domingo, 20 de noviembre de 2016

LA FALSA MORAL ABSOLUTA DE LOS DIRIGENTES DE LA SECTA CATÓLICA

LA FALSA MORAL ABSOLUTA DE LOS DIRIGENTES DE LA SECTA CATÓLICA
Los dirigentes de la iglesia católica dicen defender una “moral absoluta”, a pesar de que, de hecho, sólo defienden una moral relativa al servicio de sus fines crematísticos y de poder, y al margen de que una “moral absoluta” sólo sería un absurdo absoluto
La jerarquía católica critica la “moral laica” por tener un carácter relativista, y al mismo tiempo proclama que su propia moral es absoluta porque considera que su fundamento se encontraría en su “Dios”, un supuesto ser personal, dotado de infinitas perfecciones, que sería el creador del Universo y el fundamento de todas las leyes, tanto de las naturales como de las morales. En este sentido Tomás de Aquino defendió la existencia de una ley eterna, ley que englobaba a cualquier otra y cuyo autor era Dios, de quien dependía el Universo, tanto en su existencia como en su devenir temporal. Dicha ley eterna, en referencia al comportamiento humano, se manifestaba como ley natural, que Tomás de Aquino definía como “la participación en la ley eterna de la criatura racional”: Se trataba de la ley moral que debía presidir el comportamiento humano, aunque la libertad del hombre implicaba la posibilidad de optar o no por su cumplimiento. Finalmente Tomás de Aquino hizo referencia a la ley positiva, creada por los hombres para regir su convivencia, ley que, en cuanto se adaptase a la ley natural, tendría un carácter moralmente obligatorio, y, en cuanto se opusiera a dicha ley, había que rechazarla.
Los dirigentes católicos consideran por ello –o eso dicen- que las leyes morales tendrían un valor absoluto por provenir de “Dios”, representando por ello la plasmación de las auténticas leyes [?] que, a su parecer, debían regir la conducta humana.
Tal justificación es simplemente errónea, pues, aunque existiera un dios como ése en el que la jerarquía católica dice creer, no serviría como fundamento para una moral absoluta, pues, como ya explicó acertadamente Kant, la moral que pretendiera guiarse por supuestas leyes emanadas de ese hipotético ser sería heterónoma, es decir, se trataría de leyes cuyo valor no dependería de su propio contenido sino del deseo o del temor relacionado con las consecuencias de obrar o no obrar de acuerdo con ellas, y, por ello mismo, dicha moral sería tan “relativista” como cualquier otra, en cuanto su cumplimiento no se produciría a partir de lo que Kant consideró como el deber moral, es decir, como “la necesidad de obrar por respeto a la ley”[1] sino por la conciencia de los beneficios que derivaban de obrar de acuerdo con ella.
Por ello es muy probable que los dirigentes católicos ni siquiera sepan de qué hablan cuando dicen defender una “moral absoluta” o cuando critican una “moral relativista”, por la sen-cilla razón de que, como más adelante se verá, la supuesta moral absoluta sólo es un absurdo absoluto. Pero, a pesar de todo, al referirse a la “moral relativista” con aparentes gestos de aprensión y escándalo, los dirigentes católicos pretenden conseguir que quienes les escuchan piensen que esa forma de moral es sólo una falsa moral.
2.1. Algunos planteamientos históricos
Así que, a fin de desenmascarar a estos amantes de los disfraces y de la hipocresía, tanto en la vestimenta material como en la ideológica, puede ser conveniente aclarar la diferencia entre una moral relativa o relativista y una moral supuestamente absoluta. Para ello tiene especial interés hacer referencia a diversos estudios filosóficos especialmente importantes por lo que se refiere a la moral y, en especial, a los planteamientos kantianos.
2.1.1. Kant y el imperativo categórico
Kant consideró que en cuanto el comportamiento humano estuviera encaminado a la búsqueda de la felicidad, tal comportamiento era interesado, pues, efectivamente, nadie considera que exista un mérito especial en aquella forma de conducta cuya finalidad se dirija hacia la propia satisfacción o felicidad personal. Por ello, el filósofo de Königsberg, a la hora de referirse a las acciones humanas en cuanto relacionadas de algún modo con un deber, señala la existencia de dos tipos de imperativos o fórmulas para expresar tal deber, de los cuales sólo uno sería la expresión del auténtico comportamiento moral.
Se trata de los imperativos, que él denominó hipotéticos y categórico.
Los imperativos hipotéticos son aquéllos que expresan
“la necesidad práctica de llevar a cabo una acción como medio para algún otro fin que se quiere”[2].
Estos imperativos se expresan mediante cláusulas condicionales. Ejemplos de ellos serían: “Si quieres vivir, debes comer” o “si quieres ser alumno de la facultad, debes matricularte”. Ninguno de ellos expresa un deber moral absoluto, pues  tanto el deber de comer como el deber de matricularse aparecen como subordinados respectivamente al deseo de vivir o al deseo de ser alumno de la facultad, de manera que, si desapareciesen tales fines, desaparecería el deber correspondiente, mientras que el deber absoluto, al no estar subordinado a un fin, conservaría siempre su valor, al margen de cualquier condición.  
Por ello, considera Kant que el imperativo categórico es aquél que expresa el deber incondicional de realizar determinada acción en cuanto represente la concreción de una ley moral de carácter incondicional. O, dicho según palabras del propio Kant,    
“aquél que expresa una acción por sí misma como objetivamente necesaria, sin relación con ningún objeto”[3],
es decir, aquél en el que la acción se realiza por considerarla un deber incondicional, al margen de que conduzca o no a la felicidad o a la consecución de cualquier otro objetivo deseado.
En principio y desde la perspectiva kantiana, un ejemplo de tal imperativo categórico podría ser “se debe decir siempre la verdad”, pues, según él, tal comportamiento se mostraría al hombre como un valor moral en sí mismo, al margen de las ventajas o de los inconvenientes que derivasen de obrar o no de acuerdo con él.
Precisamente por esa diferencia esencial entre el imperativo hipotético, en el que el deber queda subordinado al querer, y el imperativo categórico, en el que el deber se mostraría como incondicional y absoluto, considera Kant que el imperativo categórico constituye el único y auténtico imperativo moral a causa de su carácter desinteresado y de su relación con un deber absoluto e incondicional, mientras que los imperativos hipotéticos se relacionarían con la técnica (cómo debo actuar para construir una casa, una mesa, etc. en cuanto de hecho quiera conseguir uno de tales objetos) o con la prudencia (cómo debo actuar para conseguir un objetivo irrenunciable, como lo es la felicidad).
Sin embargo, a continuación se verá que el supuesto imperativo categórico es en realidad un imperativo hipotético y que, en definitiva, todos los imperativos son hipotéticos. A su vez, si los imperativos hipotéticos sólo pueden servir de fundamento para una moral relativista, y, si el imperativo categórico es el único que podría fundamentar una moral absoluta, pero se demuestra que tiene en realidad carácter hipotético, la conclusión que deriva de estas consideraciones es la de que toda moral tiene un valor relativo.
El imperativo categórico indicaría, según Kant, cómo se debe actuar, dando por hecho que existe el deber de actuar de un determinado modo, con independencia de cualquier deseo o de cualquier utilidad que pudiera conseguirse como resultado de tal forma de actuar. Por ello, lo que, según Kant, hay que calificar de moral o inmoral es la voluntad, según la máxima que le sirva de guía para su conducta, y, por ello, el hombre sólo sería plenamente moral en cuanto su voluntad le moviese a actuar exclusivamente por la consideración de la acción como un deber y no por la consideración de la acción como un medio para conseguir un fin ajeno al del mero cumplimiento del deber. En este sentido, la veracidad, como conducta que estuviera de acuerdo con ese imperativo moral, debería producirse en cuanto el hombre “comprendiese” [?] que el comportamiento veraz era una ley moral con un valor absoluto y, en consecuencia, decidiese actuar de acuerdo con dicha ley sin más finalidad que la de cumplir con ella por representar un deber. En este sentido Kant define el deber moral como
“la necesidad de obrar por respeto a la ley”[4].
Sin embargo, esta doctrina, en apariencia tan desligada del interés egoísta, plantea un dilema cuyo esclarecimiento demuestra la inconsistencia del planteamiento kantiano.
Efectivamente, cuando uno realiza determinada acción, en principio podría plantearse el dilema según el cual o bien actúa por la consideración del bien que existe o deriva de dicha acción, o bien actúa por la consideración de que tal forma de conducta representa un deber por ella misma. Ahora bien, si se atiende al bien que deriva de dicha acción para considerarla como un deber, en tal caso dicha acción será un ejemplo de imperativo hipotético, pues será la consideración de dicho bien (fin deseado) la que conduzca a la realización de la acción correspondiente, y, por ello mismo, ésta no aparecerá como un fin en sí misma. Pero, si no se tiene en cuenta el bien como criterio para establecer el deber de realizar tal acción, en tal caso lo más lógico sería tratar de averiguar por qué la realización de tal acción tendría que representar un deber absoluto, pues, en el caso de no presentar justificación alguna, su adopción como un deber sería simplemente irracional.
Kant no se planteó en ningún momento el problema de la justificación del deber en un sentido absoluto sino que, influido por la moral protestante y muy posiblemente por Rousseau, consideró la existencia de dicho deber como una especie de dato inmediato de la conciencia que no requería de justificación alguna. Por otra parte, no habría podido dar respuesta a la segunda parte del dilema planteado, es decir, no habría podido justificar la existencia de deberes absolutos, pues, como ya indicó Aristóteles y posteriormente el mismo Tomás de Aquino, todas las acciones se dirigen a un determinado fin en el que consideramos que hay un bien, al margen de que podamos equivocarnos en la elección del mejor bien realizable en un momento dado. Por ello, el supuesto deber absoluto dejaría de serlo para convertirse en relativo, en cuanto subordinado a tal bien. Esto se entiende más fácilmente considerando el ejemplo que los dirigentes católicos ponen para justificar el supuesto valor absoluto de su moral, alegando que se trata de una moral cuyo origen se encuentra en su dios y no en lo que el hombre decida considerar como moral. Pues, en relación con tal alegación, suponiendo que un dios existiera y quisiera mandar hacer algo, uno podría plantearse, por qué era un deber absoluto hacer lo que ese dios mandase.
Como respuesta a esta pregunta cabrían varias posibilidades, como las siguientes:
a) porque, si obedezco, iré al “Cielo”;
b) porque, si no obedezco, iré al “Infierno”;
c) porque lo que el dios de los católicos manda es bueno.
Ahora bien, la respuesta a convertiría la obediencia al dios católico en un imperativo hipotético ya que, como diría Kant, en tal caso uno obraría por un fin que desea; la respuesta b tendría esa misma característica, porque uno actuaría para evitar un resultado que le repele, como es el de ser condenado al “Infierno”; y la respuesta c, aunque pueda parecer otra cosa, vuelve a ser otro ejemplo de imperativo hipotético en cuanto hacer algo porque sea bueno equivale a hacerlo por aquellos objetivos que, de manera más o menos explícita, están contenidos en el concepto de bueno, como deseable, apetecible, agradable, conducente a la propia felicidad, pues, tal como ya escribió Spinoza, 
“no nos esforzamos en nada, ni queremos, apetecemos o de-seamos cosa alguna porque la juzguemos buena; sino que, por el contrario, juzgamos que una cosa es buena porque nos esforzamos hacia ella, la queremos, apetecemos y de-seamos”[5],
lo cual equivale a afirmar que decir que algo sea bueno en sí mismo o un bien en sí mismo es una expresión carente de sentido, ya que bueno o bien son conceptos relativos que hacen referencia a aquello que nos satisface o nos proporciona determinado bienestar y, por ello, la respuesta c es propia igualmente de un imperativo hipotético, pues no se dice que determinada acción sea “buena en sí misma” sino que es buena para algo
En consecuencia, no hay modo de justificar el deber por el deber, que es lo que Kant pretendía lograr mediante el imperativo categórico. Y así, su distinción entre ambos tipos de imperativos tuvo la importancia de servir, si no para demostrar la existencia del imperativo categórico, sí para aclarar que en realidad el único tipo de imperativo racional era el hipotético y, en consecuencia, que toda moral tiene un carácter relativo –o relativista-, de manera que en todo caso el deber queda subordinado al querer.
Por ello, la pretendida moral absoluta, al exaltar la idea del deber como autosuficiente, sería irracional, tanto por afirmar la existencia de un misterioso deber, más allá y por encima de los propios deseos e intereses de cada uno, como por no poder dar una explicación del criterio que pudiera servir para reconocer cuándo un supuesto deber absoluto realmente lo era, al margen de que hubiera afirmado, que no demostrado, que el hombre, como ser racional, era un fin en sí mismo que debía ser siempre respetado y, en este sentido, las leyes morales tendrían como principio último el hecho de que todas ellas fueran manifestaciones de tal respeto. 
2.2. La moral de los dirigentes de la secta católica
Pasando ahora al análisis de la moral católica es evidente que, al igual que cualquier otra, se trata de una moral relativa porque, al margen de que los dirigentes católicos pretendan que su fundamento se encuentra en su dios, considerado como ser supremo del que todo depende, a la hora de seguir o no las nor-mas supuestamente establecidas por ese dios es siempre el ser humano quien desde su propia racionalidad se pregunta por qué debería cumplir tales normas. Y, cuando se pretende responder a esa pregunta, surgen las mismas respuestas que antes se han pre-sentado, respuestas que implican que tales imperativos sólo tie-nen sentido como hipotéticos, es decir, como deberes subordi-nados a la previa existencia de un bien que se desea conseguir, y, por ello mismo, deberes propios de una moral relativista.
Son muchas las ocasiones en que en la Biblia aparecen ejemplos de imperativos hipotéticos presentados mediante pro-posiciones con una estructura sintáctica peculiar que sin excesivos esfuerzos puede transformarse sin cambiar su sentido en imperativos hipotéticos, de manera que queden convertidos en proposiciones moleculares con una cláusula condicional y una proposición principal con un verbo de deber tal como sería la proposición: “Si quieres conseguir X, entonces debes hacer Y”, de forma que ese “debes hacer Yaparece subordinado al hecho de que “quieras conseguir X, mientras que en ningún caso aparece una estructura en la que el deber de hacer X se plantee con independencia de la existencia de algo que se quiera y que se consiga haciendo X. Así sucece, por ejemplo, en los siguientes ejemplos bíblicos:
1) “Jacob hizo también esta promesa:
    -Si Dios está conmigo […] y si puedo volver sano y sal-vo a casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios […] y de todo lo que me des te daré el diezmo”[6].
2) “...si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y te acuerdas de mí, si no olvidas a tu siervo y le das un hijo varón, yo lo consagraré al Señor por todos los días de su vida”[7].
3) “Poned en práctica todos los mandamientos que yo os prescribo hoy. De esta manera viviréis, os multiplicaréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor prome-tió con juramento a vuestros antepasados”[8].
4) “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”[9].
5) “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos”[10].
6) “[Judas Macabeo] actuó recta y noblemente, pensando en la resurrección. Pues si él no hubiera creído que los muertos habían de resucitar, habría sido ridículo y superfluo rezar por ellos”[11].
7) “...hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley”[12],
8) “...arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados”[13].
Estos pasajes representan ejemplos evidentes de una moral relativa, pues la norma o el precepto supuestamente moral queda subordinado a que se cumpla determinada condición:
-en 1, a que Dios esté conmigo […] y a que pueda volver sano y salvo a casa de mi padre;
-en 2, a que Dios se digne mirar la aflicción de su sierva, se acuerde de ella y le dé un hijo varón;
-en 3, a que queráis vivir una larga vida, tener una gran descendencia y queráis tomar posesión de la tierra prometida;
-en 4, a que se quiera entrar en la vida eterna;
-en 5 y en 6, a que los muertos no resuciten;
-en 7, a que se quiera alcanzar la salvación por medio de la fe en Cristo; y
-en 8, a que sean borrados los pecados.
Y, como Aristóteles y el mismo Tomás de Aquino indican, el deseo de la felicidad es irrenunciable. Por ello, el deseo de la felicidad en la vida eterna –en cuanto uno fuera católico y creyese en dicha posibilidad- iría de la mano con el “deber de” com-portarse de acuerdo con los mandamientos de Moisés, del mismo modo que van unidos el deseo de ascender el Everest y el “deber de” –en el sentido de “tener que”- esforzarse por conseguirlo mientras tales esfuerzos no llegue a anular el atractivo del fin que se desea lograr.
Pero, tal como señaló Kant, esos planteamientos serían formas de imperativos hipotéticos y, por ello mismo, de imperativos propios de una moral relativista por su carácter interesado, es decir, por la subordinación del deber al querer.
2.3. Otros planteamientos relativistas acerca de la moral
Como complemento de este análisis puede resultar útil hacer una breve referencia a otros planteamientos morales, como los de Aristóteles, Epicuro, D. Hume, B. Russell y F. Nietzsche  para terminar de ver que moral y relativismo van siempre unidos de modo inevitable, y para terminar de ver igual-mente que la supuesta moral absoluta defendida por los dirigentes de la secta católica en realidad carece de sentido a no ser que la llamen “absoluta” sólo porque proclaman que su autor sería su propio dios, considerado como ser supremo, creador de todo y, por ello mismo, creador de las leyes morales absolutas que, a su parecer, deberían regir la conducta humana. Sin embargo, tal argumento sería incorrecto, pues desde un punto de vista lógico no hay conexión entre la idea de que el dios católico pretendiese imponer determina-das leyes morales y el hecho de que el ser humano tuviera el deber absoluto de obedecerlas, sin consideración alguna respecto a los beneficios o perjui-cios derivados de acatar o no tales leyes.   
2.3.1. Aristóteles.- En líneas generales, aunque en algunos momentos Aristóteles defendió en su ética algunos planteamientos intuicionistas de origen platónico, la ética de su madurez tuvo un carácter relativista porque en ella las acciones no se consideran buenas o malas en sí mismas –como sucedía con el intuicionismo- sino buenas o malas en cuanto encaminen adecuadamente al individuo a la consecución del fin más propio del hombre.
Aristóteles (384-322 a. C.) consideró que tal fin era la felicidad, pero señaló que no todos estaban de acuerdo acerca de qué forma de vida era la más adecuada para alcanzar tal objetivo. Por ello dedicó algunos capítulos de su ética a esclarecer en qué podía consistir la felicidad para el hombre, llegando a la conclusión de que consistía en una forma de vida acorde con su naturaleza. Y, en cuanto consideró que la esencia o naturaleza del ser humano consistía en su racionalidad, llegó finalmente a la conclusión de que la felicidad humana debía consistir en la vida teorética, relacionada con la actividad del pensamiento (teoría) aplicada al conocimiento de las realidades más perfectas.
En segundo lugar y en cuanto el hombre es una realidad social, Aristóteles concedió también un valor especial a la vida política, es decir, a la vida dedicada al bien común de la polis, aunque esta valoración la hizo más teniendo en cuenta la propia satisfacción individual de ser valorado y admirado por la pólis que por considerar que el hombre tuviera la obligación absoluta de actuar guiándose por la búsqueda del bien común.
Y así, su ética tuvo un carácter relativista, al subordinar el valor moral de cualquier acción al hecho de que fuera valiosa por representar una proyección de la esencia racional humana –en la cual consistiría la felicidad para el hombre- o por conducir a una satisfacción personal como consecuencia de la valoración ajena en cuanto el ser humano, como realidad social, no es indiferente a los juicios sociales acerca de su conducta y en cuanto el bien común repercute en el bien individual.
2.3.2. Epicuro.- Una perspectiva similar acerca de la moral fue la defendida por Epicuro (341-270 a.C.), quien, al igual que Aristóteles, consideró que el fin último de la vida era la felicidad, pero identificando la felicidad con el placer. En este sentido escribió:
“El placer es punto de partida y fin de una vida bienaventurada”[14].
Sin embargo, entendió que una vida feliz no se producía por medio de los placeres de la comida, de la bebida o de la sexualidad, sino a través de aquellos que causan la
“liberación de dolor en el cuerpo y de turbación en la mente”[15].
Consecuente con este planteamiento, consideró que las virtudes no representaban valores en sí mismas, sino que eran medios cuyo valor depen-día del placer a que condujesen, hasta el punto de considerar que incluso la amistad y el bien de los demás se buscan porque provocan la propia felicidad, y afirmó en consecuencia que la justicia “no es algo en sí”, sino “una especie de pacto de no dañar ni ser dañado”, teniendo, como todas las demás virtudes, un valor relativo, relacionado con el propio interés y la propia felicidad.
Vemos así que los planteamientos morales de Aristóteles y de Epicuro tienen un carácter relativista en cuanto no consideran que los actos humanos tengan un valor moral en sí mismos sino que sólo son medios para alcanzar la propia felicidad, al margen de cuál sea la actividad en que consideren que ésta se encuentra.
 2.3.3. D. Hume.- Por su parte, en el siglo XVIII, D. Hume (1711-1776) defendió una forma de moral relativa bastante similar a la de Epicuro y consideró que los juicios morales no derivan de la razón sino del sentimiento, pues la razón es sólo un instrumento que nos muestra el camino para alcanzar un determinado fin, pero no es ella la que establece los fines de la conducta. Afirma, por ello, que
“no es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo”[16],
pues es sólo el sentimiento de simpatía o de rechazo –y no la razón- el que nos lleva a aprobar o a condenar las diversas acciones según contribuyan o no a un aumento de la felicidad, especialmente a nivel individual pero también a nivel colectivo. En cualquier caso, el deber queda totalmente relativizado al depender de la existencia de un sentimiento, el cual se convierte en el auténtico motor de la conducta.
Hume presenta una explicación del fenómeno de la moral a partir de la naturaleza humana. Si la tradición cristiana había tratado las cuestiones morales desde una relación de dependencia con respecto a las cuestiones teológicas, considerando a su dios como legislador absoluto del universo a través de la ley eterna, y a través de la ley natural que, según Tomás de Aquino, era el fundamento de la moral, en el planteamiento de Hume el criterio de moralidad se trasladó desde la supuesta trascendencia divina a la subjetividad humana.
La filosofía moral de Hume se sitúa en esta nueva perspectiva, que, por lo demás, no era tan nueva, pues ya había sido defendida en los primeros siglos de la Filosofía por los sofistas, los cirenaicos, los cínicos, Aristóteles y Epicuro. Hume había criticado el valor de la religión; en consecuencia, si seguía defendiendo el valor de la moral, había de hacerlo desde fundamentos ajenos a los de carácter teológico o religioso. Consideró, en consecuencia, que, al igual que cualquier conocimiento, la moral debía quedar fundamenta-da a partir de la aplicación del método experimental y que ya era hora de que los hombres rechazasen
“todo sistema de ética, por sutil e ingenioso que sea, si no está fundado en los hechos y en la observación”[17].
Por otra parte, para Hume el valor de la moral era evidente, puesto que en todo tiempo y lugar se pronunciaban juicios y calificativos morales acerca de las diversas formas de conducta. Por ello, para explicar el fenómeno de la moral, desde el principio de sus investigaciones Hume se centró en una perspectiva antropocéntrica y en consecuencia, consideró que
“todo lo que contribuye a la felicidad de la sociedad se recomienda por sí mismo, y de modo directo, a nuestra aprobación y buena voluntad. He aquí un principio que explica en gran parte el origen de la moralidad”[18].
Con una buena dosis de sentido común, Hume indicó que la moral no sólo se centra y encuentra su fundamento en el hombre sino que además no pretende otra cosa que señalar la clase de normas que pueden propiciar el máximo de felicidad al conjunto de los hombres. Criticó, en consecuencia, la postura de quienes defienden una moral de sacrificios y privaciones, manifestando que la virtud
“no nos habla de inútiles austeridades y rigores, de sufrimientos y negación de sí mismo. Declara que su único propósito es hacer a sus seguidores y a toda la humanidad [...] alegres y felices. Y nunca, voluntariamente, priva de ningún placer, a no ser con la esperanza de una compensación mayor en otro período de sus vidas. La única preocupación que ella exige es la de un cálculo justo de la mayor felicidad y una preferencia constante por ella. Y si se le aproximan austeros hipócritas, enemigos de la alegría y del placer, los rechaza como hipócritas y engañadores, o, si los admite en su cortejo, son situados entre los menos favorecidos de sus partidarios”[19].
En contra de los filósofos que pretendían que la razón era el origen de las distinciones morales, Hume trata de demostrar que
“la razón por sí sola nunca puede motivar un acto de la voluntad”
de manera que
“nunca puede oponerse a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad”[20].
Hume analiza esta cuestión porque considera que
“nada es más corriente en filosofía, e incluso en la vida corriente, que hablar del combate entre la pasión y la razón, dar la preferencia a la razón y afirmar que los hombres sólo serán virtuosos cuando adapten sus actos a los dictados de ella”[21].
Como prueba de lo contrario, observa que la razón, en cuanto se ocupa de las relaciones entre las ideas, nunca es la causa de la acción:
“…las matemáticas son útiles en todas las operaciones mecánicas, y la aritmética lo es en casi todo oficio y profesión, pero no es por sí mismas por lo que tienen influencia”[22].                                                                                                                  No influyen, pues, en los actos a no ser que tengamos un propósito que no esté determinado por las matemáticas. Por otra parte, la razón interviene además en la formación del conocimiento probable de la realidad empírica, conocimiento en el que aplicamos la relación de causalidad. A través de estos conocimientos podemos observar que, cuando cualquier objeto nos causa placer o dolor, sentimos una emoción subsiguiente de atracción o aversión y, en consecuencia, tratamos de conseguirlo o de evitarlo. La razón nos sirve en tal caso para orientarnos a fin de conseguir nuestros propósitos, pero no es ella quien los establece:
“La propensión o aversión hacia un objeto se deriva de la esperanza de placer o dolor”[23].
Así pues, la razón por sí sola no puede nunca producir ninguna acción y, en consecuencia,
“tampoco es capaz de impedir la volición o de disputar la preferencia a cualquier pasión o emoción, lo cual es una consecuencia necesaria”.
La conclusión de todo esto es que
“la razón es y debe ser solamente la esclava de las pasiones, y no puede pretender otra misión que el servirlas y obedecerlas”[24],
de manera que no es ella sino la atracción y la aversión, surgidas a partir de la experiencia de placer o dolor, las causas de la acción humana. La razón sólo interviene como instrumento de la pasión; sirve para indicarnos los medios para conseguir determinado fin, pero no para establecerlo. En definitiva: La razón no puede justificar ni condenar ninguna pasión y, por ello,
“No es contrario a la razón el preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo. No es contrario a la razón que yo prefiera mi ruina total con tal de evitar el menor sufrimiento a un indio o a cualquier persona totalmente desconocida”[25].
A partir de estas consideraciones Hume afirma que
“las distinciones morales no se derivan de la razón”[26],
sino del sentimiento. Y para demostrar esta afirmación indica que
“dado que la moral influye en las acciones y afecciones, se sigue que no podrá derivarse de la razón, porque la sola razón no puede tener nunca una tal influencia [...]. La moral suscita las pasiones y produce o impide las acciones. Pero la razón es de suyo absolutamente impotente en este caso particular. Luego las reglas de moralidad no son conclusiones de nuestra razón”[27].
Como complemento al esquema de la ética de Hume, conviene repasar su importante reflexión acerca de la imposibilidad de deducir juicios prescriptivos o de “deber” a partir de juicios descriptivos o de “ser”. El texto en el que se plantea esta cuestión es el siguiente:
“En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuan-to que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común de esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad”[28].
Desde este planteamiento Hume hacía patente que a partir de cómo son las cosas en ningún caso puede “deducirse” cómo se deba actuar, o que desde una perspectiva estrictamente lógica es ilegítimo el paso del “ser” al “deber ser”. Es decir, así como, de acuerdo con la lógica, a partir de la aceptación de las proposiciones “todo ser humano es mortal” y “los irlandeses son seres humanos” se podría concluir en la proposición “los irlandeses son mortales”, sin embargo, a partir de proposiciones cuyo enlace entre sujeto y predicado sea “es” o “son” no es posible extraer una conclusión cuyo enlace entre sujeto y predicado sea “debe ser” o “deben ser”. Por ejemplo, a partir de la proposición “los asesinos son insociables” no hay regla lógica que permita concluir en la proposición “no se debe ser asesino”. Para poder obtener dicha conclusión desde las reglas de la lógica habríamos necesitado al menos de una premisa auxiliar que ya contuviera el nexo “debe”, como sería “no se debe ser insociable”. Sin embargo, el problema de la demostración del deber sólo quedaría aparentemente resuelto, ya que nuevamente volvería a plantearse a propósito de la justificación de esta última premisa.
Tengamos en cuenta, además, que incluso en el caso de pretender fundamentar el deber en la voluntad de Dios, como hacen los dirigentes católicos, el problema seguiría siendo el mismo, pues a partir de premisas como “Dios es el creador del hombre” y “Dios ordena que obedezcamos sus mandatos” no se sigue lógicamente la conclusión “el hombre debe obedecer los mandatos de Dios”, a no ser que previamente introduzcamos una premisa auxiliar que diga “todo ser creado debe obedecer las órdenes de su creador”; pero con ello reaparece el problema, referido esta vez a la nueva premisa: Habría que demostrar ahora que “todo ser creado deba obedecer las órdenes de su creador”. Cuando, a pesar de estas consideraciones, se busca una salida para esta dificultad, se suele recurrir a respuestas como la consistente en afirmar que “lo que el Creador manda es bueno”, pero ya antes se ha indicado que “bueno”, como afirmaba Spinoza, equivale a “lo que uno desea”; así que, cuando se afirma que “se debe hacer lo que el Creador manda porque lo que el Creador manda es bueno”, se estará afirmando que “se debe hacer lo que el Creador manda porque lo que el Creador manda es lo que uno desea”, y, por ello, al margen de lo superfluo que resulta mandarle a uno que haga lo que desee, puesto que lo hará inevitablemente con tal que pueda, el deber deja de presentar su ilusoria aureola moral para aparecer en su auténtica dimensión de medio al servicio de un fin deseado, que es el que se corresponde con el imperativo hipotético kantiano, del que el propio Kant opinaba que no podía tener valor moral, a pesar de ser el único que lo tiene, aunque sea dentro de una moral relativa.
2.3.4. B. Russell.- Por esta misma razón en una línea similar a la de Hume y frente al intuicionismo de Moore, que pretendía que había acciones buenas en sí mismas, desde una moral igualmente relativista al estilo de la de Hume, B. Russell (1872-1970), que había pasado por una etapa intuicionista al estilo de Moore, escribió después que ya no creía “en valores objetivos”[29], pues
“en el mundo de los valores, la Naturaleza es neutral, ni buena ni mala, sin que merezca la admiración ni la censura. Nosotros somos los creadores de los valores y nuestros deseos son los que confieren valor”[30].
En esta nueva etapa de su pensamiento considera, al igual que Hume, que la conducta humana viene regida por el deseo, de manera que los con-ceptos de bien y de mal se definen por su relación con él. Aprendemos socialmente a aplicar la palabra “bueno” a las cosas deseadas por el grupo social al que pertenecemos, pero, de acuerdo con Spinoza, declara Russell que “decimos que algo es ‘bueno’ cuando lo deseamos, y ‘malo’ cuando le profesamos aversión”.
Por lo que se refiere al deber, afirma:
“lo que ‘debemos’ desear es simplemente lo que otra persona desea que deseemos. Generalmente es lo que las autoridades desean que deseemos [...] Fuera de los deseos humanos no hay principio moral[31].
Russell, como partidario que es del determinismo, rechaza también desde esa perspectiva las ideas de responsabilidad y de culpa:
“Cuando un hombre actúa de forma que nos molesta, queremos pensar que es malo, nos negamos a hacer frente al hecho de que su conducta molesta es un resultado de causas antecedentes que, si se las sigue lo bastante, le llevan a uno más allá del nacimiento de dicho individuo, y por lo tanto a cosas de las cuales no es responsable en forma alguna”[32].
Para Russell -igual que para A. Ayer-, hablar de “libertad” en un sentido no determinista equivaldría a hablar de azar. Considera, en consecuencia, que
“la alabanza y la censura, las recompensas y los castigos y todo el aparato del derecho penal son racionales en una hipótesis determinista, pero no en la hipótesis del libre albedrío, ya que son mecanismos apropiados para causar voliciones que están en armonía con los intereses de la comunidad, o con lo que se cree que son sus intereses [...] El asesinato es castigado, no porque sea un pecado y es bueno que los pecadores sufran, sino porque la comunidad desea impedirlo, y el temor al castigo hace que la mayoría de la gente se abstenga de cometerlo. Esto es per-fectamente compatible con la hipótesis determinista, y completamente incompatible con la hipótesis del libre albedrío”[33].
En esta misma página Russell explica que los castigos serían incompatibles con el libre albedrío en cuando no serían de ninguna utilidad,
“ya que no habría forma de influir en las acciones de los hombres”[34],
siendo precisamente ésa la misión de los castigos.
Por este motivo Russell critica también la idea de “pecado” y la doctrina que defiende el castigo por el castigo mismo, con independencia de su utilidad para corregir conductas contrarias al interés general:
“De esto se deduce que el libre albedrío no es esencial en ninguna ética racional, sino sólo en la ética vengativa que justifica el infierno y sostiene que ‘el pecado’ debe ser castigado sin tener en cuenta si el castigo puede producir un bien. Deduzco también que ‘el pecado’ [...] es un concepto erróneo, calculado para producir una crueldad innecesaria y un deseo de venganza”[35].
Consecuente con este punto de vista, Russell concluye afirmando:
“si fuera posible hacer creer a la gente que los ladrones son enviados a la cárcel, mientras que en realidad se les hace felices en alguna isla remota de los mares del Sur, esto sería mejor que el castigo; la única objeción a este proyecto es que tarde o temprano se divulgaría, y entonces se produciría una oleada de robos”[36].
2.3.5.  F. Nietzsche.- Si el pensamiento de Hume y el de Russell fueron especialmente perspicaces al señalar la imposibilidad de inferir juicios de deber a partir de juicios de ser o al entender que el único origen del deber se encuentra en los deseos humanos, por su parte F. W. Nietzsche (1844-1900) atacó todavía de forma más directa y radical no sólo el valor del deber sino, en general, el valor de la moral en general, al proclamar:
“no hay fenómenos morales, no hay más que interpretaciones morales de los fenómenos”[37].
Consecuente con este punto de vista, rechazó de raíz la idea del deber considerando abiertamente que no existe nada ante lo cual deba someterse el propio querer, que no existe nada que tenga por qué estar por encima de la manifestación de nuestro ser más propio a través de aquellas acciones que lo expresan.
La liberación frente al deber no sólo tiene un sentido de rebelión frente a la moral tradicional del sometimiento, negadora de los valores vitales y producto del resentimiento, sino también un sentido positivo, que se produce cuando el hombre se convierte en “creador de valores” y consigue acceder a una visión transfiguradora de la realidad y de la vida, inspirada por la idea del juego inocente, “más allá del bien y del mal”, por la afirmación del valor de la vida como arte y por la consecuente valoración positiva del “eterno retor-no” de lo mismo, de cada uno de los momentos de la vida, que eternamente se repiten. En este sentido, en Así habló Zaratustra Nietzsche habla de las “tres transformaciones del espíritu”:
“Os indico las tres transformaciones del espíritu: la del espíritu en camello, la del camello en león y la del león en niño”[38]
El camello simboliza al hombre cargado con el peso de los supuestos “deberes morales objetivos”, o, lo que es lo mismo, de aquella forma de moral que pretendiera basarse en el “imperativo categórico” kantiano, carente por completo de fundamento; el león simboliza al hombre que consigue liberarse de las ataduras de la moral, al hombre que frente al “tú debes” proclama de manera desafiante: “¡Yo quiero!”, convirtiéndose de este modo su voluntad en el único origen de sus actos; el niño, finalmente, representa la última transformación exigida para que la voluntad del hombre se convierta en un juego creador que establezca nuevas tablas de valores:
“Es el niño inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento, un santo decir ‘sí’. Sí, hermanos míos, para el juego de la creación es necesaria una santa afirmación”[39].
El niño no se limita a un “¡yo quiero!” como simple reacción contra el “Yo debo”, sino que su conducta es una manifestación de su propio ser y, por eso, Nietzsche expresa esta forma de comportarse con la expresión “Yo soy”.
A estas alturas parece evidente que la moral absoluta representa el polo opuesto de aquello que en un sentido especial podría entenderse como “la moral de Nietzsche”, totalmente desligada de la idea de deber y unida a la de espontaneidad creadora.
 2.4. La Biblia  defiende una moral relativista
Por otra parte y al margen del análisis crítico de la supuesta moral absoluta de la secta católica, tiene interés hacer referencia a una serie de pasajes bíblicos en cuanto a través de ellos puede comprobarse en la misma la actuación de Yahvé, de Jesús y de otros personajes destacados, que no sólo no sirven como prueba de la existencia de una moral absoluta sino que ni siquiera sirven como ejemplos de una moral relativa simplemente humanista.
Así sucede, por ejemplo, con la Ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”[40], tan alejada de la moral del perdón, defendida, aunque sólo hasta cierto punto y de manera incon-gruente, por Jesús. Y digo “sólo hasta cierto punto” porque, al margen de que él predicase el perdón, en realidad lo que en diversos momentos mostraba con sus amenazas –o las de quienes escribieron los evangelios y otros escritos similares- era peor todavía que la Ley del Talión, pues se trataba de la aplicación de dicha ley en su grado máximo de crueldad, consistente en aplazar la venganza, dejándola para el momento del castigo eterno del Infierno. En este sentido, escribe Pablo de Tarso:
“Puesto que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los que sufrís, descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] aparezca entre llamas de fuego y tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”[41].
Resulta asombroso que, a pesar de las ocasiones en que los dirigentes de la Iglesia católica hablan de la “redención” de Cristo, luego se insista en tantas ocasiones en la doctrina del Infierno para “los malos”. ¿De qué sirvió entonces aquella teórica redención? ¿De qué sirve la supuesta misericordia infinita del dios de los católicos? ¿Acaso no es una contradicción afir-mar que ese dios es amor y misericordia infinita y a la vez considerarle capaz de aplicar al ser humano un castigo eterno, un castigo que no sirve para otra cosa que para satisfacer una caprichosa sed infinita de venganza?
Pero, en cualquier caso, lo que aquí se está analizando es el fundamento de la moral de la secta católica y, en este sentido se observa nuevamente que, con el recurso al Infierno, se introduce de nuevo un imperativo hipotético como base de esa moral: “Si quieres no ser condenado al Infierno, debes cumplir la ley del dios judeo-cristiano”.
Por otra parte y al margen de esa pervivencia de la Ley del Talión elevada al infinito que implica la condena al Infierno, y al margen del relativismo moral –en el sentido kantiano- que preside los puntos de vista de estos planteamientos bíblicos y de la secta católica, hay multitud de ejemplos en la Biblia de com-portamientos radicalmente opuestos a la misma ley de ese supuesto dios que, sin embargo, no son objeto de condena. Se trata, por una parte, del comportamiento del propio Yahvé, que actúa con crueldad, con espíritu vengativo, de manera despótica, sanguinaria y sin compasión, como se ha podido ver a lo largo de este estudio en relación con innumerables pasajes del Antiguo Testamento, que -no se olvide- es para los dirigentes de la secta católica tan palabra de su dios como el Nuevo Testamento.
Alguien podría replicar que un dios omnipotente –en el caso de que existiera- estaría por encima de cualquier norma moral, y tendría razón en esta réplica en cuanto, como Ockham señaló, la omnipotencia divina implica que no puede haber ley alguna a la que un dios así deba estar sometido sino que el valor de cualquier norma moral derivaría de la propia voluntad divina, que así lo habría querido. Pero, en cualquier caso, no deja de resultar llamativo y desconcertante que el supuesto dios judeo-cristiano no predique con el ejemplo, pues lo que él hace coincide en muchas ocasiones con lo contrario de lo que exige en los mandamientos que se le atribuyen. Y, de nuevo, esta radical diferencia entre lo que el dios bíblico habría ordenado al hombre y el modo según el cual él mismo habría actuado –según se expone en la mayoría de los libros bíblicos, como el de Josué- es una prueba más del relativismo moral que de hecho puede observarse en esos “escritos sagrados” [?], tan llenos de actos de crueldad, de odio, de despotismo y de injusticia, realizados por el propio Yahvé.
2.4.1. Edificantes ejemplos bíblicos de “moral absoluta” de la secta católica.
A continuación se exponen y comentan una serie de pasajes bíblicos que sirven como una pequeña muestra de lo que supues-tamente habrían sido ejemplos divinos de comportamiento de acuerdo con la particular “moral absoluta” [?] antes criticada:
a) Como en otras ocasiones se ha podido ver, se exponen a continuación dos textos evidentemente antropomórficos en los que los sacerdotes de Israel se recrean proyectando en su Dios las fantasías más aterradoras que se les ocurren para asustar a su pueblo y tenerlo dominado por el pánico al imaginar a Yahvé encolerizado hasta el punto de ordenar la serie barbaridades que se narran, de forma que, si hubiese que tomar ejemplo de Yahvé para saber cómo se debe actuar, el resultado sería el de guerras continuas y sanguinarias, llenas de crueldad y, como dice el texto a2, “sin piedad”. En efecto, se dice en los pasajes correspondientes:
a1) “[Así dice el Señor todopoderoso, Dios de Israel] Les haré comer la carne de sus hijos y de sus hijas, y se devorarán unos a otros en la angustia del asedio y en la miseria a que los reducirán los enemigos que buscan matarlos”[42].
a2) “Así dice el Señor todopoderoso: […] Así que vete, castiga a Amalec y consagra al exterminio todas sus pertenencias sin piedad; mata hombres y mujeres, muchachos y niños de pecho, bueyes y ovejas, camellos y asnos”[43].
¿Qué clase de dios y qué criterio moral seguiría aquél que ordenase a los hombres “comer la carne de sus hijos y de sus hijas” y devorarse unos a otros? Y, sin embargo, se trata, según los dirigentes de la secta católica, del mismo dios que más adelante ordenará: “amaos los unos a los otros”.
Pero, ¿qué clase de moral subyace en tal forma de compor-tamiento? La contradicción es evidente, de manera que desde estos planteamientos resulta imposible guiarse por una moral como ésa –si es que tuviera sentido llamarla “moral”-, tan incoherente y contradictoria. Aparte del absurdo general de estos textos referidos a Yahvé, nos encontramos con el absurdo particular de que en ambos –que ni mucho menos son los únicos- se habla ¡de comer o de matar a niños, a niños de pecho, a seres absolutamente inocentes! Es difícil imaginar una monstruosidad mayor y, sin embargo, tal monstruosidad es la que comete o manda cometer esa supuesta divinidad tan sádica, que no busca castigar a fin de corregir al descarriado, a fin de conducirlo por la senda del bien sino que la finalidad de su castigo es el castigo mismo, lo cual sigue siendo una absurda prolongación de aquella “Ley del Talión” que Jesús parecía haber querido abolir, aunque lo que hizo fue aplicarla en grado extremo con sus constantes amenazas relacionadas con el fuego eterno del Infierno.
b) De nuevo, en el texto que sigue, aparece el Señor, Yahvé, como autor de salvajadas sin nombre, como la de alentar el asesinato de muchachos, doncellas, ancianos y ancianas de manera absolutamente despótica, impulsado por un odio irracional. Dice el texto en cuestión:
“El Señor mandó contra ellos al rey de los caldeos, que mató a espada a sus jóvenes en el santuario mismo, sin perdonar a nadie, ni muchacho ni doncella, ni anciano, ni anciana: Dios entregó a todos en su poder”[44].
Es realmente absurdo imaginar y creer en la existencia de un dios de tales características. Pero lo que es más evidente incluso, al igual que en los casos anteriores, es que esta conducta no puede atribuirse a ningún dios mínimamente relacionado con valores como los de la bondad, el amor, la justicia y la misericordia, aunque sí con quienes escribieron esta sarta de barbaridades, tan llenas de crueldad, para atemorizar al pueblo ante la visión terrorífica de un dios capaz de todo, al margen de la inocencia o de la culpa de aquellos contra quienes lanzaba su condena. ¡Qué ejemplo de bondad a seguir!, ¡qué ejemplo de “moral absoluta” tan especial! No, no podía ser un dios bueno quien defendiera estos asesinatos. En realidad estos relatos representaban la plasmación de la crueldad de quienes los escribieron con la finalidad de asustar al pueblo y de tenerlo férreamente controlado, convenciéndole de que Yahvé era así, de que era un dios colérico, despótico, sanguinario y celoso, que hablaba a través de sus sacerdotes de manera que éstos lo único que hacían era comunicar al pueblo sus mensajes y sus órdenes, mientras que lo que el pueblo debía hacer era obedecer a los sacerdotes como transmisores de las órdenes divinas. Sin embargo, aunque esta interpretación sea adecuada, lo cierto es que la secta católica considera que la Biblia es ¡la palabra de Dios!, y que, por ello, los católicos no pueden interpretar –en cuanto católicos- que las fechorías sanguinarias de los ejércitos de Israel fueran ordenadas por iniciativa de los sacerdotes que dirigían al pueblo, sino que quien daba esas órdenes tan crueles era el propio Yahvé.    
c) En el texto siguiente nos encontramos de nuevo con la ira divina expresada por el inspirado profeta Isaías, quien no tiene ningún escrúpulo en hablar de su dios diciendo:
“Oráculo contra Babilonia que Isaías, hijo de Amós, recibió en una visión: […] El Señor y los instrumentos de su furia vienen desde una tierra lejana, desde los confines del cielo; vienen para devastar la tierra. Dad alaridos, el día del Señor se acerca, vendrá como devastación del Devastador […] Al que encuentren lo atravesarán, al que agarren lo pasarán a espada. Delante de ellos estrellarán a sus hijos, saquearán sus casas y violarán a sus mujeres. Pues yo incito contra ellos a los medos […] sus arcos abatirán a los jóvenes, no se apiadarán del fruto de las entrañas ni se compadecerán de sus hijos”[45].
¡Es Yahvé, el Dios judeo-cristiano, quien ordena esas matanzas y esas violaciones! El muy bárbaro no se conforma con la simple muerte, sino que predetermina y comunica lo que sucederá: “estrellarán a sus hijos […] y violarán a sus mujeres”, como si tales acciones pudieran ser buenas dentro de una moral mínimamente asumible. Y, cuando el inspirado autor bíblico dice que los medos “no se apiadarán del fruto de las entrañas”, está llevando al extremo la absurda crueldad divina, que no se compadece ni de los recién nacidos ni de los todavía no nacidos. ¡Qué hipócrita y ridículo resulta ahora que los dirigentes de la secta católica aparenten escandalizarse por los abortos de embriones que todavía están lejos de poseer vida humana, mientras que, al mismo tiempo, asuman con absoluta normalidad las crueles barbaridades que los autores bíblicos atribuyen a su dios, al margen de que hipócritamente procuren ocultar pasajes como éstos a sus fieles!
Parece evidente que en aquellos tiempos el pueblo estaba tan aterrorizado que era incapaz de pensar por sí mismo y darse cuenta de que era absurdo que su dios hiciera o mandase hacer barbaridades semejantes. Y, sin embargo, en teoría éste es el mismo dios contradictorio que luego aparecerá bajo la figura de Jesús de Nazareth ordenando el amor a dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible que a la gente le resulte tan difícil darse cuenta de semejante contradicción entre ambas manifestaciones de una misma divinidad? Parece que la patológica ambición de la clase sacerdotal de Israel y la de los sacerdotes cristianos fue y sigue siendo capaz de mantener en la ignorancia y de adormecer al pueblo, que era y es fácilmente manipulable y prefiere creer lo que le dicen los curas a tener que pensar por sí mismo para dirigir su vida desde su propia razón.
d) Se presenta a continuación una nueva monstruosidad –o más exactamente varias-, que los sacerdotes judíos no tienen escrúpulos en poner en boca de Yahvé amenazando con matar a todos los niños y niñas que nazcan en ese lugar y con dejarlos como estiércol o como pasto de aves y de bestias. Dice el texto correspondiente:
“El Señor me habló así:
-No te cases; no tengas hijos ni hijas en este lugar. Porque así dice el Señor de los hijos e hijas que nazcan en este lugar, de las madres que los den a luz y de los padres que los engendren: Morirán cruelmente; no serán llorados ni enterrados, sino que quedarán como estiércol sobre la tierra; perecerán a espada y de hambre, y sus cadáveres serán pas-to de las aves del cielo y de las bestias de la tierra”[46].
La amenaza es absurda en cuanto provenga de un supuesto dios caracterizado por su bondad, amor y misericordia, pero para los sacerdotes tiene mucho sentido, pues su preocupación por mantener el control sobre su pueblo les fuerza a tratar de impedir por todos los medios que sus miembros se casen y tengan hijos con gentes de otros lugares que adoran a otros dioses y que por esto mismo podrían alejar de Yahvé a la descendencia de Israel para adorar a los nuevos dioses, lo cual implicaría especialmente el peligro de ceder a la tentación de dejar de cumplir las órdenes de sus propios dirigentes, que era lo que realmente les importaba.
Pero de nuevo, como, según los dirigentes de la secta católica, la Biblia es la “palabra de Dios”, en tal caso esa amenaza hay que considerarla como de su propio dios y, por ello mismo, se puede constatar el abismo existente entre Yahvé, el dios del Antiguo Testamento, y Jesús, el dios encarnado del Nuevo Testamento, a quien nunca se le ocurren atrocidades semejantes, aunque sí las aplaza para “la otra vida”, y atrocidades tan injustas, en cuanto los hijos e hijas no tienen culpa alguna de lo que hagan sus padres y, sin embargo, son ellos quienes pagan con su vida, con un desprecio absoluto.
e) De nuevo “el Señor”, dando ejemplo de su particular manera de aplicar su “moral absoluta” [?], ordena matar “sin compasión y sin piedad”, y matar a “a viejos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres”. Dice el pasaje en cuestión:
“Y pude oír lo que [el Señor] dijo a los otros:
    -Recorred la ciudad detrás de él, matando sin compasión y sin piedad. Matad a viejos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres, hasta exterminarlos”[47].
¡Vaya ejemplo de moral! Claro que lo que, si acaso, refleja este pasaje, es, de nuevo, el modo de ser y de actuar de los sacerdotes dirigentes del antiguo pueblo de Israel, un modo de ser belicoso, violento y sin escrúpulos a la hora de matar, que debía parecerse al de los demás pueblos, en cuanto la lucha por la existencia de cada uno iba acompañada de guerras feroces mediante las que se buscaba el exterminio del pueblo rival o su reducción a esclavitud. Pero el hecho de que haya que creer que la Biblia es la palabra de su dios, según dicen los dirigentes católicos, y el hecho de que en ella leamos que Yahvé ordena matar de manera indiscriminada, incluso a los niños, es una barbaridad atroz y contradictoria con esa misma divinidad de la que en otros lugares se afirma que es amor infinito. Pues menos mal que es amor. ¿Cuál habría sido su comportamiento si su sentimiento hubiera llegado a ser de odio?
f) Los siguientes pasajes tampoco tienen desperdicio como ejemplos de esa ¿“moral absoluta”? de que hablan los dirigentes de la secta católica, pues en ellos se hace  patente de nuevo la brutalidad de ese dios cuyo “amor infinito” es tan peculiar. Pero de nuevo, según los dirigentes de la santa secta, nos encontramos ante “la palabra de su dios”. Y, de acuerdo con esa palabra, en el texto f1 Yahvé amenaza con estrellar a padres e hijos, y con aniquilar “sin piedad, sin misericordia, y sin compasión”:
f1) “Así dice el Señor. Voy a llenar de embriaguez […] a todos los habitantes de Jerusalén. Los estrellaré unos contra otros, padres e hijos juntos, oráculo del Señor. Los aniqui-laré sin piedad, sin misericordia, y sin compasión[48].
¿Dónde se encuentra el amor y la misericordia infinita de ese dios al que adoran los católicos? Indudablemente este dios déspota y cruel nada tiene que ver con el dios que en otros momentos defiende incluso el amor a los enemigos. Es radicalmente contradictorio con él, pero los dirigentes de la secta procuran silenciar esta contradicción. No sin motivos ellos mismos llegaron a prohibir la lectura de la Biblia.
Igualmente en el texto f2 la crueldad del dios colérico del Antiguo Testamento aparece a lo largo de todo el texto, pero de manera especial cuando a modo de castigo Yahvé advierte a Moisés de que, si su pueblo no le obedece, …“comeréis la carne de vuestros hijos y de vuestras hijas”, y el resto de barbaridades que siguen a ésta, sabiendo expresar el inspirado autor de este pasaje aquello que más podría doler y repugnar a cualquier persona con un mínimo de sentimientos. Dice el pasaje correspondiente:
f2) “Si a pesar de todo esto no me obedecéis y seguís obs-tinados contra mí […] Comeréis la carne de vuestros hijos y de vuestras hijas […] amontonaré vuestros cadáveres sobre los cadáveres de vuestros ídolos y os detestaré […] os dispersaré entre las naciones y os perseguiré con la espada desenvainada”[49].
Es evidente que un dios que amenaza de ese modo ni tiene sentido de la justicia ni tiene sentimientos de compasión ni de amor. ¿Qué clase de moral puede extraerse de tales actuaciones supuestamente divinas? ¿Acaso una moral absoluta? Si acaso, sólo la “moral del odio absoluto”.
Por cierto, conviene además atender al hecho de que la estructura formal de este y de los anteriores pasajes es precisa-mente la del imperativo hipotético, es decir, la propia de una moral relativista.
Y, en el texto f3, la simple amenaza del Señor de que mata-rá “a inocentes y culpables” es por sí misma suficientemente clarificadora respecto a la absoluta amoralidad y despotismo de ese dios, tan similar a cualquier tirano humano sin principios de ninguna clase, en el que seguramente debió de inspirarse Ezequiel para atribuirle semejante comportamiento despótico y al margen de cualquier moral desde el momento en que dice que matará a inocentes y culpables:
f3) “[Dijo el Señor:] Dirás: Esto dice el Señor: Aquí estoy contra ti; desenvainaré la espada y mataré a inocentes y culpables[50].
¿En qué tipo de moral cabe una afirmación similar, en la que abiertamente se coloque en un mismo plano a inocentes y a culpables? ¡Qué hipocresía la de los obispos católicos, que criti-can la moral relativista para defender la representada por su dios, con tantas actuaciones asesinas, presididas por el despotismo y el odio, un dios sin principio moral de ninguna clase en cuanto sus ansias de venganza le conducen a matar “a inocentes y a culpables” sin importarle para nada lo injusto de tal actitud.   
Y de nuevo la misma pregunta: ¿Es ése uno de los ejemplos de la supuesta “moral absoluta” de la secta católica? La verdad es que, si la conducta de su dios representa el modelo que se debe seguir, aquí no hay principio que valga. Con tales descripciones del supuesto proceder del dios judeo-cristiano, ¿qué clase de moral se podría obtener? Es realmente asombrosa la pereza mental o el temor de quienes rutinariamente hacían caso de los supuestos mensajes de Yahvé, “transmitidos” por sus sacerdotes israelitas o de quienes siguen haciendo caso de los mensajes vacíos e hipócritas del clero de la secta católica, que se escuda en que hay que saber entender la palabra de dios y que eso no lo puede hacer cualquiera sino sólo ellos, que, inspirados por el “Espíritu Santo”, son los únicos que llegan a alcanzar su comprensión objetiva y auténtica.
No obstante, conviene insistir en que, a pesar de que los dirigentes de la secta católica dicen que la Biblia es “la palabra de Dios”, en realidad no es más que la palabra especialmente inspirada de los autores de estos escritos que reflejaban las actuaciones de aquellos sacerdotes y profetas que sometían y dominaban a su pueblo mediante un terror que alcanzaba sus cotas más altas cuando se le convencía de que tales amenazas terroríficas procedían del propio Yahvé, lo cual atemorizaba al pueblo hasta el punto de someterse ciegamente a lo que sus dirigentes quisieran ordenarle.
   g) En el pasaje que sigue a continuación pueden observarse, a través de las actuaciones de Yahvé, nuevas muestras de esa “moral absoluta” [?] que en tantos momentos de la Historia ha inspirado –y sigue inspirando- a los dirigentes de la secta católica. La crueldad de Yahvé, según la presenta el autor, se muestra mediante la bárbara matanza de 120.000 guerreros de Israel, cuyo delito, el más grave para los sacerdotes dirigentes de su pueblo, es haber abandonado a Yahvé, delito frente al cual todos los demás tienen escasa importancia en cuanto no repercuten en una merma del poder sacerdotal. Se dice, en efecto, en ese pasaje: 
g) “El Señor, su Dios, lo entregó [a Ajaz] en poder del rey de Siria […] También lo entregó en poder del rey de Israel, que le infligió una gran derrota. En efecto, Pecaj, hijo de Romelías, mató en un solo día ciento veinte mil guerreros valerosos de Judá: todo por haber abandonado al Señor, el Dios de sus antepasados”[51].
En cualquier caso un castigo tan bestial como éste quizá no lo superaría siquiera un monstruo como el mismo Hitler. ¿Y es en estas formas de conducta donde hay que encontrar ejemplos de la “moral absoluta” de los dirigentes católicos?[52]
Pero, como en tantas ocasiones se ha dicho, pasajes como éste sólo representan la perspectiva antropomórfica de los autores de la Biblia, la cual contradice en infinitas ocasiones la idea de los dirigentes católicos de que tales autores estuvieran inspirados por el supuesto “Espíritu Santo”.   
h) En el pasaje siguiente observamos una nueva barbarie, aunque en este caso no por la cantidad de muertes, pero sí porque de forma premeditada y fría se hace pagar con la muerte de un recién nacido la supuesta culpa de su padre, el rey David.
Es bastante probable que la explicación de este pasaje consista en que, como los sacerdotes ya no tenían el mando supremo de Israel, no podían condenar al rey, y, por ello, aprovechando quizá la muerte casual de uno de sus hijos, inventaron la explicación según la cual su dios se había cobrado con la vida de este niño el pecado de su padre. ¡Vaya sentido de la justicia! Pero, desde luego, lo que es inconcebible en una moral mínimamente asumible es que el pecado de un padre lo pague el hijo, ¡como si el hijo careciese de valor por sí mismo!, pensamiento que, por cierto, se encuentra en la “cultura” israelita, desde el momento en que las mujeres y los hijos se consideran “propiedad” del padre, pero que sin duda dice muy poco en favor de la justicia de su dios Yahvé. En cualquier caso, los sacerdotes no tienen escrúpulos en insultar a su dios presentándolo como un déspota asesino que decide matar a un niño inocente como medio de castigar al auténtico culpable. Y así Yahvé sigue apli-cando su vengativa ley del Talión, pero de un modo todavía más absurdo: haciendo pagar con la muerte de un niño el pecado de su padre.  ¿Es ésa la moral absoluta de que hablan los dirigentes de la secta católica? ¡Vaya tomadura de pelo! Lo más lamentable de todo es que haya gente que pueda seguir creyendo en esta serie de barbaridades y que al mismo tiempo siga diciendo que su dios es infinitamente bueno, misericordioso y justo.
Dice el pasaje en cuestión:
“David dijo a Natán:
-He pecado contra el Señor.
Entonces Natán le respondió:
-El Señor perdona tu pecado. No morirás. Pero, por haber ultrajado al Señor de este modo, morirá el niño que te ha nacido […] Al séptimo día murió el niño”[53].
i) Vemos a continuación dos ejemplos más de barbarie en grado superlativo, ejemplos de una moral absurdamente primitiva. En i1 nos encontramos con un Dios lejano que castiga con la muerte por el simple gesto de “mirar el arca del Señor”. ¿Cómo este mismo Dios iba a poder ser cercano en algún momento hasta el punto de llegar a decir “dejad que los niños vengan a mí”[54]? ¡Cualquiera se acerca, después de esta absurda represalia contra quienes sólo habían mirado el arca!
Sin embargo de nuevo puede encontrarse una explicación a esta nueva barbaridad: Los sacerdotes mantienen su poder tiránico sobre el pueblo gracias a sus mentiras acerca de Yahvé, haciéndose pasar por los intermediarios que transmiten al pueblo sus órdenes y mensajes. Por ello, si el pueblo comienza a familiarizarse con la visión del arca de la alianza, luego pretenderá una aproximación mayor y llegará un momento en que se preguntará: ¿Por qué Yahvé sólo puede comunicarse con éstos que nos mandan y no puede hacerlo directamente con todos nosotros de un modo más directo? Así que, para evitar que llegue ese momento que podría suponer el desenmascaramiento de la mentira montada en torno a ese monstruo llamado “Yahvé”,  lo mejor es cortar de raíz y evitar desde el principio la más mínima familiaridad del pueblo con Yahvé o con lo que se relaciona de manera más directa con él, aunque para evitarlo haya que matar a esos setenta hombres que ingenuamente miraron el arca de la alianza. ¡Un Dios amor que mata a quien trata de aproximarse a él, aunque sólo sea por haber mirado su arca de la alianza! ¡Qué amor tan sublime! ¡Y que muestra más clara de “moral absoluta”!
En efecto, se dice en este pasaje:
i1) “El Señor castigó a la gente de Bet Semes porque habían mirado el arca del Señor; hirió [= mató] a setenta hombres de entre ellos. El pueblo hizo duelo por el gran castigo que les había infligido el Señor”[55].
Algo similar le sucede a Uzá, según el pasaje i2, pero en cierto modo peor, pues Uzá muere no por haber osado mirar el arca de la alianza sino por haber actuado instintivamente pretendiendo protegerla y evitar que cayera al suelo y se rompiese. Una acción que en cualquier moral se vería positivamente, aquí se ve como un delito.
Se trata en ambos casos de una “moral material” de carácter absurdamente primitivo, muy alejada de la moral formal, mucho más racional, en la que lo importante no es la acción material en sí misma sino la intención de su agente. ¡Vaya “moral absoluta”, la que defienden los dirigentes de la secta católica! Dice el pasaje en cuestión:
i2) “Entonces el Señor se encolerizó contra Uzá; lo hirió por haber tocado el arca con la mano, y allí mismo murió delante de Dios”[56].
j) En el texto j1 podemos ver unos consejos morales que no son especialmente edificantes, pero que conviene comentar por su carácter contradictorio con aquellos otros en los que se pide amar incluso a los enemigos. ¿Con cuál de ellos nos quedamos, si ambos son “palabra de Dios”? El autor de este pasaje tiene además la osadía de afirmar de manera contradictoria que también Dios odia al malvado: ¿Es realmente compatible la idea de un dios que sea amor infinito a todos los hombres y que al mismo tiempo odie al malvado? Es evidente que no, pero por mucho que lo fuera, habría que tener en cuenta que, según se dice en Proverbios, el “Señor ha hecho todo para un fin, incluso al malvado para la desgracia”[57], de forma que este último pasaje nos recuerda que tanto en el Antiguo Testamento como en el nuevo se defiende la predeterminación divina y, en consecuencia, la idea de que el malvado lo es porque Yahvé así lo ha hecho y que, en consecuencia, no es culpable ni responsable de nada. ¿Qué sentido tiene entonces que Yahvé odie aquello que él mismo ha programado y creado, llegando incluso a “vengarse” de su propia obra? Evidentemente ninguno. Además, si, como dice el texto, Yahvé odia a los pecadores, ¿qué sentido tiene que más adelante se diga que su amor a los hombres le llevó a encarnarse, a padecer y a morir para redimirnos de nuestros pecados? Dice el texto en cuestión:
j1) “Haz bien al humilde y no des al malvado; niégale el pan […] Que también el Altísimo odia a los pecadores y se venga del malvado”[58].
En el texto j2 se dice que el Yahvé extermina a los malvados, a pesar de que estarían predeterminados por él para ser como son, según se dice en Proverbios: “El Señor ha hecho todo para un fin, incluso al malvado para la desgracia”[59]. No obstan-te, en general sucede que los bondadosos suelen vivir y morir en la miseria mientras que los llamados “malvados” son los dueños del dinero, los explotadores, los que desprecian a los pobres, los que viven en medio de todos los lujos, ultrajando y humillando a quien ni siquiera tiene recursos para comer. Resulta desconcertante además que en Proverbios se diga que “El señor ha hecho todo para un fin” y que en Salmos se diga:
j2) “El Señor [...] extermina a todos los malvados”[60].
¿Para eso había creado a los malvados? ¡Caprichos de los dio-ses, que al parecer no se les ocurre nada mejor que hacer! Si los creó para exterminarlos, mejor hubiera sido que se hubiera ahorrado esas dos absurdas acciones: Crearlos y exterminarlos. La verdad es que tampoco en esta forma de proceder parece encontrarse esa “moral absoluta” de que hablan los obispos.
Finalmente en j3 se pone de manifiesto la omnipotencia divina, que se encuentra por encima de todo, de su amor, de su odio, de su misericordia... Se trata de un Dios que se encuentra “más allá del bien y del mal”, del que se dice que tiene compa-sión de quien quiere, al margen de cualquier mérito o de cual-quier culpa, punto de vista defendido no sólo por los creadores del dios bíblico sino también posteriormente por Pablo de Tarso y por el eximio “doctor angélico” Tomás de Aquino. ¡Vaya ejemplo de “moral absoluta”! ¿Es ésa la moral que hay que seguir? Si Yahvé no se guía por otro principio que por el de hacer lo que quiere, ¿por qué el hombre habría de actuar por un principio distinto, como el de obedecer supuestas leyes morales? Dice el texto en cuestión: 
“Yo protejo a quien quiero y tengo compasión de  quien me place”[61].
¿Qué diríamos de cualquier ser humano que tuviera la osa-día de manifestarse con ese mismo despotismo, al margen de cualquier norma ajena a la de su propio capricho? Si ese supuesto dios no se caracteriza en su conducta por seguir una moral regida por la justicia y por la misericordia, sino por la moral de “lo que me place” o “lo que me da la gana”, ¿con qué autoridad y ejemplaridad exige a los hombres que sean justos y misericordiosos y traten de hacer el bien incluso a sus enemigos?
k1) Tampoco el texto siguiente tiene desperdicio:
“El Señor dijo a Moisés y a Aarón en Egipto:
-[…] Esa noche pasaré yo por el país de Egipto y mataré a todos sus primogénitos, tanto de hombres como de anima-les. Así ejecutaré mi sentencia contra todos los dioses de Egipto. Yo, el Señor”[62].
Este pasaje representa uno de los más sádicos en que el pro-pio Yahvé manifiesta su sed de venganza, actuando de manera criminal contra el pueblo egipcio, al que parece amar de un modo muy especial, y contra los dioses de Egipto, de cuya existencia nos informa. Yahvé quiere “hacer méritos” ante su propio pueblo para reforzar los motivos de su primitiva alianza establecida con Abraham, y para ello procurará que los israelitas puedan salir de Egipto. Pero no se le ocurre un modo mejor de hacerlo que dando muerte a los primogénitos de Egipto, tanto humanos como animales, que nada tienen que ver con la obstinación del faraón en impedir la liberación de los israelitas.
Es evidente que quien comete una masacre como ésa no puede ser un dios guiado por los principios de una moral justa ni misericordiosa. Pero es también evidente que son los descere-brados y sanguinarios escritores de este pasaje quienes idearon esta absurda e injusta matanza divina, que debía servir especialmente para que su pueblo admirase su poder –o el de sus sacerdotes- y procurase serle fiel –o ser fiel a sus sacerdotes- para que la ira de su dios no se lanzase contra su propio pueblo.
Pero, ¿qué lección moral puede extraerse de aquí, cuando no hay justicia ni para hombres ni para animales, que nada tienen que ver con la obstinación del faraón o con los dioses egipcios citados en este pasaje? ¿Es esa serie de asesinatos injustos un ejemplo de lo que debe ser una “moral absoluta”? ¡Cuánto cinismo debe de haber en quien pretenda que así lo veamos!
La misma finalidad tiene el texto k2, aunque este pasaje tiene algún matiz diferente. Aquí Yahvé, a través de Moisés, extermina al ejército egipcio, pero el pasaje se recrea en la descripción de la satisfacción de Israel ante la contemplación de la destrucción y muerte del ejército egipcio por parte de Yahvé:
    “Pero el Señor dijo a Moisés:
    “Extiende tu mano sobre el mar para que las aguas se precipiten sobre los egipcios, sobre sus carros y su caballería […] y así los arrojó el Señor en medio del mar […] No escapó ni uno solo […] e Israel pudo ver a los egipcios muertos en la orilla del mar. Israel vio el prodigioso golpe que el Señor había asestado a los egipcios” ”[63].
¿Es este un ejemplo del amor a los enemigos del que se habla especialmente en el Nuevo Testamento? Como en otro momento he comentado, Yahvé es el dios de Israel y, cuando se hace referencia a la doctrina de amar a los enemigos, no se pretende otra cosa que pedir que los israelitas vivan en paz y armonía entre ellos mismos, al margen de que hagan la guerra a sus enemigos de los otros pueblos, como sucede en esta ocasión con el pueblo de Egipto, su enemigo durante mucho tiempo, incluso con sus propios dioses distintos de Yahvé. Pero la verdad es que, dada la omnipotencia de Yahvé, ni había necesidad de venganza para que Israel saliera de Egipto, ni mucho menos había necesidad de que el propio Yahvé se vanagloriase por la muerte causada a tantos egipcios y se regocijase ante el espectáculo de destrucción y muerte de aquel ejército.
¿Qué clase de lección moral se presenta aquí? ¿Es compatible con la doctrina que habla del “perdón a nuestros enemigos”? ¿Es compatible con el carácter de dios único que posteriormente se dio a Yahvé, no sólo como dios de Israel sino como dios de toda la humanidad? ¿Qué clase de valor moral podría tener el regocijo de los israelitas ante las muertes causadas a los egipcios? En realidad la mentalidad de quienes crearon al dios Yahvé tiene un carácter tribal que proyectan en ese dios. Y tal mentalidad es también la propia del pueblo de Israel, al que le satisface la conducta de su dios, que no ama a los enemigos de su pueblo sino que los destruye sin compasión. Realmente el amor de Yahvé no se extendía a toda la humanidad sino que permanecía restringido exclusivamente a su pueblo, el pueblo de Abraham con quien Yahvé pactó su alianza, a pesar de que ese dios sea identificado por los dirigentes cristianos con el suyo propio. 
¿Dónde se encontrará esa “moral absoluta” de que hablan los obispos? Ésta, desde luego, no lo es, pues es sólo una moral casera, tribal, que se aplica al propio pueblo en exclusiva, sin compartirla con los demás.
l) Y, efectivamente, de acuerdo con lo que se acaba de decir, en l1, el autor presenta a su dios como “fuego devorador”, que “extermina”, que “derrota” a los enemigos de Israel como un modo de ganarse la fidelidad de su pueblo ante la contemplación de su poder devastador.
A pesar de que con la formación del cristianismo Yahvé dejará de ser un dios tribal para alcanzar la nueva categoría de “dios universal”, aquí no se habla para nada de ese dios universal cuyo amor se debía extender a otros pueblos distintos del suyo, del que por otra parte se mantiene a distancia por la sencilla razón de que los sacerdotes no pueden obrar el milagro de hacer presente ante el pueblo lo que sólo es una creación de su maquiavélica fantasía para tener sometido al pueblo. El pasaje dice así:
l1) “Has de saber desde hoy que el Señor tu Dios cruzará él mismo delante de ti como fuego devorador; él los exterminará [a los anaquitas, uno de los pueblos de la “tierra prometida”] y los derrotará ante ti. Tú los despojarás y los aniquilarás rápidamente, como te ha dicho el Señor”[64].
Yahvé habla de sí mismo como “fuego devorador”, habla de “exterminio” de los anaquitas, masacre que a continuación se extenderá a todos los habitantes de esa tierra que él prometió a Abraham. Yahvé cumple su palabra: Es el dios de Israel y destruye a quien represente un obstáculo para sus planes; y, desde luego, no defiende para nada el amor y la fraternidad entre todos los hombres. Pero ahora los dirigentes católicos pretenden decirnos que su dios es el dios de toda la humanidad. ¿Cuándo dejó de ser un dios tribal para convertirse en universal, en “católico”? Nos encontramos ante una nueva contradicción, pero son tantas ya que una más no puede sorprendernos demasiado, aunque sí hay que decir que esta nueva hazaña de Yahvé no puede ser un ejemplo de ninguna moral, ni absoluta ni relativa.
En el pasaje l2, su autor no tiene reparos en hablar de la “ira”, la “venganza” y el “rencor” de Dios contra sus enemigos. ¡Vaya manera de predicar con el ejemplo, cuando en otros momentos Jesús, que, según los dirigentes de la secta, se identifica con Yahvé, aunque a la vez sea el “Hijo” del “Espíritu Santo”, defiende, en contradicción con el pasaje anterior, a los pacíficos, a los que perdonan, a los que aman incluso a sus enemigos! Pero a estos autores no les importa el carácter contradictorio de estas últimas cualidades respecto a las anteriores, sino sólo destacar aquéllas por las que pueden lograr la fidelidad del pueblo por miedo a que Yahvé tome venganza contra ellos en el caso de que se alejen de él. El texto l2 no hace otra cosa que presentar una síntesis de estas cualidades de Yahvé –o mejor de la cualidades con que los sacerdotes lo describen-, que se reducen básicamente a su carácter celoso y vengativo en grado extremo, y a su rencor contra sus enemigos, en total contradicción con el dios que perdona y con el dios que ama, y cuyo amor debería ser incompatible con el rencor.
¿Qué clase de moral puede extraerse de ejemplos como éste? Sin duda alguna, no se trata de una “moral absoluta”, pero ni siquiera de una “moral relativa”, pues las acciones de Yahvé son consecuencia exclusiva de su rencor vengativo y de su libérrima voluntad no sometida a nada. El pasaje dice así:
“El Señor es un Dios celoso y vengador; el Señor es vengador, su ira es terrible. El Señor se venga de sus adversarios, guarda rencor contra sus enemigos”[65].
¿Pero no dicen que el amor de Dios es infinito? ¿cómo dicen entonces que “guarda rencor contra sus enemigos, cuando el rencor es un sentimiento contrario al amor? Por otra parte, ¡vaya presunción más ridícula! ¡Suponer que el ser humano sea capaz de provocar la ira y la venganza de todo un dios, hecho y derecho, de manera que éste se rebaje a sentir rencor contra sus enemigos, como si no los hubiera creado él y como si éstos pudieran causarle el menor daño! ¡Qué concepto más pobre y absurdo de la divinidad tenían los israelitas de aquellos tiempos! Y ¿qué decir de los dirigentes católicos, que siguen adorando a ese dios con su ardiente y “amoroso” Infierno?
 El texto l3 es similar al anterior, pero con la barbaridad insuperable, que en tantas ocasiones aparece, de añadir que el dios de Israel castiga la maldad de los que le abandonan “hasta la tercera y la cuarta generación”. Y así, este dios no sólo aparece como un ser vengativo, sino que además es sumamente injusto al descargar su ira de manera indiscriminada contra personas absolutamente inocentes, que nada tienen que ver con la supuesta culpa de sus antepasados. Pero, ¿por qué ese castigo alcanza a la descendencia de quien pudo en algún momento haber ofendido a Yahvé? Porque la sed de venganza de Yahvé es tan fuerte que no puede saciarse con la muerte exclusiva del ofensor sino que tiene que recaer también en sus hijos, en los hijos de sus hijos, en los hijos de los hijos de sus hijos, y en los hijos de los hijos de los hijos de sus hijos… ¿Por qué? Por la sencilla razón de que en esos momentos los autores de la Biblia todavía no habían tenido la audacia de inventar el “Infierno”, un lugar donde los malvados pudieran seguir sufriendo eternamente, por los siglos de los siglos, de forma que la ira divina descargase sobre ellos en exclusiva, sin necesidad de aplicarla también sobre sus descendientes. Por ello también a los buenos, como los sacerdotes de Israel tampoco habían inventado todavía la vida eterna, se les concede una larga vida y una descendencia numerosa como sucedáneo de la inmortalidad personal. Y de nuevo hay que preguntarse, ¿es compatible la absurda venganza con el supuesto amor infinito de un dios como Yahvé, identificado con el dios católico? ¿Es ésa la “moral absoluta” de los dirigentes de la secta católica? Dice, en efecto, el pasaje en cuestión:
l3) “No tendrás otros dioses fuera de mí […] porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la maldad de los que me aborrecen en sus hijos hasta la tercera y cuarta generación[66].
m) En el pasaje siguiente –y en unos cuantos más- se atribuye a Yahvé amor –a Jacob- y odio –a Esaú-, pero ni en el texto ni en el contexto se expone la causa de tal discriminación. Lo que en principio está claro es que el hecho de que Yahvé odiase a Esaú resulta contradictorio con las ocasiones en que los dirigentes de la secta católica proclaman que su dios es amor, pues amor y odio son sentimientos incompatibles, al menos en el dios católico.
Por otra parte y por lo que se refiere a los motivos de Dios para odiar a Esaú, hay que decir que, como consecuencia de su omnipotencia, no puede existir nada por encima del propio dios que le obligue a amar o a odiar, o a realizar actividad alguna ajena a lo que él quiera. Recordemos que es su propia y exclusiva voluntad y no los actos humanos la causa de sus sentimientos y de sus actos libérrimos. Así que, a partir de su omnipotencia y libertad absoluta tanto su amor como su odio estarían justificados, pero en tal caso no hay que esperar nada de él, pues su voluntad está por encima de cualquier norma, pero, por ello mismo, las acciones o los sentimientos divinos resultan tan contradictorios que, sin duda ninguna, no pueden servir de criterio para la fundamentación de una moral, y mucho menos de una “moral absoluta. Dice, en efecto, el texto correspondiente:                                                                                   
“Sin embargo, yo amé a Jacob, y odié a Esaú: convertí las montañas de Esaú en un erial y entregué su heredad a los chacales del desierto”[67].
¡Así, porque le da la gana, que para eso es un dios cuyo poder absoluto le sitúa por encima de cualquier norma! Pero, si hemos de seguir su ejemplo, como predicaba Jesús, ¿tendremos que actuar como él?
n) Lo que tienen en común los pasajes siguientes es que en ambos Dios rehúsa perdonar. En n1 se dice de modo explícito:
n1) “Esto sucedió porque el Señor había decidido expulsar de su presencia a Judá, a causa de todos los pecados de Manasés […] El Señor no quiso perdonar[68].
Pero la dureza de Yahvé al negar su perdón es contradictoria con su teórica misericordia infinita: ¿Con qué nos quedamos, si toda la Biblia es “palabra de Dios”?
 Y, en n2, se dice:
“Entonces el Señor me dijo:
-No intercedas a favor de este pueblo. Aunque ayunen, no escucharé su súplica; aunque ofrezcan holocaustos y ofrendas, no los aceptaré; con espada, hambre y peste los exter-minaré”[69].
En este pasaje –como en muchos otros- Yahvé va a castigar al pueblo como tal, sin atender al hecho de que en el peor de los casos, la responsabilidad moral, el mérito o la culpa –en el caso de que existieran- serían individuales y nunca colectivos. De nuevo nos encontramos aquí con la contradicción entre el dios del Antiguo Testamento, celoso, colérico, déspota, cruel, injusto, que en ocasiones como ésta no perdona, y el dios al que los dirigentes de la secta católica consideran infinitamente misericordioso por lo que en ningún caso dejaría de perdonar, a pesar de que este dios también es contradictorio consigo mismo porque, aunque se diga de él que es amor y misericordia infinita, quienes esto dicen parecen no querer enterarse de que un dios que se cierra al perdón es incompatible con un dios del que dicen también que es “amor infinito”. Olvidan igualmente que los castigos de este “Dios del amor”, por mucho que se quiera olvidar, son mucho peores que los del dios del Antiguo Testamento, pues evidentemente no puede haber un castigo mayor que el del fuego eterno del Infierno con el que castiga a quienes no creen en él. ¿Qué tendría que importarle que la gente creyera en él o no? Si además, tal como dice la doctrina católica, la fe la da el propio Dios, ¿qué culpa tiene nadie de creer o no?  Se trata de una nueva contradicción. Y son tantas que lo que parece inexplicable es que todavía haya quien siga tomando en serio una ideología como la católica, tan llena de contradicciones. ¿Qué “moral bsoluta” podíamos encontrar en tal ideología y en medio de tantas salvajes fechorías?
2.4.2. Las actuaciones de Yahvé y de los dirigentes
de Israel, y su peculiar manera de cumplir sus propios mandamientos 
Al margen de estos ejemplos tan divinamente absurdos y contradictorios, para terminar este apartado puede hacerse refe-rencia a algunas anécdotas que muestran de qué modo la supuesta actuación de Yahvé es contradictoria en muchos casos con los mandamientos que habría entregado a Moisés, tal como sucede con el quinto, el séptimo, el octavo y el noveno, según a continuación se muestra:
a) En efecto, por lo que se refiere al quinto mandamiento y al margen de las demás actuaciones del propio Yahvé, más que brutales a lo largo de casi todo el Antiguo Testamento, tiene interés recordar las matanzas realizadas por Israel contra los habitantes de las diversas ciudades de la “Tierra Prometida”, matanzas ordenadas por el propio Yahvé para cumplir la parte que le correspondía de su alianza, que tuvo un carácter cruelmente sanguinario por la muerte de todos los habitantes de aquellas tierras –incluidas, en el caso de Jericó, las de los animales domésticos-. Como en tantas ocasiones, tales matanzas habrían sido cometidas por orden de los dirigentes de Israel, que a su vez se escudaban en que era Yahvé quien las había ordenado. Así, respecto a la conquista de esta ciudad se dice:
“Sonaron las trompetas. Cuando el pueblo [de Israel] oyó el sonido de las trompas, lanzó el grito de guerra y las murallas de la ciudad se derrumbaron. Entonces el pueblo asaltó la ciudad […] y se apoderaron de ella. Y consagraron al exterminio todo lo que había en ella, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos, pasándolos a cuchillo […]”[70].
En contra de esta brutalidad absolutamente injustificada hay que decir que un dios omnipotente hubiera podido preparar sin problema alguno una tierra fértil para su pueblo escogido sin necesidad de tener que darle una serie de lugares habitados a cuyos habitantes los ejércitos de Israel tuvieran que matar para apoderarse de las tierras que Yahvé le había prometido.
Pero, al margen de que el tal Yahvé no pintase nada en estas matanzas, pues para eso al menos hubiera tenido que existir, el relato tiene su interés como indicio acerca de cuál pudo ser la actitud de Israel y la de sus dirigentes a la hora buscar un lugar en el que asentarse. Resulta difícil encontrar en este pasaje y en muchos otros del mismo estilo –en los que el autor se recrea enumerando la serie de personas, jóvenes o ancianas, hombres o mujeres, e incluso los distintos animales que fueron pasados a cuchillo-, algún aspecto edificante que pudiera servir de modelo para una moral, absoluta o relativa. Pero la verdad es que, si acaso, nos encontramos todo lo más con la moral de la jungla, pero mucho más bárbara, cruel y sanguinaria.
Igualmente respecto a la conquista de Ay, se habla en términos muy similares, remarcando de modo sádico y como si se tratase de grandes proezas que mataron a todos sus habitantes, que ahorcaron al rey y que lo tuvieron colgado toda la tarde:
“Cuando los israelitas acabaron de matar a los habitantes de Ay en el campo y en el desierto hasta donde los habían perseguido, y cuando todos hasta el último cayeron a cuchillo todo Israel se volvió a Ay y pasaron a cuchillo a sus habitantes. El total de hombres y mujeres muertos fue de doce mil; todos los habitantes […] Hizo colgar de un árbol al rey de Ay, y estuvo colgado toda la tarde”[71].
¿Es posible que alguien encuentre en este cruel relato sanguinario, tan vacío de la más mínima compasión, algún indicio de aquella “moral absoluta” que dicen defender los dirigentes de la secta católica? Y encima se hace constar con orgullo y sadismo extremo que el rey ¡estuvo colgado toda la tarde! ¡Vaya ejemplo bíblico más edificante de cómo debemos tratar a nuestros semejantes, según su “moral absoluta”!
En otro pasaje se cuenta que los habitantes de Gabaón fueron a presentarse a Josué con algunas mentiras debidas al temor, a fin de que éste les perdonase la vida, y él accedió, pero a condición de que trabajasen para los israelitas[72].
Por su parte, Adonisédec, rey de Jerusalén, se puso en contacto con otros reyes de la zona para defenderse de los israelitas:
“Cuando Adonisédec, rey de Jerusalén, se enteró de que Josué había conquistado Ay consagrándola al exterminio […] y que los gabaonitas habían hecho un pacto con Israel y estaban con él, le entró mucho miedo […] Entonces, Adonisédec, rey de Jerusalén, mandó decir a Oán, rey de Hebrón, a Farán, rey de Yarmut, a Yafía, rey de Laquis, y a Debir, rey de Eglón:
-Venid y ayudarme a combatir contra Gabaón, porque ha hecho un pacto con Josué y los israelitas.
Y los cinco reyes amorreos […] subieron con todas sus tropas, acamparon cerca de Gabaón y la atacaron”[73].
A su vez, los gabaonitas fueron a pedir ayuda a Josué y éste fue en su ayuda, de tal forma que muy pronto
“Josué cayó sobre ellos de improviso […] El Señor los dis-persó ante Israel que les infligió una gran derrota en Gabaón […] Cuando iban huyendo ante Israel […], el Señor hizo caer sobre ellos una tremenda granizada […] y murieron todos. Murieron más por las piedras de granizo que por la espada de los israelitas. El mismo día en que el Señor entregó a los amorreos en poder de los israelitas, Josué se dirigió al Señor y dijo:
-¡Sol, detente sobre Gabaón!
-¡Y tú, Luna, sobre el valle de Ayalón!
Y el Sol se detuvo y la Luna se paró hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos.
[…] El Sol se detuvo en el cielo y tardó un día entero en ponerse. No ha habido un día como aquél, ni antes ni después, en el que el Señor haya obedecido la voz de un hombre, porque el Señor combatía a favor de Israel”[74].
 Al margen de la matanza producida por los israelitas y por el propio Yahvé, resulta sorprendente no sólo el hecho de que el Sol y la Luna se detuviesen por orden de Josué –lo cual implicaba que era el Señor quien acataba tales órdenes en cuanto el movimiento del Sol y de la Luna estaban programados por él, sino sobre todo que el motivo de esta orden de Josué no fue otro que el de la venganza, tal como se dice hacia el final del pasaje citado. ¡La venganza como principio moral a la vez que en otros momentos el perdón y la misericordia! Otro ejemplo de absurda contradicción. Y seguimos sin encontrar un solo ejemplo de aquella “moral absoluta” que los dirigentes católicos defienden sin saber siquiera de qué están hablando. 
Acabada esta batalla, Josué ahorcó a los cinco reyes de esos pueblos. Y la guerra continuó:
“Aquel mismo día, Josué conquistó Maquedá y la pasó a cuchillo, consagrando al exterminio a su rey y a todos sus habitantes sin dejar ni uno […].
Desde Maquedá Josué, con todo Israel, se fue a Libná y la atacó. El Señor se la entregó también con su rey, y pasaron a cuchillo a todos sus habitantes sin dejar ni uno […].
De Libná fue a Laquis, la sitió y la atacó. El Señor se la entre-gó, ellos la conquistaron al segundo día y pasaron a cuchillo a todos sus habitantes […]. Entonces Jorán, rey de Guézer, vino para ayudar a Laquis, pero Josué lo derrotó a él y a su pueblo sin dejar supervivientes.
De Laquis fue a Eglón, la sitió y la atacó. La conquistó aquel mismo día, la pasó a cuchillo y la consagró al exterminio con todos sus habitantes, como había hecho con Laquis.
De Eglón subió a Hebrón y la asaltó. La tomó y la pasó a cuchillo, lo mismo que a su rey y a todas sus ciudades anejas con todos sus habitantes, sin dejar ni uno solo […].
Después, volvió contra Debir y la atacó. La conquistó con su rey y todas las ciudades anejas, pasando a cuchillo y consagrando al exterminio a todos sus habitantes, sin dejar ni uno solo[75].
Éste es posiblemente el pasaje de la Biblia en el que la con-centración de matanzas, “sin dejar ni uno solo” con vida, supera a cualquier otro. Además, el autor se recrea en su sagrada narración y nunca se olvida de señalar con orgullo la gran proeza de haber pasado a cuchillo a todos los habitantes de cada ciudad que conquistaban sin dejar ni uno. En ningún momento se realiza un solo acto de compasión. La virtud esencial de esta “moral” consiste en la falta de piedad, en el desprecio más absoluto por la vida de quienes no pertenecen al propio pueblo de Israel y en la falta de escrúpulos para hacer la guerra contra esos pueblos con la excusa de que el Señor les había dado las tierras que habitaban, la “Tierra Prometida”, lo cual les daba el derecho de apoderarse de ellas exterminando a todos sus habitantes.
Los ejemplos morales del propio Yahvé y de su pueblo son realmente modélicos, pero no de una moral humana y compasiva sino, si acaso, precursores de la no muy lejana “moral hitleriana”: Hitler quería la pureza de la raza aria, mientras los dirigentes del pueblo de Israel buscaban la pureza del pueblo de Israel permaneciendo incontaminado, y para ello, para impedir especialmente la contaminación religiosa que podía desembocar en la pérdida de poder de sus dirigentes religiosos, había que exterminar a los pueblos de cuyas tierras se apoderaban. En resumidas cuentas estos pasajes están tan llenos de atrocidades que realmente no merecen más comentario, sino todo lo más insistir en esta misma pregunta de anteriores ocasiones: ¿Es éste un fiel ejemplo de la “moral absoluta” a la que hacen referencia los obispos de la secta llamada “Iglesia Católica”?
Como resumen de las anteriores batallas se dice luego:   
“Josué conquistó toda la tierra: la región montañosa, el Négueb, la Sefela y las laderas, derrotando a todos sus reyes. No dejó ni un superviviente, sino que consagró al exterminio a todos sus habitantes, como había mandado el Señor, Dios de Israel[76].
En las tablas que Yahvé había dado a Moisés, el quinto mandamiento prohibía matar, pero pocos años después el propio Yahvé ordenó esta larga serie de matanzas, sin dejar ni un solo superviviente y Josué obedeció. Para evitar la contradicción de Yahvé con sus propios preceptos la única explicación, como en otros casos, es que Yahvé era el dios de Israel y que, por ello, sus mandamientos van dirigidos a las relaciones entre los habitantes de su propio pueblo, pero no a los de las naciones que nada tenían que ver con Israel. Sin embargo, la contradicción no desaparece sino que simplemente reaparece, pero ahora se da entre la consideración de Yahvé como dios tribal y la que defienden los dirigentes católicos al considerarlo como dios único y universal, cuyo amor se extiende a toda la humanidad y no sólo al pueblo de Israel. Pero, ¿qué clase de amor habría tenido por todos esos pueblos que Yahvé exterminó o mandó exterminar para dar a “su pueblo” la “tierra prometida”?     
A continuación se sucedieron todavía más batallas, matanzas y conquistas:
“Después se volvió, tomó Jasor y pasó a cuchillo a su rey […] Pasó a cuchillo a todos sus habitantes sin dejar ni uno […] e incendió la ciudad […].
El Señor había decretado que todas estas ciudades se obstinasen en atacar a Israel, para que así fueran consagradas sin piedad al exterminio y aniquiladas”[77].
El anterior texto sigue la tónica de los precedentes por lo que se refiere a su carácter cruel, sanguinario, implacable y sin compasión alguna. Pero a estas características añade la de un refinamiento hipócrita, cínico, absurdo y demencial cuando su autor escribe que Yahvé había predeterminado a esas ciudades a atacar a Israel a fin de tener así un motivo para aniquilarlas. Pero, si la conducta de esas ciudades había sido predeterminada por Yahvé, ¿qué culpa podían tener sus habitantes? Evidentemente ninguna. Pero el autor de este pasaje, de muy pocas luces, se atreve a presentar esta explicación como si tuviera alguna lógica, como si los habitantes de estos pueblos fueran culpables por haber sido predeterminados y, en consecuencia, por haberse comportado de acuerdo con los planes divinos. ¡Vaya inspiración la que el “Espíritu Santo” habría proporcionado al autor de esta obra!
Y, de nuevo, la misma pregunta: ¿Qué lección moral puede extraerse de todas estas matanzas despiadadas en las que se incumplen a un mismo tiempo el mandamiento de no matar y el de no robar? ¿Qué otra cosa era la invasión y las matanzas de Israel en contra de los habitantes de esa “tierra prometida” sino una mezcla de los asesinatos más atroces con el robo impune de aquellas tierras, realizado con la excusa de que su dios se las había concedido? Con excusas como ésa uno podría arrogarse el derecho de apoderarse de todo el planeta: ¡Es mi dios quien me lo ha dado! El hecho de que Yahvé fuera “el Dios de Israel” podía aceptarse como normal en una época en la que cada pueblo tenía su propio dios o sus propios dioses, pero ¿qué clase de moral podía ejemplificar un dios tan sanguinario como Yahvé, el dios de Israel, tan lleno de desprecio y de odio, y tan carente de compasión hacia los otros pueblos?      
b) Por lo que se refiere a los mandamientos séptimo y octavo tiene interés hacer referencia a José, hijo de Jacob, quizá el mayor usurero de todos los tiempos, que redujo a esclavitud a toda la población de Egipto y de Canaán –menos al faraón y a los sacerdotes egipcios-, tal como puede leerse en Génesis:
    “José acabó acumulando todo el dinero que había en Egipto y Canaán a cambio del trigo que le compraban, y lo iba depositando en la casa del faraón. Agotado el dinero en Egipto y Canaán, todos los egipcios acudieron a José, diciéndole:
    -Danos pan; ¿vas a permitir que muramos, porque se nos ha terminado el dinero?
    José les dijo:
    -Si se os ha acabado ya el dinero, dadme vuestros ganados y a cambio os daré trigo.
    Trajeron a José sus ganados, y José les dio alimentos a cambio de caballos, ovejas […] Pasado aquel año, vinieron a decirle:
    -A nuestro señor no se le oculta que se nos ha acabado el dinero; también el ganado es ya de nuestro señor; sólo nos queda por darle nuestro cuerpo y nuestras tierras […] Cóm-pranos a nosotros y a nuestras tierras a cambio de pan. Seremos esclavos del faraón nosotros y nuestras tierras, pero danos simiente para que podamos vivir y no muramos […].
    Así adquirió José para el faraón todas las tierras de Egip-to […] y así el país pasó a ser propiedad del faraón. De este modo el faraón redujo a servidumbre [= esclavitud] a todo el pueblo del uno al otro confín de Egipto [con la excepción de los sacerdotes][78].
Lo más asombroso de esta historia es ver con cuánta natu-ralidad y vanidad se cuenta, como si pudiera encontrarse alguna virtud digna de elogio en la actitud de quien redujo a esclavitud al pueblo egipcio y al cananeo, pues, en este sentido se dice en la Biblia:     
- “[La sabiduría] tampoco desamparó al justo José cuando fue vendido; sino que lo libró de caer en pecado […] y le otorgó una gloria eterna”[79],
- “…Ni nació hombre semejante a José, jefe de sus hermanos, apoyo de su pueblo, cuyos huesos fueron venerados”[80].
Desde luego y con ese modelo, los dirigentes de la secta católica han podido encontrar un apoyo muy ilustre para sus actividades usureras, tan rentables a lo largo de los siglos y tan unidas al robo artificioso y disimulado, presentándolo como “ayuda” que han ido recibiendo de los diversos gobiernos que ellos apoyaban –de acuerdo con las astutas instrucciones de Pablo de Tarso, al margen de que él no viviera para contarlo-, “ayuda” que provenía de los impuestos injustamente sustraídos al pueblo como pago al apoyo que los gobernantes recibían de los dirigentes de la secta cristiana, siendo su cómplice y predicando al pueblo la obediencia y la sumisión.
Toda la inmensa riqueza amasada por los dirigentes de la secta católica le ha dado un enorme poder económico que no ha utilizado para ayudar a suprimir la miseria del mundo sino para reinvertirla en nuevos negocios y para gastarla en suntuosos palacios para disfrute del alto clero, despreciando a los pobres y sirviéndose de ellos como coartada para aparentar hipócritamente que una parte importante de su misión consiste en hacer lo que puedan para ayudarles a salir de la miseria, lo cual se encuentra a millones de años luz de la realidad. ¡Qué lejos está esa actitud de la secta católica del pensamiento que en ese terreno se atribuye a Jesús y de la forma de vida de los primeros cristianos, que, según se narra en Hechos de los apóstoles[81], tenían todos sus bienes en común!
¡Cómo tienen el descaro los dirigentes de la secta católica de presentarse como los grandes benefactores de la humanidad, como los defensores de lo pobres! ¡Cómo puede haber gente tan ingenua que siga creyendo en esta secta tan hipócrita, a pesar del orgullo con que ostenta sus riquezas y a pesar de que sólo se relaciona con gente igualmente poderosa por sus “robos legales”, por su especulación, por sus crímenes contra los pueblos que dirigen –o digieren- o por su explotación de los trabajadores!
¿Qué lección moral puede extraerse de esa actitud sino la que se relaciona con el culto al dinero y con el desprecio a quienes viven en medio da la más absoluta miseria? ¿Es ésa la “moral absoluta” que predican?
 c) Por lo que se refiere al incumplimiento simultáneo de diversos mandamientos, como en especial el quinto, el séptimo y el noveno –y último-, tiene especial interés hacer referencia al capítulo bíblico en el que se narra el rapto de mujeres por parte de la tribu de Benjamín, acción que en ningún caso es presenta-da como un hecho moralmente reprobable sino como una hazaña de la que los benjaminitas podían sentirse especialmente orgullosos.
En relación con esta cuestión en Jueces se cuenta cómo, a fin de ayudar a la tribu de Benjamín para que tuviera mujeres, la comunidad israelita, con la excusa de que no habían acudido a Mispá, a la asamblea del Señor, envió tropas contra Yabés de Galaad y pasaron a cuchillo a todos sus habitantes, menos a cua-trocientas muchachas vírgenes para dárselas a los benjaminitas. En este sentido, se dice:
“Entonces la asamblea [de Israel] envió doce mil hombres de los más valientes, con esta orden:
    -Id y pasad a cuchillo a todos los habitantes de Yabés de Gala-ad, incluidas mujeres y niños. Consagraréis al exterminio a todos los varones y a todas las mujeres casadas, pero dejaréis con vida a las vírgenes.
Así lo hicieron. Entre los habitantes de Galaad encontraron cuatrocientas vírgenes que no habían tenido relaciones con ningún hombre y las trajeron al campamento de Siló, en la tierra de Canaán. Luego, la asamblea envió mensajeros a los benjaminitas […] para ofrecerles la paz. Los benjaminitas volvieron, y ellos les dieron las mujeres supervivientes de Yabés de Galaad, pero no había bastantes para todos”[82].
A continuación los mismos benjaminitas, aconsejados por el resto de Israel, raptaron más mujeres en Siló para quienes no tenían todavía, pues la tribu estaba a punto de extinguirse:
    “Los ancianos de la comunidad se preguntaban:
    -Las mujeres de la tribu de Benjamín han sido exterminadas. ¿Qué haremos para procurar mujeres a los que aún no las tienen? […]
    Entonces decidieron esto:
    -Está cerca la fiesta del Señor que se celebra todos los años en Siló […].
    Y dieron este recado a los de Benjamín:
    -Id y escondeos entre las viñas. Os quedáis observando, y cuando veáis que las jóvenes de Siló salen a bailar, salís de las viñas, os lleváis cada uno una muchacha de Siló y os volvéis a vuestra tierra […].
    Los de Benjamín lo hicieron así y tomaron de entre las que bailaban aquellas que necesitaban; después volvieron cada uno a su heredad, reconstruyeron las ciudades y se establecieron en ellas”[83].
Resulta asombroso que el autor de esta obra cuente estos hechos con la mayor naturalidad, como si se tratase  de acciones plenamente justificadas y acordes con algún tipo de moral: En la primera acción se pasa a cuchillo a toda la población de Yabés de Galaad con la excepción de cuatrocientas muchachas vírgenes que son robadas para dejarlas a disposición de los benjaminitas. Es cierto que a esa masacre se le da cierta “justificación” relacionada con otros motivos de carácter religioso[84], pero en cualquier caso ¿qué clase de moral hubiera podido justificar la barbarie representada por aquella bestial masacre y por aquel rapto? ¿Qué ejemplo de “moral absoluta” podía extraerse de comportamientos como ése, de los que hay tantos en la Biblia?
Además, al margen de lo anteriormente expuesto, hay que tener en cuenta que aquí no se ha hecho, ni mucho menos, una exposición detallada de los diversos ejemplos bíblicos en los que se incumplen alegremente los mandamientos de Moisés. Y, si a todos esos ejemplos se añaden los innumerables crímenes de la secta católica a lo largo de su dilatada historia –guerras de las cruzadas, imposición por la fuerza de la fe cristiana, muertes y martirios provocados por la “Santa Inquisición”, exterminio a partir de la llegada de Colón de gran parte de la población autóctona americana por no haberse convertido al cristianismo, complicidad con multitud de gobiernos tiránicos y opresores de sus respectivos pueblos... Habría material para llenar toda una gran biblioteca. Y así, desde la perspectiva de la conducta del “pueblo de Yahvé” y desde la de la secta católica puede verse que esta organización ni siquiera ha sido capaz de inspirar un modelo de moral que pueda alentar a vivir una vida inspirada en la justicia, en la libertad, en la solidaridad ni en ningún valor que no sea el de la opresión, la avaricia, la crueldad, los asesinatos, la soberbia, la hipocresía y el robo compulsivo, con la excepción de muy escasas personas que llegaron a practicar aquellos otros valores, pero que olvidaron que su sitio no debía encontrarse junto a la secta católica, que practicaba toda esa serie de crímenes y cualquier otra actividad al margen de toda moral, sino junto a todos aquellos que luchan por lograr una sociedad más auténticamente solidaria.  
2.4.3. Aspectos bíblicos de una moral altruista, aunque restringida al pueblo de Israel
No obstante y a pesar de los pésimos ejemplos anteriores para fundamentar una “moral absoluta” –que en realidad no tiene ningún sentido-, hay en la Biblia una serie de planteamientos que son realmente interesantes, en cuanto defienden normas que resultan positivas para lograr una mejor convivencia, al margen de que en diversas ocasiones tales normas se defienden aplicadas exclusivamente a los miembros del pueblo de Israel y no a cualquier hombre, sea del pueblo que sea. Así, como ejemplos de estas normas morales, puede hacerse referencia a las siguientes:
a) La norma que a continuación se expone, aunque no sea un modelo insuperable, representa un auténtico progreso en la moral israelita en cuanto implica un rechazo del despotismo de Yahvé al aplicar castigos no sólo al culpable de una falta sino también a su familia hasta la tercera y la cuarta generación, pues la norma que aparece en 2 Crónicas se encuentra en contradicción con la serie de ocasiones en que Yahvé castiga a los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos de quien ha obrado en contra de sus mandatos, y en contradicción con la futura idea del “pecado original”, idea insensata que no aparece en el Antiguo Testamento, a pesar de la absurda importancia que se le dio posteriormente.
En efecto, se dice en 2 Crónicas:
“Pero [Amasías] no mató a los hijos de los asesinos, conforme a lo prescrito por el Señor en el libro de la ley de Moisés: “No morirán los padres por culpa de los hijos, ni los hijos por culpa de los padres. Cada uno morirá por su propio pecado”[85].
b) En la norma que se expone a continuación todavía no se llega a pedir al “amor a los enemigos”, pero ya hay cierto progreso con respecto a momentos anteriores:
“Si ves el asno del que te odia caído bajo el peso de su carga, no te desentiendas de él, ayúdale a levantarlo”[86].
No obstante, en Proverbios aparece una referencia a la ayuda a los propios enemigos, pero no por amor a ellos, sino, por el contrario, por un refinado sentimiento de desprecio que aparece en la justificación de tal actitud. Se dice, efectivamente en este libro:
“si tu enemigo tiene hambre, dale de comer,
si tiene sed, dale de beber;
así lo harás enrojecer de vergüenza
y el Señor te recompensará”[87].
Asombrosamente, el autor de esta reflexión “moral” llega a decir como justificación última de tal actitud “el Señor te recom-pensará”, como si lo moralmente esencial fueran las propias acciones consideradas en sí mismas y no la intención con que se realizasen.
c) En Levítico se adopta un punto de vista muy avanzado respecto a las relaciones laborales entre el “propietario” y el “trabajador”, criticando la explotación y el abuso:   
“No oprimas ni explotes a tu prójimo; no retengas el sueldo del jornalero hasta la mañana siguiente”[88].
Este es el “pecado” en el que han incurrido y siguen incu-rriendo las clases poderosas de todos los tiempos mientras los dirigentes de la secta católica han actuado con la misma ambición que los capitalistas más refinados, tanto cuando han explotado abiertamente a sus propios trabajadores como también cuando no sólo han callado y no han denunciado las injusticias del capitalismo o las de los señores feudales, o como cuando además han colaborado con los explotadores exhortando al trabajador a resignarse y a someterse a la autoridad de sus explotadores, que siguen tratando al trabajador como a un esclavo, actitud que también defendían las leyes de los israelitas y que siguió defendiendo Pablo de Tarso.
No obstante, el progreso mencionado es ciertamente limitado porque, aunque habla de los jornaleros, no habla de la esclavitud, que es la peor institución en cuanto convierte al ser humano en simple objeto a quien utilizar y explotar según le venga en gana.
d) Igualmente en Levítico se defiende al menos el respeto a las reglas del juego por lo que se refiere a la actitud que debía adoptarse en los juicios respecto a la veracidad en las acusaciones o en la defensa: 
“No procederás injustamente en los juicios”[89].
Es una norma lógica, de sentido común, para que la sociedad pueda confiar al menos en el funcionamiento de unas leyes que rijan la convivencia. Lo malo es que las leyes las hacen quienes detentan el poder, lo cual les permite hacerlas a su medida, leyes injustas que les benefician, con lo que, por muy adecuadas que sean para la correcta realización de los juicios, el resultado siempre será injusto, pues los mismos jueces, por muy acertadamente que apliquen las leyes, se convierten en cómplices de un sistema injusto, perjudicando siempre a los débiles, como sigue sucediendo en la actualidad.
e) Se defiende igualmente el amor al prójimo, tal como pos-teriormente hará Jesús convirtiendo tal mandamiento, junto con el del amor al dios de Israel, en el resumen de su moral. Una consecuencia de tal precepto es el rechazo de la venganza.
Sin embargo y al igual que en otros casos, estos preceptos no tienen un ámbito de aplicación dirigido al conjunto de la humanidad, sino sólo al pueblo de Israel. En Jesús “parece” que comienza a darse un cambio hacia una aplicación universal de este principio, pero sigue todavía bajo la influencia de la tradición de Israel y, por ello, del mismo modo que –según Mateo, 15:21-28-  Jesús dialoga con la mujer cananea, que le pide ayuda para su hijo y le dice a ésta que “su padre” le ha enviado para ayudar sólo a su propio pueblo, finalmente cede a la petición de esta mujer como consecuencia de la gran fe que ella siente en él, pero lo hace de un modo excepcional y no porque considere que debe preocuparse por solucionar los problemas de quienes no pertenecen a su pueblo.
El mismo apóstol Pedro tuvo sus discusiones con Pablo de Tarso, defendiendo Pedro el carácter local de la misión de la nueva religión, circunscrita al pueblo de Israel, mientras que Pablo de Tarso fue quien tuvo la audacia de extender el mensaje de Jesús a toda la humanidad y, con él, el de este principio moral; aunque conviene no olvidar que Pablo de Tarso siguió defendiendo la esclavitud, el sometimiento de la mujer al varón, el derecho de los ricos a disfrutar de su riqueza y la obligación de obedecer a las autoridades políticas en todo momento, en cuanto toda autoridad provenía de un único dios, el dios cristiano. 
El principio de Levítico defiende descaradamente este carácter restrictivo de esa norma que, aplicada de forma universal, habría sig-nificado un progreso extraordinario para las relaciones humanas. Dicha norma dice:  
“No tomarás venganza ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo”[90].
En los evangelios Jesús defiende este mismo principio y los dirigentes de la secta católica han interpretado que su punto de vista era nuevo, pero, aunque Jesús comienza a abrirse hacia personas ajenas a su propio pueblo, como la mujer cananea o como un centurión romano, hay que tener presente, tal como el propio Jesús explica a la mujer cananea, que él considera que su misión se relaciona de manera exclusiva con el pueblo de Israel, al margen de que haga algunas excepciones.
Además, este posible adelanto de la moral de Jesús se presenta como una norma especialmente contradictoria con las constantes actuaciones de Yahvé respecto a su pueblo y respecto a todos los demás pueblos, pues, como se ha podido ver, su cólera, sus ansias de venganza y sus matanzas, tanto contra su pueblo como contra los demás, son especialmente memorables.
f) También en Tobías aparecen pasajes que implican un avance moral, que debió de inspirar los planteamientos de Jesús, como, por ejemplo, el siguiente:
        “Da tu pan al hambriento y tu ropa al desnudo”[91],
o también:
“no hagas a nadie lo que a ti te desagrada”[92].
No obstante, también estos pasajes hay que entenderlos en el contexto restringido de la sociedad de Israel, pues unos momentos antes se había defendido de manera absurda un punto de vista todavía más exclusivista, pues ni siquiera se refería a los miembros del pueblo de Israel en cuanto tal sino a los miembros de cada tribu en particular al escribir:
“Cásate con una mujer de la estirpe de tus padres. No te cases con una mujer extranjera, o que no sea de la tribu de tu padre”[93]
g) Así mismo en Eclesiástico aparecen ejemplos de plantea-mientos morales que se adelantan hasta cierto punto a los de Jesús, como el siguiente:
“Perdona a tu prójimo la ofensa, y cuando reces serán per-donados tus pecados”[94].
Sin embargo y a pesar del adelanto moral que suponen las palabras anteriores, no hay que olvidar lo dicho anteriormente: Ese perdón se extiende como máximo a los miembros del propio pueblo de Israel y no a quienes pertenecen a otros pueblos. Por otra parte, el autor de Eclesiástico defiende una actitud extremada y absurdamente misógina cuando juzga a priori acerca de la maldad de la mujer, como si ya el hecho de ser mujer implicase en sí mismo un defecto moral especialmente grave, y sin tomar conciencia que en cualquier caso la maldad moral –si existiera- no podría relacionarse con la posesión de una  determinada naturaleza –como el hecho de ser varón o el de ser mujer- sino, si acaso, con aquella forma de comportamiento por la que cada uno dirija libremente su conducta hacia el bien o hacia el mal, punto de vista que, por otra parte, ya fue criticado desde el intelectualismo socrático, según el cual nadie hace el mal voluntariamente, siendo consciente de hacerlo. Sin embargo el  autor de Eclesiástico escribe:
“Toda maldad es poca junto a la de la mujer; ¡caiga sobre ella la suerte del pecador!”[95]
Todavía tendrán que pasar bastantes años hasta que el Jesús evangélico llegue a defender –al menos en apariencia, aunque de forma contradictoria- una moral de la fraternidad, cuando pro-clame:
“Amad a vuestros enemigos y orad por los que os per-siguen”[96],
y digo “en apariencia” porque esa exhortación podría estar dirigida exclusivamente a los enemigos internos del propio Israel, pero no a aquellos otros enemigos a quienes Yahvé fulmina directa o indirectamente por ser enemigos de su pueblo. Por ello, las palabras atribuídas a Jesús no aclaran realmente cuál pudo ser el alcance de su pensamiento.
Pero además y en el mejor de los casos tales palabras serían contradictorias en cuanto la constante amenaza del fuego eterno está igualmente unida a su mensaje: ¿Cómo se puede predicar el amor a los enemigos al tiempo que se amenaza con el fuego eterno a esos enemigos a quienes hay que amar? Por ello, desde la perspectiva auténtica de Jesús el amor a los enemigos sería pura apariencia, pues su doctrina dominante en este punto viene representada por la amenaza de la venganza absoluta del Infierno y no por “el amor a los enemigos”.
Es verdad, por otra parte, que la defensa simultánea de planteamientos tan contradictorios por parte de Jesús, lleva a dudar acerca de la coherencia de quien escribió estos pasajes. Es posible que el enorme interés de los primeros dirigentes del cristianismo por hacer proselitismo entre los mismos israelitas y entre los “gentiles” les condujese a mezclar esas dos doctrinas tan contradictorias, la que se relacionaba con el amor al prójimo y la que amenazaba con el fuego eterno, mezcla que tan buen resultado les dio. Por otra parte, el hecho de que en los mismos evangelios en diversas ocasiones aparezcan en boca de Jesús frases de condena relacionadas con el fuego eterno junto a esas otras tan llenas de mansedumbre y amor es una muestra de la incoherencia de esos escritos y un motivo para sospechar de su autenticidad como fiel reflejo de la personalidad y del pensamiento de Jesús, pues más bien parecen un montaje ideado por los creadores del cristianismo para dar mayor fuerza de convicción a “su mensaje”, un mensaje que no sabemos cómo pudo ser en realidad a falta de documentos fidedignos desde un punto de vista rigurosamente histórico.
h) Respecto a lo que pudiera considerarse como un auténtico progreso en la norma de amar a los enemigos, también en Levítico se dice:
“Si un emigrante se instala en vuestra tierra lo amarás como a ti mismo, pues también vosotros fuisteis emigrantes en Egipto”[97].
Esta norma representa un progreso moral en el sentido de alentar la idea de no ver al emigrante como a un enemigo sino como a un hombre con igual dignidad y valor que el habitante israelí del propio pueblo. Sin embargo, tal norma no se la valora por sí misma sino que tiene su justificación en el hecho de que también el pueblo de Israel fue emigrante en Egipto, lo cual determina que esta norma tenga el valor de un imperativo hipotético que exhorta a la compasión teniendo en cuenta la empatía que provoca el recuerdo del propio sufrimiento; pero además, de nuevo hay que tener en cuenta que los principios morales defendidos en aquellos tiempos por el pueblo de Israel no tienen un carácter universal sino que van dirigidos exclusivamente a los miembros del propio pueblo, de manera que, cuando se habla del “emigrante”, en general parece tratarse de un emigrante del propio pueblo de Israel, aunque no se pueda descartar de foma categórica que esta norma fuera aplicable igualmente a los emigrantes procedentes de naciones no israelitas.    
En cualquier caso, un auténtico progreso moral respecto a la relación con el prójimo o con el emigrante habría implicado entre otras cosas un trato de igualdad y, en consecuencia, un rechazo a la esclavitud. Pero, en cuanto este cambio no se produjo en la sociedad de Israel, cualquier relación con el prójimo, israelita o emigrante, por buena que fuera, siguió teniendo limitaciones muy graves, ya que seguía siendo una relación asimétrica entre dominante y dominado, entre amo y esclavo, en lugar de ser la de una colaboración fraternal entre iguales.
En definitiva, cuando los dirigentes católicos hablan de una “moral absoluta” o bien no saben de qué hablan o sólo pretenden conseguir que la gente se someta al cumplimiento incondicional de sus órdenes y consignas, proclamando, al igual que los antiguos sacerdotes de Israel, que tales normas provienen de “Dios”, es decir, de su dios, de quien derivaría, según ellos, su carácter de “moral absoluta”, deslegitimando las leyes políticas que no se amoldasen a dichas normas cuando sus gobernantes no les com-pensaran económicamente y con otros privilegios por mantener la boca cerrada. Y por ello, cuando hablan de una “moral relativista”, se refieren a toda moral que no siga las doctrinas que ellos pretenden imponer, no porque tales doctrinas les importen por ellas mismas sino porque desde tiempo inmemorial los miembros de la “clase sacerdotal”, al igual que las de los antiguos hechiceros, han tratado de ocupar el poder político o al menos convivir en simbiosis con quienes lo detentan, presentándose como “enviados del Altísimo” para conducir a la sociedad “por la senda del bien”, sospechosamente coincidente con la de su propio enriquecimiento, como si realmente estuvieran en constante comunicación con su dios y, en consecuencia, tuvieran una “sabiduría moral” superior a la del resto de los mortales, aunque lo cierto es que en la práctica siguen buscando el poder y el dinero por encima de todo como consecuencia de su patológica ambición, mientras sus palabras y discursos “morales” les sirven para seguir engañando a la gente sencilla, que necesita creer lo que sea y a quien sea para no sentirse perdida en un mundo sin dioses que les protejan y den pleno sentido a su vida. 
Como ya se ha dicho, los verdaderos intereses de los dirigentes de la secta católica no son otros que el dinero y el poder. Y las actividades con que disfrazan como pueden estos intereses no tienen mucho que ver con ningún mensaje de salvación ni con una misión especial de dirigir a sus fieles corderos por la senda del bien sino que, a excepción de cuando tienen que largar sus teatrales y rutinarios sermones acerca del bien y del mal, del Cielo o del Infierno y patrañas similares, se relacionan con asuntos tan triviales como su participación en las fiestas del pueblo, en las procesiones tradicionales, en los entierros, en las comuniones, bodas y bautizos, en las diversas ceremonias que han ido inventando a lo largo de los siglos para embrutecer a su fiel rebaño, en las constantes peticiones de limosnas y de herencias, y de privilegios a las autoridades políticas, pero desentendiéndose de problemas tan auténticos como el de la explotación a los trabajadores, el de la  miseria existente en el tercer mundo –y también en éste- y el de las muertes que se producen en él como consecuencia de la rapiña del primero, dentro del cual se encuentran, sin duda, muy bien instalados. Su despreocupación por la solidaridad va en aumento en cuanto comprenden lo difícil que resulta predicar cuando el ejemplo de lo que hacen es precisamente el de lo contrario de lo que en alguna ocasión tienen la desvergüenza de predicar, pues no se dignan desprenderse siquiera de una pequeña parte de sus incalculables riquezas a fin de luchar de verdad por una sociedad más justa y solidaria.
Así que, en resumidas cuentas, ¿hemos encontrado a lo largo de estas páginas algo de lo que los dirigentes de la secta católica pretenden decirnos cuando hablan de una “moral absoluta”? Prescindiendo de aquel “imperativo categórico” kantiano, ya cri-ticado, ¿sabe alguien siquiera que podría significar eso de una “moral absoluta”?
Sería algo así como una “obediencia ciega” a sus palabras, supuestamente inspiradas por su dios, en el que en general ni ellos mismos creen a no ser como la mentira más larga de la historia a la vez que la más productiva para sus intereses, tan materiales, como los de todos los mortales.    







[1] I. Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres; Aguilar, Buenos Aires, 1968, p. 77.
[2] I. Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, p. 100. Aguilar, Buenos Aires, 1968.
[3] Ibidem.
[4] I. Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres; Aguilar, Buenos Aires, 1968, p. 77.
[5] B. Spinoza: Ética, III, Propos. IX, Escolio.
[6] Génesis, 28:20.
[7] 1 Samuel, 1:11.
[8] Deuteronomio, 8:1.
[9] Mateo, 17:7.
[10] Romanos, 15:32.
[11] 2 Macabeos, 12: 43-44.
[12] Pablo de Tarso: Carta a los Gálatas, 1:16.
[13] Lucas: Hechos de los apóstoles, 3:19.
[14] Epicuro: Carta a Meneceo.
[15] Epicuro: Carta a Meneceo.
[16] D. Hume: Tratado de la naturaleza humana, libro II, parte III, sección 3. 
[17] D. Hume: Investigación sobre los principios de la moral, sección 1ª.
[18] D. Hume: O. c., cap. 46.
[19] D. Hume: O. C., p. 159.
[20] D. Hume: Tratado de la naturaleza humana, III, sección III, p. 413.
[21] Ibídem.
[22] Ibidem.
[23] Tratado, III, sección III, p. 414.
[24] Tratado, III, sección III, p. 415.
[25] Tratado, libro II, parte III, sección III.
[26] Tratado, libro III, sección I.
[27] Tratado…, libro III, sección I.
[28] Tratado..., libro III, sección I.
[29] B. Russell: Ensayos filosóficos, Al. Ed., Madrid, 1968, p. 7.
[30] B. Russell: Por qué no soy cristiano, EDHASA, Barcelona, 1979, p. 63.
[31] B. Russell: O.c., p. 68-69. La cursiva es mía.
[32] B. Russell: O.c., p. 48.
[33] B. Russell: Sociedad humana: Ética y Política. Ed. Cátedra, Madrid, 1984, p. 99.
[34] Ibídem.
[35] O.c., p. 99-100.
[36] Ibídem.
[37] F. Nietzsche: Más allá del bien y del mal, parág. 108.
[38] F. Nietzsche: Así habló Zaratustra, “De las transformaciones”.
[39] Ibídem.
[40] Éxodo, 21:24; Levítico, 24:20.
[41] 2 Tesalonicenses, 1, 6-9.
[42] Jeremías, 19:9.
[43] 1 Samuel, 15:3.
[44] 2 Crónicas, 36:17.
[45] Isaías, 13:1-18.
[46] Jeremías, 16:1-4. Textos como éste están en la misma línea que sigue el autor del evangelio atribuido a Mateo cuando se inventa la matanza, supuestamente ordenada por el rey Herodes, de los niños nacidos en el tiempo en que nació Jesús o hasta dos años antes: “Entonces Herodes [...] se enfureció mucho y mandó matar a todos los niños de Belén y de todo su término que tuvieran menos de dos años” (Mateo, 2:16). Los curas cuentan a los niños este pasaje escandalizados, al menos en apariencia, por la crueldad asesina de Herodes, de la que no existe ninguna referencia histórica. Sin embargo, en ningún momento les hablan de las hazañas que a lo largo de toda la Biblia se cuentan de Yahvé, su dios.  
[47] Ezequiel, 9:5-6:
[48] Jeremías, 13:13-14. La cursiva es mía.
[49] Levítico, 26:27-33.
[50] Ezequiel, 21:8. La cursiva es mía.
[51] 2 Crónicas, 28:5-6.
[52] En el siguiente texto es igualmente el número de muertes el medio del que se valen los sacerdotes de Israel para aterrorizar a su pueblo:
“El Señor envió la peste sobre Israel y murieron setenta mil israelitas. Dios envió un ángel para exterminar a Jerusalén. En pleno exterminio el Señor se retractó del mal que estaba infligiendo y dijo al ángel que exterminaba al pueblo:
        -Basta; que cese el castigo” (1 Crónicas, 21:14. La cursiva es mía).
El autor del texto tuvo el atrevimiento de añadir que finalmente Yahvé “se retractó del mal que estaba infligiendo” a su pueblo ordenando el cese del castigo. Parece que el autor es consciente de la ignorancia y credulidad de su pueblo, que no se percatará del absurdo de afirmar que un dios omnipotente, como se supone que lo era su dios, tuviera que retractarse de nada, en cuanto todo lo que hubiera hecho sería una manifestación de su absoluta perfección y en cuanto retractarse de una acción suponía reconocer que previamente había actuado incorrecta o erróneamente. Pero, como el pueblo no se da cuenta del carácter antropomórfico de ese dios que sus sacerdotes le presentan, casi tiene motivos incluso para agradecerle que se haya retractado y no le siga castigando. De ese modo el pueblo tendrá más razones para dar gracias a su dios, ¡por haber sido tan generoso con ellos que sólo ha matado a setenta mil! ¡Gracias, Señor! ¡Te alabamos, Señor, por no habernos matado a todos! ¡¿Cómo se puede adorar y amar a un dios que sólo infunde pavor ante sus atrocidades tan déspotas, crueles y carentes de sentido?! ¡¿Cómo fue posible que posteriormente se calificase a ese personaje tan brutal como “Dios del amor”?! ¡Hay que ser cínico para defender una “moral absoluta” a la vez que se aceptan como  ejemplares aquellas formas de conducta, supuestamente divinas, tan llenas de crueldad!

[53] 2 Samuel, 12, 13-18.
[54] Marcos, 10:14.
[55] 1 Samuel, 6:19.
[56] 1 Crónicas, 13:10.
[57] Proverbios, 16:4.
[58] Eclesiástico, 12:5-6. La cursiva es mía.
[59] Proverbios, 16:4.
[60] Salmos, 145:20.
[61] Éxodo, 33:19.
[62] Éxodo, 12:1-13.
[63] Éxodo, 14:26-31.
[64] Deuteronomio, 9:3.
[65] Nahum, 1:2. La cursiva es mía.
[66] Éxodo, 20, 3-5.
[67] Malaquías, 1:2-3. La cursiva es mía.
[68] 2 Reyes, 24, 3-4. La cursiva es mía.
[69] Jeremías, 14:11-12. La cursiva es mía.
[70] Josué, 6:20-21.
[71] Josué, 8:24.
[72] Josué, 9:1-27.
[73] Josué, 10:1-5.
[74] Josué, 10:9-14. La cursiva es mía. Recordemos además que este pasaje fue el que estuvo a punto de provocar la condena y la muerte de Galileo por haber defendido el heliocentrismo, pues, según este pasaje, era el Sol el que se movía y el que se detuvo por orden de Josué, por lo que el heliocentrismo era una herejía contra las sacrosantas palabras de la Biblia. Por suerte, Galileo tuvo el sentido común suficiente como para abjurar de su “herejía”, reconociendo su error, y se comprometía a no volver a defender semejante herejía. A pesar de todo, fue condenado por los dirigentes de la secta católica a reclusión domiciliaria durante el resto de su vida.
[75] Josué, 10:28-39. La cursiva es mía
[76] Josué, 10:40. La cursiva es mía.
[77] Josué, 11:10-20. La cursiva es mía.
[78] Génesis, 47:14-22.
[79] Sabiduría, 10:13. La cursiva es mía.
[80] Eclesiástico, 49:15. La cursiva es mía.
[81] “El grupo de los creyentes pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas […] No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas las vendían, llevaban el precio de lo vendido, lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hech., 4:32. También en Hech., 5:1-11).
[82] Jueces, 21:10-14.
[83] Jueces, 21:16-23.
[84] Jueces, 21:5-11.
[85] 2 Crónicas, 25:4.
[86] Éxodo, 23:5.
[87] Proverbios, 25:21-22.
[88] Levítico, 19:13.
[89] Levítico, 19:15.
[90] Levítico, 19:18. La cursiva es mía.
[91] Tobías, 4:16.
[92] Tobías, 4:15.
[93] Tobías, 4:12.
[94] Eclesiástico, 28:2.
[95] Eclesiástico, 25:19.
[96] Mateo, 5:44.
[97] Levítico, 19:33-34.