jueves, 30 de octubre de 2008

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES
DE
LA IGLESIA CATÓLICA
(V)

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
5. La contradicción de un Dios considerado a un tiempo como amor infinito y como causa del sufrimiento absurdo del ser humano y de los demás seres vivos.
CRÍTICA: En cuanto el concepto de pecado es absurdo y en cuanto la idea de purificación por medio del sufrimiento es sólo una manifestación de la antigua Ley del Talión –“ojo por ojo y diente por diente”-, reflejo de la valoración primitiva de la venganza irracional como una forma de justicia, tal creencia es sólo una muestra de sadismo y, por ello, una doctrina absurda.
El sufrimiento humano sería contradictorio con el supuesto amor infinito divino y con su omnipotencia y, por ello, en cuanto tal sufrimiento es real, ello demuestra que ese supuesto Dios de amor y de poder infinitos no existe. En efecto, partiendo del supuesto de que el concepto de Dios de la secta católica incluye las cualidades de la omnipotencia y de la bondad infinita, existe un argumento, cuyas premisas concluyen de manera necesaria en la negación de la existencia de dicho ser, un ser que reuniese a la vez en su esencia esas dos cualidades. Se trata del argumento que toma como premisa fundamental la de la existencia del sufrimiento. En los últimos tiempos se lo sigue considerando por parte de diversos pensadores como un argumento concluyente en contra de la existencia de Dios y, en efecto, lo es. Así, por ejemplo, B. Russell lo defendió del siguiente modo:
"El mundo, según se nos dice, fue creado por un dios que es a la vez bueno y omnipotente. Antes de crear el mundo, previó todo el dolor y la miseria que iba a contener; por lo tanto, es responsable de ellos. Es inútil argüir que el dolor del mundo se debe al pecado. En primer lugar eso no es cierto; el pecado no produce el desbordamiento de los ríos ni las erupciones de los volcanes. Pero aunque esto fuera verdad, no serviría de nada. Si yo fuera a engendrar un hijo sabiendo que iba a ser un maniático homicida, sería responsable de sus crímenes. Si Dios sabía de antemano los crímenes que el hombre iba a cometer, era claramente responsable de todas las consecuencias de esos pecados cuando decidió crear al hombre. El argumento cristiano usual es que el sufrimiento del mundo es una purificación del pecado, y, por lo tanto, una cosa buena. Este argumento es, claro está, sólo una racionalización del sadismo; pero en todo caso es un argumento pobre. Yo invitaría a cualquier cristiano a que se acompañase a la sala de niños de un hospital, a que presenciase los sufrimientos que padecen allí, y luego a insistir en la afirmación de que esos niños están tan moralmente abandonados que merecen lo que sufren. Con el fin de afirmar esto, un hombre tiene que destruir en él todo sentimiento de piedad y compasión. Tiene, en resumen, que hacerse tan cruel como el Dios en quien cree. Ningún hombre que cree que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien, puede mantener intactos sus valores éticos, ya que siempre está tratando de hallar excusas para el dolor y la miseria" ( ).
A continuación se expone y comenta con detenimiento este argumento y cada una de sus premisas para evitar que su sencillez sea confundida con superficialidad de manera que se pueda calibrar mejor su alcance. Se presentarán para ello las objeciones y las respuestas que pueden tener cierto interés.
El argumento en cuestión puede plantearse de un modo estrictamente lógico adoptando la forma siguiente:
Primera premisa: Si existe un ser omnipotente, infinitamente bueno y creador de todo, entonces todo lo que existe es bueno.
Segunda premisa: Si existe el sufrimiento, entonces no todo lo que existe es bueno.
Tercera premisa: El sufrimiento existe.
Conclusión: No existe un ser omnipotente, infinitamente bueno y creador de todo.
La conclusión deriva de las premisas de manera absolutamente necesaria de acuerdo con las reglas de la Lógica. Por ello, lo que quedaría por analizar es sólo si todas y cada una de sus premisas son verdaderas, en cuyo cayo la conclusión sería tan verdadera como las premisas de que deriva.
Pasemos a continuación al análisis de las objeciones que podrían ponerse a tales premisas y a las respuestas correspondientes:
A la primera premisa se le podrían presentar las siguientes objeciones:
La primera podría consistir en afirmar que efectivamente Dios lo hizo todo bueno, pero que fue el hombre quien introdujo el mal. Tal introducción del mal, según la Secta Católica, habría venido como consecuencia del "pecado original".
Pero, aunque esta doctrina pudo ser una respuesta para la humanidad de hace 3.000 años ante la contemplación del dolor, de las catástrofes naturales y de la muerte, es absurda por muy diversos motivos, entre los cuales se encuentra la simple consideración de lo injusto que sería que el castigo relacionado con el supuesto "pecado" cometido por Adán y Eva tuviese repercusiones en el resto de la humanidad, siendo una de ellas la serie de sufrimientos que padecen tanto los seres humanos como el resto de seres vivos.
Además hay muchos males que no provienen del hombre (terremotos, enfermedades, sequías, inundaciones, agresividad innata de muchos seres vivos, conformación biológica de aquellos seres vivos que necesitan alimentarse de otros seres vivos a quienes causan sufrimientos, etc.). En este sentido conviene remarcar la serie de males cuyo origen no se encuentra en el hombre sino en las adversidades de la naturaleza, que provoca el sufrimiento de los niños y el de muchos otros seres vivos, ajenos indiscutiblemente a cualquier culpabilidad que les hiciera merecedores de los males que padecen, y cuyo único delito -como diría Calderón- es el de haber nacido.
Como objeción a estas consideraciones se podría caer en la ingenuidad de pretender explicar el mal a partir de la Naturaleza, suponiendo que de esta forma Dios quedaría al margen de las diversas calamidades y sufrimientos que rodean la existencia de los seres vivos. Pero, como en el caso de la réplica anterior, es evidente que, si la naturaleza produce el mal, en tal caso la naturaleza será mala, y, en consecuencia, de la misma manera que se considera responsable de un asesinato a la persona que disparó y no a la bala que hirió a la víctima, igualmente habría que entender la relación entre Dios, la naturaleza y el mal, considerando a Dios como causa del mal, y a la naturaleza como un simple instrumento para su manifestación.
Por otra parte, aunque esta respuesta por sí sola sería ya suficiente para refutar el valor de la anterior objeción, puesto que con sólo la presencia de una mínima porción de mal no causada por el hombre el argumento conserva toda su validez, hay que señalar que si el hombre fuera causa parcial del mal, ello implicaría que el hombre, supuestamente creado por Dios, no sería bueno, ya que el modo de ser de cada cosa se conoce por sus manifestaciones y por sus obras ("operari sequitur esse"), con lo que el problema volvería a plantearse referido en este caso a la naturaleza humana.
Otra objeción que suele presentarse es la de que el mal resulta inevitable, ya que sin él no se podría tener conocimiento del bien ni gozar de él. Ya los estoicos se habían servido de esta explicación. Sin embargo, su valor es claramente nulo, puesto que quienes la presentan parecen olvidar que en la argumentación inicial se hablaba de un ser omnipotente, y la omnipotencia implica la capacidad de hacer todo aquello que no sea contradictorio, pero, evidentemente, no existe contradicción alguna en la idea de un mundo absolutamente bueno en el que la felicidad no vaya acompañada de ningún tipo de sufrimiento ( ). Llegado a este punto y a fin de explicar la presencia del mal sin tener que negar la existencia de Dios, algunos han terminado por concluir que junto a Dios, como ser infinitamente bueno, existiría un ser poderoso causante del mal. Tenemos un ejemplo de los planteamientos que van por esta línea en la antigua religión persa de Zaratustra (s. VII a. C.), en la que Ormuz representaría el Dios benéfico y Ahrimán el Dios maléfico, que al final de los tiempos sería definitivamente derrotado. Sin embargo, en estos casos se olvida que la omnipotencia de Dios podría impedir la existencia de esa fuerza del mal, mientras que su bondad infinita le llevaría efectivamente a impedirla, sin necesidad de una lucha tan larga y difícil.
Por lo que se refiere a la segunda premisa, una de las objeciones que se le hacen consiste en indicar que quizás el sufrimiento podría ser bueno, al menos en un sentido semejante a aquel en que lo es una intervención quirúrgica, la cual, aunque resulte dolorosa, es causa muchas veces del bien de la curación. La réplica a esta objeción comienza por diferenciar el dolor en sí mismo de aquello a lo que puede conducir. Pero es evidente que si se pudiera producir una curación de forma inmediata, sin pasar por una fase de dolor, encontraríamos absurdo pasar por ella; y, si Dios existiera como ser omnipotente e infinitamente bueno, no sólo podría evitar el dolor de la intervención quirúrgica, sino también el de la enfermedad que hizo necesaria dicha intervención.
Por otra parte, ante la imposibilidad de negar la existencia del sufrimiento y su incompatibilidad con Dios, en cuanto el sufrimiento sería un mal, algunos han llegado a considerar que el sufrimiento podría ser bueno, pero este absurdo se elimina fácilmente a partir de la consideración de que si el sufrimiento fuera bueno, no tendría ningún sentido el mandamiento de no matar, ni tampoco el interés por remediar el hambre y el sufrimiento de la humanidad, ni el interés por eliminar las guerras y las torturas más refinadas e incluso habría que suprimir la práctica de la medicina.
Una nueva objeción que suele utilizarse a veces es la de que el hombre no esta capacitado para comprender en qué consiste la bondad de Dios, y que el propio sufrimiento podría ser bueno en algún sentido oculto para nosotros, pero compatible con esa forma especial de la bondad divina. La réplica a esta objeción consiste en señalar que referirse a la bondad de Dios como a algo ajeno a las posibilidades humanas de comprensión es utilizar palabras vacías e inútiles. Pues, si decimos que Dios es "bueno" y, a continuación, "aclaramos" (?) que "bueno" no significa lo que todo el mundo piensa que significa, y no explicamos qué es lo que pretendemos decir con esa palabra, en ese caso estaremos perdiendo el tiempo y haciéndolo perder a quienes nos escuchan. Recordemos, en este sentido, que el lenguaje es un producto humano y que el significado de las palabras no es algo que haya que esperar descubrirlo como si de un misterio se tratara, sino que somos los hombres quienes se lo hemos asignado a lo largo de nuestra evolución histórica y cultural.
Por lo que se refiere a la tercera premisa, es totalmente superfluo discutirla, pues todos tenemos a diario nuestras propias experiencias a este respecto. Reparemos además en que, si sabemos de qué estamos hablando cuando nos referimos al sufrimiento, es sólo por el hecho de haberlo experimentado; de lo contrario, nos pasaría como al ciego de nacimiento, que por no haber experimentado nunca el color es incapaz de hacerse una idea adecuada de él.
La conclusión que deriva de estas tres premisas es, como ya sabemos, que no puede existir un ser que reúna al mismo tiempo las cualidades de la omnipotencia y de la infinita bondad, o, lo que es lo mismo, que o bien Dios quiso pero no pudo hacer un mundo sin sufrimiento y, en tal caso, no sería omnipotente, o bien pudo pero no quiso y, en tal caso, no sería infinitamente bueno. Si, por otra parte, llegamos a considerar que el concepto de Dios sólo puede aplicarse a una realidad absolutamente perfecta, y consideramos además que el poder y la bondad deberían ser constituyentes de dicha perfección, en tal caso la conclusión evidente de todas estas consideraciones es la de que Dios no existe, conclusión a la que se llega igualmente por muchas otras consideraciones que seguiremos viendo.

miércoles, 29 de octubre de 2008

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES
DE
LA IGLESIA CATÓLICA
(IV)
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
4. La contradicción según la cual, de acuerdo con su omnipotencia y su presciencia, Dios habría programado y, por ello, conocería de antemano todo lo que tiene que suceder a lo largo del tiempo, incluidas las decisiones y las acciones del hombre, junto a la tesis según la cual el hombre sería libre y responsable de sus actos, es decir, de aquellos actos que el propio Dios habría programado.
CRÍTICA: Esta doctrina es consecuencia del concepto antropomórfico de un Dios como realidad suprema omnipotente a la que todo está sometido, pero es evidentemente contradictoria con la supuesta libertad humana.
Con la aparición del Cristianismo -y también en la tradición judía anterior- se tiende en general a afirmar la libertad del hombre como capacidad para acercarse o alejarse de Dios, según la actitud que se adopte frente a sus leyes. Sin embargo, hubo y sigue habiendo en el cristianismo dificultades imposibles de superar a la hora de para armonizar la doctrina de la libertad con otras de carácter teológico.
En efecto, una problemática especialmente importante fue la de la compatibilidad entre la omnipotencia divina, según la cual todo lo que sucede en el universo es resultado exclusivo de la voluntad divina, y la libertad humana, según la cual hay acciones que dependen exclusivamente de la voluntad del hombre, la cual podrá oponerse y representar un límite frente a la omnipotencia divina. En consecuencia, esta alternativa conduce al concepto contradictorio de un ser omnipotente que no posee la omnipotencia si se acepta la libertad del hombre, o al concepto igualmente contradictorio de un ser libre que no posee libertad, si se acepta la existencia de un ser efectivamente omnipotente.
En relación con esta cuestión hubo diversas polémicas, como la de Erasmo de Rotterdam (1467-1536) frente a Martín Lutero (1483-1546), defendiendo el primero la libertad del hombre en su obra De libero arbitrio y negándola el segundo en su correspondiente escrito De servo arbitrio; o también la del dominico Domingo Báñez (1528-1604) frente al jesuita Luis de Molina (1536-1600), en la que pretendiendo ambos defender desde la ortodoxia católica la omnipotencia de Dios y la libertad del hombre, no llegaron a una solución del problema, por lo que el papa prohibió que siguieran las discusiones, declarando que se trataba de un misterio.
Por su parte, ya en el siglo XIII Tomás de Aquino (1225-1274) se había enfrentado a este problema y en sus escritos reflejó, como era lógico, planteamientos contradictorios, pues, a fin de justificar la responsabilidad moral del hombre, defendió en muchas ocasiones la libertad, pero también en otras ésta quedó negada al considerar que las decisiones humanas eran causadas por Dios.
Así, por lo que se refiere a su defensa de la libertad, Tomás de Aquino está de acuerdo con la tradición socrática de que todo lo que deseamos lo apetecemos por considerarlo bueno, es decir, que nadie desea el mal por el mal. En este sentido afirma que “la voluntad no puede dirigirse hacia ningún objetivo a no ser por la consideración del bien” (“Voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni...” ( )) y que el hombre estaría determinado por un bien absoluto como lo sería Dios (“...ninguna otra cosa puede ser causa de la voluntad, sólo Dios mismo, que es el bien universal” ( )) o la felicidad (“..sólo el bien que es perfecto y no le falta nada es el bien que la voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza” ( )).
Sin embargo, para escapar del determinismo que derivaría de la atracción del bien, considera igualmente que el hombre es libre en cuanto depende de su voluntad la elección de cualquiera de los bienes que se presentan ante él (“...sed quia bonum multiplex est, propter hoc non ex necessitate determinatur ad unum” ( )). En este mismo sentido, afirma Tomás de Aquino que
“El hombre no elige con necesidad, precisamente porque lo que es posible que no exista no es necesario que exista. Pero la razón de que es posible elegir y no elegir puede apreciarse por la doble potestad del hombre, porque el hombre puede querer y no querer, obrar y no obrar, y puede también querer esto o lo otro, hacer esto o lo otro. Y la razón de esto está en la virtud misma de la razón, pues la voluntad puede tender hacia cuanto la razón puede aprehender como bueno. Ahora bien, la razón puede aprehender como bien no sólo el querer y el obrar, sino también el no querer y el no obrar. Y además, en todos los bienes particulares puede considerar la razón de algún bien o el defecto de algún bien, que tiene razón de mal. Según esto, puede aprehender cualquiera de estos bienes como elegible o como rechazable. En cambio, al bien perfecto, que es la bienaventuranza, la razón no puede aprehenderlo bajo razón de mal o de algún defecto; y por eso el hombre quiere la bienaventuranza necesariamente y no puede querer no ser feliz” ( ).

Sin embargo y en contra de este punto de vista, hay que decir que Tomás de Aquino no tiene en cuenta que, aunque se puede querer y no querer en razón del bien o de la ausencia de bien, en cuanto los bienes se nos muestran como diversamente valiosos, la voluntad se inclina necesariamente por aquel bien que se le presenta como el mejor (aunque sólo lo sea desde un punto de vista subjetivo).
Quizá un ejemplo pueda servir para aclarar los problemas que encierra la doctrina tomista: Si deseáramos conseguir la mayor cantidad posible de dinero y algún millonario generoso (?) nos ofreciese la posibilidad de elegir entre dos cheques auténticos, uno de 1.000.000 € y otro de 1€, aunque cualquiera de estas posibles elecciones se relacionaría con un bien, nuestra elección se inclinaría por el primero -aunque también tendría un carácter limitado-. Sin embargo, si tales cheques estuvieran metidos en el interior de un sobre, de forma que no pudiéramos tener la seguridad de cuál de ellos contenía la cantidad mayor, podríamos equivocarnos y elegir el de 1€, lo cual no demostraría que nuestra auténtica preferencia fuera ésa, sino que no habíamos dispuesto de medios adecuados para reconocer cuál era el sobre que contenía el cheque preferido.
Tomás de Aquino reconoce que todo lo que es objeto de elección lo es en cuanto la razón lo presenta como bueno, y ése es el motivo por el cual afirma que el hombre quiere la bienaventuranza necesariamente, en cuanto la razón no puede aprehenderla como mal. En consecuencia, el determinismo representado por el bien absoluto seguiría existiendo, en cuanto la capacidad para elegir o no elegir sólo sería la manifestación de la incapacidad del hombre para valorar con total objetividad el grado de bondad o maldad existente en sus diversas posibilidades de elección, de manera que, si su razón fuera capaz de una clarividencia plena acerca de dicha bondad o maldad, elegiría necesariamente aquello que aprehendiera como bueno y, en consecuencia, estaría determinada por ese bien objetivo.
Por otra parte, si la elección se realizase sin motivo, sería azarosa, y no tendría sentido llamarla libre. Tomás de Aquino, comprendiendo esta dificultad, trata de justificar la elección de cada momento a partir del modo de ser de la propia naturaleza (“Qualis unusquisque est, talis finis videtur ei” ( )), pero, aunque de este modo pretende superar el determinismo derivado de la atracción del bien, sin embargo sólo consigue dar una visión más completa de él, en cuanto hace derivar de esa naturaleza la elección de la voluntad.
Finalmente, para librarse del determinismo que deriva de la propia naturaleza, santo Tomás afirma que, aunque la elección esté determinada por la naturaleza de cada uno, sin embargo esa naturaleza ha sido también objeto de elección. Pero esta “solución” presenta nuevas dificultades, pues, en primer lugar, nadie elige su propia naturaleza -pues toda elección se produce a partir de la posesión de una naturaleza inicial-, y, en segundo lugar, aceptando que dicha elección fuera posible, nuevamente surgiría el dilema de que o bien habríamos elegido la propia naturaleza por un motivo -y en ese caso sería ese motivo el que habría determinado la elección de dicha naturaleza- o bien la habríamos elegido sin motivo alguno -y en tal caso volveríamos nuevamente a una interpretación basada en el azar-.
De este modo, la libertad sería una palabra vacía de contenido, ya que o bien sería equivalente a determinismo, o bien sería equivalente a azar.
Por otra parte, cuando Tomás de Aquino trata del tema de la omnipotencia divina, en lugar de intentar salvar la responsabilidad humana, defiende un planteamiento absolutamente determinista.
a) Así, por ejemplo, en los capítulos 89 y 90 del libro III de la Suma contra los gentiles, Tomás de Aquino, criticando a Orígenes (185-254), defiende la tesis de que Dios no sólo es la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino también la causa de las elecciones concretas de la voluntad:
“Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello. Así lo expone Orígenes [...].
De esto parece haber nacido la opinión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los sucesos exteriores. Pues quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo, enriquecerse o edificar, no siempre lo podrá alcanzar [...].
Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se dice en Isaías: Todo cuanto hemos hecho lo has hecho tú, Señor. Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación”.
Así pues, la perspectiva de teólogos como Orígenes acerca del acto voluntario salvaría la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina. Su punto de vista se podría reflejar de acuerdo con el siguiente esquema:
Potencia de querer  Elección de la voluntad  Acto físico
(Voluntad)  
 HOMBRE 
 -LIBERTAD- 
 
 
 DIOS _ _ 
-DETERMINISMO-
Sin embargo, desde la perspectiva de Tomás de Aquino se salvaría la omnipotencia divina pero no la libertad humana. El esquema correspondiente a este punto de vista sería el siguiente:
Potencia de querer  Elección  Acto físico
______________________

DIOS
-DETERMINISMO-

Insistiendo en este mismo punto de vista, añade Tomás de Aquino un poco más adelante: “Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”. Y en el capítulo siguiente concluye así: “Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia”.
b) El tema de la libertad se enfocó también en el cristianismo desde la problemática de la “salvación” y la de la “predestinación”, y en estas cuestiones, frente a otras opiniones “heterodoxas” como la de Pelagio (360-425), que había defendido la tesis de que el hombre se salva por sus méritos y se condena por sus culpas, venció la tesis de que toda salvación viene de Dios y no de los méritos procedentes del buen uso de la libertad por parte del hombre; y, complementariamente, la idea de que Dios ha predestinado a los hombres desde la eternidad para su salvación o reprobación. Mediante esta tesis quedaba a salvo la omnipotencia divina, aunque el protagonismo del hombre respecto a los actos realizados por él así como el valor de tales actos desaparecían por completo.
Sin embargo, los planteamientos tomistas -al igual que los de Agustín de Hipona- se mantuvieron en esta línea “ortodoxa”, y contribuyeron a su fijación como doctrina oficial de la iglesia católica.
Así, por lo que se refiere al tema de la salvación, santo Tomás, criticando a Pelagio, considera que el hombre es incapaz de conseguir la bienaventuranza por sus propios méritos y que sólo el auxilio divino puede llevarle a alcanzar este objetivo ( ); que nadie merece por sí mismo dicho auxilio ( ); y que desde la eternidad Dios determinó a quiénes concedería dicho auxilio y a quiénes lo negaría para que en unos casos brillase su misericordia y en otros su justicia (?):
“Mas como quiera que Dios, entre los hombres que persisten en los mismos pecados, a unos los convierta previniéndolos y a otros los soporte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad, del mismo modo que dependió de su voluntad el que, al hacer todas las cosas de la nada, unas fueran más excelentes que otras; tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para usos bajos” ( ).
Por lo que se refiere de manera más concreta al tema de la predestinación, la postura de Tomás de Aquino es idéntica a la de los luteranos y los calvinistas en cuanto defiende que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina esté a su vez causada por los méritos del hombre:
“Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría [...], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó [...] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió [...] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méritos humanos, no sólo porque la gracia de Dios, que es efecto de la predestinación, no responde a mérito alguno, pues precede a todos los méritos humanos [...] sino también porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y providencia divinas” ( ).
Por extraña y absurda que pueda parecer la doctrina de la predestinación, hay que tener en cuenta que sólo ella -tal como Tomás de Aquino comprendió- podía dejar a salvo la omnipotencia divina, ya que, de lo contrario, la voluntad divina quedaría subordinada a las acciones y a los méritos del hombre; sin embargo, esta doctrina tiene el inconveniente de convertir al hombre en una especie de marioneta cuyas acciones sólo aparentemente son suyas y, por lo tanto, no deberían repercutir en ninguna clase de mérito o de culpa por cuanto en último término no dependerían de él sino de la voluntad de Dios.
En el siglo XVI los teólogos españoles Domingo Báñez, dominico, y Luís de Molina, jesuita, entablaron una polémica con la intención de encontrar una solución que salvase a un tiempo la omnipotencia divina y la libertad humana. Pero, como era lógico, la discusión no alcanzó un final feliz; la solución de Báñez se inclinaba, como la de Tomás de Aquino, a salvar la omnipotencia divina, anulando la libertad del hombre, mientras que la de Molina se inclinaba, como la de Orígenes o la del también jesuita Francisco Suárez, a salvar la libertad humana, anulando la omnipotencia divina.
Como no hubo forma –ni podía haberla- de encontrar una solución satisfactoria, en el año 1594 el papa Clemente VII prohibió que siguieran las discusiones, aunque no se atrevió a condenar ninguno de ambos puntos de vista.
Una consecuencia de la imposibilidad de salvar la libertad humana si se afirmaba la omnipotencia divina era que la responsabilidad humana deja de tener sentido y, en consecuencia, debían desaparecer todas aquellas doctrinas derivadas de aquella supuesta responsabilidad, como las referentes a las ideas de mérito, culpa, premio o castigo.
Como esta contradicción entre una omnipotencia divina limitada por los actos humanos libres y una libertad humana sometida a una omnipotencia divina tendría repercusiones radicalmente peligrosas para la supervivencia de las confesiones religiosas que aceptasen estas doctrinas contradictorias entre sí, los teólogos aplicaron a ellas –al igual que a muchas otras- el calificativo de “misterio”, el cual hace referencia a una doctrina incomprensible para la limitada capacidad humana y sólo comprensible por Dios. Este recurso al “misterio” ha sido una tónica de la jerarquía católica que lo ha aplicado a aquellas doctrinas en las que ha descubierto su incongruencia con otras simultáneamente afirmadas, o a aquellas otras de las que ha descubierto su carácter auto-contradictorio. Mediante la consideración de que determinada doctrina tiene el carácter de “misterio” se considera que tal doctrina debe ser aceptada por un acto de fe, lo cual implica una renuncia a su comprensión y una aceptación de su verdad mediante un acto de sugestión programado insistente y convenientemente por la jerarquía religiosa y por los sacerdotes mediadores, que tratan así de “blindar” sus doctrinas contradictorias contra cualquier planteamiento racional que pretenda poner en evidencia su falsedad, lo cual obligaría a los dirigentes de la organización católica a reconocer sus errores dejando en evidencia su carácter falible simplemente humano y no inspirado en una supuesta “infalibilidad” del Papa en comunicación con el “Espíritu Santo”.
El concepto de “misterio” es complementario del concepto de “dogma”, entendido como una doctrina que se afirma como absolutamente verdadera, que no es racionalmente demostrable y que debe ser creída y aceptada por el “fiel” para no ser excluido de la organización y de la “bienaventuranza eterna” (?), a pesar de tratarse de doctrinas contrarias a la razón o sencillamente incomprensibles.
Los “dogmas” plantean el insoluble problema de cómo se puede saber que una doctrina teológica es verdadera sin saber al mismo tiempo por qué lo es, en cuanto no sea demostrable y en cuanto además llegue a ser contradictorio, como sucede en muchas ocasiones, poniendo en evidencia la mendacidad y el carácter embaucador de los dirigentes de la organización que deciden qué doctrinas hay que aceptar como dogmas, aprovechándose de la buena fe y de la ingenuidad de sus “fieles” para acostumbrarles a atrofiar su inteligencia y poder así manipular mejor sus mentes.
CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES
DE
LA IGLESIA CATÓLICA

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
3. La contradicción según la cual, aunque la jerarquía católica considera que Dios es omnipresente, a la vez afirma que se encuentra “de modo especial” en la “hostia consagrada”.
CRÍTICA: Esta doctrina es evidentemente absurda en cuanto el estar o no estar presente no admite grados, del mismo modo que tampoco los hay entre estar vivo o no, estar embarazada o no, estar presente o no, y en cuanto no tiene sentido decir que alguien está vivo pero sólo un poco, que está presente pero sólo un poco, o que está embarazada pero sólo un poco. Por ello no tiene sentido afirmar que Dios se encuentra en todas partes y a continuación puntualizar que donde se encuentra “de verdad” en la hostia consagrada. Si Dios existiera, su omnipotencia le permitiría estar “en el Cielo, en la Tierra y en todo lugar” –como decía “el catecismo”- y si además su presencia fuera mejor que su ausencia, no tendría sentido afirmar que Dios estuviera de un modo especial y más pleno en las iglesias y en las hostias consagradas que en cualquier otro lugar del Universo.
Resulta evidente por ello que la insistencia de la jerarquía católica en afirmar que donde se encuentra Dios “de verdad” es en las iglesias y en la hostia consagrada proviene de sus intereses económicos, pues sólo desde el momento en que los fieles acuden a la Iglesia para estar más cerca de Dios se les puede tratar de adoctrinar y de someterles mentalmente para que acepten el resto de sus dogmas y doctrinas, para que sigan sus consignas políticas y sociales y para que asuman la “obligación” de entregar a la organización “religiosa” los “diezmos” y limosnas para el mantenimiento y prosperidad de dicha organización y para pagar todo el folklore que se monta en torno a las diversas celebraciones litúrgicas: Nacimiento de Jesús, Cuaresma, Semana Santa, Pascua de Resurrección, Corpus Christi, festividades patronales de cada localidad y un sin fin de actos rutinarios y repetitivos, como el rezo del “Santo Rosario”, que no tienen otra utilidad que la de servir como un ejercicio de autohipnosis colectiva, inducida por los jefes de la secta católica a fin de mantener secuestradas las mentes de sus “fieles” para que acepten el valor de las doctrinas y consignas que se les inculcan. Evidentemente todo ese folklore contribuye al mantenimiento y al crecimiento del negocio de la organización de la jerarquía católica en cuanto le sirve de propaganda y en cuanto aprovecha cualquier ocasión para pedir a los fieles una limosna para el “mantenimiento del culto” o para cualquier otro fin que se le ocurra al cura o al obispo de turno.
Y así, evidentemente es el interés económico de la jerarquía de esta escoria “religiosa” el que les lleva a defender esa absurda doctrina que considera a las iglesias como “la casa de Dios”, pues sin ella peligraría gravemente su montaje económico en cuanto los fieles comprendieran que para ponerse en contacto con la divinidad no hacía falta acudir a tales “casas de Dios” –como si Dios necesitase de una casa-; pues, en cuanto aquellos que necesitasen creer en fantasías religiosas comprendieran que no necesitaban acudir a las iglesias, muchos obispos y curas se quedarían sin ese medio de vida y deberían dedicarse a trabajar de verdad para ganarse el pan con el sudor de su frente, dejando de engañar a gente inocente.
Si fuera posible la existencia de un Dios trascendente que al mismo tiempo estuviera en todo lugar, ¿serviría de algo esa supuesta omnipresencia divina? En principio podría servir para impedir la serie interminable de desastres naturales que tanto sufrimiento y muerte provocan y, así, habría impedido el sufrimiento y la muerte absurda de tantas personas como, por ejemplo, la niña colombiana Omayra Sánchez, que estuvo atrapada en el agua hasta el cuello a lo largo de 24 horas de angustia y sufrimiento y confiando hasta el fin, hasta que murió sin que nadie, ni aquel supuesto Dios hiciera nada para salvarla, o el de muchos otros accidentados y muertos en los diversos terremotos, catástrofes y epidemias.
¿De qué sirve esa supuesta presencia divina en todas las zonas del mundo donde millones de niños mueren antes de cumplir los diez años en medio del hambre, de las enfermedades y de la miseria más absoluta? Creo que sería una ofensa a Dios –si existiera- afirmar que está delante de esos niños, viendo impasible su sufrimiento y no haciendo nada por evitarlo. Decir que nos encontramos ante un “misterio” es un acto de hipocresía o de cobardía ante el hecho de tener que reconocer que, si Dios existiera, sería un sádico en cuanto, siendo omnipotente y contemplando el sufrimiento de tantos seres inocentes, no se dignase remediar esos males que nadie merece y que para nada sirven. Por eso tenía razón Stendhal cuando, ante la contemplación de tantos sufrimientos humanos, dijo: “La única excusa de Dios es que no existe”.
Por otra parte, la afirmación de la omnipresencia de Dios sólo resulta compatible con un panteísmo como el de Spinoza, en el que Dios es omnipresente porque se identifica con el conjunto de la Naturaleza (Deus sive Natura), pero evidentemente ese Dios dejaría de tener un carácter personal y antropomórfico para ser entendido como el conjunto de todo lo existente.
CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES
DE LA IGLESIA CATÓLICA
(II)
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
2. La contradicción del concepto de Dios como un ser perfecto de carácter trascendente junto la afirmación del carácter antropomórfico de ese mismo Dios, hecho hombre de carne y hueso.
Si atendemos al significado que el concepto de Dios ha tenido a lo largo de la historia del judeo-cristianismo nos encontramos con una idea totalmente antropomórfica de Dios: Un ser que ama y odia, que es celoso y vengativo, que premia, castiga, ordena, amenaza y destruye, y que es vulnerable en la misma medida en que puede ser ofendido, desobedecido, traicionado y olvidado.
CRÍTICA: Esta perspectiva respecto a la esencia de ese Dios, propia de “teólogos” como Tomás de Aquino, conduce al absurdo de considerar que Dios, siendo omnipotente y habiendo programado todas las decisiones y acciones humanas, castiga de manera absurda a los seres humanos que se hayan comportado de acuerdo con los objetivos para los que él mismo les habría programado, de manera que tal actuación convertiría al propio Dios en un ser caprichoso y contradictorio. Es verdad, sin embargo, que en el Antiguo Testamento los redactores de la Biblia –a pesar de estar supuestamente inspirados por el Espíritu Santo, según dice la jerarquía católica- no repararon en el hecho de que la predeterminación divina implicaba la automática desaparición de las categorías de libre albedrío, responsabilidad, mérito o culpa. Pero el caso es que, como consecuencia de dicha predeterminación, el propio Dios habría programado a Judas para que traicionase a Jesús, por lo que aquél no pudo hacer otra cosa que lo que hizo, y, por ello mismo, sería una contradicción considerarle culpable de su acción por cuanto, a pesar de que aquella traición pudiera considerarse tal vez como la mayor ofensa que podía cometerse contra Dios, tal acción habría sido programada por el propio Dios, mientras que Judas sólo habría sido un instrumento para que todo se cumpliese de acuerdo con los planes divinos. Recordemos cómo en los evangelios aparece la afirmación de Jesús “uno de vosotros me entregará”, es decir, ya todo estaba dispuesto así desde la eternidad, ¿qué culpa podía tener Judas? Ninguna, evidentemente.
Otro aspecto de este antropomorfismo sería la suposición de que Dios quiso crear a la humanidad para que le amase y le adorase, lo cual supone ignorar que su perfección quedaría anulada desde el momento en que su propia autosuficiencia dejaría de existir al estar subordinada de algún modo a la satisfacción que obtuviese como consecuencia de las acciones y de los sentimientos que el ser humano tuviera hacia él, los cuales, por otra parte, habrían sido programados igualmente por el propio Dios. Un aspecto complementario de este ridículo antropomorfismo consiste en la pretensión de que la adoración, las penitencias, los ayunos y las oraciones de los hombres pudiesen causarle alguna satisfacción, pues nuevamente este punto de vista implica una negación de la inmutabilidad y la perfección divina, a la vez que la afirmación en Dios de un estado emocional variable y subordinado a las actitudes y sentimientos del hombre hacia él.
Por otra parte, la existencia de Dios como ser perfecto es incompatible no sólo con la existencia del Universo sino también con la presencia en él de tantos aspectos absurdos por lo que se refiere a los que rodean la existencia humana y las de cualquier forma de sufrimiento, humano y no humano, y esta incompatibilidad se hace más patente si se tiene en cuenta que, de acuerdo con un aforismo de la filosofía escolástica, el modo de actuar de cada ser es consecuencia y manifestación de su modo de ser (“operari sequitur esse”), de manera que, asumiendo incluso la absurda hipótesis de que un ser perfecto hubiese deseado crear algo, lo habría creado tan perfecto como lo fuera él mismo: Su amor infinito le habría llevado a conceder al hombre la perfección en el mismo grado en que su poder se lo hubiese permitido, y, siendo este poder infinito, habría creado al ser humano tan perfecto como lo fuera él mismo, el propio Dios, del mismo modo que obraría un padre en relación con su hijo, hasta ayudarle a alcanzar metas muy superiores incluso a las que él mismo hubiera logrado. Pero, además, ese amor infinito no sólo sería contradictorio con las imperfecciones humanas sino especialmente con la existencia del sufrimiento, de las enfermedades, de la muerte y de todas las calamidades que rodean la existencia humana a lo largo de su vida y que están igualmente presentes en todos aquellos seres vivos capaces de sentir
El antropomorfismo del concepto religioso de Dios se muestra igualmente en la consideración de B. Spinoza según la cual la infinitud de Dios impediría la existencia de cualquier otra realidad ajena que pudiera limitar la suya y, en consecuencia, Dios se identificaría con el conjunto de lo real y el ser humano sería parte de Dios en cuanto nada más podría existir además de él.

viernes, 24 de octubre de 2008

CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES
DE
LA IGLESIA CATÓLICA

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía


Introducción
La religiosidad en general es un fenómeno ligado a la naturaleza humana como se muestra a lo largo de miles de años en los que, de un modo o de otro en todas las agrupaciones humanas han surgido toda una serie de creencias y ritos, mediante los cuales el ser humano ha tratado de ponerse en contacto con supuestos seres poderoso e invisibles, cuya voluntad se suponía que podía influir en el transcurrir de los acontecimientos y, por ello mismo, en la propia vida humana.
El estudio de la religiosidad desde diversas perspectivas, como la antropológica, la psicológica o la sociológica ha dado ya frutos realmente decisivos para comprender el valor simplemente “humano, demasiado humano” –como diría Nietzsche- de este tipo de fenómenos, que, sin duda de ninguna clase, habría que clasificar como un aspecto más de la tendencia humana a la superstición en general hasta el punto de poder decir que el hombre es un ser religioso por lo mismo que es un ser supersticioso y que las religiones actuales sólo son un conjunto de supersticiones tal vez un poco mejor sistematizadas que las antiguas y mucho mejor apoyadas en la utilización de mecanismos para provocar la histeria colectiva y la aceptación irracional de doctrinas evidentemente irracionales para todo aquel que esté dispuesto a razonar sin prejuicios acerca de su contenido doctrinal, en relación con el cual se ha montado el mayor negocio de la Historia, que ha servido para el progresivo enriquecimiento de la jerarquía católica, carente de escrúpulos para aprovecharse de la ingenuidad de gran parte del género humano.
Por lo que se refiere a la Religión en los últimos siglos y especialmente en los países más adelantados culturalmente se ha ido avanzando en la negación del valor objetivo de sus contenidos y en especial el de la existencia de Dios. A partir del siglo XIX nos encontramos con planteamientos que, además de rechazar la existencia de Dios desde el punto de vista de la mera especulación, muestran una postura especialmente crítica contra la religión por considerar que es una de las causas principales de la degradación de la dignidad humana, porque a través de ella el hombre se aliena respecto a su esencia y la proyecta en un ser imaginario al que dedica sus sentimientos, en lugar de dirigirlos hacia la solidaridad con sus semejantes, en quienes existe realmente dicha esencia. Este es el caso de planteamientos como los de L. Feuerbach, M. Hess y K. Marx. Se llega a afirmar que “la religión es el opio del pueblo” (Hess, Marx) en el sentido de que, por la esperanza de una vida ultraterrena, el hombre queda como adormecido y deja de preocuparse y de luchar para salir de la opresión económica y social que durante muchos siglos ha estado sufriendo como consecuencia de la ambición capitalista, ayudada por la actitud de las jerarquías religiosas, que han impulsado su negocio recibiendo una sustancial comisión económica de los capitalistas a cambio de su contante labor de apaciguamiento del proletariado explotado, mediante sus mensajes en favor de la obediencia y el respeto a sus patronos, la paciencia, la resignación y la esperanza en otra vida mejor, en la que serán compensados por los sufrimientos y las miserias de ésta.
Por su parte y desde otra perspectiva, Nietzsche considera que la religión en general y el cristianismo en particular son una manifestación del nihilismo, por cuanto al poner todo el valor en “el más allá” tiende a degradar el valor de esta vida. Advierte, sin embargo, que la “muerte de Dios” puede implicar inicialmente una especie de cataclismo espiritual, por cuanto el sistema de valores de la civilización occidental de los últimos dos mil años se fundamenta en la creencia en Dios. La “muerte de Dios” podía significar una caída todavía más profunda en el nihilismo, que sólo podía ser superado cuando el hombre se convirtiera en su propio Dios y aprendiera a valorar la vida en lugar de negarla y despreciarla en espera de “otra vida mejor”. El sentimiento de la unidad de todas las manifestaciones vitales, la aceptación de la vida desde el prisma del arte y del juego, y la doctrina del Eterno Retorno fueron considerados por Nietzsche como puntos de apoyo esenciales para la total superación del nihilismo derivado de la “muerte de Dios”.
Por otra parte y desde una perspectiva como la de carácter psicológico –que no es la que aquí se va a desarrollar de modo especial- tiene interés reflejar el punto de vista de de Sigmund Freud (1856-1939), fundador del Psicoanálisis, que tanto repercusión científica y social ha tenido desde el siglo XX hasta la actualidad.
Freud considera que la religión representa una “transformación delirante de la realidad”, “un infantilismo psíquico”, “un delirio colectivo”, “una neurosis obsesiva universal” o una serie de “ideas delirantes” que gran parte de la humanidad utiliza como mecanismo para protegerse contra el dolor y las miserias de la vida, y para evitar la caída en una “neurosis individual”:
-“…numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una transformación delirante de la realidad. También las religiones de la humanidad deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos” ( ).
- “[La técnica de la religión] consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual. Pero no alcanza más [...] Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los “inescrutables designios” de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo” ( ).
- “Sin conocer aún otras relaciones más profundas, califiqué a la neurosis obsesiva de religión privada desfigurada, y a la religión, de neurosis obsesiva universal” ( ).
- “Pero ¿cómo se defiende [el individuo] de los poderes prepotentes de la Naturaleza, de la amenaza del Destino? [...] El primer paso es ya una importante conquista. Consiste en humanizar la Naturaleza. A las fuerzas impersonales, al Destino, es imposible aproximarse; permanecen eternamente incógnitas. Pero si en los elementos rugen las mismas pasiones que en el alma del hombre, si la muerte misma no es algo espontáneo, sino el crimen de una voluntad perversa; si la Naturaleza está poblada de seres como aquellos con los que convivimos, respiraremos aliviados, nos sentiremos más tranquilos en medio de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. Continuamos acaso inermes, pero ya no nos sentimos, además, paralizados; podemos, por lo menos, reaccionar, e incluso nuestra indefensión no es quizá ya tan absoluta, pues podemos emplear contra estos poderosos superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos dentro de nuestro círculo social; podemos intentar conjurarlos, apaciguarlos y sobornarlos, despojándoles así de una parte de su poderío [...] Obrando de un modo análogo, el hombre no transforma sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a igual -cosa que no corresponde a la impresión de superioridad que tales fuerzas le producen-, sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses, conforme a un prototipo infantil” ( ).
-“Hay algunos [dogmas religiosos] tan inverosímiles y tan opuestos a todo lo que trabajosamente hemos llegado a averiguar sobre la realidad del mundo, que, salvando las diferencias psicológicas, podemos compararlos a las ideas delirantes” ( ).

Freud plantea a la religión algunas críticas de carácter filosófico o simplemente racional, relacionadas con los argumentos con los que se pretende defender la objetividad de las creencias religiosas, argumentos como el de que “debemos aceptarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos” o como el de que existen “pruebas que nos han sido transmitidas por tales generaciones anteriores” o, finalmente, que “está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credibilidad de tales principios” :
- “[Por lo que se refiere a los principios religiosos,] si preguntamos en qué se funda su aspiración a ser aceptados como ciertos, recibiremos tres respuestas singularmente desacordes. Se nos dirá primeramente que debemos aceptarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos; en segundo lugar, se nos aducirá la existencia de pruebas que nos han sido transmitidas por tales generaciones anteriores y, por último, se nos hará saber que está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credibilidad de tales principios [...] Esta última respuesta ha de parecernos singularmente sospechosa. El motivo de semejante prohibición no puede ser sino que la misma sociedad conoce muy bien el escaso fundamento de las exigencias que plantea con respecto a sus teorías religiosas [...] Debemos creer porque nuestros antepasados creyeron. Pero estos antepasados nuestros eran mucho más ignorantes que nosotros. Creyeron cosas que nos es imposible aceptar. Es, por tanto, muy posible que suceda lo mismo con las doctrinas religiosas [...] De poco sirve que se atribuya a su texto literal o solamente a su contenido la categoría de revelación divina, pues tal afirmación es ya por sí misma una parte de aquellas doctrinas cuya credibilidad se trata de investigar, y ningún principio puede demostrarse a sí mismo” ( ).
- “Nos decimos que sería muy bello que hubiera un dios creador del mundo y providencia bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que todo suceda así tan a medida de nuestros deseos. Y sería más extraño aún que nuestros pobres antepasados, ignorantes y faltos de libertad espiritual, hubiesen descubierto la solución de todos estos enigmas del mundo” ( ).

Por ello y en cuanto Freud juzga que los auténticos motivos que llevan a aceptar las creencias religiosas no son precisamente racionales sino que son una “neurosis obsesiva de la colectividad humana”, opina, desde un punto de vista que guarda cierta semejanza con la doctrina de Nietzsche acerca de “la muerte de Dios”, que “el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución”:
- “Sabemos que el hombre no puede cumplir su evolución hasta la cultura sin pasar por una fase más o menos definida de neurosis, fenómeno debido a que para el niño es imposible yugular por medio de una labor mental racional las muchas exigencias instintivas que han de serle inútiles en su vida ulterior y tiene que dominarlas mediante actos de represión [...] La mayoría de estas neurosis infantiles [...] quedan vencidas espontáneamente en el curso del crecimiento, y el resto puede ser desvanecido más tarde por el tratamiento psicoanalítico. Pues bien: hemos de admitir que también la colectividad humana pasa, en su evolución secular, por estados análogos a las neurosis y precisamente a consecuencia de idénticos motivos [...] La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo, de la relación con el padre. Conforme a esta teoría hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución” ( ).
Al igual que sucede con los planteamientos de Freud, existen desde el siglo XIX, especialmente en los campos de la Psicología, de la Antropología y de la Sociología, una serie de puntos de vista que, desde una perspectiva racionalista denuncian la serie de mentiras embaucadoras e interesadas que han utilizado organizaciones como la de la jerarquía católica para montar sus inmensos negocios basados en las supercherías religiosas.
Teniendo en cuenta estos planteamientos realmente interesantes para todo aquel que quiera profundizar en el conocimiento del fenómeno religioso y de sus causas, a lo largo de estas páginas se presentará un enfoque crítico de la Religión desde una perspectiva de carácter esencialmente lógico por el que se mostrará la índole auto-contradictoria de las diversas doctrinas relacionadas con la idea de Dios y con las doctrinas de la jerarquía de la Iglesia Católica, contradicciones de las que los jerarcas católicos se defienden refugiándose en los conceptos de “misterio” y de “dogma”.
Pero los llamados “misterios” son simplemente contradicciones o, en el mejor de los casos, afirmaciones carentes de sentido. ¿Por qué la jerarquía establece como un “misterio” aquello que desde el punto de vista lógico cualquiera puede comprobar que se trata de una contradicción? Por la sencilla razón de que la acumulación de doctrinas a lo largo de los siglos ha determinado que cada una de ellas se estableciese sin considerar adecuadamente su congruencia o no con otras doctrinas anteriormente establecidas, y, en cuanto la jerarquía de la Iglesia ha pretendido mostrarse como sabia hasta el punto de presentarse como “infalible en materia de fe y costumbres”, en lugar de reconocer y corregir sus constantes errores ha considerado más conveniente para sus intereses conservarlos y tratarlos como “misterios” que además debían ser aceptados como verdades indiscutibles, es decir como “dogmas de fe”, incomprensibles para la razón humana, pero no por ello menos verdaderos. Esto no le ha sido especialmente difícil, dada la escasa racionalidad del ser humano, que tiende a considerar que quienes le dirigen o se visten con ropajes de hechiceros –como las de los actuales obispos y cardenales, con sus capas y demás vestimenta tan lujosa, colorista, ostentosa y medieval- son totalmente superiores a él a la hora de razonar y de señalar qué es verdad y qué es falso, hasta el punto de que si un obispo le dijera a uno de sus fieles que 3 es igual a 1, el fiel llegaría a sugestionarse de que el obispo tenía razón. Al fin y al cabo, esto es lo que viene a decir el “dogma” de la “Trinidad”, según el cual “el Padre”, “el Hijo” y “el Espíritu Santo”, siendo distintos entre sí, cada uno de ellos es Dios, aunque a continuación digan también que hay un solo Dios. Cuando a algún niño de seis años se le ocurra decirle al “catequista”: “No entiendo eso, ¿podría explicarlo un poco más”, éste le responderá: “Pues claro, niño, ¿cómo vas a entenderlo? ¡Se trata de un misterio! Y no hay que preguntar la explicación de los misterios, sino sólo creer en ellos. ¡La fe es lo más importante! Pues si todas las doctrinas las pudiéramos razonar, ¿qué mérito tendría que creyésemos en ellas?”. Otro ejemplo de estas absurdas contradicciones -en las que lo más asombroso y más digno de estudio es que haya quien se las crea- es la afirmación de la infinita misericordia y amor divino junto con la afirmación de la existencia de un castigo eterno al que Dios enviará a la mayor parte de sus hijos a quienes, en teoría, tanto quiere. Estas contradicciones se analizarán con mayor detalle a lo largo de este trabajo, aunque su número es tan elevado que aquí sólo se hará referencia a algunas de las más llamativas.
Desde estos planteamientos se tiende, pues, hacia el rechazo radical de las fantasías religiosas y hacia una reivindicación del valor del hombre y de los valores inmanentes de la vida humana.
Por otra parte, a pesar de que en el campo de la tradición filosófica se puede observar la evolución desde posturas claramente religiosas, que resultan dominantes hasta el siglo XVIII, hasta posturas ateas, que dominan en los siglos XIX y XX, parece que los planteamientos ateos de filósofos y científicos importantes (Schopenhauer, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud, Russell, Sartre, Einstein, Ayer... ) no han trascendido de manera radical a nivel popular, y las creencias religiosas siguen manteniendo un índice de aceptación todavía importante. En cualquier caso las jerarquías de los diversos negocios religiosos -especialmente a partir de la crisis de la Metafísica propiciada por Hume y por Kant- han intensificado su tendencia a justificar el valor de la religión utilizando la vía de la fe, como ya sucedió con la postura de K. Wojtyla –alias Juan Pablo II-, especialmente puesta de manifiesto en su encíclica Fides et Ratio, y como sucede igualmente con su sucesor J. Ratzinger –alias Benedicto XVI-, con su tendencia a recuperar planteamientos del pasado, como el del uso del latín en la misa y diversas ceremonias religiosas, lo cual representa, en primer lugar, una forma de recobrar para la Religión su carácter de realidad misteriosa que debe provocar en los fieles un sentimiento de admiración y de asombro irracional en cuanto el latín es una lengua del pasado que resulta para los “fieles” católicos tan familiar como los cauces de la inspiración del oráculo de Delfos; en segundo lugar, una forma de tratar de inculcar la sumisa aceptación de las doctrinas religiosas planteando que su comprensión está reservada exclusivamente para miembros escogidos de la jerarquía religiosa; y, en tercer lugar, una forma de intentar evitar que los “fieles” conozcan directamente las diversas doctrinas en las que se supone que deben creer para que de ese modo desaparezca en ellos cualquier intento de análisis racional de tales doctrinas que pudiera dar lugar a la comprensión de la serie de falsedades y fábulas en las que dicha jerarquía religiosa había ido montando y ampliando su repugnante farsa.
El título de este trabajo se refiera a “Iglesia Católica” y no a la “Jerarquía Católica”, pero en realidad las críticas van dirigidas contra esta última por la sencilla razón de que no ha sido el conjunto de miembros de la Iglesia Católica el que ha fijado sus doctrinas a lo largo del tiempo sino que ha sido su jerarquía la que ha protagonizado la tarea de establecerlas, la de perfeccionar sus estructuras de funcionamiento interno y la de acrecentar su poder político, económico y social a lo largo de los siglos.
La larga historia de la Iglesia Católica ha determinado una progresiva estructuración de sus órganos de poder interno en la que existe una clara y tajante diferenciación entre el colectivo de sus altos mandos -el Papa, los cardenales, los obispos y las altas jerarquías en general-, y el conjunto de fieles integrados en esa organización. Pero, mientras las altas jerarquías gozan de lujos faraónicos y de un inmenso poder, tejiendo y destejiendo todo lo que quieren a nivel doctrinal y a nivel de estrategias para mantener o aumentar su poder en sus diversas zonas de influencia, los simples creyentes ni disfrutan de los beneficios económicos de su Iglesia ni participan como elementos activos que puedan influir de algún modo en la política de su organización, ni en la reflexión y discusión sobre el valor de sus doctrinas, ni en la deliberación acerca de los objetivos que la organización católica deba perseguir de acuerdo con su ideología, ni en el nombramiento de sus jerarquías.
Tal situación implica evidentemente un distanciamiento radical entre la jerarquía católica y los “fieles”, que no pintan nada ni en la elección de su jefe supremo ni en la de los obispos y cardenales, lo cual implica un absoluto desprecio del sistema democrático por parte de la jerarquía de esta organización con el pretexto de que defienden un sistema de “gobierno teocrático” (?), según el cual sería el propio Dios quien habría inspirado a los cardenales en su elección de cada nuevo Papa, y a éste en la elección de obispos y cardenales, a pesar de que tal elección se haya realizado de múltiples maneras a lo largo de los siglos, incluso mediante la simple compra del cargo. Anteriormente, hasta el siglo XI, los fieles habían participado al menos en el nombramiento por aclamación de uno de los candidatos al cargo de “Papa” o jefe supremo, pero finalmente, como consecuencia de un decreto del papa Nicolás II en el año 1.059, el nombramiento de dicho cargo quedó desligado del voto de los simples creyentes para quedar como objeto de elección exclusiva del grupo jerárquico de los cardenales, de manera que desde aquel momento los fieles pasaron a adoptar un papel esencialmente pasivo.
La doctrina católica es el instrumento ideológico fundamental de dominio de los “pastores” de la Jerarquía Católica sobre el “rebaño” de los simples creyentes, cuyo papel, como su propio nombre indica, es, por una parte, el de “creer” sumisamente la serie de doctrinas que les propongan el Papa, los cardenales y los obispos, y, por otra, el de obedecer las consignas que de ellos reciban en orden a “su eterna salvación” (?).
Tales doctrinas están formadas en lo esencial por un conjunto de dogmas que, por ello mismo, se consideran indemostrables para la razón humana, por lo que no se basan en la razón ni en la experiencia, y representan una continuidad de antiguas doctrinas míticas o la aparición de algunas doctrinas nuevas especialmente oportunistas, que en cualquier caso cierran los ojos al pensamiento racional o científico, llegando incluso a oponerse a él en diversos casos, como sucedió con el heliocentrismo defendido por Galileo o con el evolucionismo defendido por Darwin.

A lo largo de este trabajo se presentan se presentan algunas de esas doctrinas arbitrarias o contradictorias mediante las que la jerarquía católica ha tenido adormecida a gran multitud de pueblos a lo largo de los siglos como consecuencia, entre otros motivos, de que hasta hace pocos años la cultura fue un bien muy alejado del pueblo. Tales doctrinas han sido el instrumento esencial mediante el que la jerarquía católica ha logrado una extraordinaria prosperidad extraordinaria económica y política, traicionando casi desde sus comienzos un ideal de fraternidad universal para ocuparse casi en exclusiva de su propio enriquecimiento y poder, aliándose con todo tipo de gobiernos opresores y asesinando sin escrúpulos, en nombre de su “Dios” y mediante el instrumento de su llamada “Santa Inquisición”, a quienes disentían -o así les parecía a sus jerarcas- de alguna de sus doctrinas, especialmente cuando la disensión puramente teórica podía desembocar en una “herejía” que implicase un ruptura política y social entre el poder central de la organización y el grupo disidente o “hereje” o, lo que es lo mismo, una desmembración del negocio “espiritual” y el consiguiente debilitamiento de su poder central en Roma.
Desde el punto de vista doctrinal la jerarquía de la Iglesia Católica incorpora en sus doctrinas toda una serie de mitos que conviene exponer y desenmascarar tanto por su carácter contradictorio como, de manera especial, por su influencia perniciosa sobre la sociedad en general a lo largo de los siglos hasta el momento presente, en el que continúa su labor destructiva contra las sociedades democráticas, contra los Derechos Humanos y contra la libertad de las personas y de los pueblos.


































CONTRADICCIONES FUNDAMENTALES
DE LA JERARQUÍA CATÓLICA:
Entre las contradicciones esenciales o doctrinas esenciales simplemente absurdas y perniciosas, establecidas por la Jerarquía Católica como doctrinas fundamentales de su organización, y junto con las correspondientes críticas, se señalan las siguientes:
I. ACERCA DE DIOS
1. La contradicción del propio concepto de Dios como un ser perfecto, cuya esencia consistiría en el simple hecho de ser, sin ser el ser de nada en concreto, junto con la afirmación de un Dios antropomórfico que sería necesariamente imperfecto.
CRÍTICA: A lo largo de dos mil años de historia del cristianismo la jerarquía de sus diversas sectas, tanto de la católica como las de las otras ramas, ha defendido diversas ideas relacionadas con ese supuesto ser sobre el que han montado su negocio “espiritual”, ideas que son de carácter antropomórfico, pero que, en cualquier caso, les han sido muy útiles para obtener la aceptación de sus “fieles”, de quienes en una importante medida consiguen los bienes materiales para el eficaz funcionamiento de su negocio.
La jerarquía católica afirma la existencia de un ser perfecto al que llaman Dios y considera que dicha perfección implica la posesión de toda una serie de cualidades que, desde una perspectiva meramente humana, se valoran de un modo especialmente positivo. En este sentido los obispos, junto a su jefe supremo, afirman la doctrina de que Dios poseería todas las perfecciones imaginables e inimaginables, y, entre ellas se encontrarían como las más destacables las de ser infinito, creador del universo, providente, omnipotente, omnipresente, omnisciente, infinitamente justo y misericordioso y amor infinito, y que, por definición, no podría ser percibido por los sentidos, en cuanto se trataría de una realidad inmaterial.
A lo largo de esta exposición crítica se comenta cada uno de estos atributos así como el resto de doctrinas más relevantes defendidas por la jerarquía católica, mientras que este punto primero se centrará en la crítica de la supuesta existencia de ese supuesto ser al que llaman “Dios” así como a la crítica de las cualidades que le atribuyen, como la de la “perfección” absoluta, que se identificaría con ese supuesto ser, y como todo un conjunto de cualidades que en realidad sólo tienen carácter antropomórfico.
Aunque la afirmación según la cual “Dios es perfecto” parezca expresar una concepción de ese supuesto ser especialmente positiva y grandiosa, cuando se pretende desgranar el sentido de tal “perfección” aparecen problemas insalvables que conducen a tomar conciencia de que tal afirmación o bien está vacía de contenido y no dice absolutamente nada, o bien conduce a una idea antropomórfica y contradictoria de Dios.
Desde el punto de vista etimológico el término “perfecto”, derivado del latín “perficere”, significa “acabado”, “completo”. Y así decir que Dios es un ser “acabado” o “completo” no nos permite aclarar, ni mucho ni poco, qué quiere decirse con tal expresión, pues de todas las cosas podemos decir que son acabadas en cuanto todas son lo que son, aunque no hayan llegado a ser aquello que pretendamos que lleguen a ser: Un edifico a medio construir es algo acabado en cuanto “edificio a medio construir”, aunque no lo sea como edifico completo; un edificio acabado lo es en cuanto “edificio acabado”, pero no lo es en cuanto “edificio en ruinas”.
Sin embargo y al margen de este sentido etimológico, el concepto de ser perfecto se ha entendido en el sentido de un supuesto ser que se encontraría en posesión de todas aquellas cualidades positivas que se pudiera imaginar y especialmente la de la propia cualidad de ser, entendida como su constitutivo más propio. En este sentido, en la Biblia aparece Yahvé diciéndole a Moisés: “Yo soy el que soy”, y, teniendo en cuenta esta afirmación, algunos teólogos se han referido al “constitutivo formal” de Dios identificándolo con aquella cualidad según la cual su esencia se identificaría con su existencia. En este sentido Tomás de Aquino consideró que el “constitutivo formal” de Dios” era precisamente el de la propia existencia autosuficiente, Dios era el “ipsum esse subsistens” –el ser mismo subsistente- ( ). Y precisamente una consideración de ese tipo fue la que en el siglo XI había llevado a Anselmo de Canterbury a defender el conocido “argumento ontológico” para demostrar la existencia de Dios, argumento defendido posteriormente también por Descartes y por Leibniz, pero criticado entre otros por Tomás de Aquino, Wilhelm Ockham, Hume y Kant. Según dicho argumento, en cuanto se entiende por “Dios” “el ser que existe necesariamente, en cuanto en él su esencia se corresponde con su existencia”, quien comprende el significado del concepto de Dios no puede negar su existencia sin contradecirse, ya que dicha negación equivaldría a decir que el ser que existe necesariamente no existe. Sin embargo, ya en aquel tiempo el monje Gaunilón le objetó que con una argumentación semejante igual podría demostrarse la existencia de las Islas Afortunadas en cuanto, si no existieran, no serían afortunadas. En la actualidad se considera que tal argumento es una simple trampa lingüística por la que se confunde el significado que se da a una palabra con la existencia de una realidad cuyas características se correspondan con las de dicho significado. Es decir, del hecho de que yo piense que el concepto de Dios es el de un ser perfecto de ahí no se infiere que exista un ser perfecto argumentando que si no existiera no sería perfecto, pues una cosa es hablar de conceptos y otra muy distinta hablar de realidades que existan más allá de tales conceptos.
La afirmación según la cual Dios es “el que es”, aunque en principio pueda parecer que dice algo especialmente profundo, en realidad sólo representa una afirmación vacía de contenido o, mejor todavía, una frase carente de sentido, pues hablar de una esencia que se identifica con la existencia es hablar de la existencia de la existencia, lo cual efectivamente carece de sentido o lo tiene tanto como la frase “el movimiento se mueve”, frase que por muy analítica y cierta que parezca es absurda en cuanto el concepto de movimiento es aplicable a realidades de carácter físico pero no al propio concepto abstracto de movimiento en sí, sin referencia a una realidad móvil. Del mismo modo afirmar que la existencia existe es una afirmación absurda, en cuanto la existencia se predica de las realidades que existen pero no de la propia existencia. Afirmaciones de ese tipo, como dirían Nietzsche, Wittgenstein y los filósofos del lenguaje en general sólo son trampas lingüísticas en las que se pueden caer si no se utiliza el lenguaje de un modo correcto.
Por otra parte y aceptando la hipótesis de que pudiera hablarse del “Ser” en sentido sustantivo, como una realidad en sí misma, ya Spinoza y Hegel señalaron acertadamente que tal concepto se identificaría con la “pura nada” en cuanto cualquier concreción o determinación que tuviera implicaría una limitación en cuanto el concepto de ser dejaría de ser aplicable a todo aquello que no incluyese tal concreción, lo cual sería absurdo en cuanto tales realidades deberían considerarse como no-ser. Hay que puntualizar, no obstante, que ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se ha llegado a defender un concepto de Dios coherente con su identificación con ese ser puro y simple de la Lógica, tal como apareció en los relatos bíblicos, sino que ha estado básicamente unido a toda una serie de connotaciones de carácter antropomórfico que se analizarán después.
El concepto de perfección, atribuido al Dios cristiano, puede enfocarse también desde una perspectiva platónica, entendiendo tal concepto en un sentido absoluto pero relacional, es decir, como un concepto mediante el que se quiere expresar la mayor o menor aproximación y semejanza entre una realidad concreta y determinado modelo ideal. En este sentido Platón hablaba de la imperfección del mundo sensible en relación con el mundo de las ideas, modelos perfectos respecto a los cuales las realidades sensibles sólo participaban o se asemejaban de modo imperfecto. La mayor o menor perfección de las realidades sensibles se relacionaría con su mayor o menor aproximación o semejanza con los modelos ideales correspondientes, del mismo modo que el grado de perfección de un retrato se relaciona con su grado mayor o menor de semejanza respecto al modelo que el artista haya pretendido plasmar en su obra.
Desde esta perspectiva platónica la idea de Ser haría referencia a un ser puramente racional, pero existente, ser de cuya esencia participaría todo lo existente en cuanto existente. Y esa idea de Ser es la que los “teólogos” (?) del cristianismo se han apropiado para aplicarla a su Dios, que, por ello, habría que entenderlo también desde esa perspectiva platónica. Hay que observar, sin embargo que el Ser platónico tendría las mismas dificultades que ese Ser puramente lógico del que se ha hablado, es decir, carecería de contenido y representaría una simple abstracción realizada a partir del hecho de la existencia del conjunto de todo lo real. Pero así como la existencia se predica de algo que existe, la afirmación de la existencia sustantiva del propio Ser o de la propia existencia representaría una nueva caída en una trampa lingüística de la que el propio Platón no se libró.
Pero, después de tantos siglos de razonamiento, de Filosofía y de Ciencia, a casi nadie que tenga cierta formación cultural y un poco de sentido común –a excepción de la jerarquía católica y de las de otras religiones- se le ocurre seguir aceptando la existencia real, objetiva e independiente de ese supuesto mundo platónico de las Ideas sino sólo de una realidad sensible a la que pertenecemos, una realidad sin referentes respecto a los cuales pueda juzgarse acerca de su mayor o menor perfección en un sentido absoluto.
Por otra parte, la concepción cristiana y religiosa en general acerca de lo que denominan “Dios” es criticable desde sus mismas raíces en cuanto el concepto de ese supuesto ser como una realidad dotada de cualidades como la inteligencia, la voluntad, los sentimientos y cualquier forma de actividad, es antropomórfico y, por lo tanto, incompatible con la idea de perfección tal como se ha analizado. Pues, efectivamente, si el concepto de ese Dios va ligado a la cualidad de la perfección en el sentido estar hablando de un ser autosuficiente y en posesión plena de todas las cualidades positivas que puedan imaginarse, una consecuencia de dicha perfección sería la de que ese supuesto ser perfecto, “Dios”, sería un ser totalmente pasivo en cuanto todo fin relacionado con la consecución de una mayor perfección ya se habría alcanzado, por lo que no tendría ya ningún objetivo hacia el cual tender o moverse, y, en consecuencia, permanecería en una absoluta y perfecta quietud. En este sentido, si el Dios aristotélico todavía conservaba cierto nivel de antropomorfismo en cuanto, a pesar de que su perfección le hacía permanecer alejado de los asuntos del Universo y del ser humano, todavía conservaba cierta forma de actividad consistente en la actividad intelectual ejercida sobre sí mismo (Dios era “nóesis noéseos”), el ser perfecto de la Lógica, aceptando que tuviera algún sentido hablar de él como realidad sustantiva, sería incompatible incluso con tal actividad intelectual defendida por el propio Aristóteles y con cualquier otra.
Por ello y como consecuencia de lo anterior, la idea de Dios como ser perfecto sería incompatible con la propia creación del Universo, pues, efectivamente, tal creación sólo habría podido ser el resultado de un deseo, relacionado con la carencia del bien deseado, lo cual implicaría una contradicción por la falta de perfección en aquel ser que desde el supuesto inicial se consideraba perfecto y la perfección de dicho ser implicaría la posesión o identificación con todo bien imaginable, por lo que, al no carecer de ninguno, la actividad creadora carecería de sentido. Por lo mismo, en cuanto Dios por identificarse con la perfección ya nada podría desear –y mucho menos si se tiene en cuenta que le deseo presupone la necesidad de aquello que se desea y, por ello mismo, una carencia-, nada podría decidir, en cuanto la decisión es consecuencia del deseo y donde no hay deseo no puede haber decisión en orden a la acción.
En consecuencia, la idea de un Dios creador tiene carácter antropomórfico y parece haber surgido a partir de la suposición de que Dios, como cualquier ser humano, hubiera sentido la necesidad de una realidad ajena a la suya propia, en cuanto se hubiese cansado de su eterna soledad, y que, por ello, hubiera decidido, al igual que cualquier reyezuelo, rodearse de otros seres que le sirvieran adorándole, como los ángeles y el hombre, y crear el Universo para su propia distracción, de un modo caprichoso y absurdo.
El absurdo es todavía mayor si se tiene en cuenta que la jerarquía católica considera –aunque de modo equivocado- que la idea de perfección divina estaría asociada con la posesión de otras cualidades que estarían implícitas en dicha perfección, como la omnisciencia y la omnipotencia, que resultan contradictorias con otras cualidades atribuidas al ser humano –como en especial las del libre albedrío, la responsabilidad, el mérito y la culpa-. Pues, en efecto, como consecuencia de su omnisciencia Dios conocería qué es lo que va suceder en cada rincón del Universo a lo largo de cada instante del tiempo; y, como consecuencia de su omnipotencia, todos los sucesos del Universo se producirían siempre como consecuencia de los planes divinos. Pero estas cualidades divinas estarían en contradicción de una manera especial con la supuesta cualidad humana del libre albedrío, cualidad por la cual los actos humanos serían consecuencia de decisiones propias del hombre e independientes por ello de la supuesta omnipotencia divina por la que todo debería haber sido predeterminado. El problema de la dificultad para compatibilizar la predeterminación divina con la libertad humana fue tratado por diversos teólogos y tuvo como conclusiones contrapuestas la de Orígenes y la de Tomás de Aquino: El primero salvó la libertad humana, pero eliminó la omnipotencia divina desde el momento en que consideró que las decisiones humanas sólo dependían del hombre y no de Dios; Tomás de Aquino, sin embargo, salvó la omnipotencia divina, pero para ello, tuvo que anular la libertad humana a pesar de su deseo de encontrar algún modo de compatibilizar ambas doctrinas.
Por otra parte y aunque desde una perspectiva antropomórfica no lo parezca, la perfección divina es incompatible con su supuesta omnipotencia en cuanto, como decía Aristóteles, la potencia en cualquiera de sus sentidos es una forma de ser más imperfecta que el acto, lo cual puede entenderse si se repara, por ejemplo, en que es más imperfecto estar en potencia de saber que estar en posesión actual de la sabiduría. Por ello, en cuanto los teólogos cristianos, siguiendo a Aristóteles, definen a Dios como “acto puro”, en esa medida, al poseer en acto o identificarse con todos los bienes posibles, Dios no estaría en potencia respecto a ninguno y, como se ha dicho antes, en cuanto su ser implicaría el grado mayor de perfección, no tendría poder para conseguir ningún otro bien, ya que no existiría ningún bien que él no poseyera, y, por ello, el ejercicio de cualquier supuesto poder sólo implicaría la negación de que Dios fuera perfecto en cuanto toda acción tiende a un bien, por lo que en cuanto Dios se identifique con el bien, no necesitaría actuar para alcanzar aquellos bienes que sólo poseyera en potencia, pues todos los poseería en acto.
Desde una perspectiva antropomórfica se tiende a considerar que la cualidad de la omnipotencia sería algo parecido a ser algo así como “Superman”, pero elevado a la máxima potencia y que debería ser una de las manifestaciones propias del ser perfecto. Sin embargo, quienes así piensan no reparan en que ser omnipotente en ese sentido implica aceptar la existencia de una serie de imperfecciones o limitaciones que deberían corregirse mediante el ejercicio de tal omnipotencia, no reparando en que la perfección implicaría la ausencia de imperfecciones en contra de las cuales hiciera falta el empleo de ese poder para superarlas.
En definitiva, si recurrimos a la Lógica para esclarecer qué pueda significar el concepto de Dios cuando se afirma que Dios es perfecto, tal concepto nos conduce al de un ser absolutamente inmóvil, tan carente de poder y tan vacío de concreción que se identificaría con la pura nada.

sábado, 18 de octubre de 2008

¡No a la presencia y a la intromisión inconstitucional
de los agentes del Vaticano!

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía

El señor Rouco Varela, agente del Vaticano en Madrid, sigue criticando de forma absurda las leyes democráticas de nuestro país y, en este caso, la que se refiere a la inclusión de la asignatura Educación para la Ciudadanía en el conjunto de enseñanzas que reciben nuestros estudiantes de secundaría, llegando a considerarla inconstitucional. Lo que no ha matizado es que, efectivamente, tal asignatura es inconstitucional en su país, en el Vaticano, pero no en España, donde por suerte en la actualidad disfrutamos de un gobierno democrático, elegido por el pueblo, a diferencia del gobierno de su país, donde el pueblo no cuenta para nada y sólo su jerarquía cardenalicia elige a su jefe mientras éste elige a los cardenales, sin que el pueblo cuente absolutamente para otra cosa que para obedecer sus consignas y para darles sus limosnas a fin de que ellos vivan más que confortablemente en sus palacios arzobispales, que no son precisamente chozas humildes.
Y, efectivamente, es lógico que este agente del Vaticano hable de inconstitucionalidad de EpC, pues en su país nunca se ha aceptado la democracia ni los valores democráticos ni los Derechos Humanos, objeto de estudio de esa asignatura, y por eso mismo nunca han tenido escrúpulos a la hora de estar al lado de cualquier dictadura con la que hayan podido sacar tajada económica, como en la España franquista, en la que la asignatura de Religión Católica era obligatoria, no respetándose la libertad de creencias, o como en tantas dictaduras apoyadas desde la política mafiosa de su organización vaticana en la que el fin justifica los medios, en la que sus fines de dominio siempre han justificado cualquier medio, como el de gobiernos dictatoriales y sanguinarios.
Por eso y por incontables actitudes de la jerarquía católica y por sus constantes intromisiones en la política de nuestro país hay que indicar de manera inequívoca que aquí lo único inconstitucional es la presencia de esos agentes siniestros que pretenden dirigir desde fuera nuestra política interna, sin respetar nuestra soberanía, y desde intereses que nada tienen que ver con un deseo de colaborar en la búsqueda del bien común de nuestra sociedad sino exclusivamente con la búsqueda de tener el “mercado español” más disponible para sus intereses de dominio y de enriquecimiento ilimitado.
El señor Rouco Varela critica igualmente el “relativismo moral”, defendiendo un absurdo “absolutismo moral”, ligado al dogmatismo fanático de afirmar que el valor de la moral es absoluto, pero no el de cualquier moral sino precisamente el de la suya y el de la de su grupo del Vaticano, por lo que todas las demás son falsas y quienes las siguen están dentro del terreno de la “moral relativista”, es decir, dentro de una moral que no es la que ellos pretenden imponer –al margen de que tampoco la practiquen-.
Acerca del tema de la “moral relativista” se han dicho ya demasiadas tonterías, como la que se resume en la afirmación de que la moral relativista es falsa porque la mía es la verdadera y, por ello, deberían prohibirse todas las formas de moralidad distintas a la mía, que es la que tiene un valor absoluto. Esto es lo que vienen a decir los agentes del Vaticano, que no es nada nuevo, sino que es lo mismo que decían sus antepasados de la Inquisición. Muchos de quienes hablan acerca del valor absoluto o relativo de la moral ni siquiera son conscientes de las barbaridades que dicen cuando pretenden condenar “el relativismo moral”, pues lo que hacen es precisamente eso: Condenar que las personas se guíen en su comportamiento por sus propios principios y exigirles que dejen de seguir lo que su propia conciencia les dicte para seguir las orientaciones del Vaticano y de sus agentes en España. Pretenden que su moral tiene un valor absoluto hasta el punto de negar que quienes no llevan los ostentosos ropajes medievales cardenalicios tengan derecho a seguir los criterios de su propia conciencia a la hora de dirigir su propia vida.
Desde la falta del respeto más elemental al derecho de los demás a su libertad de conciencia pretenden imponen sus propios criterios o doctrinas de moralidad afirmando de manera dogmática que quienes no comparten sus ideas practican un “relativismo moral” intolerable. Y precisamente esa “intolerancia” es lo que ellos practican con su actitud, tanto por lo que se refiere a esa falta de respeto a las conciencias ajenas como por el dogmatismo de pretender imponer sus doctrinas en todos los ámbitos de la sociedad y de las conciencias individuales.
Desde luego lo que son incapaces de respetar es el principio moral de respeto a la libertad de conciencia y de creencias. En teoría deberían respetar el derecho de todos a pensar en libertad, a aceptar o no aceptar las doctrinas religiosas, y, entre ellas la de la existencia o no existencia de eso a lo que ellos llaman “Dios”, y a vivir de acuerdo con su propia conciencia. Consideran que Dios es el fundamento absoluto de la moral y que en consecuencia quienes no creen en Dios –en “su Dios”- no pueden tener una moral digna de tal nombre, y a eso lo llaman “relativismo moral”, como si lo suyo fuera otra cosa. ¿Acaso no es relativista la justificación de la moral a partir de la creencia particular en ese Dios? ¿Acaso piensan que por creer en su Dios eso les da derecho a imponer su punto de vista a cualquiera que no piense como ellos? ¿Acaso los demás pretendemos que ellos sigan nuestra propia forma de moral por el hecho de que la consideremos verdadera? Como primer principio moral de quienes defendemos precisamente ese “relativismo moral” está el del respeto al derecho de los demás a vivir de acuerdo con sus propios principios y a no pretender imponerles nos nuestros. El “relativismo moral” no consiste en otra cosa que en pensar que no existe nada por encima de la propia conciencia a lo que se deba obedecer. Esa máxima, es, por cierto, él único principio moral que debería regir nuestra convivencia: La defensa de la propia conciencia como criterio de moralidad. Curiosamente su pretendido “absolutismo moral” es “relativista” en cuanto pretenden que los demás renuncien al valor absoluto de su propia conciencia a la hora de decidir acerca de sus principios morales y se adapten de manera ciega y relativista a obedecer aquello que se les dicte desde el Vaticano o desde sus agentes en España: “No debes hacer lo que tu conciencia te diga, sino lo que te digamos los cardenales y el Papa, que estamos en contacto con Dios”. Lo que muchos desconocen es que una gran parte de esos agentes del Vaticano no creen para nada en la existencia de ese ser en quien dicen creer sino que sólo lo utilizan como instrumento para pretender imponerse en la sociedad pretendiendo que ellos representan la voz de tal ser y que los demás deben acatar fielmente sus palabras.
El respeto a la conciencia de los demás es algo que ellos, desde su dogmatismo fanático, todavía no han aprendido ni parece interesarle en absoluto en cuanto no renuncien a ser una mafia cuyos tentáculos busquen prolongarse indefinidamente en su afán por dominar las conciencias, la voluntad y, sobre todo, el dinero de los demás.
En resumen, el cumplimiento de nuestra Constitución exige que, como estado soberano que es, España y su gobierno no permitan que agentes extranjeros, como los del Vaticano, interfieran en nuestra política nacional, de manera que, si es preciso expulsarlos de nuestro país como parece ser el caso, por respeto a nuestro pueblo y en defensa de nuestras leyes, se proceda a la expulsión inmediata de tales agentes externos.
La herejía determinista del señor Ratzinger,
“Papa” de la Iglesia Católica,

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía

No se trata de ninguna broma, sino de una verdad evidente para cualquiera que quiera pensar con objetividad: El Papa acaba de afirmar que países que habían sido "ricos en cuanto a fe antiguamente" estaban "perdiendo su identidad bajo la dañina y destructiva influencia de cierta cultura moderna". Pero, cuando el señor Ratzinger critica la falta de fe y el hecho de que esta falta de fe haya sea la consecuencia de “cierta cultura moderna” está defendiendo un determinismo histórico, similar a otras formas de determinismo como el del materialismo histórico de Karl Marx.
Y es muy posible que tanto Ratzinger como Marx lleven su parte de razón en la defensa del determinismo, pero también es verdad que en cuanto esto sea así, la consecuencia que deriva es obvia: Tanto en un caso como en el otro se estará negando el libre albedrío según el cual cada persona es responsable de sus decisiones y éstas no pueden ser consideradas como consecuencia de “cierta cultura moderna” ni como consecuencia de otra cosa que no sea el propio libre albedrío del individuo. Por ello, quien, como el señor Ratzinger, considera que el modo de ser de la sociedad moderna viene determinado por las ideas de pensadores como Nietzsche y sus reflexiones acerca de “la muerte de Dios”, estará reconociendo la gran labor esclarecedora de este genial pensador, pero a la vez estará reconociendo que el acercamiento o alejamiento del hombre a las ideas supersticiosas representadas por su organización viene determinado por la actividad intelectual y crítica de pensadores como el genial filósofo alemán. Y, aunque este reconocimiento se corresponda con la verdad, sin embargo resulta chocante que lo asuma el jefe supremo de la secta católica, secta según cuyos principios el determinismo debería ser inaceptable en cuanto suprimiría la libertad y la responsabilidad individual. Es decir, desde la tesis del determinismo historicista el hecho de vivir en determinada época de la historia sería la causa determinante de la mayor o menor presencia de fe religiosa en los individuos –y del resto de elementos culturales y materiales de su vida- y, en consecuencia, nadie a nivel individual podría ser considerado responsable ni culpable por su carencia de fe, por lo que cualquier condena moral sería absurda. En consecuencia, la misma labor de la propia secta católica sería totalmente absurda en cuanto su pretensión sería igualmente la de determinar las acciones de las personas hacia aquellos objetivos que su jerarquía quisiera proponerles.
Por otra parte y al margen de este determinismo herético del señor Ratzinger, conviene no olvidar que la propia Jerarquía de la Secta Católica ha defendido desde tiempos inmemoriales otra herejía igualmente determinista por lo que se refiere al asunto de la fe, pues efectivamente siempre ha afirmado que la fe es una “virtud teologal” cuya posesión no depende de ninguna acción individual por la que el hombre pueda lograrla sino que es “un don gratuito de Dios”. Si ante tal afirmación alguien plantease la objeción de que, en tal caso, si uno no tiene fe es porque Dios no se la ha dado, la Jerarquía Católica responde que uno debe pedir la fe a Dios. Pero, ¡vaya una respuesta más estúpida! Pues para pedir la fe en Dios previamente se debería estar en posesión de la fe en ese supuesto ser a quien habría que pedírsela, de manera que sólo quien ya poseyera la fe podría pedirla, pero al ya tenerla no lo necesitaría y no la pediría, mientras que quien no la poseyera, al carecer de confianza para pedir algo a alguien en cuya existencia no cree, no caería en el absurdo de pedirle la fe, a no ser que estuviera loco.
Desde luego las doctrinas de la Secta Católica están desastrosamente plagadas de contradicciones y se haría realmente prolija su enumeración, pero, a pesar de todo, conviene señalarlas de modo reiterado y paciente para que quienes confían de buena fe en la palabra de esos hechiceros del mundo moderno vayan comprendiendo paulatinamente la serie de mentiras en las que se funda su negocio tan hipócrita y fraudulento.
El condón del señor Ratzinger

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía


A estas alturas de la Historia y en conmemoración de la encíclica Humanae Vitae del señor Montini –alias Pablo VI-, el actual jefe de la Jerarquía Católica, el señor Ratzinger –alias Benedicto XVI- vuelve a incurrir en la antigua contradicción de su predecesor, considerando inmoral el uso del preservativo en las relaciones sexuales, incluso en las de carácter matrimonial.
¿Por qué esta postura resulta contradictoria? Por el sencillo hecho de que tanto el señor Montini como el señor Ratzinger aceptan que se pueden utilizar métodos para tratar de evitar un embarazo, pero que esos métodos deben ser “naturales” y no resultado del uso de un medio artificial. Ahora bien, cualquiera que conozca un poco los principios de la moral católica sabe perfectamente que el mérito o la culpa respecto a cualquier acción residen en la intención del que actúa y no en los resultados materiales de su actuación: Son muchos los accidentes de tráfico que vienen seguidos de la muerte de personas inocentes sin que se pueda hablar de culpa moral de nadie en cuanto quienes intervinieron en ellos en ningún momento tuvieron la intención de provocarlos.
Aplicando esta consideración al asunto del condón nos podemos preguntar: ¿existe alguna diferencia entre la intención de quien utiliza el método Ogino y la de quien utiliza el condón? Evidentemente ambos pretenden obtener lo mismo: Unas relaciones sexuales naturalmente placenteras sin el riesgo de un embarazo, en un caso mediante la toma en consideración de los días fértiles de la mujer para no mantener relaciones sexuales que podrían dar lugar a un embarazo, y en el otro utilizando una protección como la del condón que sirva para evitar esta misma posibilidad de un embarazo no deseado. ¿Qué tiene de pecaminoso o de inmoral la búsqueda de un placer tan natural e inocente como el de carácter sexual? Evidentemente nada. Pero si el señor Ratzinger se empeña en considerar que sí, en tal caso debería condenar tanto el uso del condón como el uso del método Ogino, pues la intención en el uso de ambos métodos es exactamente la misma: Obtener placer sexual sin riesgo de embarazo. Dice que el uso del preservativo es antinatural cuando lo antinatural es reprimir la satisfacción de la necesidad sexual por la ridícula consideración dogmática de que el fin de la sexualidad es el de la procreación. ¿Quién se cree que es él para declarar qué es natural y qué no lo es? De acuerdo con ese criterio habría que dar la razón a las sectas que rechazan las transfusiones de sangre en cuanto lo natural es aceptar las enfermedades que Dios envía y dejar que la “naturaleza” de cada uno reaccione y si cure o se muera según sea la voluntad de Dios.
Pero, al margen de esta contradicción tan patente y de las demás barbaridades defendidas por el portavoz de esta jerarquía que defiende lo que considera que puede interesarle por motivos que en otro momento se pueden explicar, en el trasfondo de esta cuestión y en la mentalidad retrógrada de esta Jerarquía Católica, tan alejada de la vida de la gente corriente, late la irracional, hipócrita y ancestral condena de la sexualidad como algo absurdamente bajo y pecaminoso.
Por suerte la mayoría de los mismos católicos de base han dejado de seguir las directrices de esta “mafia del espíritu” desde hace ya algunos años al tomar conciencia de la enorme diferencia entre lo que predican y lo que hacen, tanto en el terreno de la sexualidad, donde son abundantes los casos de pederastia y donde en otras épocas a los curas se les concedía el derecho a vivir con sus queridas o “barraganas” a cambio de dinero que engrosaba las arcas del Vaticano, o como en el de la posesión de riquezas, donde la Jerarquía Católica actúa con una codicia patológica que se manifiesta en toda clase de lujos, tanto en su vestimenta como en las riquezas de sus palacios, que contrasta de manera sarcástica e hiriente con la pobreza y la miseria de tantas personas que mueren de hambre cada día sin que a esta gente le importe lo más mínimo.
Y siguen igual de retrógrados y despóticos a pesar de saber que millones de personas han muerto y seguirán muriendo en África y en el resto del mundo como consecuencia del Sida, no sólo por no disponer de un medio de asepsia como el condón sino también por la absurda condena moral de su uso por parte de estos hechiceros modernos pertenecientes a la Jerarquía Católica, que les amenazan con la condena eterna si les desobedecen.
¡Y pretenden dar clases de moral, cuando su modo de actuar es el modo más flagrante de la inmoralidad más refinada! ¡Más les valdría ponerse a trabajar de una vez y dejarse de monsergas ridículas que ni ellos mismos creen ni mucho menos practican!
Embriones humanos y Jerarquía Católica

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía

En relación con el nacimiento de un bebé cuyo cordón umbilical posiblemente podrá servir para la curación de su hermano, con su hipocresía, su soberbia y su veneno habitual, al señor Martínez Camino, uno de los jefes de la organización católica española, se le han ocurrido una serie de ridículos y vomitivos comentarios que, en cuanto son significativos de la constante actitud de la jerarquía de su organización, vale la pena reseñar.
Los “obispos” de esta organización católica acaban de afirmar que "el nacimiento de una persona ha venido acompañado de la destrucción de otras, sus propios hermanos". Quien leyera esta frase fuera de contexto podría llegar a pensar que para conseguir el nacimiento de un niño se les ha cortado el cuello -o algo por el estilo- a varios hermanos suyos cuando regresaban del colegio. Pero no, por suerte no ha sido eso lo que ha pasado. Cualquiera puede enterarse de lo que ha sucedido leyendo los periódicos o atendiendo a las informaciones dadas por televisión española. En lo esencial se trataba de conseguir la curación de un niño que nació con una enfermedad que sólo le iba a permitir una corta vida con una constante dependencia de transfusiones de sangre y de las diversas complicaciones para él y para su familia por esa prematura condena de muerte y por la triste calidad de vida a la que la Naturaleza parecía haberle condenado.
El progreso de la Medicina ha permitido sin embargo seleccionar entre diversos embriones uno que fuera compatible con el del niño enfermo a fin de lograr su curación mediante la ayuda de las células madre de su cordón umbilical, de manera que, después de su gestación natural, ya ha nacido ese hermano providencial y su cordón umbilical está guardado para ser utilizado dentro de alrededor de tres meses. ¿Dónde está la “destrucción” de esos hermanos de que ha hablado el señor Camino? Y sólo han hablado de “destrucción”, quizá para atenuar un poco la mayor dureza de esa otra palabra que han utilizado en otras ocasiones: “asesinato”. ¿A qué se refieren estos señores cuando hablan de “destrucción de sus propios hermanos”? Se refieren al hecho de que el resto de embriones iniciales que sirvieron para seleccionar aquél que era compatible con la curación de su hermano no gozaron de la misma suerte en cuanto no fueron implantados en algún otro útero que les permitiera desarrollarse y llegar a convertirse en niños, aunque aquí los señores obispos, desde su dogmatismo fanático que considera que todos tienen la obligación de compartir, protestarían contra mi explicación y proclamarían como dogma de fe indiscutible que esos embriones ya eran seres humanos hechos -aunque no derechos-.
También han dicho que esta forma de medicina es una forma de “eugenesia” en cuanto utiliza un embrión para la curación de un niño y en cuanto no se preocupa por la salvación de los demás embriones, sanos o enfermos
El resto de sus comentarios representa, desde la utilización de los principios de la ética kantiana, una insistencia en una supuesta “dignidad absoluta” de tales embriones, que, según ellos, nunca deberían ser utilizados como medios para nada sino sólo como fines en sí mismos.
Dijeron más adelante que "con estas aclaraciones […] se trata de recordar los principios éticos objetivos ( ) que tutelan la dignidad de todo ser humano", afirmación con la que, de manera soberbia y ridícula, pretenden imponer sus doctrinas no sólo a sus “fieles” sino al resto de la humanidad. En este punto, por otra parte, no hacen otra cosa que seguir el planteamiento del fundador del Opus Dei, cuando hablaba de la “santa intransigencia”. Y eso tiene “su Lógica”, aunque se trate de una Lógica que funciona a partir del desprecio a los principios racionales que deberían regir la convivencia de cualquier agrupación democrática. Su Lógica, esa Lógica de quienes ni firmaron ni aceptan la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es la siguiente: Consideramos que un embrión es un ser humano; si no proclamamos que lo es, no seremos fieles a la verdad de nuestras convicciones; nuestras convicciones están inspiradas por Dios y, por ello, nuestras convicciones son verdaderas; si no proclamamos la verdad objetiva y absoluta de nuestras convicciones, no seremos fieles a la palabra divina; por lo tanto, no podemos ser transigentes con quienes no aceptan la verdad objetiva de aquello que nos ha comunicado el propio Dios, y, por ello también y mientras no podamos reinstaurar nuestra añorada Inquisición, debemos denunciar y tratar como asesinos a quienes consienten y practiquen esta forma de medicina basada en la “eugenesia” y en el asesinato de seres humanos –especialmente si tal actividad se relacione de algún modo con los gobernantes del PSOE-.
Pues bien, frente a esta absurda “Lógica” de la jerarquía católica, aunque todos estemos convencidos en muchas ocasiones acerca de la verdad de una parte importante de nuestras opiniones, partimos de una Lógica distinta, que es la que parte del reconocimiento, al estilo socrático, de nuestras propias limitaciones, de la aceptación de que podemos estar equivocados, de la consideración de que nadie se encuentra en poder de la Verdad Absoluta y del punto de vista de que nadie tiene derecho a imponer sus propias opiniones descalificando las de los demás, sino que, ante dos opiniones contradictorias, la buena convivencia exige que, si se ha de adoptar un punto de vista que afecte a dicha convivencia, deba hacerse mediante procedimientos en los que, agotado el diálogo racional y tolerante, finalmente se adopte la decisión de la mayoría, aunque pueda ser equivocada, pues mucho más grave sería que tuviera que imponerse la opinión de una minoría por el simple hecho de que se obstinase en proclamar que ellos se encontraban en posesión de la auténtica verdad. Así que, si todos enfocásemos nuestras diferencias de opinión de este mismo modo tan absurdamente dogmático y fanático como lo hace la jerarquía católica, el diálogo y la tolerancia serían imposibles y todos los problemas los resolveríamos como a ellos les gustaría: Encarcelando a los que disintieran de sus “verdades absolutas” y condenándolos a muerte si persistieran de modo recalcitrante en sus errores inspirados por “el Maléfico”. Si todos, por el hecho de juzgar que nuestras opiniones son las correctas, descalificásemos a los demás y los tratásemos de subnormales o de asesinos como hacen ellos, volveríamos a la barbarie más irracional, a la de los tiempos de su añorada Inquisición, que no representó por cierto un clima especialmente propicio para el desarrollo del pensamiento libre y del progreso científico ni filosófico.
Dicho esto, presento a continuación unas consideraciones relacionadas con el tema del aborto a fin de plantear hasta que punto las doctrinas de la jerarquía católica son coherentes o incongruentes entre sí:
Dice la jerarquía católica que la vida humana es sagrada y que el embrión tiene ya vida humana porque desde el momento de la concepción, en el que un espermatozoide se ha unido a un óvulo, simultáneamente se ha producido el acto mágico por el que Dios habrá creado un alma para ese embrión. Y en cuanto el embrión es ya un ser humano y posee una “dignidad” absoluta, nadie tiene derecho a interrumpir la vida de ese ser humano.
Sin embargo, a todas estas extrañas doctrinas hay que replicar, en primer lugar, que la unión de dos células no constituye un ser humano, que la creencia en la mágica creación de un “alma” puede ser respetable, tanto como la creencia de que dichas células por separado tienen el mismo valor que después de unirse. Desde una perspectiva científica la unión de estas dos células –espermatozoide y óvulo- representa el comienzo de un proceso biológico de multiplicación celular que puede culminar con el paso de los meses en la formación de un ser humano, pero que el establecer en qué momento de la gestación esa primera unión celular puede considerarse ya como un ser humano es una cuestión que tiene un componente de “convencionalismo”: Una célula no es un ser humano, dos células tampoco, cuatro células tampoco, ocho tampoco, dieciséis tampoco… ¿Entonces cuando constituyen un ser humano? Pues el carácter convencional por lo que se refiere al establecimiento de cuándo nos encontramos ante un ser humano puede comprenderse si reflexionamos acerca de qué pensaríamos si alguien nos dijera: “El embrión que tiene solo 5.999.999 células todavía no es un ser humano, pero el que tiene 6.000.000 sí lo es”. En este punto lo único evidente es simplemente de que nos encontramos ante una forma de vida que en el futuro podría convertirse en un ser humano. Y, en cuanto se trata de una forma de vida, todos en general tenemos cierta sensibilidad natural que nos lleva a respetarla, de manera que nadie querría el aborto por sí mismo, ni siquiera el de esa agrupación de células que reciben el nombre de “embrión”, sino sólo como una forma de evitar males mayores en cuanto no se esté en condiciones de llevar adelante un embarazo y los cuidados posteriores necesarios para hacerse cargo de aquel ser humano en que se convertiría dicho embrión al finalizar el proceso de su desarrollo.
Si la jerarquía católica insiste en afirmar que un embrión es un ser humano y que la simple unión de dos células constituyen ya un ser humano, podríamos preguntarles, por qué no consideran igualmente que un ser vivo, como lo es un espermatozoide, que nada ya tan bien en el líquido seminal y busca con ilusión el óvulo en el que pueda continuar adecuadamente su ciclo vital, es ya un “nasciturus”, cuyas posibilidades se truncan desde el momento en que se le niega proporcionarle un óvulo para que su vida pueda desarrollarse felizmente ¿No es un monstruoso asesinato el desprecio y la falta de cuidados para dar vida a la mayor cantidad posible de espermatozoides? ¿No es una obligación moral relacionada con el respeto a la vida humana tratar de fecundar al mayor número posible de mujeres para lograr la salvación del mayor número de espermatozoides y también de óvulos? ¿No es un crimen dejar que tanto unos como otros mueran como consecuencia de nuestra dejadez a la hora de cumplir con el precepto bíblico “creced y multiplicaos”? Los curas y obispos, por cierto, no parecen especialmente preocupados en cumplir con tal precepto –por lo menos en teoría-, pero al menos deberían ser coherentes con él y exhortar a que todos, varones y mujeres, se concienciasen y tratasen de cumplirlo, lo cual debería llevar como consecuencia a que todos los jóvenes tratasen de utilizar sus reservas espermáticas intentando dejar embarazadas a todas las mujeres en edad fértil a fin de evitar el asesinato – en cuanto muerte por omisión de auxilio- de tantos seres humanos larvarios cuyas funciones vitales, aunque no sean especialmente patentes a simple vistas, cualquiera puede reconocer a través de un microscopio. ¡Recuerdo con pena a un espermatozoide que nadaba mejor que Mark Espitz y que me daba la impresión de que me miraba de un modo triste, como si me estuviera diciendo: “¡Búscame un óvulo, por favor!”. Y me sigue remordiendo la conciencia porque en aquel momento fui incapaz de conseguirle lo que me pedía y de haberle proporcionado el óvulo necesario para impedir su muerte, en lugar de haber buscado a la mujer dispuesta para contribuir al desarrollo y florecimiento de su vida tal como por naturaleza le habría correspondido, igual que todos los que hemos tenido el privilegio de crecer y de llegar vivir y a conocer a ese portento de humanidad representado por el señor Martínez Camino y por otros ejemplares de vida asombrosa y misteriosamente viable.
Por otra parte, si la doctrina de la jerarquía católica fuera correcta por lo que se refiere a considerar que un embrión es ya un ser humano, ¿por qué se preocupan tanto acerca de su continuidad vital “en este valle de lágrimas”?
-¿Acaso no creéis en la beatífica vida eterna?
-¡¿Cómo que no creemos?! ¡Pues claro que sí!
-Entonces, ¿qué tiene de malo que enviemos a esos embriones, que vosotros consideráis como auténticos seres humanos, a gozar de la dicha inconmensurable de la Vida Eterna, evitándoles así el peligro de las tentaciones terrenales que podrían poner en un gravísimo riesgo la salvación de su alma? Y mucho más, teniendo en cuenta que desde hace unos años se ha cerrado el Limbo y que ¡todos los niños que mueren sin bautizar van directos al Cielo! ¿No sería ese el mejor regalo que les podríamos hacer?
-Pero, ¿quiénes creéis que sois vosotros para arrogaros el derecho de disponer de la vida de nadie? ¡La dignidad de la persona está por encima de cualquier otra consideración!
-Ya sabemos que somos simples humanos y que, según vosotros, nuestras acciones en favor del aborto libre son inmorales, pero ¿seríais capaces de refutar el argumento que os hemos presentado en favor del aborto? ¿No os parece que acciones como las del aborto son la mejor garantía de la eterna salvación para esos embriones que consideráis humanos? La verdad es que, si yo tuviera la fe que vosotros decís tener, me hubiera gustado no haber llegado a nacer y haber sido un simple aborto, pues a estas horas ya estaría gozando de la auténtica vida celestial y no aquí, en las oficinas del paro, en espera de conseguir una mierda de trabajo. Lo de Jesús decís que fue la “Redención del género humano”, pero ¿qué clase de “redención” fue ésa que sólo sirvió a unos pocos en cuanto, según los Evangelios, la mayoría se va a freír eternamente en el Infierno? Lo de las abortistas sí que es una auténtica “Redención”, pues embrión que destruyen, embrión que asciende directo a la Gloria. Decís que seremos castigadas por nuestra acción criminal, por nuestra falta de respeto a “la dignidad humana”, pero si nosotros creyésemos en esa gloria celestial de la que vosotros habláis, no nos habría importado en absoluto que nadie se hubiera olvidado de esa “dignidad”, pues ahora ya haría algún tiempo que estaríamos disfrutando en el Cielo en lugar de estar aquí escuchando vuestra sandeces. Así que, bien está, faltamos al respeto de esa supuesta dignidad de los embriones y sacrificamos nuestra salvación eterna a cambio de la suya. ¡Eso sí que es una Redención segura! Pues así conseguimos para nuestros queridos abortos la mejor vida que pudieran tener: ¡la vida eterna y eternamente feliz!
-¡¡Que Dios os maldiga!! ¡¡Al fuego eterno!!