una temperatura tan alta como la que debería tener para conseguir no sólo que la sangre se eva-porase al entrar en él sino que tanto el corazón como los órganos contiguos no quedasen fritos en pocos mi¬nutos.
Por cierto y aunque sólo sea un paréntesis anecdótico, tiene interés hacer una pequeña alusión al punto de vista de Rodis-Lewis, “importante biógrafa” de Descartes, quien en relación con esta cuestión, menciona como un mérito especial del pensador francés su co¬municación al público en general del hecho de la circulación de la sangre , pero sin mencio-nar el error de su explicación y la crítica desacertada que hizo a Harvey, quien había dado la explicación correcta de este fenómeno, haciendo referencia a las contracciones y dilata-ciones del corazón. Pero, de nuevo, lo más asombroso de la explicación cartesiana no fue la explicación en sí misma sino el hecho de que tuviera la osadía de presentarla ¡como una verdad necesaria!, apoyada tanto en consideraciones racio-nales como incluso en la misma experiencia:
“este movimiento que acabo de explicar se sigue tan necesariamente de la sola disposición de los órganos que están a la vista […] que se puede conocer por expe-riencia, como el mo¬vimiento del reloj se sigue de la fuerza” .
Probablemente lo peor de estas interpretaciones no haya sido su contenido en sí mismo, sino el dogmatismo con que Descartes las defendió, pues hubiera podido plantearlas como simples hipótesis, es decir, asumiendo que pudiera estar equi-vocado, pero de nuevo su orgullo, su frivolidad y su menda-cidad le llevaron a afirmar como verdad indudable lo que era indudablemente falso y que ya entonces había siso explicado correctamente por Harvey. Por ello mismo, resulta lamen-table que una de las pocas ocasiones en que Descartes quiso hacer uso de la experiencia sólo le sirviera para ver como necesario y, por lo tanto como evidente, lo que era simple-mente falso y absurdo. Pero, en cualquier caso hay que agra-decerle que, a pesar de haber consagrado cierto tiempo de sus investigaciones a la me¬dicina, no se dedicase a ella más que para hacer, con teatralidad y trazas de doctor entendido en la materia, algunas recomendaciones a la princesa Elisabeth cuando ésta le consultó acerca de una dolencia personal.
5.3.5. El mecanicismo
Descartes introdujo una interpretación mecanicista de la naturaleza que consistía en considerar el Universo como un inmenso mecanismo en el que todas sus piezas estaban en-sambladas y funcionando de acuerdo con el principio deter-minista de causalidad. Este mecanicismo se aplicaba no sólo al mundo inorgánico sino también a las plantas, a los ani-males y el mismo cuerpo humano, puesto que, siendo modos de la sustancia material (res extensa), tenían que ser expli-cados por las mismas leyes que regían en ella, de manera que para explicar la vida de los cuerpos orgánicos no era necesa-rio admi¬tir un alma, vegetativa o sensitiva, sino sólo las mis-mas fuerzas mecánicas que actuaban en el resto del Universo. Según él, la inves¬tigación ponía de manifiesto que el com-portamiento animal podía ser perfectamente explicado sin necesidad de suponer la existencia de ningún “principio vital” ajeno al propio cuerpo, y, en consecuencia, consideró el cuerpo humano y el de los animales
“como una máquina que, habiendo sido hecha por la mano de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y tiene en sí movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres” .
El mecanicismo cartesiano tuvo una trascendencia cien-tífica especialmente importante en cuanto proporcionaba una nueva visión del conjunto de la realidad material, com-prendida como un inmenso mecanismo en el que todas sus piezas interactuaban de acuerdo con leyes deterministas. Sin embargo tuvo el inconveniente de forzar demasiado la situa-ción hasta llegar al extremo de negar la existencia de autén-ticos procesos psíquicos en los animales, considerando que las apariencias de que así fuera no se correspondían con la realidad, pues sólo el ser humano estaba formado por un alma (res cogitans), en la que se darían tales procesos psíquicos, unida a un cuerpo (res extensa), que se comportaría de acuerdo con las leyes mecánicas de la Naturaleza, aunque dirigido por el alma en diversos aspectos de su compor-tamiento, de manera que, por ello, sólo el ser humano era capaz de realizar auténticas acciones libres que escaparían al determinismo de la rea¬lidad física. El mismo descubrimiento cartesiano del reflejo condicionado no le sirvió para plan-tearse la posibilidad de que en los animales hubiera autén-ticos procesos psíquicos sino que interpretó tal fenómeno como una nueva confirmación de la actuación meramente mecánica de los seres vivos, como si fueran artilugios muy complejos, pero nada más.
El error de Descartes no consistió en su afirmación de que los seres vivos fueran máquinas sino en haber rechazado que esas máquinas, tan enormemente complejas, fueran capa-ces de sentir, de percibir, de gozar, de sufrir, de conocer o de recordar, siendo ésas sus mayores diferencias con respecto a las máquinas construidas por el ser humano, en cuanto éstas son incomparablemente más simples que las producidas por la propia Naturaleza. El pensador francés, para mantenerse fiel a las doctrinas católicas, no podía aceptar que los ani-males tuviesen un alma similar a la del ser humano, y por ello consideró que el comportamiento animal podía ser explicado de modo exhaustivo sin necesidad de suponer en él la exis-tencia de vida auténtica. Sin embargo, si sus prejuicios reli-giosos y sus condicionamientos políticos, religiosos y socia-les no le hubieran presionado tanto, cerrándole la posibilidad de ampliar su hipótesis mecanicista extendiéndola hasta el propio ser humano, hubiera podido vislumbrar que la estruc-tura y el funcionamiento de éste era similar al del resto de los seres vivos, con una diferencia meramente cuantitativa, pero no cualitativa y radical respecto a sus diferentes capacidades y actividades.
Otro error del pensador francés fue el de no haberse percatado de que la exclusión del hombre de ese mecanicis-mo casi universal resultaba contradictoria con la propia doc-trina cartesiana del principio de conservación de la cantidad de movimiento, ya que el hecho de que la “res cogitans” pudiese actuar con independencia de la situación energética externa implicaba un aumento o una disminución de dicha cantidad de movimiento, en cuanto dicha situación fuera insuficiente o sobrante para que los actos humanos se produ-jesen o no, en un sentido o en otro.
Frente a esta interpretación, ni la Ciencia ni el sentido común han aceptado una comprensión tan inerte del meca-nicismo hasta el punto de negar la existencia de auténticos procesos psíquicos en los seres vivos no humanos; además, los progresos de la Biología han demostrado la existencia de una base genética común entre todos los seres vivos y la existencia de toda una serie de facultades psíquicas animales similares a las humanas.
Por otra parte y por lo que se refiere a esta doctrina, aunque casi todos los manuales consideran a Descartes como el fundador del mecanicismo, conviene tener en cuenta que en el siglo anterior el español A. Gómez Pereira ya defendió esta misma teoría aplicada a los animales y que además, según P. D. Huet y otros filósofos, Descartes conocía la obra de Gómez Pereira. En una carta al padre Mersenne, Descartes negó conocer la obra Antoniana Margarita en la que apare-cían estas ideas, pero parece que, de un modo directo o indi-recto, la obra de Gómez Pereira influyó en Descartes. Con-viene recordar, en relación con esta influencia bastante pro-bable, que no parece que la influencia de Gómez Pereira sobre Descartes se hubiese limitado a esta cuestión sino que igualmente pudo haber influido, con su argumentación “nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est; ergo ego sum” , en el cogito cartesiano. Pero como Descartes en ningún caso mencionó las fuentes en que había podido encon-trar sugerencias para su propio pensamiento, por mucho que se tenga una fuerte convicción de que hubo una influencia de Gómez Pereira en Descartes, no puede afirmarse –al menos por el momento- de forma categórica.
5.3.6. El movimiento y sus leyes
Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemáticas y en el de la Física fueron muy relevantes en algunos casos, como el de la enunciación precisa del princi-pio de inercia, pero otros vinieron acompañados de bastantes errores como consecuencia de su irracionalismo teológico, que partía de un fundamento místico y despreciaba casi siem-pre la experiencia, y como consecuencia igualmente de una aplicación incorrecta de su inteligencia para deducir determi-nadas leyes físicas, incorrecciones que hubiera podido subsa-nar con la ayuda de la experiencia si la hubiese valorado ade-cuadamente en lu¬gar de dejarse cegar por su frívola autosu-ficiencia orgullosa a la hora de realizar sus deducciones.
Era evidente, sin embargo, que la actitud del “teólogo” francés, que decía partir de Dios para deducir el conjunto de las leyes de la realidad física, era absurda, pues lo que en realidad hizo fue partir de un análisis de dicha realidad y tratar de enlazarla de manera mágica con la supuesta realidad divina, como si a partir de ella hubiese deducido de un modo puramente racional el mundo sensible y sus cualidades, pero haciéndolo de manera que, si no encontraba el modo de “de-ducir” [?] determinado aspecto del Universo a partir de la inmutabilidad de Dios, siempre tenía el recurso de suponer que lo que sucedía era que dicho aspecto era una consecuen-cia de su omnipotencia. Y así, jugando con estas dos supues-tas cualidades de la supuesta divinidad, todo encajaba per-fectamente: Lo que podía relacionar con la inmutabilidad divina lo consideraba racionalmente deducible de ella, mien-tras que consideraba que lo demás era una consecuencia de la omni¬potencia, ya que en tales casos las diversas realidades
“han podido ser ordenadas por Dios de innumerables formas, y solamente la expe¬riencia puede enseñarnos cuál de ellas haya elegido” .
Como ya se ha dicho, Descartes no llegó a tomar con-ciencia de que la afirmación de que el Universo tuviera su explicación en la existencia de aquellas dos cualidades del supuesto dios católico resultaba contradictoria en cuanto, al menos desde el punto de vista de la acción, la inmutabilidad divina habría significado una negación de la omnipotencia, mientras que la afirmación de la omnipotencia habría signifi-cado una negación de la inmutabilidad. Su orgullo y su vanidad le impidieron llegar a considerar una tercera posibi-lidad: La de que, suponiendo que el dios católico existiera, el hecho de que no encontrase relaciones deductivas entre los fenómenos naturales y la divinidad podía deberse o bien a la complejidad intrínseca de los fenómenos estudiados, o bien a la limitación de su propia capacidad como científico. Y había además una cuarta posibilidad: La de que no pu¬diese descu-brir tal relación deductiva en cuanto el dios católico fuera una simple quimera. Pero esa cuarta posibilidad era impensable para una persona que desde muy pronto vivió muy de cerca el enorme peligro que representaba en su tiempo y en su medio social, dominado por la jerarquía católica, el atreverse a pensar y a expresar libremente el propio pensamiento, y que, por ello, decidió enfocar su vida a partir de una calculada y plena sumisión a las doctrinas de la organización católica e incluso a partir de una colaboración muy activa con ella.
A partir de la afirmación de la inmutabilidad divina, Descartes consideró que se deducía el principio de la conser-vación de la cantidad de movimiento:
“En cuanto a la primera [causa del movimiento] me parece evidente que no puede haber otra que Dios mismo, que ha creado en el principio la materia con el movimiento y el reposo, y que conserva ahora en el Universo, por solo su concurso ordinario, tanto movi-miento y reposo como puso en él al crearlo” ,
Este enunciado fue un anticipo importante de lo que hoy constituye el primer principio de la termodinámica: “La ener-gía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”, que fue explicado en términos más exactos por Lavoisier en el siglo XVIII y por otros científicos como Carnot y Clausius en el siglo XIX. Descartes lo enunció de forma mística e impre-cisa, en cuanto consideró a su dios como el creador de aque-lla determinada cantidad de movimiento y en cuanto introdu-jo innecesariamente el concepto de reposo, para dejar tran-quila y feliz a la jerarquía católica y a su doctrina acerca de la inmovilidad de la Tierra, aceptando además, como en la Astronomía antigua, que el reposo fuera algo más que una simple abstracción mental, es decir, un concepto que no pro-cedía sino de impresiones subjetivas, en cuanto a través de ellas sólo podía hablarse de un reposo relativo y no absoluto, ya que, como comprendió Heráclito, la realidad se encuentra en constante cambio.
A partir de la inmutabilidad divina y estimulado por los traba¬jos de Galileo y por los de su amigo Beeckman, Descar-tes formuló adecuadamente el principio de inercia y otras leyes de la naturaleza, como las que constituyen las leyes fundamentales de su física:
1) El principio de inercia, primera ley de la Física cartesiana, quedó formulado del siguiente modo:
“cada cosa, en tanto que simple e indivisa, se mantiene en su mismo estado, sin cambiar jamás, como no sea por causas externas” .
Como ya se ha dicho, este principio había sido vislum-brado pocos años antes por Galileo, que no llegó a formularlo con precisión, a pesar de haberse servido de él en la práctica. Hubo también otros pensadores anteriores que se habían aproximado al descubrimiento de este principio, como espe-cialmente el propio Aristóteles, Ockam y Beeckman.
1.1) Por lo que se refiere a Aristóteles no se le suele mencionar como predecesor en la línea de pensadores que de algún modo intuyeron este principio, pues es mucho más conocida su explicación del movimiento a partir de sus con-ceptos metafísicos de potencia (dýnamis y acto (enérgeia, considerando el movimiento como “el acto de la potencia en cuanto tal”, entendiendo el movimiento local como el resul-tado de la tendencia de cada sustancia a ocupar su “lugar natural” de acuerdo con su propia naturaleza (phýsis y entendiendo igualmente el movimiento violento a partir de aquella aplica¬ción de las categorías de potencia y acto refe-ridas a las sucesivas partículas de aire que servirían de sopor-te al móvil para que siguiera una trayectoria distinta a la que por naturaleza le correspondía. Sin embargo, en su Física y desde una perspectiva racionalista como la cartesiana, Aristó-teles se aproximó a la intuición del principio de inercia, cuan-do escribió: “...no es posible dar una razón de por qué un cuerpo movido se parará en alguna parte. ¿Por qué, en efecto, se parará aquí más bien que allí? Luego será llevado necesa-riamente hacia el infinito de no haber nada más fuerte que él que lo pare” . La expli¬cación aristotélica se aproximaba plenamente a la idea de la inercia, pero le faltó precisión y además no encajaba con su teoría más general acerca del movimiento, por lo que no trató de profundizar en ella y esto pudo determinar que sus seguidores ni siquiera llegasen a reparar en este texto tan interesante.
1b) Posteriormente, en el siglo XIV Guillermo de Ock-ham, aunque no dio una definición precisa del principio de inercia, consideró con acierto y desde un planteamiento tan racionalista como el del propio Descartes que un cuerpo en movimiento se movía por el simple hecho de que estaba en movimiento, de manera que no era necesario suponer la existencia de ningún motor para explicar la continuidad de tal movimiento.
1c) Por su parte, Galileo algunos años antes intuyó el principio de inercia en sus reflexiones e investigaciones sobre el movimiento hipotético de una bola lanzada sobre un plano horizontal y sin rozamiento alguno. Escribe Galileo que, en estas condiciones teóricas, “su movimiento ha de ser uni-forme y perpetuo sobre el mismo plano, si el plano se extien-de infinitamente” . Sin embargo, Galileo, tal vez llevado del prejuicio de la Astronomía antigua o tal vez por no haber hecho abstracción de la fuerza gravitacional de la Tierra –o de cualquier otro cuerpo del Universo-, consideró que el plano aparen¬temente rectilíneo, en realidad sería curvo, y este prejuicio representó un error en el que inicialmente también incurrieron Beeckman y Descartes, aunque posteriormente el pensador francés corrigió esta interpretación y adoptó la correcta, relacionada con un movimiento uniforme y recti-líneo en cuanto se hiciera abstracción de la fuerza gravita-cional o de cualquier otra.
Galileo había defendido el principio de inercia en el año 1613 en su Carta acerca de las manchas solares, mientras que Descartes lo hizo cuando escribió su obra El Mundo, hacia el año 1633, por lo que es bastante probable que hubie-ra una influencia del científico pisano sobre el francés. En este punto además hay que tener en cuenta el estímulo que en estas investigaciones tuvo Beeckman , que mantuvo una postura similar a la de Galileo, sobre Descartes.
En estos planteamientos tiene interés señalar su compo-nente racionalista en cuanto un principio como éste no podía ser verificado o contrastado sino sólo establecido mediante abstracciones racionales que, entre otras cosas, se referían a “cosas sim¬ples e indivisas” –que no existen en la realidad, que es un todo- o a un movimiento en el que se hiciera abs-tracción de la existencia de cualquier otra realidad en el Uni-verso que pudiera influir en la trayectoria del cuerpo que hu-biera recibido aquel primer impulso inercial. Pero, en cuanto tal situación no se da en la realidad, no podría ser en ningún caso objeto de experiencia alguna, ya que no existía la posibi-lidad de experimentar en el vacío sino sólo la de trabajar en condiciones más o menos aproximadas a ese vacío hipotético en el que no interviniesen fuerzas ajenas a la de la propia hipótesis.
El supuesto que subyace en las consideraciones de estos filósofos y científicos acerca del principio de inercia era en definitiva que lo que había que explicar era el cambio de cualquier realidad pero no su permanencia siendo lo que era o manteniéndose en el mismo estado en que se encontraba.
Sin embargo y en favor del punto de vista de Galileo habría que decir que, aunque el planteamiento cartesiano era correcto como hipótesis absolutamente racionalista, en la que haciendo abstracción total de la existencia de otras fuerzas en el Universo, efectivamente la inercia tendría ese carácter rectilíneo, sin embargo, en cuanto era un hecho que en el Universo existían otras fuerzas, como en especial la gravita-cional, el planteamiento de Galileo era coherente con la exis-tencia de tales fuerzas, que en efecto, determinan la trayec-toria curva de planetas, naves especiales y otros cuerpos espaciales que, una vez en su órbita, siguen una trayectoria curva, resultante de la acción de la inercia y de la gravedad, que, aunque se la pueda eliminar mentalmente, siempre se encuentra presente.
2) La segunda ley de la física cartesiana señalaba que
“cada parte de la materia en particular no tiende a conti-nuar moviéndose según líneas curvas sino solamente según líneas rectas” .
Descartes entiende que tanto esta ley como la precedente dependen de la inmutabilidad de Dios y de la simplicidad de la operación por la cual conserva el movimiento de la materia y que, en con¬secuencia, todo cuerpo que se mueve circular-mente tiende sin cesar a alejarse del centro del círculo que describe . En este punto además, Descartes superaba la “inercia circular” de Galileo, que presentaba dicho principio en relación con trayectorias circulares como las que los planetas parecían describir alrededor del Sol.
Como se ha dicho antes, el punto de vista de Descartes era el correcto en cuanto se hiciera abstracción de la existen-cia de otras fuerzas en el Universo, mientras que, teniéndolas en cuenta, ese movimiento rectilíneo, aunque fuera una “tendencia” de todo cuerpo, en la práctica no se cumplía en ningún caso como consecuencia de la presencia de esas otras fuerzas.
3) Finalmente, la tercera ley afirma que en el choque de los cuerpos entre sí el movimiento no se pierde, sino que su cantidad permanece constante, aunque se trasmita de unos a otros .
Descartes consideró que las tres leyes de su Física bastaban para explicar todos los fenómenos de la Naturaleza y la estructura de todo el Universo, que comprendió como un gran mecanismo, del cual había que excluir las explicaciones basadas en la causalidad final aristotélica, como ya había hecho Galileo anteriormente.
Por lo que se refiere a la constancia de la cantidad del movimiento, el pensador francés volvió a introducir a Dios como explica¬ción de este principio, considerándolo, al igual que Tomás de Aquino, como causa eficiente primera crea-dora del movimiento en el mundo y estimando además que la inmutabilidad divina determinaba que el Universo conservase una cantidad de movimiento igual, aunque hubiera transfe-rencia de movimiento de unos cuerpos a otros. En este punto, como no podía llegar al absurdo de negar la evidencia del movimiento en el mundo, por ello, olvidando que de acuerdo con su omnipotencia Dios habría podido actuar de cualquier otro modo, y pasando por alto la imposibilidad de deducir el movimiento del mundo a partir de la inmutabilidad divina, se conformó con deducir (?) que Dios
“obra de una manera sumamente constante e inmutable, de tal modo que, fuera de los cambios que vemos en el mundo y los que creemos porque los ha revelado Dios, […] no debemos suponer otros en sus obras, por temor de atribuirle la inconstancia. De donde se sigue que tenemos sobrada razón para considerar que, puesto que ha movido en muchas formas diferentes las partes de la materia al crearlas y que conserva toda esta materia del mismo modo y con las mismas leyes que cuando la creó, conserva también en ella una cantidad siem¬pre igual de movimiento” .
Ahora bien, si el “teólogo” Descartes deseaba ser cohe-rente con su “racionalismo teológico” aplicado a la inmuta-bilidad divina, hubiera debido deducir, de acuerdo con esa cualidad divina, que Dios no debería haber creado el Univer-so, puesto que el momento en que decidió crearlo implicaba un cambio en sí mismo –la propia de¬cisión de crearlo- y, por ello, una contradicción con su inmutabilidad en cuanto tal decisión, según el Génesis , se produjo en determi¬nado instante. Al mismo tiempo y desde la perspectiva de la omni¬potencia divina, debería haber tenido en cuenta que esa misma “in¬constancia” que supondría que Dios hubiera creado un Universo con una cantidad variable de movimiento no tenía por qué suponer un de¬fecto en la propia divinidad en cuanto, de acuerdo con su omnipoten¬cia, Dios no estaría sometido a nada. Además, el hecho de que, de acuerdo con su inmutabilidad, la voluntad divina tuviese que quedar supedi-tada a aquella primera decisión adoptada por él supondría la negación de su omnipotencia y de su libertad infinita, que implicaba poder modificar sus decisiones en el momento en que lo quisiera. Igualmente, si la inmutabilidad divina no fue inconveniente para la creación de un mundo cambiante, en tal caso tampoco tenía por qué serlo para dotarlo de una cantidad de movimiento constante o variable, y más aún habiendo defendido que Dios no habría tenido ningún problema
“para hacer que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen igua-les, lo mismo que fue libre para no crear el mundo”
si así lo hubiera deseado y de acuerdo con aquella omnipo-tencia, lo cual, por otra parte, era una contradicción más de las muchas que la frivolidad cartesiana consintió en asumir.
Resulta claro a estas alturas que todas esas deducciones que Descartes afirma haber realizado acerca del modo de ser del Uni-verso a partir del modo de ser del dios del cristianis-mo no eran otra cosa que afirmaciones frívolas que no se correspondían con la reali¬dad por la serie de errores en que incurrió y por el absurdo de pre¬tender una hazaña tan impo-sible como la de deducir, a partir de ese supuesto dios, toda una serie de aspectos de la realidad que, de acuerdo con la supuesta omnipotencia divina, hubieran podido ser de otras in¬finitas maneras.
Y así, a partir de la inmutabilidad divina dedujo –o, mejor, dijo haber deducido- la constancia de la cantidad de movimiento. Pero, al no poder deducir la misma existencia del movimiento, en cuanto era lo más contrario a aquella inmutabilidad, en tal caso y en todos los que no podía comprender como derivados de la inmutabilidad divina, los consideró derivados de la omnipotencia.
La Física actual, aunque está de acuerdo con la tesis cartesiana relacionada con la conservación de la cantidad de movimiento –o, mejor, de la energía-, acepta esta doctrina como el primer postulado de la Termodinámica, pero lo que en ningún caso se le ocurriría a un científico cuerdo es tratar de deducir las leyes de la Naturaleza a partir de las diversas perfecciones de un dios cuya existencia es contradictoria.
Por otra parte, al igual que Tomás de Aquino, Descartes considera de modo equivocado que el movimiento es una realidad que se une a la materia, pero que no le pertenece de manera intrínseca. Ahora bien, para defender tal doctrina, debería haber tenido la expe¬riencia de una “materia en reposo” y la de que, de pronto, hubiese comenzado a mover-se, lo cual le podría haber llevado a preguntarse por la causa de tal cambio. Sin embargo, lo que la experiencia mues¬tra es que materia y movimiento son realidades siempre unidas, a pe¬sar de que una percepción especialmente cándida, propia de un dog¬matismo igualmente ingenuo, puede llevar a pensar que existan rea¬lidades en reposo, como la mesa sobre la que escribo o como la misma Tierra. Descartes, al igual que ante-riormente Tomás de Aquino en su primera vía, siguió diso-ciando los conceptos de mate¬ria y movimiento, sin llegar a tomar conciencia todavía de que am¬bas realidades estaban intrínsecamente unidos, y consideró la materia como una realidad inerte a la que Dios le habría añadido el movi-miento. Sin embargo, hoy se sabe que los conceptos de materia y movimiento o materia y energía son realidades inter-cambiables de acuerdo con la conocida fórmula de Einstein, E = m • c al cuadrado, lo cual significa que sólo mentalmente se pueden disociar los conceptos de materia y movimiento.
5.3.6.1. El principio de conservación de la cantidad de movimiento y la deducción de otras leyes
Al margen de las excepciones señaladas, Descartes con-sideró que a partir de la inmutabilidad divina podían dedu-cirse diversas leyes de su Física, y, entre ellas, la tercera, se-gún la cual en el choque de los cuerpos entre sí el movimien-to no se pierde, sino que su cantidad permanece constante.
A partir de dicha ley y como consecuencia de la utili-zación de su racionalismo, dedujo una serie de leyes parti-culares, que llaman la atención precisamente porque pusieron nuevamente de relieve la nula fiabilidad del método carte-siano cuando lo utilizaba en un ámbito ajeno al de las cien-cias meramente formales como las Ma¬temáticas, donde la regla de la evidencia junto con las otras reglas del método y el principio de contradicción eran suficientes para ir progre-sando sin necesidad de experiencia alguna, en cuanto los teo¬remas matemáticos no trataban sino de proposiciones verifi-cables por su carácter tautológico. Pero este método era in¬suficiente para el progreso en las ciencias experimentales por su ol¬vido de la esencial importancia de la experiencia a la hora de comprobar el valor real de las hipótesis y de las deducciones que pu¬dieran hacerse a partir de la observación de los fenómenos naturales. Por ello mismo, la utilización de la experiencia por parte de Descar¬tes estuvo llena de fracasos y puso en evidencia la frivolidad con que se sirvió de ella, estableciendo deducciones que, a pesar de haber po¬dido com-probar o desmentir mediante la experiencia, las afirmó de manera dogmática, siendo erróneas en multitud de ocasiones.
Por otra parte y como disculpa de alguno de los errores que se muestran a continuación, habría que matizar que, en cuanto Descartes estuviera planteando sus leyes deductivas como puras hipótesis relacionadas con un Universo imagina-rio, haciendo abstracción de la existencia o inexistencia de fenómenos empíricos que posibilitasen que las leyes propues-tas por él se cumpliesen con exacti¬tud en el universo real, algunas de las leyes deducidas hubieran podido ser válidas. Pero una objeción a varias de estas “leyes” es que, en cuanto no tienen en cuenta los hechos que sirvieron de base para el descubrimiento de la tercera ley de Newton, ni la transforma¬ción del movimiento en calor como consecuencia del choque o del roce entre partículas de materia, no son aplicables al Universo real en el que sí rige dicha ley y sí se produce ese cambio de un tipo de energía en otro. Otros errores son más graves en cuanto derivan de una utilización inadecuada de la razón, que hubiera podido ser corre¬gida si posteriormente Descartes hubiera intentado comprobar empíricamente el va¬lor de sus deducciones. Al parecer, su frívola y orgullosa con-fianza en su infali¬bilidad deductiva contribuyó a que consi-derase innecesaria cualquier comprobación y, por ello, las críticas que siguen a continuación a algunas de esas leyes se relacionan con lo dicho en las líneas anteriores y con la acostumbrada frivolidad del pensador francés.
a) En efecto, como una ley secundaria, deducida (?) de la tercera ley general de su física, Descartes consideró que
“si un cuerpo que se mueve y encuentra a otro tiene menos fuerza para continuar moviéndose en línea recta que este otro para resistirlo, se desvía de aquella direc-ción y, conservando su movimiento, pierde solamente la determinación de éste” .
De acuerdo con lo indicado antes, esta deducción es incorrecta en su misma formulación en cuanto ni siquiera indica si el encuentro entre ambos cuerpos se realiza en un sentido contrario u oblicuo, ya que, si el sentido del movi-miento de un cuerpo es contrario al del otro, en tal caso no se producirá un “desvío de aquella dirección” sino una decele-ración en el que tenga mayor fuerza y un cambio de sentido del movimiento en el que la tenga menor. Y, al margen de si el sentido en que choquen sea contrario u oblicuo, es igual-mente falso que cualquiera de ellos conserve su movimiento, pues, aunque el principio de inercia sólo diga que un cuerpo conserva su estado de movimiento o reposo mientras no haya otra fuerza que le haga cambiar, Descartes hubiera podido deducir y tratar de comprobar que en el choque entre dos cuerpos ninguno de ellos permanece indiferente ante el con-tacto con el otro, sino que tanto el de mayor como el de menor masa sufren un cambio en su estado de movimiento o reposo, relacionado con la cantidad de fuerza recibida prove-niente del otro cuerpo y del sentido en que tal fuerza se ejerza, tal como Newton in¬dicó en la tercera ley de su Física. Esta simple reflexión habría po¬dido conducir a Descartes al descubrimiento de esa tercera ley de Newton, consistente en que toda acción de un cuerpo sobre otro determina la consi-guiente reacción, de igual intensidad y de sentido contrario, si la dirección de ambos cuerpos es la misma, pero en un sentí-do diverso para ambos cuerpos, que puede calcularse mate-máticamente teniendo en cuenta su respectiva masa, la velo-cidad con que chocan y la dirección y sentido que seguía cada uno en el momento de su choque. En el anterior enunciado Descartes no tiene en cuenta que el choque de un cuerpo contra otro determina una interacción entre ambos cuerpos, por lo que el segundo no per¬manecerá impasible ante ese choque sino que, habiendo recibido de¬terminada “cantidad de movimiento”, variará su velocidad, de un modo que se rela-cionará con la energía recibida en su choque y con el modo en que se produzca tal recepción de energía, variando igual-mente el sentido de su movimiento, según el vector resultante del sentido de su movimiento anterior y el del sentido del movi¬miento del cuerpo con el que choca, teniendo en cuenta la masa res¬pectiva de ambos, lo cual además repercutirá en que el primer cuerpo pierda la misma cantidad de movi-miento que gane el segundo.
Descartes se olvidaba de la experiencia con demasiada frecuen¬cia y Newton todavía no había enunciado su tercera ley, según la cual “con toda acción ocurre siempre una reac-ción igual y contraria: o sea, las acciones mutuas de dos cuer-pos siempre son iguales y diri¬gidas en direcciones opuestas”. Tanto la experiencia como el cono¬cimiento de esta ley habrían podido ayudarle a evitar los errores de sus deduc-ciones y a no extraer consecuencias erróneas de aquellas primeras leyes de su física. Pero, como ya se ha indicado, lo más reprochable del proceder cartesiano no es el error de sus deducciones, que cualquier científico podría haber cometido en la fase de la elaboración de una hipótesis, sino el hecho de no haber recurrido a la ex¬periencia para comprobar si los hechos las confirmaban o no.
b) Por la misma razón Descartes deduce también de modo erróneo que
“los cuerpos duros, cuando son lanzados contra otro cuerpo duro [mayor, que está quieto], son rechazados del lado de su procedencia […] quedando íntegro el movimiento” .
Su error se debe a varios motivos. En primer lugar a la equivocación en el propio enunciado, que no especifica si ese choque es frontal u oblicuo. En segundo lugar, Descartes comete el mismo error que en el caso anterior: Juega con un concepto de “cuerpo duro” que nada tiene que ver con la experiencia y, por ello, no tiene en cuenta que en el choque entre dos cuerpos, al margen de que sean iguales o desiguales en masa, hay una pérdida de movimiento que se convierte en calor, y que por ese motivo -así como por otros- su “cantidad de movimiento” no permanece idéntica, sino que dismi¬nuye en la parte que se convierte en calor y, en consecuencia, ello determinará una variación en la velocidad de ambos cuerpos. En tercer lugar, en cuanto se trate de un planteamiento pura-mente hipotético, Descartes tiene derecho a hablar de un cuerpo “que está quieto”, pero esto nunca resulta aplicable a la realidad, pues toda ella se encuentra en continuo movi-miento. En cuarto lugar, aunque tuviera sentido hablar hipo-téticamente de un cuerpo que está quieto, dicho cuerpo, al recibir el impacto, recibiría determinada cantidad de movi-miento del cuerpo menor, de forma que éste no rebotaría con la misma cantidad de movimiento que llevaba antes de chocar sino con la cantidad de movimiento resultante de la diferencia entre la que inicialmente lle¬vaba y la que hubiese transmitido al cuerpo más pesado, pues la su¬posición de que el cuerpo más pesado pudiese permanecer entera¬mente inmóvil no encaja con la experiencia y es incongruente además con la tercera ley de Newton, que Descartes no llegó a des¬cubrir. Si acaso podría decirse que la velocidad que ad¬quiriese el cuerpo mayor sería inversamente proporcional a su masa y directamente proporcional a la cantidad de movimiento reci-bido, mientras que en el cuerpo menor la velocidad de su rebote sería inversamente proporcional al movimiento trans-mitido por él y directamente proporcional a la diferencia entre su masa y la del cuerpo mayor, lo cual se traduciría en que, cuanta mayor resistencia opu¬siera el cuerpo mayor, mayor velocidad conservaría el menor, sin llegar a conservar en ningún caso la misma que llevaba antes del choque.
c) Descartes vuelve a equivocarse cuando afirma que, en el choque de dos cuerpos entre sí, si son iguales en masa y en veloci¬dad,
“volvería cada uno hacia el sitio de donde había venido, sin perder nada de su velocidad” .
Igual que en el caso anterior, Descartes juega con un universo imaginario en el que no se produjera la transfor-mación de movimiento en calor. Pero en el universo real la simple observación empírica, sirve para mostrar la falsedad de esta ley como consecuencia precisamente de la transfor-mación en calor de una parte del mo¬vimiento. Además en esta deducción Descartes debería haber especi¬ficado que hablaba de dos cuerpos que chocasen frontalmente y no de manera oblicua, pues en este último caso no sólo se daría una pérdida de movimiento sino también un cambio de sentido en el movimiento de ambos cuerpos.
d) Es más gravemente errónea la deducción según la cual
“si B fuese siquiera algo mayor que C, […] solamente C retrocedería hacia el lado de donde hubiera venido, continuando ambos después su movimiento con idéntica celeridad hacia ese mismo lado” .
En afirmaciones tan gratuitas como ésta Descartes pone todavía más en evidencia su frivolidad y falta de cautela por el uso tan desatinado que hace de su propia razón, pero especialmente por su menosprecio de la experiencia, que le habría ayudado a corregir sus erróneas anticipaciones menta-les. Incluso, si hubiera razonado correctamente, habría podi-do darse cuenta de que su teoría era incorrecta, al margen de que la experiencia también la refutase, porque desde un punto de vista meramente racional no se deducían las consecuencias que él había anticipado, ya que, aunque tuviese todo el dere-cho a desconocer la tercera ley de Newton, sin embargo podía haber in¬tuido, de acuerdo con el principio de inercia, que ambos cuerpos -y no sólo uno- al recibir una fuerza externa modificarían su respectivo estado, pues, de acuerdo con dicho principio, un cuerpo permanece en su estado mientras no haya otra fuerza que le haga cambiar, lo cual podría haberle sugerido al menos que, si un cuerpo recibe de¬terminada fuer-za, aunque la masa de ese cuerpo sea menor que la del prime-ro, se producirá un cambio en su estado. El principio de iner-cia decía que cualquier cambio en el estado de un cuerpo se debía a la influencia de otro cuerpo, pero no decía que esta influencia debía provocar un cambio en él mismo, y esto fue lo que dijo Newton y lo que Descartes no fue capaz de ver. El francés olvidó igualmente que para calcular la velocidad y el sentido del movi¬miento resultante del choque entre esos dos cuerpos debía tener en cuenta no sólo la masa sino también la velocidad de cada uno de ellos en el momento del choque, y el sentido y dirección de su mo¬vimiento respectivo, de mane-ra que, teniendo en cuenta tales variables y el principio de inercia, no habría podido establecer como necesaria su absur-da conclusión según la cual ambos cuerpos, después del choque, se dirigirían en la dirección y sentido del cuerpo que tuviera mayor masa “con idéntica celeridad”, sino que inclu-so, como consecuencia del principio de inercia, la velocidad del cuerpo de mayor masa sufriría una deceleración y ade-más, si la velocidad del cuerpo de menor masa hubiera sido suficientemente grande, habría podido repercutir en una neutralización e incluso en un cam¬bio de sentido del movi-miento del otro cuerpo, aunque el de menor masa hubiese rebotado con una velocidad mayor que la que llevaba antes del choque a causa del impulso perdido por el mayor y aña-dido a éste. Un cuerpo con una masa muy elevada y una velocidad muy lenta podría ser neutralizado en su movi-miento por un cuerpo con menor masa y con una velocidad mucho más rápida, e incluso este mismo cuerpo, si su veloci-dad fuera suficientemente elevada, podría determinar la inversión del sentido del movimiento del cuerpo de mayor masa. Ante la duda acerca de este resultado, lo que exige el método experimental es que no se confíe sino en la expe-riencia: Por ejemplo, se podría coger una bola de 100 gramos y lanzarla a una velocidad cinco veces superior a la de otra bola de 120 gramos que viniera hacia la primera. De ese modo se podría verificar, sin necesidad de razonamiento alguno, qué era lo que sucedía.
e) Igualmente se equivocó de modo asombroso cuando dedujo que
“si el cuerpo C fuese siquiera un poco mayor que B y estuviera enteramente en reposo […] con cualquier velocidad que viniese B hacia él, jamás tendría fuerza para moverlo, sino que se vería obligado a retroceder hacia el mismo lado de donde procediese” .
En este caso –al margen de no haber tenido en cuenta la transformación parcial del movimiento en calor- Descartes se equivocó porque, de hecho, B determinaría que C se moviese por poco que fuera, porque, al margen de que el movimiento de C se deduzca ne¬cesariamente de la tercera ley de Newton y del mismo principio de inercia, dicho movimiento puede comprobarse experimentalmente, por ejemplo, lanzando una canica pequeña contra una bola de billar en reposo. Un cho-que así iría seguido del movimiento de rebote de la canica, que cambiaría de sentido perdiendo parte de su velocidad, mientras que la bola de billar cambiaría su velocidad de forma inversamente proporcional a su masa y directamente proporcional a la velocidad y a la masa de la canica, movién-dose cada cuerpo en un sentido contrario al del otro –si el choque se produjese en aquel punto de la bola de billar cuya tangente fuera perpendicular al sentido de la trayectoria seguida por la canica-.
Ahora bien, si con la expresión “un cuerpo enteramente en reposo” Descartes se estuviera refiriendo a un cuerpo hipotéticamente inamovible, en tal caso tendría razón, pero estaría de nuevo hablando de una simple construcción mental que nada tendría que ver con la realidad empírica, en la que efectivamente no existen realidades in¬móviles.
Además, esta “ley” cartesiana se opone nuevamente a la ley según la cual toda acción de un cuerpo sobre otro provoca una reacción de igual intensidad y de sentido contrario –es decir, a la tercera ley de Newton-, al margen de que existan diferencias entre las respectivas masas de ambos cuerpos. Así que, de este modo, Descartes no está diciendo nada relacio-nado con la Física del Universo real sino sólo con la de ese Universo imaginario en el que podría hablarse de un cuerpo in¬móvil por definición y en el que no rigiese la tercera ley de Newton. ¿Qué explicación podría darse para el conjunto de estas deducciones erróneas, teniendo en cuenta que, tratando de cuestiones estrictamente físicas y sin relevancia para las teológicas Descartes, al no sentirse presionado, hubiera podi-do razonar de un modo mucho más coherente? ¿Qué explica-ción hay para estos errores tan triviales en el primer científico que había sabido exponer con exactitud el principio de iner-cia? Parece que, nuevamente aquí, hay que hacer referencia a los condicionantes negativos de su personalidad, en especial los relacionados con su megalomanía y con su frivolidad, para entender su escaso interés en analizar correctamente lo que seguramente le pareció que se trataba de una cuestión menor, tal como pudo haber entendido esa serie de leyes derivadas pero tan erróneamente deducidas.
5.3.7. Conservación del Universo
De acuerdo con la teología católica, Descartes considera que el Universo, además de haber sido creado por Dios en determinado momento, sigue siendo creado a cada instante por cuanto no tiene en sí mismo la razón de su existencia ni antes ni después de su creación inicial. A dicha creación continuada la teología católica y también Descartes le dan el nombre de “conservación”:
“para ser conservada en cada momento de su duración, una sustancia tiene necesidad del mismo poder y acción que se requeriría para producirla y crearla de nuevo si aún no existiese, de modo que la luz de la naturaleza nos manifiesta claramente que la distinción entre creación y conservación es solamente una distinción de razón” .
Resulta sorprendente una vez más que, a pesar de la claridad con que Descartes defiende esta teoría, acorde con la doctrina católica -como no podía ser de otra manera-, Rodis-Lewis se empeñe en dar una interpretación errónea de esta doctrina cuando dice que según el planteamiento del francés, “desde toda la eternidad [Dios] deja actuar a la causalidad mecánica, sin actuar” , inter¬pretación que da a entender que los diversos cuerpos o modos de la “res extensa” goza-rían de una existencia independiente de Dios y que precisa-mente por ello podrían actuar como auténtica “causalidad mecánica”, lo cual no se corresponde con la doctrina de la conserva¬ción divina, según la cual la res extensa depende de Dios en todo momento de su existencia, de forma que, si Dios dejase de ac¬tuar, las demás sustancias dejarían de existir. La misma equivalencia que Descartes señala entre creación y conservación, al entender esta última como creación conti-nuada, implica precisamente que el modo de ser de la reali-dad en cada momento no es consecuencia del modo de ser de tal realidad en el momento anterior y que, en consecuencia, aunque resulte cómodo hablar de causalidad mecánica, sin embargo la existencia de tal causalidad sería incompatible con la conservación divina, pues no tiene sentido hablar de causalidad mecánica respecto a realidades que están siendo creadas por Dios en cada momento de su existencia. Esta dependencia absoluta de todas las cosas en relación con Dios queda demostrada además mediante el argumento según el cual
“Dios no mostraría que su poder es inmenso si hiciera cosas tales que después pudieran ser sin él mismo, sino que, por el contrario, testimoniaría con esto que su poder es finito porque una vez creadas las cosas no depen-derían más de él” .
En relación con esta doctrina Descartes llega a expre-sarse de un modo que, aunque pueda interpretarse como metafórico, es propio del panteísmo:
“es mucho más cierto que no puede existir nada sin el concurso de Dios que el que haya luz solar sin sol”
El pensador francés puntualiza además, aunque sólo sea por una simple convención lingüística, que, a pesar de su definición del concepto de sustancia como “una cosa exis-tente que no requiere más que de sí misma para existir”, sin embargo juzgó que podía seguir hablando de sustancia extensa y de sustancia pensante en cuanto eran realidades que para existir sólo requerían del “concurso divino”. En cual-quier caso, como consecuencia del concepto teológico de “conservación”, ni la “res cogitans” ni la “res extensa” serían autosuficientes en ningún momento, ya que en todo instante dependerían de esa creación continuada efectuada por Dios. Pero, además, en contra de la ligera interpretación de Rodis-Lewis, este concepto teológico de “conservación” implica que, en cuanto no haya una continuidad independiente en la existencia de las cosas sino sólo una creación continuada, no podría existir influencia causal de unos fenómenos en otros, sino sólo la apariencia de dicha relación. Ningún fenómeno se produciría como consecuencia de otro u otros anteriores sino siempre por la acción de Dios, quien le conferiría su existencia a lo largo de cada uno de los instantes que él quisiera y las diversas modificacio¬nes con que fuera apare-ciendo en los instantes sucesivos en que Dios lo quisiera conservar. En este sentido, del mismo modo que, cuando se está viendo una película, se tiene la impresión de que existe una relación causal entre las diversas imágenes que aparecen en la pantalla hasta que se repara en que la película está formada por toda una serie de imágenes independientes entre sí y sin otra relación que la de la sucesión en su aparición, igualmente Descartes considera el Universo como una reali-dad cuya existencia depende de Dios en cada uno de sus instantes, haciéndolo existir en cada momento con las diver-sas diferencias con que va apareciendo. Tal interpretación im¬plica la negación de la relación de causalidad entre los distintos fenómenos del Universo en un instante y en el siguiente con sus dife¬rencias respecto al anterior, de manera que tales diferencias se deben exclusivamente a la acción de Dios en cada acto de esa creación continuada y no a una relación de causalidad entre el Universo en un instante y en el siguiente. Sin embargo, es cierto que, a efectos prácticos Descartes entendió su mecanicismo desde la idea de una acción causal de las diversas formaciones materiales, y que, por ello mismo, existe una contradicción entre estos dos puntos de vista, pues la creación del Universo a cada instante es incompatible con la acción causal del Universo en un instante dado sobre el propio Universo en el siguiente. Por ello y a pesar del mítico recurso de Malebranche a su doctrina del “ocasionalismo”, su punto de vista, según el cual negaba la existencia de una influencia causal entre los distintos fenómenos, era al menos más coherente que la del pensador francés. Este problema tenía una doble vertiente, la relacio-nada con la “res extensa” –a la que se ha hecho referencia- y la relacionada con la “res cogitans”, consistente en que la propia continuidad del alma y del ser humano a lo largo del tiempo sería un simple espejismo, pues, al ser creado por Dios a cada instante, no existiría tampoco relación causal alguna entre cada uno de los instantes de la supuesta vida unitaria de la “res cogitans” y el siguiente.
La concepción del Universo desde la perspectiva de la teología católica y desde la científica son enteramente dis-tintas, pues el científico considera que todos los fenómenos a lo largo del tiempo están causalmente relacionados, mientras que el teólogo, mediante este concepto de “conservación”, tiene que considerar que todo depende causalmente de su dios en cualquier momento del tiempo, por lo que, en realidad, no puede existir una relación de causalidad entre los diversos aspectos del Universo en momentos sucesivos. Sin embargo, el científico, olvidando la “verdad teológica”, puede seguir trabajando como si existiera esa relación de causalidad entre los diversos fenómenos del Universo, aunque tal relación sea un espejismo, y algo semejante a esto es lo que hizo Descartes, aunque posiblemente sin haber tomado conciencia de este problema. Por otra parte y aunque en sus plan-teamientos acerca de esta misma cuestión Malebranche pudo haber llegado a sus conclusiones de modo independiente respecto al planteamiento cartesiano, es lógico suponer que extrajera esta fácil consecuencia a partir de esa idea sobre la conservación del mundo, que coincidía plenamente con la de los teólogos católicos, como no podía ser de otra manera. Así, cuando Malebranche propuso su doctrina del ocasionalismo para explicar la aparente relación causal entre las diversas realidades del Universo, consideró que las co¬sas no podían influir causalmente entre sí y que sólo Dios era la causa de su aparente relación en cuanto causar equivalía a producir algo que anteriormente no existía y, en consecuencia, equi-valía a crear. Por ello y teniendo en cuenta que sólo Dios podía crear, sólo Dios podía causar, mientras que las cosas eran sólo la ocasión para la intervención de Dios.
5.4. Otros aspectos de la obra cartesiana en la Filo-sofía y en la Ciencia.
A lo largo de estas páginas no se ha pretendido hacer una apología de Descartes ni de su obra, sino explicar los diversos aspectos de su obra desde una perspectiva crítica. En este sentido y junto a los aspectos negativos reseñados, en la labor cartesiana hubo una serie de resultados relevantes para el desarrollo de la Ciencia y la Filosofía, que sirvieron para su liberación del lastre del pensamiento antiguo y medieval, especialmente mediatizado por las doctrinas de la jerarquía católica, guiada por intereses ajenos a los del progreso del pensamiento libre y de la búsqueda de la verdad.
Hay que reconocer por ello que, a pesar de su servilismo intere¬sado con respecto a las doctrinas de la jerarquía cató-lica, la crítica de Descartes a la tradición de la escolástica y su intento –teórico al menos- de conseguir un pensamiento más independiente, crítico y riguroso tuvieron una importante repercusión en el pensamiento posterior, tanto en la corriente racionalista que él inició como en la filosofía en general. Por ello y a pesar de las críticas realizadas a su enfoque acerca del método y a sus incoherentes razonamientos filosóficos y científicos, hay que reconocer la importancia de su esfuerzo por convertir la Filosofía en un conocimiento riguroso.
En relación con tales aspectos positivos de la labor cartesiana en la Filosofía y en la Ciencia, que, sin embargo, en muchas ocasiones van acompañados de graves errores, hay que hacer referencia a los siguientes:
a) La idea de que, en la búsqueda de un auténtico conoci-miento, era necesario hacer abstracción de todas las doctrinas del pa¬sado, aceptadas de modo acrítico, ponién-dolas en duda y tratando de encontrar un método seguro para no aceptar como verdad aquello que no ofreciera las más estrictas garantías de serlo.
Sin embargo y como ya se ha dicho, en este punto Des-cartes no fue consecuente con los propósitos anunciados, al aceptar, sin el requisito de la superación de la duda metó-dica, las doctrinas o “prejuicios” religiosos de la iglesia cató-lica en los que había sido adoctrinado a lo largo de su infan-cia y de su juventud. Igualmente, se equivocó cuando defendió que la razón por sí sola podía alcanzar cono-cimientos que fueran más allá de los meramente lógicos, matemáticos o analíticos, y, como consecuencia de este racio-nalismo dogmatico, defendió teorías absurdas y contrarias a la experiencia.
Igualmente fue especialmente negativa, aunque acorde con sus intereses personales, su arrogante pretensión de construir un sistema científico deductivo fundamentado en el supuesto dios del cristianismo.
Por otra parte, aunque su intento de construir un método seguro para el avance del conocimiento, poniendo entre pa-réntesis las doctrinas y prejuicios del pasado, fue realmente decisivo para un cambio de enfoque en el estudio de los pro-blemas filosóficos, su mayor fracaso en el terreno de la meto-dología fue haber adoptado como criterio de conocimiento la regla de la evidencia, no comprendiendo que, a pesar de su utilidad para las Matemáticas, donde la utilizó junto con el conjunto de reglas de su método con un éxito innegable, era manifiestamente insuficiente en cuanto, a pesar de estar basa-da en el principio de contradicción, no servía para alcanzar el conocimiento de las ciencias relacionadas con un contenido material o empírico. Además, en cuanto no aceptó que la regla de la evidencia estuviera fundamentada en el principio de contradicción, dicha regla se convertía en una simple “im-presión de evidencia”, que en consecuencia sólo podía tener un valor subjetivo, de manera que, sin la ayuda inexcusable de la experiencia era un instrumento totalmente insuficiente para la obtención de conocimientos empíricos. En algunos momentos Descartes fue consciente de esta dificultad, reco-nociendo que en diversas ocasiones había tenido evidencias que posteriormente había visto como erró¬neas, y, por ello, trató de fundamentar el valor de esta regla en la veracidad di¬vina, incurriendo en un círculo vicioso, en cuanto para afir-mar la existencia de un dios veraz y garante de la verdad de los “conoci¬mientos evidentes” debía basarse ya en la regla de la evidencia, cuyo valor todavía no estaba fundamentado.
Y de este modo, al basarse en la regla de la evidencia, necesariamente subjetiva, su sistema filosófico y científico fue realmente decepcionante, tanto por lo anteriormente seña-lado como por aque¬llas otras consideraciones relacionadas con su pretensión de demos¬trar la existencia de un dios, que, en su caso, coincidía con el dios católico, es decir, un ser omnipotente, inmate¬rial, trascendente, inmutable, sumamente veraz y creador del Uni¬verso, a pesar del círculo vicioso que suponía partir de la regla de la evidencia para llegar hasta ese dios, y partir de ese mismo dios para garantizar el valor de la regla de la evidencia.
b) La consideración de que la Filosofía aristotélica o la Escolástica en general no tenían por qué seguir siendo consi-deradas como la base a partir de la cual reconstruir el edificio de la Filosofía, de manera que había que abordar con espíritu crítico su total reconstrucción partiendo de una duda univer-sal acerca de los supuestos co¬nocimientos anteriores a fin de que sus errores no fueran un freno para el progreso filosófico.
Sin embargo y como ya se ha dicho, también aquí la labor del pensador francés fue inconsecuente con sus propias pretensiones al eximir de esta supuesta duda universal todo lo relativo a las creencias religio¬sas de la iglesia católica y al seguir utilizando diversas doctrinas de la teología católica y de la filosofía griega, mezcladas con teorías que debían tener carácter científico.
c) La comprensión de la importancia decisiva de la razón para lograr el conocimiento de la realidad.
Sin embargo, este descubrimiento, que había sido cierta-mente el origen de la Filosofía, Descartes lo valoró excesi-vamente en rela¬ción con el escaso valor que concedió a la experiencia. Su valoración de la razón fue tan exagerada que le llevó a la convicción de que por su mediación podía llegar a demostrar la existencia del dios del cristianismo y a deducir el conjunto de leyes del Universo, menospreciando la impo-sibilidad de tal empresa, ni siquiera aunque hubiese contado con la mediación ineludible de la experiencia.
Tanto el empirismo de Hume como la filosofía kantiana señalaron que era la experiencia la que debía proporcionar la materia del conocimiento, mientras que el entendimiento debía proporcionar sus principios para poder entender el material proporcionado por las sensaciones. De ahí que fuera Kant quien, desde el punto de vista de la mera reflexión teórica, apoyado especialmente en las aportaciones especula-tivas de Bacon, Galileo, Hume y Newton, corrigiese a Des-cartes y, desde una perspectiva integradora del racionalismo con el empirismo, dijese que “los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, aña-dirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos)” .
d) Su interpretación mecanicista de la realidad, la cual propició una línea de avance científico muy importante que sólo ha sufrido cierta crisis a partir del siglo XX.
El mecanicismo, defendido un siglo antes por Gómez Pereira en referencia al modo de ser del mundo animal con la única exclu¬sión del ser humano, introdujo la perspectiva de que la Naturaleza funcionaba de acuerdo con leyes estricta-mente deterministas, de manera que todos los fenómenos se producían como consecuencia de causas antecedentes de las que éstos derivaban, que a su vez determinaban la aparición de los sucesivos cambios en la Naturaleza. El conocimiento de la obra de Gómez Pereira pudo ser decisivo para que Des-cartes asumiese el mecanicismo de forma decidida, aunque procurando dejar a salvo la libertad humana y aunque llegase a considerar que los demás seres vivos carecían de auténticas experiencias psíquicas y sólo eran máquinas muy complejas.
Un mecanicismo mucho más avanzado considera que los animales, aunque se comporten de acuerdo con leyes mecá-nicas, son estructuras materiales organizadas de un modo tan especialmente sofisticado que les permite alcanzar una serie de cualidades psíquicas equiparables a las humanas y cuya existencia Descartes había excluido como consecuencia de que sus creencias religiosas le llevaron a suponer que debía de existir una diferencia radical entre el ser humano y el resto de los seres vivos, de manera que estos últimos serían máqui-nas en definitiva, sin capacidad de sentir. La Ciencia de los últimos tiempos incluye el estudio del ser humano, al menos en la práctica, desde la misma perspectiva que rige en todo el ámbito de la Naturaleza, y no le concede una peculiaridad tan especial como la de poseer un principio misterioso alejado de la materia –el alma-, capaz de interactuar con ella y estando a salvo del determinismo mecanicista. Al mismo tiempo, reco-noce sin dificultad la existencia en el mundo biológico de toda una serie de fenómenos sensitivos, afectivos y cogniti-vos similares a los existentes en el ser humano, al margen de las diferencias, mayores o menores, igualmente constatables.
e) Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemáticas y en el de la Física, de los que se ha hablado antes, fueron especialmente relevantes, pero no se exponen aquí en cuanto no son objeto de este trabajo. La plasmación de los principios de su física fue especialmente brillante, pero sus teorías astronómicas y, en especial, su abandono del heliocentrismo fueron lamentables como consecuencia de su pánico a la jerarquía católica –que le condujo a renunciar al heliocentrismo al enterarse de la condena de Galileo- y tam-bién como consecuencia de su continuo olvido de la expe-riencia. En este punto tiene interés hacer referencia a Beeck-man como el amigo que le ayudó a tomar conciencia de importancia de las Matemáticas para la comprensión de las leyes físicas, aunque hay que recordar igualmente que ya Galileo había proclamado que “el Uni¬verso está escrito en lenguaje matemático” . Sin embargo, en este campo de la ciencia, el orgullo cartesiano alcanzó límites exagerados cuando, según cuenta R. Watson, Descartes comentó a Beeckman que en Matemáticas había llegado todo lo lejos que podía alcanzar la mente humana . Su éxito en este terreno le deslumbró hasta el punto de llegar a confiar de modo exage¬rado en el valor del método que había aplicado en él, creyendo que sería un instrumento adecuado y suficiente para avanzar en el resto de los cono¬cimientos, a pesar de que ya Galileo había propuesto su método hipotético-deductivo, que combinaba la razón y la experiencia y que tantos pro-gresos científicos ha determi¬nado hasta la actualidad.
f) En relación con la Física y desde una perspectiva racionalista, el pensador francés negó que en sentido estricto existieran áto¬mos, ya que toda partícula de materia debía ser extensa, y, si era ex¬tensa, debía ser divisible, aún cuando no se tuvieran los medios de dividirla físicamente.
Sin embargo en su argumentación de los moti¬vos por los que no podían existir átomos Descartes cayó nuevamente en el error de mezclar el espacio de la geometría pura, en el que efectivamente no existe un espacio último indivisible, ya que, por definición, ser espacial implica ser divisible, con el de la geometría física que se re¬fiere a la espacialidad como cua-lidad de la materia, de una materia de la que no puede afir-marse nada de forma apriórica sino sólo a partir de la experiencia. Por ello, su conclusión era inadecuada por haber sido obtenida a partir de la confusión entre el espacio de la Geometría pura y el espacio como propiedad de la “res extensa”: el primero era, en efecto, infinitamente divisible, pero por lo que se refiere al segundo no podía afirmarse nada en cuanto no había experiencia alguna que pudiera confirmar o falsar el valor de cualquier respuesta.
Kant consideró esta cuestión como una de las antinomias de la Razón Pura, en cuanto se trataba de un problema que admitía tanto una solución positiva como una negativa, lo cual significaba que no se le podía dar una auténtica solución, pues desde la Ciencia siempre se debe investigar suponiendo, como afirma Descartes, que todo cuerpo, en cuanto modo de la res extensa, sea divisible por el hecho de ser espacial. Pero, en cuanto las ciencias empíricas no trabajan con meros con-ceptos, como sucede con las ciencias formales, el plantea-miento cartesiano carecía de relevancia científica en cuanto la misma experiencia es incompatible con una demostración del carácter infinitamente divisible de la res extensa. Dicho de otro modo: Si se parte del concepto de materia como realidad extensa y del concepto de lo extenso como realidad infini-tamente divisible, en tal caso el punto de vista cartesiano sería formalmente verdadero por definición, es decir, por tratarse de una verdad analítica, que nada diría acerca de la experiencia. Pero, si se pretende hacer referencia al carácter infinitamente divisible de la materia desde una perspectiva empírica, nos encontramos ante una afirmación indemos-trable, porque a partir de la experiencia es imposible demos-trar la supuesta divisibilidad infinita de la materia.
No obstante, este problema admite una solución clara y además desde una perspectiva simplemente racionalista, co-mo lo fue la de Parménides respecto a su idea del Ser. Y así, del mismo modo que Parménides proclamó que el Ser no podía ser divisible porque sólo el No-Ser podría hacerlo, pero el No-Ser no existía, igualmente Descartes hubiera podido decir que ni el Universo ni parte alguna de él podía ser divisible, en cuanto ello sólo era posible en cuanto el vacío (= el No-Ser) se interpusiera entre las diversas partes del ser, pero como la existencia del vacío era una contradicción, ni el Universo ni átomo alguno podría ser dividido.
g) Otro mérito indiscutible en la labor cartesiana fue el de su anticipación a Paulov en más de dos siglos en el descu-brimiento de los reflejos condicionados. En 1630, en una carta a Mersenne le de¬cía que, después de azotar a un perro varias veces al son de un violín, el perro temblaría de miedo al escuchar su sonido. Esta observación representa un aspecto francamente positivo de su perspicacia que no ha sido sufí-cientemente valorado, pues en los manuales de Psicología se sigue atribuyendo este descubrimiento a Paulov y nada se dice de Descartes.
5.5. “No hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado”
Para finalizar esta parte tiene cierto interés mencionar unas afirmaciones especialmente sorprendentes que se su¬man a la serie de incoherencias y absurdos a que se ha hecho refe¬rencia en otros momentos. Estas afirmaciones apenas requie-ren de comentario alguno, pues se califican por sí mismas. Pero lo extraño del caso es que no suelen mencionarse en los estudios acerca de la filosofía de Descartes, a pesar de repre-sentar una confirmación espe¬cialmente significativa del valor de las críticas realizadas en estas páginas a una parte impor-tante de sus planteamientos.
Efectivamente, en Los Principios de la Filosofía afirma Descartes que
“no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado” ,
y poco después, en este mismo capítulo, añade:
“he probado que no hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado”
Es decir, Descartes afirma que el conjunto de todo lo explicado por él es una exposición completa de todos los fenómenos naturales. O lo que es lo mismo, si un supuesto fenómeno es real, en tal caso ha sido explicado por él, y, si él da una explicación de algo, esa explicación coincide con la descripción racional de un fenómeno real, mientras que, si no la da, es porque no existe.
Verdaderamente hay que reconocer que estas afirmacio-nes tan atrevidas encajan perfectamente con la serie de inco-herencias, erro¬res y círculos viciosos antes señalados, aunque superando a todas por su osadía, y encajan plenamente con aquel orgullo característico de la personalidad cartesiana y con el resto de peculiaridades de su carácter.
Esta serie de planteamientos nos muestran al “padre del racionalismo” como un pensador ególatra, osado, orgulloso y frívolo, merecedor de un estudio más extenso y profundo acerca de su personalidad y de las causas que influyeron en sus delirios tan asombrosos. La dedicación del filósofo fran-cés a la búsqueda del conocimiento, tanto en el ámbito de la Filosofía como en el de la Ciencia, hubiera sido incompa-rablemente más productiva si sus circunstancias personales y sociales hubieran sido más favorables, pues los factores seña-lados en la segunda parte de este trabajo fueron especial-mente negativos y se convirtieron en un obstáculo insalvable que impidió que su capacidad para el pensamiento filosófico fructificase a una altura similar a la que había alcanzado en el terreno de las Matemáticas.















6. “PHILOSOPHIA, ANCILLA
THEOLO¬GIAE”
6.1. La subordinación de la razón a la fe.
A pesar de su decepción por la formación recibida, Descartes en ningún momento pareció dudar del valor de la fe, de las Sagradas Escrituras y de la teología católica, manifestando en sus escritos su respeto y sumisión a las doctrinas de la iglesia católica y construyendo su filosofía desde su acatamiento a ellas.
Así, en las Reglas para la dirección del espíritu, escrita mucho antes que el Discurso del método, escribe:
“todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento” .
Posteriormente, en el Discurso del Método, a fin de evitarse problemas con la iglesia católica en relación con las supuestas verdades de la teo¬logía, manifiesta su incapacidad para opinar sobre ellas diciendo:
“no me hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de mis razonamientos” ,
y, en este mismo sentido, en las Meditaciones metafísicas, desde una asombrosa frivolidad y sin preocuparse de si cum-plía o no con las reglas de la Lógica, proclama igualmente:
“es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque vienen de Dios” .
Resulta sorprendente constatar cómo, en este último texto, Descartes incurre de modo inexplicable en un irracio-nalismo fideísta absurdo, cayendo además en un círculo vicioso incomprensi¬ble, tal como puede verse comparando ambas afirmacio¬nes tan próximas en el texto, observando que cada una de ellas se justifica mediante la otra, con lo cual ninguna de ellas queda justificada, y comprobando igual-mente que incurre en un absurdo razonamiento fideísta, al proclamar que se debe creer en Dios a partir del enunciado meramente dogmático según el cual
“como la fe es un don de Dios, aquel que otorga la gracia para hacer creer las demás cosas puede también otorgarla para hacernos creer que existe” .
Sorprende que el pensador francés incurriese en errores tan graves y tan fáciles de percibir; resulta todavía más sorprendente que éstos no fueran los únicos sino que a lo largo de sus escritos haya muchos más del mismo calibre que incitan a pensar que, dada su indudable capacidad intelectual, era casi imposible que no fuera consciente de ellos, siendo tan evidentes . Teniendo Descartes una capacidad tan extra-ordinaria para el razonamiento matemático, resulta difícil explicar sus errores tan ingenuos en estas argumentaciones, así como aquellos en los que incurrió igualmente a la hora de fundamentar su método.
Sea cual sea la explicación, en cualquier caso parece que una parte importante de ella se encuentra en la frivolidad a la que se ha hecho referencia en la segunda parte de esta obra, unida al hecho de que los condicionamientos relacionados con su propia formación religiosa así como el ambiente clerical que le rodeaba, y su calculado interés en contar con el apoyo de la jerarquía católica para incrementar su prestigio como filósofo pudieron determinar que no se preocupase excesivamente por el rigor de sus razonamientos, relaciona¬dos con unas creencias de cuya verdad partía de antemano sin una previa crítica.
Es posible que Descartes no pretendiera tomar el pelo a sus lectores o a los doctores de la facultad de Teología, al menos de forma consciente, pero, por ello mismo y dada su capacidad para el rigor matemático, resulta mayormente difícil comprender que no se diese cuenta de las incohe-rencias en que incurría con tanta frecuencia y, por ello, en muchos de estos casos parece que el pensador francés actuó con la frivolidad de quien escribe aquello que considera que va a tener una buena acogida, al margen de que nada tenga que ver con una argumentación auténtica, porque lo que más le interesaba era que nadie dudase de su incondicional lealtad y defensa de las doctrinas católicas y que tal confianza en su fidelidad le permitiera luego tomarse la libertad de pensar más libremente sobre cuestiones algo delicadas sin tener que estar especialmente obsesionado respecto a cuál iba a ser la actitud de la jerarquía católica. En este sentido además y en relación con el último texto citado, es posible que Des¬cartes, siendo consciente de que iba dirigido a los doctores de una facultad de Teología, se despreocupase del círculo vicioso en que incurría y alcanzase ese nivel tan asombroso de frivo-lidad, al suponer que ningún teólogo pondría objeciones a sus “pequeñas” incoherencias relacionadas con unos puntos de vista tan fieles a las doctrinas de la jerarquía católica.
En cualquier caso la actitud cartesiana, muy cohibida a la hora de analizar críticamente el valor de la Teología por su temor a la Inquisición y a las altas jerarquías católicas, se mantuvo a lo largo de toda su vida y, por ello, representó un lastre excesivo y fatal en quien hablaba de la necesidad de dudar de todo aquello que no ofreciese las garantías más estrictas acerca de su verdad a fin de alcanzar un conoci-miento sólido de todo lo que la mente humana pudiera lograr.
En esta misma línea de frivolidad llama la atención el hecho de que en el Discurso del Método, al hablar de la reli-gión, Descartes dijera que “enseña a ganar el cielo”, pues tal afirmación supone, en primer lugar, el absurdo de considerar que “ganar el cielo” dependa de “determinadas enseñan-zas” , y, en segundo lugar, el de aceptar de manera ingenua y dogmática que tales enseñanzas eran verdaderas, al margen de que en principio sólo las hubiera asumido de manera provisional, ya que la puesta en práctica de su método le exigía dudar de todo para comenzar la búsqueda de una primera verdad evidente. Una prueba de esta cómoda frivo-lidad la da el propio Descartes cuando poco después reco-noce, sin necesidad de rectificar el texto anterior, que eso de ganar el cielo no depende de tales enseñanzas.
Un poco más adelante se refiere nuevamente a la Teo-logía mostrando de nuevo una frivolidad argumentativa asombrosa al afirmar que
“las verdades reveladas [...] están por encima de nuestra inteligencia” ,
sin habérsele ocurrido tratar de explicar cómo podía haber conocido la autenticidad de aquellas verdades supuestamente reveladas, pues el argumento según el cual una supuesta “verdad” podía acep¬tarse por haber sido revelada sólo habría sido aceptable si hubiera venido acompañada de una explica-ción mediante la que aclarase cómo y cuándo se había produ-cido tal revelación, quién la había revelado y, en su caso, qué doctrinas habían sido reveladas.
También es verdad, por otra parte, que estas últimas palabras del francés, podrían haber sido escritas dándoles un sentido especial que, pasando desapercibido, en el fondo pudieran resultar perfectamente aceptables, aunque vacías de contenido. Descartes hubiera podido estar diciendo, “supo-niendo que Dios haya revelado algo y suponiendo que lo que Dios revela sea siempre verdadero porque Dios es veracícimo y su inteligencia y poder son incomprensible para el ser humano, en tal caso, las verdades reveladas [...] están por encima de nuestra inteligencia. Es decir, según esta inter-pretación, Descartes ni siquiera estaría afirmando que Dios hubiera revelado nada.
Sin embargo, esta interpretación de las intenciones del francés es demasiado especulativa y sólo puede presentarse como una posibilidad puramente lógica, pues en ningún momento sucedió –ni podía suce¬der- que Descartes hiciera referencia a las tales revelaciones divinas ni al modo según el cual se habían producido.
Pero, además, teniendo en cuenta que a partir del propio método cartesiano se planteaba la posibilidad de la existencia de un dios muy poderoso o de un “genio maligno” que podría haber determinado que las evidencias más cla¬ras sólo fueran el resultado de un espejismo creado en la propia mente por tales seres, la misma pretensión de argu¬mentar algo en favor del valor objetivo de unas verdades reveladas podía ser ya uno de los engaños de aquel “genio maligno” o de aquella divinidad engañosa.
Además, la consideración según la cual la razón humana era un instrumento insuficiente para analizar críticamente las verdades de la Teología resultaba especialmente absurda en cuanto por esa misma insuficiencia tampoco dispondría de capacidad para decidir acerca de la verdad de tales doctrinas teológicas, y, por ello, la afirmación de que pudiera estar segura de ellas era una incoherencia.
Sorprendentemente y a pesar de haber afirmado la nece-sidad de seguir las reglas del método, Descartes no sólo no se tomó la moles¬tia de aplicar la duda, parte esencial del méto-do, a sus creencias religiosas sino que, además, consideró que Dios, cuya existencia pretendió demostrar aunque de modo absurdo, era la última y necesaria justificación del método en general, de la regla de la evidencia en par¬ticular y de la misma verdad de los conocimientos evidentes, en cuanto, a pesar de la evidencia con que se presentasen a la mente, podrían ser falsos si no estuvieran respaldados por la propia veracidad divina.
Sin embargo, de nuevo la hipótesis de la existencia de aquel genio maligno impedía la superación de la duda acerca de la existencia del mundo sensible, por más que la veracidad divina fuera incompatible con el engaño de hacerle creer en dicha existencia, pues la hipótesis de la existencia del genio maligno era un obstáculo insalvable para poder demostrar la existencia del dios católico o la de cualquier otro cuya exis-tencia hubiera podido impedir los engaños de aquel genio maligno.
Por otra parte, Descartes no se conformó con subordinar su razón respecto a los contenidos de la fe católica de un modo pura¬mente teorético sino que de forma explícita pro-clamó en diversas ocasiones la sumisión de su pensamiento y de sus escritos a la autoridad de la Iglesia, es decir, a la de sus altas jerarquías.
Y así, en re¬lación con la alternativa de defender o no la teoría del heliocentrismo, que en principio compartió con Galileo, en el Discurso del método escribe que dejó de publicar un trabajo anterior –El mundo- por miedo a que pudiera ser perjudicial para la religión o para el Estado:
“Hace tres años que llegué al término del tratado que contiene todas estas cosas y empezaba a revisarlo para ponerlo en manos de un impresor, cuando supe que unas personas [= la jerarquía católica] por las que siento deferencia y cuya autoridad es tan poderosa sobre mis acciones como mi propia razón so¬bre mis pensamientos, habían desaprobado una opinión sobre física, publicada un poco antes por otro; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que no había notado nada en ella, antes de que fuera censurada, que pudiera imaginar que fuera perjudicial a la religión ni al Estado […] y esto me hizo temer que no fuera a haber también alguna en las mías en la que me hubiese engañado […] Pues aunque fueran muy fuer¬tes las razones por las cuales la había adoptado antes, mi inclinación, que siempre me ha hecho odiar el oficio de hacer libros, me dio en seguida otras para excusarme”
Un aspecto especialmente significativo de la mendacidad y falta de escrúpulos del pensador francés es el hecho de que en esta misma página negase haber defendido la tesis helio-céntrica, teniendo en cuenta que en sus cartas a Mersenne le había comunicado explícitamente que había renunciado a publicar su trabajo porque en él defendía la misma tesis que Galileo. Está claro que Descartes mentía en el Discurso del método, donde negó que él hubiera sido de esa misma opinión, a pesar de sus confidencias a su amigo Mersenne en diversas cartas. Además en otra carta mostró su preocupación por la opinión del cardenal Bagni respecto a su filosofía, manifestando nuevamente su opinión en favor del heliocen-trismo, pero declarándose su “servidor” y pidiendo a Mer-senne que comunicase al cardenal a través de su médico su sometimiento a la Iglesia y a su infalibilidad y su sentimiento de “inmenso respeto por todos sus adalides”:
“Si escribís al doctor del cardenal Bagni, agradecería le dijerais que nada me impide publicar mi filosofía excep-to la prohibición contra el movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de mi filosofía, pues toda mi física depende de ello […] Os pido que sopeséis la opinión del cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría disgustarle, y siendo muy celoso de la religión católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides. No aña-diré que no deseo ponerme a mer¬ced de la censura, pues creyendo con firmeza en la infalibili¬dad de la Iglesia, y sin tener dudas sobre mis pruebas, no temo que una verdad contradiga la otra” .
El interés de esta carta para conocer hasta qué punto llegaba el servilismo y el temor de Descartes a la jerarquía católica es mucho mayor todavía si se lo compara con la serie de escritos en los que el pensador francés muestra su despre-cio insultante contra quienes, no perteneciendo al selecto gru-po de dicha jerarquía, se atrevían a criticar algún aspecto de lo que él escribía.
Como ya se ha dicho, sin llegar tan lejos en sus mani-festacio¬nes serviles de acatamiento a las enseñanzas de la jerarquía católica, comunicó igualmente al padre Mersenne que había decidido no publicar su escrito El mundo a fin de prestar total obedien¬cia a la Iglesia, que había proscrito la opinión de que la Tierra se movía:
“El conocimiento que tengo de vuestra virtud me alienta a creer que tendríais mejor opinión de mí al ver que he decidido desechar totalmente el tratado que he escrito, y perder casi todo mi trabajo de cuatro años, con la finalidad de prestar total obediencia a la Iglesia, que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve. Sin embargo, como todavía no he visto que el papa o el concilio ratificaran esta proscripción, lanzada solo por la Congregación de Cardenales constituida para censurar libros, me gustaría saber qué se piensa de ella en Francia y si la autoridad de los cardenales ha bastado para que sea artículo de fe” .
En esta carta llama especialmente la atención la mentira según la cual Descartes dice a Mersenne que ha decidido “perder casi todo mi trabajo de cuatro años”, pues eviden-temente el hecho de que renunciase a defender el helio-centrismo nada tenía que ver con el resto de investigaciones que no se relacionaban con la teoría copernicana y, de hecho, las fue publicando de manera separada y especialmente en sus Principios de la Filosofía.
Igualmente en las Meditaciones metafísicas pide humil-demente a los decanos y doctores de la facultad de Teología de La Sorbona que acojan bajo su protección el libro que les presentaba. En este caso la motivación que parecía guiarle era doble:
-en primer lugar, la de asegurarse que no iba a tener problemas con la jerarquía católica, en cuanto sometía su escrito a la revisión de ese importante colectivo de doctores en Teología, cuyo apoyo tuvo la precaución de buscar; y
-en segundo lugar, la de la consideración de que ese mismo apoyo podría servirle para aumentar su prestigio ante la misma jerarquía católica, al mostrar su respeto incon-dicional a sus doctrinas teológicas:
“Por esto, Señores, cualquiera que sea el peso que pue-dan tener mis razones, porque pertenecen a la Filosofía, no espero que tengan gran predicamento sobre los espí-ritus si no las tomáis bajo vuestra protección” .
Sin embargo y a pesar de estas muestras de servilismo rastrero, Descartes no consiguió que las Meditaciones metafí-sicas se publicasen con la aprobación de los doctores de la Sorbona.
Esa misma actitud servil fue la que siguió manteniendo en los Principios de la Filosofía, en donde, regresando al oscurantismo más patético de la Edad Media y en contra-dicción con su prometedor mensaje del Discurso del método, relacionado con la liberación de la Filosofía respecto a cual-quier dependencia doctrinal del tipo que fuera, entre otras co-sas especialmente deplorables escribió:
“Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la Iglesia” .
6.1.1. Irracionalismo fideísta
Además de lo anterior y aunque no es totalmente seguro que Descartes estuviera convencido de la verdad de sus propias palabras, hay que recordar que en su enumeración de los grados de sabiduría co¬loca, en un grado infinitamente superior a todos, la revelación divina, de la cual dice que
“nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible” .
Afirma igualmente, haciendo una apología de la fe, tan alta o más que las de Aurelio Agustín o Tomás de Aquino, que
“se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por más que excedan nuestro alcance” ,
y, en este mismo sentido y como si quisiera insistir en el tes-timonio de su fe para evitar cualquier posible polémica con la jerarquía católica, en la carta a los decanos y doctores de la Sagrada Facultad de Teología de París, citada anteriormente, no sólo incurría en un círculo vicioso al decir que Dios existía porque lo decían las Sagradas Escrituras y que las Sagradas Escrituras eran ciertas porque provenían de Dios sino en un irracionalismo fi¬deísta aparentemente cándido, que ponía en evidencia su falta escrúpulos y una enorme frivolidad que pudo impedirle tomar conciencia de sus graves incoherencias. Tal vez esta candidez pudo ser aparente y no tan ingenua, pues la carta en que aparecían estas “deducciones” tan espe-ciales iba dirigida a los decanos y doctores de la facultad de Teología, ninguno de los cuales iba a ponerles objeción algu-na tan fácilmente asumibles desde el punto de vista católico.
Es probable que Descartes fuera consciente de lo absur-do de sus afirmaciones, aunque cabe también la remota posi-bilidad de que no lo fuera. En el primer caso, ¿qué expli-cación tendría su falta de escrúpulos para plantear como evi-dente lo que sólo era un evidente círculo vicioso? Parece que la explicación de tal actitud se relacionaría con las ansias del pensador francés por contar a cualquier precio con el respaldo que podía darle ante las altas jerarquías católicas la aproba-ción de sus escritos por los doctores en de la Facultad de Teología de París. Y, en el segundo caso, ¿qué explicación tendría que, a pesar de su sobrada capacidad intelectual, no hubiera sido consciente de la existencia de un error tan mani-fiesto en su argumentación?
Resulta difícil encontrar una justificación para esta segunda parte de la disyuntiva. Quizá se podría considerar que sus creencias cristianas, asumidas desde su infancia, pudieron influir muy negativamente en su capacidad para tratar estas cuestiones religiosas desde un planteamiento crítico. De acuerdo con esta posibilidad y en la misma línea que en el anterior planteamiento, sería en cierto modo expli-cable que en la primera parte de los Principios de la Filoso-fía, al hablar de las relaciones entre razón y fe, escribiera en un sentido similar al de Tomás de Aquino:
“se ha de grabar en nuestra memoria como regla supre-ma la de que deberán creerse, como las más ciertas de todas, aquellas verdades que nos fueron reveladas por Dios. Y aun cuando acaso la luz de la razón […] pare-ciera sugerirnos otra cosa, se ha de dar fe, sin embargo, únicamente a la autoridad divina más que a nuestro propio juicio” .
Una tercera posibilidad –quizá la más aceptable- es la de que la actitud cartesiana al defender tales argumentaciones tan absurdas pudo deberse a una mezcla de todos esos motivos, y especialmente a su deseo de contar con la apro-bación de los teólogos docto¬res como un apoyo ante cual-quier posible desautorización de la jerarquía católica, y a su deseo de contar con la aprobación de estos mismos doctores de la facultad de Teología como una plataforma para aumen-tar su prestigio como filósofo.
En cualquier caso, diversos puntos de vista como los que se acaban de mostrar conducen a la conclusión incuestiona¬ble de que si, en teoría, Descartes fue el padre del racionalismo moderno por haber defendido la independencia de la razón frente a la autoridad de la filosofía anterior, y por haber pretendido encontrar un método seguro para el progreso de la Filosofía hasta convertirla en un auténtico conocimiento, en la práctica siguió siendo un hijo póstumo del fideísmo medie-val por su falta de decisión para poner entre paréntesis no sólo los conocimientos sensibles, matemáticos y de cualquier otra ciencia, sino también sus creencias religiosas a la hora de reconstruir la Filosofía, creencias que, por el contrario, situó por encima de la misma razón, la cual en ningún caso podría arrogarse ni de lejos el derecho de juzgarlas.
En definitiva, después de haber estado buscando un método para fundamentar con el máximo rigor todo el cono-cimiento, hasta el punto de no dar credibilidad alguna a nada que no se le hubiera manifestado con absoluta evidencia, con absoluta claridad y distinción, finalmente Descartes defendió una postura sorprendentemente con¬traria al propio raciona-lismo por el que se le conoce, al concluir que el mayor cono-cimiento es el que se obtiene mediante la fe en las ver¬dades reveladas por Dios, lo cual podría parecer una broma de mal gusto en cuanto el “teólogo” francés no intentó demostrar en ningún momento cómo había podido asegurarse acerca del valor de aquellas su¬puestas verdades, aceptadas simplemente por fe, es decir, sin funda¬mento alguno, ni racional ni empírico.
Es verdad, por otra parte, que el “teólogo” francés intentó demostrar la existencia del dios de su religión a la vez que hablaba de la Revelación, pero, al margen de que eviden-temente era imposible que la demostrase, no presentó argu-mento alguno por el cual hubiese que aceptar que ese dios hubiera revelado algo, que se hubiera encarnado en Jesús o que hubiera revelado sus “misterios” a la Iglesia Católica. Y así, si en el Discurso del Método se exigió el mayor rigor a la hora de aceptar cualquier supuesto conocimiento, de manera que finalmente sólo la verdad “cogito, ergo sum” superaba la prueba de la duda, este aparente rigor se mantuvo incoherente y asombrosamente unido a unas supuestas verdades de fe que no tenían otra justificación que la de haberlas recibido como tales durante su infancia, hasta el punto de que ni siquiera la regla de la evidencia constituyó para él un principio seguro en su búsqueda del conocimiento, en cuanto no fue la eviden-cia lo que le condujo a defender las “verdades” de su fe religiosa, sino que fue su fe lo que le llevó a defender tales supuestas verdades como superiores a los conocimientos racionales.
Conviene recordar en este sentido que el cisma protes-tante se había producido en el mismo siglo del nacimiento de Descartes y que, desde aquel momento, la jerarquía católica siguió utilizando todas las armas a su alcance para evitar cualquier forma de pensamiento que pudiera debilitar su poder, tanto religioso como especialmente político y social. De hecho, ese poder era muy fuerte desde hacía ya mucho tiempo, pero además hacía pocos años que de manera impla¬cable y cruel se había manifestado condenando a la hoguera a Giordano Bruno en el año 1600, a Giulio Caesare Vanini en el año 1619, a Jean Fontanier en el año 1622, a Galileo Galilei, a quien se condenó a un arresto domiciliario de por vida en el año 1633, y, de manera especialmente cruel y sanguinaria, cuando en 1628 Luís XIII y el cardenal Riche-lieu asediaron con sus tropas a los protestantes de La Ro¬chelle, causando la muerte de 22.000 personas, es decir, de la gran mayoría de sus habitantes, pudiendo haber sido Descar-tes –al menos, según cuenta Baillet- testigo de aquella brutal masacre. Además, el Parlamento de París, bajo el mando del cardenal Richelieu, había decretado en 1624 la prohibición bajo pena de muerte de enseñar cual¬quier opinión contraria a los autores antiguos aprobados y de mante¬ner debates públi-cos sobre temas distintos a los aprobados por los doctores de la Facultad de Teología.
Teniendo en cuenta este ambiente tan denso de fanática intolerancia, es comprensible que, a raíz de todos estos hechos, presentes en la memoria del pensador francés, éste no se atreviera a publicar su obra El mundo y que en definitiva no se atreviera a publicar nada que pu¬diera poner en peligro su integridad física o su prestigio filosófico y, por eso, resulta explicable que en 1637, cuando publicó el Discurso del Método, optase por excluir de la duda metódica todo lo concer¬niente a las “verdades” de la religión católica.
Por otra parte, todas estas consideraciones conducen a pensar que, si Descartes fue un filósofo, fue igualmente un teólogo, aunque no llegase a serlo al estilo de Tomás de Aquino, en cuanto no se conformó con realizar escritos teoló-gicos sino que tuvo la osada ambición de estructurar y siste-matizar la totalidad del conocimiento, y porque, a pesar de haber realizado aquellos continuos panegíricos de la Revela-ción y de la iglesia católica, a excepción de sus incursiones en el problema de la demostración de la existencia de Dios, no rea¬lizó deducción de ninguna clase para demostrar los contenidos relacionados con la fe en la que había sido educa-do, siendo por el contra¬rio su creencia en el dios católico y sus cualidades el punto de partida no demostrado, a pesar de los vanos intentos del pensador francés, para todas sus deduc¬ciones posteriores, que convertían su sistema en un gigante aparen¬temente hercúleo pero con los pies de barro y enor-memente dañado en la casi totalidad de su estructura.
Así que, si Nietzsche dijo de Kant que era un teólogo disfra-zado, con mayor razón podría haber dicho que Descar-tes era un teólogo sin disfraz en cuanto intentó deducir el árbol de la Filosofía a partir de unas raíces teológicas que siempre aceptó, al considerar que la supuesta revelación divina “nos eleva de un solo golpe a una creencia infa-lible” , sin haberla sometido a la prueba de la duda, a pe¬sar de que en diversos momentos “jugó a demostrar” aquello que previamente había aceptado sin otras bases que las de las creencias recibidas, de las que afirmó que tenían un valor absoluto sin investi¬gar si era posible justificarlas racional-mente en lugar de aceptarlas de modo irracional y por el solo hecho de haber sido adoctrinado en ellas.
En este sentido ya en las Reglas para la dirección del espíritu no tuvo ningún reparo en hablar de “un poder superior” como origen de “creencias infalibles” sin aclarar el origen de su supuesto conoci¬miento de tal poder superior, y afirmando del modo más irracional imaginable y absolu-tamente inconciliable con lo que debería haber sido la actitud propia del llamado “padre del racionalismo” que
“componen por impulso sus juicios acerca de las cosas aquellos a quienes su propio espíritu mueve a creer algo, sin estar convencidos por ninguna razón, y sí sólo determinados por algún poder superior, por la propia libertad o por una disposición de la fantasía: la primera influencia nunca engaña” ,
es decir, ¡una “influencia” que provendría de aquel “poder superior”! Y quien escribió esto fue ¡“el padre del raciona-lismo”! ¿Qué genio le otorgó ese título?
6.1.2. El valor de la fe
De manera complementaria con lo señalado en el apartado anterior, para intentar comprender el pensamiento cartesiano tiene interés comentar algunos textos que reflejan su punto de vista acerca del valor de la fe, considerada en sí misma o en su relación con el conocimiento.
a) Así, en las Reglas para la dirección del espíritu defendió, al igual que Aurelio Agustín y Tomás de Aquino, la supremacía de la fe sobre el conocimiento hasta el punto de llegar a escribir:
“Todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento, puesto que, como la fe que tenemos en ello se refiere siempre a cosas oscuras, es acto no del espíritu sino de la voluntad, y si esa fe tiene fundamentos en el entendimiento, éstos pueden y deben ser descubiertos principalmente por una de las dos vías ya indicadas [intuición y deducción], como quizás algún día mostraremos con mayor amplitud” .
Estas palabras resultan especialmente sorprendentes por-que dan por hecho
1) que el dios de la iglesia cató¬lica existe,
2) que ha revelado algo,
3) que la fe se refiere a cosas os¬curas,
4) que es un acto de la voluntad, y
5) que podría tener funda¬mentos en el entendimiento,
A continuación se pasa a realizar el análisis de tales afirmaciones:
1) Por lo que se refiere a la simple afirmación de la existencia del dios católico ya se han comentado en otro lugar los intentos y subsiguientes fracasos del pensador francés por demostrar la existencia de tal supuesta realidad. Aquí su simple afirmación se presenta como una declaración dogmá-tica basada en el adoctrinamiento recibido por Descartes, que posteriormente no se atrevió a someter a la duda metódica por el temor al enorme poder de la Iglesia católica sobre la vida y la muerte de quienes se atrevían a criticar cualquiera de sus doctrinas y porque el propio pensador francés optó por la solución vital más fácil: La de ser un fiel lacayo de quienes en aquellos momentos detentaban de modo implacable el poder religioso, político y social.
2) Respecto a la cuestión de si el dios católico había revelado algo o no, ya se ha hecho referencia al lamentable círculo vicioso en que incurrió el “teólogo” francés cuando escribió que había que creer en las sagradas Escrituras porque provenían de Dios y que había que creer en Dios porque así constaba en las Sagradas Escritu¬ras, inspiradas por él. Aquí se muestra un nuevo di¬lema: O Descartes era consciente del círculo vicioso en que incurría o no lo era. Si lo era, o bien demostraba que no tenía escrúpu¬los para decir lo que creía que sentaría bien a la jerarquía católica o bien no daba importancia a saltarse las leyes de la Lógica, porque en cualquier caso creía en aquellas doctrinas religiosas al margen de su incoherencia lógica. Y, si no lo era, en ese caso demostraba que su frivolidad era realmente asombrosa en cuanto pretendiese aparecer ante la jerarquía católica como defensor de sus doctrinas.
3) La afirmación de que la fe se refiera a “cosas oscuras” plantea el problema de por qué habría que afirmar tales contenidos en cuanto fueran así, en lugar de abstenerse de juicio mientras no se dispusiera de la suficiente evidencia respecto a su verdad o falsedad. Conviene recordar a este respecto que, según indicaba en las cuartas Meditaciones metafísicas una actuación de la voluntad pronunciándose acerca de cuestiones en relación con las cuales el enten-dimiento no hubiese proporcionado suficiente claridad y distinción implicaba un uso moralmente incorrecto del libre albedrío, y eso era lo que en este caso su-cedía. Pero, al pare-cer, en esos momentos a Descartes no le interesó ser cohe-rente con su propia doctrina acerca de las causas del error.
4) La consideración de que la fe sea un acto de la voluntad era realmente una herejía respecto a la dogmática católica, según la cual la fe es una “virtud teologal”, es decir, una virtud que el hombre no adquiere por sus propios esfuer-zos, como sucedería con las llamadas “virtudes cardinales”, sino que recibiría de Dios como un don gratuito. El hecho de que Descartes la considere además como un acto de la voluntad no introduce novedad alguna en su pensamiento en cuanto para él cualquier juicio se forma mediante un acto de la voluntad mediante el cual se afirma o se niega determinada relación entre conceptos. Por ello es una incongruencia el hecho de que cuando se trata de actos de la voluntad referidos a los contenidos oscuros de la doctrina católica Descartes los considere meritorios a pesar de que, de acuerdo con sus pro-pias consideracio¬nes, tales pronunciamientos de la voluntad serían moralmente condenables.
5) Plantear la posibilidad de que la fe tenga fundamentos en el entendimiento está en contradicción con el concepto mismo de fe, en cuanto ésta se refiere por definición a doc-trinas incomprensibles para el entendimiento humano y, por ello mismo, el asentimiento a sus contenidos sería moral-mente incorrecto desde la perspectiva cartesiana, en cuanto la actitud de la voluntad debería ser la de afirmar o negar tales contenido sólo cuando el entendimiento dispusiera de razones objetivas suficientes para hacerlo, y abstenerse de juicio mientras tales razones fueran incompletas, tanto para afirmar como para negar. Pero además, si existieran fundamentos en el entendimiento en relación con los contenidos de la fe, o bien tales fundamentos serían suficientes para que la voluntad se pronunciase y en tal caso la fe equivaldría a conocimiento, o bien no lo serían y en tal caso la fe, entendida como acto de la voluntad, implicaría un mal uso del libre albedrío.
En las Meditaciones metafísicas Descartes retoma sus reflexiones acerca de la fe y trata de encontrar una solución al problema que plantea el hecho de que se refiera a “cosas oscuras” en relación con las cuales la voluntad no tendría ningún derecho a pronunciarse. El “teólogo” francés respon-de a esta dificultad diciendo que
“aunque de ordinario se diga que la fe versa sobre cosas oscuras, se entiende eso solamente de su materia, y no de la razón formal en cuya virtud creemos; al contrario, di-cha razón formal consiste en cierta luz interior con la que Dios nos ilumina de un modo sobrenatural, y gracias a ella confiamos en que las cosas propuestas a nuestra creencia nos han sido reveladas por Él, siendo entera-mente imposible que mienta y nos en¬gañe: lo cual es más seguro que cualquier otra luz natural, y hasta, a me-nudo, más evidente, a causa de la luz de la gra¬cia” .
Esta respuesta era sorprendentemente lamentable. Des-cartes parecía haberse confundido de público, de manera que en lugar de escribir meditaciones filosóficas estuviera escri-biendo meditaciones teológicas y místicas, pues esa refe-rencia a lo “sobrenatural” y a la “luz de la gracia” podría resultar muy poético y sugerente, pero se encontraba a millones de años luz de lo que hubiera podido considerarse como un discurso racional. Por otra parte, era igualmente deplorable, por cuanto incurría en un nuevo círculo vicioso, proclamar que la razón formal por la que se podían afirmar los contenidos oscuros de la fe consistía en que “Dios nos ilumina de un modo sobrenatural” para que tales contenidos pudieran ser afirmados, pues el “teólogo” francés no explicó qué proceso místico le condujo a tal iluminación sobrenatural o cómo consiguió el conocimiento de que otros hubieran llegado a ella, pues, si eso hubiera sucedido, la voluntad habría tenido bases suficientes para pronunciarse sin nece-sidad de recurrir a la fe.
Pero ya se sabe que en el terreno de las creencias reli-giosas siempre se recurre a seguridades meramente subjetivas que nada aportan al conocimiento, pero sí al dogmatismo, al fanatismo y a la intolerancia contra quienes intentan alcanzar algo de claridad acerca de estos asuntos pretendida¬mente sobrenaturales a los que solo unos pocos escogidos tendrían un privilegiado acceso.
En los Principios de la Filosofía Descartes vuelve a expresarse de un modo ingenuamente dogmático, que para nada se corresponde con lo que debería ser la actitud de un filósofo, sino sólo con la de un obispo o con la del lacayo de un obispo, como lo fue en muchas ocasiones el “teólogo” francés cuando defendió que
“Se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por más que excedan nuestro alcance” .
En otros momentos se pronuncia en un sentido idéntico al del texto anterior e idéntico al de Tomás de Aquino cuando escribe:
“que sea evidentísimo que las cosas reveladas por Dios deben ser creídas y que debe preferirse la luz de la gracia a la luz de la naturaleza no puede ser motivo de duda o asombro para nadie que verdaderamente tenga fe católica” .
Es verdad, por otra parte, que, si se analizan estos textos de manera algo minuciosa, podría considerarse en sentido estricto que no dicen nada criticable en cuanto simplemente proclaman que “las cosas reveladas por Dios deben ser creídas”, sin especificar si realmente hay cosas reveladas por Dios. Y, si con esta puntualización no es suficiente, hay que te¬ner en cuenta que se refiere a quien “tenga la fe católica”, cuyas implicaciones estarían reflejadas en las palabras ante-riores. Ahora bien, en cuanto Descartes esté afirmando de forma dogmática, como así parece, que en efecto hay un dios, el dios católico, que ha revelado determinadas doctrinas, en tal caso incurre en un dogmatismo fideísta simplemente irracional, lógicamente motivado por el temor a la jerarquía católica y por su deseo de servir fielmente a los intereses de esa jerarquía en espera de reciprocidad.
Más adelante, en una carta al marqués de Newcastle, Descartes vuelve a tratar del tema de la fe desde una pers-pectiva que pretende aproximar la fe al conocimiento, aunque evidentemente sin conseguirlo, y aceptando la existencia de una “incertidumbre” final como resultado de este proceso:
“todos los conocimientos que podemos tener de Dios sin milagro en esta vida descienden del razonamiento y del progreso de nuestro discurso, que los deduce de los principios de la fe, que es oscura, o proceden de las ideas y de las nociones natu¬rales que hay en nosotros, que, por claras que sean, son grose¬ras y confusas respecto de asunto tan alto. De manera que el conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la razón conserva, en primer término, las tinieblas de que fue sa¬cado y, además, la incertidumbre que experimentamos en to¬dos nuestros razonamientos” .
Lo más llamativo de este escrito es que en él, cuando el autor habla acerca de las condiciones para la aceptación de cualquier doctrina de fe como auténtico conocimiento, acepta la existencia de un problema que impediría que la fe pudiera equipararse al conocimiento. Pues, cuando dice que el “pro-greso de nuestro discurso […] deduce [los conocimientos] de los principios de la fe, que es oscura”, reconoce que por muy exactas y perfectas que sean las deducciones efectuadas a partir de tales “principios de la fe”, en cuanto ésta es “oscura”, las implicaciones últimas de tales principios serán tan oscuras como lo eran esos principios. Y así lo reco¬noce el propio pensador cuando escribe a continuación que “el cono¬cimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la razón con¬serva […] las tinieblas de que fue sacado”. La pregunta que surge por ello es: ¿Cómo se puede seguir hablando de “conocimiento” en relación con unos contenidos de los que se considera que su fun¬damento es “oscuro” y que “conserva […] las tinieblas de que fue sacado?
A pesar de que estos escritos pertenecen a momentos avanza¬dos de la vida de Descartes, conviene no olvidar que en el fondo su actitud respecto a estas “verdades de fe” fue la misma que había tenido desde el principio, aunque pudo intensificarse en esos últimos años de su vida como conse-cuencia de su relación con diversos representantes del clero católico y como consecuencia de otros factores personales, relacionados, por ejemplo, con el amargo final de sus discu-siones con los teólogos protestantes holandeses.
6.2. La perspectiva sobre la Religión
Desde un punto de vista teórico Descartes pretendió ser fiel a las doctrinas de la jerarquía católica y, en líneas generales, lo fue hasta el punto de intentar demostrar en ocasiones algunas de ellas. Sin embargo, en algún momento se atrevió a pensar de un modo más independiente y eso le condujo a defender doctrinas menos ortodoxas que llegaron a rozar la herejía.
6.2.1. Ortodoxia
Por lo que se refiere a la dogmática católica, inundada de tantos absurdos, resulta sorprendente que Descartes la acep-tase con tanta facilidad y sin plantear apenas objeciones. La única explicación de este hecho parece que se relaciona con una actitud de sumisión instintiva al inmenso poder de la jerarquía católica ejercido cruelmente contra toda forma de pensamiento que pudiera ser discordante respecto a sus doc-trinas. Y, como a Descartes le importó más su propio presti-gio en la sociedad en que le tocó vivir que la búsqueda de la verdad en un terreno tan peligroso como el religioso, ello determinó posiblemente que estableciese los límites dentro de los cuales poder pensar, discutir y escribir libremente, dejan-do al margen de dichos límites todo –o casi todo- lo concer-niente a la reli¬gión, como el propio pensador declaró en el Discurso del método.
A pesar de todo, más que el hecho de que Descartes no discutiera la absurda dogmática católica, en cuanto hacerlo era realmente peli¬groso, lo que llama la atención es que llega-se a defender de un modo explícito doctrinas realmente in-coherentes y en ningún caso asumibles desde la racionalidad. Además, en cuanto es difícil aceptar que Descartes no alcan-zase a comprender la contradicción de tantas doc¬trinas del cristianismo, una explicación de su actitud, como ya se ha indicado, consiste en que, llevado de su propio instinto de con¬servación, renunciase a sumergirse en el terreno peligroso del análi¬sis crítico de las doctrinas teológicas y decidiese construir su propio pensamiento, partiendo de su aceptación acrítica.
Tal actitud no era la más propia de un auténtico buscador de la verdad, pero tanto su vida como su producción filosó-fica son plenamente congruentes con esta explicación. A esto hay que añadir que la actitud cartesiana en torno a las doc-trinas de la iglesia católica en algunas ocasiones fue más allá de la aceptación de sus doctrinas y no se conformó con ser prudente sometiendo sus ideas a la autoridad de la Iglesia en lo que pudiera estar equivocado, sino que llegó a internarse en este terreno de modo innecesario en apoyo de estas doc-trinas y lo hizo de un modo tan deplorable que su actitud conduce a pensar que este “teólogo”, en lugar de ser consi-derado como “el padre de la filosofía mo-derna”, con mayor motivo debería haber sido considerado, en cierto modo al menos, como un hijo póstumo del fideísmo medieval.
En este sentido y como ejemplo de esta actitud sumisa a la jerarquía católica, Descartes habló de dogmas de fe con toda la naturalidad del mundo, como si fueran verdades evidentes. Así, por lo que se refiere al tema de la creación, trató de justi¬ficar el dogma correspondiente a partir de la omnipotencia divina preguntando:
“¿de qué serviría la infinita potencia de ese imaginario infi¬nito, si nunca pudiera crear nada?” .
Su pereza mental y su rendición incondicional a la dogmática católica le impidió plantearse otra pregunta: ¿qué nece¬sidad podía tener un ser infinito y perfecto en todos los sentidos de crear nada? Alguien podría quizá contestar: “No creó el Universo por-que lo necesitase, sino porque quiso”. Pero igualmente se le podría responder: “Necesitar y querer son el fondo una misma cosa, pues sólo se quiere lo que se echa en falta, algo de lo que se carece, algo de lo que de algún modo se siente una necesidad, pero, por definición, un ser perfecto no ca¬rece de nada, y, por ello mismo, no puede querer nada, por lo que suponer que haya querido crear el mundo sólo tiene sentido desde una visión antropomórfica de lo que podría ser un dios, pero ni si¬quiera desde lo que sería una consecuencia de aquel constitutivo formal de dios, como “ipsum esse subsistens”, del que hablaba Tomás de Aquino, pues un ser infinito y perfecto en todos los sentidos sería tan autosuficiente que no haría absolutamente nada, a pesar de que Descartes opone que, dado su poder infinito, sería muy extraño que no lo utilizase… Sí, muy extraño, pero mucho más extraño es que un dios que todo lo programa y todo lo controla, juzgue, premie, casti¬gue a “sus juguetes telediri-gidos” como si fueran responsables de los actos para los que él mismo les habría programado, y que además re¬alice la comedia de encarnarse en un hombre para sufrir y morir a fin de conseguir que su padre renuncie a la venganza del castigo y perdone al hombre sus pecados, como si, al margen de esa comedia, su supuesta misericordia infinita fuera insuficiente para la concesión del perdón –si hubiera habido algo que perdonar-.
En relación con esta cuestión, Descartes acepta igual-mente sin discusión de ninguna clase el dogma de la “Encar-nación”, dogma central del cristianismo según el cual Dios se hizo hombre para ser sacrificado en una cruz y pagar de ese modo por el pecado original del que, por cierto, no se dice ni una sola palabra en el Antiguo Testamento, por lo que repre-senta uno de los inventos originales del cristianismo. El pen-sador francés menciona ese dogma en una carta a Chanut, haciendo referencia al amor que el hombre debe sentir hacia ese Dios por el hecho de que Dios se haya hecho uno más con nosotros y haya pagado por los pecados del hombre con el sacrificio de su muerte. Escribe el “teólogo” francés:
“no me asombra que algunos filósofos estén convén-cidos de que sólo la religión cristiana nos hace capaces de amar a Dios al enseñarnos el misterio de la Encar-nación con el que Dios se rebajó hasta hacerse semejante a nosotros” .
Como era comprensible hasta cierto punto, Descartes no se detuvo a analizar si tenía algún sentido la idea de un dios que se hiciera hombre, si tenía sentido decir que dios se rebajaba al hacerse hombre, si tenía sentido que tuviera que sacrifi¬carse en una cruz, que tal sacrificio fuera el instru-mento necesario para perdonar al hombre, que hubiera algo de lo que tuviera que per-donar a los hombres, y, en su caso, que el dios católico no pudiera perdonar sin ne¬cesidad de ninguna tragicomedia especial como la de su encarnación y muerte para “pagar por los pecados del hombre”, como si tuviera algún sentido un perdón que no fuera gratuito y no a cambio de una muerte.
Toda esa serie de ideas absurdas se podían rebatir con la simple consideración de que un ser omnipotente puede lograr directamente y sin mediación de nada todo aquello que pueda conseguirse a través de la mediación de cualquier instru-mento. Y, en este sentido, la idea de un Dios que se hacía hombre a fin de sacrificarse y obtener así el perdón para los demás hombres no era otra cosa que un mito sádico relacio¬nado con la Ley del Talión, que dejaba de tener sentido desde el momento en que se considerase que una conse-cuencia de la supuesta misericordia infinita de ese dios sería la de que concedería su perdón al hombre –si es que tenía algo de qué perdonarle- sin ne¬cesidad de tanta historia.
La referencia de Descartes a la importante doctrina cató-lica relacionada con el amor a Dios por parte del hombre, a pesar de ser una doctrina muy importante en el cristianismo, tampoco parece te¬ner otro sentido que el que le da el hecho de que quienes practican esa religión tienen un concepto antropomórfico de ese dios y consi¬deran que su amor a él será correspondido hasta el punto de que será compensado con la eterna felicidad en una vida igualmente eterna.
Pero, por añadir una ligera crítica a esta doctrina, es ciertamente difícil entender la idea de un dios, amor infinito, que mantenga al ser humano en unas condiciones de vida tan lamentables, sometido al dolor y a todo tipo de enfermedades, hambre y sufrimientos, hasta que lle¬gue el momento en que se le ocurra permitirle gozar de esa felicidad prometida. ¿Tendría sentido que un padre mantuviera encerrado a su hijo sin comer y pasando toda clase de penalidades hasta que finalmente se le ocurriera dejarle disfrutar de la vida? ¿Qué otra cosa es la vida humana terrena en comparación con esa otra vida en la que todo sería felicidad sin mezcla de sufri-miento alguno? Desde la doctrina católica, cuando no se dispone de respuestas para estas preguntas tan simples, siempre se recurre a la idea de que se trata de un “misterio” y de que hay que ser humilde y someter la propia razón a los dogmas que la jerarquía católica establece, por muy contra-dictorios que sean.
Estos dogmas y creencias, tan irracionales y antropo-mórficos, fueron los que ocuparon la mente y la pluma del pensador francés para ganarse los favores de la jerarquía católica y para poder sobrevivir con cierto sentimiento de sosiego en aquellos tiempos en los que el poder de la iglesia católica no se limitaba al de las simples excomuniones sino que trataba de colaborar para el cumplimiento de los desig-nios de su dios, enviándole con diligencia a los herejes para que los juzgase y condenase al fuego eterno… o, mejor, para que no entorpeciesen su fabuloso negocio.
6.2.2. Heterodoxia
A pesar de la preocupación cartesiana por mantenerse fiel a la ortodoxia católica, en algunas ocasiones la tendencia espontánea de su discurso racional le llevó a defender alguna doctrina que se ale¬jaba de esa línea de pensamiento. En este sentido tiene interés refle¬jar su punto de vista acerca de la oración y su pretensión de demos¬trar algunos dogmas de fe, lo cual era contradictorio con los conceptos de dogma o de misterio.
Finalmente, hay que señalar que en algunos ca¬sos su racionalidad le condujo al rechazo de algún dogma de la fe católica, aunque manteniendo sus opiniones de manera privada.
a) Críticas al sentido tradicional de la oración
Por lo que se refiere al tema de la oración, Descartes, siendo coherente en líneas generales con el concepto católico de dios, criticó el sentido que tradicionalmente ha tenido y sigue teniendo la oración en el cristianismo como petición a Dios de determinados bienes. En este punto, la jerarquía católica ha sabido encontrar en la oración un enorme filón económico para seguir llenando de manera compulsiva las arcas del Vaticano, las de sus múltiples sucursales distri-buidas por los diversos lugares del planeta y las de los comerciantes que instalan sus negocios en torno a los “lugares santos”, como Jerusalén, Lourdes, Fátima, Roma o Santiago de Compostela, adonde acuden los fieles confiando en que su dios o alguno de sus más allegados, como María o algún otro personaje, bíblico o mo¬derno, les concederán sus peticiones como satisfacción por sus peregrinaciones, dona-tivos y oraciones.
En relación con esta cuestión Descartes escribió:
“cuando [la teología] nos obliga a orar a Dios no es para que le enseñemos cuáles son nuestras necesidades ni paa que tratemos de impetrarle que cambie algo en el orden establecido desde toda la eternidad por su providencia: una y otra conducta sería reprensible, sino sólo para que obtengamos lo que ha querido desde toda la eternidad que obtuviéramos me¬diante nuestras plegarias” .
El “teólogo” francés tenía razón en sus críticas a estas formas de oración, pero no la tenía en la defensa de que la oración pudiera tener algún sentido, como lo sería el de que “obtengamos lo que [Dios] ha querido desde toda la eternidad que obtuviéramos mediante nuestras plegarias”, lo cual seguía siendo ridículo en cuanto Descartes olvidaba aquí que
1) en cuanto ese dios, como consecuencia de su omni-potencia y de su infinita bondad, siempre haría lo mejor, no tenía sentido la actitud antropomórfica de pretender recor-darle o pedirle que lo hiciera; y
2) en cuanto tenía mucho menos sentido pedirle que hiciera algo distinto de lo mejor.
Era muy difícil que Descartes llevase a sus últimas consecuencias la idea de que, habiendo predeterminado ese dios la marcha del Universo hasta en sus detalles ínfimos, la oración pudiera tener sentido alguno. Y considerar que la oración pudiera servir para que ese dios concediera al hombre lo que había decidido concederle como consecuencia de sus oraciones era una solución absurda que hacía depender las decisiones divinas de las oraciones del hombre, pues si ese dios siempre hacía lo mejor, el hecho de que algo fuera lo mejor no podía depender de que el hombre lo pidiera o lo dejara de pedir, y, por ello, las acciones divinas debían ser las mismas, con independencia de que el hombre se las pidiera o no. Es decir, en cuanto ese dios hacía siempre lo mejor, la oración no podía determinar que hiciera algo distinto de lo que tenía planificado, como si el hecho de que el hombre se lo pidiera pudiera determinar que aquello que no era lo mejor se convirtiera en lo mejor como consecuencia de las peti-ciones humanas. La oración tendría un carácter tan antropo-mórfico como lo tendría la actitud de quien entendiera a ese dios como un padre que espera a que su hijo le suplique la comida para dársela, olvidando que, en cuanto la comida fuera buena para el hijo, el padre se la daría sin condición de ninguna clase, y que, en cuanto no lo fuera, aunque se la pidiera, no se la daría.
No obstante, a pesar de que desde un punto de vista simplemente teórico no parecía nada difícil llegar a com-prender el carácter meramente antropomórfico de la oración, teniendo en cuenta las graves consecuencias que habrían deri-vado de que Descartes hubiera defendido públicamente un punto de vista como éste, resulta comprensible que no tratase de profundizar mucho más en esta cuestión.
En relación con este punto, Descartes hace referencia en otro momento a la doctrina católica particular en que se habla la “gloria” de su dios y por la que se le rinde pleitesía, como si se tratase al menos de un faraón egip¬cio. Sin embargo, Descartes no se atreve o no se plantea profundizar en el tema sino que sólo lo menciona de pasada, aceptando la doc¬trina de que “todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios”, pero defendiendo, que ese dios debió de tener otro fin al crear el Universo, tal como lo indica cuando escribe:
“aunque es verdadero […] que todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios sería, sin embargo, pueril y absurdo si alguien afirmara en Metafísica que Dios, como un hombre muy soberbio, no ha tenido otro fin al crear el universo que el de ser alabado por los hombres”
En este punto Descartes tiene en principio la prudencia de aceptar que, en efecto, “todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios”, pero luego tiene también la inocente valentía de considerar absurdo que ese dios “como un hombre muy soberbio, no [hubiera] tenido otro fin al crear el universo que el de ser alabado por los hombres”, aunque no se atreve a profundizar hasta el punto de señalar qué valor podría tener que los creyentes fueran a la iglesia a alabar a su dios, como si estuvieran tratando con un ser humano especialmente necesitado de autoestima a quien cualquier manifestación acerca de sus valores pudiera ayudarle para salir de su estado depresivo. ¿Para qué iba a necesitar ese dios las alabanzas de los hombres? ¿Acaso desconfiaba de su propio poder y nece-sitaba de tales alabanzas? De nuevo, pues, más antropo-morfismo, y el pensador francés sin enterarse. En definitiva, parece que la referencia a la “gloria de Dios” o al hecho de “ser alabado por los hombres” no es otra cosa que una forma de ese antropomorfismo que Descartes se atreve a mencionar cuando habla de “un hombre muy soberbio”, pero sin llevarla a sus últimas consecuencias. Pues, efectivamente, no tiene ningún sentido la idea de que un supuesto Ser Perfecto pudie-ra sentir satisfacción alguna causada por el ser humano, supuesta creación suya y supuestamente programado de manera ridícula para adorarle y para cantarle “Gloria in excel¬sis Deo”, en cuanto lo que haría no sería otra cosa que cumplir con aquello para lo que había sido predeterminado. ¿Qué satisfacción podría sentir un Ser Perfecto por las alabanzas que él mismo hubiera programado recibir de los se¬res humanos?
A estas consideraciones puede añadirse la de que los sentimientos de un ser inmutable, suponiendo que esta expre-sión pudiera tener algún sentido, que no lo tiene, no podrían cambiar como consecuencia de las alabanzas humanas: La consideración según la cual ese dios pudiera sentirse más o menos feliz, triste o satisfecho, dependiendo su estado de áni-mo de que los hombres le adorasen o le des¬preciasen es contradictoria con las cualidades de su inmutabilidad y de su omnipotencia y responde, si acaso al ingenuo orgullo de quienes creen en religiones como la católica en las que su dios está siem¬pre pendiente de ellos como si no tuviera algo más agradable que hacer, en el caso de que tuviera sentido que ese dios quisiera o necesitase hacer algo.
Así que este aspecto tan ridículo de la religión no es otra cosa que antropomorfismo puro, del que están llenas todas las religiones.
Sin embargo y de manera un tanto paradójica tanto las oraciones como las alabanzas a Dios son el mecanismo más importante para la pervivencia de todas las religiones, en cuanto los templos se construyen para acoger a los fieles, los cuales, con la esperanza de alcanzar sus peticiones, depositan sus ofrendas y donativos, con los que contribuyen al mantenimiento de la clase sacerdotal y, en especial, de sus altas jerarquías, que, predicando la pobreza, viven como “príncipes” en medio de la opulencia más absoluta.
b) A diferencia de Ockham, que criticó diversas doctri-nas tomistas defendiendo la existencia de una clara separa-ción entre fe y conocimiento, Descartes tuvo la pretensión de demostrar la verdad de algún dogma de fe, a pesar de que la jerarquía católica afirmaba que se encontra¬ban por encima de la razón humana, como sucedió con el misterio de la transus-tanciación, en relación con el cual en 1638 el “teólogo” francés tuvo la osadía de darle una explicación, comentando al padre Vatier que
“especialmente la transubstanciación, que los calvinistas consideran como imposible de explicar con la filosofía ordinaria, es muy fácil con la mía” .
Respecto a otros dogmas, como los del pecado original o el de la existencia del Infierno, según indica Watson, Descar-tes negó el primero y “en una carta dirigida a Huygens el 10 de octubre de 1642, también parecía negar el infierno” . No obstante, en otra carta posterior al embajador Chanut, en la que Descartes se mostraba especialmente piadoso, reconoció de manera indirecta su aceptación de este último dogma:
“aunque algunos se deleitan haciendo daño a los demás, me parece que la voluptuosidad que sienten se asemeja a la de los demonios que, como dice nuestra religión, no dejan de estar condenados porque crean estarse vengan-do continuamente de Dios al atormentar a los hombres en los infiernos” .
También es verdad que el valor representativo de esta carta como expresión de las creencias religiosas de Descartes puede ponerse en cuestión si se tiene en cuenta que en aquellos años parecía actuar de un modo especialmente calculador a fin de ganarse la estima e incluso la compasión del embajador Chanut, especialmente religioso, a fin de que éste le pusiera en contacto con la reina Cristina de Suecia.
En principio resulta bastante patético que el teórico padre del racionalismo moderno llegase a plasmar en esta carta su “creencia” en los demonios, en la libertad de éstos para dañar a los hombres y en su voluptuosidad por realizar tales acciones. Es decir, sería realmente patético que Descar-tes hubiera podido llegar a creer:
b1) en la verdad de la contradicción de que un ser infinitamente bueno castigase a un fuego eterno tanto a una serie de ángeles como a una parte importantísima de la huma-nidad a cuyo sufrimiento contribuirían estos ángeles conde-nados;
b2) que no pudiera o no quisiera controlar las ac¬ciones maléficas de los demonios contra los hombres, y
b3) que, encima, les permitiera disfrutar voluptuosa-mente de su crueldad, a pesar de estar condenados.
Sin embargo, habría una explicación para la defensa de estas doctrinas tan absurdas. La explicación de esta serie de necedades parece que podría consistir, como ya se ha dicho, en que Descartes estuviera jugando a convencer a Chanut de su beateril religiosidad para ganarse su amistad al presentarse como un hombre muy piadoso y para que la reina Cristina llegase a conocerle desde esa perspectiva, como de hecho sucedió poco tiempo después.
Por lo que se refiere al misterio de la Trinidad segu-ramente sintió la tentación de explicarlo, pero con calculada prudencia simplemente le dijo a Mersenne que era una cues-tión de fe y no una cuestión acerca de la cual la razón humana pudiera alcanzar una explicación. Y así, para salir de esta dificultad, se acogió a la autoridad de Tomás de Aquino diciendo:
“En cuanto al misterio de la Trinidad, juzgo con Santo Tomás que pertenece puramente a la fe y no se puede conocer por la luz natural”
c) Por otra parte Descartes tuvo el atrevimiento de afirmar, como un conocimiento evidente al que había llegado, la existencia del alma, concepto religioso que él pretendió demostrar racionalmente como equivalente al de la res cogi-tans, dotada curiosamente de las mismas cualidades del alma de la religión católica, como en especial las de la inmate-rialidad y la inmortalidad. Tuvo también la osadía de preten-der explicar cómo se relacionaba con el cuerpo y, como era de esperar, sólo se le ocurrió la absurda explicación de encontrarle un lugar en el cerebro, tratándola de este modo como res extensa. Pretendió igualmente demostrar su supues-to carácter inmortal, de acuerdo con la dogmática católica, tanto en el Discurso del método como en las Meditaciones metafísicas, hasta el punto de llegar a afirmar dicha inmor-talidad como si realmente la hubiera demostrado, según escribió en el Discurso del método:
-“…puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal” ,
y en las Meditaciones metafísicas:
-“De donde se sigue que el cuerpo humano puede fácil-mente perecer, pero que el espíritu o el alma del hombre […] es por su naturaleza inmortal” .
Pero, esa serie de doctrinas era simplemente gratuita y no tenía nada que ver con el conocimiento, aunque sí con dogmas del cristianismo con los que a Descartes le venía bien entretenerse para ganarse el favor de la jerarquía católica y compensar con tales elucubraciones las posibles doctrinas heterodoxas o puntos de vista personales que pudieran desa-gradar a las autoridades eclesiásticas.
d) Precisamente en relación con tales doctrinas hetero-doxas, tiene interés hacer mención de una carta especialmente “devota”, escrita a Chanut, donde llegó a defender una doctrina ema¬nantista del alma, según la cual comentaba al embajador:
“estimo que el camino que debemos seguir para llegar al amor de Dios es pensar que es un espíritu puro o un ente que piensa, con lo que, ya que la naturaleza de nuestra alma tiene cierto parecido con la suya, nos convence-remos de que ésta es emanación de su suprema inteligencia” .
Como se trataba de una carta particular, Descartes debió de calcular que no habría ningún peligro en manifestar un punto de vista tan alejado de la ortodoxia católica, pero es evidente que existe una diferencia radical entre los conceptos de creación y emanación. La creación hace referencia a la formación directa de un ser a partir de la omnipotencia de un dios que le permite hacer algo a partir de nada; mientras que la emanación, como indica el propio texto del pensador francés, es la difusión de un ser que se manifiesta en otras realidades que siguen guardando una estrecha relación o incluso unión con tal ser originario del que proceden. Y por ello las doctrinas emanantistas tienen generalmente un carác-ter panteísta, según las cuales dios sería como el Sol, mien-tras que sus rayos serían sus “emanaciones”, que, a la vez que procedían de él, seguían formando parte de él. Esta doctrina le servía a Descartes para intentar hacer sentir a Chanut la íntima unión en que se encontraba con él por ser ambos una manifestación de esa unidad suprema de la que formaban parte. A partir de la comunicación de un sentimiento como ese, Descartes debió de pensar que le sería más fácil conse-guir que el embajador Chanut tra¬tase de ayudarle a conseguir sus objetivos relacionados con aquel viaje a la corte sueca. En definitiva: No parece que Descartes defen¬diera seriamente una doctrina tan herética como el emanantismo, pero, como la jerarquía católica habla también de algo parecido, al menos cuando utiliza expresiones como la de “el cuerpo místico de Cristo”, referido a la iglesia católica, y como al pensador francés podía serle útil defender en esa ocasión concreta una doctrina como ésa, en cuanto podía impactar positivamente a Chanut respecto a su religiosidad, no tuvo ningún inconve-niente en manifestarse ante él como una especie de místico que compartía con él sus ideas y emociones religiosos. Una vez más, mediante una carta como ésta, Descartes volvía a mostrar su falta de escrúpulos a la hora de manipular a las personas cuando trataba de conseguir algo que consideraba importante. Y, aunque todo lo dicho respecto a las causas de la defensa cartesiana del emanantismo sea una especulación nada más, es lo que sugiere al autor de este trabajo la refle-xión sobre tantos aspectos de la vida del pensador francés y, entre otras cosas, sobre su tendencia a la manipulación de personas para conseguir sus propios intereses, tal como ya se ha comentado en la segunda parte de este trabajo.
e) Respecto al libre albedrío, doctrina imprescindible para montar sobre ella los conceptos de responsabilidad, bon-dad y maldad moral, mérito y culpa, Descar¬tes trató esta cuestión con una frivolidad asombrosa, como se ha po¬dido comprobar en el apartado correspondiente de este trabajo, hasta el punto de haber llegado a defender el intelectualismo socrático sin ser consciente de que esa defensa implicaba un enfoque determinista, y de haberlo rechazado cuando el padre Mersenne le advirtió del carácter determinista de tal doctrina, y hasta el punto de haber defendido un concepto de libertad que representaba una limitación de la supuesta omnipotencia divina, en cuanto en una de sus cartas a la princesa Elisabeth llegó a negar de hecho la predeterminación divina, aceptando sólo la presciencia en relación con las decisiones y las acciones humanas.
6.3. La ambigua religiosidad de Descartes
6.3.1. El enfoque hagiográfico de Rodis-Lewis
A lo largo de su biografía sobre Descartes, Rodis-Lewis, siguiendo la estela de A. Baillet, dedica diversos párrafo de su obra a manifestar su admiración por la religiosidad piadosa de Descartes y por su ciega aceptación de la fe católica, diciendo de él, entre otras cosas, que “sin pretender explicar-los, se inclina ante los misterios de la creación ex nihilo y del Hombre-Dios […] y que conserva “la religión en la que Dios le ha concedido la gracia instruirlo desde su infancia” , asumiendo como auténticas las de¬claraciones del pensador francés en el sentido de que efectiva¬mente fue el dios católico quien le concedió la gracia de ser instruido en dicha religión. En esta misma línea interpretativa presenta diversos puntos de vista acerca del pensador francés según los cuales consi-dera que éste habría sido especialmente piadoso, lo cual está en contradicción con su vida y con su obra:
a) Dice que para el pensador francés “la filosofía es el punto de apoyo de una creencia recibida en la infancia, y establece sus bases sólidamente”, como si Descartes se hubiera preocupado de manera especial por fundamentar las bases de las doctrinas católicas, proyectando, al pa¬recer, en tal punto de vista su propio interés de que así hubiera sido, en cuanto ella parece defender esas mismas creencias.
Pero, frente a esta interpretación, hay que decir que, después de haber analizado la vida y la obra cartesiana, parece que el pensador francés no estuvo preocupado en ningún momento por cuestiones religiosas por el interés intrínseco de tales cuestiones sino que, si se ocupó de ellas, no fue por otro motivo que por su interés personal en aumen-tar su prestigio como pensador en un ámbito básicamente católico, política y socialmente, en donde era fundamental contar con el apoyo de la jerarquía católica y, desde luego, no escribir nada que pudiera parecer una oposición o la más ligera crítica a sus doctrinas. Descartes tenía miedo a la jerarquía católica y por ello intentó matar dos pájaros de un tiro: Por una parte, liberarse de su temor, y, por otra, que la propia jerarquía católica aprobase y defendiera la utilidad de sus escritos como un apoyo de sus doctrinas teológicas desde el campo de la Filosofía.
b) Afirma Rodis-Lewis igualmente que “Descartes reco-noce que la fe completa el saber racional”, expresión que lleva consigo el mensaje de que la fe es ya por sí misma una forma de conocimiento, lo cual es evidentemente falso.
En este punto Rodis-Lewis se coloca en una línea pare-cida a la de la Escolástica en la que la Filosofía se definía como “sierva de la Teología”: “Philosophia, ancilla Theolo-giae”, y sitúa a Descartes en esa misma línea de continuidad con respecto al pensamiento de la filosofía escolástica, a pesar de que lo que Descartes pretendía hacer, llevado de su megalomanía y de su frivolidad, era reconstruir unitariamente el edificio de la Filosofía y de la Ciencia, al margen de que, por el adoctrinamiento cristiano recibido y por las circuns-tancias sociales y políticas en que vivió, no fuera capaz de liberarse de su fuerte dependencia de las doctrinas y de la teología católica, y de tratar de mantener excelentes relacio-nes con la jerarquía católica. Rodis-Lewis parece desconocer que la fe no puede considerarse en ningún caso como cono-cimiento, por lo que la Filosofía no podía ser complemento de la fe ni vice¬versa, siendo el conocimiento lo que debía susti-tuirla a medida que avanzase en aquellos aspectos en los que se había pretendido su¬plir la ignorancia humana con toda clase de supersticiones y de dog¬mas absurdos, que se habían impuesto por la necesidad humana de obtener respuesta a sus preguntas sobre los diversos aspectos oscuros de la realidad. Rodis-Lewis parece desconocer igualmente el fenómeno según el cual el aumento del conocimiento suele ir acom-pañado de una disminución de la fe, en cuanto los misterios y dogmas religiosos se muestran como absurdos y en cuanto la misma doctrina de la fe, entendida como ciega afirmación de una doctrina de la que se desconoce que sea verdadera, deja paso a una postura más crítica y veraz, que afirma o niega cuando sabe, y que se abstiene de juicio cuando ignora.
c) Escribe además que “el alma escapa del cuerpo cuando éste sufre una avería que le impide funcionar, sin ser ella misma causa de su muerte: su suerte es por tanto inde-pendiente” , y, por el modo de estar escrita esta afirmación parece ser compartida y defendida por ella, por lo que no pre-senta ningún comentario crítico a esta antigua doctrina mítica asumida por las ac¬tuales religiones monoteístas no por su ver-dad sino por su utilidad para sus propios montajes “eco-nómico-religiosos” con los que se burlan de sus ciegos seguidores.
d) Finalmente, cuando Descartes va a Italia en 1623 por motivos relacionados con la compra del cargo de “comisio-nado general”, que finalmente no efectuó y que hubiera signi-ficado un cambio radi¬cal en su vida, Rodis-Lewis comenta que ese viaje tuvo cierta intencionalidad religiosa relacionada con sus famosos sueños de los que se ha puesto en duda incluso su propia existencia, en cuanto pudieron ser una broma del propio pensador en sus años de juventud, al margen de lo que creyese e interpretase su primer biógrafo A. Bai¬llet. De hecho, habría sido una incongruencia que Descar-tes hubiese ido a cumplir aquella promesa de peregrinar al santuario de Loreto y que, sin embargo, no hubiese obedecido de inmediato a aquella voz que le ordenaba dedicarse a la búsqueda de la Verdad.
Sin embargo, Rodis-Lewis presenta como un hecho incontrovertible que los sueños fueron reales tal y como los refleja Baillet, y que una de las finalidades del joven Descar-tes en su viaje a Italia en el año 1623 fue la de “celebrar piadosamente el aniversario de los sueños de 1619” . La profesora francesa parece haber trabajado y haberse docu-mentado bastante bien para escribir su obra sobre Descartes, pero, como biógrafa parece que es demasiado atrevida cuan-do introduce una referencia a la intencionalidad “piadosa” de ese viaje, así como en los momentos en los que habla en general de la religiosidad de Descartes, proyectando en el pensador francés lo que posiblemente sólo sea una expresión de sus propios deseos y creencias.
6.3.2. La importancia de la religión en la vida de Descartes
Al margen de que las palabras y los escritos de Descar¬tes fueran sinceros o interesados según los casos, es un hecho que la religión católica jugó un papel primordial en su filosofía, hasta el punto de que sin el recurso a la divinidad no hubiera podido escapar del solipsismo representado por la proposición cogito, ergo sum, al margen de que su recurso a la divinidad implicaba incurrir en contradicción en cuanto, si la hipótesis del genio maligno tenía sentido, la pretensión de que sus diversas “demostraciones” de la existencia de Dios tuvieran alguna consistencia estaba en contradicción con la hipótesis de que su evidencia pudiera haber sido una simple broma del genio maligno para hacerle creer que había demostrado la existencia del dios católico.
a) Descartes, como era lógico, asumió la religión cató-lica de modo incuestionable como consecuencia del largo e intenso adoctrinamiento, y como una consecuencia de su pro-pio instinto de conservación. A partir de tal aceptación acrí-tica de las doctrinas católicas y habiendo conocido durante su juventud el enorme poder de esta organización, cuando escri-bió el Dis¬curso del método temió con razón tomarse la libertad de incluir las doctrinas religiosas entre el conjunto de conocimientos a los que debía aplicar la duda metódica y, por ello, las excluyó de ella sin más aclaración que la de que iba a conservar
“con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido durante mi infancia” ,
a pesar de que en teoría y de acuerdo con sus propios plan-teamientos metodológicos, la duda debía haber tenido carác-ter universal, aplicándola por ello a las mismas doctrinas y creencias religiosas. La exclusión de tales doctrinas respecto a la “duda universal” fue una muestra de incoherencia en relación con su propia norma metodológica, aunque su acti-tud fuera comprensible como consecuencia de aquel adoctri-namiento religioso recibido y adquiriendo tal naturalidad en el conjunto de sus convicciones que alrededor de 1628, cuan-do escribió las Reglas para la dirección del espíritu, afirmó en ellas, como un hecho evi¬dente, que Dios existía y que había revelado determinadas verdades, diciendo por ello que
“todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento” ,
Esta actitud, tan carente de espíritu crítico ante estas cuestio-nes, resultaba especialmente desconcertante por su radical contraste con la actitud que pretendía adoptar en el Discurso del Método, donde iba a considerar que –con la excepción de las “verdades reveladas” de la religión católica- podía y debía dudar de todo, incluso del valor de las Matemáticas, de la existencia del mundo material o del propio cuerpo, mientras no encontrase una verdad tan evidente que fuera capaz de su-perar tales dudas y que pudiera servirle como principio para una funda¬mentación firme y segura del conjunto del conocimiento.
b) En segundo lugar, hay que decir que la excepcio-nalidad concedida a las supuestas “verdades reveladas” de la Religión Católica, aunque fue una consecuencia de su forma-ción cristiana, interiorizada como una creencia espontánea, fue también una creencia mantenida a partir de la presión ejercida sobre él por el círculo de sus amistades religiosas y, sin duda, como consecuencia de su temor a enfrentarse con la jerarquía católica, de la que conocía su extensa serie de actua¬ciones criminales a lo largo de muchos años, y muy especial-mente porque Descartes enfocó su vida intelectual sobre la base ideológica de la teología católica y sobre la base política y social relacionada con la iglesia católica, cuyo enorme poder sintió sobre sí en su infancia, en su juventud y madu-rez, cuando pudo llegar a ser más plenamente consciente de su poder y a temer por su seguridad personal a partir de las amenazas potenciales representadas por los cardenales Bérulle y Richelieu.
Descartes hubiera podido someter a la duda metódica sus creencias religiosas sin que ello significase que en verdad dudase del valor de tales creencias ni de la existencia del mundo material. Por ello es evidente que, si no lo hizo, fue por el temor a las reacciones virulentas de la jerarquía cató-lica contra sus escritos y contra su propia persona, y por su intención y esperanza en contar con el apoyo de dicha jerarquía como filósofo al servicio incondicional de su orga-nización, pues, en definitiva, si hubiese tenido el atrevi-miento de someter a la “duda” aquellas verdades de fe, es seguro que se habría ganado el rechazo de dicha jerarquía y seguramente algo más que ese rechazo.
No obstante y aunque resulte comprensible su actitud, el hecho de que en el Discurso del Método no sometiera a la duda las doctrinas relacionadas con el Dios del cristianismo y con las llamadas “verdades de fe” representa un aspecto negativo en la aplicación de aquella supuesta duda universal, y mucho más si se tiene en cuenta que el concepto de Dios jugó un papel fundamental en su filosofía, tanto en el aspecto metodológico como en el sistemático. Además, esa incohe-rencia es más grave en cuanto el Dios cartesiano aparece como la única justificación del valor de la regla de la evidencia, y, consecuentemente, como el único enlace entre el pensamiento y la hipotética realidad sensible, y entre el pensamiento y el resto de supuestas verdades de cualquier tipo, con la única excepción de la proposición “cogito, ergo sum”, la cual, según el propio pensador francés, no requería ser justificada por la regla de la evidencia.
En definitiva, el hecho de no haber extendido la duda a las creencias religiosas representó en la práctica una contra-dicción por lo que se refiere a la universalidad de la duda metódica.
Eso mismo sucedió con las doctrinas religiosas, que con absoluta incoherencia consideró como verdaderas desde el principio, al margen de que a lo largo de sus reflexiones se entretuviera intentando demostrar algunas de ellas, aunque no de manera crítica sino como el mago que hace aparecer un conejo de su chistera aparentando no haberlo colo¬cado previamente en ella.
Conviene insistir igualmente en que el miedo a la Inquisición o el simple temor a cualquier condena de la jerarquía católica debió de contribuir a que sus relaciones con el mundo clerical que le rodeaba, fueran en líneas generales especialmente intensas y positivas, viendo en ellas un seguro y una protección ante cualquier posible condena, como la sufrida por Galileo en el año 1633, que provocó que el pensador francés renunciase a publicar su obra El Mundo e incluso a inventar una teoría ecléctica que pudiera servir a la Iglesia Católica en su defensa de la inmovilidad de la Tierra.
Llama la atención que, en el Discurso del Método, a diferencia de lo que los críticos suelen decir acerca de las causas por las cuales dejó de publicar El mundo, conside-rando que se abstuvo de hacerlo por temor a la las represalias de la jerarquía católica, Descartes afirme que la causa real de su abstención fue que pensó que tal vez en su tratado hubiera errores similares a los de Galileo, de los que él no hubiera tomado conciencia y que pudieran ser perjudiciales para la religión o para el Estado, manifestando así no su temor por su seguridad personal sino su respeto y sumisión total a las doctrinas de la religión católica. Sin embargo, las palabras mediante las que en el Discurso del método explica los motivos por los que se abstuvo de publicar esa obra no se corresponden con las que escribió a Mersenne, al menos por lo que se refiere a la forma de exponerlos en cuanto en sus cartas a su amigo dijo simplemente que no deseaba oponerse a la autoridad de la Iglesia, lo cual sugiere simplemente una precaución relacionada con sus intereses personales, mientras que en el Discurso del método se refiere a su deseo de no defender nada que pudiera ser perjudicial para la religión o para el estado, lo cual no sugiere ningún interés personal sino un interés por la propia iglesia católica. Pero la diferencia más relevante entre las cartas a Mersenne y el Discurso del método consiste en que, mientras en sus cartas reconoció haber defendido la misma tesis que Galileo, en el Discurso del método lo negó, por lo que una de tales afirmaciones era necesariamente falsa al estar en contradicción con la otra. Y esto dice muy poco en favor de su integridad intelectual, especialmente si se tiene en cuenta que hubiera podido evitar incurrir en esa falsedad si en el Discurso del Método no hubiese hecho referencia a su punto de vista sobre la cuestión del posible movimiento de la Tierra. Pero, al parecer, su pánico al poder despótico de la jerarquía católica era tan grande que prefirió mentir declarando que él no era de esa opinión antes que no pronunciarse, a pesar de que en su carta a Mersenne había reconocido su acuerdo con Galileo.
Por ello y siguiendo su propósito de conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más posible a las doctrinas de la iglesia católica, no parece que tuviera otros motivos para establecer su posterior “teoría de los torbellinos” que precisa-mente el de buscar congraciarse todavía más con la jerarquía de dicha institución religiosa presentando una doctrina “ecléctica” que, aceptando la doctrina de Roma, al mismo tiempo reconociera el hecho del “movimiento” de los plane-tas alrededor del Sol, en cuanto no se moverían por sí mismos sino que serían movidos por la corriente de la materia celeste circun-dante , la cual determinaría que su respectiva dispo-sición espacial a lo largo del tiempo fuera la indicada desde el heliocentrismo.
c) El temor de Descartes hacia la jerarquía católica fue constante, de manera que incluso en 1640 y más adelante aún estuvo pre¬ocupado por si dicha jerarquía pudiera encontrar opiniones copernicanas en su obra y pudiera perseguirle por ello. Así, en el año 1645, preocupado por sus desagradables y peligrosas disputas teológicas en Utrecht y buscando la protección de la reina Cristina de Suecia, escribe a su amigo Chanut, embajador en Suecia, diciéndole:
“puesto que ya me conocen muchos hombres de escuela que buscan en mis escritos el error y procuran los medios de perjudicarme a cualquier costa, me inclino a esperar ser conocido también por las personas de alto rango, cuyo poder y virtud podrían protegerme” .
Igualmente llama la atención su preocupada búsqueda de cobijo en la autoridad de Tomás de Aquino o en otra auto-ridad católica de prestigio en relación con el contenido de sus escritos, como sucede cuando, apoyándose en la autoridad del “Doctor Angélico”, escribe:
“En cuanto al Misterio de la Trinidad, juzgo con Santo Tomás que pertenece puramente a la fe y no se puede conocer por la luz natural” .
Este mismo temor es el que, según parece, le llevó a decir que trataba de alejarse de las cuestiones estrictamente teológicas, tal como lo expresa cuando dice:
“Nada me ha impedido hablar de la libertad que tenemos de seguir el bien o el mal, sino que he querido evitar […] las controversias de la Teología y mantenerme en los límites de la filosofía natural” .
Sin embargo y en contra de estas palabras, es un hecho que su obra no sólo contiene una cantidad importante de planteamientos teológicos sino que además pretendió basarse en Dios como justificación última del valor de su método y del conjunto de su sistema filosófico y científico, lo cual era una total aberración en cuanto mezclaba las creencias religio-sas con los conocimientos filosóficos o científicos. Finalmen-te y en este sentido, cuando se enfrentó a algún problema un tanto vidrioso, en última instancia y a fin de evitar cual¬quier preocupación buscó el refugio de la autoridad de la Biblia:
“Si esta razón no satisface a mis censores, quisiera saber qué dicen de las Sagradas Escrituras, con las que ningún escrito humano debe compararse” .
d) ¿Tenía Descartes motivos objetivos para temer los ataques de la jerarquía católica, a pesar de la serie de oca-siones en que había proclamado su adhesión total a sus ense-ñanzas y doctrinas? Ciertamente sí, especialmente si se tiene en cuenta la tradicional intoleran¬cia de la Iglesia de Roma, con su arma sanguinaria de la “santa Inquisición”, y las oca-siones en que ésta había actuado en contra de los “herejes”, reales o supuestos, así como el comportamiento cruel y des-piadado de Luís XIII y del cardenal Richelieu contra los hugonotes de la Rochelle y su ley de 1624 contra la libertad en la enseñanza de la Filosofía. Como confirmación de lo dicho, hay que añadir que, efectivamente, la enseñanza de la metafísica cartesiana no sólo fue prohibida por el protes-tantismo holandés sino también por la Iglesia Católica pocos años después de la muerte de Descartes al incluir sus obras en su “Índice de Libros Prohibidos”.
Por ello, como se ha dicho antes, parece que el motivo fundamental de la marcha de Descartes a Holanda, más que estar relacionado con la búsqueda de soledad para poder dedicarse a su trabajo, se relaciona especialmente con ese temor al poder y al peligro representado por la propia jerar-quía católica, y más concretamente al representado por los cardenales Bérulle y Richelieu, el último de los cuales en 1627-1628 había masacrado a los habitantes de la ciudad de La Rochelle. Muy poco tiempo des¬pués de aquel suceso, tal vez sobrecogido por aquel ase¬dio despiadado y por la sangui-naria intolerancia religiosa que implicaba, así como muy pro-bablemente por su temor al cardenal Bérulle, Des¬cartes emi-gró a Holanda. Quizá la impresión que le produjo tanta cruel-dad absurda le hizo temer también por su propia vida hasta el punto de llevarle a tomar la decisión de alejarse de su país. Pero, según al¬gunos críticos, el detonante que provocó su par-tida estuvo relacionado especialmente con una entrevista que habría tenido con el cardenal Bérulle, en la que éste pudo haberle amenazado o “ad-vertido sutílmente” del peligro que corría su vida en Francia, quizá por su ante¬rior vinculación con la hermandad Rosacruz, o con los libertinos de París o quizá por su excesiva audacia juvenil al defender ideas que tal vez se alejaban de las que eran propias de la ortodoxia católica.
e) Su pertenencia a la hermandad Rosacruz ha sido objeto de estudio y algunos biógrafos especialmente impor-tantes consideran que en efecto existió durante algún tiempo. Sus famosos sueños –o simples fantasías de juventud- de 1619 podían representar un argumento en favor de su pertenencia a tal organización, y tal pertenencia sería una muestra más de que, especialmente en esos años, Descartes no fue un seguidor ferviente y constante de las doctrinas de la iglesia católica, sino que se dejó llevar de una sana curiosidad para buscar la verdad allá donde pudiera encontrarla. Cierto es que cuando se le preguntó si pertenecía a dicha organiza-ción, él contestó con ironía que, según se decía, los rosacru-ces eran invisibles, mientras que a él podían verlo perfecta-mente. Se trataba de una respuesta irónica en cuanto la invi-sibilidad a que se hacía referencia era metafórica, refiriéndose en realidad a que los pertenecientes a tal organización ten¬ían el cuidado de ocultar su pertenencia a ella. En cualquier caso su probable pertenencia a la Hermandad Rosacruz habría significado una actitud nada ferviente y fiel respecto a la dogmática católica.
f) Lo mismo puede decirse respecto a su probable relación con los libertinos de París, que buscaban preci-samente libertad para buscar la verdad sin impedimentos de ninguna clase. Quizá esta relación es la que pudo haber determinado su precipitada “huida” a Holanda, ante el funda-do temor a una detención inmediata por parte de las autori-dades político-religiosas.
Otros hechos que indican en cierto modo hasta qué punto Descartes fue o no un defensor de la fe católica son los siguientes:
-En primer lugar, su despreocupación por el hecho de que su hija Francine fuera bautizada en una iglesia protes-tante en lugar de hacerlo en una católica;
-en segundo lugar, su falta de escrúpulos a la hora de dedicar sus Principios de Filosofía a una princesa protes-tante, como lo era Elisabeth de Bohemia, y más aún tratándose de la obra que deseaba que los jesuitas pusieran como texto en sustitución de los anteriores basados en la filosofía escolástica; y,
-en tercer lugar, esa misma despreocupación a la hora de dedicar otra obra, Las pa¬siones del alma, a la reina Cristina de Suecia, que también era protestante.
Por todo ello, teniendo en cuenta esta serie de circuns-tancias ambientales y la propia biografía del filósofo francés, parece que, a pesar de sus muchas palabras elogiosas en favor de la religión, su religiosidad no fue vivida de un modo espe-cialmente auténtico y consecuente, sino que parece que la vivió de un modo superficial y que se sirvió de sus decla-raciones en favor de la reli¬gión como instrumentos para fomentar e incrementar su prestigio como filósofo, lo cual parece haber sido su ambición más impor¬tante, al margen de que tuviese un interés real en el avance de la Fi¬losofía y de la Ciencia, superando el lastre del pensamiento aristoté¬lico y de la filosofía Escolástica.
Su método, que le obligaba a dudar de todo, así como su implícito y consecuente rechazo de las vías de Tomás de Aquino motivaron que en algún caso sus enemigos, como Voetius, llegasen a considerarle ateo y que el propio Pascal criticase “el Dios de los filósofos” –ese Dios del que se sirvió Descartes casi exclusivamente como fundamento y expli-cación físico-matemática de la realidad-, para reivindicar el Dios vivo de Abraham, de Isaac y de Jacob –un dios, por cierto, tiránico, rencoroso y vengativo en grado sumo-.

Diciembre, 2009












































ÍNDICE ONOMÁSTICO
Adam, Ch.: 37.
Adam y Tannery: 22 (n.).
Agustín, Aurelio: 132, 171, 203, 204, 415, 421.
Alhazen: 360.
Anaximandro: 289.
Andreae, J. V.: 32, 133.
Anselmo de Canterbury: 171, 252, 254.
Aristarco de Samos: 29.
Aristóteles: 62, 84, 125, 128, 139, 219, 273, 274, 308 (n.) 309, 316, 373, 374.
Arminio, J.: 30, 52, 63, 317.
Arnauld, A.: 35, 116, 208, 212-223, 225-227, 230-233. 243, 379 (n.), 419, 444, 447.
Arnold, P.: 34 (n.).
Arquitas de Tarento: 354, 355.
Autrecourt, N.: 360.
Avicena: 360.
Bacon, F.: 26, 29, 36, 193, 398.
Bagni, cardenal: 50, 99, 116, 412, 413.
Baillet, A.: 23, 31, 33-35, 37 (n.), 39-40, 49, 65, 66, 73-75.85, 102, 122, 135. 419, 444, 447.
Bañez, D.: 29, 319.
Barberini, cardenal: 50.
Beaugrand, J.: 50, 99, 116, 412.
Beeckman, I.: 22, 32, 33, 40, 43, 44, 79, 90, 133, 137, 372-375, 400..
Berkeley, G.: 286 (n.).
Bérulle, P.: 24, 25, 32, 39-42, 45, 48, 56, 116, 122, 137, 450, 456.
Bourdin, P.: 55, 84, 114.
Bruno, G.: 29, 30, 229, 352, 419.
Calvino, J.: 52.
Carnot, N.: 372.
Chanut, P.S.: 26, 49, 59, 61-64, 66, 67, 70-72, 74, 75, 92, 93, 107, 108, 110, 111, 124, 145, 146, 154, 352(n.), 353, 353, 356, 432(n.), 352 (n.), 353, 356, 432, 439 (n.), 440, 442- 454.
Charlet, E.: 31, 62, 84, 85, 116.
Charron, P.: 16, 22, 29, 133.
Ciceron, M. T.: 50, 81.
Clarke, D. M.: 53, 142, 143.
Clausius, R.: 372.
Clemente VIII: 317.
Clerselier, Cl.: 40, 49, 61, 87, 273 (n,).
Copérnico, N.: 29, 30, 347.
Copleston, F.: 207 (n.).
Cristina de Suecia:25-26, 49, 55, 58, 60-62, 64, 66-71. 73, 75, 90, 92, 93, 95, 98, 108, 112, 125, 138, 145, 150-153, 255, 301, 314. 330, 440, 454. 457.
Darwin, Ch.: 229.
De Ryer, P.: 111.
Descartes, Pierre.: 53, 55, 60, 106, 122.
Descartes, Jeanne.: 21, 106.
Descartes, Joachim: 21, 94, 108.
Descartes, R.: A lo largo de todo este estudio.
Dinet, J.: 53, 80, 116.
Elisabeth de Bohemia: 21, 26, 35, 56-58, 60, 64, 66 (n.), 67, 69 (n.), 72, 75, 79, 82, 83, 90, 92, 93, 94 (n.), 95, 96, 99, 111, 113, 124, 125, 126 (n.), 138, 141, 144, 146, 148, 149, 150, 151 (n.), 152, 153, 155, 290, 291 (n.), 292, 294, 320-322, 324, 327, 330, 435 (n.), 444, 457.
Empédocles: 126, 131, 289, 360-362, 463.
Einstein, A.: 355, 380.
Erasmo de Rotterdam: 317.
Federico V de Bohemia: 36.
Fermat, P.: 50, 137.
Fermi, L.: 274 (n.).
Fernando II: 23, 33, 91.
Ferrand, M.: 37 (n.).
Ferrier, J.: 45, 107, 110, 136.
Fontanier, J.: 36, 42, 122, 419.
Freud, S.: 300 (n.).
Galilei, Galileo: 13, 15, 26, 29, 30, 47, 48, 51, 52, 56, 91 (n.), 95, 118-121, 133, 134, 157 172, 189, 191-194, 222, 229, 337 (n.), 343, 345, 347, 348, 362, 363, 372, 374-377, 398, 400, 411, 412, 419, 452.
Gassendi, P.: 53, 61, 67, 86, 87, 137, 180, 194, 195.
Gaunilon: 253.
Gibieuf, G.: 116, 117.
Gilson, E.: 207 (n.).
Gomar, F.: 30, 317.
Gómez Pereira, A.: 28, 47, 132-134, 180, 203, 207, 288, 369, 398, 399.
Harriot, Th.: 50.
Harvey, W.: 45, 129, 190, 365, 366.
Heráclito: 251, 300, 372.
Hobbes, Th.: 52, 67, 86, 88, 118, 137, 257.
Hogeland, C. van: 38 (n.).
Huet, P. D.: 193, 196, 370.
Hume, D.: 183, 199, 200, 243, 249, 254, 312, 398.
Huygens, C.: 46, 439.
Huygens, Ch.: 46.
Jans, Francine: 25, 42, 47-50, 53, 79, 141, 142, 143, 410 (n.), 457.
Jans, Helena: 25, 42, 47, 48, 50, 53, 137, 141-143.
Kant, I.: 52, 166, 167, 185 (n.), 199, 200, 243, 254, 255, 344, 398, 401, 420.
Kepler, J.:29, 30, 46, 342, 347, 348, 360.
Kleist: 153.
La Mettrie, J. O.: 275, 277.
Lavoisier, A.: 372.
Le Roy, M.: 39, 52, 120, 120, 128.
Leibniz, G. W.: 33, 284 (n.), 284 (n.).
Luís XIII, rey de Francia: 25, 30, 32, 38, 42, 50, 419, 455.
Luís XIV, rey de Francia: 26, 62, 108.
Lutero, M.: 301 (n.), 317 (n.), 320.
Malebranche, N.: 286 (n.), 393, 394.
Maximiliano de Baviera: 23, 33, 35, 36, 92, 108.
Mazarino, Cardenal: 65, 66, 101, 107.
Médicis, María de: 25, 31.
Mersenne, M.: 13, 15, 36, 43, 45, 47, 50-52, 55, 68, 79, 81, 83, 88, 89, 98, 99 (n.), 107, 108, 116-119, 133, 152, 212, 216 (n.), 230, 269, 298 (n.), 303 (n,), 304-307, 311, 313, 337 (n.) 345 (n.), 346-348, 369, 379 (n.), 402, 412, 413, 441, 444, 452, 454 (n.).
Mesland, D. P.: 116, 258 (n.), 302 (n.) 310, 311, 315, 338 (n.), 454 (n.).
Mirecourt, J.: 132, 203-207, 209.
Molina, L.: 28, 30, 63, 317, 321, 328.
Montaigne, M.: 16, 22, 28, 133.
Nassau, M. de: 22, 31, 92, 106, 115, 116.
Newcastle, marqués de: 429.
Newton, I.: 382-389, 398.
Nietzsche, F. W.: 199, 201, 202, 300, 301 (n.), 420.
Ockham, W.: 132, 165, 205, 209, 254, 274, 275, 280, 373, 374, 439.
Oresme, N.: 133.
Orígenes: 317-319.
Ovidio, P.: 307.
Pablo de Tarso: 139, 140 (n.), 307 (n.).
Pablo V, papa de la I.C.: 317.
Pascal, B.: 67, 124, 300 (n.), 458.
Paulov, I. P.: 46, 402.
Peña, Vidal: 210 (n.).
Petit, L.: 57, 137.
Piaget, J.: 167, 168 (n.).
Picot, Cl.: 86, 119.
Pitágoras: 192.
Platón: 139, 310 (n.), 342, 400 (n.).
Poirier, H.: 74.
Pollot, A.: 56.
Reneri, H.: 50.
Revius, J.: 66, 97.
Richelieu, A. D., Cardenal: 25, 30, 32, 38, 39, 41, 42, 56, 116, 419, 450, 455, 456.
Roberval, G.: 81 (n.), 86, 89, 137.
Rodis-Lewis, G.: 31-34, 36, 37 (n.), 38-40, 43, 46, 48, 49, 50, 52-54, 56, 57, 61, 68, 69 (n.), 72-75), 84, 85, 87, 100-103, 114, 120, 128, 365, 390, 392, 444-447.
Ryle, G.: 295.
Sánchez, Francisco: 16, 22, 29, 37, 134, 238, 239, 240.
Sartre, J.P.: 91 (n.), 193.
Séguier, P.: 64.
Servien: 115, 116 (n.).
Schooten II, F.: 100.
Schopenhauer, A.: 299, 300.
Schulter, H.: 75.
Silhon, J.: 26, 66, 101, 107, 108, 132, 203, 207, 208 (n.).
Sócrates: 308 (n.), 309 (n.).
Spinoza, B.: 268, 286 (n.), 287 (n.), 308 (n.), 309, 352.
Tales de Mileto: 361.
Tomás de Aquino: 12, 63, 171, 245, 249, 252, 254, 266, 267, 305, 307, 311, 314 (n.), 315, 317, 318, 328, 329 (n.), 377, 380, 415, 416, 420, 421, 426, 431, 441, 454, 456.
Tönnies, F.: 88 (n.).
Torricelli, E.: 57.
Trigland, J.: 64, 86, 90, 234.
Unamuno, M.: 300 (n.).
Vanini, G. C.: 35, 42, 122, 267, 419.
Vatier, A.: 98, 116, 138, 439.
Viète, F.: 50.
Voetius, G.: 49, 52, 53, 56, 86, 90, 93 (n.), 94, 99, 124, 137, 174, 234, 235, 332, 458.
Wassenar, N.: 37.
Watson, R.: 21 (n.), 24, 31, 32, 33, 35 (n.), 36, 37, 39, 40, 41, 43, 46, 53, 54, 57, 58, 60, 61, 63 (n.), 66, 69, 73-75, 81, 89, 101, 102, 106, 116, 122, 125, 137, 144 (n.), 208 (n.), 400, 439.
Weis: 151.