jueves, 19 de septiembre de 2013

ACERCA DE DIOS EL CONCEPTO DE DIOS Y EL DIOS ANTROPOMÓRFICO DE LA IGLESIA CATÓLICA.

Los dirigentes católicos se contradicen al defender un concepto de Dios como el de un ser perfecto, cuya esencia consistiría en el simple hecho de ser, sin ser el ser de nada en concreto, junto con la afirmación de la existencia de un Dios antropomórfico que sería necesariamente imperfecto.
A lo largo de los casi dos mil años de historia del Cristianismo[1] las jerarquías de sus distintas sectas, tanto de la católica como las de las otras ramas, han defendido diversas ideas relacionadas con ese supuesto ser en torno al cual fueron montado su negocio “espiritual”, ideas que son de carácter antropomórfico, pero que, en cualquier caso, les han sido muy útiles para obtener la aceptación de sus “fieles”, de quienes en una im-portante medida consiguen los bienes materiales para el eficaz funcionamiento de su rentable negocio.
Los dirigentes católicos afirman la existencia de un ser perfecto al que llaman Dios y consideran que dicha perfección implica la posesión de toda una serie de cualidades que, desde una perspectiva meramente humana, se valoran de un modo especialmente positivo. En este sentido los obispos, junto a su jefe supremo, afirman la doctrina de que Dios poseería todas las perfecciones imaginables e inimaginables, entre las cuales se encontrarían como las más destacables las de ser infinito, creador del universo, providente, omnipotente, omnipresente, omnisciente, infinitamente justo y misericordioso y amor infinito, y, por definición, no podría ser percibido por los sentidos, en cuanto se trataría de una “realidad inmaterial” (?) y “trascendente”.
A lo largo de esta exposición crítica se comentan estos atributos así como el resto de doctrinas más relevantes establecidas por la jerarquía católica, mientras que este punto primero se centrará en la crítica de la existencia de ese supuesto ser al que llaman “Dios” así como en la crítica de las cualidades que le atribuyen, como la de la “perfección” absoluta, y todo un con-junto de cualidades que en realidad sólo tienen carácter antropomórfico.
1. Aunque la afirmación según la cual “Dios es perfecto” parezca expresar una concepción de ese supuesto ser especial-mente positiva y grandiosa, cuando se pretende desgranar el sentido de tal “perfección” aparecen problemas insalvables que conducen a tomar conciencia de que tal afirmación o bien está vacía de contenido y no dice absolutamente nada, o bien conduce a una idea antropomórfica y contradictoria de ese supuesto ser.
Desde el punto de vista etimológico el término “perfecto”, derivado del latín “perficere”, significa “acabado”, “completo”. Y así decir que Dios es un ser “acabado” o “completo” no nos permite aclarar, ni mucho ni poco, qué quiere decirse con tal expresión, pues de todas las cosas podemos decir que son aca-badas en cuanto todas son lo que son, aunque no hayan llegado a ser aquello que pretendamos que sean o que puedan llegar a ser: Un edifico a medio construir es algo acabado en cuanto “edificio a medio construir”, aunque no lo sea como edifico completo; un edificio acabado lo es en cuanto “edificio acabado”, pero no lo es en cuanto “edificio en ruinas”.
Sin embargo y al margen de este sentido etimológico, el concepto de “ser perfecto” se ha entendido en el sentido de un supuesto ser que se encontraría en posesión de todas aquellas cualidades positivas que se pudiera imaginar desde un punto de vista humano y en especial la de la propia cualidad de ser, entendida como su cualidad constitutiva más propia. En este sentido, en la Biblia aparece Yahvé diciendo a Moisés: “Yo soy el que soy”[2], y, teniendo en cuenta esta afirmación, algunos teólogos, como Tomás de Aquino, se han referido al “constitutivo formal” de Dios identificándolo con aquella cualidad según la cual su esencia se identificaría con su existencia: Dios era el “ipsum esse subsistens”[3], el ser mismo subsistente.
Y precisamente una consideración de ese tipo fue la que en el siglo XI llevó a Anselmo de Canterbury a defender el conocido “argumento ontológico” para demostrar la existencia de Dios, considerando que la proposición según la cual “el ser mayor que el cual ningún otro puede ser pensado” tenía un carácter necesariamente verdadero que demostraba la existencia del propio Dios, pues en caso contrario siempre podría pensarse en otro ser que además de poseer las perfecciones del primero tuviera además la perfección de la existencia.
Este argumento era realmente absurdo, en cuanto cometía el craso error de colocar en un mismo plano las “realidades pensadas” y las “realidades existentes” con independencia del pensamiento, de manera que, por una parte, se podría imaginar “un ser sumamente perfecto”, y, por otra, podría imaginarse igualmente que dicho ser meramente pensado existiera real-mente más allá de la propia imaginación. Ahora bien, para poder pasar de manera legítima del pensamiento o imaginación de dicho “ser pensado” a la afirmación de su “existencia real” e independiente de la propia imaginación habría que recurrir a la experiencia, de manera que ésta mostrase que tal ser imaginado gozaba de una existencia propia e independiente del propio pensamiento. Según dicho argumento –expresado de un modo diferente al de Anselmo de Canterbury-, en cuanto se entiende por “Dios” “el ser que existe necesariamente”, quien comprende el significado del concepto de Dios no puede negar su existencia sin contradecirse, ya que dicha negación equivaldría a decir que el ser que existe necesariamente no existe. Sin embargo, ya en aquel tiempo el monje Gaunilón le objetó que con una argumentación semejante igual podría demostrarse la existencia de las “Islas Afortunadas” en cuanto, si no existieran, no serían afortunadas. Además, el concepto de “el ser que existe necesaria-mente” presupone ya la existencia de la realidad que se pretende demostrar, es decir, da como un hecho la existencia de “un ser que existe necesariamente” por lo que incurre en una petitio principii. Es decir, es absurdo jugar a demostrar aquello que previamente se da por hecho que existe, utilizando tal supuesto como premisa de dicha demostración.
El argumento de Anselmo de Canterbury fue defendido posteriormente por otros pensadores, como Descartes y Leibniz, pero fue criticado entre otros por Tomás de Aquino en el siglo XIII, por Ockham en el XIV,  y por Hume y Kant en el siglo XVIII.
En la actualidad se considera que tal argumento es una simple trampa lingüística por la que se confunde el significado que se da a una palabra con la existencia de una realidad cuyas características se correspondan con las de dicho significado. Es decir, del hecho de que yo piense que el concepto de Dios es el de un ser perfecto no se infiere que exista un ser perfecto argumentando que si no existiera no sería perfecto, pues una cosa es hablar de conceptos y otra muy distinta hablar de realidades que existan más allá de tales conceptos y cuya existencia pueda inferirse a partir de ellos.
Y, volviendo al pasaje de Éxodo, la afirmación según la cual Dios es “El que es”, aunque en principio pueda parecer que dice algo especialmente profundo, en realidad sólo representa una afirmación vacía de contenido o, mejor todavía, una frase carente de sentido, pues hablar de una esencia que se identifica con la existencia es hablar de la existencia de la existencia, lo cual efectivamente carece de sentido o lo tiene tanto como hablar de el movimiento del movimiento o como decir que “el movimiento se mueve”, frase que por muy analítica que parezca es absurda en cuanto el concepto de movimiento es aplicable a realidades de carácter físico pero no al propio concepto abstracto de movimiento en sí, sin referencia a una realidad móvil. Por lo mismo, afirmar que la existencia existe es una afirmación absurda, en cuanto la existencia se predica de realidades que existen pero no de la propia existencia.
Afirmaciones de ese tipo, como dirían Nietzsche, Wittgenstein y muchos filósofos del lenguaje, sólo son trampas lingüísticas en las que se puede caer si no se utiliza el lenguaje de un modo correcto.
Otra cosa algo distinta hubiera sido que en lugar de decir “Yo soy el que soy” en el pasaje citado se hubiera dicho “Yo soy lo que es –o el conjunto de lo que es-”, pues en este caso, aunque de un modo metafórico, habría sido la propia Naturaleza la que se habría presentado a Moisés como realidad existente absoluta y única, tal como sucede por ejemplo en Spinoza o en Hegel, para quienes hablar de Dios no es otra cosa que hablar de la Naturaleza.    
En efecto, suponiendo que tuviera sentido hablar del “Ser” en sentido sustantivo, como una realidad en sí misma, ya Spinoza (1632-1677) defendió que dicha realidad se identificaría con Dios, pero igualmente con la misma Naturaleza, y por eso utilizó la expresión “Deus sive Natura”. El carácter infinito de dicha realidad excluía la posibilidad de que fuera de ella existiera otra distinta, en cuanto su ser representaría un límite respecto a la supuesta infinitud de Dios.  
Por su parte Hegel (1770-1831), influido hasta cierto punto por Spinoza, señaló acertadamente que el concepto de ser, en sí mismo considerado, se identificaría con la “pura nada” en cuan-to cualquier concreción o determinación que tuviera implicaría una limitación, ya que el concepto de ser dejaría de ser aplicable a todo aquello que no incluyese tal concreción (“omnis determinatio est negatio”, había escrito Spinoza), lo cual sería absurdo en cuanto tales realidades deberían considerarse como no-ser. Precisamente por ello la dialéctica hegeliana conduce del ser a la nada, y como síntesis y superación de esa oposición antitética, al devenir como auténtica manifestación del ser a lo largo de la historia.  
Hay que puntualizar, no obstante, que ni en el antiguo ni en el Nuevo Testamento se ha llegado a defender un concepto de Dios coherente con su identificación con ese ser puro y simple de la Lógica, tal como apareció en aquel relato bíblico en el que Yahvé se presenta a Moisés como “El que es”, sino que ha esta-do básicamente unido a toda una serie de connotaciones de carácter antropomórfico que se analizarán a lo largo de este estudio.
El concepto de perfección, atribuido al Dios cristiano, puede enfocarse también desde una perspectiva platónica, entendiéndolo en un sentido absoluto pero relacional, es decir, como un concepto mediante el que se quiere expresar la mayor o menor aproximación y semejanza entre una realidad concreta y determinado modelo ideal. En este sentido Platón hablaba de la imperfección del mundo sensible en relación con el mundo de las ideas, modelos perfectos respecto a los cuales las realidades sensibles sólo participaban o se asemejaban de modo imperfecto. La mayor o menor perfección de las realidades sensibles se relacionaría con su mayor o menor aproximación o semejanza con los modelos ideales correspondientes del mismo modo que el grado de perfección de un retrato se relaciona con su grado mayor o menor de semejanza respecto al modelo que el artista haya pretendido plasmar en su obra. Desde esta perspectiva platónica la idea de Ser haría referencia a un ser puramente racional, pero existente y trascendente respecto a las realidades sensibles, ser de cuya esencia participaría todo lo existente en cuanto existente. Y esa idea de Ser, con todas las contradictorias cualidades antropomórficas imaginables, es la que los “teólogos” (?) cristianos se han apropiado para aplicarla a su Dios. Hay que observar, sin embargo que el Ser platónico –al igual que el conjunto de las ideas platónicas- tendría las mismas dificultades que el Ser puramente lógico del que se ha hablado, es decir, carecería de contenido material y representaría una simple abstracción realizada a partir del conjunto de todo lo real en cuanto todo participa al menos del simple hecho de ser, de existir. Sin embargo, así como la existencia se predica de algo que existe, la afirmación de la existencia sustantiva del propio Ser o de la propia existencia representaría una caída en una trampa lingüística de la que el propio Platón no se libró.
Pero, después de tantos siglos de razonamiento, de Filosofía y de Ciencia, a casi nadie que tenga cierta formación cultural y un poco de sentido común –a excepción de quienes tienen otros intereses ajenos al de la búsqueda de la verdad- se le ocurre seguir aceptando la existencia real, objetiva e independiente de ese supuesto mundo platónico de las ideas sino sólo de una realidad sensible a la que pertenecemos, una realidad sin referentes res-pecto a los cuales pueda juzgarse acerca de su mayor o menor perfección en un sentido absoluto.
Por otra parte, la concepción cristiana y religiosa en general acerca de lo que denominan “Dios” es criticable desde sus mis-mas raíces en cuanto el concepto de ese supuesto ser como una realidad dotada de cualidades como la inteligencia, la voluntad, los sentimientos y cualquier forma de actividad, es antropomór-fico y, por lo tanto, incompatible con la idea de perfección tal como se ha analizado. Pues, efectivamente, si el concepto de ese Dios va ligado a la cualidad de la perfección en el sentido de tratarse de un ser autosuficiente y en posesión plena de todas las cualidades positivas que puedan imaginarse, una consecuencia de dicha perfección sería la de que ese supuesto ser perfecto, “Dios”, sería un ser totalmente pasivo en cuanto todo fin, relacionado con la consecución de una mayor perfección, lo posee-ría desde siempre y no tendría ya ningún objetivo hacia el cual tender o moverse, de forma que permanecería en una absoluta y perfecta quietud. En este sentido, si el Dios aristotélico todavía conservaba cierto nivel de antropomorfismo en cuanto, a pesar de que su perfección le hacía permanecer alejado de los asuntos del Universo y del ser humano, todavía conservaba cierta forma de actividad consistente en la de carácter intelectual ejercida sobre sí mismo: Dios era “nóesis noéseos”, pensamiento de su propio ser pensante. Pero el ser perfecto de la Lógica, aceptando que tuviera algún sentido hablar de él como realidad sustantiva, sería incompatible incluso con tal actividad intelectual, defendida por el propio Aristóteles, y con cualquier otra. En resumidas cuentas la idea de un ser perfecto en un sentido absoluto implicaría su absoluta inmovilidad, pues todo movimiento equivale, según la terminología aristotélica, al “paso de la potencia al acto”, pero, como ese ser perfecto sería acto puro, al no encontrarse en potencia respecto a ninguna perfección, cualquier movimiento o cambio producido en él, implicaría una disminución de tal perfección. 
Por ello y como consecuencia de lo anterior, la idea de Dios como ser perfecto sería incompatible, entre otras cosas, con la visión de Dios como creador del Universo, pues, efectivamente, tal creación sólo habría podido ser el resultado de un deseo o acto de voluntad relacionado con la carencia previa del bien deseado, lo cual implicaría una contradicción por la falta de perfección en aquel ser que desde el supuesto inicial se consideraba perfecto, mientras que la perfección de dicho ser implicaría la posesión o identificación con todo bien imaginable, por lo que, al no carecer de ninguno, su hipotética actividad creadora carecería de sentido. Por lo mismo, en cuanto Dios, por identificarse con la perfección, ya nada podría desear –y mucho menos si se tiene en cuenta que el deseo presupone la necesidad de aquello que se desea y, por lo mismo, la carencia de tal realidad-, nada podría decidir, en cuanto la decisión es consecuencia del deseo y en cuanto donde no hay deseo no puede haber decisión, y, no habiendo decisión, tampoco podría haber acción.
En consecuencia, la idea de un Dios creador tiene carácter antropomórfico y parece haber surgido a partir de la suposición de que Dios, como cualquier ser humano, hubiera sentido la necesidad o el deseo de crear una realidad ajena a la suya propia, en cuanto se hubiese cansado (?) de su eterna soledad (?), y que, por ello, hubiera decidido, al igual que cualquier reyezuelo, rodearse de otros seres que le sirvieran adorándole (?), como los ángeles y el hombre, y crear así el Universo para su propia distracción (?), de un modo caprichoso, ridículo y absurdo.
El absurdo es todavía mayor si se tiene en cuenta que la jerarquía católica considera –de modo equivocado- que la idea de perfección divina estaría asociada con la posesión de otras cualidades que estarían implícitas en dicha perfección, como la omnisciencia y la omnipotencia, que resultan contradictorias con cualidades atribuidas al ser humano, como en especial las de libre albedrío, responsabilidad, mérito y culpa. Pues, en efecto, como consecuencia de su omnisciencia Dios conocería qué es lo que iba a suceder en cada rincón del Universo a lo largo de cada instante del tiempo; y, como consecuencia de su omnipotencia, todos los sucesos del Universo se producirían siempre como consecuencia de la predeterminación establecida por ese supuesto Dios.
Sin embargo y como ya se ha dicho, estas cualidades divinas –además de ser contradictorias con la inmutabilidad de Dios en cuanto ser perfecto- estarían en contradicción de una manera especial con la supuesta cualidad humana del libre albedrío, cualidad por la cual los actos humanos serían consecuencia de decisiones propias del hombre e independientes por ello de la supuesta omnipotencia y predeterminación divinas por las que todo debería haber sido programado. Igualmente tampoco tendría sentido atribuir al ser humano responsabilidad, mérito o culpa por aquellas acciones aparentemente suyas, pero siendo en realidad consecuencia de aquella predeterminación divina.
El problema de compatibilizar la predeterminación divina con la libertad humana fue tratado por diversos teólogos y tuvo entre otras y como conclusiones contrapuestas la de Orígenes y la de Tomás de Aquino: El primero salvó la libertad humana, pero eliminó la omnipotencia divina desde el momento en que consideró que las decisiones humanas sólo dependían del hombre y no de Dios. Tomás de Aquino, sin embargo, salvó la omnipotencia divina, pero para ello tuvo que anular la libertad humana a pesar de su deseo de encontrar algún modo de compatibilizar ambas doctrinas.
Por otra parte y aunque desde una perspectiva antropomórfica no lo parezca, la perfección divina es incompatible con la supuesta omnipotencia divina en cuanto, como decía Aristóteles, la potencia (“dýnamis”) en cualquiera de sus sentidos es una forma de ser más imperfecta que el acto (“enérgeia”), lo cual puede entenderse si se repara, por ejemplo, en que es menos perfecto estar en potencia de saber que estar en posesión actual de la sabiduría. Por ello, en cuanto los teólogos cristianos, siguiendo a Aristóteles, definen a Dios como “acto puro”, en esa medida, al poseer en acto o identificarse con todos los bienes posibles, Dios no estaría en potencia respecto a ninguno y, como se ha dicho antes, en cuanto su ser implicaría el mayor grado de perfección, no tendría poder –es decir, no estaría en potencia- para conseguir ningún otro bien, ya que no existiría ningún bien que no poseyera o con el que no se identificase, y, por ello, el ejercicio de cualquier actividad sólo implicaría un descenso de la perfección divina, pues, si toda acción tiende a un bien y Dios se identificase con el bien, no necesitaría actuar para alcanzar aquellos bienes que sólo poseyera en potencia, pues todos los poseería en acto y, por ello mismo, sus acciones no podrían conducir a bienes mayores sino sólo a un descenso de su primitiva perfección absoluta. De hecho Aristóteles y Epicuro casi llegaron a ser plenamente conscientes de este problema y, por ello, desvincularon a la divinidad de cualquier actividad relacionada con actividades ajenas a su propio ser, y, en el caso de Aristóteles, éste sólo atribuyó a la divinidad la actividad del pensamiento recayente sobre su propio ser (noesis noéseos). Sin embargo, incluso tal actividad estaría de sobra, ya que no aportaría ninguna perfección nueva a un ser que ya fuera perfecto. Quizá en este sentido Dios, en cuanto ser perfecto, se asemejaría de manera más exacta al Ser inmóvil de Parménides.  
Desde una perspectiva antropomórfica se tiende a considerar que la cualidad de la omnipotencia sería similar a la que uno imagina cuando piensa en los poderes de “Superman” pero elevados a la máxima potencia, y debería ser una de las manifestaciones propias del ser perfecto. Sin embargo, quienes así piensan no reparan en que ser omnipotente en ese sentido implica aceptar la existencia de una serie de imperfecciones o limitaciones que deberían corregirse mediante el ejercicio de tal inmenso poder, no reparando en que la perfección implicaría la ausencia de imperfecciones en contra de las cuales al supuesto Dios le hiciera falta el empleo de ese poder para superarlas.
En definitiva, si recurrimos a la Lógica para esclarecer qué pueda significar el concepto de Dios cuando se afirma que Dios es perfecto, tal concepto nos conduce al de un ser absolutamente inmóvil, tan carente de poder y tan vacío de contenido que se identificaría con la pura nada.
Por ello, como luego se verá, ese Dios perfecto del que se podría hablar desde un punto de vista meramente lógico es total-mente incompatible con el Dios de Israel y con el Dios de la Iglesia Católica –que se identifica con el anterior-, con sus constantes cambios de humor, con su ira, su odio, sus venganzas, su crueldad y sus diversas pasiones, que le hacen aparecer como un ser especialmente dependiente de los hombres, lo cual resulta por completo incompatible con la idea de un ser perfecto, que haría referencia a un ser autosuficiente a quien para nada afecta-ría el comportamiento de los hombres, ni para bien ni para mal.



[1] Digo “casi dos mil años” y no “más de dos mil años” porque Jesús no fue cristiano, es decir, no creó ninguna religión, tal como se verá en el capítulo correspondiente, de manera que el cristianismo surgió al poco tiempo de la muerte de Jesús.
[2] Éxodo, 3:14.
[3] Suma Teológica, I, q. 4, a. 3.