LA FALSA MORAL ABSOLUTA DE LOS DIRIGENTES DE
LA SECTA CATÓLICA
Los
dirigentes de la iglesia católica dicen defender una “moral absoluta”, a pesar
de que, de hecho, sólo defienden una moral relativa al servicio de sus fines
crematísticos y de poder, y al margen de que una “moral absoluta” sólo sería un
absurdo absoluto
La
jerarquía católica critica la “moral laica” por tener un carácter relativista, y al mismo tiempo proclama
que su propia moral es absoluta
porque considera que su fundamento se encontraría en su “Dios”, un supuesto ser
personal, dotado de infinitas perfecciones, que sería el creador del Universo y
el fundamento de todas las leyes, tanto de las naturales como de las morales.
En este sentido Tomás de Aquino defendió la existencia de una ley eterna, ley que englobaba a
cualquier otra y cuyo autor era Dios,
de quien dependía el Universo, tanto en su existencia como en su devenir
temporal. Dicha ley eterna, en referencia al comportamiento humano,
se manifestaba como ley natural, que Tomás de Aquino definía como “la
participación en la ley eterna de la criatura racional”: Se trataba de la ley moral que debía presidir el comportamiento humano, aunque la libertad del hombre implicaba la
posibilidad de optar o no por su cumplimiento. Finalmente Tomás de Aquino hizo
referencia a la ley positiva, creada
por los hombres para regir su convivencia, ley que, en cuanto se adaptase a la ley natural, tendría un carácter
moralmente obligatorio, y, en cuanto se opusiera a dicha ley, había que rechazarla.
Los dirigentes católicos consideran por ello –o eso
dicen- que las leyes morales tendrían un valor absoluto por provenir de
“Dios”, representando por ello la plasmación de las auténticas leyes [?] que, a su parecer, debían regir la
conducta humana.
Tal
justificación es simplemente errónea, pues, aunque existiera un dios como ése
en el que la jerarquía católica dice creer, no serviría como fundamento para
una moral absoluta, pues, como ya explicó acertadamente Kant, la moral que pretendiera
guiarse por supuestas leyes emanadas de ese hipotético ser sería heterónoma, es decir, se trataría de leyes cuyo valor
no dependería de su propio contenido sino del deseo o del temor relacionado con
las consecuencias de obrar o no obrar de acuerdo con ellas, y, por ello
mismo, dicha moral sería tan “relativista” como cualquier otra, en cuanto su cumplimiento
no se produciría a partir de lo que Kant consideró como el deber moral, es
decir, como “la necesidad de obrar por respeto a la ley”[1]
sino por la conciencia de los beneficios
que derivaban de obrar de acuerdo con ella.
Por ello es muy probable que los dirigentes
católicos ni siquiera sepan de qué hablan cuando dicen defender una “moral
absoluta” o cuando critican una “moral relativista”, por la sen-cilla razón de
que, como más adelante se verá, la supuesta moral absoluta sólo es un absurdo
absoluto. Pero, a pesar de todo, al referirse a la “moral relativista” con aparentes
gestos de aprensión y escándalo, los dirigentes católicos pretenden conseguir
que quienes les escuchan piensen que esa forma de moral es sólo una falsa moral.
2.1. Algunos planteamientos históricos
Así
que, a fin de desenmascarar a estos amantes de los disfraces y de la
hipocresía, tanto en la vestimenta material como en la ideológica, puede ser
conveniente aclarar la diferencia entre una moral relativa o relativista y una
moral supuestamente absoluta. Para ello tiene especial interés hacer referencia
a diversos estudios filosóficos especialmente importantes por lo que se refiere
a la moral y, en especial, a los planteamientos kantianos.
2.1.1. Kant y el imperativo categórico
Kant
consideró que en cuanto el comportamiento humano estuviera encaminado a la
búsqueda de la felicidad, tal comportamiento
era interesado, pues, efectivamente, nadie considera que exista un
mérito especial en aquella forma de conducta cuya finalidad se dirija hacia la
propia satisfacción o felicidad personal. Por ello, el filósofo de Königsberg,
a la hora de referirse a las acciones humanas en cuanto relacionadas de algún
modo con un deber, señala la existencia de dos tipos de imperativos o
fórmulas para expresar tal deber,
de los cuales sólo uno sería la expresión del auténtico comportamiento moral.
Se trata de
los imperativos, que él denominó hipotéticos
y categórico.
Los imperativos hipotéticos son aquéllos que expresan
“la necesidad práctica de llevar a cabo
una acción como medio para algún otro fin que se quiere”[2].
Estos imperativos se
expresan mediante cláusulas condicionales. Ejemplos de ellos serían: “Si quieres
vivir, debes comer” o “si quieres ser alumno de la facultad, debes
matricularte”. Ninguno de ellos expresa un deber moral absoluto, pues tanto el deber de comer como el deber de
matricularse aparecen como subordinados respectivamente al deseo de vivir o al
deseo de ser alumno de la facultad, de manera que, si desapareciesen tales
fines, desaparecería el deber correspondiente, mientras que el deber absoluto,
al no estar subordinado a un fin, conservaría siempre su valor, al margen de
cualquier condición.
Por ello, considera Kant que el imperativo
categórico es aquél que expresa el deber incondicional de realizar
determinada acción en cuanto represente la concreción de una ley moral de
carácter incondicional. O, dicho según palabras del propio Kant,
“aquél que expresa una acción por sí
misma como objetivamente necesaria, sin relación con ningún objeto”[3],
es decir, aquél en el
que la acción se realiza por considerarla un deber incondicional, al
margen de que conduzca o no a la felicidad o a la consecución de cualquier
otro objetivo deseado.
En principio y desde la perspectiva kantiana, un
ejemplo de tal imperativo categórico podría ser “se debe decir siempre
la verdad”, pues, según él, tal comportamiento se mostraría al hombre como un
valor moral en sí mismo, al margen de las ventajas o de los inconvenientes que
derivasen de obrar o no de acuerdo con él.
Precisamente por esa diferencia esencial entre el imperativo
hipotético, en el que el deber
queda subordinado al querer, y el imperativo
categórico, en el que el deber
se mostraría como incondicional y absoluto, considera Kant que el imperativo
categórico constituye el único y auténtico imperativo moral a causa de su
carácter desinteresado y de su relación con un deber absoluto e incondicional, mientras que los imperativos hipotéticos
se relacionarían con la técnica (cómo debo actuar para construir una casa, una mesa, etc. en cuanto
de hecho quiera conseguir uno de tales objetos) o con la prudencia
(cómo debo actuar para conseguir
un objetivo irrenunciable, como lo es la felicidad).
Sin embargo, a continuación se verá que el supuesto
imperativo categórico es en realidad un imperativo hipotético y que, en
definitiva, todos los imperativos son hipotéticos. A su vez, si los imperativos
hipotéticos sólo pueden servir de fundamento para una moral relativista, y, si
el imperativo categórico es el único que podría fundamentar una moral absoluta,
pero se demuestra que tiene en realidad carácter hipotético, la conclusión que
deriva de estas consideraciones es la de que toda moral tiene un valor relativo.
El imperativo categórico indicaría, según
Kant, cómo se debe actuar, dando por hecho que existe el deber de actuar de un determinado modo,
con independencia de cualquier deseo o de cualquier utilidad que pudiera
conseguirse como resultado de tal forma de actuar. Por ello, lo que, según
Kant, hay que calificar de moral o inmoral es la voluntad, según la máxima que
le sirva de guía para su conducta, y, por ello, el hombre sólo sería plenamente
moral en cuanto su voluntad le moviese a actuar exclusivamente por la
consideración de la acción como un deber y no por la consideración de la
acción como un medio para conseguir un
fin ajeno al del mero cumplimiento del deber. En este sentido, la
veracidad, como conducta que estuviera de acuerdo con ese imperativo moral,
debería producirse en cuanto el hombre “comprendiese” [?] que el comportamiento
veraz era una ley moral con un valor
absoluto y, en consecuencia, decidiese actuar de
acuerdo con dicha ley sin más finalidad que la de cumplir con ella por
representar un deber. En este sentido Kant define el deber moral
como
“la
necesidad de obrar por respeto a la ley”[4].
Sin
embargo, esta doctrina, en apariencia tan desligada del interés egoísta,
plantea un dilema cuyo esclarecimiento demuestra la inconsistencia del
planteamiento kantiano.
Efectivamente, cuando uno realiza determinada
acción, en principio podría plantearse el dilema según el cual o bien actúa por
la consideración del bien que existe o deriva de dicha acción, o bien
actúa por la consideración de que tal forma de conducta representa un deber por
ella misma. Ahora bien, si se atiende al bien que deriva de dicha acción
para considerarla como un deber, en tal caso dicha acción será un
ejemplo de imperativo hipotético, pues será la consideración de dicho bien
(fin deseado) la que conduzca a la realización de la acción correspondiente,
y, por ello mismo, ésta no aparecerá como un fin en sí misma. Pero, si
no se tiene en cuenta el bien como criterio para establecer el deber de
realizar tal acción, en tal caso lo más lógico sería tratar de averiguar por
qué la realización de tal acción tendría que representar un deber
absoluto, pues, en el caso de no presentar justificación alguna, su adopción
como un deber sería simplemente irracional.
Kant no se planteó en ningún momento el problema de
la justificación del deber en un sentido absoluto sino que,
influido por la moral protestante y muy posiblemente por Rousseau, consideró
la existencia de dicho deber como una especie de dato inmediato de
la conciencia que no requería de justificación alguna. Por otra parte, no habría
podido dar respuesta a la segunda parte del dilema planteado, es decir, no
habría podido justificar la existencia de deberes absolutos, pues, como ya indicó Aristóteles y
posteriormente el mismo Tomás de Aquino, todas las acciones se dirigen a un
determinado fin en el que consideramos que hay un bien, al margen de que
podamos equivocarnos en la elección del mejor bien realizable en un momento
dado. Por ello, el supuesto deber
absoluto dejaría de serlo para convertirse en relativo, en cuanto
subordinado a tal bien. Esto se
entiende más fácilmente considerando el ejemplo que los dirigentes católicos
ponen para justificar el supuesto valor absoluto de su moral, alegando que se
trata de una moral cuyo origen se encuentra en su dios y no en lo
que el hombre decida considerar como moral. Pues, en relación con tal
alegación, suponiendo que un dios existiera y quisiera mandar hacer algo, uno
podría plantearse, por qué era un deber absoluto hacer lo que ese dios mandase.
Como respuesta a esta
pregunta cabrían varias posibilidades, como las siguientes:
a) porque, si obedezco,
iré al “Cielo”;
b) porque, si no
obedezco, iré al “Infierno”;
c) porque lo que el dios
de los católicos manda es bueno.
Ahora bien, la respuesta a
convertiría la obediencia al dios católico en un imperativo hipotético ya que,
como diría Kant, en tal caso uno obraría por un fin que desea; la respuesta
b tendría esa misma característica, porque uno actuaría para evitar un
resultado que le repele, como es el de ser condenado al “Infierno”; y la respuesta
c, aunque pueda parecer otra cosa, vuelve a ser otro ejemplo de
imperativo hipotético en cuanto hacer algo porque sea bueno equivale a hacerlo
por aquellos objetivos que, de manera más o menos explícita, están contenidos
en el concepto de bueno, como deseable, apetecible, agradable,
conducente a la propia felicidad, pues, tal como ya escribió
Spinoza,
“no nos
esforzamos en nada, ni queremos, apetecemos o de-seamos cosa alguna porque la
juzguemos buena; sino que, por el contrario, juzgamos que una cosa es buena
porque nos esforzamos hacia ella, la queremos, apetecemos y de-seamos”[5],
lo cual equivale a
afirmar que decir que algo sea bueno en
sí mismo o un bien en sí mismo es
una expresión carente de sentido, ya que bueno
o bien son conceptos relativos que hacen referencia a aquello que nos
satisface o nos proporciona determinado bienestar y, por ello, la respuesta c es propia igualmente de un
imperativo hipotético, pues no se dice que determinada acción sea “buena en sí
misma” sino que es buena para algo.
En consecuencia, no hay modo de justificar el deber por el deber, que es lo que
Kant pretendía lograr mediante el imperativo
categórico. Y así, su distinción entre ambos tipos de imperativos tuvo la
importancia de servir, si no para demostrar la existencia del imperativo
categórico, sí para aclarar que en realidad el único tipo de imperativo
racional era el hipotético y, en consecuencia, que toda moral tiene un carácter
relativo –o relativista-,
de manera que en todo caso el deber queda subordinado al querer.
Por ello, la pretendida
moral absoluta, al exaltar
la idea del deber como autosuficiente, sería irracional, tanto por afirmar la existencia de un
misterioso deber, más allá y por encima de los propios deseos e intereses de
cada uno, como por no poder dar una explicación del criterio que pudiera servir
para reconocer cuándo un supuesto deber
absoluto realmente lo era, al margen de que hubiera afirmado, que no
demostrado, que el hombre, como ser
racional, era un fin en sí mismo que
debía ser siempre respetado y, en este sentido, las leyes morales tendrían como
principio último el hecho de que todas ellas fueran manifestaciones de tal
respeto.
2.2. La moral de los dirigentes de la secta
católica
Pasando
ahora al análisis de la moral católica
es evidente que, al igual que cualquier otra, se trata de una moral relativa
porque, al margen de que los dirigentes católicos pretendan que su
fundamento se encuentra en su dios, considerado como ser supremo del que todo
depende, a la hora de seguir o no las nor-mas supuestamente establecidas por
ese dios es siempre el ser humano quien desde su propia racionalidad se
pregunta por qué debería cumplir tales normas. Y, cuando se pretende
responder a esa pregunta, surgen las mismas respuestas que antes se han pre-sentado,
respuestas que implican que tales imperativos sólo tie-nen sentido como hipotéticos, es decir, como deberes subordi-nados a la previa existencia
de un bien que se desea conseguir, y, por ello mismo, deberes propios de una moral relativista.
Son muchas las ocasiones en que en la Biblia aparecen ejemplos de imperativos hipotéticos presentados
mediante pro-posiciones con una estructura sintáctica peculiar que sin
excesivos esfuerzos puede transformarse sin cambiar su sentido en imperativos hipotéticos, de manera que
queden convertidos en proposiciones moleculares con una cláusula condicional y
una proposición principal con un verbo de deber tal como sería la proposición:
“Si quieres conseguir X, entonces debes hacer Y”, de forma
que ese “debes hacer Y” aparece subordinado al hecho de que “quieras conseguir X”, mientras que en ningún caso aparece una estructura en la que el deber de hacer X se plantee con
independencia de la existencia de algo que se quiera y que se consiga haciendo X. Así sucece, por ejemplo, en los
siguientes ejemplos bíblicos:
1) “Jacob hizo
también esta promesa:
-Si Dios está conmigo […] y si puedo volver
sano y sal-vo a casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios […] y de todo
lo que me des te daré el diezmo”[6].
2)
“...si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y te acuerdas de mí, si no
olvidas a tu siervo y le das un hijo varón, yo lo consagraré al Señor por todos
los días de su vida”[7].
3) “Poned en
práctica todos los mandamientos que yo os prescribo hoy. De esta manera
viviréis, os multiplicaréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el
Señor prome-tió con juramento a vuestros antepasados”[8].
4) “Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”[9].
5) “Si los
muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos”[10].
6) “[Judas Macabeo] actuó recta y
noblemente, pensando en la resurrección. Pues si él no hubiera creído que los
muertos habían de resucitar, habría sido ridículo y superfluo rezar por ellos”[11].
7) “...hemos creído en Cristo Jesús para
alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el
cumplimiento de la ley”[12],
8) “...arrepentíos y convertíos, para
que sean borrados vuestros pecados”[13].
Estos
pasajes representan ejemplos evidentes de una moral relativa, pues la norma o
el precepto supuestamente moral queda subordinado a que se cumpla determinada
condición:
-en 1, a que
Dios esté conmigo […] y a que pueda
volver sano y salvo a casa de mi padre;
-en 2, a que
Dios se digne
mirar la aflicción de su sierva, se acuerde de ella y le dé un hijo varón;
-en 3, a que
queráis vivir una larga vida, tener una gran descendencia y queráis tomar
posesión de la tierra prometida;
-en 4, a que
se quiera entrar en la vida eterna;
-en 5 y en 6, a que
los muertos no resuciten;
-en 7, a que
se quiera alcanzar la salvación por medio de la fe en Cristo; y
-en 8, a que
sean borrados los pecados.
Y,
como Aristóteles y el mismo Tomás de Aquino indican, el deseo de la felicidad
es irrenunciable. Por ello, el deseo de la felicidad en la vida eterna –en
cuanto uno fuera católico y creyese en dicha posibilidad- iría de la mano con
el “deber de” com-portarse de acuerdo con los mandamientos de Moisés, del
mismo modo que van unidos el deseo de ascender el Everest y el “deber de” –en
el sentido de “tener que”- esforzarse por conseguirlo mientras tales esfuerzos
no llegue a anular el atractivo del fin que se desea lograr.
Pero, tal como señaló Kant, esos planteamientos serían
formas de imperativos hipotéticos y, por ello mismo, de imperativos propios de
una moral relativista por su carácter
interesado, es decir, por la subordinación del deber al querer.
2.3.
Otros planteamientos relativistas acerca de la moral
Como
complemento de este análisis puede resultar útil hacer una breve referencia a
otros planteamientos morales, como los de Aristóteles, Epicuro, D. Hume, B. Russell y F.
Nietzsche para terminar de
ver que moral y relativismo van siempre unidos de modo inevitable, y para
terminar de ver igual-mente que la supuesta moral absoluta defendida por los dirigentes de la secta
católica en realidad carece de sentido a no ser que la llamen “absoluta”
sólo porque proclaman que su autor sería su propio dios, considerado como ser
supremo, creador de todo y, por ello mismo, creador de las leyes morales absolutas que, a su parecer, deberían regir la
conducta humana. Sin embargo, tal argumento sería incorrecto, pues desde un
punto de vista lógico no hay conexión entre la idea de que el dios católico
pretendiese imponer determina-das leyes morales y el hecho de que el ser humano
tuviera el deber absoluto de obedecerlas, sin consideración alguna respecto a
los beneficios o perjui-cios derivados de acatar o no tales leyes.
2.3.1. Aristóteles.- En
líneas generales, aunque en algunos momentos Aristóteles defendió en su ética
algunos planteamientos intuicionistas de origen platónico, la ética de su
madurez tuvo un carácter relativista porque en ella las acciones no se
consideran buenas o malas en sí mismas –como sucedía con el intuicionismo- sino buenas o malas
en cuanto encaminen adecuadamente al individuo a la consecución del fin más
propio del hombre.
Aristóteles
(384-322 a. C.) consideró que tal fin era la felicidad, pero señaló que
no todos estaban de acuerdo acerca de qué forma de vida era la más adecuada
para alcanzar tal objetivo. Por ello dedicó algunos capítulos de su ética a
esclarecer en qué podía consistir la felicidad para el hombre, llegando a la
conclusión de que consistía en una forma de vida acorde con su naturaleza. Y, en cuanto consideró que la esencia
o naturaleza del ser humano consistía en su racionalidad, llegó
finalmente a la conclusión de que la felicidad humana debía consistir en la vida
teorética, relacionada
con la actividad del pensamiento (teoría)
aplicada al conocimiento de las realidades más perfectas.
En segundo lugar y en cuanto el hombre es una
realidad social, Aristóteles
concedió también un valor especial a la vida política, es decir, a la
vida dedicada al bien común de la polis,
aunque esta valoración la hizo más teniendo en cuenta la propia satisfacción individual de ser valorado y admirado
por la pólis que por considerar que
el hombre tuviera la obligación absoluta de actuar guiándose por la búsqueda
del bien común.
Y así, su ética tuvo un carácter relativista,
al subordinar el valor moral de cualquier acción al hecho de que fuera valiosa
por representar una proyección de la esencia racional humana –en la cual
consistiría la felicidad para el
hombre- o por conducir a una satisfacción personal como consecuencia de la
valoración ajena en cuanto el ser humano, como realidad social, no es indiferente
a los juicios sociales acerca de su conducta y en cuanto el bien común
repercute en el bien individual.
2.3.2. Epicuro.-
Una perspectiva similar acerca de la moral fue la defendida por Epicuro (341-270
a.C.), quien, al igual que Aristóteles, consideró que el fin último de
la vida era la felicidad, pero identificando la felicidad con el
placer. En este sentido escribió:
“El placer es punto de partida y fin de
una vida bienaventurada”[14].
Sin
embargo, entendió que una vida feliz no se producía por medio de los placeres
de la comida, de la bebida o de la sexualidad, sino a través de aquellos que
causan la
“liberación de dolor en el cuerpo y de
turbación en la mente”[15].
Consecuente
con este planteamiento, consideró que las virtudes no representaban valores
en sí mismas, sino que eran medios cuyo valor depen-día del placer
a que condujesen, hasta el punto de considerar que incluso la amistad y
el bien de los demás se buscan porque provocan la propia
felicidad, y afirmó en consecuencia que la justicia “no es algo en
sí”, sino “una especie de pacto de no dañar ni ser dañado”, teniendo, como
todas las demás virtudes, un valor relativo, relacionado con el propio
interés y la propia felicidad.
Vemos
así que los planteamientos morales de Aristóteles y de Epicuro tienen un
carácter relativista en cuanto no consideran que los actos humanos
tengan un valor moral en sí mismos sino
que sólo son medios para alcanzar la propia felicidad, al margen de cuál sea la actividad en que consideren que
ésta se encuentra.
2.3.3.
D. Hume.- Por su parte, en el siglo XVIII, D. Hume (1711-1776) defendió una forma de moral relativa bastante similar a la de Epicuro y consideró que los juicios morales no derivan de la razón
sino del sentimiento, pues la razón es sólo un instrumento que nos muestra
el camino para alcanzar un determinado fin, pero no es ella la que establece
los fines de la conducta. Afirma, por ello, que
“no es contrario a la razón preferir la
destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo”[16],
pues es sólo el sentimiento de simpatía o de rechazo –y
no la razón- el que nos lleva a
aprobar o a condenar las diversas acciones según contribuyan o no a un aumento
de la felicidad, especialmente a
nivel individual pero también a nivel colectivo. En cualquier caso, el deber queda totalmente relativizado al depender de la
existencia de un sentimiento, el cual
se convierte en el auténtico motor de la conducta.
Hume
presenta una explicación del fenómeno de la moral a partir de la naturaleza humana. Si la tradición
cristiana había tratado las cuestiones morales desde una relación de
dependencia con respecto a las cuestiones teológicas, considerando a su dios
como legislador absoluto del universo a través de la ley eterna, y a través de la ley
natural que, según Tomás de Aquino, era el fundamento de la moral, en el planteamiento de Hume el
criterio de moralidad se trasladó desde la supuesta trascendencia divina a la subjetividad
humana.
La
filosofía moral de Hume se sitúa en esta nueva perspectiva, que, por lo demás,
no era tan nueva, pues ya había sido defendida en los primeros siglos de la
Filosofía por los sofistas, los cirenaicos, los cínicos, Aristóteles y Epicuro.
Hume había criticado el valor de la religión; en consecuencia, si seguía
defendiendo el valor de la moral, había de hacerlo desde fundamentos ajenos a
los de carácter teológico o religioso. Consideró, en consecuencia, que, al
igual que cualquier conocimiento, la moral debía quedar fundamenta-da a partir
de la aplicación del método experimental
y que ya era hora de que los hombres rechazasen
“todo sistema de
ética, por sutil e ingenioso que sea, si no está fundado en los hechos y en la
observación”[17].
Por
otra parte, para Hume el valor de la moral era evidente, puesto que en todo
tiempo y lugar se pronunciaban juicios y calificativos morales acerca de las
diversas formas de conducta. Por ello, para explicar el fenómeno de la moral,
desde el principio de sus investigaciones Hume se centró en una perspectiva
antropocéntrica y en consecuencia, consideró que
“todo lo que
contribuye a la felicidad de la sociedad se recomienda por sí mismo, y de modo
directo, a nuestra aprobación y buena voluntad. He aquí un principio que
explica en gran parte el origen de la moralidad”[18].
Con
una buena dosis de sentido común, Hume indicó que la moral no sólo se centra y
encuentra su fundamento en el hombre sino que además no pretende otra cosa que
señalar la clase de normas que pueden propiciar el máximo de felicidad al
conjunto de los hombres. Criticó, en consecuencia, la postura de quienes
defienden una moral de sacrificios y privaciones, manifestando que la virtud
“no nos habla de
inútiles austeridades y rigores, de sufrimientos y negación de sí mismo.
Declara que su único propósito es hacer a sus seguidores y a toda la humanidad
[...] alegres y felices. Y nunca, voluntariamente, priva de ningún placer, a
no ser con la esperanza de una compensación mayor en otro período de sus
vidas. La única preocupación que ella exige es la de un cálculo justo de la
mayor felicidad y una preferencia constante por ella. Y si se le aproximan
austeros hipócritas, enemigos de la alegría y del placer, los rechaza como
hipócritas y engañadores, o, si los admite en su cortejo, son situados entre
los menos favorecidos de sus partidarios”[19].
En
contra de los filósofos que pretendían que la razón era el origen de las
distinciones morales, Hume trata de demostrar que
“la razón por sí
sola nunca puede motivar un acto de la voluntad”
de
manera que
“nunca puede
oponerse a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad”[20].
Hume
analiza esta cuestión porque considera que
“nada es más
corriente en filosofía, e incluso en la vida corriente, que hablar del combate
entre la pasión y la razón, dar la preferencia a la razón y afirmar que los
hombres sólo serán virtuosos cuando adapten sus actos a los dictados de ella”[21].
Como
prueba de lo contrario, observa que la razón, en cuanto se ocupa de las
relaciones entre las ideas, nunca es la causa de la acción:
“…las
matemáticas son útiles en todas las operaciones mecánicas, y la aritmética lo
es en casi todo oficio y profesión, pero no es por sí mismas por lo que tienen
influencia”[22]. No
influyen, pues, en los actos a no ser que tengamos un propósito que no esté
determinado por las matemáticas. Por otra parte, la razón interviene además en
la formación del conocimiento probable de la realidad empírica, conocimiento en
el que aplicamos la relación de causalidad.
A través de estos conocimientos podemos observar que, cuando cualquier objeto
nos causa placer o dolor, sentimos una emoción subsiguiente de atracción o
aversión y, en consecuencia, tratamos de conseguirlo o de evitarlo. La razón nos sirve en tal caso para
orientarnos a fin de conseguir nuestros propósitos, pero no es ella quien los
establece:
“La propensión o
aversión hacia un objeto se deriva de la esperanza de placer o dolor”[23].
Así
pues, la razón por sí sola no puede
nunca producir ninguna acción y, en consecuencia,
“tampoco es
capaz de impedir la volición o de disputar la preferencia a cualquier pasión o
emoción, lo cual es una consecuencia necesaria”.
La
conclusión de todo esto es que
“la razón es y
debe ser solamente la esclava de las pasiones, y no puede pretender otra misión
que el servirlas y obedecerlas”[24],
de
manera que no es ella sino la atracción y la aversión, surgidas a partir de la
experiencia de placer o dolor, las causas de la acción humana. La razón sólo interviene como instrumento de la pasión; sirve para
indicarnos los medios para conseguir determinado fin, pero no para
establecerlo. En definitiva: La razón no puede justificar ni condenar ninguna
pasión y, por ello,
“No es contrario
a la razón el preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi
dedo. No es contrario a la razón que yo prefiera mi ruina total con tal de
evitar el menor sufrimiento a un indio o a cualquier persona totalmente
desconocida”[25].
A
partir de estas consideraciones Hume afirma que
“las
distinciones morales no se derivan de la razón”[26],
sino
del sentimiento. Y para demostrar
esta afirmación indica que
“dado que la moral influye en las acciones y afecciones, se sigue
que no podrá derivarse de la razón, porque la sola razón no puede tener nunca
una tal influencia [...]. La moral suscita las pasiones y produce o impide las
acciones. Pero la razón es de suyo absolutamente impotente en este caso
particular. Luego las reglas de moralidad no son conclusiones de nuestra razón”[27].
Como
complemento al esquema de la ética de Hume, conviene repasar su importante
reflexión acerca de la imposibilidad de deducir juicios prescriptivos o de “deber” a partir de juicios descriptivos o de “ser”. El
texto en el que se plantea esta cuestión es el siguiente:
“En todo sistema
moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que
el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo
la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos,
y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas
habituales de las proposiciones: es y
no es, no veo ninguna proposición que
no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible,
pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuan-to que
este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario
que ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo
que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva
relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no
usan por lo común de esta precaución, me atreveré a recomendarla a los
lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría
todos los sistemas corrientes de moralidad”[28].
Desde este planteamiento Hume hacía patente que a
partir de cómo son las cosas en
ningún caso puede “deducirse” cómo se deba
actuar, o que desde una perspectiva
estrictamente lógica es ilegítimo el paso del “ser” al “deber ser”. Es
decir, así como, de acuerdo con la lógica, a partir de la aceptación de las
proposiciones “todo ser humano es
mortal” y “los irlandeses son seres humanos” se podría concluir en la proposición “los
irlandeses son mortales”, sin embargo,
a partir de proposiciones cuyo enlace entre sujeto y predicado sea “es” o “son” no
es posible extraer una conclusión cuyo enlace entre sujeto y predicado sea
“debe ser” o “deben ser”. Por ejemplo, a partir de la proposición “los
asesinos son insociables” no hay
regla lógica que permita concluir en la proposición “no se debe ser asesino”. Para poder obtener
dicha conclusión desde las reglas de la lógica habríamos necesitado al menos de
una premisa auxiliar que ya contuviera el nexo “debe”, como sería “no se debe ser insociable”. Sin embargo, el problema de la demostración del deber sólo quedaría aparentemente
resuelto, ya que nuevamente volvería a plantearse a propósito de la
justificación de esta última premisa.
Tengamos en cuenta,
además, que incluso en el caso de pretender fundamentar el deber en la voluntad de Dios, como hacen
los dirigentes católicos, el problema seguiría siendo el mismo, pues a partir
de premisas como “Dios es el creador del hombre” y “Dios ordena que obedezcamos
sus mandatos” no se sigue lógicamente la conclusión “el hombre debe obedecer los mandatos de Dios”, a
no ser que previamente introduzcamos una premisa auxiliar que diga “todo ser
creado debe obedecer las órdenes de
su creador”; pero con ello reaparece el problema, referido esta vez a la nueva
premisa: Habría que demostrar ahora que “todo ser creado deba obedecer las órdenes de su creador”. Cuando, a pesar de estas
consideraciones, se busca una salida para esta dificultad, se suele recurrir a
respuestas como la consistente en afirmar que “lo que el Creador manda es
bueno”, pero ya antes se ha indicado que “bueno”, como afirmaba Spinoza, equivale a “lo que uno desea”;
así que, cuando se afirma que “se debe hacer lo que el Creador manda porque lo
que el Creador manda es bueno”, se
estará afirmando que “se debe hacer lo que el Creador manda porque lo que el
Creador manda es lo que uno desea”,
y, por ello, al margen de lo superfluo que resulta mandarle a uno que haga lo
que desee, puesto que lo hará inevitablemente con tal que pueda, el deber deja de presentar su ilusoria
aureola moral para aparecer en su auténtica dimensión de medio al servicio de un fin
deseado, que es el que se corresponde con el imperativo hipotético kantiano, del que el propio Kant opinaba que
no podía tener valor moral, a pesar de ser el único que lo tiene, aunque sea
dentro de una moral relativa.
2.3.4. B. Russell.- Por
esta misma razón en una línea similar a la de Hume y frente al intuicionismo
de Moore, que pretendía que había acciones buenas en sí mismas,
desde una moral igualmente relativista al estilo de la de Hume, B. Russell (1872-1970), que había pasado por una etapa intuicionista
al estilo de Moore, escribió después que ya no creía “en valores objetivos”[29],
pues
“en el mundo de los valores, la
Naturaleza es neutral, ni buena ni mala, sin que merezca la admiración ni la
censura. Nosotros somos los creadores de los valores y nuestros deseos son los
que confieren valor”[30].
En
esta nueva etapa de su pensamiento considera, al igual que Hume, que la
conducta humana viene regida por el deseo,
de manera que los con-ceptos de bien
y de mal se definen por su relación
con él. Aprendemos socialmente a aplicar la palabra “bueno” a las cosas
deseadas por el grupo social al que pertenecemos, pero, de acuerdo con Spinoza,
declara Russell que “decimos que algo es ‘bueno’ cuando lo deseamos, y ‘malo’
cuando le profesamos aversión”.
Por
lo que se refiere al deber, afirma:
“lo que ‘debemos’ desear es simplemente
lo que otra persona desea que deseemos. Generalmente es lo que las autoridades
desean que deseemos [...] Fuera de los
deseos humanos no hay principio moral”[31].
Russell,
como partidario que es del determinismo,
rechaza también desde esa perspectiva las ideas de responsabilidad y de culpa:
“Cuando un
hombre actúa de forma que nos molesta, queremos pensar que es malo, nos negamos
a hacer frente al hecho de que su conducta molesta es un resultado de causas
antecedentes que, si se las sigue lo bastante, le llevan a uno más allá del
nacimiento de dicho individuo, y por lo tanto a cosas de las cuales no es
responsable en forma alguna”[32].
Para Russell -igual
que para A. Ayer-, hablar de “libertad” en un sentido no determinista
equivaldría a hablar de azar.
Considera, en consecuencia, que
“la alabanza y
la censura, las recompensas y los castigos y todo el aparato del derecho penal
son racionales en una hipótesis determinista, pero no en la hipótesis del libre
albedrío, ya que son mecanismos apropiados para causar voliciones que están en
armonía con los intereses de la comunidad, o con lo que se cree que son sus
intereses [...] El asesinato es castigado, no porque sea un pecado y es bueno
que los pecadores sufran, sino porque la comunidad desea impedirlo, y el temor
al castigo hace que la mayoría de la gente se abstenga de cometerlo. Esto es
per-fectamente compatible con la hipótesis determinista, y completamente
incompatible con la hipótesis del libre albedrío”[33].
En esta misma página Russell explica que los
castigos serían incompatibles con el libre albedrío en cuando no serían de
ninguna utilidad,
“ya que no
habría forma de influir en las acciones de los hombres”[34],
siendo
precisamente ésa la misión de los castigos.
Por este motivo Russell
critica también la idea de “pecado” y la doctrina que defiende el castigo por el castigo mismo, con
independencia de su utilidad para corregir conductas contrarias al interés
general:
“De esto se
deduce que el libre albedrío no es esencial en ninguna ética racional, sino
sólo en la ética vengativa que justifica el infierno y sostiene que ‘el
pecado’ debe ser castigado sin tener en cuenta si el castigo puede producir un
bien. Deduzco también que ‘el pecado’ [...] es un concepto erróneo, calculado
para producir una crueldad innecesaria y un deseo de venganza”[35].
Consecuente con este punto de vista, Russell
concluye afirmando:
“si fuera
posible hacer creer a la gente que los ladrones son enviados a la cárcel,
mientras que en realidad se les hace felices en alguna isla remota de los mares
del Sur, esto sería mejor que el castigo; la única objeción a este proyecto es
que tarde o temprano se divulgaría, y entonces se produciría una oleada de
robos”[36].
2.3.5. F. Nietzsche.-
Si el pensamiento de Hume y el de Russell fueron especialmente perspicaces al
señalar la imposibilidad de inferir juicios de deber a partir de juicios de ser
o al entender que el único origen del deber se encuentra en los deseos humanos,
por su parte F. W. Nietzsche
(1844-1900) atacó todavía de forma más directa y radical no sólo el valor del
deber sino, en general, el valor de la moral en general, al proclamar:
“no hay
fenómenos morales, no hay más que interpretaciones morales de los fenómenos”[37].
Consecuente con este punto de vista, rechazó de raíz
la idea del deber considerando abiertamente que no existe nada ante lo cual deba
someterse el propio querer, que no
existe nada que tenga por qué estar por encima de la manifestación de nuestro
ser más propio a través de aquellas acciones que lo expresan.
La liberación frente al
deber no sólo tiene un sentido de
rebelión frente a la moral tradicional del sometimiento, negadora de los
valores vitales y producto del resentimiento, sino también un sentido
positivo, que se produce cuando el hombre se convierte en “creador de valores”
y consigue acceder a una visión transfiguradora de la realidad y de la vida,
inspirada por la idea del juego inocente,
“más allá del bien y del mal”, por la afirmación del valor de la vida como arte
y por la consecuente valoración positiva del “eterno retor-no” de lo mismo, de
cada uno de los momentos de la vida, que eternamente se repiten. En este
sentido, en Así habló Zaratustra Nietzsche
habla de las “tres transformaciones del espíritu”:
“Os indico las
tres transformaciones del espíritu: la del espíritu en camello, la del camello
en león y la del león en niño”[38]
El camello simboliza al hombre cargado con el
peso de los supuestos “deberes morales objetivos”, o, lo que es lo mismo, de
aquella forma de moral que pretendiera basarse en el “imperativo categórico”
kantiano, carente por completo de fundamento; el león simboliza al hombre que consigue liberarse de las ataduras de
la moral, al hombre que frente al “tú debes” proclama de manera desafiante:
“¡Yo quiero!”, convirtiéndose de este modo su voluntad en el único origen de
sus actos; el niño, finalmente,
representa la última transformación exigida para que la voluntad del hombre se
convierta en un juego creador que establezca nuevas tablas de valores:
“Es el niño
inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que gira por sí
misma, un primer movimiento, un santo decir ‘sí’. Sí, hermanos míos, para el
juego de la creación es necesaria una santa afirmación”[39].
El
niño no se limita a un “¡yo quiero!” como simple reacción contra el “Yo debo”,
sino que su conducta es una manifestación de su propio ser y, por eso, Nietzsche
expresa esta forma de comportarse con la expresión “Yo soy”.
A estas alturas parece
evidente que la moral absoluta representa
el polo opuesto de aquello que en un sentido especial podría entenderse como
“la moral de Nietzsche”, totalmente desligada de la idea de deber y unida a la de espontaneidad creadora.
2.4. La Biblia
defiende una moral relativista
Por
otra parte y al margen del análisis crítico de la supuesta moral absoluta de la
secta católica, tiene interés hacer referencia a una serie de pasajes bíblicos en cuanto a través de
ellos puede comprobarse en la misma la actuación de Yahvé, de Jesús y de otros
personajes destacados, que no sólo no sirven como prueba de la existencia de
una moral absoluta sino que ni siquiera sirven como ejemplos de una moral
relativa simplemente humanista.
Así
sucede, por ejemplo, con la Ley del Talión,
“ojo por ojo, diente por diente”[40],
tan alejada de la moral del perdón, defendida, aunque sólo hasta cierto punto y
de manera incon-gruente, por Jesús. Y digo “sólo hasta cierto punto” porque, al
margen de que él predicase el perdón, en realidad lo que en diversos momentos
mostraba con sus amenazas –o las de quienes escribieron los evangelios y otros
escritos similares- era peor todavía que la Ley
del Talión, pues se trataba de la aplicación de dicha ley en su grado
máximo de crueldad, consistente en aplazar la venganza, dejándola para el
momento del castigo eterno del Infierno. En este sentido, escribe Pablo de
Tarso:
“Puesto
que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan
sufrimiento; y vosotros, los que sufrís, descansaréis con nosotros cuando
Jesús, el Señor […] aparezca entre llamas de fuego y tome venganza de los que
no quieren conocer a Dios ni obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos
sufrirán el castigo de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y
de la gloria de su poder”[41].
Resulta asombroso
que, a pesar de las ocasiones en que los dirigentes de la Iglesia católica
hablan de la “redención” de Cristo, luego se insista en tantas ocasiones en la
doctrina del Infierno para “los malos”. ¿De qué sirvió entonces aquella teórica
redención? ¿De qué sirve la supuesta misericordia infinita del dios de los
católicos? ¿Acaso no es una contradicción afir-mar que ese dios es amor y misericordia infinita y a la vez
considerarle capaz de aplicar al ser humano un castigo eterno, un castigo que no sirve para otra cosa que para
satisfacer una caprichosa sed infinita de venganza?
Pero, en cualquier caso, lo que aquí se está analizando es el
fundamento de la moral de la secta
católica y, en este sentido se observa nuevamente que, con el recurso al
Infierno, se introduce de nuevo un
imperativo hipotético como base de esa moral: “Si quieres no ser condenado al Infierno, debes cumplir la ley del dios judeo-cristiano”.
Por otra parte y al margen de esa pervivencia de la Ley del Talión elevada al infinito que
implica la condena al Infierno, y al margen del relativismo moral –en el sentido
kantiano- que preside los puntos de vista de estos planteamientos bíblicos y de
la secta católica, hay multitud de ejemplos en la Biblia de com-portamientos radicalmente opuestos a la misma ley de
ese supuesto dios que, sin embargo, no son objeto de condena. Se trata, por una
parte, del comportamiento del propio Yahvé, que actúa con crueldad, con
espíritu vengativo, de manera despótica, sanguinaria y sin compasión, como se
ha podido ver a lo largo de este estudio en relación con innumerables pasajes
del Antiguo Testamento, que -no se
olvide- es para los dirigentes de la secta católica tan palabra de su dios como
el Nuevo Testamento.
Alguien podría replicar que un dios omnipotente –en el caso
de que existiera- estaría por encima de cualquier norma moral, y tendría razón
en esta réplica en cuanto, como Ockham señaló, la omnipotencia divina implica
que no puede haber ley alguna a la que un dios así deba estar sometido sino que
el valor de cualquier norma moral derivaría de la propia voluntad divina, que
así lo habría querido. Pero, en cualquier caso, no deja de resultar llamativo y
desconcertante que el supuesto dios judeo-cristiano no predique con el ejemplo,
pues lo que él hace coincide en muchas ocasiones con lo contrario de lo que
exige en los mandamientos que se le atribuyen. Y, de nuevo, esta radical
diferencia entre lo que el dios bíblico habría ordenado al hombre y el modo
según el cual él mismo habría actuado –según se expone en la mayoría de los
libros bíblicos, como el de Josué- es
una prueba más del relativismo moral que
de hecho puede observarse en esos “escritos sagrados” [?], tan llenos de actos
de crueldad, de odio, de despotismo y de injusticia, realizados por el propio
Yahvé.
2.4.1. Edificantes ejemplos bíblicos de “moral absoluta” de
la secta católica.
A continuación se
exponen y comentan una serie de pasajes bíblicos que sirven como una pequeña
muestra de lo que supues-tamente habrían sido ejemplos divinos de
comportamiento de acuerdo con la particular “moral absoluta” [?] antes
criticada:
a) Como en otras ocasiones se ha podido ver, se
exponen a continuación dos textos evidentemente antropomórficos en los que los
sacerdotes de Israel se recrean proyectando en su Dios las fantasías más
aterradoras que se les ocurren para asustar a su pueblo y tenerlo dominado por
el pánico al imaginar a Yahvé encolerizado hasta el punto de ordenar la serie
barbaridades que se narran, de forma que, si hubiese que tomar ejemplo de Yahvé
para saber cómo se debe actuar, el resultado sería el de guerras continuas y
sanguinarias, llenas de crueldad y, como dice el texto a2, “sin piedad”. En efecto, se dice en los pasajes
correspondientes:
a1) “[Así dice
el Señor todopoderoso, Dios de Israel] Les haré comer la carne de sus hijos y
de sus hijas, y se devorarán unos a otros en la angustia del asedio y en la
miseria a que los reducirán los enemigos que buscan matarlos”[42].
a2) “Así dice el
Señor todopoderoso: […] Así que vete, castiga a Amalec y consagra al exterminio
todas sus pertenencias sin piedad; mata hombres y mujeres, muchachos y niños
de pecho, bueyes y ovejas, camellos y asnos”[43].
¿Qué clase de dios y qué criterio moral seguiría
aquél que ordenase a los hombres “comer la carne de sus hijos y de sus hijas” y
devorarse unos a otros? Y, sin embargo, se trata, según los dirigentes de la
secta católica, del mismo dios que más adelante ordenará: “amaos los unos a
los otros”.
Pero, ¿qué clase de
moral subyace en tal forma de compor-tamiento? La contradicción es evidente, de
manera que desde estos planteamientos resulta imposible guiarse por una moral
como ésa –si es que tuviera sentido llamarla “moral”-, tan incoherente y
contradictoria. Aparte del absurdo general de estos textos referidos a Yahvé,
nos encontramos con el absurdo particular de que en ambos –que ni mucho menos
son los únicos- se habla ¡de comer o de matar a niños, a niños de pecho, a
seres absolutamente inocentes! Es difícil imaginar una monstruosidad mayor y,
sin embargo, tal monstruosidad es la que comete o manda cometer esa supuesta
divinidad tan sádica, que no busca castigar a fin de corregir al descarriado, a
fin de conducirlo por la senda del bien sino que la finalidad de su castigo es
el castigo mismo, lo cual sigue siendo una absurda prolongación de aquella
“Ley del Talión” que Jesús parecía haber querido abolir, aunque lo que hizo
fue aplicarla en grado extremo con sus constantes amenazas relacionadas con el
fuego eterno del Infierno.
b) De nuevo, en el texto que sigue, aparece el
Señor, Yahvé, como autor de salvajadas sin nombre, como la de alentar el
asesinato de muchachos, doncellas, ancianos y ancianas de manera absolutamente
despótica, impulsado por un odio irracional. Dice el texto en cuestión:
“El Señor mandó
contra ellos al rey de los caldeos, que mató a espada a sus jóvenes en el
santuario mismo, sin perdonar a nadie, ni muchacho ni doncella, ni anciano, ni
anciana: Dios entregó a todos en su poder”[44].
Es realmente absurdo imaginar y creer en la
existencia de un dios de tales características. Pero lo que es más evidente
incluso, al igual que en los casos anteriores, es que esta conducta no puede
atribuirse a ningún dios mínimamente relacionado con valores como los de la
bondad, el amor, la justicia y la misericordia, aunque sí con quienes
escribieron esta sarta de barbaridades, tan llenas de crueldad, para
atemorizar al pueblo ante la visión terrorífica de un dios capaz de todo, al
margen de la inocencia o de la culpa de aquellos contra quienes lanzaba su
condena. ¡Qué ejemplo de bondad a seguir!, ¡qué ejemplo de “moral absoluta”
tan especial! No, no podía ser un dios bueno quien defendiera estos asesinatos.
En realidad estos relatos representaban la plasmación de la crueldad de
quienes los escribieron con la finalidad de asustar al pueblo y de tenerlo
férreamente controlado, convenciéndole de que Yahvé era así, de que era un
dios colérico, despótico, sanguinario y celoso, que hablaba a través de sus
sacerdotes de manera que éstos lo único que hacían era comunicar al pueblo sus
mensajes y sus órdenes, mientras que lo que el pueblo debía hacer era obedecer
a los sacerdotes como transmisores de las órdenes divinas. Sin embargo, aunque
esta interpretación sea adecuada, lo cierto es que la secta católica considera
que la Biblia es ¡la palabra de
Dios!, y que, por ello, los católicos no pueden interpretar –en cuanto
católicos- que las fechorías sanguinarias de los ejércitos de Israel fueran
ordenadas por iniciativa de los sacerdotes que dirigían al pueblo, sino que
quien daba esas órdenes tan crueles era el propio Yahvé.
c) En el texto siguiente nos encontramos de nuevo
con la ira divina expresada por el inspirado profeta Isaías, quien no tiene
ningún escrúpulo en hablar de su dios diciendo:
“Oráculo contra
Babilonia que Isaías, hijo de Amós, recibió en una visión: […] El Señor y los
instrumentos de su furia vienen desde una tierra lejana, desde los confines del
cielo; vienen para devastar la tierra. Dad alaridos, el día del Señor se
acerca, vendrá como devastación del Devastador […] Al que encuentren lo
atravesarán, al que agarren lo pasarán a espada. Delante de ellos estrellarán a
sus hijos, saquearán sus casas y violarán a sus mujeres. Pues yo incito contra ellos
a los medos […] sus arcos abatirán a los jóvenes, no se apiadarán del fruto de
las entrañas ni se compadecerán de sus hijos”[45].
¡Es
Yahvé, el Dios judeo-cristiano, quien ordena esas matanzas y esas violaciones!
El muy bárbaro no se conforma con la simple muerte, sino que predetermina y comunica lo que sucederá: “estrellarán a sus hijos […] y violarán a
sus mujeres”, como si tales acciones pudieran ser buenas dentro de una moral
mínimamente asumible. Y, cuando el inspirado autor bíblico dice que los medos
“no se apiadarán del fruto de las entrañas”, está llevando al extremo la
absurda crueldad divina, que no se compadece ni de los recién nacidos ni de
los todavía no nacidos. ¡Qué hipócrita y ridículo resulta ahora que los
dirigentes de la secta católica aparenten escandalizarse por los abortos de
embriones que todavía están lejos de poseer vida humana, mientras que, al mismo
tiempo, asuman con absoluta normalidad las crueles barbaridades que los
autores bíblicos atribuyen a su dios, al margen de que hipócritamente procuren
ocultar pasajes como éstos a sus fieles!
Parece evidente que en
aquellos tiempos el pueblo estaba tan aterrorizado que era incapaz de pensar
por sí mismo y darse cuenta de que era absurdo que su dios hiciera o mandase
hacer barbaridades semejantes. Y, sin embargo, en teoría éste es el mismo dios
contradictorio que luego aparecerá bajo la figura de Jesús de Nazareth
ordenando el amor a dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible que a la gente
le resulte tan difícil darse cuenta de semejante contradicción entre ambas
manifestaciones de una misma divinidad? Parece que la patológica ambición de la
clase sacerdotal de Israel y la de los sacerdotes cristianos fue y sigue siendo
capaz de mantener en la ignorancia y de adormecer al pueblo, que era y es
fácilmente manipulable y prefiere creer lo que le dicen los curas a tener que
pensar por sí mismo para dirigir su vida desde su propia razón.
d) Se presenta a continuación una nueva monstruosidad
–o más exactamente varias-, que los sacerdotes judíos no tienen escrúpulos en
poner en boca de Yahvé amenazando con matar a todos los niños y niñas que
nazcan en ese lugar y con dejarlos como estiércol o como pasto de aves y de
bestias. Dice el texto correspondiente:
“El Señor me
habló así:
-No
te cases; no tengas hijos ni hijas en este lugar. Porque así dice el Señor de
los hijos e hijas que nazcan en este lugar, de las madres que los den a luz y
de los padres que los engendren: Morirán cruelmente; no serán llorados ni
enterrados, sino que quedarán como estiércol sobre la tierra; perecerán a
espada y de hambre, y sus cadáveres serán pas-to de las aves del cielo y de las
bestias de la tierra”[46].
La amenaza es absurda en cuanto provenga de un
supuesto dios caracterizado por su bondad, amor y misericordia, pero para los
sacerdotes tiene mucho sentido, pues su preocupación por mantener el control
sobre su pueblo les fuerza a tratar de impedir por todos los medios que sus
miembros se casen y tengan hijos con gentes de otros lugares que adoran a otros
dioses y que por esto mismo podrían alejar de Yahvé a la descendencia de Israel
para adorar a los nuevos dioses, lo cual implicaría especialmente el peligro
de ceder a la tentación de dejar de cumplir las órdenes de sus propios
dirigentes, que era lo que realmente les importaba.
Pero de nuevo, como,
según los dirigentes de la secta católica, la Biblia es la “palabra de Dios”, en tal caso esa amenaza hay que
considerarla como de su propio dios y, por ello mismo, se puede constatar el
abismo existente entre Yahvé, el dios del Antiguo
Testamento, y Jesús, el dios
encarnado del Nuevo Testamento, a
quien nunca se le ocurren atrocidades semejantes, aunque sí las aplaza para “la
otra vida”, y atrocidades tan injustas, en cuanto los hijos e hijas no tienen
culpa alguna de lo que hagan sus padres y, sin embargo, son ellos quienes pagan
con su vida, con un desprecio absoluto.
e) De nuevo “el Señor”, dando ejemplo de su
particular manera de aplicar su “moral absoluta” [?], ordena matar “sin
compasión y sin piedad”, y matar a “a viejos, jóvenes, doncellas, niños y
mujeres”. Dice el pasaje en cuestión:
“Y
pude oír lo que [el Señor] dijo a los otros:
-Recorred la ciudad detrás de él, matando
sin compasión y sin piedad. Matad a viejos, jóvenes, doncellas, niños y
mujeres, hasta exterminarlos”[47].
¡Vaya ejemplo de moral! Claro que lo que, si acaso,
refleja este pasaje, es, de nuevo, el modo de ser y de actuar de los sacerdotes
dirigentes del antiguo pueblo de Israel, un modo de ser belicoso, violento y
sin escrúpulos a la hora de matar, que debía parecerse al de los demás pueblos,
en cuanto la lucha por la existencia de cada uno iba acompañada de guerras
feroces mediante las que se buscaba el exterminio del pueblo rival o su
reducción a esclavitud. Pero el hecho de que haya que creer que la Biblia es la palabra de su dios, según
dicen los dirigentes católicos, y el hecho de que en ella leamos que Yahvé
ordena matar de manera indiscriminada, incluso a los niños, es una barbaridad
atroz y contradictoria con esa misma divinidad de la que en otros lugares se
afirma que es amor infinito. Pues menos mal que es amor. ¿Cuál habría sido su
comportamiento si su sentimiento hubiera llegado a ser de odio?
f) Los siguientes pasajes tampoco tienen desperdicio
como ejemplos de esa ¿“moral absoluta”? de que hablan los dirigentes de la
secta católica, pues en ellos se hace
patente de nuevo la brutalidad de ese dios cuyo “amor infinito” es tan
peculiar. Pero de nuevo, según los dirigentes de la santa secta, nos
encontramos ante “la palabra de su dios”. Y, de acuerdo con esa palabra, en el
texto f1 Yahvé amenaza con estrellar
a padres e hijos, y con aniquilar “sin piedad, sin misericordia, y sin
compasión”:
f1) “Así dice el
Señor. Voy a llenar de embriaguez […] a todos los habitantes de Jerusalén. Los
estrellaré unos contra otros, padres e hijos juntos, oráculo del Señor. Los
aniqui-laré sin piedad, sin misericordia,
y sin compasión”[48].
¿Dónde se encuentra el amor y la misericordia
infinita de ese dios al que adoran los católicos? Indudablemente este dios
déspota y cruel nada tiene que ver con el dios que en otros momentos defiende
incluso el amor a los enemigos. Es radicalmente contradictorio con él, pero
los dirigentes de la secta procuran silenciar esta contradicción. No sin
motivos ellos mismos llegaron a prohibir la lectura de la Biblia.
Igualmente en el texto f2 la crueldad del dios colérico
del Antiguo Testamento aparece a lo
largo de todo el texto, pero de manera especial cuando a modo de castigo Yahvé
advierte a Moisés de que, si su pueblo no le obedece, …“comeréis la carne de
vuestros hijos y de vuestras hijas”, y el resto de barbaridades que siguen a
ésta, sabiendo expresar el inspirado autor de este pasaje aquello que más
podría doler y repugnar a cualquier persona con un mínimo de sentimientos.
Dice el pasaje correspondiente:
f2) “Si a pesar
de todo esto no me obedecéis y seguís obs-tinados contra mí […] Comeréis la
carne de vuestros hijos y de vuestras hijas […] amontonaré vuestros cadáveres
sobre los cadáveres de vuestros ídolos y os detestaré […] os dispersaré entre
las naciones y os perseguiré con la espada desenvainada”[49].
Es evidente que un dios que amenaza de ese modo ni
tiene sentido de la justicia ni tiene sentimientos de compasión ni de amor.
¿Qué clase de moral puede extraerse de tales actuaciones supuestamente divinas?
¿Acaso una moral absoluta? Si acaso, sólo la “moral del odio absoluto”.
Por cierto, conviene
además atender al hecho de que la estructura formal de este y de los anteriores
pasajes es precisa-mente la del imperativo
hipotético, es decir, la propia de una moral relativista.
Y, en el texto f3, la simple amenaza del Señor de
que mata-rá “a inocentes y culpables” es por sí misma suficientemente
clarificadora respecto a la absoluta
amoralidad y despotismo de ese dios, tan similar a cualquier tirano humano
sin principios de ninguna clase, en el que seguramente debió de inspirarse
Ezequiel para atribuirle semejante comportamiento despótico y al margen de
cualquier moral desde el momento en que dice que matará a inocentes y culpables:
f3) “[Dijo el
Señor:] Dirás: Esto dice el Señor: Aquí estoy contra ti; desenvainaré la espada
y mataré a inocentes y culpables”[50].
¿En qué tipo de moral cabe una afirmación similar, en
la que abiertamente se coloque en un mismo plano a inocentes y a culpables?
¡Qué hipocresía la de los obispos católicos, que criti-can la moral relativista
para defender la representada por su dios, con tantas actuaciones asesinas,
presididas por el despotismo y el odio, un dios sin principio moral de ninguna
clase en cuanto sus ansias de venganza le conducen a matar “a inocentes y a
culpables” sin importarle para nada lo injusto de tal actitud.
Y de nuevo la misma
pregunta: ¿Es ése uno de los ejemplos de la supuesta “moral absoluta” de la
secta católica? La verdad es que, si la conducta de su dios representa el
modelo que se debe seguir, aquí no hay principio que valga. Con tales
descripciones del supuesto proceder del dios judeo-cristiano, ¿qué clase de
moral se podría obtener? Es realmente asombrosa la pereza mental o el temor de
quienes rutinariamente hacían caso de los supuestos mensajes de Yahvé,
“transmitidos” por sus sacerdotes israelitas o de quienes siguen haciendo caso
de los mensajes vacíos e hipócritas del clero de la secta católica, que se
escuda en que hay que saber entender la palabra de dios y que eso no lo puede
hacer cualquiera sino sólo ellos, que, inspirados por el “Espíritu Santo”, son
los únicos que llegan a alcanzar su comprensión objetiva y auténtica.
No obstante, conviene
insistir en que, a pesar de que los dirigentes de la secta católica dicen que
la Biblia es “la palabra de Dios”, en
realidad no es más que la palabra especialmente inspirada de los autores de
estos escritos que reflejaban las actuaciones de aquellos sacerdotes y profetas
que sometían y dominaban a su pueblo mediante un terror que alcanzaba sus cotas
más altas cuando se le convencía de que tales amenazas terroríficas procedían
del propio Yahvé, lo cual atemorizaba al pueblo hasta el punto de someterse
ciegamente a lo que sus dirigentes quisieran ordenarle.
g) En el pasaje que sigue a continuación
pueden observarse, a través de las actuaciones de Yahvé, nuevas muestras de
esa “moral absoluta” [?] que en tantos momentos de la Historia ha inspirado –y
sigue inspirando- a los dirigentes de la secta católica. La crueldad de Yahvé,
según la presenta el autor, se muestra mediante la bárbara matanza de 120.000
guerreros de Israel, cuyo delito, el más grave para los sacerdotes dirigentes
de su pueblo, es haber abandonado a Yahvé, delito frente al cual todos los
demás tienen escasa importancia en cuanto no repercuten en una merma del poder
sacerdotal. Se dice, en efecto, en ese pasaje:
g) “El Señor, su
Dios, lo entregó [a Ajaz] en poder del rey de Siria […] También lo entregó en
poder del rey de Israel, que le infligió una gran derrota. En efecto, Pecaj,
hijo de Romelías, mató en un solo día ciento veinte mil guerreros valerosos de
Judá: todo por haber abandonado al Señor, el Dios de sus antepasados”[51].
En
cualquier caso un castigo tan bestial como éste quizá no lo superaría siquiera
un monstruo como el mismo Hitler. ¿Y es en estas formas de conducta donde hay
que encontrar ejemplos de la “moral absoluta” de los dirigentes católicos?[52]
Pero, como en tantas
ocasiones se ha dicho, pasajes como éste sólo representan la perspectiva
antropomórfica de los autores de la Biblia, la cual contradice en infinitas
ocasiones la idea de los dirigentes católicos de que tales autores estuvieran
inspirados por el supuesto “Espíritu Santo”.
h) En el pasaje siguiente observamos una nueva
barbarie, aunque en este caso no por la cantidad de muertes, pero sí porque de
forma premeditada y fría se hace pagar con la muerte de un recién nacido la
supuesta culpa de su padre, el rey David.
Es bastante probable
que la explicación de este pasaje consista en que, como los sacerdotes ya no
tenían el mando supremo de Israel, no podían condenar al rey, y, por ello, aprovechando
quizá la muerte casual de uno de sus hijos, inventaron la explicación según la
cual su dios se había cobrado con la vida de este niño el pecado de su padre.
¡Vaya sentido de la justicia! Pero, desde luego, lo que es inconcebible en una
moral mínimamente asumible es que el pecado de un padre lo pague el hijo,
¡como si el hijo careciese de valor por sí mismo!, pensamiento que, por cierto,
se encuentra en la “cultura” israelita, desde el momento en que las mujeres y
los hijos se consideran “propiedad” del padre, pero que sin duda dice muy poco
en favor de la justicia de su dios Yahvé. En cualquier caso, los sacerdotes no
tienen escrúpulos en insultar a su dios presentándolo como un déspota asesino
que decide matar a un niño inocente como medio de castigar al auténtico
culpable. Y así Yahvé sigue apli-cando su vengativa ley del Talión, pero de un
modo todavía más absurdo: haciendo pagar con la muerte de un niño el pecado de
su padre. ¿Es ésa la moral absoluta de
que hablan los dirigentes de la secta católica? ¡Vaya tomadura de pelo! Lo más
lamentable de todo es que haya gente que pueda seguir creyendo en esta serie
de barbaridades y que al mismo tiempo siga diciendo que su dios es
infinitamente bueno, misericordioso y justo.
Dice el pasaje en cuestión:
“David dijo a
Natán:
-He pecado contra el Señor.
Entonces Natán le respondió:
-El Señor
perdona tu pecado. No morirás. Pero, por haber ultrajado al Señor de este modo,
morirá el niño que te ha nacido […] Al séptimo día murió el niño”[53].
i) Vemos a continuación dos ejemplos más de barbarie
en grado superlativo, ejemplos de una moral absurdamente primitiva. En i1 nos encontramos con un Dios lejano
que castiga con la muerte por el simple gesto de “mirar el arca del Señor”.
¿Cómo este mismo Dios iba a poder ser cercano en algún momento hasta el punto
de llegar a decir “dejad que los niños vengan a mí”[54]?
¡Cualquiera se acerca, después de esta absurda represalia contra quienes sólo
habían mirado el arca!
Sin embargo de nuevo
puede encontrarse una explicación a esta nueva barbaridad: Los sacerdotes
mantienen su poder tiránico sobre el pueblo gracias a sus mentiras acerca de
Yahvé, haciéndose pasar por los intermediarios que transmiten al pueblo sus
órdenes y mensajes. Por ello, si el pueblo comienza a familiarizarse con la
visión del arca de la alianza, luego pretenderá una aproximación mayor y
llegará un momento en que se preguntará: ¿Por qué Yahvé sólo puede comunicarse
con éstos que nos mandan y no puede hacerlo directamente con todos nosotros de
un modo más directo? Así que, para evitar que llegue ese momento que podría
suponer el desenmascaramiento de la mentira montada en torno a ese monstruo
llamado “Yahvé”, lo mejor es cortar de
raíz y evitar desde el principio la más mínima familiaridad del pueblo con
Yahvé o con lo que se relaciona de manera más directa con él, aunque para
evitarlo haya que matar a esos setenta hombres que ingenuamente miraron el arca
de la alianza. ¡Un Dios amor que mata a quien trata de aproximarse a él,
aunque sólo sea por haber mirado su arca de la alianza! ¡Qué amor tan sublime!
¡Y que muestra más clara de “moral absoluta”!
En efecto, se dice en
este pasaje:
i1) “El Señor
castigó a la gente de Bet Semes porque habían mirado el arca del Señor; hirió [=
mató] a setenta hombres de entre ellos. El pueblo hizo duelo por el gran
castigo que les había infligido el Señor”[55].
Algo similar le sucede a Uzá, según el pasaje i2, pero en cierto modo peor, pues Uzá
muere no por haber osado mirar el arca de la alianza sino por haber actuado
instintivamente pretendiendo protegerla y evitar que cayera al suelo y se
rompiese. Una acción que en cualquier moral se vería positivamente, aquí se ve
como un delito.
Se trata en ambos casos
de una “moral material” de carácter absurdamente primitivo, muy alejada de la moral formal, mucho más racional, en la
que lo importante no es la acción material en sí misma sino la intención de su
agente. ¡Vaya “moral absoluta”, la que defienden los dirigentes de la secta
católica! Dice el pasaje en cuestión:
i2) “Entonces el
Señor se encolerizó contra Uzá; lo hirió por haber tocado el arca con la mano,
y allí mismo murió delante de Dios”[56].
j) En el texto j1
podemos ver unos consejos morales que no son especialmente edificantes, pero
que conviene comentar por su carácter contradictorio con aquellos otros en los
que se pide amar incluso a los enemigos. ¿Con cuál de ellos nos quedamos, si
ambos son “palabra de Dios”? El autor de este pasaje tiene además la osadía de
afirmar de manera contradictoria que también Dios odia al malvado: ¿Es realmente compatible la idea de un dios
que sea amor infinito a todos los hombres
y que al mismo tiempo odie al malvado? Es evidente que no, pero por mucho
que lo fuera, habría que tener en cuenta que, según se dice en Proverbios, el “Señor ha hecho todo para
un fin, incluso al malvado para la desgracia”[57],
de forma que este último pasaje nos recuerda que tanto en el Antiguo Testamento como en el nuevo se
defiende la predeterminación divina
y, en consecuencia, la idea de que el malvado lo es porque Yahvé así lo ha
hecho y que, en consecuencia, no es culpable ni responsable de nada. ¿Qué
sentido tiene entonces que Yahvé odie aquello que él mismo ha programado y
creado, llegando incluso a “vengarse” de su propia obra? Evidentemente ninguno.
Además, si, como dice el texto, Yahvé odia
a los pecadores, ¿qué sentido tiene que más adelante se diga que su amor a
los hombres le llevó a encarnarse, a padecer y a morir para redimirnos de
nuestros pecados? Dice el texto en cuestión:
j1) “Haz bien al
humilde y no des al malvado; niégale el pan […] Que también el Altísimo odia a los pecadores y se venga del malvado”[58].
En el texto j2
se dice que el Yahvé extermina a los malvados, a pesar de que estarían
predeterminados por él para ser como son, según se dice en Proverbios: “El Señor ha hecho todo para un fin, incluso al malvado
para la desgracia”[59].
No obstan-te, en general sucede que los bondadosos suelen vivir y morir en la
miseria mientras que los llamados “malvados” son los dueños del dinero, los
explotadores, los que desprecian a los pobres, los que viven en medio de todos
los lujos, ultrajando y humillando a quien ni siquiera tiene recursos para
comer. Resulta desconcertante además que en Proverbios se diga que “El señor ha hecho todo para un fin” y que
en Salmos se diga:
j2) “El Señor [...] extermina a todos los malvados”[60].
¿Para
eso había creado a los malvados? ¡Caprichos de los dio-ses, que al parecer no
se les ocurre nada mejor que hacer! Si los creó para exterminarlos, mejor
hubiera sido que se hubiera ahorrado esas dos absurdas acciones: Crearlos y
exterminarlos. La verdad es que tampoco en esta forma de proceder parece encontrarse
esa “moral absoluta” de que hablan los obispos.
Finalmente en j3
se pone de manifiesto la omnipotencia divina, que se encuentra por encima de
todo, de su amor, de su odio, de su misericordia... Se trata de un Dios que se
encuentra “más allá del bien y del mal”, del que se dice que tiene compa-sión
de quien quiere, al margen de cualquier mérito o de cual-quier culpa, punto de
vista defendido no sólo por los creadores del dios bíblico sino también
posteriormente por Pablo de Tarso y por el eximio “doctor angélico” Tomás de
Aquino. ¡Vaya ejemplo de “moral absoluta”! ¿Es ésa la moral que hay que seguir?
Si Yahvé no se guía por otro principio que por el de hacer lo que quiere, ¿por
qué el hombre habría de actuar por un principio distinto, como el de obedecer
supuestas leyes morales? Dice el texto en cuestión:
“Yo protejo a
quien quiero y tengo compasión de quien
me place”[61].
¿Qué diríamos de cualquier ser humano que tuviera la
osa-día de manifestarse con ese mismo despotismo, al margen de cualquier norma
ajena a la de su propio capricho? Si ese supuesto dios no se caracteriza en su
conducta por seguir una moral regida por la justicia y por la misericordia,
sino por la moral de “lo que me place” o “lo que me da la gana”, ¿con qué
autoridad y ejemplaridad exige a los hombres que sean justos y misericordiosos
y traten de hacer el bien incluso a sus enemigos?
k1) Tampoco el texto siguiente tiene desperdicio:
“El Señor dijo a
Moisés y a Aarón en Egipto:
-[…]
Esa noche pasaré yo por el país de Egipto y mataré a todos sus primogénitos,
tanto de hombres como de anima-les. Así ejecutaré mi sentencia contra todos los
dioses de Egipto. Yo, el Señor”[62].
Este pasaje representa uno de los más sádicos en que
el pro-pio Yahvé manifiesta su sed de venganza, actuando de manera criminal contra el pueblo egipcio, al que parece
amar de un modo muy especial, y contra
los dioses de Egipto, de cuya existencia nos informa. Yahvé quiere “hacer
méritos” ante su propio pueblo para reforzar los motivos de su primitiva
alianza establecida con Abraham, y para ello procurará que los israelitas
puedan salir de Egipto. Pero no se le ocurre un modo mejor de hacerlo que
dando muerte a los primogénitos de Egipto, tanto humanos como animales, que
nada tienen que ver con la obstinación del faraón en impedir la liberación de
los israelitas.
Es evidente que quien
comete una masacre como ésa no puede ser un dios guiado por los principios de
una moral justa ni misericordiosa. Pero es también evidente que son los
descere-brados y sanguinarios escritores de este pasaje quienes idearon esta
absurda e injusta matanza divina, que debía servir especialmente para que su pueblo
admirase su poder –o el de sus sacerdotes- y procurase serle fiel –o ser fiel
a sus sacerdotes- para que la ira de su dios no se lanzase contra su propio
pueblo.
Pero, ¿qué lección
moral puede extraerse de aquí, cuando no hay justicia ni para hombres ni para
animales, que nada tienen que ver con la obstinación del faraón o con los
dioses egipcios citados en este pasaje? ¿Es esa serie de asesinatos injustos
un ejemplo de lo que debe ser una “moral absoluta”? ¡Cuánto cinismo debe de
haber en quien pretenda que así lo veamos!
La misma finalidad tiene el texto k2, aunque este pasaje tiene algún matiz diferente. Aquí
Yahvé, a través de Moisés, extermina al ejército egipcio, pero el pasaje se
recrea en la descripción de la satisfacción de Israel ante la contemplación de
la destrucción y muerte del ejército egipcio por parte de Yahvé:
“Pero el Señor dijo a Moisés:
“Extiende tu mano sobre el mar para que las
aguas se precipiten sobre los egipcios, sobre sus carros y su caballería […] y
así los arrojó el Señor en medio del mar […] No escapó ni uno solo […] e Israel
pudo ver a los egipcios muertos en la orilla del mar. Israel vio el prodigioso
golpe que el Señor había asestado a los egipcios” ”[63].
¿Es este un ejemplo del amor a los enemigos del que se habla especialmente en el Nuevo Testamento? Como en otro momento
he comentado, Yahvé es el dios de Israel y, cuando se hace referencia a la
doctrina de amar a los enemigos, no
se pretende otra cosa que pedir que los israelitas vivan en paz y armonía entre ellos mismos, al margen de que
hagan la guerra a sus enemigos de los otros pueblos, como sucede en esta
ocasión con el pueblo de Egipto, su enemigo durante mucho tiempo, incluso con
sus propios dioses distintos de Yahvé. Pero la verdad es que, dada la omnipotencia
de Yahvé, ni había necesidad de venganza
para que Israel saliera de Egipto, ni mucho menos había necesidad de que el
propio Yahvé se vanagloriase por la muerte causada a tantos egipcios y se
regocijase ante el espectáculo de destrucción y muerte de aquel ejército.
¿Qué clase de lección
moral se presenta aquí? ¿Es compatible con la doctrina que habla del “perdón a
nuestros enemigos”? ¿Es compatible con el carácter de dios único que
posteriormente se dio a Yahvé, no sólo como dios de Israel sino como dios de
toda la humanidad? ¿Qué clase de valor moral podría tener el regocijo de los
israelitas ante las muertes causadas a los egipcios? En realidad la mentalidad
de quienes crearon al dios Yahvé tiene un carácter tribal que proyectan en ese
dios. Y tal mentalidad es también la propia del pueblo de Israel, al que le
satisface la conducta de su dios, que no ama a los enemigos de su pueblo sino
que los destruye sin compasión. Realmente el amor de Yahvé no se extendía a
toda la humanidad sino que permanecía restringido exclusivamente a su pueblo,
el pueblo de Abraham con quien Yahvé pactó su alianza, a pesar de que ese dios
sea identificado por los dirigentes cristianos con el suyo propio.
¿Dónde se encontrará
esa “moral absoluta” de que hablan los obispos? Ésta, desde luego, no lo es,
pues es sólo una moral casera, tribal, que se aplica al propio pueblo en
exclusiva, sin compartirla con los demás.
l) Y, efectivamente, de acuerdo con lo que se acaba
de decir, en l1, el autor presenta a
su dios como “fuego devorador”, que “extermina”, que “derrota” a los enemigos
de Israel como un modo de ganarse la fidelidad de su pueblo ante la
contemplación de su poder devastador.
A pesar de que con la
formación del cristianismo Yahvé dejará de ser un dios tribal para alcanzar la
nueva categoría de “dios universal”, aquí no se habla para nada de ese dios
universal cuyo amor se debía extender a otros pueblos distintos del suyo, del
que por otra parte se mantiene a distancia por la sencilla razón de que los
sacerdotes no pueden obrar el milagro de hacer presente ante el pueblo lo que
sólo es una creación de su maquiavélica fantasía para tener sometido al pueblo.
El pasaje dice así:
l1) “Has de
saber desde hoy que el Señor tu Dios cruzará él mismo delante de ti como fuego
devorador; él los exterminará [a los anaquitas, uno de los pueblos de la
“tierra prometida”] y los derrotará ante ti. Tú los despojarás y los aniquilarás
rápidamente, como te ha dicho el Señor”[64].
Yahvé habla de sí mismo como “fuego devorador”, habla
de “exterminio” de los anaquitas, masacre que a continuación se extenderá a
todos los habitantes de esa tierra que él prometió a Abraham. Yahvé cumple su
palabra: Es el dios de Israel y destruye a quien represente un obstáculo para
sus planes; y, desde luego, no defiende para nada el amor y la fraternidad
entre todos los hombres. Pero ahora los dirigentes católicos pretenden
decirnos que su dios es el dios de toda la humanidad. ¿Cuándo dejó de ser un
dios tribal para convertirse en universal, en “católico”? Nos encontramos ante
una nueva contradicción, pero son tantas ya que una más no puede sorprendernos
demasiado, aunque sí hay que decir que esta nueva hazaña de Yahvé no puede ser
un ejemplo de ninguna moral, ni absoluta ni relativa.
En el pasaje l2,
su autor no tiene reparos en hablar de la “ira”, la “venganza” y el “rencor” de
Dios contra sus enemigos. ¡Vaya manera de predicar con el ejemplo, cuando en
otros momentos Jesús, que, según los dirigentes de la secta, se identifica con
Yahvé, aunque a la vez sea el “Hijo” del “Espíritu Santo”, defiende, en
contradicción con el pasaje anterior, a los pacíficos, a los que perdonan, a
los que aman incluso a sus enemigos! Pero a estos autores no les importa el
carácter contradictorio de estas últimas cualidades respecto a las anteriores,
sino sólo destacar aquéllas por las que pueden lograr la fidelidad del pueblo
por miedo a que Yahvé tome venganza contra ellos en el caso de que se alejen de
él. El texto l2 no hace otra cosa que presentar una síntesis de estas
cualidades de Yahvé –o mejor de la cualidades con que los sacerdotes lo
describen-, que se reducen básicamente a su carácter celoso y vengativo en
grado extremo, y a su rencor contra
sus enemigos, en total contradicción con el
dios que perdona y con el dios que
ama, y cuyo amor debería ser incompatible con el rencor.
¿Qué clase de moral
puede extraerse de ejemplos como éste? Sin duda alguna, no se trata de una
“moral absoluta”, pero ni siquiera de una “moral relativa”, pues las acciones
de Yahvé son consecuencia exclusiva de su rencor vengativo y de su libérrima
voluntad no sometida a nada. El pasaje dice así:
“El Señor es un
Dios celoso y vengador; el Señor es vengador,
su ira es terrible. El Señor se venga
de sus adversarios, guarda rencor contra
sus enemigos”[65].
¿Pero no dicen que el amor de Dios es infinito?
¿cómo dicen entonces que “guarda rencor contra sus enemigos, cuando el rencor
es un sentimiento contrario al amor? Por otra parte, ¡vaya presunción más
ridícula! ¡Suponer que el ser humano sea capaz de provocar la ira y la venganza
de todo un dios, hecho y derecho, de manera que éste se rebaje a sentir rencor
contra sus enemigos, como si no los hubiera creado él y como si éstos pudieran
causarle el menor daño! ¡Qué concepto más pobre y absurdo de la divinidad
tenían los israelitas de aquellos tiempos! Y ¿qué decir de los dirigentes
católicos, que siguen adorando a ese dios con su ardiente y “amoroso” Infierno?
El texto l3 es similar al anterior, pero con la
barbaridad insuperable, que en tantas ocasiones aparece, de añadir que el dios
de Israel castiga la maldad de los que le abandonan “hasta la tercera y la
cuarta generación”. Y así, este dios no sólo aparece como un ser vengativo,
sino que además es sumamente injusto al descargar su ira de manera
indiscriminada contra personas absolutamente inocentes, que nada tienen que ver
con la supuesta culpa de sus antepasados. Pero, ¿por qué ese castigo alcanza a
la descendencia de quien pudo en algún momento haber ofendido a Yahvé? Porque
la sed de venganza de Yahvé es tan fuerte que no puede saciarse con la muerte
exclusiva del ofensor sino que tiene que recaer también en sus hijos, en los
hijos de sus hijos, en los hijos de los hijos de sus hijos, y en los hijos de
los hijos de los hijos de sus hijos… ¿Por qué? Por la sencilla razón de que en
esos momentos los autores de la Biblia todavía
no habían tenido la audacia de inventar el “Infierno”, un lugar donde los
malvados pudieran seguir sufriendo eternamente, por los siglos de los siglos,
de forma que la ira divina descargase sobre ellos en exclusiva, sin necesidad
de aplicarla también sobre sus descendientes. Por ello también a los buenos,
como los sacerdotes de Israel tampoco habían inventado todavía la vida eterna,
se les concede una larga vida y una descendencia numerosa como sucedáneo de la
inmortalidad personal. Y de nuevo hay que preguntarse, ¿es compatible la
absurda venganza con el supuesto amor infinito de un dios como Yahvé,
identificado con el dios católico? ¿Es ésa la “moral absoluta” de los
dirigentes de la secta católica? Dice, en efecto, el pasaje en cuestión:
l3) “No tendrás
otros dioses fuera de mí […] porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso,
que castigo la maldad de los que me
aborrecen en sus hijos hasta la tercera y cuarta generación”[66].
m) En el pasaje siguiente –y en unos cuantos más- se
atribuye a Yahvé amor –a Jacob- y odio –a Esaú-, pero ni en el texto ni en
el contexto se expone la causa de tal discriminación. Lo que en principio está
claro es que el hecho de que Yahvé odiase
a Esaú resulta contradictorio con las ocasiones en que los dirigentes de la
secta católica proclaman que su dios es amor,
pues amor y odio son sentimientos incompatibles, al menos en el dios católico.
Por otra parte y por lo
que se refiere a los motivos de Dios para odiar a Esaú, hay que decir que, como
consecuencia de su omnipotencia, no puede existir nada por encima del propio
dios que le obligue a amar o a odiar, o a realizar actividad alguna ajena a lo
que él quiera. Recordemos que es su propia y exclusiva voluntad y no los actos
humanos la causa de sus sentimientos y de sus actos libérrimos. Así que, a
partir de su omnipotencia y libertad absoluta tanto su amor como su odio
estarían justificados, pero en tal caso no hay que esperar nada de él, pues su
voluntad está por encima de cualquier norma, pero, por ello mismo, las
acciones o los sentimientos divinos resultan tan contradictorios que, sin duda
ninguna, no pueden servir de criterio para la fundamentación de una moral, y
mucho menos de una “moral absoluta. Dice, en efecto, el texto correspondiente:
“Sin embargo, yo
amé a Jacob, y odié a Esaú: convertí las montañas de Esaú en un erial y entregué
su heredad a los chacales del desierto”[67].
¡Así, porque le
da la gana, que para eso es un dios cuyo poder absoluto le sitúa por encima de
cualquier norma! Pero, si hemos de seguir su ejemplo, como predicaba Jesús,
¿tendremos que actuar como él?
n) Lo que tienen en común los pasajes siguientes es
que en ambos Dios rehúsa perdonar. En
n1 se dice de modo explícito:
n1) “Esto
sucedió porque el Señor había decidido expulsar de su presencia a Judá, a causa
de todos los pecados de Manasés […] El
Señor no quiso perdonar”[68].
Pero
la dureza de Yahvé al negar su perdón es contradictoria con su teórica
misericordia infinita: ¿Con qué nos quedamos, si toda la Biblia es “palabra de Dios”?
Y, en n2,
se dice:
“Entonces
el Señor me dijo:
-No
intercedas a favor de este pueblo. Aunque
ayunen, no escucharé su súplica; aunque ofrezcan holocaustos y ofrendas, no
los aceptaré; con espada, hambre y peste los exter-minaré”[69].
En
este pasaje –como en muchos otros- Yahvé va a castigar al pueblo como tal, sin atender al hecho de que en el peor de los
casos, la responsabilidad moral, el mérito o la culpa –en el caso de que
existieran- serían individuales y nunca colectivos. De nuevo nos encontramos
aquí con la contradicción entre el dios del Antiguo
Testamento, celoso, colérico, déspota, cruel, injusto, que en ocasiones
como ésta no perdona, y el dios al que los dirigentes de la secta católica
consideran infinitamente misericordioso por lo que en ningún caso dejaría de
perdonar, a pesar de que este dios también es contradictorio consigo mismo
porque, aunque se diga de él que es amor y misericordia infinita, quienes esto
dicen parecen no querer enterarse de que un dios que se cierra al perdón es
incompatible con un dios del que dicen también que es “amor infinito”. Olvidan
igualmente que los castigos de este “Dios del amor”, por mucho que se quiera
olvidar, son mucho peores que los del dios del Antiguo Testamento, pues evidentemente no puede haber un castigo
mayor que el del fuego eterno del Infierno
con el que castiga a quienes no creen en él. ¿Qué tendría que importarle que la
gente creyera en él o no? Si además, tal como dice la doctrina católica, la fe
la da el propio Dios, ¿qué culpa tiene nadie de creer o no? Se trata de una nueva contradicción. Y son
tantas que lo que parece inexplicable es que todavía haya quien siga tomando en
serio una ideología como la católica, tan llena de contradicciones. ¿Qué “moral
bsoluta” podíamos encontrar en tal ideología y en medio de tantas salvajes
fechorías?
2.4.2.
Las actuaciones de Yahvé y de los dirigentes
de
Israel, y su peculiar manera de cumplir sus propios mandamientos
Al margen de estos ejemplos tan divinamente absurdos y
contradictorios, para terminar este apartado puede hacerse refe-rencia a algunas
anécdotas que muestran de qué modo la supuesta actuación de Yahvé es
contradictoria en muchos casos con los mandamientos que habría entregado a
Moisés, tal como sucede con el quinto, el séptimo, el octavo y el noveno, según
a continuación se muestra:
a) En efecto, por lo que se refiere al quinto mandamiento y al margen de las demás actuaciones del propio
Yahvé, más que brutales a lo largo de casi todo el Antiguo Testamento, tiene interés recordar las matanzas realizadas
por Israel contra los habitantes de las diversas ciudades de la “Tierra
Prometida”, matanzas ordenadas por el propio Yahvé para cumplir la parte que le
correspondía de su alianza, que tuvo un carácter cruelmente sanguinario por la
muerte de todos los habitantes de aquellas tierras –incluidas, en el caso de
Jericó, las de los animales domésticos-. Como en tantas ocasiones, tales
matanzas habrían sido cometidas por orden de los dirigentes de Israel, que a su
vez se escudaban en que era Yahvé quien las había ordenado. Así, respecto a la conquista
de esta ciudad se dice:
“Sonaron las trompetas.
Cuando el pueblo [de Israel] oyó el sonido de las trompas, lanzó el grito de
guerra y las murallas de la ciudad se derrumbaron. Entonces el pueblo asaltó
la ciudad […] y se apoderaron de ella. Y consagraron al exterminio todo lo que
había en ella, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos,
pasándolos a cuchillo […]”[70].
En contra de esta brutalidad absolutamente injustificada hay
que decir que un dios omnipotente hubiera podido preparar sin problema alguno
una tierra fértil para su pueblo escogido sin necesidad de tener que darle una
serie de lugares habitados a cuyos habitantes los ejércitos de Israel tuvieran
que matar para apoderarse de las tierras que Yahvé le había prometido.
Pero, al margen de que el tal
Yahvé no pintase nada en estas matanzas, pues para eso al menos hubiera tenido
que existir, el relato tiene su interés como indicio acerca de cuál pudo ser la
actitud de Israel y la de sus dirigentes a la hora buscar un lugar en el que
asentarse. Resulta difícil encontrar en este pasaje y en muchos otros del mismo
estilo –en los que el autor se recrea enumerando la serie de personas, jóvenes
o ancianas, hombres o mujeres, e incluso los distintos animales que fueron
pasados a cuchillo-, algún aspecto edificante que pudiera servir de modelo para
una moral, absoluta o relativa. Pero la verdad es que, si acaso, nos
encontramos todo lo más con la moral de la jungla, pero mucho más bárbara,
cruel y sanguinaria.
Igualmente respecto a la
conquista de Ay, se habla en términos muy similares, remarcando de modo sádico
y como si se tratase de grandes proezas que mataron
a todos sus habitantes, que ahorcaron al rey y que lo tuvieron colgado toda la
tarde:
“Cuando los israelitas
acabaron de matar a los habitantes de Ay en el campo y en el desierto hasta
donde los habían perseguido, y cuando todos hasta el último cayeron a cuchillo
todo Israel se volvió a Ay y pasaron a cuchillo a sus habitantes. El total de
hombres y mujeres muertos fue de doce mil; todos los habitantes […] Hizo colgar
de un árbol al rey de Ay, y estuvo colgado toda la tarde”[71].
¿Es
posible que alguien encuentre en este cruel relato sanguinario, tan vacío de
la más mínima compasión, algún indicio de aquella “moral absoluta” que dicen
defender los dirigentes de la secta católica? Y encima se hace constar con
orgullo y sadismo extremo que el rey ¡estuvo colgado toda la tarde! ¡Vaya
ejemplo bíblico más edificante de cómo debemos tratar a nuestros semejantes,
según su “moral absoluta”!
En otro pasaje se cuenta que los habitantes de Gabaón fueron
a presentarse a Josué con algunas mentiras debidas al temor, a fin de que éste
les perdonase la vida, y él accedió, pero a condición de que trabajasen para
los israelitas[72].
Por su parte, Adonisédec, rey
de Jerusalén, se puso en contacto con otros reyes de la zona para defenderse de
los israelitas:
“Cuando
Adonisédec, rey de Jerusalén, se enteró de que Josué había conquistado Ay
consagrándola al exterminio […] y que los gabaonitas habían hecho un pacto con
Israel y estaban con él, le entró mucho miedo […] Entonces, Adonisédec, rey de
Jerusalén, mandó decir a Oán, rey de Hebrón, a Farán, rey de Yarmut, a Yafía,
rey de Laquis, y a Debir, rey de Eglón:
-Venid
y ayudarme a combatir contra Gabaón, porque ha hecho un pacto con Josué y los
israelitas.
Y
los cinco reyes amorreos […] subieron con todas sus tropas, acamparon cerca de
Gabaón y la atacaron”[73].
A su vez, los gabaonitas fueron a pedir ayuda a Josué y éste
fue en su ayuda, de tal forma que muy pronto
“Josué cayó sobre ellos de improviso […] El Señor los
dis-persó ante Israel que les infligió una gran derrota en Gabaón […] Cuando
iban huyendo ante Israel […], el Señor hizo caer sobre ellos una tremenda
granizada […] y murieron todos. Murieron más por las piedras de granizo que por
la espada de los israelitas. El mismo día en que el Señor entregó a los
amorreos en poder de los israelitas, Josué se dirigió al Señor y dijo:
-¡Sol,
detente sobre Gabaón!
-¡Y
tú, Luna, sobre el valle de Ayalón!
Y
el Sol se detuvo y la Luna se paró hasta que el pueblo se vengó de sus
enemigos.
[…]
El Sol se detuvo en el cielo y tardó un día entero en ponerse. No ha habido un
día como aquél, ni antes ni después, en el que el Señor haya obedecido la voz
de un hombre, porque el Señor combatía a favor de Israel”[74].
Al margen de la
matanza producida por los israelitas y por el propio Yahvé, resulta
sorprendente no sólo el hecho de que el Sol y la Luna se detuviesen por orden
de Josué –lo cual implicaba que era el Señor quien acataba tales órdenes en
cuanto el movimiento del Sol y de la Luna estaban programados por él, sino
sobre todo que el motivo de esta orden de Josué no fue otro que el de la venganza, tal como se dice hacia el
final del pasaje citado. ¡La venganza como principio moral a la vez que en
otros momentos el perdón y la misericordia! Otro ejemplo de absurda
contradicción. Y seguimos sin encontrar un solo ejemplo de aquella “moral
absoluta” que los dirigentes católicos defienden sin saber siquiera de qué están
hablando.
Acabada esta batalla, Josué
ahorcó a los cinco reyes de esos pueblos. Y la guerra continuó:
“Aquel mismo día, Josué
conquistó Maquedá y la pasó a cuchillo,
consagrando al exterminio a su rey y a todos sus habitantes sin dejar ni uno […].
Desde
Maquedá Josué, con todo Israel, se fue a Libná y la atacó. El Señor se la
entregó también con su rey, y pasaron a
cuchillo a todos sus habitantes sin
dejar ni uno […].
De
Libná fue a Laquis, la sitió y la atacó. El Señor se la entre-gó, ellos la
conquistaron al segundo día y pasaron a
cuchillo a todos sus habitantes
[…]. Entonces Jorán, rey de Guézer, vino para ayudar a Laquis, pero Josué lo
derrotó a él y a su pueblo sin dejar
supervivientes.
De
Laquis fue a Eglón, la sitió y la atacó. La conquistó aquel mismo día, la pasó a cuchillo y la consagró al
exterminio con todos sus habitantes, como había hecho con Laquis.
De
Eglón subió a Hebrón y la asaltó. La tomó y la
pasó a cuchillo, lo mismo que a su rey y a todas sus ciudades anejas con todos sus habitantes, sin dejar ni uno solo […].
Después,
volvió contra Debir y la atacó. La conquistó con su rey y todas las ciudades
anejas, pasando a cuchillo y consagrando
al exterminio a todos sus habitantes, sin
dejar ni uno solo”[75].
Éste es posiblemente el pasaje de la Biblia en el que la con-centración de matanzas, “sin dejar ni uno
solo” con vida, supera a cualquier otro. Además, el autor se recrea en su
sagrada narración y nunca se olvida de señalar con orgullo la gran proeza de
haber pasado a cuchillo a todos los habitantes
de cada ciudad que conquistaban sin
dejar ni uno. En ningún momento se realiza un solo acto de compasión. La
virtud esencial de esta “moral” consiste en la falta de piedad, en el desprecio
más absoluto por la vida de quienes no pertenecen al propio pueblo de Israel y
en la falta de escrúpulos para hacer la guerra contra esos pueblos con la
excusa de que el Señor les había dado las tierras que habitaban, la “Tierra
Prometida”, lo cual les daba el derecho de apoderarse de ellas exterminando a
todos sus habitantes.
Los ejemplos morales del propio
Yahvé y de su pueblo son realmente modélicos, pero no de una moral humana y
compasiva sino, si acaso, precursores de la no muy lejana “moral hitleriana”:
Hitler quería la pureza de la raza aria, mientras los dirigentes del pueblo de
Israel buscaban la pureza del pueblo de Israel permaneciendo incontaminado, y
para ello, para impedir especialmente la contaminación religiosa que podía
desembocar en la pérdida de poder de sus dirigentes religiosos, había que
exterminar a los pueblos de cuyas tierras se apoderaban. En resumidas cuentas
estos pasajes están tan llenos de atrocidades que realmente no merecen más
comentario, sino todo lo más insistir en esta misma pregunta de anteriores
ocasiones: ¿Es éste un fiel ejemplo de la “moral absoluta” a la que hacen
referencia los obispos de la secta llamada “Iglesia Católica”?
Como resumen de las anteriores
batallas se dice luego:
“Josué conquistó toda la
tierra: la región montañosa, el Négueb, la Sefela y las laderas, derrotando a
todos sus reyes. No dejó ni un
superviviente, sino que consagró al exterminio a todos sus habitantes, como había mandado el Señor, Dios de Israel”[76].
En las tablas que Yahvé había dado a Moisés, el quinto
mandamiento prohibía matar, pero pocos años después el propio Yahvé ordenó esta
larga serie de matanzas, sin dejar ni un solo superviviente y Josué obedeció.
Para evitar la contradicción de Yahvé con sus propios preceptos la única
explicación, como en otros casos, es que Yahvé era el dios de Israel y que, por
ello, sus mandamientos van dirigidos a las relaciones entre los habitantes de
su propio pueblo, pero no a los de las naciones que nada tenían que ver con
Israel. Sin embargo, la contradicción no desaparece sino que simplemente
reaparece, pero ahora se da entre la consideración de Yahvé como dios tribal y la que defienden los
dirigentes católicos al considerarlo como dios
único y universal, cuyo amor se extiende a toda la humanidad y no sólo al
pueblo de Israel. Pero, ¿qué clase de amor habría tenido por todos esos pueblos
que Yahvé exterminó o mandó exterminar para dar a “su pueblo” la “tierra
prometida”?
A continuación se sucedieron todavía más batallas, matanzas
y conquistas:
“Después
se volvió, tomó Jasor y pasó a cuchillo a su rey […] Pasó a cuchillo a todos sus habitantes sin dejar ni uno […] e incendió la ciudad […].
El Señor había decretado
que todas estas ciudades se obstinasen en atacar a Israel, para que así fueran
consagradas sin piedad al exterminio y aniquiladas”[77].
El anterior texto sigue la tónica de los precedentes por lo
que se refiere a su carácter cruel, sanguinario, implacable y sin compasión
alguna. Pero a estas características añade la de un refinamiento hipócrita,
cínico, absurdo y demencial cuando su autor escribe que Yahvé había predeterminado a esas ciudades a atacar a Israel a fin
de tener así un motivo para aniquilarlas. Pero, si la conducta de esas ciudades
había sido predeterminada por Yahvé, ¿qué culpa podían tener sus habitantes?
Evidentemente ninguna. Pero el autor de este pasaje, de muy pocas luces, se
atreve a presentar esta explicación como si tuviera alguna lógica, como si los
habitantes de estos pueblos fueran culpables
por haber sido predeterminados y, en
consecuencia, por haberse comportado de acuerdo con los planes divinos. ¡Vaya
inspiración la que el “Espíritu Santo” habría proporcionado al autor de esta
obra!
Y, de nuevo, la misma pregunta:
¿Qué lección moral puede extraerse de todas estas matanzas despiadadas en las
que se incumplen a un mismo tiempo el mandamiento de no matar y el de no robar?
¿Qué otra cosa era la invasión y las matanzas de Israel en contra de los
habitantes de esa “tierra prometida” sino una mezcla de los asesinatos más
atroces con el robo impune de aquellas tierras, realizado con la excusa de que
su dios se las había concedido? Con excusas como ésa uno podría arrogarse el
derecho de apoderarse de todo el planeta: ¡Es mi dios quien me lo ha dado! El
hecho de que Yahvé fuera “el Dios de Israel” podía aceptarse como normal en una
época en la que cada pueblo tenía su propio dios o sus propios dioses, pero
¿qué clase de moral podía ejemplificar un dios tan sanguinario como Yahvé, el
dios de Israel, tan lleno de desprecio y de odio, y tan carente de compasión
hacia los otros pueblos?
b) Por lo que se refiere a los mandamientos séptimo y octavo tiene interés hacer
referencia a José, hijo de Jacob,
quizá el mayor usurero de todos los tiempos, que redujo a esclavitud a toda la
población de Egipto y de Canaán –menos al faraón y a los sacerdotes egipcios-,
tal como puede leerse en Génesis:
“José acabó acumulando todo el dinero que
había en Egipto y Canaán a cambio del trigo que le compraban, y lo iba
depositando en la casa del faraón. Agotado el dinero en Egipto y Canaán, todos
los egipcios acudieron a José, diciéndole:
-Danos pan; ¿vas a permitir que muramos,
porque se nos ha terminado el dinero?
José les dijo:
-Si se os ha acabado ya el dinero, dadme
vuestros ganados y a cambio os daré trigo.
Trajeron a José sus ganados, y José les dio
alimentos a cambio de caballos, ovejas […] Pasado aquel año, vinieron a
decirle:
-A nuestro señor no se le oculta que se nos
ha acabado el dinero; también el ganado es ya de nuestro señor; sólo nos queda
por darle nuestro cuerpo y nuestras tierras […] Cóm-pranos a nosotros y a nuestras
tierras a cambio de pan. Seremos esclavos del faraón nosotros y nuestras
tierras, pero danos simiente para que podamos vivir y no muramos […].
Así
adquirió José para el faraón todas las tierras de Egip-to […] y así el país
pasó a ser propiedad del faraón. De este modo el faraón redujo a servidumbre [=
esclavitud] a todo el pueblo del uno al otro confín de Egipto [con la excepción
de los sacerdotes]”[78].
Lo más asombroso de esta historia es ver con cuánta natu-ralidad
y vanidad se cuenta, como si pudiera encontrarse alguna virtud digna de elogio
en la actitud de quien redujo a esclavitud al pueblo egipcio y al cananeo,
pues, en este sentido se dice en la Biblia:
- “[La sabiduría]
tampoco desamparó al justo José cuando
fue vendido; sino que lo libró de caer en pecado […] y le otorgó una gloria
eterna”[79],
- “…Ni nació hombre semejante a José, jefe de sus hermanos, apoyo de
su pueblo, cuyos huesos fueron venerados”[80].
Desde luego y con ese modelo, los dirigentes de la secta
católica han podido encontrar un apoyo muy ilustre para sus actividades
usureras, tan rentables a lo largo de los siglos y tan unidas al robo
artificioso y disimulado, presentándolo como “ayuda” que han ido recibiendo de
los diversos gobiernos que ellos apoyaban –de acuerdo con las astutas
instrucciones de Pablo de Tarso, al margen de que él no viviera para contarlo-,
“ayuda” que provenía de los impuestos injustamente sustraídos al pueblo como
pago al apoyo que los gobernantes recibían de los dirigentes de la secta
cristiana, siendo su cómplice y predicando al pueblo la obediencia y la
sumisión.
Toda la inmensa riqueza amasada
por los dirigentes de la secta católica le ha dado un enorme poder económico
que no ha utilizado para ayudar a suprimir la miseria del mundo sino para
reinvertirla en nuevos negocios y para gastarla en suntuosos palacios para
disfrute del alto clero, despreciando a los pobres y sirviéndose de ellos como
coartada para aparentar hipócritamente que una parte importante de su misión
consiste en hacer lo que puedan para ayudarles a salir de la miseria, lo cual
se encuentra a millones de años luz de la realidad. ¡Qué lejos está esa actitud
de la secta católica del pensamiento que en ese terreno se atribuye a Jesús y
de la forma de vida de los primeros cristianos, que, según se narra en Hechos de los apóstoles[81],
tenían todos sus bienes en común!
¡Cómo tienen el descaro los
dirigentes de la secta católica de presentarse como los grandes benefactores de
la humanidad, como los defensores de lo pobres! ¡Cómo puede haber gente tan
ingenua que siga creyendo en esta secta tan hipócrita, a pesar del orgullo con
que ostenta sus riquezas y a pesar de que sólo se relaciona con gente
igualmente poderosa por sus “robos legales”, por su especulación, por sus
crímenes contra los pueblos que dirigen –o digieren- o por su explotación de
los trabajadores!
¿Qué lección moral puede
extraerse de esa actitud sino la que se relaciona con el culto al dinero y con
el desprecio a quienes viven en medio da la más absoluta miseria? ¿Es ésa la
“moral absoluta” que predican?
c) Por lo que se
refiere al incumplimiento simultáneo de diversos mandamientos, como en especial
el quinto, el séptimo y el noveno –y
último-, tiene especial interés hacer referencia al capítulo bíblico en el que
se narra el rapto de mujeres por parte de la tribu de Benjamín, acción que en
ningún caso es presenta-da como un hecho moralmente reprobable sino como una
hazaña de la que los benjaminitas podían sentirse especialmente orgullosos.
En relación con esta cuestión
en Jueces se cuenta cómo, a fin de
ayudar a la tribu de Benjamín para que tuviera mujeres, la comunidad israelita,
con la excusa de que no habían acudido a Mispá, a la asamblea del Señor, envió
tropas contra Yabés de Galaad y pasaron a cuchillo a todos sus habitantes,
menos a cua-trocientas muchachas vírgenes para dárselas a los benjaminitas. En
este sentido, se dice:
“Entonces la asamblea
[de Israel] envió doce mil hombres de los más valientes, con esta orden:
-Id y pasad a cuchillo a todos los
habitantes de Yabés de Gala-ad, incluidas mujeres y niños. Consagraréis al
exterminio a todos los varones y a todas las mujeres casadas, pero dejaréis
con vida a las vírgenes.
Así
lo hicieron. Entre los habitantes de Galaad encontraron cuatrocientas vírgenes
que no habían tenido relaciones con ningún hombre y las trajeron al campamento
de Siló, en la tierra de Canaán. Luego, la asamblea envió mensajeros a los
benjaminitas […] para ofrecerles la paz. Los benjaminitas volvieron, y ellos
les dieron las mujeres supervivientes de Yabés de Galaad, pero no había
bastantes para todos”[82].
A continuación los mismos benjaminitas, aconsejados por el
resto de Israel, raptaron más mujeres en Siló para quienes no tenían todavía,
pues la tribu estaba a punto de extinguirse:
“Los ancianos de la comunidad se
preguntaban:
-Las mujeres de la tribu de Benjamín han
sido exterminadas. ¿Qué haremos para procurar mujeres a los que aún no las
tienen? […]
Entonces decidieron esto:
-Está cerca la fiesta del Señor que se
celebra todos los años en Siló […].
Y dieron este recado a los de Benjamín:
-Id y escondeos entre las viñas. Os quedáis
observando, y cuando veáis que las jóvenes de Siló salen a bailar, salís de las
viñas, os lleváis cada uno una muchacha de Siló y os volvéis a vuestra tierra
[…].
Los de Benjamín lo hicieron así y tomaron
de entre las que bailaban aquellas que necesitaban; después volvieron cada uno
a su heredad, reconstruyeron las ciudades y se establecieron en ellas”[83].
Resulta asombroso que el autor de esta obra cuente estos
hechos con la mayor naturalidad, como si se tratase de acciones plenamente justificadas y acordes
con algún tipo de moral: En la primera acción se pasa a cuchillo a toda la población de Yabés de Galaad con la
excepción de cuatrocientas muchachas vírgenes que son robadas para dejarlas a disposición de los benjaminitas. Es
cierto que a esa masacre se le da cierta “justificación” relacionada con otros
motivos de carácter religioso[84],
pero en cualquier caso ¿qué clase de moral hubiera podido justificar la
barbarie representada por aquella bestial masacre y por aquel rapto? ¿Qué
ejemplo de “moral absoluta” podía extraerse de comportamientos como ése, de los
que hay tantos en la Biblia?
Además, al margen de lo
anteriormente expuesto, hay que tener en cuenta que aquí no se ha hecho, ni
mucho menos, una exposición detallada de los diversos ejemplos bíblicos en los
que se incumplen alegremente los mandamientos de Moisés. Y, si a todos esos
ejemplos se añaden los innumerables crímenes de la secta católica a lo largo de
su dilatada historia –guerras de las cruzadas, imposición por la fuerza de la
fe cristiana, muertes y martirios provocados por la “Santa Inquisición”,
exterminio a partir de la llegada de Colón de gran parte de la población
autóctona americana por no haberse convertido al cristianismo, complicidad con
multitud de gobiernos tiránicos y opresores de sus respectivos pueblos...
Habría material para llenar toda una gran biblioteca. Y así, desde la
perspectiva de la conducta del “pueblo de Yahvé” y desde la de la secta
católica puede verse que esta organización ni siquiera ha sido capaz de
inspirar un modelo de moral que pueda alentar a vivir una vida inspirada en la
justicia, en la libertad, en la solidaridad ni en ningún valor que no sea el de
la opresión, la avaricia, la crueldad, los asesinatos, la soberbia, la
hipocresía y el robo compulsivo, con la excepción de muy escasas personas que
llegaron a practicar aquellos otros valores, pero que olvidaron que su sitio no
debía encontrarse junto a la secta católica, que practicaba toda esa serie de
crímenes y cualquier otra actividad al margen de toda moral, sino junto a
todos aquellos que luchan por lograr una sociedad más auténticamente
solidaria.
2.4.3.
Aspectos bíblicos de una moral altruista, aunque restringida al pueblo de
Israel
No obstante y a pesar de los pésimos ejemplos anteriores
para fundamentar una “moral absoluta” –que en realidad no tiene ningún
sentido-, hay en la Biblia una serie
de planteamientos que son realmente interesantes, en cuanto defienden normas
que resultan positivas para lograr una mejor convivencia, al margen de que en
diversas ocasiones tales normas se defienden aplicadas exclusivamente a los
miembros del pueblo de Israel y no a cualquier hombre, sea del pueblo que sea.
Así, como ejemplos de estas normas morales, puede hacerse referencia a las
siguientes:
a) La norma que a continuación se expone, aunque no sea un
modelo insuperable, representa un auténtico progreso en la moral israelita en
cuanto implica un rechazo del despotismo de Yahvé al aplicar castigos no sólo
al culpable de una falta sino también a su familia hasta la tercera y la cuarta generación, pues la norma que aparece
en 2 Crónicas se encuentra en
contradicción con la serie de ocasiones en que Yahvé castiga a los hijos,
nietos, bisnietos y tataranietos de quien ha obrado en contra de sus mandatos,
y en contradicción con la futura idea del “pecado original”, idea insensata que
no aparece en el Antiguo Testamento,
a pesar de la absurda importancia que se le dio posteriormente.
En efecto, se dice en 2 Crónicas:
“Pero [Amasías] no mató
a los hijos de los asesinos, conforme a lo prescrito por el Señor en el libro
de la ley de Moisés: “No morirán los padres por culpa de los hijos, ni los
hijos por culpa de los padres. Cada uno morirá por su propio pecado”[85].
b) En la norma que se expone a continuación todavía no se
llega a pedir al “amor a los enemigos”, pero ya hay cierto progreso con
respecto a momentos anteriores:
“Si ves el asno del que
te odia caído bajo el peso de su carga, no te desentiendas de él, ayúdale a
levantarlo”[86].
No obstante, en Proverbios
aparece una referencia a la ayuda a los propios enemigos, pero no por amor
a ellos, sino, por el contrario, por un refinado sentimiento de desprecio que
aparece en la justificación de tal actitud. Se dice, efectivamente en este
libro:
“si
tu enemigo tiene hambre, dale de comer,
si tiene sed, dale de beber;
así lo harás enrojecer de vergüenza
y el Señor te recompensará”[87].
Asombrosamente, el autor de esta reflexión “moral” llega a
decir como justificación última de tal actitud “el Señor te recom-pensará”,
como si lo moralmente esencial fueran las propias acciones consideradas en sí mismas y no la intención con que se realizasen.
c) En Levítico se
adopta un punto de vista muy avanzado respecto a las relaciones laborales entre
el “propietario” y el “trabajador”, criticando la explotación y el abuso:
“No oprimas ni explotes
a tu prójimo; no retengas el sueldo del jornalero hasta la mañana siguiente”[88].
Este es el “pecado” en el que han incurrido y siguen incu-rriendo
las clases poderosas de todos los tiempos mientras los dirigentes de la secta
católica han actuado con la misma ambición que los capitalistas más refinados,
tanto cuando han explotado abiertamente a sus propios trabajadores como
también cuando no sólo han callado y no han denunciado las injusticias del
capitalismo o las de los señores feudales, o como cuando además han colaborado
con los explotadores exhortando al trabajador a resignarse y a someterse a la
autoridad de sus explotadores, que siguen tratando al trabajador como a un
esclavo, actitud que también defendían las leyes de los israelitas y que
siguió defendiendo Pablo de Tarso.
No obstante, el progreso
mencionado es ciertamente limitado porque, aunque habla de los jornaleros, no
habla de la esclavitud, que es la peor institución en cuanto convierte al ser
humano en simple objeto a quien utilizar y explotar según le venga en gana.
d) Igualmente en Levítico
se defiende al menos el respeto a las reglas del juego por lo que se
refiere a la actitud que debía adoptarse en los juicios respecto a la veracidad
en las acusaciones o en la defensa:
“No
procederás injustamente en los juicios”[89].
Es una norma lógica, de sentido común, para que la sociedad
pueda confiar al menos en el funcionamiento de unas leyes que rijan la
convivencia. Lo malo es que las leyes las hacen quienes detentan el poder, lo
cual les permite hacerlas a su medida, leyes injustas que les benefician, con
lo que, por muy adecuadas que sean para la correcta realización de los juicios,
el resultado siempre será injusto, pues los mismos jueces, por muy
acertadamente que apliquen las leyes, se convierten en cómplices de un sistema
injusto, perjudicando siempre a los débiles, como sigue sucediendo en la
actualidad.
e) Se defiende igualmente el amor al prójimo, tal como pos-teriormente
hará Jesús convirtiendo tal mandamiento, junto con el del amor al dios de
Israel, en el resumen de su moral. Una consecuencia de tal precepto es el
rechazo de la venganza.
Sin embargo y al igual que en
otros casos, estos preceptos no tienen un ámbito de aplicación dirigido al
conjunto de la humanidad, sino sólo al pueblo de Israel. En Jesús “parece” que
comienza a darse un cambio hacia una aplicación universal de este principio,
pero sigue todavía bajo la influencia de la tradición de Israel y, por ello,
del mismo modo que –según Mateo,
15:21-28- Jesús dialoga con la mujer
cananea, que le pide ayuda para su hijo y le dice a ésta que “su padre” le ha
enviado para ayudar sólo a su propio
pueblo, finalmente cede a la petición de esta mujer como consecuencia de la
gran fe que ella siente en él, pero lo hace de un modo excepcional y no porque
considere que debe preocuparse por solucionar los problemas de quienes no
pertenecen a su pueblo.
El mismo apóstol Pedro tuvo sus
discusiones con Pablo de Tarso, defendiendo Pedro el carácter local de la
misión de la nueva religión, circunscrita al pueblo de Israel, mientras que
Pablo de Tarso fue quien tuvo la audacia de extender el mensaje de Jesús a toda
la humanidad y, con él, el de este principio moral; aunque conviene no olvidar
que Pablo de Tarso siguió defendiendo la esclavitud, el sometimiento de la
mujer al varón, el derecho de los ricos a disfrutar de su riqueza y la
obligación de obedecer a las autoridades políticas en todo momento, en cuanto
toda autoridad provenía de un único dios, el dios cristiano.
El principio de Levítico defiende descaradamente este
carácter restrictivo de esa norma que, aplicada de forma universal, habría
sig-nificado un progreso extraordinario para las relaciones humanas. Dicha
norma dice:
“No tomarás venganza ni
guardarás rencor a los hijos de tu pueblo.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo”[90].
En los evangelios Jesús defiende este mismo principio y los
dirigentes de la secta católica han interpretado que su punto de vista era
nuevo, pero, aunque Jesús comienza a abrirse hacia personas ajenas a su propio
pueblo, como la mujer cananea o como un centurión romano, hay que tener
presente, tal como el propio Jesús explica a la mujer cananea, que él considera
que su misión se relaciona de manera exclusiva con el pueblo de Israel, al
margen de que haga algunas excepciones.
Además, este posible adelanto
de la moral de Jesús se presenta como una norma especialmente contradictoria
con las constantes actuaciones de Yahvé respecto a su pueblo y respecto a todos
los demás pueblos, pues, como se ha podido ver, su cólera, sus ansias de
venganza y sus matanzas, tanto contra su pueblo como contra los demás, son
especialmente memorables.
f) También en Tobías
aparecen pasajes que implican un avance moral, que debió de inspirar los
planteamientos de Jesús, como, por ejemplo, el siguiente:
“Da tu pan al hambriento y tu ropa al
desnudo”[91],
o
también:
“no hagas a nadie lo que a ti te desagrada”[92].
No
obstante, también estos pasajes hay que entenderlos en el contexto restringido
de la sociedad de Israel, pues unos
momentos antes se había defendido de manera absurda un punto de vista todavía
más exclusivista, pues ni siquiera se refería a los miembros del pueblo de Israel en
cuanto tal sino a los miembros de cada
tribu en particular al escribir:
“Cásate con una mujer de
la estirpe de tus padres. No te cases con una mujer extranjera, o que no sea de
la tribu de tu padre”[93].
g) Así mismo en Eclesiástico
aparecen ejemplos de plantea-mientos morales que se adelantan hasta cierto
punto a los de Jesús, como el siguiente:
“Perdona a tu prójimo la
ofensa, y cuando reces serán per-donados tus pecados”[94].
Sin
embargo y a pesar del adelanto moral que suponen las palabras anteriores, no
hay que olvidar lo dicho anteriormente: Ese perdón se extiende como máximo a
los miembros del propio pueblo de Israel y no a quienes pertenecen a otros
pueblos. Por otra parte, el autor de Eclesiástico
defiende una actitud extremada y absurdamente misógina cuando juzga a priori acerca de la maldad de la
mujer, como si ya el hecho de ser mujer implicase en sí mismo un defecto moral
especialmente grave, y sin tomar conciencia que en cualquier caso la maldad
moral –si existiera- no podría relacionarse con la posesión de una determinada naturaleza –como el hecho de ser
varón o el de ser mujer- sino, si acaso, con aquella forma de comportamiento
por la que cada uno dirija libremente su conducta hacia el bien o hacia el mal,
punto de vista que, por otra parte, ya fue criticado desde el intelectualismo socrático, según el
cual nadie hace el mal voluntariamente, siendo consciente de hacerlo. Sin
embargo el autor de Eclesiástico escribe:
“Toda maldad es poca
junto a la de la mujer; ¡caiga sobre ella la suerte del pecador!”[95]
Todavía tendrán que pasar bastantes años hasta que el Jesús
evangélico llegue a defender –al menos en apariencia, aunque de forma
contradictoria- una moral de la fraternidad, cuando pro-clame:
“Amad a vuestros
enemigos y orad por los que os per-siguen”[96],
y digo
“en apariencia” porque esa exhortación podría estar dirigida exclusivamente a
los enemigos internos del propio
Israel, pero no a aquellos otros enemigos a quienes Yahvé fulmina directa o
indirectamente por ser enemigos de su pueblo. Por ello, las palabras atribuídas
a Jesús no aclaran realmente cuál pudo ser el alcance de su pensamiento.
Pero además y en el mejor de
los casos tales palabras serían contradictorias
en cuanto la constante amenaza del fuego
eterno está igualmente unida a su mensaje: ¿Cómo se puede predicar el amor
a los enemigos al tiempo que se amenaza con el fuego eterno a esos enemigos a
quienes hay que amar? Por ello, desde la perspectiva auténtica de Jesús el amor
a los enemigos sería pura apariencia, pues su doctrina dominante en este punto
viene representada por la amenaza de la venganza absoluta del Infierno y no
por “el amor a los enemigos”.
Es verdad, por otra parte, que
la defensa simultánea de planteamientos tan contradictorios por parte de Jesús,
lleva a dudar acerca de la coherencia de quien escribió estos pasajes. Es
posible que el enorme interés de los primeros dirigentes del cristianismo por
hacer proselitismo entre los mismos israelitas y entre los “gentiles” les
condujese a mezclar esas dos doctrinas tan contradictorias, la que se
relacionaba con el amor al prójimo y la que amenazaba con el fuego eterno,
mezcla que tan buen resultado les dio. Por otra parte, el hecho de que en los
mismos evangelios en diversas ocasiones aparezcan en boca de Jesús frases de
condena relacionadas con el fuego eterno junto a esas otras tan llenas de
mansedumbre y amor es una muestra de la incoherencia de esos escritos y un
motivo para sospechar de su autenticidad como fiel reflejo de la personalidad y
del pensamiento de Jesús, pues más bien parecen un montaje ideado por los
creadores del cristianismo para dar mayor fuerza de convicción a “su mensaje”,
un mensaje que no sabemos cómo pudo ser en realidad a falta de documentos
fidedignos desde un punto de vista rigurosamente histórico.
h) Respecto a lo que pudiera considerarse como un auténtico
progreso en la norma de amar a los enemigos, también en Levítico se dice:
“Si un emigrante se
instala en vuestra tierra lo amarás como a ti mismo, pues también vosotros fuisteis
emigrantes en Egipto”[97].
Esta norma representa un progreso moral en el sentido de
alentar la idea de no ver al emigrante como a un enemigo sino como a un hombre
con igual dignidad y valor que el habitante israelí del propio pueblo. Sin
embargo, tal norma no se la valora por sí misma sino que tiene su justificación
en el hecho de que también el pueblo de
Israel fue emigrante en Egipto, lo cual determina que esta norma tenga el
valor de un imperativo hipotético que exhorta a la compasión teniendo en cuenta
la empatía que provoca el recuerdo del propio sufrimiento; pero además, de
nuevo hay que tener en cuenta que los principios morales defendidos en
aquellos tiempos por el pueblo de Israel no tienen un carácter universal sino
que van dirigidos exclusivamente a los miembros del propio pueblo, de manera
que, cuando se habla del “emigrante”, en general parece tratarse de un
emigrante del propio pueblo de Israel, aunque no se pueda descartar de foma
categórica que esta norma fuera aplicable igualmente a los emigrantes
procedentes de naciones no israelitas.
En cualquier caso, un auténtico
progreso moral respecto a la relación con el prójimo o con el emigrante habría
implicado entre otras cosas un trato de igualdad y, en consecuencia, un rechazo
a la esclavitud. Pero, en cuanto este cambio no se produjo en la sociedad de
Israel, cualquier relación con el prójimo, israelita o emigrante, por buena que
fuera, siguió teniendo limitaciones muy graves, ya que seguía siendo una
relación asimétrica entre dominante y dominado, entre amo y esclavo, en lugar
de ser la de una colaboración fraternal entre iguales.
En
definitiva, cuando los dirigentes católicos hablan de una “moral absoluta” o
bien no saben de qué hablan o sólo pretenden conseguir que la gente se someta
al cumplimiento incondicional de sus órdenes y consignas, proclamando,
al igual que los antiguos sacerdotes de Israel, que tales normas provienen de
“Dios”, es decir, de su dios, de quien derivaría, según ellos, su carácter de
“moral absoluta”, deslegitimando las leyes políticas que no se amoldasen a
dichas normas cuando sus gobernantes no les com-pensaran económicamente y con
otros privilegios por mantener la boca cerrada. Y por ello, cuando hablan de
una “moral relativista”, se refieren a toda moral que no siga las doctrinas
que ellos pretenden imponer, no porque tales doctrinas les importen por ellas
mismas sino porque desde tiempo inmemorial los miembros de la “clase
sacerdotal”, al igual que las de los antiguos hechiceros, han tratado de
ocupar el poder político o al menos convivir en simbiosis con quienes lo
detentan, presentándose como “enviados del Altísimo” para conducir a la
sociedad “por la senda del bien”, sospechosamente coincidente con la de su
propio enriquecimiento, como si realmente estuvieran en constante comunicación
con su dios y, en consecuencia, tuvieran una “sabiduría moral” superior a la
del resto de los mortales, aunque lo cierto es que en la práctica siguen
buscando el poder y el dinero por encima de todo como consecuencia de su
patológica ambición, mientras sus palabras y discursos “morales” les sirven
para seguir engañando a la gente sencilla, que necesita creer lo que sea y a
quien sea para no sentirse perdida en un mundo sin dioses que les protejan y
den pleno sentido a su vida.
Como ya se ha dicho, los verdaderos intereses de los dirigentes
de la secta católica no son otros que el dinero y el poder. Y las actividades
con que disfrazan como pueden estos intereses no tienen mucho que ver con
ningún mensaje de salvación ni con una misión especial de dirigir a sus fieles
corderos por la senda del bien sino que, a excepción de cuando tienen que
largar sus teatrales y rutinarios sermones acerca del bien y del mal, del Cielo
o del Infierno y patrañas similares, se relacionan con asuntos tan triviales
como su participación en las fiestas del pueblo, en las procesiones
tradicionales, en los entierros, en las comuniones, bodas y bautizos, en las
diversas ceremonias que han ido inventando a lo largo de los siglos para
embrutecer a su fiel rebaño, en las constantes peticiones de limosnas y de herencias,
y de privilegios a las autoridades políticas, pero desentendiéndose de
problemas tan auténticos como el de la explotación a los trabajadores, el de
la miseria existente en el tercer mundo
–y también en éste- y el de las muertes que se producen en él como consecuencia
de la rapiña del primero, dentro del cual se encuentran, sin duda, muy bien
instalados. Su despreocupación por la solidaridad va en aumento en cuanto
comprenden lo difícil que resulta predicar cuando el ejemplo de lo que hacen
es precisamente el de lo contrario de lo que en alguna ocasión tienen la
desvergüenza de predicar, pues no se dignan desprenderse siquiera de una
pequeña parte de sus incalculables riquezas a fin de luchar de verdad por una
sociedad más justa y solidaria.
Así que,
en resumidas cuentas, ¿hemos encontrado a lo largo de estas páginas algo de lo
que los dirigentes de la secta católica pretenden decirnos cuando hablan de
una “moral absoluta”? Prescindiendo de aquel “imperativo categórico” kantiano,
ya cri-ticado, ¿sabe alguien siquiera que podría significar eso de una “moral
absoluta”?
Sería algo así como una “obediencia ciega” a sus palabras,
supuestamente inspiradas por su dios, en el que en general ni ellos mismos
creen a no ser como la mentira más larga de la historia a la vez que la más
productiva para sus intereses, tan materiales, como los de todos los mortales.
[1] I. Kant: Fundamentación
de la metafísica de las costumbres; Aguilar, Buenos Aires, 1968, p. 77.
[2] I. Kant: Fundamentación
de la metafísica de las costumbres, p. 100. Aguilar, Buenos Aires, 1968.
[3] Ibidem.
[4] I. Kant: Fundamentación
de la metafísica de las costumbres; Aguilar, Buenos Aires, 1968, p. 77.
[5] B. Spinoza: Ética, III, Propos. IX, Escolio.
[6] Génesis, 28:20.
[7] 1 Samuel, 1:11.
[8] Deuteronomio, 8:1.
[9] Mateo, 17:7.
[10] Romanos, 15:32.
[11] 2 Macabeos, 12: 43-44.
[12] Pablo de Tarso:
Carta a los Gálatas, 1:16.
[13] Lucas: Hechos de los apóstoles, 3:19.
[14] Epicuro: Carta
a Meneceo.
[15] Epicuro: Carta
a Meneceo.
[16] D. Hume: Tratado de la naturaleza
humana, libro II, parte III, sección 3.
[17] D. Hume: Investigación sobre los principios de la moral, sección 1ª.
[18] D. Hume: O. c., cap. 46.
[19] D. Hume: O. C., p. 159.
[20] D. Hume: Tratado de la naturaleza humana, III, sección III, p. 413.
[21] Ibídem.
[22] Ibidem.
[23] Tratado, III, sección III, p. 414.
[24] Tratado,
III, sección III, p. 415.
[25] Tratado, libro
II, parte III, sección III.
[26] Tratado,
libro III, sección I.
[27] Tratado…,
libro III, sección I.
[28] Tratado...,
libro III, sección I.
[29] B. Russell: Ensayos filosóficos, Al. Ed., Madrid, 1968, p. 7.
[30] B. Russell: Por qué no soy cristiano, EDHASA, Barcelona, 1979, p. 63.
[31] B. Russell: O.c., p. 68-69. La cursiva es
mía.
[32] B. Russell: O.c., p. 48.
[33] B. Russell: Sociedad humana: Ética y Política. Ed. Cátedra, Madrid, 1984, p.
99.
[34] Ibídem.
[35] O.c., p. 99-100.
[36] Ibídem.
[37] F. Nietzsche: Más allá del bien y del mal, parág. 108.
[38] F. Nietzsche: Así habló Zaratustra, “De las transformaciones”.
[39] Ibídem.
[40] Éxodo, 21:24; Levítico, 24:20.
[41] 2 Tesalonicenses, 1, 6-9.
[42] Jeremías, 19:9.
[43] 1 Samuel, 15:3.
[44] 2 Crónicas, 36:17.
[45] Isaías, 13:1-18.
[46] Jeremías, 16:1-4. Textos
como éste están en la misma línea que sigue el autor del evangelio atribuido a Mateo cuando se inventa la matanza,
supuestamente ordenada por el rey Herodes, de los niños nacidos en el tiempo
en que nació Jesús o hasta dos años antes: “Entonces Herodes [...] se enfureció
mucho y mandó matar a todos los niños de Belén y de todo su término que
tuvieran menos de dos años” (Mateo,
2:16). Los curas cuentan a los niños este pasaje escandalizados, al menos en
apariencia, por la crueldad asesina de Herodes, de la que no existe ninguna
referencia histórica. Sin embargo, en ningún momento les hablan de las hazañas
que a lo largo de toda la Biblia se
cuentan de Yahvé, su dios.
[47] Ezequiel, 9:5-6:
[48] Jeremías, 13:13-14. La
cursiva es mía.
[49] Levítico, 26:27-33.
[50] Ezequiel, 21:8. La
cursiva es mía.
[51] 2 Crónicas, 28:5-6.
[52] En el siguiente texto
es igualmente el número de muertes el medio del que se valen los sacerdotes de
Israel para aterrorizar a su pueblo:
“El Señor envió la peste
sobre Israel y murieron setenta mil israelitas. Dios envió un ángel para
exterminar a Jerusalén. En pleno exterminio el
Señor se retractó del mal que estaba infligiendo y dijo al ángel que
exterminaba al pueblo:
-Basta; que cese el castigo” (1 Crónicas, 21:14. La cursiva es mía).
El autor del texto tuvo el atrevimiento de añadir que
finalmente Yahvé “se retractó del mal que estaba infligiendo” a su pueblo
ordenando el cese del castigo. Parece que el autor es consciente de la
ignorancia y credulidad de su pueblo, que no se percatará del absurdo de
afirmar que un dios omnipotente, como se supone que lo era su dios, tuviera que
retractarse de nada, en cuanto todo lo que hubiera hecho sería una
manifestación de su absoluta perfección y en cuanto retractarse de una acción
suponía reconocer que previamente había actuado incorrecta o erróneamente.
Pero, como el pueblo no se da cuenta del carácter antropomórfico de ese dios
que sus sacerdotes le presentan, casi tiene motivos incluso para agradecerle
que se haya retractado y no le siga castigando. De ese modo el pueblo tendrá
más razones para dar gracias a su dios, ¡por haber sido tan generoso con ellos
que sólo ha matado a setenta mil!
¡Gracias, Señor! ¡Te alabamos, Señor, por no habernos matado a todos! ¡¿Cómo se
puede adorar y amar a un dios que sólo infunde pavor ante sus atrocidades tan
déspotas, crueles y carentes de sentido?! ¡¿Cómo fue posible que posteriormente
se calificase a ese personaje tan brutal como “Dios del amor”?! ¡Hay que ser
cínico para defender una “moral absoluta” a la vez que se aceptan como ejemplares aquellas formas de conducta,
supuestamente divinas, tan llenas de crueldad!
[53] 2 Samuel, 12, 13-18.
[54] Marcos, 10:14.
[55] 1 Samuel, 6:19.
[56] 1 Crónicas, 13:10.
[57] Proverbios, 16:4.
[58] Eclesiástico, 12:5-6. La
cursiva es mía.
[59] Proverbios, 16:4.
[60] Salmos, 145:20.
[61] Éxodo, 33:19.
[62] Éxodo, 12:1-13.
[63] Éxodo, 14:26-31.
[64] Deuteronomio, 9:3.
[65] Nahum, 1:2. La cursiva es
mía.
[66] Éxodo, 20, 3-5.
[67] Malaquías, 1:2-3. La
cursiva es mía.
[68] 2 Reyes, 24, 3-4. La
cursiva es mía.
[69] Jeremías, 14:11-12. La cursiva es mía.
[70] Josué, 6:20-21.
[71] Josué,
8:24.
[72] Josué,
9:1-27.
[73] Josué,
10:1-5.
[74] Josué,
10:9-14. La cursiva es mía. Recordemos además que este pasaje fue el que estuvo
a punto de provocar la condena y la muerte de Galileo por haber defendido el
heliocentrismo, pues, según este pasaje, era el Sol el que se movía y el que se
detuvo por orden de Josué, por lo que el heliocentrismo era una herejía contra
las sacrosantas palabras de la Biblia.
Por suerte, Galileo tuvo el sentido común suficiente como para abjurar de su
“herejía”, reconociendo su error, y se comprometía a no volver a defender
semejante herejía. A pesar de todo, fue condenado por los dirigentes de la
secta católica a reclusión domiciliaria durante el resto de su vida.
[75] Josué, 10:28-39. La
cursiva es mía
[76] Josué,
10:40. La cursiva es mía.
[77] Josué,
11:10-20. La cursiva es mía.
[78] Génesis,
47:14-22.
[79] Sabiduría,
10:13. La cursiva es mía.
[80] Eclesiástico,
49:15. La cursiva es mía.
[81] “El grupo de los
creyentes pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de
lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas […] No había entre
ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas las vendían,
llevaban el precio de lo vendido, lo ponían a los pies de los apóstoles, y se
repartía a cada uno según su necesidad” (Hech.,
4:32. También en Hech., 5:1-11).
[82] Jueces, 21:10-14.
[83] Jueces, 21:16-23.
[84] Jueces, 21:5-11.
[85] 2 Crónicas,
25:4.
[86] Éxodo,
23:5.
[87] Proverbios, 25:21-22.
[88] Levítico, 19:13.
[89] Levítico,
19:15.
[90] Levítico,
19:18. La cursiva es mía.
[91] Tobías,
4:16.
[92] Tobías, 4:15.
[93] Tobías, 4:12.
[94] Eclesiástico,
28:2.
[95] Eclesiástico, 25:19.
[96] Mateo, 5:44.
[97] Levítico, 19:33-34.