martes, 8 de abril de 2008

La Jerarquía Católica se ha servido de su supuesto “objetivo celestial” para luchar por un “objetivo terrenal” centrado en el poder y las riquezas, y valiéndose de instituciones
como la Inquisición y de su complicidad
con los tiranos de todos los tiempos

La Iglesia Católica: Crítica de sus doctrinas fundamentales (31)

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía y en Ciencias de la Educación



A lo largo de la Historia, la Jerarquía Católica y en especial el “Papa”, como autoridad suprema, ha mantenido una actitud opresora contra las libertades individuales a fin de adquirir y acrecentar sus beneficios económicos y su poder político. Tal actitud quedó especialmente reflejada en instituciones como su “Santa Inquisición”, en su alianza con la monarquía y con la nobleza desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa de 1789, y en su constante confabulación sin escrúpulos con los gobiernos opresores de cualquier signo que le permitiesen gozar de libertad para adoctrinar al pueblo, desde una constante actitud opresora en contra de sus libertades, y del chantaje o de la confabulación con el poder político.
La institución de la “Santa Inquisición”, tan cruelmente opresora por lo que se refiere al respeto de la vida humana y de valores como los de la libertad de pensamiento y de expresión, fue utilizada por la jerarquía católica para mantener su poder sobre quienes podían atacar sus doctrinas mediante la luz del libre pensamiento racional, contribuyendo así a la pérdida de su poder político y económico. Los tiempos en los que la Jerarquía Católica ha tenido mayor poder político han sido a la vez los más escandalosos y sanguinarios en el funcionamiento de esta institución, mediante la que cometieron innumerables asesinatos para mantener su poder y su riqueza a costa de la libertad y de la vida de un incalculable número de personas.
A lo largo de la Edad Media y hasta ya entrado el siglo XIX, la Inquisición fue el brazo ejecutor de la Iglesia Católica al que se sometieron muchas monarquías europeas, colaborando con la Iglesia Católica en su labor opresora en contra de la vida y de la libertad de los pueblos.
Complementariamente, en los últimos siglos la Jerarquía Católica ha sido cómplice constante de los poderes económicos y políticos del capitalismo y de la mayor parte de las dictaduras del planeta, sin otras excepciones que las de los países con dictaduras contrarias a la religión.
Esta actitud de la Jerarquía católica no se corresponde para nada con lo que se dice que fue el mensaje de Jesús, el teórico fundador del Cristianismo, quien –según los Evangelios- defendió a los pobres y advirtió a los ricos de que muy difícilmente entrarían en el reino de los cielos. Sin embargo, a la Jerarquía Católica, le ha interesado infinitamente más la compañía de los ricos, de quienes ha recibido una gran parte de su riqueza a cambio de una parcela de Cielo, que la relación con los pobres, que sólo son una carga nada rentable a no ser por tratarse de su coartada para referirse a su misión. La relación de la Jerarquía Católica con las clases privilegiadas comenzó en el siglo IV y adquirió rápidamente una importancia extraordinaria que con altibajos sigue conservando en la actualidad. Pero esa relación representa desde luego una clara muestra de cuáles son los auténticos intereses de dicha jerarquía, que para nada se relacionan con la “salvación” (?) de nadie sino sólo con el enriquecimiento de sus dirigentes.
La cínica actitud de la Jerarquía católica es todavía más sangrante cuando en los últimos tiempos observamos no sólo su relación con los poderosos sino también su condena a quienes —como los “Teólogos de la Liberación”- han tratado de adoptar una postura más activa en defensa de los pobres y de los oprimidos. Pero es evidente que, si a la Jerarquía Católica le interesa conseguir más poder y más riquezas de las que tiene, no puede dedicarse mediante sus críticas a morder la mano de los ricos y de los poderosos, que son quienes le otorgan sus privilegios. Por eso tiene que llamar al orden a quienes, como los “Teólogos de la Liberación”, se desvían de su política avariciosa y sin escrúpulos, y adoptan la actitud de defender al pobre frente al rico, como si hubiesen olvidado en qué organización están ubicados.
La Jerarquía Católica considera a la divinidad como un tirano capaz de las mayores atrocidades

La Iglesia Católica: Crítica de sus doctrinas fundamentales (30)

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía y en Ciencias de la Educación

La Jerarquía Católica defiende la absurda doctrina antropomórfica según la cual Dios sería algo así como un tirano o un patrono de esclavos, dueño de la vida humana y capaz de cometer las mayores atrocidades contra él hasta el punto de poder exigirle el sacrifico de su propia vida o el de otras personas como una muestra de sumisión.
Ese despotismo atribuido a la divinidad aparece de manera especial en el Antiguo Testamento en actos de crueldad de Yahvé contra la humanidad, como la supuesta expulsión de Adán y Eva del Paraíso, el supuesto diluvio universal, que habría extinguido a casi toda la especie humana, la exigencia a Abraham del sacrificio de su hijo Isaac, que, aunque sólo se presentó como una prueba a la que Yahvé le sometía, implicaba la consideración de que la obligación de Abraham era la de obedecerle de manera sumisa y por encima de cualquier respeto a la vida humana y, en este caso, la de su propio hijo. Ante esta supuesta actitud de Yahvé, conviene tener presente que, según las propias doctrinas morales del cristianismo, lo que realmente cuenta en las acciones es la intención y no el hecho material realizado, de manera que para ese Dios lo realmente valioso en el comportamiento de Abraham era su disposición a obedecerle hasta el punto de asesinar a su propio hijo para complacerle por simple capricho y sólo como una prueba de sumisión. Igualmente absurdo habría sido el sadismo representado por los sufrimientos gratuitos inferidos a Job sólo para comprobar hasta dónde alcanzaba su fidelidad; las plagas de Egipto y, en especial, la décima, que en teoría habría supuesto la muerte de todos los primogénitos egipcios que ninguna culpa tenían de la oposición del faraón egipcio a dejar partir en libertad al pueblo judío.
Esta absurda doctrina está inspirada, efectivamente, en el antropomorfismo relacionado con la crueldad que, de hecho, ha caracterizado a la humanidad a lo largo de su historia, crueldad que condujo a los creadores de la religión judía y a su ramificación cristiana a considerar a la divinidad como una especie de tirano absoluto con derecho a tratar al hombre como a un simple juguete sin un valor y un dignidad propia que la propia divinidad tuviera que respetar. Esa bárbara doctrina acerca del modo de ser de la supuesta divinidad no pertenece exclusivamente a los tiempos en que se escribieron los diversos libros de la Biblia sino que posteriormente, en el siglo XIII, Tomás de Aquino, una de las más altas autoridades valoradas por la Jerarquía Católica, escribió –sin que la Jerarquía Católica se haya opuesto a tal doctrina- que el hombre está predestinado por Dios para ser salvado o para ser condenado, sin que tal salvación o tal condena tengan nada que ver con los méritos o deméritos humanos, pues la omnipotencia divina no puede estar subordinada a nada. En este sentido, escribe Tomás de Aquino:
“Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría [...], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó [...] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió [...] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méritos humanos, no sólo porque la gracia de Dios, que es efecto de la predestinación, no responde a mérito alguno, pues precede a todos los méritos humanos [...] sino también porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y providencia divinas” .
En definitiva, la divinidad que sigue presentando la Jerarquía Católica tendría el derecho de exigir al ser humano su total sumisión, obediencia y adoración sin condiciones de ninguna clase.
Por otra parte, la misma doctrina según la cual Dios manda y el hombre debe obedecerle es simplemente antropomórfica: Sólo manda quien no puede conseguir las cosas por sí mismo o quien disfruta disponiendo de la vida de los demás, pero Dios no necesitaría siervos para conseguir nada, puesto que todo lo posee, ni tampoco podría ser un tirano que disfrutase dando órdenes bajo la amenaza del Infierno en el caso de que no se le obedeciera.
Además suponer que Dios tuviera el derecho a ordenar nada al ser humano plantearía diversos problemas desde el punto de vista lógico:
En primer lugar y como diría Hume, a partir de la existencia de Dios como la de un ser infinitamente poderoso no se deduce que el hombre deba obedecerle. Si Dios creó al hombre, lo hizo porque quiso, pero en ningún caso estableció con el hombre un pacto previo por el cual lo crearía sólo bajo la condición de que se comportase de acuerdo con sus órdenes, pues evidentemente ese pacto no podía establecerse porque el hombre todavía no existía y no pudo aceptarlo libremente.
En segundo lugar, la obediencia a Dios por parte del hombre sólo habría podido tener sentido a partir de los siguientes motivos: 1) Para no ser condenado al Infierno, 2) Para ser premiado con el Cielo, y 3) Para conseguir el bien existente en lo ordenado por Dios.
La aceptación de cualquiera de los tres motivos como justificación de la obediencia a Dios implicaría evidentemente una actitud interesada, que, como Kant diría, no tendría valor moral, ya que obedecer por temor al Infierno o por deseo del Cielo no es cumplir con ningún tipo de deber por simple respeto a una ley moral, y obedecer los mandatos divinos porque lo que manda es bueno equivale a afirmar que lo prioritario a la hora de guiar las acciones no es el hecho de que sea Dios quien las ordene, sino el hecho de que el ser humano haya comprendido que tales acciones son buenas, es decir, beneficiosas para él y tal comprensión sería lo que le impulsaría a su realización, de forma que el fin de la acción no sería el respeto a la ley, sino el de alcanzar el bien derivado del cumplimiento de lo ordenado.
Además y de acuerdo con Tomás de Aquino, el cumplimiento o incumplimiento de las normas morales dictadas por Dios no implicaría en ningún caso que la voluntad divina tuviera que actuar posteriormente premiando o castigando al ser humano como consecuencia de sus acciones, pues esto implicaría una negación de la predestinación divina a la que todo estaría sometido, tal como se ha señalado en la cita anterior.

martes, 1 de abril de 2008

La Jerarquía Católica realiza suculentos negocios con la idea de los “milagros”, los cuales estarían en contradicción con el cumplimiento de los supuestos planes eternos de su dios

La Iglesia Católica: Crítica de sus doctrinas fundamentales (29)

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía y en Ciencias de la Educación

La Jerarquía Católica desde hace ya muchos siglos ha encontrado otra forma de diversificar sus grandes negocios económicos inculcando en los fieles la idea de que Dios realiza milagros especiales alterando el funcionamiento natural de sus leyes eternas.
La misma crítica aplicada a la oración vale también para los milagros, que, consecuentemente, carecen de sentido. La creencia en ellos sólo se explica a partir del antropomorfismo de suponer que, de pronto y a última hora, Dios, de manera directa o por la mediación de su madre o de los santos, cambia los planes de sus leyes eternas y los rectifica para resolver un asunto particular que, al parecer, no supo prever cuando, desde la eternidad, “predeterminó” el desenvolvimiento de la realidad natural.
En consecuencia esta doctrina supondría creer que o bien Dios se equivocó al establecer sus designios eternos, o bien se equivoca ahora cuando los modifica atendiendo a las súplicas de los hombres o dejándose llevar de la compasión, como si anteriormente no la hubiera tenido en cuenta. Pero ambos planteamientos contradicen la idea de la absoluta perfección divina y, por ello, resultan inaceptables.
Por otra parte, resulta sarcástico y de un egoísmo ridículo llegar a creer que Dios o la Virgen o cualquier santo puedan estar pendientes del reuma o de la parálisis de uno que tiene dinero -al menos para acudir a Lourdes- y que al mismo tiempo se olviden de tantos miles de niños que cada día mueren de hambre, olvidados por Dios y por toda la humanidad.
Sin embargo, a la Jerarquía Católica le interesa fomentar la creencia en los milagros por dos motivos fundamentales:
En primer lugar, por el suculento negocio que se monta en una serie de “santuarios” repartidos por gran parte del planeta, entre los cuales se encuentran los de Lourdes en Francia, Fátima en Portugal, y la misma basílica de “San Pedro” en el Vaticano.
Y, en segundo lugar, porque la histeria colectiva que va asociada a la aglomeración de muchos miles de fieles en esos lugares tiene un efecto multiplicador en el crecimiento del fanatismo de estos fieles que, al verse sumergidos en medio de una multitud que tiene las mismas o parecidas creencias, tienden a creer que ese hecho representa una demostración de la verdad de sus creencias, lo cual es un error, pero contribuye al crecimiento del gran negocio de la Jerarquía Católica. Y digo “de la Jerarquía Católica” porque, en efecto, es ella la que luego se enriquece y disfruta de los beneficios obtenidos mediante la serie de ceremonias teatrales que se realizan en tales lugares en espera de los correspondientes “milagros”, que, cuando se producen, sólo son efecto de un montaje teatral o están relacionados con una enfermedad histérica que, efectivamente, puede provocar que un paralítico pueda llegar a andar. Sin embargo, es bastante sintomático de la falsedad de tales milagros el hecho de que a un cojo nunca le crezca una pierna o que a un ciego sin ojos no le aparezcan unos ojos nuevos o que nunca se consiga resucitar a un muerto y mucho menos si el muerto lleva ya diez años enterrado.
Resulta curioso como simple anécdota relacionada con la auténtica finalidad de estos lugares recordar que –por lo menos hace sólo unos diez años- a la entrada al recinto del santuario de Lourdes había un letrero que decía en varios idiomas: “Prohibido mendigar”. Resulta algo sarcástico que en el mismo lugar al que la gente acude para “mendigar” a María un milagro se prohíba mendigar una simple limosna material a esos fieles que van a mendigar. La explicación de esta prohibición parece consistir en que el dinero que se de a los pobres es dinero que deja de percibir la Jerarquía Católica, que sí mendiga limosnas o incluso pagos ya establecidos por cualquier tipo de petición que se pretenda conseguir de María por la mediación de las oraciones y de las ceremonias organizadas por la Jerarquía Católica y por sus delegados en tales lugares. Otro motivo de tal prohibición, tan contradictoria con los supuestos fines del cristianismo, es que la presencia incontrolada de gente que vive en medio del hambre y de la miseria crearía un ambiente “muy desagradable” a la vista. Pero resulta realmente paradójico que María se tuviera que preocupar especialmente de los ricos que han tenido dinero suficiente para realizar el viaje a su santuario en lugar de preocuparse por la gente que malvive y muere de hambre, tanto si se trata de los pobres que puedan acercarse hasta Lourdes como de los que ni siquiera tienen dinero para llegar a ese lugar.
Así que parece que el auténtico milagro de tales lugares consiste de manera especial en las ganancias de la Jerarquía Católica y en los grande negocios que se crean en tales lugares, relacionados con la venta de recuerdos, de medallas y de imágenes y con la correspondiente creación de establecimientos hoteleros y todo lo que viene asociado a las constantes visitas a esos “santuarios” (?).
La Jerarquía Católica niega la inmutabilidad
y la providencia divina al subordinar
la acción de Dios a las oraciones del hombre

La Iglesia Católica: Crítica de sus doctrinas fundamentales (28)

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía y en Ciencias de la Educación

La Jerarquía Católica, al igual que la de la práctica totalidad de religiones desde sus raíces antropomórficas, considera que las oraciones humanas pueden modificar las decisiones inmutables de su divinidad, negando de modo implícito que la propia inmutabilidad y la providencia de su dios.
Al margen de su falsedad, esta doctrina tiene una primordial importancia para el enriquecimiento económico de la Iglesia en cuanto de este modo y mediante las diversas ceremonias en las que la oración se convierte en su finalidad esencial, la Jerarquía Católica recauda una ingente cantidad de dinero como consecuencia de toda clase de rituales mágicos relacionados con los rezos por la salvación de las almas de los difuntos, por las víctimas de un terremoto, por los combatientes de un bando de una guerra, a quien acompañan diversos curas castrenses, por los combatientes del otro bando, a quienes acompañan otros curas, por la victoria de un bando en esa guerra, por la victoria del otro bando, por la paz del mundo, por el buen funcionamiento de los tanques y aviones de guerra, por el Papa, por Franco, por Hitler, por todo aquel que disponga de dinero para pagar a la Jerarquía Católica el dinero estipulado para decir una misa o cincuenta en sufragio por el alma de su abuelo, por nuestras autoridades, por los pobres del mundo para que soporten su situación con cristiana resignación, por los ricos para que mantengan y amplíen su riqueza, por librarnos de las sequías, por librarnos de los diluvios, por librarnos de cualquier plaga, por librarnos de una enfermedad, por habernos salvado de morir en un accidente, por no habernos librado, pero para que nos conceda la eterna salvación, para que nos toque la lotería, por haber hecho que nos tocase, por el perdón de nuestros pecados, por el perdón de los pecados ajenos, por la conversión de los judíos, por la conversión de Rusia, para que realice el milagro de curarnos de una enfermedad incurable, para darle gracias por el engrandecimiento de nuestro patrimonio obtenido mediante la explotación del prójimo, la usura o el robo, para darle gracias por lo bien que vivimos mientras una tercera parte del mundo vive en la más absoluta miseria…
En definitiva, la oración se convierte de este modo en el núcleo fundamental de casi todas las ceremonias religiosas y en lo que da sentido a la asistencia de los fieles al local religioso en donde las oraciones parecen obtener mejores resultados hasta el punto de que sin ellas esos mismos locales –las iglesias- dejarían de tener sentido.
Esta doctrina, tan importante para el funcionamiento de la secta católica, olvida que Dios, siendo infinitamente bueno, omnipotente y omnisciente, no necesitaría que nadie, a través de sus oraciones, tratase de recordarle lo que tiene que hacer ni tratase de influir en él pidiéndole que cambiase sus planes, realizando acciones contrarias a sus designios eternos y perfectos.
Aunque puede parecer natural que uno recurra a Dios cuando se encuentra ante una dificultad frente a la cual se siente impotente, esa actitud es incongruente con las doctrinas religiosas acerca de Dios, pues si es omnipotente, omnisciente e infinitamente bueno, entonces hará siempre lo mejor y no tiene sentido pedirle que lo haga. Es más, en el fondo de esta cuestión existe una especie de dilema que conduce a una contradicción interna en la doctrina católica, contradicción que sólo se resolvería con la desaparición de cualquier forma de oración que implicase una petición a Dios, fuera del tipo que fuese. El núcleo del problema se encuentra en el siguiente dilema: cuando uno hace una petición a Dios o bien le pide que realice lo mejor, o bien le pide que realice algo que no es lo mejor. La primera parte de la alternativa o bien implicaría una especie de desconfianza consciente o inconsciente hacia Dios, por suponer que sólo hará lo mejor si uno se lo pide y no porque sea infinitamente bueno, o bien implicaría cierta ignorancia en asuntos de teología por desconocer que Dios siempre hace lo mejor y que, en consecuencia, no tiene sentido pedirle que realice aquello que necesariamente hará como consecuencia de su infinita bondad.
A lo largo de su historia más remota, los hombres han creado una imagen antropomórfica de Dios de manera que, del mismo modo que encuentran natural pedir favores a los poderosos por la confianza de que las súplicas y manifestaciones de respeto y sumisión podrán influir en una predisposición más favorable respecto a sus peticiones, así también llegan a creer que la mejor o peor predisposición de Dios depende igualmente de las diversas súplicas y oraciones mediante las cuales le manifiesten su respeto, su adoración y su fidelidad.
Por otro lado, la segunda parte de la alternativa implicaría algo así como tentar a Dios, al rogarle que deje de hacer lo mejor en un sentido absoluto para hacer lo que uno valore como lo mejor para él. A la objeción según la cual, aunque Dios realiza siempre lo mejor, desea que el hombre se lo pida, hay que responder que es absurdo tener que pedir lo que de antemano se sabe que necesariamente se ha de cumplir por ser lo mejor y por depender de Dios, que sólo actúa de acuerdo con este principio. Además, suponer que Dios desea que el hombre le pida cualquier cosa implica de nuevo el regreso a esa interpretación antropomórfica de Dios, pues, si Dios fuera perfecto, sería una equivocación suponer en él la existencia de deseos, ya que sólo quien carece de algo puede desearlo, pero por definición un ser perfecto de nada carece y, por ello, nada desea.
Quizá alguien pudiera objetar que sería el hecho de pedirle algo a Dios lo que convertiría esa petición en algo bueno. Pero ya en el siglo XIV Guillermo de Ockam señaló que la bondad de cualquier realidad estaba subordinada a la omnipotencia divina; y, en consecuencia, que Dios había establecido los valores no porque fueran buenos en sí mismos, sino que eran buenos porque Él así lo había establecido, de manera que no existía nada que fuera bueno en sí mismo y que sirviera de guía a la que se sometiesen las decisiones divinas, pues en tal caso Dios dejaría de ser omnipotente, por estar subordinadas sus decisiones a ese supuesto bien absoluto que estaría por encima de Él, debiendo servirle de criterio para sus decisiones. Esta situación se presenta como mayormente absurda en cuanto la bondad o maldad de cualquier posible acción divina estaría subordinada al hecho de que el hombre la pidiese a Dios, en lugar de que su bondad o maldad estuviera subordinada a la propia divinidad, tal como planteaba Ockham.
Tomando, pues, como referencia estas observaciones de Ockham, si se hace depender el bien de una acción del hecho de que el hombre la pida en ese caso se estará negando la omnipotencia de Dios al subordinar su voluntad a un bien que lo es no porque él así lo haya establecido, sino porque el hombre lo haya pedido. Además, aceptando ese planteamiento, uno podría pedirle a Dios, por ejemplo, que matase a todos sus enemigos, pero no parece que tal petición se pueda convertir en buena por el hecho de pedirla. Por lo tanto, parece claro que el criterio de la bondad de una petición no puede encontrarse en el hecho de que el hombre la pida a Dios, sino que previamente dicha acción debe ya ser buena en cuanto, como pensaba Ockam, el propio Dios así lo haya decidido.
En definitiva, toda esa tradición relacionada con las distintas modalidades de la oración tiene un componente esencial y exclusivamente antropomórfico por el que se tiende a ver a Dios como un ser cuya voluntad puede ser comprada o modificada mediante suplicas, sacrificios, gestos de sumisión y obediencia, etc. Y, en este sentido, habría que considerar la oración (en cuanto petición) como una ofensa a Dios, pues o bien supondría una desconfianza, o bien una pretensión de tentar a Dios-, y, en cualquier caso, no tendría sentido verla como un acto piadoso.
En cuanto casi todo el ritual cristiano gira en torno a la oración y en cuanto la oración sería una ofensa a Dios, en esta misma medida el conjunto de rituales y ceremonias que giran en torno a la oración carece de sentido: Así sucede no sólo con las diversas ceremonias relacionadas con lo anteriormente señalado, sino también con las distintas oraciones prefabricadas, como el Padre nuestro, el Ave María, la Salve, la Letanía, el Rosario, el Vía Crucis, la Misa, el Réquiem por los difuntos, y todas las ceremonias cuya esencia se relaciona siempre con peticiones y ruegos a Dios.
Eliminada la oración del ritual religioso, ¿qué sentido podría tener acudir a la iglesia? ¿Qué se le podría decir a Dios que él no supiese? ¿Quizá habría que acercarse a la Iglesia para agradecerle sus favores? Pero a Dios no le supone ningún esfuerzo el hacerlos; además, si los hiciera, no sería porque el hombre se lo pidiese sino porque serían la manifestación de su perfección, la cual le llevaría en todo momento a obrar de acuerdo con ella, tanto cuando pareciese que beneficiaba al hombre como cuando pareciese que le perjudicaba.
Dios haría siempre lo mejor y no podría hacer otra cosa porque su perfección le llevaría a querer sólo mejor, y, por ello, la oración carecería de sentido.
Aceptando esta crítica, se podría argumentar que la oración podría ser un medio para sentir más intensamente la unión con Dios, venciendo así la sensación de soledad que en ocasiones acompaña al hombre y tomando una conciencia renovada de la presencia de Dios y de su constante protección. Sin embargo, desde el momento en que uno tratase de ponerse “en contacto con Dios”, sólo estaría demostrando su desconfianza respecto a la constante omnipresencia divina y esa conducta sólo sería una muestra más de debilidad y no un mérito especial.
Por ello, si a la Iglesia no la guiasen intereses económicos, como los que se muestran en los grandes montajes de Lourdes o de Fátima, debería prohibir la oración. Pero eso significaría su suicidio como institución económica –que es lo que especialmente es-, pues la existencia de los ambiciosos intereses económicos de la Jerarquía Católica, cuya economía se sustenta en la ingenua credulidad de la gente, dificulta enormemente la superación de este antropomorfismo criticado por Platón hace ya cerca de 2.500 años.
La Jerarquía Católica discrimina a la mujer negándole el derecho a acceder al sacerdocio

La Iglesia Católica: Crítica de sus doctrinas fundamentales (27)

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía y en Ciencias de la Educación

Además de la discriminación y menosprecio hacia la mujer, expresada en la crítica anterior, la Jerarquía Católicas discrimina igualmente a la mujer en cuanto le niega el derecho a acceder al sacerdocio a partir del absurdo argumento basado en la consideración de que Jesucristo no nombró apóstol a ninguna mujer.
Se trata de un absurdo, ligado con el machismo de la anterior doctrina ya criticada, absurdo que la secta católica mantiene, aunque sin cerrar las puertas a la posibilidad de aceptar sacerdotisas cuando las “vocaciones” flojeen hasta el punto de que las vacantes que se produzcan repercutan negativamente en la buena marcha del negocio religioso.
El obispo de Málaga “aclaró” los motivos de este absurdo machismo en una entrevista en la CNN+ (27 / 03 / 02) refiriéndose al hecho de que Jesús no nombró a ninguna mujer como apóstol.
Con un argumento tan contundente resulta extraño que la Iglesia haya consentido que quienes no son judíos ni de raza blanca hayan podido ser ordenados sacerdotes, pues todos los apóstoles eran judíos y de raza blanca.
La pobreza de tal argumento resulta tan evidente que ni siquiera merece una crítica. Es cierto que la sociedad del pueblo judío era fuertemente machista, pero sería un total absurdo que Jesús, en lugar de defender la igualdad entre varón y mujer, hubiese sido un mero continuador de esa absurda “cultura”, de manera que su nombramiento de doce apóstoles hubiera que interpretarlo como una manera implícita y refinada de decir que la mujer y el sacerdocio eran incompatibles. En este punto parece que la actitud de Jesús fue meramente conservadora respecto a la tradición judía y que, en cualquier caso, el hecho de que no hubiese nombrado como apóstol a ninguna mujer no representa un argumento concluyente –ni mucho menos- para que la mujer aparezca siempre en un segundo plano respecto al varón
Por otra parte, en cuanto tal argumentación habría sido absurda, hay que volver a Pablo de Tarso para comprender que fueron especialmente sus prejuicios acerca de la mujer, expresados en diversas epístolas, lo que condujo a dar a la mujer un papel totalmente secundario en la estructura organizativa de la Iglesia Católica.
Ese papel secundario de la mujer no sólo se ha dado en una gran parte de las religiones en el pasado sino que también sigue dándose en la actualidad, y no sólo en asuntos religiosos sino también en diversos cargos de cierta responsabilidad, tanto política como social.
Pero, en cuanto no parece que la presencia de la mujer en cargos más importantes y en la misma posibilidad de acceder al sacerdocio, al episcopado y al papado deba tener un efecto negativo para los intereses de la Iglesia Católica, es muy posible que con el paso del tiempo y en cuanto los jerarcas de la Iglesia Católica comprendan la conveniencia política, económica y social de dejar paso a la mujer a tales cargos jerárquicos de importancia, se produzca el cambio consiguiente.
La Jerarquía Católica sigue defendiendo
el machismo bíblico y la degradación de la mujer

La Iglesia Católica: Crítica de sus doctrinas fundamentales (26)

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía y en Ciencias de la Educación

La Jerarquía Católica sigue aceptando la serie de contenidos y doctrinas machistas de la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, doctrinas que aparecen reiteradamente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y de las que se puede tomar conciencia fácilmente haciendo referencia a doctrinas tales como las siguientes: Dios es “Padre” y no madre, “Hijo” y no hija, y “Espíritu Santo”, teórico padre de Jesús; Dios creó a Adán como rey de la creación y a Eva para que Adán tuviera una compañera; los personajes femeninos de la Biblia casi siempre tienen un papel secundario. Todos los nombres de los ángeles son nombres de varón: Miguel, Rafael, Gabriel. Hasta el propio “Príncipe de las Tinieblas” es varón: Lucifer, Luzbel o Satán. Los personajes más importantes de la Biblia, con pocas excepciones, son varones, hasta el punto de que la Biblia ni siquiera menciona el nombre de ninguna hija de Adán y Eva, pues sólo menciona a Caín, a Abel y a Seth -por lo que ni siquiera se sabe como pudo continuar la reproducción de la especie humana después de los hijos de Adán y Eva, o después del diluvio universal, cuando sólo se salvaron de la muerte Noé con sus hijos Sem, Cam y Jafet, sin que la Biblia mencione a la mujer de Noé ni a sus posibles hijas, como consecuencia de la nula o escasísima importancia que se concedía a la mujer, a pesar de que sin ella la reproducción y multiplicación de la especie habría sido un milagro especialmente digno de destacar-.
Casi todos los nombres relevantes de la Biblia son de varón, como Noé, Abraham, Isaac, Jacob, los hijos de Jacob: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón, José y Benjamín (y sólo al final una hija llamada Dina), Moisés, Aarón, Josué, David, Salomón, Roboam, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Juan Bautista, y apenas alguno de mujer, que casi siempre juega un papel secundario o anecdótico.
Incluso la figura de María tiene un papel muy poco relevante como puede constatarse mediante la lectura del evangelio de Marcos, en donde el propio Jesús llega a tratarla con cierto desprecio cuando, en el momento en que ésta y sus otros hijos fueron a buscarlo, sus discípulos le avisaron diciéndole: “¡Oye! Tu madre y tus hermanos y hermanas están fuera y te buscan.
Jesús les respondió:
-¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?
Y mirando después a los que estaban sentados alrededor, añadió:
-Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” .
Esta baja consideración de la mujer, referida a María en este caso, es la que se muestra cuando se considera a Jesús como hombre por ser hijo de María y sólo como “Hijo de Dios”, según el evangelista Lucas, que afirma tal doctrina, a partir de la enumeración de su genealogía paterna de Jesús por ser hijo de José, cuyo linaje se remontaría hasta Adán, el cual es considerado “hijo de Dios” por haber sido creado por él .
La continuación de ese machismo bíblico aparece nuevamente en Pablo de Tarso, quien considera al marido como la cabeza de la mujer, lo cual implica evidentemente la doctrina de que la mujer es un cuerpo sin cabeza propia. Dice en efecto Pablo que “la cabeza de la mujer es el varón” , y, justificando el uso del velo que oculta la cabeza de la mujer, afirma que “toda mujer que ora o habla en nombre de Dios con la cabeza descubierta, deshonra al marido, que es su cabeza” . Defiende a continuación las ideas de subordinación y sujeción de la mujer respecto al varón y el uso del velo como símbolo de tal sujeción afirmando que “el varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y reflejo de la gloria de Dios. Pero la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón, ni fue creado el varón por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por eso […] debe llevar la mujer sobre su cabeza una señal de sujeción”
La Jerarquía Católica intentó posteriormente suavizar esta doctrina acerca de la mujer enalteciendo la figura de María –doctrina que no deriva de los evangelios-, aunque su doctrina acerca de la mujer en general sigue siendo de manera más o menos explícita la de considerarla como secundaria respecto al varón. Esta doctrina que menos precia a la mujer respecto al varón resulta especialmente llamativa en organizaciones católicas actuales tan poderosas económicamente como la del Opus Dei y su fundador, José María Escrivá de Balaguer, quien en su libro Camino, defiende doctrinas similares a las de Pablo de Tarso, o como la del “nacional-catolicismo” español de la época del general Franco, en la que se defendió igualmente este papel de absoluta subordinación de la mujer al varón.
El machismo aparece igualmente en el hecho de que Jesús eligiera exclusivamente a doce apóstoles, sin que ninguno de ellos fuera mujer. Por cierto, algunos obispos han utilizado este hecho como argumento para rechazar que la mujer pueda acceder al sacerdocio, diciendo que si Jesús hubiera querido que las mujeres accedieran a tal honor, habría elegido a alguna mujer como apóstol.
Esta doctrina machista es la expresión de una “cultura” especial, basada en el ambiente cultural de la sociedad judía de los tiempos del Antiguo y del Nuevo Testamento, “cultura” que iba ligada a la consideración degradante de la mujer dejándola en un segundo plano y siempre como sierva obediente del varón. La importancia de esta doctrina contraria a la igualdad de mujer y varón pone más en evidencia el carácter simplemente humano –y no divino- del conjunto de las doctrinas de la agrupación “religiosa” católica, y sirve además para ver la conexión entre el judaísmo, el cristianismo y la religión musulmana, en la que la mujer aparece igualmente sojuzgada y negada hasta el punto de tener que negar de algún modo su propio ser cubriendo la práctica totalidad de su cuerpo con el tristemente conocido “burka”.