lunes, 2 de febrero de 2009

40. LA SUPUESTA “MORAL ABSOLUTA”
La contradicción según la cual la Jerarquía Católica dice defender una “moral absoluta” a pesar de que defiende una moral relativista y a pesar de que una “moral absoluta” sólo es un absurdo absoluto.
La Jerarquía Católica critica la moral laica por tener un carácter relativista y al mismo tiempo proclama que su moral es “absoluta” porque considera que su fundamento se encontraría en “dios”, un supuesto ser personal, dotado de infinitas perfecciones que sería el creador del Universo y el fundamento de todas las leyes, tanto de las naturales como de las morales. Considera por ello que las leyes morales tendrían un valor absoluto, tanto por provenir de “dios” como por representar la plasmación de los auténticos valores (?) por los que, a su parecer, debería regirse el ser humano. Pero tal justificación es simplemente equivocada, pues, aunque existiera un “dios” como ése en el que dicen creer, no serviría como fundamento para una moral absoluta, pues, como ya explicó acertadamente Kant, la moral que surgiría a partir de supuestas leyes divinas sería heterónoma y, por ello mismo, tan “relativista” como cualquier otra, en cuanto el cumplimiento de tales leyes no surgiría a partir de lo que Kant consideró como conciencia del deber de someter la propia conducta al cumplimiento de tales leyes, sino que se produciría o bien como consecuencia del temor a las represalias de ese “dios” por no haberle obedecido, o bien como consecuencia del deseo de conseguir la recompensa de la felicidad eterna.
Por ello es seguro que la Jerarquía Católica ni siquiera sabe de qué está hablando cuando critica la “moral relativista”, por la sencilla razón de que, como más adelante se verá, la supuesta moral absoluta sólo es un absurdo absoluto. Pero, a pesar de todo, al referirse a la “moral relativista” con espantados gestos y entonación horrorizada, pretende conseguir que quienes la escuchan piensen que esa forma de moral es algo así como “el Diablo disfrazado de Moral”.
Así que, a fin de desenmascarar a estos amantes de los disfraces y de la hipocresía, tanto en la vestimenta material como en la ideológica, puede ser conveniente aclarar la diferencia entre una moral “relativista” y una moral supuestamente “absoluta”. Para ello tiene especial interés hacer referencia a los planteamientos kantianos acerca de estas cuestiones.
Kant consideró que en cuanto las acciones humanas estuvieran encaminadas a la búsqueda de la felicidad, tal comportamiento era interesado, pues, efectivamente, nadie considera que exista un mérito especial en una forma de comportamiento que se relacione con la búsqueda del interés personal. Por ello, el filósofo de Königsberg, a la hora de referirse a las acciones humanas en cuanto relacionadas de algún modo con un deber, señala la existencia de dos tipos de imperativos o fórmulas para expresar tal deber: Los imperativos hipotéticos expresan “la necesidad práctica de llevar a cabo una acción como medio para algún otro fin que se quiere” , el cual es expresado mediante una cláusula condicional. Ejemplos de estos imperativos serían: “Si quieres vivir, debes comer”, “si quieres ser alumno de la facultad, debes matricularte”. Y el imperativo categórico es “aquél que expresa una acción por sí misma como objetivamente necesaria, sin relación con ningún objeto” , es decir, aquél en el que la acción se realiza por considerarse un deber incondicional, al margen de que pueda conducir o no a la felicidad o a la consecución de cualquier otro objetivo. En principio y desde la perspectiva kantiana, un ejemplo de tal imperativo podría ser “se debe decir siempre la verdad”. Precisamente por esa diferencia esencial entre el imperativo hipotético, en el que el deber queda subordinado al querer, y el categórico, en el que el deber se mostraría como incondicional y absoluto, considera Kant que el imperativo categórico constituye el único y auténtico imperativo moral, mientras que los imperativos hipotéticos se relacionarían con la técnica (cómo debo actuar para hacer X) o los de la prudencia (cómo debo actuar para ser feliz). Sin embargo, a continuación se verá que el supuesto imperativo categórico es en realidad un imperativo hipotético y que, en definitiva, todos los imperativos son hipotéticos.
En efecto, desde la perspectiva kantiana el imperativo categórico es el único imperativo moral a causa de su carácter desinteresado, mientras que los imperativos hipotéticos no pueden ser la base de la moral en cuanto no se proponen como fines absolutos que deban ser realizados de manera incondicional, sino sólo como medios para conseguir determinados fines, en cuanto éstos sean queridos.
El imperativo categórico indicaría cómo se debe actuar, en el sentido de que plantearía la exigencia absoluta de actuar de un modo determinado, con independencia de cualquier utilidad que pudiera conseguirse como resultado de tal forma de actuar. Por ello, lo que, según Kant, hay que calificar de moral o inmoral es la voluntad según la máxima que le sirva de guía para su conducta y, por ello, el hombre sólo será plenamente moral en cuanto su voluntad se mueva a obrar exclusivamente por la consideración de la acción como un deber y no por un fin ajeno a dicho deber. En este sentido, la veracidad, como conducta que esté de acuerdo con ese imperativo moral, debería producirse como consecuencia de que el hombre “comprendiese” (?) que el comportamiento veraz era un deber absoluto. En este sentido Kant define el deber moral como “la necesidad de obrar por respeto a la ley” .
Sin embargo, esta doctrina, en apariencia tan desligada del interés egoísta, plantea un dilema cuyo esclarecimiento demuestra la inconsistencia del planteamiento kantiano:
Efectivamente, cuando uno realiza determinada acción, en principio podría aceptarse la hipótesis de que o bien actúa por la consideración del bien que existe o deriva de ella, o bien actúa por la consideración de que tal forma de conducta representa un deber por ella misma. Ahora bien, si se atiende al bien que deriva de dicha acción para considerarla como un deber, en tal caso tal acción será un ejemplo de imperativo hipotético, pues será la consideración de dicho bien (fin deseado) lo que determine la realización de la acción que conduce a él y, por ello mismo, ésta no representará un fin en sí misma. Pero, si no se tiene en cuenta el bien como criterio para establecer el deber de realizar tal acción, en tal caso lo más lógico sería tratar de averiguar por qué la realización de tal acción tendría que representa un deber absoluto, pues, en caso contrario, su realización sería simplemente irracional.
Kant no se planteó en ningún momento el problema de la justificación del deber en un sentido absoluto sino que, influido por la moral protestante, consideró la existencia de dicho deber como una especie de dato inmediato de la conciencia que no requería de justificación alguna. Por otra parte, no habría podido dar respuesta a la segunda parte del dilema planteado, es decir, no habría podido justificar la existencia de deberes absolutos en cuanto esta tarea sólo habría podido realizarla haciendo referencia al bien que se obtendría mediante el cumplimiento de tal deber, pero, de ese modo, el supuesto deber habría dejado de ser absoluto para convertirse en relativo, en cuanto subordinado a tal bien.
En consecuencia, si la distinción kantiana entre ambos tipos de imperativos fue útil, lo fue especialmente para aclarar que en realidad el único tipo de imperativo racional era el imperativo hipotético, que sólo servía para fundamentar una moral de carácter relativista.
Pues, en efecto, una moral relativista como la expresada por el imperativo hipotético subordina el deber al querer, mientras que una moral absoluta exalta la idea del deber como autosuficiente, proclamando su misteriosa existencia más allá y por encima de los propios deseos. Una moral relativista hace referencia a una determinada forma de actuación en relación con un conjunto de normas que dicen cómo se debe actuar para conseguir los fines que se desean, mientras que una moral absoluta, como la propuesta por Kant mediante su imperativo categórico, pretende orientar al hombre indicándole cuál es su deber incondicional, al margen de los fines que pretenda lograr.
Como complemento de este análisis puede resultar útil hacer una breve referencia al pensamiento moral de Aristóteles y de Epicuro para terminar de ver que moral y relativismo van siempre unidos de un modo inevitable y para ver igualmente que la supuesta moral absoluta en realidad carece de sentido.
Así, desde una perspectiva como la aristotélica, en líneas generales su ética –o teoría acerca de la moral- tiene un carácter relativista porque en ella las acciones no se consideran buenas o malas en sí mismas sino buenas o malas en cuanto se encaminen adecuadamente a la consecución del fin más conveniente para la vida humana. Dice Aristóteles (384-322 a. C.) que tal fin es la felicidad, pero señala que no todos están de acuerdo a la hora de señalar qué forma de vida es la más adecuada para alcanzar tal objetivo. Por ello dedicó algunos capítulos de su ética a esclarecer en qué podía consistir la felicidad para la vida humana, llegando a la conclusión de que consistía en una forma de vida acorde con su naturaleza, y, en cuanto la naturaleza del ser humano consistía en su racionalidad, llegó finalmente a la conclusión de que la felicidad humana debía consistir en la vida teorética relacionada con el conocimiento de la realidad y, en segundo lugar y en cuanto el hombre es una realidad social, en la vida política, es decir, en la vida dedicada al bien común de la polis. Y así su ética tiene un carácter relativista, al subordinar el valor moral de cualquier acción al hecho de que conduzca o no a la consecución de tales objetivos.
Una perspectiva similar acerca de la moral fue la defendida por Epicuro (341-270 a.C.), quien, al igual que Aristóteles, consideró que el fin último de la vida era la felicidad, pero identificó la felicidad con el placer: “El placer es punto de partida y fin de una vida bienaventurada” . Sin embargo, entendió que una vida feliz no se producía por medio de los placeres de la comida, de la bebida o de la sexualidad, sino a través de aquellos que causan la “liberación de dolor en el cuerpo y de turbación en la mente” . Consecuente con este planteamiento, consideró que las virtudes no representaban valores en sí mismas, sino que eran medios cuyo valor dependía del placer a que condujesen, hasta el punto de que incluso la amistad y el bien de los demás se buscan porque provocan la propia felicidad, y afirmó en consecuencia que la justicia “no es algo en sí”, sino “una especie de pacto de no dañar ni ser dañado”, teniendo, como todas las demás virtudes, un valor relativo, relacionado con el propio interés y la propia felicidad.
Vemos así que los planteamientos de Aristóteles y de Epicuro tienen un carácter relativista en cuanto no consideran que los actos humanos tengan un valor por sí mismos sino que sólo son medios, más o menos valiosos, para alcanzar la propia felicidad, al margen de cuál sea el objetivo en que consideren que ésta se encuentre.
Pasando ahora al análisis de la moral de la Jerarquía Católica hay que afirmar que se trata igualmente de una moral relativista porque, al margen de que la Jerarquía Católica pretenda que su fundamento se encuentra en “dios” como realidad absoluta, a la hora de seguir o no las normas supuestamente procedentes de ese “dios”, es siempre el ser humano quien desde su propia racionalidad tiene que plantearse por qué debería seguir los preceptos divinos, y, cuando se pretende responder a esa pregunta, surgen diversas respuestas posibles como las siguientes:
1) porque son realmente buenos en sí mismos,
2) porque representan la voluntad de “dios”, y
3) porque son la condición para la obtención de la felicidad eterna, pues, como Jesús dijo, “si quieres ir al Cielo, cumple los mandamientos”.
Pero, cuando se analizan estas respuestas, puede verse que las tres son propias de una moral relativista. En efecto, la respuesta 1 conduciría a la nueva pregunta: ¿qué sentido tiene decir que los preceptos divinos sean buenos en sí mismos? El calificativo bueno tiene un sentido relativo: No se dice que algo sea “bueno en sí mismo” sino que es bueno para algo, de manera que en el fondo decir de algo que sea bueno en sí mismo es decir una frase sin sentido. Precisamente por eso había escrito Spinoza que “no nos esforzamos en nada, ni queremos, apetecemos o deseamos cosa alguna porque la juzguemos buena; sino que, por el contrario, juzgamos que una cosa es buena porque nos esforzamos hacia ella, la queremos, apetecemos y deseamos” y decimos que es bueno en cuanto nos causa bienestar, placer, o cualquier otra sensación positiva. Por esta misma razón y frente al intuicionismo de Moore, que pretendía que había acciones buenas en sí mismas, desde una moral igualmente relativista B. Russell, que había pasado por una fase intuicionista al estilo de Moore, escribió después que “fuera de los deseos humanos no hay principio moral” . Por su parte, Nietzsche había criticado anteriormente la idea una misteriosa conciencia moral que orientase al hombre acerca de lo moralmente correcto o incorrecto y señaló con acierto que “la voz de la conciencia es la voz de la vecina”, queriendo dar a entender que el origen de las valoraciones morales se encontraba en la presión de la sociedad.
La respuesta 2 conduciría igualmente a la nueva pregunta: ¿por qué hay que cumplir la voluntad de Dios? Y la respuesta a esa nueva pregunta o bien debería remitir a una explicación relacionada con el bien derivado de cumplir con ella, lo cual convertiría dicha respuesta en una explicación relativista, o bien podría detenerse en la simple afirmación de que lo que Dios manda hay que obedecerlo porque sí, lo cual sería una respuesta irracional que no serviría como justificación de ningún tipo de moral.
Finalmente la respuesta 3 es relativista de forma directa, en cuanto el cumplimiento de los mandamientos aparece como medio para alcanzar la felicidad eterna. Son muchas las ocasiones en que en la Biblia aparecen planteamientos de este tipo; así, por ejemplo, los siguientes: “…el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” , “hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley” o también “arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” .
En definitiva, cuando la Jerarquía Católica habla de una “moral absoluta” o bien no sabe de qué habla o sólo pretende conseguir que la gente se someta al cumplimiento incondicional de sus órdenes y consignas, deslegitimando las leyes políticas de tales países en cuanto no le resulten útiles para el incremento de su poder y para el aumento de sus riquezas. Y por ello, cuando habla de una “moral relativista”, se refiere a toda moral que no siga las doctrinas que ella pretende imponer, no porque tales doctrinas le importen de un modo especial sino porque desde tiempos inmemoriales la “clase sacerdotal”, al igual que la de los antiguos hechiceros, ha vivido tratando de ocupar el poder político o al menos en simbiosis con quienes lo han ocupado, presentándose como “enviados del Altísimo” para conducir a la sociedad “por la senda del bien”, como si realmente tuvieran una sabiduría superior a la del resto de los mortales, pero buscando el poder por encima de todo, como consecuencia de su ambición patológica.