lunes, 26 de enero de 2009

39. EUTANASIA
LA DOCTRINA DE LA JERARQUÍA CATÓLICA SEGÚN LA CUAL EL HOMBRE NO TIENE DERECHO A DECIDIR ACERCA DEL FIN DE SU PROPIA VIDA, AUNQUE ESTÁ DE ACUERDO CON LA PENA DE MUERTE, CON LA SANTIFICACIÓN DE GUERRAS Y CRUZADAS Y CON LA MUERTE DE CASI 40.000 NIÑOS COMO CONSECUENCIA DEL HAMBRE A PESAR DE QUE CON SUS INCONTABLES RIQUEZAS PODRÍA EVITARLAS.
La Jerarquía Católica defiende la doctrina según la cual es moralmente inaceptable que el ser humano decida acerca del momento de su muerte, hasta el punto de que ni siquiera acepta el uso de medidas paliativas contra el dolor en cuanto puedan adelantar la muerte unos días o unas horas. Considera que la vida pertenece a Dios, que el hombre debe aceptar su voluntad y vivir todo el tiempo posible hasta que él decida otra cosa, aunque sea en medio de atroces sufrimientos que sólo sirven para prolongar una absurda agonía.
CRÍTICA: La Jerarquía Católica, a la hora de condenar la eutanasia, no utiliza otra argumentación sino la que la vida pertenece a Dios y que, por ello, sólo Dios tiene derecho a disponer de ella.
Se trata de un argumento muy pobre que puede ser criticado desde diversas perspectivas.
En primer lugar, habría que demostrar que efectivamente existiera ese ser al que llaman Dios, lo cual es imposible en la misma medida en que se ha demostrado lo contrario. En segundo lugar, suponiendo el condicional contrafáctico de la existencia de ese Dios, la afirmación de la Jerarquía Católica según la cual la vida de cada uno pertenece a ese ser y que nadie tiene derecho a decidir libremente acerca de cuándo ponerle fin, hay que decir que esas afirmaciones son erróneas en cuanto, si la vida la diese Dios, por ello mismo quien la recibiese la recibiría como un regalo o como un don, es decir en propiedad, lo cual implica el derecho para hacer con ella lo que uno considere más conveniente y durante le tiempo que considere oportuno.
En segundo lugar, esto sería así especialmente además, porque, si antes de recibir la vida se hubiera firmado un contrato entre cada uno y Dios, contrato por el que uno aceptaba la vida con la condición de dejar que fuese Dios quien decidiese acerca de su final, en ese caso todavía podría tener algún sentido someterse a su voluntad a fin de cumplir con tal contrato. Pero, resulta que ese contrato era imposible realizarlo porque para ello uno tenía que haber nacido previamente, lo cual implicaría tener ya la vida sin haber dado un consentimiento previo ( ).
En tercer lugar, al margen de que no exista una realidad como esa que la Jerarquía Católica pretende nombrar con el término “Dios”, el concepto de Dios de la Jerarquía Católica es realmente contradictorio, en cuanto un Dios al que no le importase para nada el sufrimiento que suele preceder a la muerte o que negase a las personas el derecho a decidir sobre el término de su propia vida sería un Dios sádico, y en cualquier caso incompatible con las cualidades de la bondad y del amor infinito que al mismo tiempo se le atribuyen, pues tal sufrimiento y la existencia simultánea de ese Dios son incompatibles. Por ello, la suposición de que Dios pudiera querer tal sufrimiento sería un insulto a ese Dios del que la Jerarquía Católica dice que es “nuestro padre”.
Quienes a estas alturas pretenden justificar el sufrimiento lo siguen haciendo además a partir de la consideración de que la humanidad todavía está “pagando” por el “pecado original” –del que, por otra parte, se dice que Jesús redimió a la humanidad- sin entender que la idea de que el sufrimiento pueda verse como una compensación del pecado sólo cabe en la mente retorcida de personas patológicamente vengativas, como quienes fueron educados en la Ley del Talión (“ojo por ojo, diente por diente”) tan dominante en el Antiguo Testamento y tan “palabra divina” como el Nuevo.
Por otra parte, en el Antiguo Testamento, “palabra de Dios”, se habla al menos de tres suicidios sin hacer referencia a ellos mediante condena moral alguna e incluso hablando del tercero como un acto de “honor”.
En primer lugar se cuentan los suicidios del rey Saúl y de su escudero mediante una sencilla descripción en la que lo que llama la atención del narrador es que el escudero de Saúl no se atreviera a obedecer la orden de su rey de que le matase y, en segundo lugar, que en aquel mismo día muriesen Saúl, sus tres hijos y el escudero, que también se suicidó, pero en ningún caso muestra ningún sentimiento de escándalo ni de condena moral por la decisión de Saúl y la de su escudero.
Más adelante, en 2 Macabeos se cuenta un tercer suicidio. En este caso se trata de Razis, un senador de Jerusalén, quien
“acorralado, se echó sobre su espada; prefirió morir con honor antes que caer en manos criminales y sufrir ultrajes indignos de su nobleza” ( ).
En este caso tiene especial interés que el narrador de la “palabra divina”, refiriéndose al suicidio de Razis diga que éste prefirió “morir con honor”, lo cual representa una valoración altamente positiva de su decisión de suicidarse y, por ello mismo, en ningún caso una condena moral. Pero si efectivamente el suicidio hubiese sido considerado como moralmente negativo en el Antiguo Testamento, los suicidios de Saúl y de su escudero así como el suicidio de Razis habrían merecido una descalificación moral, la cual no aparece para nada. En efecto, según dice el primer libro de Daniel,
“Los filisteos cercaron a Saúl y a sus hijos, y mataron a Jonatán, a Abinadab y a Melguisúa, hijos de Saúl. El peso del combate cayó entonces sobre Saúl, que fue descubierto por los arqueros y herido gravemente. Saúl dijo a su escudero:
-Saca tu espada y mátame, no sea que vengan los incircuncisos y me ultrajen.
Pero su escudero se negó, pues tenía mucho miedo. Entonces Saúl tomó su espada y se echó sobre ella. Su escudero, al ver que Saúl había muerto, se echó él también sobre la suya y murió con él. Así murieron juntos el mismo día, Saúl, sus tres hijos y su escudero” ( ).
Por otra parte, esta “palabra de Dios” resulta sorprendente porque, a pesar de que no condena el suicidio ni, por ello mismo, la eutanasia, a continuación, casi al comienzo del segundo libro de Samuel, se contradiga con la mayor ingenuidad del mundo, narrando que Saúl no llegó a suicidarse sino que pidió a un amalecita que le matase y que éste le hizo ese favor:
“Él se volvió, me vio y me llamó. Yo respondí: “Aquí me tienes”. Me preguntó: “¿Quién eres?” Respondí: “Soy un amalecita”. Me dijo: “Acércate a mí, por favor, y mátame; porque se ha apoderado de mí la angustia y aún sigo vivo”. Así que me acerqué a él y lo maté, porque sabía que no podría sobrevivir a su derrota” ( ).
La condena de la eutanasia –la “buena muerte”- por parte de la Jerarquía Católica no sólo es contradictoria con cualquiera de estos textos de la Biblia, de esa tantas veces pregonada “palabra de Dios”, sino también con su aceptación constante de la pena de muerte, por la que la misma Jerarquía Católica se ha arrogado en tantas ocasiones el derecho de privar de la vida a miles de personas, vida a la que, según ella, sólo Dios tendría derecho a poner fin. Y es contradictoria con la serie de ocasiones en que ha perseguido y condenado a muerte a quienes no pensaban como ella; es contradictoria, con las ocasiones en que ha defendido, alentado y promovido guerras como las de las Cruzadas o como la guerra civil española, bautizada como “cruzada nacional”, que provocó cientos de miles de muertos; es contradictoria con su despreocupación por los miles de niños que cada día mueren a causa del hambre, o con su silencio hipócrita, casi absoluto, ante la actual guerra en Irak y en muchas otras zonas del mundo cuando le interesa seguir manteniendo buenas relaciones diplomáticas con los gobiernos de los países agresores.
Y resulta especialmente hipócrita y vergonzoso que este grupo mafioso se preocupe infinitamente más por que se alargue la agonía de quienes están llegado al fin de sus días que por emplear sus incalculables riquezas para salvar las vidas de los casi 40.000 niños que cada día mueren como consecuencia del hambre.

jueves, 22 de enero de 2009

38. HOMOSEXUALIDAD
LACONTRADICCIÓN DE LA JERARQUÍA CATÓLICA SEGÚN LA CUAL CONSIDERA LA HOMOSEXUALIDAD COMO ANTINATURAL, NEGANDO LA OMNISCIENCIA Y OMNIPOTENCIA DIVINA AL CREAR LA NATURALEZA
Aunque la Jerarquía Católica acepta la existencia de una tendencia natural de carácter homosexual, considera que en el fondo se trata de una desviación de la naturaleza y que, en consecuencia, los homosexuales deben resignarse a vivir reprimiendo las tendencias de tal “naturaleza desviada”, en cuanto dejarse llevar por ellas significaría ceder a un comportamiento “antinatural” y, por ello, intrínsecamente malo. En consecuencia, condena la conducta de carácter homosexual, negando a los homosexuales el derecho a vivir su propia sexualidad y afectividad como mejor la sientan y, como consecuencia, el derecho a contraer una unión jurídica y social como la del matrimonio, con el mismo valor que esta institución tiene entre parejas heterosexuales. Además y a pesar de reconocer que las tendencias homosexuales pueden ser consecuencia de causas naturales, el señor Ratzinger, jefe de la Jerarquía Católica, no sólo ha prohibido la ordenación de religiosos y religiosas que se comportan de acuerdo con tales tendencias homosexuales sino también la de quienes simplemente las sientan.
CRÍTICA:
1. A pesar de que en otro tipo de apreciaciones morales la Jerarquía Católica se ha alejado de las doctrinas del Antiguo Testamento, como sucede con su actual rechazo de la poligamia, en el tema de la homosexualidad se ha mantenido fiel a aquella doctrina primitiva en la que el comportamiento homosexual era juzgado de un modo especialmente negativo, aunque sin explicar las causas de tal valoración. Dice la Biblia en este sentido:
“No te acostarás con un hombre como se hace con una mujer; es algo horrible” ( );
En este pasaje se afirma sin justificación de ninguna clase que la relación homosexual “es algo horrible”. El interés de esta afirmación se encuentra mucho más en lo que calla que en lo que dice, pues la simple condena de la homosexualidad sin argumento de ninguna clase sólo puede servir como prueba de que quien escribió tales palabras no tenía más argumento para condenarla que la simple proclamación dogmática de su condena.
Un poco más adelante se señala el castigo que corresponde a la “abominación” que conlleva el comportamiento homosexual:
“Si un hombre se acuesta con otro hombre, como se hace con una mujer, cometen abominación; se les castigará con la muerte. Ellos serán los responsables de su propia muerte” ( ).
El hecho de que la homosexualidad se castigase en aquel tiempo con la pena de muerte, a pesar de que parezca realmente grave, puede verse como anecdótico si se tiene en cuenta que esta misma pena era la que se aplicaba a los hijos rebeldes reincidentes, según se indica en el siguiente pasaje:
“Si uno tiene un hijo indócil y rebelde, que no hace caso a sus padres, y ni siquiera a fuerza de castigos obedece, su padre y su madre lo llevarán a los ancianos de la ciudad, a la plaza pública, y dirán a los ancianos de la ciudad: “Este hijo nuestro es indócil y desobediente, no nos hace caso; es un libertino y un borracho”. Entonces todos los hombres de la ciudad lo apedrearán hasta que muera” ( ).
1.1. Resulta algo chocante la Jerarquía Católica no haya tenido en cuenta para su valoración de la homosexualidad un pasaje de la Biblia en el que el rey David, con ocasión de la muerte de su “amigo” Jonatán, hijo del rey Saúl, escribe unas palabras especialmente sugerentes de un amor homosexual como las siguientes:
“¡Qué angustia me ahoga,
hermano mío, Jonatán!
¡Cómo te quería!
Tu amor era para mí más dulce
que el amor de las mujeres” ( ).
Y no es que la Jerarquía Católica –o judía- tuviese algún motivo para condenar estas palabras de lamento o los sentimientos que dejan traslucir, pues se trata de sentimientos muy nobles y vitalmente enriquecedores. Lo absurdo es que, cuando se trata de los sentimientos de un rey, la Jerarquía Católica tenga el cuidado de silenciarlos de modo hipócrita, mientras que luego condene el comportamiento homosexual basándose en los textos que están de acuerdo con esta absurda doctrina sin otra argumentación que la simple y dogmática afirmación de que se trata de una conducta antinatural, pontificando acerca de qué es natural y qué es antinatural, cuando en realidad lo que debería haber entendido ese gremio de iluminados es que todo lo real es natural y que todo lo natural es real.
1.2. Los ideólogos de esta organización no parecen haber reparado en la contradicción de considerar que haya modos de ser “antinaturales” en cuanto, al considerar que Dios se descuidó en algún momento, que la Naturaleza se le escapó de las manos, y que, en consecuencia, algunos seres humanos habrían nacido desviados (?) respecto al modelo que él pretendía obtener, tal doctrina implica un insulto a la sabiduría y a la perfección de su Dios, supuesto creador de la Naturaleza. La Jerarquía Católica olvida torpemente que, si su Dios existiera y fuera el creador de la Naturaleza, ésta en ningún momento habría podido desviarse de sus designios y que, por ello, es tan natural ser homosexual como ser heterosexual, ser diestro o ser zurdo, rubio o moreno, blanco o negro, en el sentido de que hay causas naturales que determinan el modo de ser de cada persona, modos que por sí mismos no son ni mejores ni peores sino simplemente distintos.
1.3. Por otra parte, hay una soberbia ofensiva en la actitud dogmática de quienes pretenden establecer qué es lo natural y qué no lo es, al tiempo que sacralizan lo supuestamente natural considerándolo como criterio de moralidad. Olvidan en estos casos que el concepto de lo natural proviene de la metafísica aristotélica –basada a su vez en la platónica- acerca de qué constituye la esencia y la naturaleza correspondiente de una sustancia, y qué manifestaciones y actuaciones se corresponderían con tal naturaleza. Pero, al margen de que las metafísicas platónica y aristotélica hace ya muchos siglos que han sido criticadas y superadas adecuadamente, aunque hubieran sido correctas, sólo habrían tenido un valor orientativo acerca de qué virtudes y actividades correspondientes eran las más adecuadas para la obtención de la propia felicidad o qué virtudes y actividades correspondientes eran las más adecuadas para lograr el bien de la pólis, tal como lo expuso Aristóteles en su Ética Nicomáquea, pero no qué formas de conducta eran absolutamente morales o inmorales sin referencia a la propia felicidad o a la del grupo social –aunque en diversos momentos Aristóteles conservó en su obra algunos planteamientos intuicionistas por los que juzgó que determinadas acciones eran buenas o malas en sí mismas-. Por otra parte y suponiendo que “lo natural” pudiera servir de criterio para descubrir “lo moral”, en tal caso lo que habría que tener en cuenta es que para descubrir qué es natural y qué no, habría que partir de la observación de cómo actúan de hecho los seres humanos para describir su naturaleza en lugar de partir de una idea preconcebida acerca de cuál era su naturaleza para luego señalar cómo debían actuar.
Por otra parte, la soberbia de la Jerarquía Católica se extiende hasta la exigencia igualmente dogmática de que la sociedad deba amoldar sus leyes a los principios que ella considera “naturales”, como si cada persona no tuviera derecho a vivir de acuerdo con su propia conciencia y sin que nadie trate de imponerle nada relacionado con su vida privada. Y, por ello, resulta asombroso e hipócrita que la Jerarquía Católica, aceptando la existencia de tendencias homosexuales de carácter natural, defienda que el homosexual debe resignarse a vivir aceptándolas pero sin comportarse de acuerdo con ellas.
1.4. Cuando se pregunta a la Jerarquía Católica por qué condena la homosexualidad, responde en otras ocasiones que la práctica de la homosexualidad es un comportamiento “desordenado” en cuanto el fin de la sexualidad es la procreación. Se trata de un argumento igual de absurdo que el que utiliza para condenar el uso del preservativo, en cuanto afirma que es inmoral servirse de la sexualidad con el fin exclusivo de la obtención de placer en lugar de servirse de ella para la procreación. Por ello, la crítica realizada en el capítulo 33 de este trabajo a la condena del disfrute sexual es igualmente aplicable a la condena del comportamiento homosexual, en cuanto cualquier tendencia y forma de disfrute sexual es tan respetable como las demás, pues en cuanto el comportamiento de acuerdo con las propias tendencias naturales no perjudique a nadie, lo único que representaría una vulneración de las leyes naturales sería la represión de tales tendencias naturales sin otra justificación que la de la proclamación de la existencia de supuestas leyes divinas que así lo ordenasen.
La doctrina de la Jerarquía Católica acerca de la homosexualidad representa un aspecto más del absurdo carácter represivo de sus doctrinas en contra de la sexualidad, al rechazar el derecho de los homosexuales a vivir su sexualidad de acuerdo con su propia manera de sentirla, tanto si la entienden como algo natural como si fuera el resultado de una elección personal, la cual no dejaría de ser igualmente natural, pues entre lo natural y lo elegido no existe ninguna diferencia, ya que uno elige de acuerdo con sus deseos, los cuales son la expresión de la propia individualidad, que a su vez no puede tener otro carácter que el de natural, por lo que no tiene sentido considerar que exista nada “antinatural” –ni siquiera el propio término-.
1.5. Por otra parte y por lo que se refiere a las causas de la homosexualidad en ocasiones se oyen otras interpretaciones absurdas como la que afirma que no tiene una causa natural sino que se trata de un vicio, calificativo que implica ya una valoración negativa de lo que, si acaso, podría considerarse como un hábito adquirido. Pues bien, aceptando la posibilidad de que en todos o en algunos casos la homosexualidad fuera consecuencia de un hábito adquirido, la pregunta sería la misma: ¿Qué hay de moralmente perverso en una conducta que a nadie perjudica y que es enriquecedora de la propia vida y de la de otra u otras personas, sean del mismo género, de distinto género, o del mismo y de distinto género a la vez? A esa pregunta la Jerarquía Católica, anclada perezosamente en doctrinas heredadas de una tradición irracional, ni sabe ni se esfuerza por responder, conformándose con dogmas irracionales, en los que ni ella misma cree –al menos según parece indicar el alto porcentaje de curas y obispos con una sexualidad tan descontrolada que llega hasta la pederastia, la cual sí es socialmente condenable en cuanto representa una cobarde violación sexual infantil-.
Por ello, la condena de la homosexualidad es un absurdo más de la Jerarquía Católica, anclada en unos dogmas irracionales que no reconsidera porque se cree en posesión de la Verdad hasta tal punto que es incapaz de revisar sus doctrinas… por lo menos hasta el momento en que ve peligrar su clientela de manera alarmante, como, por cierto, en estos momentos sucede.
2. Por lo que se refiere a la cuestión relacionada con las causas de la homosexualidad en los últimos sesenta años se han realizando estudios serios, aunque todavía sin resultados definitivos. Sin embargo, lo que parece evidente es que nadie elige ser homosexual sino que todo lo más descubre que lo es, y lo descubre en general de un modo traumático como consecuencia en gran medida de la cizaña introducida en nuestra sociedad por la Jerarquía Católica a lo largo de los siglos, al margen de que la causa de dicha homosexualidad sea genética o ambiental.
Por otra parte y desde una perspectiva científica, desde la segunda mitad del pasado siglo se habla de la ambivalencia de la sexualidad humana en el sentido de considerar que las personas en general sentirían atracción sexual tanto por otras de su mismo sexo como por otras del otro sexo. En este sentido y según los estudios de Alfred Kinsey, entre el 80 y el 90 % de las personas serían bisexuales, mientras que sólo el resto podría tener una sexualidad plenamente diferenciada de carácter heterosexual.
2.1. Por otra parte y como dirían Freud o Marcuse en referencia a la motivación sexual en general, es cierto que para la existencia de la civilización es necesario cierto nivel de represión de los instintos, pero una cosa es comprender la conveniencia de tal represión a fin de mantener un orden social sin el cual el regreso a la jungla sería inevitable, y otra muy distinta es considerar que haya tendencias sexuales o de cualquier otro tipo que, consideradas en sí mismas, deban ser valoradas como moralmente negativas y contrarias a una supuesta y misteriosa “ley sagrada” que hubiera que respetar porque sí o porque así lo quisiera imponer cualquier agrupación de iluminados como la de la Jerarquía Católica.
En este punto así como en cualquier otro que se pretenda aplicar desde la perspectiva política, social o moral, los únicos criterios que se deberían tener en cuenta son los del respeto a la propia individualidad y los del respeto a la individualidad ajena, es decir, el respeto al derecho de cada persona a vivir como le parezca más conveniente, con tal que el uso de su libertad no implique una violación de los derechos y libertades ajenas, y de manera especial, de los derechos relacionados con los menores.

martes, 20 de enero de 2009

37. SOBRE EL ABORTO
LACONTRADICCIÓN SEGÚN LA CUAL LA JERARQUÍA CATÓLICA CONDENA EL ABORTO, CONSIDERANDO QUE LA SIMPLE UNIÓN DE DOS CÉLULAS ES YA UN SER HUMANO Y OLVIDANDO QUE, EN EL CASO DE QUE ASÍ FUERA, EL ABORTO SERÍA LA MEJOR GARANTÍA PARA SU GOCE DE LA VIDA ETERNA, EN CUANTO SERÍA CONDUCIDO A ELLA SIN SUFRIR LOS PADECIMIENTOS DE ÉSTA.
La reproducción de la vida humana se realiza a partir del momento en que las células sexuales masculina y femenina –espermatozoide y óvulo- se unen formando una sola célula llamada cigoto. A partir de dicha unión, el cigoto comienza un proceso de multiplicación y de diferenciación celular de acuerdo con las instrucciones genéticas existentes en ella, proceso al final del cual y al cabo de alrededor de nueve meses nacerá un nuevo ser humano.
1. El concepto de aborto hace referencia a la interrupción de un embarazo antes de concluido el plazo a partir del cual nacería un nuevo ser apto para vivir de manera autónoma, aunque con la ayuda de otros seres vivos, como especialmente la madre, que le proporcionen alimento y un medio adecuado para su supervivencia. En cuanto el aborto puede ser involuntario o voluntario, en relación con este último se ha planteado la cuestión de si es moralmente aceptable y, en el caso de que así se considere, en qué supuestos o hasta qué momento de su desarrollo lo sería. Se suele considerar que la respuesta a esta cuestión depende de cuándo se considere que se está ante un ser humano y cuándo no, entendiéndose que el aborto voluntario sólo sería moralmente aceptable en aquellos casos en los que el organismo vivo cuyo proceso de desarrollo se interrumpiera no fuera todavía un ser humano, sino sólo una agrupación celular diferente.
2. Entre las perspectivas relacionadas con la licitud o ilicitud, moralidad o inmoralidad del aborto habría que hacer referencia especialmente a la científica, a la que se hará una breve referencia, pero lo que aquí interesa de manera especial es analizar cuál es el punto de vista de la Jerarquía Católica.
2.1. Las diversas culturas en los distintos momentos de la historia han mantenido puntos de vista muy diferentes acerca del momento de la gestación en el que puede hablarse de la existencia de un auténtico “ser humano” como resultado de las transformaciones que se producen a partir de la unión de las células sexuales que podrían culminar en el nacimiento de un niño.
En relación con esta cuestión y después de muchos años de discusión infructuosa, todavía en la actualidad sigue habiendo una controversia que lo único que demuestra, si acaso, es el absurdo de pretender fijar un momento mágico en el que se produciría dicha transformación en lugar de aceptar que esa cuestión en el fondo tiene cierto carácter convencional, pues, al margen de doctrinas religiosas, basadas en creencias dogmáticas, es evidente que entre el momento en que se produce la unión de un espermatozoide y un óvulo, y el momento en que esa unión celular o cigoto alcanza un cierto desarrollo a partir del cual puede decirse que nos encontramos ante un ser humano, existe un tiempo en el que afirmar o negar que nos encontremos ante un ser humano dependerá del concepto que se tenga de ser humano, aunque la Jerarquía Católica parece defender en la actualidad que el simple cigoto es ya un ser humano.
Sin embargo, del mimo modo que las células sexuales por separado no constituyen un ser humano no parece que tenga sentido considerar que su unión lo sea ni tampoco que una estructura formada por cuatro, ocho o dieciséis células lo sean. Eso demuestra la imposibilidad para señalar un momento exacto a partir del cual pueda afirmarse se está en presencia de tal ser. Esto mismo puede comprenderse si uno se plantea qué pensaría si alguien le dijera: “La unión de x número de células todavía no es un ser humano, pero la de x + 1 ya lo es”. En este punto lo único evidente es que antes del comienzo del ciclo de multiplicación celular, el espermatozoide y el óvulo ya existían como formas de vida, y que del mismo modo que nadie diría que esas dos células por separado constituyan un ser humano, por lo mismo no tendría sentido afirmar que inmediatamente después de su unión lo constituyan, aunque estén un poco más cerca de llegar a serlo y aunque a lo largo de un proceso de multiplicación celular llegue un momento en el que pueda decirse que ya lo constituyen.
En relación con esta cuestión los científicos han diferenciado diversas fases de desarrollo del cigoto, como son las de pre-embrión, embrión, feto y neonato, por nombrar sólo las más representativas. El desarrollo natural del zigoto dará lugar en último término al alumbramiento del neonato, y será después del alumbramiento cuando el neonato será legalmente reconocido como persona, pero referirse al momento mágico antes del cual no haya ser humano y después del cual sí lo haya es simplemente una afirmación gratuita y dependiente de criterios subjetivos o culturales.
2.2. Por lo que se refiere a esta cuestión, la Jerarquía Católica ha defendido a lo largo de los siglos teorías muy diversas acerca del momento en que, a partir de la unión entre un espermatozoide y un óvulo, puede afirmarse la existencia de vida humana. Así por ejemplo en el concilio de Vienne, en 1312, consideró que este cambio se producía al final del tercer mes después del embarazo, pero en 1869 Pío IX consideró que la vida humana comenzaba a partir de la formación del cigoto y, en consecuencia, proclamó que el concepto de aborto era aplicable a cualquier momento de la interrupción del embarazo, pues sería en el momento de la unión de las células sexuales y de la formación del zigoto cuando Dios crearía un alma inmaterial para ese minúsculo ser.
Consecuente con el planteamiento de Pío IX, la Jerarquía Católica considera que el aborto voluntario, en cualquier fase del embarazo, es un asesinato horrible, una de las manifestaciones de la “cultura de la muerte”, según expresión del papa Juan Pablo II.
CRÍTICA: Sin embargo, en cuanto la Jerarquía Católica defiende el dogma de la infalibilidad de los Concilios y del Papa, y en cuanto el Concilio de Vienne y las declaraciones del Papa Pío IX en 1869 se contradicen, la Jerarquía Católica estaría proclamando como dogma de fe la verdad de tal contradicción, lo cual no contribuye mucho a la solución del problema, ya que, como dice la Lógica, a partir de una contradicción, se puede deducir cualquier cosa.
3. Pero, en relación con los planteamientos de la Jerarquía Católica y al margen de la contradicción en que incurre, tiene interés reflexionar acerca de dos cuestiones:
En primer lugar, acerca del problema que plantea el aborto de un supuesto ser humano cuando se tiene en cuenta que, de acuerdo con el dogma de fe relacionado con “la vida eterna”, cualquier ser humano muerto antes de tener uso de razón iría directamente al Cielo a gozar de la vida eterna. Ahora bien, teniendo en cuenta que, como consecuencia de las tentaciones de la vida terrena, un ser humano puede incurrir en “sentencia de eterna condenación” -según palabras del Nuevo Testamento y de la Jerarquía Católica-, en el caso de que uno creyese firmemente esa doctrina, ¿no sería un acto de auténtica caridad tratar de evitarle el gravísimo peligro de ir de cabeza al Infierno y enviarle a gozar directamente de la Vida Eterna?
Y, en segundo lugar, teniendo en cuanta la asombrosa diferencia que supuestamente se daría por lo que se refiere al trato a los niños entre la actuación de Dios y la de los grandes personajes del Antiguo Testamento, y la que la Jerarquía Católica dice defender en la actualidad, ¿no es una contradicción que en el Antiguo Testamento el propio Dios o diversos personajes bíblicos especialmente venerados no tuviesen inconveniente en asesinar a miles de niños de las poblaciones que conquistaban, en las que no dejaban a nadie con vida, sin que a esas muertes les dieran la menor importancia y el enfoque actual de esa Jerarquía Católica que, aceptando que el Antiguo Testamento es tan “palabra de Dios” como el Nuevo, dice escandalizarse y hable con palabras de enfurecida condena por el aborto de un embrión o de un pre-embrión, cuya realidad como ser humano no sólo es objeto de polémica por parte de los científicos sino que fue negada incluso por la misma Jerarquía Católica de otros tiempos? Su forma de actuar transmite la impresión de que en realidad los jefes de esa organización no creen en esa Vida Eterna de la que tanto hablan y que por ello parece que consideren de una gravedad extrema la interrupción de la vida terrena de esos seres humanos en formación, a pesar de que, en el caso de que no fueran humanos todavía, eso no les plantearía ningún problema de conciencia, y a pesar de que, en el caso de que lo fueran, se les estaría enviando a disfrutar de la vida celestial sin necesidad de pasar por los sufrimientos de “este valle de lágrimas”.
3.1. Por lo que se refiere a la primera cuestión, parece efectivamente que, si la doctrina de la Jerarquía Católica fuera correcta por lo que se refiere a considerar que un cigoto fuera ya un ser humano, no tendría ningún sentido su preocupación por su continuidad vital “en este valle de lágrimas”. En cualquier caso, este problema podría expresarse mediante un hipotético diálogo entre un obispo y un ateo. La discusión podría discurrir del siguiente modo:
-¿Acaso no crees en la beatífica vida eterna?
-¿Cómo que no creo? ¡Pues claro que sí!
-Entonces ¿por qué te preocupa el tema del aborto?
-¿Cómo que por qué me preocupa? ¡El aborto es un asesinato!
-Bueno. Eso es una afirmación precipitada, pues habría que discutir primero si el cigoto, el embrión o el feto son seres humanos o en qué casos sí y en qué casos no.
-Pues para mí no hay ningún problema. Tanto el cigoto como el embrión y el feto son seres humanos, y, en consecuencia, el aborto voluntario es lo mismo que asesinar a cualquier niño o a cualquier adulto.
-Pero, vamos a ver: Si consideras que el mismo cigoto es ya un ser humano, su aborto implicaría que desde ese momento comenzarían a gozar de la vida eterna. ¿No te parece que de ese modo se les estaría haciendo un enorme favor? ¿No te das cuenta de que así se les evitarían los peligros de la vida terrenal y los riesgos para la salvación eterna de su alma? No olvides que, según la doctrina de tu religión, ¡todos los niños que mueren van directos al Cielo! ¡Ni siquiera pasarían por el Limbo ni por el Purgatorio! ¿No sería ése el mejor regalo que se podría hacera a esos supuestos seres humanos?
-Pero, ¿quién eres tú para arrogarte el derecho de disponer de la vida de nadie? ¡La dignidad de la persona está por encima de cualquier otra consideración!
-Ya sé que soy un simple ser humano –como tú- y que, según tu religión, el aborto es inmoral, pero la verdad es que no entiendo por qué calificas como inmoral una acción como ésa.
-¡No te hagas el tonto, que sabes muy bien que eso es un asesinato!
-Supongamos que lo sea. Te insisto en la pregunta: Si con ese “asesinato”, consigo que ese supuesto niño, en lugar de vivir una vida llena de peligros y penalidades, fuera directamente al Cielo como afirma la Jerarquía Católica, ¿no crees que le haría un impagable favor?
-Me parece que te estás volviendo loco.
-¿Por qué dices eso? Te aseguro que, si yo tuviera la fe que tú dices tener, no me habría importado haber sido un simple aborto, pues a estas horas hace ya tiempo que estaría gozando de la “Vida Celestial”, y no aquí, en las oficinas del paro, en espera de un puesto de trabajo.
- Pero, ¿cómo puedes hablar tan a la ligera de asesinatos como si fueran obras de caridad?
- Te advierto de que no estoy hablando de lo que yo creo sino de lo que implican las doctrinas que defiende la Jerarquía Católica. Lo que te digo es que, si yo creyera firmemente en esas doctrinas, no sabría como refutar el argumento que te he expuesto.
-Pues yo tengo esas creencias y precisamente por ellas me parece que tu idea es una monstruosidad.
-Pero, ¿por qué?
-¡Por favor! ¡No me digas que hablas en serio!
-¡Pues claro que hablo en serio! Insisto: La cuestión es la de si puedes refutar o no el argumento que te he expuesto.
-Pues no veo ninguna dificultad: En cuanto es Dios quien da la vida, ningún ser humano tiene derecho a matar a otro.
-Bueno, eso ya es al menos una objeción para tenerla en cuenta. Efectivamente, si Dios existiera y fuera el dueño de la vida humana, con mi acción yo estaría desobedeciéndole. De acuerdo. Pero la pregunta que te hago es la de si a ese supuesto ser humano le estaría haciendo un favor o no.
-Te repito lo que te he dicho antes: Las órdenes de Dios son sagradas y no eres quien para interferir en sus planes segando una vida humana porque se te haya ocurrido una idea tan absurda. ¿No se te ha ocurrido pensar en que tu acción podría significar tu propia condenación?
-Es posible. Pero yo no me refiero a lo que Dios pudiera hacer conmigo sino a lo que yo podría hacer por ese hipotético ser humano. Me pregunto qué sería mejor para él: ¿lanzarlo a esta aventura de la vida terrena que podría significar su eterna condenación en el Infierno, o alejarle de ese peligro ayudándole a marchar a la Gloria Eterna?
-Pero, ¿cómo puedes tener la soberbia de pretender convertirte en un Dios para disponer de la vida de otros?
-¡Tampoco es para tanto! Yo no pretendo sustituir a Dios ni causar ningún daño a ese presunto niño, sino precisamente todo lo contrario. Ten en cuenta además que en los evangelios se dice que “muchos son los llamados, pero pocos los escogidos”, y eso significa que la probabilidad de que ese posible niño fuera a parar al Infierno no sería de uno entre cien millones sino todo lo más de tres entre cinco, poco más o menos. Así que insisto: ¿No crees que a ese hipotético niño le estaría haciendo un bien indudable al evitarle tener que jugar a la lotería siniestra de la vida terrena?
-¡Déjate de tonterías y no me vengas con argumentos absurdos!
-Vale. Te dejo, pero te aseguro que lo que te estoy exponiendo no me parece ninguna tontería ni absurda sino una conclusión coherente con las doctrinas que defienden los dirigentes de tu religión. Y por eso mismo y aunque te parezca una idea de locos, considero que la decisión de abortar debería considerarse como la auténticamente consecuente con vuestras doctrinas, pues en cuanto un embrión o un pre-embrión o un simple zigoto constituyan un ser humano, el aborto es la mejor manera de garantizar su felicidad eterna, ya que su muerte le garantiza que no correrá el peligro de su eterna condenación sino que irá directamente al Cielo.
-¡¡Ya te he dicho que me dejes en paz!! ¡Allá tú con tus ideas!”
Seguramente el diálogo podría terminar así, pues en realidad no parece que exista ningún argumento que pueda refutar este planteamiento y es muy difícil luchar contra una creencia puramente dogmática.
3.2. Por lo que se refiere a la segunda cuestión, la que se relaciona con el contraste radical entre la absoluta falta de miramientos con que en el Antiguo Testamento tanto Dios como los jefes de Israel aniquilan a niños inocentes y la actitud de la Jerarquía Católica manifestando tanta preocupación por la vida de seres de los que ni siquiera puede demostrar que sean humanos, parece que lo único que podría concluirse es que efectivamente la vida terrena carece de importancia al lado de una vida eterna ante la cual esta vida es sólo un instante vacío.
En cualquier caso, tiene interés mostrar algunos pasajes de aquella “palabra de Dios”, en donde se muestra ese trato según el cual, si la vida fuera sagrada, sería una contradicción que Dios hubiera ordenado tales asesinatos, que, efectivamente, aparecen en el Antiguo Testamento, tal como puede comprobarse en los siguientes pasajes:
-“A media noche hizo morir el Señor a todos los primogénitos en Egipto, desde el primogénito del faraón, el heredero del trono, hasta el del que estaba preso en la cárcel” (Éxodo, 12, 29).
-“[Moisés les dijo] Matad, pues, a todos los niños varones y a todas las mujeres que hayan tenido relaciones sexuales con algún hombre” (Números, 31, 17).
-“Josué conquistó Maquedá y la pasó a cuchillo, consagrando al exterminio a su rey y a todos sus habitantes sin dejar ni uno” (Josué, 10, 28).
-“Entonces la asamblea envió doce mil hombres de los más valientes, con esta orden:
-Id y pasad a cuchillo a todos los habitantes de Yabés de Galaad, incluidas mujeres y niños” (Jueces, 21, 10).
-“Así dice el Señor todopoderoso: He resuelto castigar a Amalec por lo que hizo a Israel, cerrándole el paso cuando subía de Egipto. Así que vete, castiga a Amalec y consagra al exterminio todas sus pertenencias sin piedad; mata hombres, mujeres, muchachos y niños de pecho, bueyes y ovejas, camellos y asnos” (1 Samuel, 15, 2-3).
-“Oráculo contra Babilonia que Isaías, hijo de Amós, recibió en esta visión: […] Haré que los cielos se estremezcan y la tierra se mueva de su sitio; […] Al que encuentren lo atravesarán, al que agarren lo pasarán a espada. Delante de ellos estrellarán a sus hijos, saquearan sus casas y violarán a sus mujeres” (Isaías, 13, 1- 13, 16).
-“Por eso, así dice el Señor […] Yo los castigaré: sus jóvenes morirán a espada, sus hijos y sus hijas morirán de hambre” (Jeremías, 11, 21-22).
-“Y el Señor me dijo:
[…] Y aquellos a quienes ellos profetizan serán tirados por las calles de Jerusalén, víctimas del hambre y de la espada; no habrá quien los sepulte, ni a ellos ni a sus mujeres ni a sus hijos; yo haré recaer sobre ellos su maldad” (Jeremías, 14, 14-16).
-“El Señor me dijo: […]
Les haré comer la carne de sus hijos y de sus hijas, y se devorarán unos a otros en la angustia del asedio y en la miseria a que los reducirán los enemigos que buscan matarles” (Jeremías, 19, 1-9).
-“Por eso, así dice el Señor: […] Por tus prácticas idolátricas haré contigo lo que jamás he hecho ni volveré a hacer: Los padres se comerán a sus hijos, y los hijos a sus padres. Ejecutaré mi sentencia contra ti y esparciré a todos los vientos lo que quede de ti” (Ezequiel, 5, 8-10).
-“Y pude oír lo que [el Dios de Israel] dijo a los otros:
-Recorred la ciudad detrás de él, matando sin compasión y sin piedad. Matad a viejos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres, hasta exterminarlos” (Ezequiel, 9, 5-6).
La lectura de estos pasajes muestra la contradicción entre las acciones de aquel Dios o de aquellos personajes del Antiguo Testamento, que ponían de manifiesto el nulo valor de la vida terrena, y la actitud de la Jerarquía Católica que dice escandalizarse ante la idea de un aborto, como si pensara que su muerte era una pérdida definitiva y no tuviera ninguna fe en su supervivencia en la Vida Eterna.
4. En conclusión, asumiendo que la doctrina de la Jerarquía Católica fuera verdadera y que, después de la muerte terrenal, cigotos, embriones, fetos y niños fueran al Cielo, en tal caso no habría justificación alguna para la crítica del aborto e incluso del asesinato de esos niños, pues, como ya se ha demostrado y por mucho que a simple vista pueda parecer el argumento de un loco, la supuesta muerte de tales seres no sería una muerte real sino sólo el “tránsito” de su vida terrena, tan llena de sufrimientos y peligros, a la Vida Celestial. Pero, como ya se ha indicado, parece que, cuando la Jerarquía Católica critica el aborto, es más escéptica acerca de la existencia de esa vida Eterna que el más escéptico de todos los ateos.

viernes, 16 de enero de 2009

36. SOBRE EL DIVORCIO
LA CONTRADICCIÓN DE LA JERARQUÍA CATÓLICA POR LA QUE RECHAZA EL DIVORCIO, A PESAR DE QUE EL ANTIGUO TESTAMENTO LO PERMITE, A PESAR DE QUE LA “ANULACIÓN MATRIMONIAL” ES UN DIVORCIO ENCUBIERTO Y A PESAR DE QUE UN CONTRATO INDISOLUBLE IMPLICA UNA NEGACIÓN DE LA LIBERTAD.
La Jerarquía Católica considera que el matrimonio es una institución establecida por Dios con carácter indisoluble, y, por eso (?), prohíbe el divorcio, y ordena a sus fieles la obediencia a Dios, diciéndoles:
“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” ( ).
CRÍTICA: Sin embargo, la postura de la Jerarquía Católica es criticable por diversos motivos, entre los cuales se puede hacer referencia a los siguientes: a) Su oposición al divorcio está en contradicción con su aceptación en el Antiguo Testamento y con anteriores normativas de la Jerarquía Católica que sí lo permitían; b) Su práctica de lo que llaman “anulaciones matrimoniales” representa una forma encubierta de divorcio, con la que obtienen grandes beneficios económicos; y c) el matrimonio, como contrato indisoluble, implicaría una negación de la libertad similar a la de quien firmase un contrato de esclavitud, que nunca puede ser vinculante ni en la teoría ni en la práctica en cuanto cualquier decisión que uno tomase después de firmado el contrato implicaría el uso previo de la propia razón para deliberar y decidir libremente, es decir, desde el punto de vista de uno mismo, de manera que se daría la paradoja de que uno podría plantearse libremente la alternativa de cumplir o no el contrato de renuncia a su libertad, paradoja que quedaba resuelta desde el mismo momento en que se plantease.
a) En efecto, en el Antiguo Testamento, que para la Jerarquía Católica es tan “palabra de Dios” como el Nuevo. se dice:
“Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecente y deja de agradarle, le entregará por escrito un acta de divorcio y la echará de casa. Si después de salir de su casa ella se casa con otro, y también el segundo marido deja de amarla, le entrega por escrito el acta de divorcio y la echa de casa” ( ).
Más adelante es el propio Dios quien, de acuerdo con esta norma, entrega a Israel su “acta de divorcio”:
“El Señor me dijo en tiempo del rey Josías:
-¿Has visto lo que ha hecho Israel, la apóstata? Ha ido a todos los altozanos y se ha prostituido bajo cualquier árbol frondoso. Yo pensaba: “después de haber hecho todo esto, volverá a mí”. Pero no ha vuelto. Su hermana, Judá, la pérfida, lo vio; y vio también que yo repudié a Israel, la apóstata, por todos sus adulterios, dándole su acta de divorcio” ( ).
Esta doctrina bíblica tiene su base en otra doctrina anterior en la que la mujer era tratada como un simple objeto de compra-venta, de manera que en aquellos tiempos el matrimonio no era otra cosa que un contrato entre el dueño de la mujer y el comprador, quien a cambio pagaba el precio establecido al vendedor de la mujer –su hija en muchos casos-, la cual a partir de ese momento pasaba a ser de su propiedad. Un ejemplo de este tipo de contrato puede verse en el Génesis, cuando Jacob le propone a su tío Labán la compra de su hija Raquel:
“Jacob se había enamorado de Raquel, y dijo:
-Te serviré siete años a cambio de Raquel, tu hija menor.
Labán respondió:
-Prefiero dártela a ti, antes que a un extraño; así que quédate conmigo” ( ).
Desde la existencia de esta mentalidad según la cual los hijos se consideraban como una propiedad del padre, que podía venderla cuando quisiera, la consecuencia lógica era considerar a la esposa como propiedad del “comprador” y juzgar que el “matrimonio” debía ser indisoluble por lo que se refiere a la “cosa” comprada –la mujer-, que no podía rebelarse contra su dueño y, por ello, lo único que podía darse era el “repudio” –o rechazo- de la mujer por parte del marido en cuanto encontrase en ella “defectos” con los que no había contado.
Por otra parte y desde la propia doctrina de la Jerarquía Católica es incongruente la consideración de que el matrimonio se produzca como consecuencia de un vínculo establecido por el propio Dios, tal como se dice en el evangelio de Marcos ( ), o por una orden de Jesús, según interpreta Pablo de Tarso en su primera carta a los Corintios ( ), pues, cuando en el ritual del Matrimonio se habla de los sujetos – o ministros- de este compromiso, se dice que tales sujetos son los contrayentes, quienes libremente deciden compartir su vida, de manera que el papel de Dios sólo sería el de otorgar su bendición a dicha unión pero no la de establecerla.
Precisamente por ello resulta perfectamente comprensible que durante muchos siglos la Jerarquía Católica aceptase el divorcio, aunque finalmente en el Concilio de Trento, en 1563, llegó a establecer el carácter indisoluble del matrimonio.
b) La Jerarquía Católica ha sabido sacar un importante provecho económico respecto a esta cuestión en cuanto, a pesar de negar en teoría la legitimad del divorcio, en la práctica ha encontrado fórmulas para aceptarlo, pues eso es lo que sucede mediante los juicios de “nulidad matrimonial” en el tribunal eclesiástico de la Rota, al introducir una artimaña jurídico-eclesiástica especial, consistente en una resolución de dicho tribunal por la que, ante la petición correspondiente por parte de uno o de ambos cónyuges, en muchas ocasiones llega a aceptar que en realidad no hubo matrimonio, incluso después de una convivencia de años y después de que el matrimonio haya tenido varios hijos. Para ello lo más importante, según los diversos casos conocidos de “anulaciones matrimoniales”, es disponer del dinero suficiente para pagar un proceso que puede costar entre 3.000 y 50.000 euros según los casos. La probabilidad de conseguir la anulación matrimonial es muy alta, del 90 %, poco más o menos, ya que existe toda una serie de causas de nulidad matrimonial que facilitan acogerse a una o a otra para conseguirla. Una vez obtenida, los católicos separados podrán casarse de nuevo “por la Iglesia” sin incurrir en “pecado” (?). En tales casos, la Jerarquía Católica, en lugar de reconocer su aceptación del divorcio, lo que afirma es que en realidad no hubo matrimonio. En España es conocido el caso de la princesa Leticia, casada por la Iglesia con el príncipe Felipe, pero divorciada previamente de un anterior matrimonio civil.
Mediante este recurso a la “anulación matrimonial”, la Jerarquía Católica no sólo ha encontrado de hecho una forma de aceptar el divorcio sino también la de diversificar las fuentes de sus ingresos económicos, aprendiendo al tiempo a ser más prudente en estos asuntos para así evitar situaciones como la producida cuando Enrique VIII de Inglaterra pidió el divorcio y el jefe de la Jerarquía Católica se lo negó, lo cual tuvo como consecuencia la secesión de la iglesia de Inglaterra y la correspondiente creación de la Iglesia Anglicana, con la consiguiente pérdida económica y de poder político de la Iglesia de Roma.
c) Desde el momento en que se ha ido superando la consideración de la mujer como un simple objeto de compra-venta y se le han ido reconociendo sus derechos como persona, su unión matrimonial con otra persona ha convertido –aunque sólo en una parte del planeta- en un contrato libre que en ningún caso tiene por qué implicar un carácter indisoluble sino sólo un compromiso de convivencia subordinado en todo momento a la voluntad de las partes. En consecuencia, en tales contratos no tiene sentido la referencia a una fidelidad “hasta que la muerte nos separe”.
En este sentido, la defensa del derecho al divorcio se fundamenta, en primer lugar, en el hecho de que el ser humano, en la medida en que goza de racionalidad, está ligado en todo momento a tener que deliberar y decidir desde sí mismo sus distintas acciones y, por ello, la misma libertad por la que decide establecer un contrato matrimonial es la que sigue presidiendo sus actos de un modo tan natural como la libertad que conserva un pueblo para cambiar su Constitución, aunque en ella figure un artículo que lo prohíba, pues, incluso en el caso de una situación tan absurda, el propio pueblo seguiría siendo libre en todo momento para decidir la aceptación o derogación de dicha ley en cuanto sería absurdo considerar intocable cualquier decisión del pasado. Y por ello, la existencia de contratos que contengan como una de sus cláusulas la de la negación de la libertad de los firmantes para rescindirlo cuando cualquiera de ellos lo considere oportuno es absurda, al margen de que tal rescisión deba ir acompañada de una compensación a la otra parte de acuerdo con las cláusulas del contrato.
Conviene insistir en el hecho de que una cláusula de indisolubilidad de un contrato implicaría la supresión de la libertad futura de los firmantes y, por ello, sería similar a un contrato de esclavitud, en el que una de las partes renuncia a su libertad convirtiéndose en objeto de la otra. Y así, del mismo modo que no por haber firmado un contrato semejante “el esclavo” dejaría de ser persona, con capacidad para pensar y tomar decisiones propias y no sometidas ineludiblemente a la cláusula que le obliga a obedecer cualquier orden de su “dueño”, igualmente un contrato matrimonial que incluya como cláusula la de su indisolubilidad no tendría valor alguno más allá del derecho de cualquiera de los firmantes para rescindirlo cuando lo considerase conveniente. Por ello, lo que en verdad es un error en tales contratos es la cláusula de su indisolubilidad y no su incumplimiento. Pues, aunque los contratos se hacen con la intención de cumplirlos, su pervivencia no tiene por qué prevalecer sobre la voluntad de quienes los hayan firmado, ya que eso implicaría una absurda “sacralización del contrato”, al colocarlo, una vez firmado, por encima de la voluntad posterior de los firmantes.
En este punto la Jerarquía Católica se contradice desde el momento en que, a pesar de que en el ritual del Matrimonio habla de los sujetos –o ministros- de este “sacramento”, reconociendo que tales sujetos son los contrayentes, sin embargo, luego, de acuerdo con el evangelio falsamente atribuido a Marcos, señala como argumento para exigir la indisolubilidad de tal contrato que se trata de la voluntad de Dios: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
En consecuencia, en el contrato matrimonial católico –y en cualquier otro- debería desaparecer la expresión “juro serte fiel hasta que la muerte nos separe”, pues incluir en dicho contrato una referencia a un plazo temporal determinado anula la libertad futura de los contrayentes subordinándola a una decisión del presente. Tal anulación de la libertad futura implicaría asumir ingenuamente la idea de que en el momento en que se realiza el contrato matrimonial, la decisión actual se corresponde con un conocimiento clarividente acerca de cómo pensará y sentirá en el futuro cada uno de los firmantes y por ello pudieran considerar irrelevante el derecho a su propia libertad. En definitiva, un contrato por el que se renuncia a la propia libertad es equivalente a cualquier contrato de auto-esclavitud y por ello mismo es nulo, en cuanto del mismo modo que nadie puede dejar de respirar mientras esté vivo, tampoco puede dejar de tomar decisiones libres mientras pueda pensar y decidir, y, por ello mismo, el derecho a rescindir un contrato supuestamente indisoluble, como lo sería el del matrimonio católico, sería similar al derecho a rescindir el contrato del sicario que se hubiera comprometido a asesinar a determinada persona, pues, del mismo modo que, si alguien le reprochase no haberlo cumplido, podría responder que ahora pensaba de un modo que le impedía realizar el asesinato pactado, igualmente y por lo que se refiere al matrimonio podría suceder exactamente lo mismo en el sentido de haber cambiado de parecer, de manera que no tenía sentido seguir conviviendo con la otra persona a partir del exclusivo argumento de que debía respetar la cláusula del carácter indisoluble de su contrato. Es decir, aunque cumplir los contratos es en principio algo lógico y conveniente para el buen funcionamiento de la sociedad y de las relaciones entre los individuos y entre los diversos grupos sociales, lo absurdo es la existencia de contratos que impliquen la anulación de la propia libertad de los firmantes para rescindirlos, como ocurre en el caso del “matrimonio indisoluble”, en el del “contrato de esclavitud personal” o en el de “los votos perpetuos” de diversas compañías religiosas, en cuanto en realidad sólo tienen sentido mientras quienes se comprometen sigan pensando igual que cuando se comprometieron, por lo que en el mejor de los casos serían innecesarios, ya que en realidad a lo único a lo que una persona se compromete en esos casos es a comportarse de un modo determinado mientras lo considere oportuno.
Para una mayor clarificación de este tema se puede añadir que, junto al valor individual y social del cumplimiento de un contrato, también hay que considerar el valor del contenido del contrato a cumplir. Así, si una persona convence a otra para firmar un contrato por el cual ésta se compromete a asesinar a otra, si pasado un tiempo el sicario contratado se encuentra en una situación favorable para cumplir su promesa y finalmente decide no cumplirlo, entonces, aunque de acuerdo con el valor que conceda al cumplimiento de los contratos podría sentir el deber de matar, sin embargo, si respetar la vida humana se le presenta entonces como un valor superior al de cumplir los contratos, se abstendrá como es lógico de cumplir con aquel contrato inicial. Igualmente cumplir o no con la cláusula de la indisolubilidad del contrato de matrimonio dependerá de una opción libre derivada de que el cumplimiento con dicha cláusula aparezca o no como un valor superior al de su incumplimiento, y, por ello, este mismo hecho demuestra su carácter superfluo.
En definitiva, un contrato por el que se renuncia a la propia libertad es equivalente a un contrato de esclavitud y por ello mismo es nulo en cuanto no por haberlo firmado en un momento de extraña locura se pierde la racionalidad y, por ello mismo, el derecho y la libertad para oponerse a él en un posterior momento de lucidez.

miércoles, 14 de enero de 2009

35. EL CELIBATO SACERDOTAL
LA CONTRADICCIÓN DE LA JERARQUÍA CATÓLICA POR LA QUE ESTABLECE EL CELIBATO OBLIGATORIO DE LOS CURAS.
Aunque en los primeros tiempos del Cristianismo no hubo legislación alguna contraria al matrimonio de quienes se dedicaban al ministerio sacerdotal, en el concilio de Nicea, en el siglo IV, hubo una primera legislación que comenzó a prohibir que os curas se casaran.
Desde entonces la Jerarquía Católica ha seguido defendiendo hasta la actualidad el celibato obligatorio para los sacerdotes. Esta doctrina, sin embargo, no impidió que en otros tiempos aceptase que los curas viviesen amancebados con sus respectivas “barraganas” o concubinas, a condición de que pagasen el impuesto correspondiente al Papa de Roma, que de modo insaciable siempre encontraba medios de ir llenando sus arcas sin fondo. Efectivamente, esto fue lo que sucedió en la organización católica a comienzos del siglo XVI, cuando el papa León X, en su Taxa Camarae presentó una “solución pecuniaria” para esta cuestión aceptando que “los sacerdotes que quisieran vivir en concubinato con sus parientes, pagarán 76 libras, 1 sueldo” ( ) a las arcas del Vaticano.
Esta doctrina ha sido establecida por la jerarquía católica por intereses muy particulares, pues no se corresponde con ninguna enseñanza ni consejo evangélico, pues el mismo Pablo de Tarso, a pesar de su rigidez respecto a la sexualidad, acepta que el obispo pueda estar casado, escribiendo en este sentido:
“es preciso que el obispo sea un hombre sin tacha, casado solamente una vez” ( ).
Sin embargo, la tendencia de la Jerarquía Católica hacia un control cada vez mayor sobre el clero condujo a una legislación en favor del celibato de los curas. A pesar de ella la actitud de los curas siguió siendo por mucho tiempo muy laxa respecto a su cumplimiento. Según explica Pepe Rodríguez, durante mucho tiempo
“tan habitual era que los clérigos tuviesen concubinas, que los obispos acabaron por instaurar la llamada renta de putas, que era una cantidad de dinero que los sacerdotes le tenían que pagar a su obispo cada vez que trasgredían la ley del celibato. Y tan normal era tener amantes, que muchos obispos exigieron la renta de putas a todos los sacerdotes de su diócesis sin excepción; y a quienes defendían su pureza, se les obligaba a pagar también ya que el obispo afirmaba que era imposible el no mantener relaciones sexuales de algún tipo.
A este estado de cosas intentó poner coto el tumultuoso Concilio de Basilea (1431-1435), que decretó la pérdida de los ingresos eclesiásticos a quienes no abandonasen a sus concubinas después de haber recibido una advertencia previa y de haber sufrido una retirada momentánea de los beneficios.
Con la celebración del Concilio de Trento (1545-1563), el Papa Paulo III […] prohibió explícitamente que la Iglesia pudiese ordenar a varones casados” ( ).
Por otra parte además, la Jerarquía Católica, por puro interés y estrategia para evitar un nuevo cisma dentro de su organización mantiene dos leyes contradictorias acerca de esta cuestión, pues mientras los curas católicos del rito oriental pueden casarse, los del occidental, no, como si tuviera sentido considerar como bueno en un sitio lo que en el otro se considera malo, en lugar de aplicar la misma norma a todos los sacerdotes.
CRÍTICA: La doctrina a favor del celibato resulta contradictoria con los propios principios de la Jerarquía Católica, pues si, como dicen los cardenales y el jefe de esta organización, hay que considerar lo “natural” como criterio de moralidad, en tal caso por lo mismo que prohíben el uso del preservativo por no ser natural, igualmente, siendo coherentes deberían dejar que los sacerdotes actuasen igualmente de acuerdo con su propia naturaleza y, en consecuencia, no deberían negarles el derecho a vivir su propia sexualidad de acuerdo con su naturaleza y, en consecuencia, les deberían permitir elegir libremente entre las diversas opciones afectivas y sexuales: vida de celibato, de matrimonio, homosexual o heterosexual, como expresión de sus tendencias naturales, pudiendo establecer una familia, como el resto de los mortales.
Además y precisamente porque la naturaleza humana tiene un componente afectivo y sexual de enorme importancia, es muy probable que la conducta pervertida de tantos curas que abusan sexualmente de niños o mantienen una “doble vida” o tienen que recurrir a relaciones homosexuales o heterosexuales de un modo secreto y en muchos casos con “conciencia de haber pecado” es un hecho que la Jerarquía Católica debería tener muy en cuenta en lugar de encubrir y dar además la orden de encubrir los casos de sacerdotes pederastas, obrando no sólo de modo hipócrita sino incumpliendo además la ley de aquellos países que ordena colaborar con la Justicia denunciando tales casos.
El motivo económico y práctico que, por lo menos en parte, parece que explica esta normativa de la Jerarquía Vaticana consiste en que de ese modo los creyentes de base no llegan a conocer los delitos de sus curas y así no se produce el escándalo correspondiente. Luego, para asegurarse de que tales casos quedan impunes y como si no se hubieran producido, cambian de parroquia o de diócesis al cura o al obispo correspondiente. Tal forma de actuar le sirve además a la Jerarquía Católica para no perder una parte importante de su “mano de obra” espiritual, de la que en los últimos tiempos parece estar bastante necesitada a causa de que, al parecer, últimamente Dios no parece que esté otorgando “vocaciones” sacerdotales. No ocurría así hacia los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, cuando el Seminario Diocesano de Valencia estaba muy bien surtido de seminaristas y el arzobispo de Valencia se permitía el lujo de deshacerse de los seminaristas intelectualmente no muy dotados, con el argumento de que si Dios les hubiera concedido la vocación sacerdotal, les habría dado inteligencia, por lo que si no eran inteligentes, eso era una clara señal de que no podían tener dicha vocación.
Otro motivo que puede haber influido al mantenimiento de la norma sobre el celibato puede consistir tal vez en el problema que supondría el traspaso de la vivienda parroquial a quien tuviera que sustituir a un sacerdote fallecido: En los distintos pueblos y distritos de las ciudades existe la “casa del cura” o la “casa del abad”, cuya posesión pertenece a la organización Católica. El problema que plantearía la muerte de un cura casado consistiría en que su mujer y sus hijos tendrían que abandonar la vivienda parroquial, pues ello podría implicar un grave trastorno familiar para su viuda y sus hijos e incluso una situación conflictiva para la Jerarquía Católica en cuanto dicha familia no dispusiera de recursos suficientes para instalarse en una nueva vivienda y tuviera que abandonar aquella de la que habían dispuesto para dejarla al nuevo cura que viniera en sustitución del anterior. Ese problema se multiplicaría por el número de iglesias parroquiales de la organización Católica y eso representaría un problema constante en cuanto su despreocupación por dichas familias repercutiría en un aumento de su ya grave desprestigio social.
Sin embargo, en cuanto el celibato obligatorio represente una de las causas que influyen en el alarmante descenso de “vocaciones” al sacerdocio, y la consiguiente dificultad para la expansión económica de la Jerarquía Católica, es probable que se replanteen qué les interesa más para su negocio, y así, de acuerdo con sus cálculos económicos, tratarán de adaptar su doctrina a aquellas soluciones que en teoría le reporten más beneficios y menos problemas.

lunes, 12 de enero de 2009

34. LA DISCRIMINACIÓN DE LA MUJER
LA DOCTRINA DE LA JERARQUÍA CATÓLICA QUE DISCRIMINA A LA MUJER EN CUANTO ES INCOMPATIBLE CON LA QUE DEFIENDE LA IGUAL DIGNIDAD DE TODOS LOS SERES HUMANOS.
Respecto al tema de la valoración de la mujer, la Jerarquía Católica sigue aceptando toda una serie de contenidos y doctrinas de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que son especialmente discriminatorias, doctrinas que aparecen reiteradamente, y de las que se puede tomar conciencia fácilmente haciendo referencia a diversos puntos como los siguientes:
1) En primer lugar, al protagonismo casi absoluto que se concede el varón frente a la mujer. Este protagonismo se muestra, por ejemplo, cuando al hablar de Dios se dice que es “Padre” y no “Madre”, “Hijo” y no “Hija”, y “Espíritu Santo”, teórico padre de Jesús; Dios creó a Adán como rey de la creación, y a Eva para que Adán tuviera una compañera; la mujer –Eva- fue quien introdujo el pecado en el mundo y, por ello, entre otros castigos, Dios la condenó a ser dominada por el varón ( ), lo cual es una forma “religiosa” de justificar las diversas formas del machismo judeo-cristiano; los hijos de Adán y Eva cuyos nombres se mencionan en la Biblia sólo son los de Caín, Abel y Seth, de manera que no se menciona para nada los de las hijas a las que debieron de unirse Caín y Seth para tener descendencia; los personajes femeninos de la Biblia casi siempre tienen un papel secundario.
2) De acuerdo con aquella primera valoración negativa de la Biblia tal como aparece en el Génesis, pero de manera mucho más acentuada, en el Eclesiastés se dice que “la mujer es más amarga que la muerte” ( ) y en Zacarías la mujer aparece como símbolo de la maldad:
“El hombre que hablaba conmigo se adelantó y me dijo:
-Levanta tu vista y mira lo que aparece ahora.
Pregunté:
-¿Qué es?
Me respondió:
-Una cuba, y representa la maldad de toda esta tierra.
Entonces se levantó la tapa redonda de plomo y vi una mujer sentada dentro de la cuba. El ángel me dijo:
-Es la maldad” ( ).
Ambos puntos de vista se encuentran en la misma línea del Génesis, donde, como ya se ha señalado en otro momento, Eva, como representante de la mujer, es castigada por Dios a quedar sometida al varón por haber sido la responsable principal de la desobediencia a Dios.
3) Por otra parte, todos los nombres de los ángeles son nombres de varón: Miguel, Rafael, Gabriel. El propio “Príncipe de las Tinieblas” se muestra como varón: Lucifer, Luzbel o Satán. Y casi todos los nombres relevantes de la Biblia son de varón, como Noé, Sem, Cam, Jafet, Abraham, Isaac, Esaú, Jacob, los hijos de Jacob: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón, José y Benjamín (y sólo al final una hija llamada Dina, a la que se menciona en muchas menos ocasiones que a sus hermanos), Moisés, Aarón, Josué, Saúl, David, Salomón, Roboam, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Job, Pedro, Santiago, Juan, Tomás, Bartolomé, Judas, Mateo, Matías, Marcos, Lucas, Pablo, y apenas alguno de mujer, que casi siempre juega un papel secundario o anecdótico.
Los personajes más importantes de la Biblia, con muy pocas excepciones, son varones, hasta el punto de que en dicha obra, con ocasión del famoso “diluvio universal”, ni siquiera se menciona el nombre de la mujer ni de las hijas de Noé, que fueron quienes se salvaron de morir, junto con el propio Noé y sus hijos Sem, Cam y Jafet, lo cual demuestra evidentemente la escasísima importancia que se concede a la mujer, a pesar de que sin ella la multiplicación de la especie habría sido un milagro especialmente digno de reflejar.
4) La actitud degradante respecto a la mujer se muestra igualmente de un modo a la vez ingenuo y descarado cuando en Génesis se habla de los varones como “hijos de Dios” y de las mujeres como “hijas de los hombres”, a la vez que se deja claro que la mujer tenía el valor de una simple cosa, en cuanto se “tomaba” o se compraba por parte del varón, de manera que no era libre para decidir sobre su propia vida:
“Cuando los hombres empezaron a multiplicarse en la tierra y les nacieron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas y tomaron para sí como mujeres las que más les gustaron” ( ).
5) En esta misma línea de degradación de la mujer hay que señalar el hecho de que la poligamia y la posesión de concubinas y de esclavas aparezca de un modo tan natural en la sociedad judía, tal como la presenta la Biblia, en la que la mayoría de sus personajes relevantes tuvieron varias esposas, concubinas y esclavas, como fue el caso del rey Salomón que tuvo setecientas mujeres y trescientas concubinas ( ).
6) Resulta igualmente curioso que en el Antiguo Testamento la mujer quede ninguneada hasta el punto de que, cuando se enumera la lista de los hijos de cualquier personaje, tanto si se trata de Jacob como de cualquier otro, casi todos los nombres sean de varón y apenas alguno de mujer, como si no hubieran nacido o como si su importancia fuera tan anecdótica que fuera irrelevante incluso la mención de su existencia. Esto sucede por lo que se refiere a los hijos de Adán y Eva, Noé, Jafet, Cam, Sem, Abraham, Ismael, Isaac, Esaú, Jacob, y a la práctica totalidad de las largas líneas genealógicas que aparecen en la Biblia, donde o bien no se nombra la existencia de las hijas de estos personajes o bien sólo se dice que también tuvieron hijas, pero sin nombrarlas o incluso hablando de un número de hijas muy llamativamente inferior respecto al de hijos.
7) En las referencia genealógicas además sólo cuanta la línea paterna y para nada la materna, hasta el punto de que, como ya se ha dicho en otro capítulo, para demostrar la filiación divina de Jesús el evangelio atribuido a Lucas se remonta por la línea genealógica de José hasta llegar a Adán, incurriendo en la contradicción de afirmar la paternidad de José respecto a Jesús, cuando interesa demostrar que Jesús era Hijo de Dios, pero negando tal paternidad cuando interesa afirmar que María era “virgen” y que concibió por obra del Espíritu Santo y no por sus relaciones con José.
8) El papel secundario de la mujer en el Antiguo Testamento se muestra igualmente desde la perspectiva de la valoración económica, tal como aparece en Levítico:
“El Señor dijo a Moisés:
-Di a los israelitas: Cuando alguien haga al Señor una promesa ofreciendo una persona, la estimación de su valor será la siguiente: el hombre entre veinte y sesenta años, quinientos gramos de plata […]; la mujer, trescientos; el joven entre cinco y veinte años, si es muchacho, doscientos gramos, y si es mucha, cien; entre un mes y cinco años, si es niño, cincuenta gramos, y treinta gramos de plata si es niña; de sesenta años para arriba, el hombre, ciento cincuenta gramos y la mujer cincuenta” .
O sea, que eso de que ante Dios todos seamos iguales evidentemente sería una apreciación incorrecta, por lo menos por lo que se refiere al Dios judeo-cristiano.
9) Incluso la figura de María tiene un papel muy poco relevante, como puede constatarse mediante la lectura del evangelio de Marcos, en donde el propio Jesús llega a tratarla de modo un tanto despectivo cuando, en el momento en que ésta y sus otros hijos fueron a buscarlo, sus discípulos le avisaron diciéndole: “¡Oye! Tu madre y tus hermanos y hermanas están fuera y te buscan”, y Jesús les respondió: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Y mirando después a los que estaban sentados alrededor, añadió: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” ( ).
Esta baja consideración de la mujer, referida a María en este caso, se muestra igualmente cuando se considera a Jesús como “hombre” por ser hijo de María y sólo como “Hijo de Dios” -según el evangelista Lucas, que afirma tal doctrina- a partir de la enumeración de la genealogía paterna de Jesús por ser hijo de José, cuyo linaje se remontaría hasta Adán, el cual es considerado “hijo de Dios” por haber sido creado por él ( ) y a pesar de haber escrito antes que el autentico padre de Jesús no fue José sino el “Espíritu Santo” ( ).
10) La continuación de este punto de vista degradante respecto a la mujer aparece nuevamente y de manera muy acusada en Pablo de Tarso, quien considera al marido como la cabeza de la mujer, lo cual implica evidentemente la doctrina de que la mujer es un cuerpo sin cabeza propia. Dice en efecto Pablo que “la cabeza de la mujer es el varón” ( ), y, justificando el uso del velo que oculta la cabeza de la mujer, afirma igualmente que
“toda mujer que ora o habla en nombre de Dios con la cabeza descubierta, deshonra al marido, que es su cabeza” ( ).
Defiende a continuación las idea de la subordinación y sujeción de la mujer respecto al varón y el uso del velo como símbolo de tal sujeción afirmando que
“el varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y reflejo de la gloria de Dios. Pero la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón, ni fue creado el varón por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por eso […] debe llevar la mujer sobre su cabeza una señal de sujeción” ( ).
Esta misma idea vuelve a aparecer no sólo en relación con el uso del velo sino también en relación con la norma por la que la mujer debe someterse al marido, hasta el punto de que se le prohíbe incluso que hable en público y, si desea saber algo, debe preguntar luego al marido, pero no durante la asamblea:
-“La mujer aprenda en silencio con plena sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni domine al marido, sino que ha de estar en silencio. Pues primero fue formado Adán, y después Eva. Y no fue Adán el que se dejó engañar, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión” ( ).
-“…que las mujeres guarden silencio en las reuniones; no les está, pues, permitido hablar, sino que deben mostrarse recatadas, como manda la ley. Y si quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus maridos, pues no es decoroso que la mujer hable en la asamblea” ( ).
La jerarquía católica intentó posteriormente suavizar esta doctrina acerca de la mujer enalteciendo la figura de María –doctrina que, desde luego, no deriva de los evangelios-, aunque su doctrina acerca de la mujer en general consistió siempre de manera más o menos explícita en considerarla inferior al varón y creada para vivir sometida a él.
11) Otra forma de ignorar a la mujer puede verse en cierto modo en la supuesta actitud de Jesús al haber elegido a doce apóstoles, sin que ninguno de ellos fuera mujer. A la crítica de que aquellos tiempos no eran los más adecuados para la elección de una mujer como apóstol, se podría replicar que si Jesús era “Hijo de Dios”, por lo mismo que defendió una nueva forma de moral igualmente hubiera podido predicar la igualdad entre los seres humanos y predicar con el ejemplo, pues precisamente el hecho de que no nombrase como apóstol a una mujer fue utilizado por algunos obispos como argumento especialmente agudo y profundo (?) para rechazar que la mujer pueda acceder al sacerdocio, diciendo que, si Jesús hubiera querido que las mujeres accedieran a tales cargos, habría elegido a alguna de ellas como apóstol. Claro que, con un argumento similar, se podría haber rechazado al actual jefe de la organización católica y a la mayoría de los anteriores, indicando que, en el supuesto de que Jesús hubiese nombrado a un jefe para su Iglesia, nombró a un judío y no a un alemán ni a un italiano, por lo que el señor Ratzinger, que es alemán y no judío, debería ser removido de ese cargo que ocupa en contra de la voluntad de Jesús.
12) En los últimos años, José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, ha defendido descaradamente una perspectiva similar acerca de la mujer cuando en su patológico escrito Camino, dirigido casi en exclusiva a los varones y a lo “viril”, lo contrapone a lo femenino, que es considerado como inferior en muy diversos aspectos. En este sentido, por ejemplo, escribe:
“Si queréis entregaros a Dios en el mundo, antes que sabios -ellas no hace falta que sean sabias: basta que sean discretas- habéis de ser espirituales […]” ( ).
Es decir, el varón todavía puede aspirar a ser sabio, pero respecto a las mujeres “basta que sean discretas”.
¿Qué motivos podría tener el señor Escrivá para tal discriminación? Parece que los mismos que le sirvieron a Pablo de Tarso: Ningún otro que prejuicios simplemente irracionales y absurdos, heredados de la mentalidad que domina en la Biblia.
La importancia de esta doctrina, contraria a la igualdad entre mujer y varón, pone más en evidencia el carácter simplemente humano –y no divino- del conjunto de las doctrinas de la Jerarquía Católica, y sirve además como una de las muchas muestras de la conexión entre judaísmo, cristianismo y religión musulmana. En esta última todavía en la actualidad la mujer aparece sojuzgada y negada hasta el punto de tener que ocultar su propio cuerpo cubriendo su práctica totalidad con el denigrante “burka”, del que se encuentran a escasísimos milímetros los uniformes de diversas comunidades de monjas católicas.
Además de la discriminación y menosprecio expresados en la crítica anterior, la Jerarquía Católica discrimina igualmente a la mujer en cuanto le niega el derecho a acceder al sacerdocio, a partir del argumento basado -al parecer- en la consideración de que Jesús no nombró apóstol a ninguna mujer. Se trataría de un argumento absurdo, aunque no parece existir otro, además de la propia tradición del judaísmo, para negar a la mujer el acceso a dicha función sacerdotal. El obispo de Málaga “aclaró” el motivo de esta absurda actitud machista de la jerarquía católica en una entrevista en la CNN+ (27 / 03 / 02), en la que, como ya se ha dicho, argumentaba que Jesús no designó a ninguna mujer como apóstol. Siendo coherentes con un argumento tan contundente (?) resulta extraño que la Jerarquía Católica haya consentido que a lo largo de los tiempos quienes no eran judíos ni de raza blanca hayan podido ser ordenados sacerdotes, pues todos los apóstoles eran judíos y de raza blanca.
La pobreza de tal argumento resulta tan evidente que ni siquiera merece una crítica. Es cierto que la sociedad del pueblo judío era fuertemente machista y es muy posible que Jesús se olvidase de elegir a alguna mujer entre sus apóstoles por influjo de aquel lastre y de aquel ambiente machista de la sociedad judía. Pero, por ello mismo, la actitud de Jesús sólo demostraría que él mismo no estaba preparado para asumir que la mujer tenía en esencia las mismas capacidades que el varón para ejercer aquellas tareas de que se ocupaba éste. Pero, en cualquier caso, aunque en la práctica fue un mero seguidor del machismo judío tradicional, Jesús nunca defendió explícitamente la existencia de alguna diferencia o de alguna superioridad del varón sobre la mujer, y el hecho de que no hubiese nombrado como apóstol a ninguna mujer no representa un argumento para concluir que la mujer deba quedar relegada respecto a la posibilidad de acceder al sacerdocio y al episcopado, y, en definitiva, para que aparezca siempre en un segundo plano respecto al varón como si fuera un ser inferior.
Por otra parte, en cuanto tal argumentación relacionada con el nombramiento de apóstoles varones habría sido absurda, hay que volver a Pablo de Tarso ( ) para comprender que fueron especialmente sus prejuicios acerca de la mujer, expresados en diversas epístolas, lo que condujo a dar a la mujer un papel totalmente secundario en la estructura organizativa de la Jerarquía Católica, que estuvo inicialmente muy condicionada por las ideas del llamado “apóstol de los gentiles”.
Ese papel secundario de la mujer no sólo se ha dado en una gran parte de las religiones en el pasado sino que sigue dándose en la actualidad, y no sólo en cuestiones religiosas sino también en cuestiones políticas y sociales, aunque en los últimos años se han producido avances especialmente importantes. Sin embargo, la Jerarquía Católica, como también sucede en el terreno científico, todavía no ha sido capaz de asumir estos avances en el interior de su organización. No obstante, en cuanto la ausencia de la mujer en cargos más importantes de la Jerarquía, accediendo al sacerdocio, al episcopado y al papado, puedan tener efectos negativos en los intereses económicos y políticos de la Jerarquía Católica, es muy probable que en un corto plazo de tiempo, en cuanto comprenda esta situación y en cuanto las propias mujeres pertenecientes a esa organización religiosa presionen adecuadamente, se producirá el cambio consiguiente en la mentalidad de la Jerarquía Católica, tal como en estos momentos se está produciendo en la Iglesia Anglicana, sobre todo a partir del momento en que las “vocaciones” sacerdotales flojeen hasta el punto de que la situación repercuta negativamente en la buena marcha del negocio religioso.
Conviene tener en cuenta en este sentido que la revolución política y social por lo que se refiere a los derechos de la mujer comenzó a realizarse hace sólo alrededor de cien años, así que, teniendo en cuenta que la Jerarquía Católica lleva en casi todos los terrenos un desfase de siglos, es “lógico” (?) que le cueste aceptar la idea de la igualdad de la mujer respecto al varón.

sábado, 10 de enero de 2009

33. VIDA TERRENA Y SEXO COMO PECADO
LA CONTRADICCIÓN DEFENDIDA POR LA JERARQUÍA CATÓLICA DE QUE EL MUNDO Y LA CARNE –ES DECIR, LA SEXUALIDAD- SEAN ENEMIGOS DEL ALMA.
Por lo que se refiere al mundo, considerado como enemigo del alma, la Jerarquía Católica y también los sacerdotes del Antiguo Testamento, fomentaron desde muy pronto la idea de que el cuidado del Templo y todo lo relacionado con el culto al Dios de Israel o al Dios del Cristianismo debía tener un carácter prioritario en la vida de todo judío o de todo cristiano y, por ello, presionaron desde el principio para conseguir se tuviera bien asegurado el mantenimiento y el enriquecimiento del Templo y el de los “servidores” del templo, es decir, el de los sacerdotes del Antiguo Testamento y el de la actual Jerarquía Católica (especialmente la formada por los obispos, arzobispos, cardenales y papa, aunque también por otros cargos menos importantes) mediante la asignación de un tributo o un diezmo, junto con las diversas ofrendas religiosas procedentes del antiguo pueblo de Israel, de los cristianos en particular -en los primeros siglos después de Cristo-, del Imperio Romano -cuando el Cristianismo se convirtió en religión oficial de dicho imperio- y de las diversas naciones que se formaron después de la desintegración del Imperio Romano.
El fomento de esa prioridad de los asuntos económicos ligados al mantenimiento del clero debió de ser decisivo para que los sacerdotes antiguos y modernos fomentasen en el pueblo la idea de que había que anteponer la práctica de penitencias, de holocaustos, ayunos, sacrificios y ofrendas al “Señor” al propio disfrute personal de las comodidades de la vida y de sus placeres, exhortando ya desde muy pronto el clero de las religiones judeo-cristianas al pueblo de Israel y luego a los cristianos de base a llevar una vida austera, pues cuanto más gastasen en su propio bienestar menos bienes les quedarían para ofrendarlos a fin de colaborar al sostenimiento del Templo o a los asuntos religiosos, especialmente los relacionados con la vida del clero y de sus altas jerarquías. Sin embargo, desde el momento en que la propia Jerarquía Católica comenzó a enriquecerse por sus buenas relaciones con los emperadores romanos, con las posteriores monarquías del feudalismo o con los gobiernos de los estados de los últimos siglos, ha ido dejando en un segundo plano sus referencias al mundo como enemigo del alma, pues, de hecho, ella misma, con el disfrute de sus cuantiosos lujos y riquezas, pone cada día en evidencia ante sus fieles de base que no vive ni siente para nada aquellas exhortaciones de Jesús relacionadas con la ayuda a los pobres y a los hambrientos. Por ello, aunque de vez en cuando se atreven a hablar en favor del tercer mundo y de la lucha contra el hambre, siempre lo hacen de manera que parezca que ellos se han esforzado y se esfuerzan mucho criticando a la sociedad actual, y tratan así de desviar la atención de sus fieles respecto al hecho de que ellos, con sus escandalosas riquezas, habrían podido remediar con creces todo el hambre y la miseria del mundo.
Por lo que se refiere a la carne, es igualmente absurdo suponer que Dios hubiera creado el placer sexual sólo para prohibirlo, cuando éste -como cualquier otro- es una sensación absolutamente natural y agradable, y un mecanismo biológico para la supervivencia de la especie tanto en la especie humana como en la mayoría de los animales medianamente evolucionados. Además, como ya se ha señalado, tanto desde el Psicoanálisis de Freud como desde la Psicología científica en general se considera que por lo que se refiere al comportamiento humano la motivación sexual es una de las más importantes, junto con las de la satisfacción de la sed y del hambre.
De hecho la doctrina del Antiguo Testamento acerca de la sexualidad está muy lejos de la obsesión mostrada por la Jerarquía Católica a lo largo de los siglos hasta la actualidad. ¿Qué diría el Papa si algún “monarca cristiano” mantuviese abiertamente una relación de bigamia? Tendría que excomulgarlo a no ser que hiciera caso de sus reconvenciones. Y, sin embargo, a pesar de lo bien que se suele hablar del rey Salomón y de su sabiduría, pocos saben que tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas, al menos según dice la Biblia, considerada por la Jerarquía Católica como “palabra de Dios”, y nadie parece haberse escandalizado por ese detalle. Lo que por otra parte parece evidente es que Salomón debió de tener algunas dificultades para cumplir con aquellas setecientas mujeres desde el punto de vista de la satisfacción sexual de todas ellas, y parece difícl de creer que además tuviera necesidad de aquellas trescientas concubinas para estar seguro de tener descendencia. Parece más bien que, si dispuso de mil mujeres, debió de ser para disfrutar del sexo cuando y con quien le viniese en gana. Y, al igual que él, aunque sin llegar a números tan altos, son muchos los personajes bíblicos que cuentan con un buen numero de esposas, de concubinas y de esclavas, como el mismo rey David, quien, además, también tuvo un amigo –Jonatán- de quien dijo:
“¡Cómo te quería! Tu amor era para mí más dulce que el amor de las mujeres” ( ).
Sin embargo y al menos desde el punto de vista doctrinal teórico, la Jerarquía Católica ha defendido a lo largo de mucho tiempo una doctrina absurda acerca de la sexualidad, a pesar de la evolución mucho más abierta y permisiva de la sociedad actual, y sigue considerando pecado cualquier forma de comportamiento sexual extramatrimonial en general e incluso matrimonial en cuanto tal comportamiento no vaya unido con la intención de la procreación. En relación con este punto, por cierto, resulta especialmente llamativa por penosa y ridícula la actitud de la llamada “madre Teresa de Calcuta”, cuando en referencia a la enfermedad del sida, tuvo la absurda e incalificable osadía de afirmar que era “simplemente una retribución justa por una conducta sexual impropia”, criticando así el goce sexual no unido al fin de la procreación y defendiendo la absurda doctrina de que Dios habría tomado venganza mediante esa enfermedad de quienes gozasen de la sexualidad de un modo distinto al de su religión –y, de paso, vengándose igualmente de los millones de niños que hubiesen nacido ya con dicha enfermedad como consecuencia de que sus madres la padecían-.
Esta doctrina acerca de la sexualidad no parece corresponderse con alguna doctrina correspondiente de los evangelios, pero Pablo de Tarso comenzó a considerar la sexualidad como algo moralmente negativo, tal como puede verse en el siguiente pasaje:
“A los solteros y a las viudas les digo que es bueno que permanezcan como yo. Pero si no pueden guardar continencia, que se casen. Es mejor casarse que abrasarse” ( ),
en el que considera el casarse no como un bien, sino sólo como un mal menor en comparación con el castigo del Infierno al que estarían condenados quienes pretendieran disfrutar de de la sexualidad fuera del matrimonio.
A pesar de todo, en estos momentos la Jerarquía Católica ante el tema de la sexualidad se encuentra en una situación de desconcierto y prefiere callar ante el rumbo que siguen los nuevos tiempos en los que la gente en general tiende a alejarse de sus doctrinas por considerarlas absurdas, de manera que, aunque muchos se declaren católicos, eso no implica que vivan de acuerdo con la mojigata doctrina sexual de su jerarquía, sino que la vida de acuerdo con una sexualidad libre y sin asociarla con la idea de pecado es lo que por suerte predomina cada día más en nuestra sociedad actual, incluidos los mismos católicos en general. Es bastante sintomático de esta “prudencia” (?) de la Jerarquía Católica que, ante la presencia en la televisión de toda una serie de programas eróticos y pornográficos, nunca o casi nunca diga nada, como si no se hubiese enterado de su presencia. Parece, sin embargo, que lo que sucede es que sabe que cualquier llamada a sus fieles para que se abstuviesen del pecado de ver tales programas no sería atendida y que sería incluso contraproducente para sus propios negocios. Así que lo más probable es que la Jerarquía Católica continúe manteniendo silencio y acepte finalmente como normal lo que es normal, además de inevitable.
En cualquier caso y frente a esta doctrina de la Jerarquía Católica hay que indicar que, si ese Dios existiera, sería absurdo que hubiera creado el placer sexual sólo para prohibirlo, cuando es absolutamente natural, existente no sólo en el ser humano sino también en muchas otras especies animales, que han desarrollado el mecanismo de la atracción y del goce sexual como un medio para conseguir la continuidad de su especie. La hipocresía de este punto de vista –en este caso concreto, la de Pablo VI en su encíclica Humanae Vitae- se muestra en el hecho de que la Jerarquía Católica acepta el placer sexual dentro del matrimonio, aunque no persiga la procreación, siempre que el acto sexual se realice sin métodos “artificiales” para evitar el embarazo y permitiendo sólo, como único método para evitar el embarazo, “métodos naturales” como el Ogino, basado en la estimación de cuáles sean los días fértiles de la mujer para realizar el acto sexual en aquellos días en los que se supone que la posibilidad de un embarazo es muy remota.
Esta doctrina implica una actitud hipócrita en cuanto la finalidad perseguida en el caso de la utilización del método Ogino o de otros similares es la misma que se persigue en aquellos otros que implican la utilización de mecanismos que impiden directamente el embarazo, como el del uso del preservativo o el de las píldoras anticonceptivas, teniendo en cuenta que la Jerarquía Católica considera que el pecado se relaciona con la intención y no con el acto material en sí mismo.
Además, si, aceptando los supuestos filosóficos de la escolástica y del propio Aristóteles, la Jerarquía Católica considerase que cada acto debe ir encaminado hacia su fin natural propio (?) y que ese sería el motivo por el que considerase que el acto sexual debe encaminarse a la procreación, igualmente debería condenar entonces el uso de la inteligencia cuando se la utilizase para fines que simplemente proporcionasen placer, como sucede con tantos juegos de lógica, como el del ajedrez, y lo mismo habría que decir de otras muchas actividades que tienen como finalidad la obtención del placer que viene asociado con el ejercicio de nuestras diversas facultades. En este sentido igualmente debería condenar el uso de la vista cuando se emplease para disfrutar contemplando un cuadro de Leonardo, de Velázquez o de Renoir, o para disfrutar contemplando el florecer de los almendros y la belleza de toda la naturaleza. Igualmente debería condenar el uso del oído cuando se lo emplea para disfrutar de las composiciones de Bach, de Mozart, de Beethoven o de Wagner o de cualquier otro compositor capaz de provocar “placeres auditivos”. Igualmente debería condenar el uso del olfato para gozar del aroma del jazmín o de las rosas, o del aroma de los perfumes, que sólo provocan “placeres olfativos”. Igualmente debería condenar el uso del tacto cuando se lo utilizase para gozar del “placer de las caricias” en lugar de utilizarse para diferenciar las texturas, grado de dureza y temperatura de los diversos objetos, en cuanto su conocimiento sea vitalmente importante. Y, finalmente, el sentido del gusto debería utilizarse exclusivamente para diferenciar los alimentos que pudieran servir para conservar la vida y, por ello, debería condenar como pecado su simple uso para obtener el “placer gustativo” de saborear una copa de vino, un pastel, un caramelo o cualquier comida elaborada con la finalidad de gozar de sabores exquisitos.
Todos estos absurdos van ligados a la consideración negativa de la vida terrena, tan propia del cristianismo, que condena en multitud de ocasiones todo lo que implique alegría de vivir, y predica la penitencia, el ayuno y toda clase de sacrificios, poniendo sus aspiraciones en una supuesta vida ultraterrena, como si la afirmación de los valores de la vida terrenal fuera en sí pecaminosa, cuando el supuesto creador de tales posibilidades de disfrutarlos habría sido el propio Dios. Por ello escribía Nietzsche con total acierto
“la concepción cristiana de Dios [...] es una de las más corruptas alcanzadas sobre la tierra; [...] ¡Dios, degenerado en repudio de la vida, en vez de ser su transfigurador y eterno sí! ¡En Dios, declaración de guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida! [...] ¡En Dios, divinización de la Nada, santificación de la voluntad de alcanzar la Nada!” ( ).
A este absurdo se añade otro nuevo si se tiene en cuenta que, ayudada por esta actitud de la Jerarquía Católica en contra del uso de métodos anticonceptivos como el del preservativo o el de la píldora, la epidemia del sida sigue extendiéndose por todo el mundo y ha causado ya millones de muertos. Pero eso no parece importarle. A ella le importa especialmente lo que se relacione con la obtención de “ayudas” millonarias, robadas con “guante blanco” al conjunto de la sociedad española y a la de otros países; esos robos no los realiza directamente sino a través de chantajes a los sucesivos gobiernos a quienes exige una parte de nuestros impuestos, que no utiliza para remediar el hambre y la miseria del mundo sino para incrementar su escandaloso patrimonio, para montar nuevas sucursales y para aumentar el refinamiento de la vida lujosa de sus altos cargos en suntuosos palacios, a la vez que cínicamente sigue predicando la pobreza.
Puede decirse en líneas generales que la Jerarquía Católica no tiene principios en los que de verdad crea ( ) y por los cuales se rija, sino que proclama determinados “principios” y “normas” para servirse de ellos como de instrumentos para adoctrinar a sus fieles, no porque crea en su valor intrínseco sino porque, una vez convencidos los fieles acerca de su valor, puede utilizarlos para atacar a los gobiernos que actúen de forma contraria a ellos, porque su aparente defensa le sirve para chantajear a los gobiernos que no los compartan y para obtener una buena tajada económica por mantener calmados a sus fieles.
Por otra parte, la suposición de que el alma tenga enemigos sólo tiene sentido a partir de la hipótesis de que la tentación ejercida por ellos podría tener éxito en algún momento y determinar la caída del alma en pecado, pero este punto de vista implicaría la aceptación de que la conducta humana no dependería de la libertad del hombre sino que estaría determinada por la fuerza más o menos intensa ejercida por las tentaciones procedentes de tales enemigos.

jueves, 8 de enero de 2009

32. SOBRE DEMONIOS Y ENDEMONIADOS
LA CONTRADICCIÓN SEGÚN LA CUAL EL DEMONIO, CASTIGADO AL INFIERNO, VAGUE POR EL MUNDO COMO UN ENEMIGO DEL ALMA Y COMO UN INTRUSO EN EL CUERPO DE ALGUNOS SERES HUMANOS.
CRÍTICA: La Jerarquía Católica –y en especial su jefe supremo, que es quien declara los dogmas y doctrinas que deben creer los católicos- considera que el demonio, el mundo y la carne son los enemigos del alma, sin preocuparle lo más mínimo la contradicción que supone que su Dios, considerado como infinitamente bueno, sea el creador de tales enemigos.
Se trata, efectivamente, de una contradicción en cuanto, por lo que se refiere al demonio, es un mito infantil-sádico pretender, por una parte, que Dios le haya condenado al fuego eterno, y, por otra, afirmar al mismo tiempo que le permite pasearse por el mundo tratando de reclutar gente que le acompañe para aumentar sus huestes infernales. Y, si esta doctrina ya es absurda, lo que es el colmo es la que considera además que Dios habría concedido poder a los demonios para introducirse en el cuerpo de la gente a fin de causarle sufrimientos y trastornos físicos y psíquicos gratuitos.
La Jerarquía Católica, siguiendo las supuestas actuaciones de Jesús según se narra en los evangelios, complementa esta ridícula y estúpida doctrina sobre la “posesión diabólica” con la doctrina y con la práctica de los actos de “exorcismo”, forma “civilizada” de hechicería que se corresponde con otras de religiones más antiguas e igualmente atrasadas. El “exorcismo”, todavía practicado en la actualidad, dio lugar a la creación de una de las “órdenes menores” dentro de la escala eclesiástica que culmina en el sacerdocio. Su finalidad es la de tratar de expulsar al demonio –o demonios- del cuerpo de las personas en las que supuestamente se haya introducido.
Por lo que se refiere a esta doctrina acerca de la existencia de la llamada “posesión diabólica”, la jerarquía católica ha sido fiel a los evangelios, en los que se cuenta en muy diversos pasajes que en muchas ocasiones Jesús habría ordenado al “maligno” abandonar el cuerpo de personas poseídas por él. Así, por ejemplo, en el evangelio atribuido a Mateo se dice:
“…El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de él” ( ).
Igualmente en el evangelio de “Marcos” se dice:
“…Entonces [Jesús] le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
Él le respondió:
-Legión es mi nombre, porque somos muchos.
Y le rogaba insistentemente que no lo echara fuera de la región.
Había allí cerca una gran piara de cerdos, que estaban hozando al pie del monte, y los demonios rogaron a Jesús:
-Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos.
Jesús se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron, entraron en los cerdos, y la piara se lanzó al lago desde lo alto del precipicio, y los cerdos, que eran unos dos mil, se ahogaron en el lago.
Los porquerizos huyeron y lo contaron por la ciudad y por los caseríos…” ( ).
Este pasaje tiene especial interés, aunque sólo sea como anécdota para reflexionar un poco por el hecho de que en él se dice, en primer lugar, que la persona poseída no lo estaba por un solo demonio sino por ¡alrededor de 2.000!, ya que fueron unos 2.000 los cerdos que luego se precipitaron y se ahogaron en el lago; en segundo lugar, porque Jesús permite que los demonios se introduzcan en aquellos 2.000 cerdos después de haber sido expulsados del cuerpo de aquel hombre, pues si el hombre no merecía semejante tormento, tampoco parece lógico que lo merecieran los cerdos, hasta el punto de haberles obligado a lanzarse por el precipicio como consecuencia del sufrimiento causado por tales demonios y a morir ahogados; y, en cuarto lugar, por las enormes pérdidas económicas que debió de sufrir el dueño de los cerdos, pues 2.000 cerdos son muchos cerdos, y en el citado pasaje no dice que Jesús resarciese al dueño de su pérdida. En otro pasaje cuenta Marcos que “Jesús resucitó […] y se apareció a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios” ( ). E igualmente en el evangelio de “Lucas” se dice:
“Cuando el niño se acercaba, el demonio lo tiró por tierra y lo sacudió violentamente. Pero Jesús increpó al espíritu inmundo, curó al niño y se lo entregó a su padre” ( ).
Sin embargo, resulta llamativo que en el evangelio de Juan no se hable en ningún momento de posesiones diabólicas ni, en consecuencia, de exorcismos por parte de Jesús. Quizá la explicación de esta ausencia se deba a que este último evangelio se escribió a finales del siglo I y a que quien lo escribió –“Juan, el Anciano”, un cristiano de origen griego- debió de tener una formación cultural distinta y mejor que quienes escribieron los otros evangelios, los llamados “sinópticos”.
Un aspecto ingenuamente ridículo y absurdo por lo que se refiere al tema del demonio es el que se refiere a las tentaciones de Jesús, narradas por Mateo ( ). ¿Qué sentido podría tener que el diablo, condenado al fuego eterno, pudiera salir de su reclusión libremente para ir a tentar a quien era infinitamente más poderoso que él y le había condenado?, ¿qué sentido tendría que Jesús se hubiese prestado a ese juego de manera seria, como si los ofrecimientos de “el Tentador” pudieran tener para él algún sentido o algún atractivo? La única explicación de la existencia de un pasaje como éste –igual que de muchos otros, como el de los 2.000 cerdos endemoniados- podría consistir en que quien hizo estos relatos tuviera un cociente intelectual especialmente bajo, que escribiera pensando en posibles lectores que tuvieran una mentalidad tan simple que pudieran creer semejantes estupideces, y que escribiese este pasaje desde el supuesto –presente en otros pasajes ya mencionados- de que Jesús no era Dios ni hijo de Dios, pues de ese modo las tentaciones del demonio hubieran podido ser menos absurdas.
Por otra parte, hablar de endemoniados en el sentido de personas en cuyo cuerpo se introducen “espíritus malignos”, y suponer que tales espíritus causen daños en el estómago, en el hígado, en los intestinos o dondequiera que pedan meterse (?) representa una contradicción con el concepto o pseudo-concepto de espíritu que, en cuanto supuestamente inmaterial, no podría “tocar” ni “dañar” para nada una realidad de carácter material, por lo que la idea de “posesión diabólica”, junto con las aparatosas reacciones y sufrimientos físicos de las “personas poseídas”, pertenecen al tipo de supersticiones más ridículas que puedan haber inventado los fabricantes de religiones.
La creencia en la existencia de personas endemoniadas procede de la existencia de enfermedades, como especialmente la epilepsia, cuyas crisis se producen de manera muy llamativa, con manifestaciones como pérdida de conciencia, convulsiones incontrolables, abundante salivación y otras manifestaciones, todas ellas impactantes.
Que en la antigüedad la gente se asombrase ante la aparatosidad de tales crisis y que las atribuyese a algo “sobrenatural” es comprensible precisamente por la falta de cultura y por el escaso desarrollo científico -en especial de la medicina-, pero que en la actualidad la Jerarquía Católica pretenda que sus fieles sigan creyendo en semejante explicación majadera es el colmo del abuso de la ingenuidad y buena fe de una parte importante de esas personas inocentes.
Sin embargo y a pesar de su carácter tan irracional y absurdo, a la Jerarquía Católica le interesa mantener esa superstición por motivos evidentes, como en especial el de tener dominados a sus fieles del mismo modo que algunos padres pretenden dominar a sus hijos amenazándoles con “el hombre del saco” y con otras fábulas similares; en segundo lugar, porque la existencia de “exorcistas” que en determinadas ocasiones asisten a algún supuesto “endemoniado” contribuye a diversificar los ceremoniales introducidos por la jerarquía católica, abarcando así una mayor variedad de aspectos de la vida y no sólo el de la oración en las iglesias; en tercer lugar, porque la jerarquía de la secta tiene cierta dificultad para cambiar sus doctrinas desde el momento en que en los propios evangelios aparecen los demonios y los endemoniados en diversos lugares y, por ello, si tales “libros sagrados” representan “la palabra de Dios”, sería realmente algo complicado negar su valor utilizando el recurso tradicional de la Jerarquía Católica de considerar que tal doctrina era una metáfora que había que saber interpretar; además, desde el momento en que la Jerarquía Católica ha establecido la “orden menor” de “exorcista” y toda una serie de sacerdotes “especialistas” en extraer demonios del cuerpo, podría causar cierto escándalo en sus “fieles” que, de pronto y en contra de su doctrina tradicional de tantos siglos, ahora reconociese que no había endemoniados sino sólo personas enfermas que debían ser tratadas de modo adecuado y no por ningún tipo de exorcismo –por lo que la propia orden menor de “Exorcista” dejaría de tener sentido-.
La doctrina sobre los endemoniados ha estado unida a la de los pactos con el diablo así como a la de la brujería, que fueron aprovechados por la Jerarquía Católica para sembrar el terror de la gente a manifestar cualquier punto de vista contrario a las doctrinas e interpretaciones doctrinales de dicha jerarquía o para obtener el pago de “limosnas” sustanciales ante la amenaza de ser quemado vivo en la hoguera, acusado y condenado de brujería. Al encausado en asuntos relacionados con la brujería se le sometía a diversas pruebas para llegar a saber si había realizado algún pacto con el diablo o algo similar. Así, por ejemplo, la “prueba del agua”, en la que se introducía a una acusada –pues casi siempre se trataba de brujas- en un pozo, de manera que, si se hundía, se la consideraba inocente, mientras que si flotaba, se la consideraba culpable; el problema de esta prueba era que las que flotaban eran condenadas y las que se hundían en muchas ocasiones se ahogaban.