martes, 30 de diciembre de 2008

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES DE LA JERARQUÍA CATÓLICA
27. EL ADOCTRINAMIENTO A LOS NIÑOS: PEDERASTIA MENTAL

LA CONTRADICCIÓN POR LA CUAL LA JERARQUÍA CATÓLICA, A LA VEZ QUE DICE DEFENDER EL RESPETO A TODOS LOS HOMBRES, ADOCTRINA -ES DECIR, PERVIERTE- LAS MENTES DE LOS NIÑOS, ENVENENANDO SU INTELIGENCIA Y ARRASTRÁNDOLES A UN ABSURDO FIDEÍSMO IRRACIONAL.

La exaltación de la fe por la jerarquía católica, -a la que se ha hecho referencia en los tres capítulos anteriores-, tiene su complemento en la del desprecio a la razón a lo largo de toda la historia de esta organización. La aceptación y la valoración de la fe ciega, por encima de cualquier intento de comprensión de los contenidos doctrinales de esta organización, es una constante a lo largo de la historia del cristianismo desde sus comienzos, tanto en el personaje de Jesús en los evangelios, como también en los de Pablo de Tarso, Tertuliano, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Martín Lutero, José María Escrivá -fundador del Opus Dei- y el “Papa” Juan Pablo II -por nombrar sólo a unos pocos-. Ya en otros capítulos de esta obra se han citado diversos pasajes de los evangelios y de las cartas de Pablo de Tarso en donde se defiende de modo indiscutible la importancia de la fe como condición absolutamente necesaria para la salvación. Por lo que se refiere a Tertuliano (s. II-III) es famosa su tesis fideísta resumida en la frase “credo quia absurdum”: “Creo, puesto que es absurdo”, frase absolutamente despectiva contra la razón pero que desde los planteamientos fideístas de aquel fanático tenía su “lógica especial”, ya que, efectivamente, creer en aquello que se conoce como verdad no parece que tenga “mérito” alguno, aunque también es cierto que creer en la verdad de algo por el hecho de que sea absurdo no parece que deba considerarse más meritorio que lo anterior, en cuanto equivale al mantenimiento de una disposición propicia a dejarse adoctrinar y engañar por toda clase de absurdos con las que a uno le quieran roer el cerebro. Agustín de Hipona (s. IV-V) concedió cierta importancia a la razón pero, en cualquier caso y siguiendo la tradición de los jerarcas del cristianismo, siempre la subordinó a la fe. Una actitud similar fue la defendida por Tomás de Aquino (s. XIII), quien indicó que la fe era el criterio de verdad en aquellas situación en que pareciese haber un conflicto entre ella y la razón, de manera que, en el caso en que se diera tal situación, la solución era muy sencilla: Era evidente que la razón se había extraviado en sus conclusiones, pues la fe era una iluminación divina que tenía carácter infalible. Por su parte, Martín Lutero (s. XVI), desde la disidencia de su cristianismo reformado, defendió una actitud de absoluto rechazo a la razón y de aceptación acérrima de la fe, considerando que “la razón es la mayor enemiga de la fe. Quienquiera que desee ser cristiano debe arrancarle los ojos a su razón”. Igualmente, José María Escrivá de Balaguer (s. XX), fundador del Opus Dei, siguió defendiendo esa absurda tradición de desprecio a la razón, afirmando no sólo la supremacía de la fe sobre la razón sino exhortando a abandonar “el espíritu crítico” a la hora de atender los sermones de la jerarquía católica, pues
“es mala disposición oír la palabra de Dios con espíritu crítico” ( ).
Finalmente, el señor Wojtyla, “papa Juan Pablo II”, volvió a defender una doctrina idéntica a la de Tomás de Aquino en el siglo XIII ( ), criticando la labor de la Filosofía de la Ilustración por haber defendido el valor de la razón como vehículo para dirigir la propia vida.
Esta insistencia de la jerarquía católica en el valor de la fe tiene su continuación y repercusión especial en el adoctrinamiento que trata de ejercer sobre los niños, cuyas mentes le resulta incomparablemente más sencillo moldear para que asuman y crean todo lo que les quieran enseñar.
CRÍTICA: La jerarquía católica incurre aquí en la contradicción de adoctrinar a los niños con dogmas irracionales por definición y de pretender luego demostrarles la verdad de tales dogmas, cuando saben que se trata de doctrinas indemostrables y, por ello mismo, inaceptables desde la rectitud intelectual en la misma medida en que no se muestran como verdaderos.
Es evidente que, si la jerarquía católica se interesa por adoctrinar a los niños, metiéndoles en la cabeza tales dogmas y doctrinas irracionales, no es por el hecho de que quieran proporcionarles unas enseñanzas realmente necesarias para su desarrollo intelectual o para proporcionarles una orientación vital realmente valiosa, sino porque para la prosperidad de su negocio le interesa reclutar nuevos prosélitos y porque, como consecuencia de la falta de madurez de las mentes infantiles, esos primeros años de la vida son los más proclives para la interiorización de cualquier doctrina, por absurda que pueda ser.
La exaltación de la fe y la renuncia a fomentar o incluso a permitir la adopción de un espíritu crítico a la hora de ponderar el valor de los “mensajes religiosos” van unidas al proselitismo y al adoctrinamiento sin escrúpulos contra la infancia practicado por la jerarquía católica, abusando del derecho a la libertad de expresión, en cuanto una cosa es hablar de mitos, dogmas y “misterios” con personas adultas mentalmente formadas y otra muy distinta es realizar un lavado de cerebro a los niños para que acepten tales “misterios” y dogmas irracionales. Pues, si resulta absurdo que la jerarquía católica pretenda imponer a los adultos la idea de que deben tener fe en sus doctrinas, sin otra justificación que la de la propia fe, resulta ya incalificable de otro modo que no sea como pederastia mental la actitud por la cual violan y pervierten las mentes de los niños, coaccionándoles a aceptar como verdad toda una serie de doctrinas que muy difícilmente aceptarían si, en lugar de niños inocentes y receptivos, fueran adultos con una inteligencia y una cultura simplemente normales.
La jerarquía católica realiza impunemente tal adoctrinamiento, tanto en las iglesias como en los colegios, desde la infancia más temprana hasta la finalización de la enseñanza secundaria –y aquí en España, en la época franquista incluso durante la enseñanza universitaria-. Como se ha explicado en capítulos anteriores, si la exaltación del valor de la fe es ya por sí misma una actitud contraria a la veracidad, mucho más grave e inadmisible resulta que la jerarquía católica se considere con derecho a adoctrinar las mentes de los niños para que crean de modo ciego y dogmático la serie de doctrinas con las que envenenan su mente.
La finalidad aparente de ese adoctrinamiento es la de proporcionar a niños y jóvenes la “formación religiosa” conveniente para dirigir su vida y para conducirles a la salvación de su alma –aunque por lo que se refiere a esto último tendrían que demostrar que hubiera un alma que salvar y que tales creencias eran necesarias para conseguir tal fin-, pero la finalidad real, aunque en ocasiones pueda mantenerse oculta, es la de controlar sus mentes en todos los terrenos y especialmente en el de político –mucho más que en el de las mismas creencias religiosas-, con las que de modo directo o indirecto la jerarquía católica consigue su fuerza para chantajear a los diversos gobiernos de quienes consiguen cuantiosos beneficios económicos y privilegios para seguir llenando las arcas sin fondo del Vaticano y de sus múltiples palacios a lo largo y ancho de una gran parte del mundo. En sus relaciones con el poder político, la jerarquía católica actúa de forma chantajista en cuanto posee determinada fuerza social para desestabilizar, la cual utiliza en mayor o menor medida en proporción inversa a la de los privilegios que obtiene de cada gobierno a corto plazo y de los que calcula obtener a largo plazo. Por su parte, los gobiernos democráticos suelen ser escrupulosamente respetuosos con la libertad de creencias, pero en países como España se encuentran diversos problemas como el de diferenciar entre lo que pueda ser la exposición descriptiva y crítica de la doctrina católica y lo que se convierte en adoctrinamiento intolerable en cuanto no pretende simplemente describir unas doctrinas sino ejercer una intensa presión psicológica para lograr que los niños y jóvenes acepten como verdad el contenido de unas doctrinas indemostrables y en ocasiones contradictorias. Otro problema especialmente importante por lo que se refiere a las relaciones entre el Estado español y el Estado del Vaticano es el de impedir las intromisiones de un Estado en otro, y, especialmente, la intromisión del Estado del Vaticano en los asuntos internos de España en cuanto estado independiente que no tiene por qué someterse a los dictados y consignas del Jefe del Estado del Vaticano y de su “gobierno”, y el Estado del Vaticano debería ser con el español tan respetuoso como normalmente lo son el resto de estados del mundo en sus relaciones con nuestro país.
La finalidad que la jerarquía católica pretende con su adoctrinamiento no puede ser, efectivamente, el de la salvación del alma de los niños, pues, suponiendo que “su Dios” existiera, sería una pretensión absurda y llena de soberbia que dicha salvación no se hiciera depender de su supuesta misericordia infinita de la que tanto hablan cuando les interesa, sino del hecho de que el niño acepte ciegamente sus doctrinas renunciando a su propia racionalidad crítica.
Si ya en otros capítulos se ha criticado la fe como una actitud contradictoria con respecto a la veracidad, a esto hay que añadir que el adoctrinamiento ejercido sobre la infancia representa un delito extremadamente grave en cuanto se trata de un crimen de pederastia mental, pues quienes lo practican se aprovechan de la natural inmadurez mental de los niños para tratar de inculcarles de modo irracional toda una serie de prejuicios absurdos acerca de la realidad, imbuyéndoles además la idea de que su razón carece de valor a la hora de orientarles en la búsqueda de la verdad en sus dimensiones especulativa, moral, política e incluso científica.
La actitud proselitista de la jerarquía católica encaminada a la “catequesis” de los niños no sólo representa un crimen de pederastia mental sino también una forma de fanatismo y de intransigencia con cualquier forma de pensamiento que se oponga a sus doctrinas, intransigencia que ya quedó especialmente de manifiesto con la institución de la “santa Inquisición” en el siglo XIII, encargada de juzgar y condenar a cualquier persona sospechosa de defender doctrinas que, incluso siendo cristianas, se alejasen de su propia interpretación del cristianismo.
En este sentido el señor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, defendió en el año 1939, en su escrito Camino, actitudes especialmente fundamentalistas y fanáticas, contrarias a los Derechos Humanos y a la Constitución Española de 1978, hasta el punto de haber llegado a insultar a quienes practican la tolerancia y no la intransigencia que él tuvo la estúpida osadía de defender, escribiendo en este sentido que
“la transigencia es señal cierta de no tener la verdad.- Cuando un hombre transige en cosas de ideal, de honra o de Fe, ese hombre es un... hombre sin ideal, sin honra y sin Fe” ( ).
Aquí, con un fanatismo majadero, el señor Escrivá de Balaguer, “elevado a los altares” por la jerarquía católica, se atreve a insultar a quienes son transigentes, a quienes son tolerantes, a quienes respetan la libertad de pensamiento de los demás, aunque no compartan sus ideas, y escribe que su actitud demuestra que son hombres “sin honra”. Este demente llegó a identificar la propia intransigencia con el hecho de estar en posesión de la verdad, a pesar de la multitud incalculable de falsedades que se han defendido con absoluta intransigencia precisamente por falta de auténticas razones para defenderlas. Siendo tan limitada su capacidad de razonar es comprensible que no se le ocurriera pensar que, precisamente por la propia limitación de nuestra capacidad para alcanzar la verdad, la actitud más noble debería consistir en reconocer esa misma limitación y, por ello mismo, en ser tolerantes y respetuosos con las ideas ajenas y con su derecho a exponerlas, a defenderlas o a modificarlas libremente sin coacciones de nadie.
Ese fanatismo, esa “santa intransigencia” –como la llama este imbécil- no es nueva, ni mucho menos, en la actitud de la jerarquía católica sino que sólo representa la reafirmación de un talante que la ha caracterizado siempre que ha estado en condiciones propicias para comportarse de acuerdo con él, como sucedió en la España franquista y en los “siglos de oro” de mayor crueldad y opresión inquisitorial contra la libertad de los pueblos de Europa y de Iberoamérica.
Este payaso llegó a defender un ilimitado fanatismo intransigente unido a la hipocresía más absoluta, exhortando a actuar sin escrúpulos en contra de derechos humanos tan básicos como el de la libertad de pensamiento hasta el punto de llegar a escribir:
-“Sé intransigente en la doctrina y en la conducta. -Pero sé blando en la forma. -Maza de acero poderosa, envuelta en funda acolchada” ( ).
- “La intransigencia no es intransigencia a secas: es "la santa intransigencia". No olvidemos que también hay una "santa coacción"” ( ).
Planteamientos similares al de Escrivá de Balaguer son los que determinan la aparición de asociaciones fanáticas como el partido nazi, las juventudes hitlerianas, que condujo a algunos de sus miembros a denunciar a sus propios padres por su animadversión al régimen nazi, y otras formas similares de fundamentalismo, integrismo, fanatismo talibán como el de los “guerrilleros de Cristo Rey”.
Las tácticas adoctrinadoras de la jerarquía católica, relacionadas con su intransigencia y con su “santa coacción” -que también tiene una larga tradición en esta organización criminal-, resultan contradictorias con su teórico interés por razonar de algún modo sus absurdas doctrinas integristas a fin de conseguir que quienes son adoctrinados lleguen a pensar que realmente “comprenden” (?) las razones de su fe, y no que simplemente las creen, afirmándolas como verdad, a pesar de tratarse de “misterios” que, por definición, serían incomprensibles para la razón humana. Por este motivo en muchas ocasiones, aunque la jerarquía y los teólogos católicos reconocen que los dogmas de fe son indemostrables, pretenden introducir una distinción entre lo irracional, la racional y lo razonable, y añaden que, aunque sus dogmas no son racionales, no por ello son irracionales sino “razonables”. Sin embargo, esta distinción es realmente una trampa en cuanto si determinada doctrina no es racional no tiene sentido decir que sea “razonable”. Sólo podría hablarse de algo razonable en la misma medida en que pudiera razonarse, pero, en cuanto por definición los dogmas católicos se encuentran más allá de la razón, no tiene sentido considerarlos razonables mientras no se demuestre la existencia de una razón capaz de razonarlos. Por otra parte, del mismo modo que nadie pide a otro que crea aquello que puede demostrarse como verdad, pues espontáneamente lo aceptará a partir de su demostración, nadie debería exhortar a otro que creyese lo no demostrable, en cuanto en tal caso ni siquiera quien realizase tal exhortación tendría otra base para su propia creencia que una de carácter emotivo e irracional. En este sentido, por lo que se refiere a una simple hipótesis científica, sería absurdo exhortar a nadie a creerla o a dejarla de creer, pues se la aceptará o no en la medida en que sea congruente o no con los hechos que debiera explicar. Pero además lo más absurdo de todo es que en las doctrinas de la jerarquía católica, aunque pudiera haber alguna meramente consistente, que podría mantenerse como simples hipótesis, hay muchas otras que son contradictorias en sí mismas, de las que puede decirse no sólo que no son racionales ni razonables sino que han sido positivamente refutadas –como la de la misma existencia de ese inconcebible ser al que dicha jerarquía llama “Dios” y como la serie de contradicciones que aquí mismo se muestran-. En línea con estas consideraciones tiene interés hacer referencia a algunas reflexiones de B. Russell especialmente acertadas acerca del valor de la fe:
“todo tipo de fe hace daño. Podemos definir la “fe” como una firme creencia en algo de lo que no hay evidencia. Donde hay evidencia nadie habla de “fe” […] Ninguna fe puede ser defendida racionalmente, y cada una, por tanto, se defiende con la propaganda y si es necesario con la guerra […] Si controlamos el gobierno, haremos que se enseñe ese algo a las mentes inmaduras de los niños y que se quemen o se prohíban los libros que enseñen lo contrario […] Si piensas que tu creencia está basada en la razón la defenderás con argumentos más que con la persecución, y la abandonarás si los argumentos van en contra suya. Pero si tu creencia se basa en la fe te darás cuenta de que el argumento es inútil y, por tanto, recurrirás a forzarlo, ya sea por medio de la persecución o atrofiando y distorsionando las mentes de los jóvenes en lo que se llama “educación”. Esta última es particularmente miserable, ya que se aprovecha de la inocencia de mentes inmaduras. Por desgracia ésta se practica, en mayor o menor grado, en los colegios de todos los países civilizados” ( ).
Russell acierta en esta crítica de la fe, en la de los procedimientos utilizados para inculcarla y en la del hecho de que se trate de inducirla “atrofiando y distorsionando las mentes de los jóvenes” en los centros de enseñanza. Conviene puntualizar, sin embargo, que Russell utiliza el concepto de “educación” en un sentido muy amplio, relacionándolo no sólo con las enseñanzas científicas y culturales sino también con lo que ahora llamamos “adoctrinamiento”, que es precisamente lo contrario de “educación”. Por ello y en ese sentido tan amplio, considera la “educación” como algo “particularmente miserable, ya que se aprovecha de la inocencia de mentes inmaduras”. Y dice finalmente, con razón, que “por desgracia ésta se practica, en mayor o menor grado, en los colegios”. En relación con esta misma cuestión indica Russell que
“el verdadero precepto de la veracidad [...] es el siguiente: ‘Debemos dar a toda proposición que consideramos [...] el grado de crédito que esté justificado por la probabilidad que procede de las pruebas que conocemos’ [...] Pero ir por el mundo creyéndolo todo con la esperanza de que consiguientemente creeremos tanta verdad como es posible es como practicar la poligamia con la esperanza de que entre tantas mujeres encontraremos alguna que nos haga felices” ( ).
En estos momentos, parece que la situación de la educación en España está comenzando a cambiar respecto a la que había durante la dictadura franquista y que la sociedad empieza a concienciarse de que la religión, tanto la católica como cualquier otra, debe salir de las aulas de “educación” en cuanto precisamente no es educación sino “adoctrinamiento”, es decir, lo más contrario a la educación. Por otra parte, la jerarquía católica, consciente de la situación, está intentando recuperar el terreno perdido mediante críticas y manifestaciones en contra de las leyes de aquellos gobiernos que defienden puntos de vista distintos a los suyos y promueven una educación más respetuosa con el carácter laico y aconfesional de nuestra constitución.
Desde luego es injustificable y “particularmente miserable” –como dice Russell- que se consienta la manipulación de la infancia y de la juventud para adoctrinarlas en esa serie de creencias irracionales, y, por ello, debería desaparecer no sólo de las aulas sino también de las iglesias en el caso de que los curas pretendan continuar con su labor de pederastia mental y no se limiten a tratar sus doctrinas con personas intelectualmente ya formadas. Por ello mismo, de acuerdo con el artículo 20.4. de la Constitución Española ( ), el Estado debería idear mecanismos para proteger la formación de la infancia a fin de que las mentes de niños y jóvenes no sean profanadas por ese atentado tan grave que supone el adoctrinamiento religioso, y, por ello mismo, en cuanto ese artículo no parece compatible con el 27.3 ( ) -y a pesar de la enorme dificultad para delimitar adecuadamente los derechos de los padres y los de los hijos-, parece que éste último artículo debería modificarse en cuanto los padres no son propietarios absolutos de los hijos y, en consecuencia, no tienen un derecho absoluto sobre sus mentes hasta el punto de adoctrinarlos de modo irracional -o de permitir que otros lo hagan por ellos-. El respeto por a los hijos como personas autónomas debería servir de guía para tratar de evitar que alguien pretendiese controlar, frenar o viciar el desarrollo natural de sus mentes por lo que se refiere su capacidad racional y crítica para conducir su vida, protegiéndoles del peligro de ser seducidos por otros en lugar de ayudarles a ser libres para vivir guiados por su propia conciencia y no por una supuesta autoridad ajena a la de su propia racionalidad.
Por ello y del mismo modo que a los padres que se despreocupan de los hijos desde el punto de vista de la alimentación o de los malos tratos físicos se les llega a quitar su custodia, con el mismo o con mayor motivo se debería privar de dicha custodia a quienes permitan que sus mentes sean pervertidas hasta el punto de limitar su racionalidad crítica, como sucede con el adoctrinamiento religioso.
En la práctica, tal vez este cambio social sea una utopía en cuanto lo primero que debería aprender un padre es cómo debe comportarse con su hijo en cuanto pretenda lograr el desarrollo integral de su personalidad, pues en la misma medida en que estamos convencidos de que nuestros puntos de vista sobre la realidad son correctos y queremos dar a nuestros hijos lo mejor, resulta especialmente difícil la tarea pedagógica de explicar a los padres que la mejor formación de los hijos es aquella que busca el desarrollo integral de su personalidad y de sus diversas potencialidades, físicas y psíquicas, tarea que es incompatible con cualquier tipo de adoctrinamiento que pretenda sofocar el desarrollo de la racionalidad, como sucede con el adoctrinamiento religioso, que no es consiste en la “formación” sino en la “deformación” de la mente.

domingo, 28 de diciembre de 2008

26. INUTILIDAD DE LA “REDENCIÓN” SIN LA FE

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES DE LA JERARQUÍA CATÓLICA: LA CONTRADICCIÓN SEGÚN LA CUAL "SIN LA FE NO HAY SALVACIÓN", DOCTRINA QUE ANULA EL VALOR DE LA SUPUESTA REDENCIÓN.

La doctrina que exalta el valor de la fe como condición necesaria y suficiente para la salvación se remonta al pasado más remoto del Cristianismo, de forma que ya en el evangelio de Juan se afirma:
“...es necesario que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él alcance la vida eterna. Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en él no perezca, sino alcance la vida eterna” ( ),
y
“en verdad, en verdad os digo, el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida” ( );
del mismo modo, en su Epístola a los Romanos, Pablo de Tarso defiende esta misma doctrina cuando indica que “sin la fe no hay salvación” ( ), o cuando dice “si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” ( ).
CRÍTICA: Respecto a estas palabras, comparándolas con los planteamientos de la posterior “teología católica” ( ), tiene interés reflejar la contradicción de que mientras Pablo de Tarso y quienes escribieron los evangelios presentan la fe como una opción personal libre a la que uno podría adherirse o alejarse voluntariamente, la postura oficial de la jerarquía católica considera de modo dogmático que la fe, como “virtud teologal”, es un don gratuito que Dios concede a quien quiere y que, por lo tanto, no depende de una opción personal libremente elegida.
Cuando se objeta a los defensores de esta última interpretación que uno no sería responsable de que Dios le hubiera concedido o no la fe, se le suele responder o bien que Dios da la fe a todos y que es responsabilidad de uno mismo el recibirla o rechazarla, o bien que, si no tiene fe, debe pedirla a Dios. Con la primera respuesta consiguen intranquilizar a personas mentalmente débiles que fácilmente llegan a sentirse culpables de su falta de fe en lugar de tomar conciencia de que no tienen por qué asumir ni afirmar como verdad nada que no sepan que lo sea; y, con la segunda, consiguen convencer a personas igualmente manipulables y propensas al sentimiento de culpa, las cuales parece que no reparan en que para pedir la fe en Dios, antes haría falta creer ya en la existencia de ese Dios a quien iban a pedirle la fe; evidentemente en tal planteamiento existiría un círculo vicioso. Esta perspectiva, además, está en contradicción con la doctrina de la jerarquía católica, que entiende la fe como un don del propio Dios, pero de hecho es la defendida en los evangelios y de manera especial en las cartas de Pablo de Tarso, como puede comprobarse a través de los siguientes pasajes:
a) “El que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios” ( );
b) “Convertíos y creed en el evangelio” ( )
c) “Y el Señor dijo:
-Si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, diríais a esta morera: “Arráncate y trasplántate al mar”, y os obedecería” ( ).
d) “Sabemos, sin embargo, que Dios salva al hombre, no por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en Jesucristo. Así que nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley. En efecto, por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación” ( ).
Entre estas citas, aunque todas hacen hincapié en la idea de que la fe depende de una opción personal, tiene especial interés la última, la de Pablo de Tarso, en cuanto de manera explícita presenta la fe como un opción personal, consecuencia de una capacidad de autoengaño inducido relacionado con una finalidad interesada y por ello de carácter no moral, como diría Kant, que impulsa a quien abraza la fe “para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo”.
Evidentemente el punto de vista de Pablo de Tarso es un absurdo total al defender que el hecho de conseguir creer sea un mérito para la salvación o para cualquier otra cosa. Y el absurdo es mayor si cabe teniendo en cuenta que Pablo llega a decir que “por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación”, eliminando así la importancia moral de las acciones para concederla en exclusiva a la inmoralidad de esa fe que se opone a la veracidad.
Decir, como Pablo, que
“si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido” ( ),
nos llevaría a tener que demostrar que, en efecto, Cristo hubiera resucitado. Pero además, mientras que sería una paradoja ridícula fundamentar la fe a partir del conocimiento de que Cristo hubiera resucitado, pues en tal caso la fe, al fundamentarse en un conocimiento, dejaría de ser fe, sería igualmente absurdo que se concediese a la fe un mérito especial por ser aceptada de modo ciego e irracional, y , por ello, si la propia resurrección de Cristo tuviese que ser objeto de fe, en tal caso la pretensión de Pablo de Tarso de fundamentar la fe a partir de una fe anterior en la resurrección de Cristo sería simplemente absurda –y nada meritoria- por incurrir en un círculo vicioso.
En resumen, creer en la verdad de algo que sabemos que es verdad no parece tener mérito alguno, mientras que creer en algo que sabemos que es falso o que desconocemos que sea verdadero tampoco parece precisamente meritorio sino sólo una muestra de falta de rigor intelectual, de obcecación o de deseo de que sean verdad aquellas fantasías que nos gustan.
En relación con esta cuestión podría plantearse un diálogo imaginario entre un ateo y un obispo respecto a cualquiera de los misterios que la jerarquía católica pretende que sean “creídos” por sus “fieles”. En un momento dado de su plática, el obispo podría decir:
“No trates de razonar sobre los dogmas de la Iglesia porque son misterios”.
El ateo podría responderle:
“Pero, si son misterios, es decir, si se trata de algo que la razón no puede llegar a comprender, ¿podrías explicarme cómo has llegado tú a saber que son verdaderos?”
Y el diálogo podría continuar así:
-Para alcanzar esa serie de verdades deben cumplirse dos condiciones: La primera es la de que aceptes la fe, y la segunda, unida a la primera, es que aceptes que el Papa -y los cardenales de la jerarquía de la Iglesia Católica reunidos en cónclave- están inspirados por el Espíritu Santo cuando proclaman un dogma de fe.
-Pero justamente lo que te pido es que me des un argumento que me sirva para saber por qué tendría que aceptar esa fe de que me hablas y por qué tendría que aceptar la autoridad del papa o de los cardenales de tu iglesia a la hora de aceptar o rechazar el valor de vuestras doctrinas. Pero, además, el problema es algo más complicado, pues si me dieras un argumento acerca de lo que te he pedido, la fe dejaría de ser fe para convertirse en conocimiento, mientras que si no me lo dieras, la aceptación de la fe representaría un desprecio absurdo de la veracidad y un suicidio de la razón.
-Aunque te parezca absurdo, ya te he dicho que en eso consiste el mérito de la fe: En aceptar doctrinas que son incomprensibles para el ser humano y que humillan la soberbia de su racionalidad. Para pertenecer al número de “los escogidos” debes aprender a humillar la propia racionalidad como un instrumento que nada representa frente a ese don admirable de la fe, que Dios envía a todo aquel que se humille y reconozca la insignificancia de su razón frente al carácter inconmensurable de su ser infinito. En definitiva: Debes dejar paso a la fe.
-Lo siento mucho. No consigo entender tu punto de vista por más que lo intento. Encuentro en él aspectos muy confusos que quisiera que me aclarases, si sabes cómo hacerlo. Me refiero, por ejemplo, a ese momento al que te refieres cuando hablas de la necesidad de “dejar paso a la fe”. El problema que veo consiste en lo siguiente: Si en principio con lo único con que contamos desde el punto de vista de la investigación de la verdad es la propia razón y la experiencia, ¿podrías darme algún argumento para convencerme de que debo olvidarme de la razón o de la experiencia para aceptar, por esa fe de que me hablas, la serie de doctrinas incomprensibles que presentas? ¿No te parece que, si no me das argumentos, no tengo por qué abandonar mi propia racionalidad, por muy insignificante que sea? ¿No te das cuenta de que incluso para abandonar la razón y sustituirla por la fe necesitaría tener una razón? ¿No comprendes que, por ello mismo, la fe estaría subordinada a esa razón, por lo que ésta seguiría teniendo un valor superior al de esa fe a la que tanto valor concedes?
-Mira: Si sigues por ese camino, no llegarás a ningún sitio. No tienes más opción que guiarte por la soberbia de tu racionalidad, tan insignificante y tan pobre, o acogerte a la seguridad y a la fuerza de esa gracia divina de la fe. No voy a discutir más contigo. Tienes dos opciones: la razón o la fe. Tú sabrás lo que haces.
-Te entiendo: La razón o la fe irracional, la comprensión o el dogmatismo y el fanatismo, dirigir mi vida desde mi débil racionalidad o renunciar a esa pequeña luz para dejar que tú y tu gente la dirijáis con vuestras consignas, misterios, dogmas, mitos absurdos y prejuicios. Pues todo eso que encerráis en el terreno de la fe, todo eso a lo que llamáis “misterio” es lo que en Lógica llamamos “contradicción”. Y pretender que aceptemos como verdad todas esas contradicciones es pretender que renunciemos a nuestra razón para convertirnos en borregos a vuestras órdenes, dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Por cierto, una fe de esa clase fue la que propició que en año 1978 más de 900 personas se suicidasen en Guyana, obedeciendo la invitación de su jefe espiritual, el “reverendo” Jim Jones.
-¡Ése era un loco, pero nuestra palabra es la palabra de Dios! ¡Allá tú y tu soberbia racionalista si no quieres escucharnos!
- Pero, ¿acaso existe algún criterio para diferenciar entre una y otra fe? En el caso de que descartemos la razón, ¿en qué podría basarme para saber si alguno de los dos contenidos de fe es verdadero? Además, ¿qué sentido hubiera tenido que ese supuesto “Dios” del que hablan las religiones pretendiera jugar al escondite con el hombre, exigirle que renegase de la razón y que además se sometiese a la autoridad de gente sin escrúpulos, como ha demostrado serlo la Jerarquía Católica a lo largo de los siglos? y ¿qué sentido tendría que ese supuesto Dios, amor infinito, se mantuviese alejado tan permanentemente de sus hijos, de aquellos a quienes supuestamente tanto ama?
-¡Somos los auténticos sucesores de Cristo y los que enseñamos su palabra! ¡Y tú no eres quien para pedirle cuentas a Dios! ¡Vaya soberbia la tuya! ¡Recuerda que podemos excomulgarte y privarte de la eterna salvación!
-Me parece muy grave lo que estoy oyendo: ¿Quieres decir que la famosa “redención” de Cristo es papel mojado?, ¿de nada sirve esa redención sin que vosotros deis vuestro “visto bueno” haciéndola depender de la pertenencia a vuestra organización y de la ciega y sumisa aceptación de aquellas doctrinas que vosotros queráis imponer? Si no haces otra cosa más que afirmar de manera dogmática sin demostrar nada de lo que dices, entonces no podemos continuar. Así que vive como mejor te plazca, pero déjanos a los demás hacer lo mismo y no pretendas imponer tus incoherentes “creencias” que ni tú mismo crees, pues es absurdo intentar adoctrinar en tales ideas que nadie entiende y que encima tengas el cinismo de decir que el mérito principal de la fe consiste precisamente en creer lo que no entendemos, en aceptar como verdad aquello que desconocemos que lo sea o que incluso sabemos positivamente que no lo es.
Este diálogo podría continuar indefinidamente, pero sería totalmente estéril.
Por otra parte, en cuanto la fe se entienda como el resultado de una opción personal por la que se asuma como verdad una doctrina en relación con la cual no existe evidencia alguna en su favor, desde una perspectiva como la de la misma moral cristiana, tal opción estaría en contradicción con la veracidad y, por ello, desde la misma moral cristiana debería considerarse inmoral, en cuanto representa una actitud contraria a la veracidad, ya que mientras la veracidad consiste en aquella disposición por la que se intenta aceptar como verdad exclusivamente aquello que lo sea, la fe implica la aceptación ciega como verdad de algo que en realidad se desconoce que lo sea e incluso de algo de lo que se sabe que es falso en cuanto se opone a la razón.
Desde este punto de vista, que es el que aparece en los evangelios y en los escritos de Pablo de Tarso, la creencia en los diversos dogmas y misterios afirmados por la jerarquía católica implicaría un desprecio de la veracidad, es decir, del octavo mandamiento de las tablas de Moisés, el mandamiento “no mentirás”, que es incompatible con una valoración positiva de la fe en cuanto ésta pretende que se acepten como verdad doctrinas cuya verdad se desconoce, hasta el punto de que la misma jerarquía católica afirma que sobrepasan las posibilidades de la razón humana para comprenderlas.
Ante esta manera de entender la fe como una opción personal es conocida la famosa “apuesta de Pascal”, quien consideraba que ante la duda de si Dios existe o no, la apuesta no puede ser dudosa: Hay que apostar en favor de la existencia de Dios, es decir, hay que someterse a la fe en él, pues, aunque no existiera, nada se pierde con haber creído, mientras que, si existiera, se habrá ganado todo.
Pero esta “apuesta” dice muy poco en favor de Pascal desde el punto de vista de su propia rectitud intelectual y desde el punto de vista de su concepto de esa divinidad en la que interesaba creer, pues muy triste sería que dicha divinidad juzgase, salvase o condenase por el hecho de que uno renunciase o no a la propia racionalidad a la hora de aceptar o no doctrinas cuya verdad se desconociese.
En relación con la actitud que deba mantenerse respecto a la fe en su relación con la veracidad tiene interés reflejar las palabras de B. Russell cuando señala la actitud que conviene adoptar en cuanto se desee mantener el rigor intelectual:
“el verdadero precepto de la veracidad [...] es el siguiente: ‘Debemos dar a toda proposición que consideramos [...] el grado de crédito que esté justificado por la probabilidad que procede de las pruebas que conocemos’” ( ).
Sin embargo, uno de los muchos objetivos que pretende conseguir la jerarquía católica con sus supuestas “verdades de fe” consiste en:
1) Presentarse a sí misma como portadora de un mensaje misterioso, pero necesario para la obtención de la “eterna salvación”.
2) Aparentar ante la gente que ella está en contacto directo o indirecto con un Dios que le informa de sus mensajes y doctrinas para que las predique a los hombres;
3) Protegerse a sí misma de cualquier crítica contraria a las doctrinas que pretende imponer a partir de una supuesta autoridad sobre los “fieles” de su iglesia, pues, cuando tales contenidos puedan ser racionalmente criticables, la mejor forma de mantener su autoridad acerca de su valor es recurrir a la autoridad divina, de la que supuestamente ellos serían los “embajadores” y “pontífices”, es decir, “hacedores de puentes”, entre su Dios y el resto de los mortales, como si Dios –en el caso de que hubiera existido y hubiera sido omnipotente-, no hubiera tenido poder suficiente para comunicarse directamente con cada uno de los seres humanos.
Por otra parte, esta jerarquía, si más adelante advierte que le conviene corregir alguna doctrina en cuanto la Ciencia haya puesto de manifiesto su falsedad, en tal caso y para no perder autoridad entre sus fieles, tratará de amoldarse a las evidencias científicas, considerando que aquella doctrina se había interpretado mal o que se trataba de una metáfora, o mediante cualquier otra explicación que le permita seguir afirmando dogmáticamente lo que le convenga, sin que la Ciencia o la razón puedan quitarle autoridad, tal como sucedió en el caso de la defensa del heliocentrismo por parte de Galileo en el siglo XVII o como en la defensa del evolucionismo por parte de Darwin en el XIX, teoría científica contra la que el fundamentalismo cristiano sigue dando sus agónicos coletazos mediante su actual defensa recalcitrante del mito creacionista.
En definitiva, ¿qué autoridad podría tener la jerarquía católica para exigir que se tuviera fe en sus palabras y en sus absurdos dogmas?, ¿qué argumentos podría presentar que tuvieran más valor que el que nos ofrecen los judíos o los musulmanes o los partidarios de muchas otras religiones para defender los suyos?
En cuanto la fe y la religión en general van ligados al fanatismo y a la intolerancia, habría que concienciar a la sociedad de la conveniencia de desenmascarar a quienes, después de tantos siglos de fraudes y de asesinatos, todavía pretenden seguir manipulando a niños y jóvenes para conseguir con ellos el reemplazo de quienes, gracias a la fuerza de la cultura y de la racionalidad, se han ido liberando de sus garras ( ).

viernes, 26 de diciembre de 2008

25 LA FE COMO “LA MENTIRA A TODA COSTA”. CRÍTICA DE NIETZSCHE.

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES DE LA JERARQUÍA CATÓLICA: LA CONTRADICCIÓN POR LA QUE DEFIENDE LA VERACIDAD A LA VEZ QUE LA FE, A PESAR DE QUE LA FE, SEGÚN EXPRESIÓN DE NIETZSCHE, ES "LA MENTIRA A TODA COSTA".

En relación con el Cristianismo y como consecuencia con su alta valoración de la veracidad, Nietzsche criticó la actitud de quienes, renunciando a la búsqueda de la verdad, se refugiaban bajo la bandera de las creencias religiosas y defendían la prioridad de la fe, de carácter irracional, sobre la veracidad crítica. El ataque de Nietzsche se dirige especialmente contra la tradición cristiana en la que sus más destacados representantes habían defendido el valor de la fe como camino alternativo, más perfecto y valioso para acceder al reino de la verdad.
Respecto a esta cuestión Nietzsche se pronuncia con su oposición más tajante en muy diversas ocasiones y desde perspectivas convergentes, que vienen a coincidir en el rechazo más radical del valor de la fe, proclamando, por ello, que la fe “es la mentira a toda costa” ( ) y también que “las convicciones son enemigas de la verdad, más poderosas que las mentiras” ( ). Una de tales perspectivas es la que centra su mirada atenta en la actitud fanática de quienes defienden sus convicciones como si realmente fuera un deber la defensa perpetua de aquello que una vez pudo parecer verdadero. Frente a este proceder, Nietzsche defiende el derecho a “traicionar” las propias creencias, el derecho de los “los espíritus libres” a someter continuamente a crítica intelectual y a revisión las más profundas y vitales convicciones. Critica, pues, el hecho de que hasta el momento actual “dejarse arrebatar las creencias equivalía quizá a poner en riesgo la salvación eterna” y que “cuando las razones contrarias se mostraban muy fuertes, siempre había el recurso de calumniar a la razón y acudir al ‘credo quia absurdum’, bandera del extremo fanatismo” ( ). Y, por ello, afirma el derecho inalienable a la constante revisión intelectual de cualquier teoría o creencia, al tomar conciencia del carácter falible de la propia subjetividad. Se plantea, en consecuencia, la siguiente cuestión: “¿Estamos obligados a ser fieles a nuestros errores, aún sabiendo que con esta fidelidad dañamos nuestro yo superior? No, no hay tal ley, no hay tal obligación; debemos ser traidores, abandonar siempre nuestro ideal” ( ) desde el mismo instante en que tomemos conciencia de que se trataba de un ideal equivocado. Complementariamente, ataca la postura de quienes utilizan como argumento para la defensa de sus creencias la sangre derramada por los mártires de dichas creencias; afirma efectivamente en El Anticristo:
“Que los mártires demuestran la verdad de una causa es una creencia tan falsa que me inclino a creer que jamás mártir alguno ha tenido que ver con la verdad [...] Los martirios [...] han sido una gran desgracia en la historia, pues seducían [...] ‘Sin embargo, la sangre es el peor testigo de la verdad’ ” ( ).
Complementariamente y de manera generalizada, afirma que “la moral cristiana es la forma más maligna de voluntad de mentira” ( ).
Tratando de explicar el fenómeno de la fe, Nietzsche lo atribuye, en La gaya ciencia, a una especie de enfermedad de la voluntad, por la cual “cuanto menos se es capaz de mandar, tanto más afanosamente se anhela a quien mande autoritariamente, ya sea un dios, un príncipe, un médico, un confesor, un dogma o una conciencia partidaria” ( ). La actitud intelectual del débil de voluntad significa que ante “un artículo de fe, así esté refutado mil veces, si lo necesita, creerá siempre de nuevo que es verdadero” ( ). Nietzsche se asombra y lamenta que incluso hombres de una categoría intelectual tan extraordinaria como Pascal hayan sucumbido a esa perturbación intelectual que viene significada por la fe, “esa fe de Pascal que se parece de una manera horrible a un suicidio permanente de la razón” ( ).
En contraposición con esa debilidad de la voluntad sitúa Nietzsche su defensa del espíritu libre, concepto que hace referencia al hombre que en ningún caso se siente definitivamente ligado ante ideología alguna, sino que vive “únicamente para el conocimiento” ( ) y se caracteriza, en su búsqueda de la verdad, por el rigor más absoluto, por su disposición intelectual permanente para rechazar una opinión desde el preciso instante en que se le manifieste como falsa, y, en este mismo sentido “por la voluntad incondicional de decir no, allí donde el no es peligroso” ( ).
Pasando a polemizar más directamente en contra del cristianismo y, en especial, en contra de la doctrina que considera la fe como requisito indispensable para la salvación, trata de ridiculizar y poner en evidencia lo absurdo de esta teoría comparando las supuestas relaciones de Dios con los hombres y las de un carcelero con sus presos, a través del siguiente diálogo:
“Una mañana los presos salieron al patio de trabajo; el carcelero estaba ausente [...] Entonces uno de ellos salió de las filas y dijo a voces: ‘Trabajad si queréis, y si no queréis, no trabajéis: es igual. El carcelero ha descubierto vuestros manejos y os va a castigar terriblemente. Ya le conocéis; es duro y rencoroso. Pero escuchad lo que os voy a decir: no me conocéis; yo no soy lo que parezco. Yo soy el hijo del carcelero, y tengo un poder absoluto sobre él. Puedo salvaros, y voy a salvaros. Pero entendedlo bien, no salvaré más que a aquellos de vosotros que crean que yo soy el hijo del carcelero. ¡Que los otros recojan el fruto de su incredulidad!” “Pues bien -dijo, tras una corta pausa, uno de los presos más jóvenes-: ¿qué importancia tiene para ti que creamos o que no creamos? Si eres verdaderamente el hijo del carcelero y puedes hacer lo que dices, intercede en nuestro favor y harás verdaderamente una buena obra; ¡pero deja esos discursos sobre la fe y la incredulidad!’” ( ).
En relación con esta metáfora es evidente que en distintos pasajes de la Biblia hay múltiples textos en los que se aprecia esta valoración tan radical de la fe. Así, por ejemplo, el evangelio de San Juan afirma en este sentido:
“...es necesario que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él alcance la vida eterna. Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en él no perezca, sino alcance la vida eterna” ( ), y “en verdad, en verdad os digo, el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida” ( );
del mismo modo en su Epístola a los Romanos afirma San Pablo:
“si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” ( ).
Posteriormente, el cristianismo, a través de muchas de sus más ilustres figuras (san Agustín, Lutero, Pascal, Kierkegaard, etc.), ha venido insistiendo en estos mismos planteamientos.

martes, 23 de diciembre de 2008

24. LA FE Y LA VERACIDAD COMO ACTITUDES CONTRADICTORIAS.

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES DE LA JERARQUÍA CATÓLICA: LA CONTRADICCIÓN SEGÚN LA CUAL LA JERARQUÍA CATÓLICA EXIGE LA FE A LA VEZ QUE LA VERACIDAD, CONCEPTOS EXCLUYENTES EN CUANTO LA FE IMPLICA ACEPTAR COMO VERDAD ALGO DE LO QUE SE DESCONOCE QUE LO SEA, MIENTRAS QUE LA VERACIDAD IMPLICA RECONOCER COMO VERDAD SÓLO AQUELLO DE LO QUE SE SABE QUE LO ES.

CRÍTICA: En cuanto la fe se relaciona con el reconocimiento como verdad de algo de lo que no se sabe que lo sea, mientras que la veracidad hace referencia a la actitud por la cual uno trata de no mentirse a sí mismo respecto a lo que sabe y a lo que desconoce, en esa medida la fe y la veracidad son conceptos contradictorios. Y en cuanto la jerarquía católica defiende por una parte que hay que tener fe en lo que ellos dicen, pero por otra siguen aceptando las tablas de Moisés, en las que se dice que no hay que mentir, en esa medida la doctrina de la jerarquía católica es contradictoria en sí misma en cuanto al asumir como verdad algo que desconoce como tal uno se mentiría a sí mismo.
¿Pero, acaso podrían los agentes del Vaticano defenderse de la crítica a su doctrina acerca de la necesidad de someter la razón a la fe, es decir, a la aceptación irracional de aquellos absurdos que ellos decidan que hay que creer?
Ante esta situación de perplejidad por la contradicción de sus doctrinas y por su insistencia de que deben ser creídas, a pesar de lo que diga la razón o el simple sentido común, la jerarquía católica insiste en decir de cada una de tales doctrinas:
-¡Se trata de un “misterio” y hay que “creer” en su verdad, aunque la razón no alcance a comprenderlo!
-Pero, si es un misterio, es decir, si se trata de algo que la razón no puede llegar a comprender, ¿podríais explicar cómo habéis llegado vosotros a conocer su verdad?
-¿Para qué te crees que está la fe? La fe nos la ha dado Dios y su valor es infinitamente superior al de la razón y, además, como ya decía “San Agustín”, “nisis credideritis non intelligetis”, o, dicho en castellano, “si no creéis, no entenderéis”.
-Pero, ¡qué suerte la vuestra, que os comunicáis con Dios! Claro que, si lo que decís fuera cierto, ¿qué mérito tendría vuestra fe? El caso es que yo, que no he tenido ese privilegio, no sé cómo podría aceptar vuestros dogmas sin atentar como el precepto de ser veraz, el cual me exige que sólo otorgue mi asentimiento a las proposiciones que se me presenten como evidentes y verdaderas, pero que no asuma como verdadero aquello que otro me diga por el simple hecho de que él diga que ha hablado con Dios, pues ¡son tantos los que hablan en nombre de Dios y afirman doctrinas contradictorias! Además, ¿cómo puede aceptar como verdad doctrinas que no sólo son incomprensibles sino que incluso van en contra de la propia razón?
-Ya te hemos dicho que el mérito de la fe consiste en aceptar doctrinas que son incomprensibles para el ser humano y que humillan la soberbia de su racionalidad. Y, sin duda alguna, nosotros somos los intermediarios de Dios en quienes tienes que creer. Sabemos que existen “falsos profetas”, pero nosotros somos los auténticos enviados de Dios. Para pertenecer al número de los escogidos hay que humillar la propia racionalidad como un instrumento maligno que nada representa frente a ese don formidable de la fe, que Dios envía a todo aquel que reconozca la insignificancia de su razón frente al carácter inconmensurable e inabarcable de su sabiduría infinita.
-Vuestras palabras suenan sorprendentes y parecen impactantes, pero sigo encontrando en ellas varios puntos oscuros que quisiera que me aclaraseis. Dejando a un lado el asunto relacionado con la supuesta existencia de un Dios que desee que creamos en él en lugar de darse a conocer directamente, me refiero, en primer lugar, al problema de cómo saber que sois vosotros y no otros quienes de verdad están en comunicación con Dios, tal como también dicen desde otras religiones, pues si tuviera que aceptar las doctrinas de todo el que dijera que hablaba en el nombre de Dios, en tal caso me volvería loco. ¿Podríais darme alguna señal de que sois vosotros quienes estáis en comunicación con Dios?
-¿Acaso no conoces los milagros realizados por Dios, por su madre y por todos los santos? ¿Acaso no estás enterado de la resurrección del propio Jesús?
-Si es verdad que he oído hablar de sucesos milagrosos, aunque no he sido testigo de ninguno. Pero he oído hablar de ellos no sólo en vuestra religión sino en todas las muchas que conozco. Así que con ese argumento tendría que aceptar todas las religiones como verdaderas.
-Sí, en cierto modo te comprendemos, pero, ten en cuenta que los milagros de Lourdes o de Fátima son auténticos milagros y no mentiras como las de los embaucadores de otras religiones. ¿No te das cuenta de que la propia grandiosidad del santuario de Lourdes sería incomprensible si no fuera la consecuencia de la serie de milagros que la Virgen ha realizado sobre quienes acudían a ella con auténtica fe?
- Sí. Sé que Lourdes está siempre muy concurrido y que se habla de que allí ocurren milagros en alguna ocasión. Pero, sinceramente, me parecen milagros bastante sospechosos: ¿Por qué la Virgen se preocuparía de ayudar a un paralítico con dinero suficiente para viajar a Lourdes y no se iba a preocupar de los miles de niños que cada día mueren de hambre y que no pueden siquiera ir a Lourdes a pedir a la Virgen el milagro de tener un plato de comida? ¿Por qué para obtener los favores de la Virgen hay que acudir a Lourdes a algún otro santuario especial en lugar de realizarse en cualquier punto de la tierra?
-Nuestros teólogos dicen con razón que “los designios de la Providencia son inescrutables”, y, así, ¿quiénes somos nosotros para pedir cuentas a Dios o a la Virgen de los motivos de sus actos?
-Si partís de la aceptación de la existencia de un Dios incomprensible, desde esa base tendría que aceptar el valor de cualquier religión igual de irracional, pero me parece que en ese caso, al renunciar a mi propia racionalidad como criterio de mis decisiones y de mis actos, me convertiría en una especie de borrego y la verdad es que, aunque no tengo nada contra los borregos, no me atrae demasiado anular mi razón para ser uno de ellos y obedecer la órdenes de un pastor o de alguno de sus perros. Además, si en principio con lo único con que cuento para la búsqueda de la verdad es la propia razón –además de la experiencia-, ¿qué argumento podríais darme para convencerme de que debo olvidarme de esa razón para aceptar esa fe de que me habláis? ¿No os parece que, si no me dais al menos un argumento sólido, no tendría sentido que abandonase mi propia racionalidad por muy insignificante que pudiera ser? ¿No os dais cuenta de que incluso para abandonar la razón necesitaría de una razón y que, por ello, la misma fe estaría condicionada y, por lo tanto, subordinada a la razón? ¿No comprendéis que, por eso mismo, la razón seguiría teniendo un valor superior al de la esa fe a la que tanto valor queréis conceder? En resumidas cuentas: Si me pedís que renuncie a la razón para aceptar ciegamente la fe, me estáis pidiendo que renuncie a lo que tengo de m´ñas humano, la propia racionalidad; mientras que si me decís que la fe es racional o razonable, en tal caso sólo puedo deciros que, por más que he buscado, no he encontrado ninguna razón que me conduzca a dar ese salto por el que debiera anular mi razón y comenzar a aceptar esa fe de que me habláis.
-Vemos que la soberbia de tu estúpida razón no parece tener límites. Si sigues por ese camino, no llegarás a ningún sitio. No tienes más opción que seguir guiándote por el orgullo de esa racionalidad tuya, tan insignificante y tan pobre, o acogerte a la seguridad y a la fuerza de la gracia divina de la fe. No vamos a seguir discutiendo contigo. ¡Tienes dos opciones: la razón o la fe! ¡Tú sabrás lo que haces! ¡Atente a las consecuencias!
-Sí, ya os entiendo: la razón o el dogmatismo fanático e irracional; dirigir mi vida desde mi débil racionalidad o renunciar a esa pequeña luz para dejar que seáis vosotros quienes la manipuléis con vuestras consignas, misterios, dogmas, mitos absurdos, prejuicios y mentiras. Pues todo eso que vosotros colocáis en el terreno de la fe, todo eso a lo que llamáis “misterio” es lo que en Lógica se conoce como “contradicción”. Y pretender que haya que aceptar como verdad toda esa serie de contradicciones es pretender que haya que renunciar a la razón para convertirse en borregos a vuestro servicio, dispuestos a comulgar con ruedas de molino.
-¡Nuestra palabra es la palabra de Dios! ¡Allá tú y tu soberbia racionalista si no quieres escucharla!
-¡Bueno, bueno, no nos enfademos! Vivid como mejor os plazca, pero dejadnos a los demás hacer lo mismo y no os metáis en nuestra vida ni pretendáis imponer vuestras incoherentes doctrinas, pues es absurdo afirmar y negar a un tiempo una misma teoría, tal como hacéis vosotros.
Un diálogo como éste reflejaría adecuadamente la repuesta de la jerarquía católica a estas objeciones. Su desprecio de la racionalidad humana pudo comprobarse nuevamente en la encíclica Fides et ratio de Karol Wojtyla, en la que criticó la filosofía cartesiana y la de la Ilustración del siglo XVIII, incluida la del propio Kant, a pesar de que tanto Descartes como Kant creían en Dios.
2. Análisis de la creencia.- Paso a continuación a un análisis más detallado de la creencia en cuanto, al margen de la fe religiosa, es evidente que en conjunto de nuestras actividades vitales la mayor parte de nuestras acciones tienen como supuesto la creencia correspondiente en la eficacia vital de lo que nos proponemos, de manera que sin la creencia instintiva, la vida humana sería imposible.
Cuando se habla de las creencias humanas, conviene precisar el sentido de este concepto, pues no siempre tiene el mismo sentido: La postura del creyente, aparentemente incompatible con la que mantiene un talante de absoluta veracidad, quizá no lo sea tanto en realidad, especialmente si advertimos que en el terreno de las creencias podemos diferenciar al menos dos sentidos básicos, uno débil, de carácter espontáneo y otro fuerte, de carácter dogmático.
La creencia espontánea se caracteriza por tratarse de una simple vivencia involuntaria que no pretende justificarse racionalmente, pero que, aunque sea de manera pre-reflexiva y acrítica, implica en cualquier caso una certeza subjetiva acerca de doctrinas objetivamente inciertas. La importancia de este tipo de creencias deriva, por una parte, de la amplitud de sus contenidos y, por otra, del hecho de que, aunque muchas de ellas permanecerán indefinidamente en esta situación, otras se convierten en el origen de las creencias dogmáticas o en el de un buen número de auténticos conocimientos o, paulatinamente, se desvanecen. El paso de la creencia espontánea a la creencia dogmática se produce por una reafirmación del valor de la primera sin que existan auténticos motivos objetivos que justifiquen este paso, mientras que la conversión de la creencia espontánea en conocimiento implica haber llegado a una evidencia racional o empírica respecto al valor objetivo de sus contenidos.
La creencia dogmática, como ya se ha señalado, añade a los caracteres de la anterior una consciente y firme disposición a afirmar como verdadero el contenido de la creencia, a pesar de no contar con suficientes garantías de que lo sea. Se trata de la creencia como acto de fe, que se produce por sugestión y se fortalece por autosugestión para evitar su debilitamiento como consecuencia de posibles críticas procedentes de la filosofía, de la ciencia o del simple sentido común. Por ello, si desde la perspectiva de una actitud veraz no habría nada objetable respecto a la creencia espontánea, puesto que ésta es involuntaria y no pretende suplantar al auténtico conocimiento sino todo lo más suplirlo mientras éste no haya surgido, no ocurre lo mismo por lo que se refiere a la creencia dogmática, ya que ésta pretende ocupar el lugar que le corresponde al conocimiento y a los auténticos planteamientos racionales, y, por ello, su relación con la veracidad sería la de una proporción inversa: un aumento de veracidad viene acompañado de un descenso de creencia dogmática, y un aumento de creencia dogmática viene acompañado de un descenso de veracidad.
Por qué se mantiene, sin embargo, la creencia dogmática en claro enfrentamiento con los planteamientos relacionados con la veracidad es una pregunta que en parte puede responderse haciendo referencia a las mismas motivaciones que propician la aparición del otro tipo de creencia, ya que esta última es el origen primero de la anterior. Por ello, conviene ampliar un poco la referencia a los motivos que explican la existencia de la creencia espontánea y tratar de explicar los motivos que contribuyen al cambio cualitativo de la creencia espontánea a la creencia dogmática.
La creencia espontánea admite toda una compleja variedad de explicaciones que no necesariamente se excluyen entre sí, sino que más bien se complementan mutuamente. En este sentido, habría que hacer referencia, en primer lugar, al hecho de que el ámbito de seguridades procedentes de auténticos conocimientos, especialmente durante la infancia, es muy limitado, y que, por ello, la realización satisfactoria de la vida exige que esos reducidos conocimientos tengan que ser complementados por todo tipo de creencias, basadas en la autoridad de una tradición inmemorial, que se acepta y es creída en parte por motivos intrínsecos a tal tradición, en cuanto pueden representar la acumulación de un acervo de experiencias a partir de cuya depuración inductiva haya podido extraerse cierta “sabiduría popular”, y en parte por motivos extrínsecos, en el sentido, por ejemplo, de que el sentimiento de integración en un grupo social se consigue más plenamente cuando el hombre comparte con su grupo de convivencia no sólo una vida comunitaria basada en la existencia de unos intereses económicos, sino especialmente un sistema de creencias comunes que favorece la cohesión del grupo y, en consecuencia, un sentimiento de seguridad y de fuerza frente a posibles grupos hostiles. En relación con esta cuestión conviene además recordar que el hombre, como “animal social”, tiene fuertemente desarrollada la necesidad de sentirse integrado en una comunidad.
Hay que mencionar, en segundo lugar, el sentimiento de temor e inseguridad que provoca en el hombre el desconocimiento de su propia realidad y del mundo que le rodea: En las tradiciones míticas de todos los tiempos la creencia en dioses que gobernaban las fuerzas de la naturaleza (diluvios, sequías, terremotos, enfermedades o un clima apacible, buenas cosechas, salud, etc.) y la creencia de que tales dioses podían resultar accesibles para el hombre mediante diversos rituales mágicos y sacrificios sirvió para aminorar aquel sentimiento de temor; de ahí que, cuando con el progreso de la ciencia se han logrado de manera mucho más eficaz esos mismos objetivos de control sobre la naturaleza, los diversos ritos mágicos y los sacrificios hayan dejado de ocupar el lugar preponderante que ostentaban y sólo se recurra a ellos en ocasiones excepcionales para las que, por otra parte, suelen ser tan ineficaces como la ciencia, aunque aporten al menos la satisfacción y el consuelo de “haberlo intentado todo”.
Conviene puntualizar, por otra parte, que el paso de la creencia espontánea a la creencia dogmática no implica necesariamente un cambio en cuanto a su contenido sino especialmente un cambio desde la espontaneidad de la primera a la dogmaticidad fanática y beligerante de la segunda, que en algunas ocasiones pretende ser aceptada como un conocimiento paralelo al de la ciencia y, en otras, como el único y auténtico conocimiento frente a los considerados por las jerarquías religiosas como “desvaríos heréticos de la filosofía y de la ciencia”. Por su parte, la transformación de la creencia espontánea en conocimiento o su simple desaparición viene determinada por la existencia de un método riguroso para verificar o refutar los contenidos de la creencia espontánea correspondiente.
Y, en tercer lugar, es importante señalar el valor trascendental de la creencia espontánea como un imprescindible mecanismo de supervivencia durante la infancia, ya que es en ese período inicial de la vida humana cuando se depende de los padres de manera más radical. Esa dependencia, en cuanto viene acompañada del afecto y de la satisfacción de las diversas necesidades del niño por parte de sus progenitores, lleva consigo el desarrollo correspondiente del afecto del niño hacia ellos, y, al mismo tiempo, de una confianza incondicional en la verdad de las creencias transmitidas por ellos. Tales enseñanzas serán, en líneas generales, adaptativas desde el punto de vista vital, pero también de modo inevitable estarán constituidas por una mezcla de verdades y de prejuicios. Este hecho explica suficientemente el que de forma poco variable, generación tras generación, y gracias a esta labor de transmisión de las creencias de padres a hijos, las diversas religiones se mantengan en sus respectivas áreas de influencia: quien nace y es educado en el seno de una familia cristiana asumirá el cristianismo con la misma naturalidad con la que aprende a hablar el idioma de sus padres; quien nace y se educa en medio de una familia musulmana difícilmente dejará de ser musulmán; y casi con toda seguridad permanecerá budista el que nazca y se eduque en una familia budista. Por este motivo, los dirigentes de las diversas religiones suelen preocuparse por realizar su misión de proselitismo y obtienen sus mayores éxitos encauzando especialmente su mensaje no hacia las personas adultas, que por el desarrollo natural de su capacidad racional y crítica o por haber interiorizado ya previamente durante su infancia otras creencias difícilmente se abrirían a la aceptación de una ideología religiosa diferente, sino hacia la infancia, que, aunque no llegue a ser capaz de valorar críticamente el contenido de las doctrinas que recibe o precisamente por ello, es por naturaleza mucho más receptiva.
Por otra parte y en referencia a la creencia dogmática, hay que señalar como causa de su desarrollo el interés de los jerarcas de las diversas religiones en proclamar la autosuficiencia de la fe, más allá y por encima de la razón, como mecanismo para tener asegurada la fidelidad de sus adeptos y para alejar así el temor y la preocupación que podría suponer el que los diversos contenidos religiosos pudieran ser objeto del libre análisis crítico y se encontrasen en el trance de poder ser rechazados en cuanto no superasen la prueba de dicho análisis. Como su posible rechazo podría venir seguido de la disolución de la organización eclesial correspondiente, una solución para evitar este peligro suele consistir en advertir que los “dogmas” religiosos son, por definición, incomprensibles para la razón humana y que, por lo tanto, deben ser aceptados por un acto de fe; complementariamente, se puede tratar de atemorizar al creyente para que desista de su actitud crítica advirtiéndole que “sin la fe no hay salvación”.
Sin embargo y en relación con la valoración que el cristianismo y otras religiones hacen de la fe -forma de creencia dogmática- como camino alternativo para la “salvación” (?), hay que insistir en que, de acuerdo con Nietzsche, parece una doctrina al menos tan absurda como lo sería la actitud del profesor que exigiera a sus alumnos como condición indispensable para aprobar el curso que creyesen que él era la reencarnación de Platón.
Creer en algo, en el sentido de tender a considerarlo como verdadero sin que realmente se pueda estar objetivamente seguro de que lo sea, tiene su explicación en cuanto existen toda una serie de circunstancias, tanto objetivas como subjetivas, que hagan surgir la creencia correspondiente. Así, por ejemplo, la creencia de que mañana llueva podría relacionarse con el hecho objetivo de que fuéramos expertos en meteorología y conociéramos la existencia próxima de un área de bajas presiones que hicieran previsible que, en efecto, tal fenómeno se produjera. Por otra parte, si además se está sufriendo una larga temporada de sequía, el deseo de que la lluvia se produzca -factor subjetivo- puede contribuir a que la creencia en la aparición de dicho fenómeno sea más intensa que si se atendiera exclusivamente a las circunstancias objetivas. Lo mismo puede suceder en el caso de las personas cuya penuria económica les lleva a jugar su sueldo en la lotería con un grado de confianza directamente proporcional al grado de su indigencia.
Así pues, la creencia en sentido amplio aparece como un fenómeno que es a un mismo tiempo natural e inevitable y que puede ser complementario del auténtico conocimiento cuando éste falta. Pero, en cualquier caso, parece que, si a nadie se le ocurre juzgar especialmente meritoria la creencia de que mañana llueva o deje de llover, y si tampoco consideramos especialmente meritoria la devota actitud creyente del alumno que reconociese a Platón en su extraño profesor sino que más bien la juzgaríamos como un gesto sospechoso de interesada hipocresía ante tan excéntrica exigencia, en tal caso lo mismo habría que juzgar de la creencia en el Dios del cristianismo o de la creencia en los dioses del Olimpo.
Conviene tener en cuenta además que la fe, como creencia dogmática, se opone a la veracidad y que, en consecuencia, se encuentra en contradicción con los mismos preceptos de la moral cristiana, por lo que, desde esta perspectiva, en lugar de laudable sería condenable.
21. LA CONTRADICCIÓN DE LA JERARQUÍA CATÓLICA SEGÚN LA CUAL, A PESAR DE QUE EN TEORÍA DEBÍA ESTAR AL SERVICIO DE LOS POBRES, EN LA PRÁCTICA ES UNA ORGANIZACIÓN MAFIOSA, AUTORA DE INNUMERABLES CRÍMENES, CÓMPLICE DE GOBIERNOS TIRÁNICOS, COMPINCHE DE LOS PODEROSOS, DEFENSORA DE LA ESCLAVITUD Y CONSAGRADA A LA CODICIOSA ACUMULACIÓN DE RIQUEZAS.

En efecto, la jerarquía católica, que a efectos económicos se identifica por completo con la llamada “Iglesia Católica”, tiene una organización interna de carácter feudal o piramidal –además de capitalista-, anterior en el tiempo a las organizaciones de posteriores empresas multinacionales como Microsoft, MacDonalds, Ford, Coca Cola, General Motors y muchas otras, que, al igual que la organización de la Iglesia Católica tienen su presidente, equivalente al cargo de “Papa”; su consejo de administración, equivalente al conjunto de cardenales asesores del “Papa”; sus directores regionales, equivalentes a los presidentes de las “Conferencias episcopales” de cada país; sus sucursales, equivalentes a las diversas “diócesis”; sus directores de sucursales, equivalentes a los obispos de las respectivas circunscripciones o “diócesis” episcopales; sus franquicias, equivalentes a las diversas parroquias regidas por los curas, así como las diversas empresas colaboradoras, equivalentes a las instituciones dependientes de la Iglesia Católica, como colegios, hospitales, conventos, periódicos, emisoras de radio y televisión dependientes de la Iglesia Católica que completan, más o menos, el organigrama de esta organización económica, que con toda seguridad hay que considerar como la primera multinacional del mundo.
Ninguna de las empresas del capitalismo moderno parece haber inventado nada por lo que se refiere a su sistema organizativo, ya que la propia jerarquía católica es un ejemplo modelo con una experiencia de casi dos milenios, que demuestra la solidez del funcionamiento de tal sistema y lo suculento de los beneficios económicos que reporta.
De manera consciente o en ocasiones inconsciente, la jerarquía católica ha utilizado sus incoherentes doctrinas acerca de lo divino y de lo humano como simple coartada para aumentar su enorme poder y sus inimaginables riquezas sirviéndose de la ingenuidad de sus fieles para sus fines terrenales y ofreciendo a cambio el opio de sus mentiras celestiales para satisfacer las ilusiones de sus dóciles seguidores.
Pero hay que insistir: Para ser exactos no hay que hablar de la “Iglesia Católica” como una agrupación en la que haya que incluir a la jerarquía y a los fieles, sino exclusivamente a la jerarquía de esta organización, pues es ella la única que maneja los hilos de su poderosa economía y la única que disfruta de sus cuantiosísimos beneficios, por lo que es la auténtica dueña absoluta de la marca “Iglesia Católica”, en la que los creyentes no pintan absolutamente nada como no sea para entregar sus limosnas y sus herencias a su “santa madre Iglesia”.
El carácter feudal de esta organización es evidente en cuanto no existe en ella nada que se parezca a un sistema democrático mediante el cual se elijan sus diversos cargos, pues el “Papa” elige a los cardenales y a los obispos, y éstos eligen al “Papa”, mientras que el resto de sus fieles súbditos no cuenta absolutamente nada en tales nombramientos. Los demás cargos clericales son elegidos a su vez por los obispos y eso determina que los simples curas jueguen un papel de sumisa obediencia en espera de un futuro ascenso, relacionado con su mayor o menor servilismo, o ejerciendo como simples “párrocos” de determinada circunscripción en la que viven de las limosnas de sus “feligreses” más el sueldo del estado en lugares como España, en los que la jerarquía católica ha logrado mantener su privilegio de seguir obteniendo, mediante su chantaje a los gobiernos de turno, el “impuesto revolucionario” de cuantiosos millones de euros anuales, como si la colaboración para el sostenimiento –o, mejor, el incesante engrandecimiento- económico de esta organización mafiosa fuera una obligación de los españoles como “reserva espiritual de occidente”. Los simples curas, que consiguen al menos lo suficiente para vivir con cierto desahogo pero se quedan a una enorme distancia de la inmensa tajada económica que se lleva su jerarquía superior, son los encargados de adoctrinar a niños de seis años –es decir, de asesinar su capacidad de razonamiento crítico; es decir, de ejercer contra ellos la pederastia mental, además de la corporal en diversas ocasiones-, sin que ellos ni el resto de los feligreses cuente para nada por lo que se refiere a la elección de ninguno de sus superiores, a pesar de ser la fuerza de presión política de mayor importancia con que cuenta la propia jerarquía católica.
El carácter embaucador de esta organización puede comprenderse fácilmente en cuanto se analizan las contradictorias doctrinas religiosas –o, mejor, supersticiosas- emanadas de esa jerarquía feudal, que se encarga de elaborar a su antojo sus mentiras doctrinales de manera que puedan provocar las ilusiones o los temores de los creyentes, según lo crean más oportuno, mientras que la masa de creyentes tiene una misión pasiva de obediencia y de sumisión a esos personajes que, a fin de lograr una mayor teatralidad a su supuesta misión “divina”, pero tan exclusivamente terrenal como la de todo el mundo, se visten con lujosos atuendos chillonamente estrafalarios y se hacen llamar “enviados de Dios”, “eminencia” o “Su Santidad”, mostrándose en público con semblante bondadoso, resignado y doloroso, aunque por dentro estén pensando “¡vaya atajo de borregos!”, pues, al fin y al cabo, no en vano ellos se llaman “pastores”.
Pero, además, la actividad de la jerarquía católica es lo más contrario que pueda pensarse respecto a lo que pudo ser la predicación de Jesús, un personaje bíblico que, según parece, criticó con extrema dureza a los ricos, que defendió a los pobres y cuyos primeros seguidores vivieron en un régimen de absoluto comunismo en el que todo se compartía, según se narra en los Hechos de los apóstoles.
Así, por lo que se refiere a la inequívoca actitud crítica de Jesús contra los ricos de su tiempo conviene recordar algunas de sus palabras:
- “Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios” ( );
- “¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!” ( );
- “qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas. Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios” ( ).
Una consecuencia lógica de esta actitud de Jesús así como de su defensa de los pobres y de la idea de la fraternidad universal se produjo cuando en los primeros años después de su muerte sus primeros discípulos vivieron en un régimen de auténtica fraternidad comunista en la que todo se compartía, tal como se cuenta en el escrito, atribuido a Lucas, Hechos de los apóstoles, en el que se dice con absoluta claridad que
-“Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno” ( );
-“El grupo de creyentes […] tenían en común todas las cosas” ( );
-“No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas las vendían, llevaban el precio de lo vendido, lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” ( ).
Sin embargo y a pesar de la claridad de estas doctrinas evangélicas, esa vida comunista de los primeros cristianos desapareció muy pronto, pues ya el propio Pablo de Tarso, auténtico fundador del Cristianismo, se puso descaradamente del lado de los ricos, de manera que en lugar de enfrentarse a ellos, como al parecer había hecho Jesús, se convirtió en su cómplice, no pidiéndoles que repartieran sus riquezas entre los pobres, ya que Dios se les había otorgado para que las disfrutasen, sino sólo que procurasen no ser orgullosos:
“A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean orgullosos, ni pongan su esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que nos provee de todos los bienes en abundancia para que disfrutemos de ellos” ( ).
Este cambio de planteamiento respecto a los ricos resultó especialmente útil a la jerarquía cristiana para la transformación de su organización en un inmenso negocio material que, adaptándose a todo tipo de circunstancias políticas y sociales, se fue enriqueciendo y ampliando de manera progresiva hasta convertirse en la actualidad en la mayor multinacional “del espíritu” –dirían ellos-, incomparablemente más rica que cualquier otra de cualquier tipo, dedicada a la venta fantástica de “parcelas de Cielo”, a las constantes amenazas con el “Infierno” y a crímenes incesantes a lo largo de su historia mediante sus cruzadas, su “Santa Inquisición” y su colaboración simbiótica con los dictadores y gobernantes sin escrúpulos de todos los tiempos y lugares, a cambio de incalculables e inmensos tesoros, y despreciando y pisoteando la doctrina de aquél en cuyo nombre dicen predicar, doctrina según la cual:
“No podéis servir a Dios y al dinero” ( ).
A lo largo de la historia, la jerarquía católica y en especial su jefe supremo -“el Papa”-, ha mantenido una actitud opresora contra las libertades individuales a fin de acrecentar sus beneficios económicos y su poder político. Tal actitud quedó especialmente reflejada en instituciones como su “Santa Inquisición”, en su alianza con la monarquía y con la nobleza en todos los momentos de la Historia en que estas instituciones opresoras se mostraron sumisas a sus exigencias, en su simpatía hacia las clases altas y hacia la burguesía, y en su constante confabulación sin escrúpulos con los gobiernos tiránicos de cualquier signo que le permitiesen gozar del derecho a adoctrinar al pueblo, a partir de una constante actitud despótica contra sus libertades, a cambio de bendecir tales gobiernos y de exhortar al pueblo a la obediencia a la autoridad establecida “por la gracia de Dios” –o por el Papa como “cabeza visible” del propio Dios-.
La institución de la “Santa Inquisición”, tan cruelmente opresora por lo que se refiere al respeto de la vida humana y de valores como los de la libertad de pensamiento y de expresión, fue utilizada por la jerarquía católica para mantener su poder sobre quienes podían atacar sus doctrinas mediante la libre razón, contribuyendo así a la pérdida de su fuerza política y económica. Los tiempos en los que la jerarquía católica ha tenido mayor poder político han sido a la vez los más escandalosos y sanguinarios en el funcionamiento de esta institución, que cometió innumerables asesinatos para mantener su fuerza y su riqueza a costa de la libertad y de la vida de un incalculable número de personas.
A lo largo de la Edad Media y hasta ya entrado el siglo XIX, la Inquisición fue el mayor y más cruel instrumento de control de la jerarquía católica sobre los pueblos de Europa al que se sometieron muchas monarquías, colaborando con dicha jerarquía católica en su labor opresora en contra de la vida y de la libertad de dichos pueblos.
Complementariamente, en los últimos siglos, a fin de compensar su pérdida de poder político, la jerarquía católica ha sido la aliada constante de los poderes económicos y políticos del capitalismo y de la mayor parte de las dictaduras del planeta, sin otras excepciones que las de los países con dictaduras contrarias a la religión católica: De acuerdo con esta estrategia, en el año 1949 el papa Pío XII excomulgó a todos los católicos que se afiliasen al Partido Comunista, pero no realizó ninguna condena similar respecto al Partido Nazi, a pesar de la monstruosa barbarie con que actuó a lo largo de la segunda guerra mundial, sino que, como todo el mundo puede comprobar, incluso con el testimonio de archivos fotográficos especialmente significativos, muchos obispos y cardenales fraternizaron con el régimen nazi, con el fascismo, con la vergonzosa “cruzada nacional” del general Franco y con los criminales gobiernos golpistas sudamericanos.
Esta actitud de la jerarquía católica no se corresponde para nada con la actitud de Jesús, aquél en cuyo nombre dicen predicar, quien –según los Evangelios- defendió a los pobres y advirtió a los ricos de que muy difícilmente entrarían en el reino de los cielos. Sin embargo, a la jerarquía católica, sólo le ha interesado la relación con los pobres para utilizarlos como pantalla para referirse a su misión.
Es verdad que no todos ven así las cosas. Hay quien diría: “¡Es realmente impactante ver cómo los obispos se rebajan hasta el punto de lavar los pies de doce personas insignificantes el día del Jueves Santo! ¡Qué humildad más asombrosa! ¡Qué amor más absoluto por la humanidad! ¡Qué dedicación más entregada a su sublime misión! ¡¿Qué más queréis exigirles?! ¡Qué malvados sois quienes no reconocéis su inmensa labor en favor de los pobres de la Tierra! ¡Encima queréis que regalen sus palacios y sus tesoros, olvidando los muchos siglos de esfuerzos y de luchas que les ha costado reunir ese pequeño patrimonio! ¡Sois incapaces de comprenderles, pero Dios les premiará con otros tesoros dignos de su nobleza y abnegación!”.
Pero sigamos. La relación de la jerarquía católica con las clases privilegiadas comenzó de manera especialmente decisiva hacia el siglo IV y adquirió rápidamente una importancia extraordinaria que en los últimos tiempos comienza a ceder de manera significativa. Esa relación representa desde luego una clara muestra de cuáles han sido los auténticos intereses de dicha jerarquía católica, que para nada se relacionan con la “salvación” (?) de nadie sino sólo con su propio enriquecimiento material. Su cínica actitud es todavía más sangrante cuando en los últimos tiempos observamos no sólo su incondicional coalición con los poderosos sino también su condena a quienes —como los Teólogos de la Liberación- han tratado de adoptar una postura más próxima a la de Jesús, en defensa de los pobres y de los oprimidos. Es también comprensible que, en cuanto a la jerarquía católica le interesa acumular de modo patológico más poder y más riquezas de un modo insaciable, no le conviene tolerar las críticas de algunos de sus miembros contra aquellos de quienes obtiene la mayor parte de sus riquezas, pues esto sería como morder la mano de quien le da de comer y de quien le otorga sus privilegios. Por ese motivo llama al orden –como recientemente lo hizo su jefe “Juan Pablo II”- a quienes, como los “Teólogos de la Liberación”, pretenden desviarse de su política codiciosa y sin escrúpulos, al defender al pobre frente al rico, como si no se hubiesen enterado del carácter de la organización a la que pertenecían.
Por otra parte y a pesar de que Jesús habría defendido la igualdad de los hombres, Pablo de Tarso (“San Pablo”, para quienes se dedican a otorgar esos títulos), el inventor más decisivo de la organización cristiana, por escandaloso que pueda parecer pero en coherencia con su misma defensa de los ricos, defendió igualmente la esclavitud. Cualquiera que tenga interés en comprobarlo puede leer sus cartas aquí citadas, en las que se hace una descarada defensa de la esclavitud como una institución derivada de la voluntad de Dios y una exhortación a los esclavos para que cumplan con devoción y humildad las órdenes de sus señores en cuanto representan al propio Dios. Por cierto la existencia en la Biblia de doctrinas como ésta, que con el paso del tiempo fue haciéndose impopular, debió de ser uno de los muchos motivos que contribuyeron a que la jerarquía vaticana la incluyese en el famoso “Índice de libros prohibidos”. Pero, en cuanto las palabras de Pablo de Tarso se encuentran incluidas en dicho libro, ¡inspirado por el Espíritu Santo!, según la jerarquía católica, en tal caso nos encontramos con la defensa simultánea pero contradictoria de dos doctrinas: La de la fraternidad entre los seres humanos y la de que es voluntad de Dios que unos estén esclavizados y sometidos a la voluntad de los otros.
En efecto, por lo que se refiere a esta defensa inequívoca de la esclavitud puede comprobarse mediante las siguientes referencias a algunas de las cartas del “apóstol de los gentiles”:
a) “¿Eras esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes. E incluso, aunque pudieras hacerte libre, harías bien en aprovechar tu condición de esclavo […] Que cada cual, hermanos, continúe ante Dios en el estado que tenía al ser llamado” ( ).
En este pasaje Pablo de Tarso plantea la posibilidad de optar o no por la libertad al incorporarse uno a la organización cristiana, pero considera mejor “que cada cual […] continúe ante Dios en el estado que tenía al ser llamado”, lo cual no sólo representa evidentemente una actitud de transigencia y de freno ante cualquier intento de rebelión contra una institución tan injusta y contraria a los principios de Jesús, sino un auténtico apoyo a dicha institución, lo cual llevaba implícito un mensaje a las clases poderosas en el sentido de que el cristianismo no iba a representar un movimiento revolucionario contra ellos sino una fuerza mediante la cual se podría controlar mejor a esos esclavos en cuanto pudieran representar un peligro potencial.
b) “Esclavos, obedeced a vuestros amos terrenos con profundo respeto y con sencillez de corazón, como si de Cristo se tratara. No con una sencillez aparente que busca sólo el agrado a los hombres, sino como siervos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios” ( ).
En este segundo pasaje Pablo declara de forma ya totalmente clara y explícita que hay que tratar a los señores “como si de Cristo se tratara”, y que deben comportarse “como siervos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios”. Es decir, la esclavitud aparece ya como una institución sagrada establecida por la “voluntad de Dios”, institución a la que los esclavos deben someterse “con profundo respeto y con sencillez de corazón”.
c) “Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de la tierra; no con una sujeción aparente, que sólo busca agradar a los hombres, sino con sencillez de corazón, como quien honra al Señor” ( ).
Este tercer pasaje representa una confirmación del valor de las palabras del anterior y en él se exhorta a los esclavos a obedecer en todo a vuestros amos de la tierra.
d) “Todos los que están bajo el yugo de la esclavitud, consideren que sus propios amos son dignos de todo respeto […] Los que tengan amos creyentes, no les falten la debida consideración con el pretexto de que son hermanos en la fe; al contrario, sírvanles mejor, puesto que son creyentes, amados de Dios, los que reciben sus servicios” ( ).
Finalmente en este último pasaje la novedad consiste en que ya no sólo se habla de cristianos esclavos de señores no cristianos, sino de cristianos esclavos de otros cristianos, de forma que no sólo se defiende la idea de que el esclavo debe conformarse con su estado y obedecer a su señor sino también la idea de que el cristiano, aunque sea señor y dueño de esclavos, puede tener la conciencia bien tranquila a pesar de que se encuentre en posesión de seres humanos considerados como objetos de su propiedad, pues en eso consiste la esclavitud.
Hay que señalar, por otra parte, que las ideas de Pablo de Tarso no eran una innovación absoluta en la ideología cristiana sino que se correspondían, si no con el mensaje de Jesús, sí con la doctrina del Antiguo Testamento que de modo natural defiende la esclavitud a lo largo de innumerables pasajes, como, por ejemplo, en Levítico, donde se dice:
“Los siervos y las siervas que tengas, serán de las naciones que os rodean; de ellos podréis adquirir siervos y siervas. También podréis comprarlos entre los hijos de los huéspedes que residen en medio de vosotros, y de sus familias que viven entre vosotros, es decir, de los nacidos en vuestra tierra. Esos pueden ser vuestra propiedad, y los dejaréis en herencia a vuestros hijos después de vosotros como propiedad perpetua. A éstos los podréis tener como siervos; pero si se trata de vuestros hermanos, los israelitas, tú, como entre hermanos, no le mandarás con tiranía” ( ).
Además, a lo largo de los siglos, aunque la jerarquía católica a llegado a evolucionar hacia una condena teórica de la esclavitud, lo ha hecho siempre con posterioridad a que la propia sociedad civil lo hiciera y siempre amoldándose a las circunstancias del momento, hasta el punto de que, en la propia Alemania de Hitler, la jerarquía católica tuvo alrededor de 7.000 “trabajadores forzosos”, es decir “esclavos”, aunque nombrados con cierto eufemismo hipócrita. Algunos de ellos -alrededor de 600- han sido indemnizados por el Vaticano con algo más de 2.500 euros en el año 2.000, es decir, una miseria, recibida después de más de 50 años de haber finalizado la guerra contra el nazismo y sólo cuando la jerarquía católica no ha tenido otro remedio que reconocer su repugnante colaboración con el nazismo.

sábado, 13 de diciembre de 2008

20. CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES DE LA JERARQUÍA CATÓLICA: LA DOCTRINA DE LA "REDENCIÓN" O "SALVACIÓN DE LA HUMANIDAD", QUE SE CONTRADICE CON LA DE LA PREDESTINACIÓN, SEGÚN LA CUAL DIOS ESTABLECIÓ DESDE LA ETERNIDAD A QUIÉN SALVARÍA Y A QUIÉN CONDENARÍA, Y CON LAS SU AMOR Y MISERICORDIA INFINITAS, QUE IMPLICARÍAN EL PERDÓN INSTANTÁNEO DE CUALQUIER OFENSA SIN NECESIDAD DE REDENCIÓN ALGUNA.

En efecto, según el dogma de la “Redención”, relacionado con el perdón del pecado original, anteriormente criticado, la redención o purificación respecto a tal pecado no se produciría directamente mediante el simple perdón divino, que habría sido una consecuencia lógica y coherente con la supuesta misericordia infinita de Dios, sino que se produciría como consecuencia del sacrificio del propio Dios hecho hombre y muerto en una cruz.
CRÍTICA: El origen de esta doctrina parece que se encuentra en los mismos comienzos del cristianismo, cuando, al morir Jesús, sus discípulos, que lo consideraban como el “Mesías”, es decir, como el libertador del pueblo judío de las situaciones de esclavitud que había estado soportando, cambiaron su interpretación del concepto de “Mesías” dándole un sentido que no hacía referencia a la consecución de dicha liberación terrenal respecto a sus opresores sino a su liberación espiritual respecto al pecado, liberación que conduciría a los seguidores de Jesús a participar con él de la vida eterna. En relación con el suceso de la muerte de Jesús, según parece, sus discípulos difundieron muy pronto la afirmación de que había resucitado y que, si no estaba con ellos, era porque había ascendido al Cielo para regresar prontamente a fin de establecer su reino después de un “juicio universal”. Esta idea de la resurrección de Jesús fue tan importante dentro de la dogmática cristiana que Pablo de Tarso llegó a afirmar: “Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido” ( ).
De hecho, según los relatos que aparecen en Hechos de los apóstoles, los primeros cristianos vivieron en comunidades, compartiendo sus bienes, plenamente convencidos de la pronta y nueva venida del Mesías, como rey y como juez, hasta que con el paso del tiempo, comprobaron que tal regreso no se producía. Tal frustración determinó una serie de cambios en la mentalidad de aquellos primeros cristianos, desde una vida más solidaria en organizaciones que en principio vivieron en buenas relaciones y sin una articulación especialmente jerarquizada hasta una organización jerarquizada, dirigida finalmente por el “obispo” de Roma.
A partir de ese momento, la jerarquía de la iglesia cristiana, como consecuencia de su ambición, dejó de lado sus “intereses espirituales” para dedicarse de modo claro a crear su propio “reino terrenal”, y comenzó a enriquecerse a partir de la formación de una amplia base social entre sus fieles, la cual le condujo a ser una fuerza política especialmente importante en el imperio romano, y, en consecuencia, a convertirse progresivamente, desde entonces hasta la actualidad, en una potencia política y económica de primer orden, a pesar de que, desde el punto de vista de su territorialidad el estado del Vaticano, sede del jefe supremo de la organización católica, sea el estado más pequeño del mundo.
Aunque el dogma de la redención, unido al de la resurrección y ascensión de Jesús al Cielo, se convirtió en el pilar más importante del Catolicismo, se trata de una doctrina contradictoria con la del amor y de la misericordia infinita de Dios, el cual, si algo tenía que perdonar, para ello no tenía necesidad del “sacrificio” de su propio hijo, pues hubiera bastado con su simple voluntad.
En este punto es evidente que esta doctrina no encajaba en absoluto con las nuevas doctrinas acerca de un Dios más humanizado, sino más bien con las del Dios justiciero y vengativo del Antiguo Testamento, en el que Yahvé se muestra más como un déspota que exige sacrificios y que por cualquier motivo sin importancia es capaz de eliminar a la casi totalidad de la especie humana -como habría sucedido en el mito del “diluvio universal”, cuando Yahvé no sólo decidió eliminar a la práctica totalidad de la humanidad existente en aquel momento, con la excepción de Noé y sus hijos, sino incluso toda forma de vida, con la excepción de una pareja de cada especie ( ).
Y así, se da la paradoja de que, por una parte, se dice que Dios es amor, pero, por otra, de modo contradictorio ese mismo Dios aparece como un ser déspota y vengativo, que exige sacrificios para conceder su perdón.
Conviene recordar que en el Antiguo Testamento el propio Dios establece para el pueblo de Israel la vengativa Ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente” ( ), ley según la cual, el perdón de cualquier falta o daño sólo podía producirse mediante un castigo o un daño equivalente a la ofensa o daño causado por el ofensor. Por ello, si el ofendido había sido el propio Dios, la ofensa cometida no podía lavarse mediante un sacrificio humano, pues el ofendido era infinitamente superior, mientras que el ofensor valía menos que la pata de una pulga. Así que sólo el propio Dios hecho hombre podía ofrecerse a sí mismo en sacrificio ante su “Padre” para pagar aquella gravísima (?) desobediencia.
Sin embargo, aunque desde la perspectiva introducida a partir de Jesús era absurdo que Dios mismo no pudiera perdonar sin más, todavía en aquellos tiempos se siguió encontrando más natural la postura del Antiguo Testamento en la que dominaba un concepto de Dios como el de un ser especialmente justiciero y vengativo. Por ello y como ya se ha dicho, la paradoja de la doctrina de “la redención” es que en ella se pretende ofrecer un sincretismo entre la perspectiva del Antiguo Testamento respecto al Dios de los ejércitos y de la venganza, y la del Nuevo, en la que Dios puede perdonar sin más requisito que el de la fe, a pesar de que tal sincretismo resultaba inviable por contradictorio.
Esa misma paradoja entre la concepción de la divinidad en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, se presenta en la misma figura de Jesús en cuanto, por una parte, predica el amor a los enemigos, pero, por otra, castiga con el fuego eterno a quienes no creen en él, o cae en la contradicción de amenazar con el juicio divino a todo el que juzgue a los demás, pues en cuanto exhorta a sus discípulos con las palabras “no juzguéis y no seréis juzgados”, que implican una valoración negativa del hecho de juzgar, la consecuencia lógica que debería derivar de tales palabras es la que el propio Dios no debería incurrir en aquel tipo de conducta que él mismo rechaza, ni siquiera aplicándola a quienes cometiesen la falta de juzgar a los demás.
La doctrina de la “Redención” no tuvo exclusivamente la finalidad de ser presentada como la forma mediante la cual Dios otorgaba su perdón, sino que, de acuerdo con las “religiones mistéricas” aparecidas poco antes que el Cristianismo, sirvió a la jerarquía cristina de entonces para ofrecer al creyente la doctrina de su propia filiación e identificación con Dios a través de su incorporación al “cuerpo místico de Cristo”, materializado en “su Iglesia”. Tal incorporación era la que proporcionaba al cristiano no sólo el perdón de Dios sino la novedad de la “vida eterna” a la que no se había hecho referencia en los primeros libros del Antiguo Testamento, libros en los que sólo se habla de una larga vida o de la multiplicación de la propia.
A pesar de su carácter contradictorio, la jerarquía católica ha conseguido un provecho económico muy sustancial con el sugerente atractivo de esta doctrina, en cuanto por su mediación ha logrado trasmitir a los fieles la idea de que el amor de Dios Padre al hombre fue tan grande que fue capaz de entregar a su “Hijo” como sacrificio expiatorio para perdonar los pecados y conceder la salvación al género humano. Sin embargo, el carácter contradictorio de esta doctrina resulta evidente en cuanto se tenga en cuenta la contradicción de que ¡¡un dios infinitamente misericordioso necesite del sacrificio de su propio hijo para poder perdonar!!
Con una doctrina de ese tipo, que exalta la idea del sacrificio y del amor divino hasta la muerte, la jerarquía católica pudo lograr diversos propósitos, tanto la satisfacción del rencor de los cristianos hacia quienes les habían perseguido en sus primeros tiempos -en cuanto la “Redención” no se les aplicaría a ellos-, como la atracción provocada hacia esta religión en quienes pudieran sentirse solos, abandonados, miserables y descontentos con su situación social, ofreciéndoles el amor y el cobijo de Jesús y la esperanza de una compensación en “otra vida mejor” a cambio de su fe, de su sumisión y de su entrega a la “Iglesia de Jesús” (?), mediante su sumisión a las consignas de la jerarquía católica.
Por lo que se refiere a la satisfacción del rencor de los cristianos de los primeros siglos contra sus anteriores opresores, todavía en el siglo XIII Tomás de Aquino llegó a escribir: “Para que la felicidad de los santos más les complazca y de ella den a Dios más amplias gracias, se les concede que contemplen perfectamente los castigos de los condenados” ( ).
Por otra parte, cuando la jerarquía católica hacen referencia a la “Redención”, considerándola como la puerta para la eterna salvación, olvida que, de acuerdo con sus propias doctrinas, para que dicha “salvación” se produzca debe cumplirse otro requisito indispensable como lo es el de la “predestinación” divina, según la cual es el propio Dios quien desde la eternidad ha establecido a quiénes salvará y a quiénes condenará, siendo “muchos los llamados, pero pocos los escogidos” ( ). Esta consideración conduce a ver la historia de la supuesta redención como una simple comedia burlesca de ese Dios tan caprichoso que juega a ofrecerse en sacrificio para luego condenar de modo absurdo y ridículo a la mayor parte de los seres por quienes se habría sacrificado.
Pero, de nuevo, como la capacidad humana para razonar y para ser coherente con la razón es tan insignificante, deben de ser muy pocos los católicos que se hayan detenido a considerar estas cuestiones, otorgando su confianza a su propia razón en lugar de dársela al obispo o al cura de turno, que predican desde el púlpito de una catedral o de una iglesia rural con sus pomposos disfraces de pavo real, aunque sus palabras sean de una incoherencia bestial.