sábado, 3 de agosto de 2013

EL INFIERNO COMO APLICACIÓN SUPREMA DE LA LEY DEL TALIÓN

De acuerdo con la dogmática tradicional de los dirigentes de la Iglesia Católica, el señor Ratzinger –alias Benedicto XVI- ha vuelto a afirmar la doctrina de la existencia del Infierno como castigo eterno, doctrina que, por otra parte, no hubiera podido cambiar en cuanto pretendiera ser coherente con la doctrina tradicional de la Iglesia Católica referente a sus “dogmas”, considerados como doctrinas incuestionablemente verdaderas y que, por ello mismo, no pueden ser modificadas por la decisión de una nueva autoridad –al margen de que, cuando les interesa, los dirigentes católicos busquen y encuentren cualquier pretexto para hacerlo, y elaboren diversos sofismas para presentar nuevas doctrinas como interpretaciones más claras y exactas (?) de doctrinas anteriores-.
La doctrina relacionada con el castigo del Infierno se encuentra ya en algunos libros del final del Antiguo Testamento, aunque de un modo mucho más difuso respecto al que posteriormente irá adquiriendo en el Nuevo Testamento, donde especialmente en los Evangelios, se presenta como un fuego eterno al que Dios condena a la mayoría de la humanidad en cuanto muchos son los llamados pero pocos los escogidos. Los dirigentes de la secta católica han defendido esta doctrina desde el principio y la han mantenido hasta la actualidad.
Así, se dice en Daniel:
- “Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para el castigo eterno[1].
Pero, como ya se ha dicho, donde de forma clara y definitiva se habla del Infierno como castigo eterno, relacionado incluso con el fuego, es en el Nuevo Testamento, donde se nombra en muy diversas ocasiones como las siguientes:
1) “Así será el fin del mundo. Saldrán los ángeles a separar a los malos de los buenos, y los echarán al horno de fuego; allí llorarán y les rechinarán los dientes”[2],
2) “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles”[3];
 3) “Te conviene más perder uno de tus miembros que ser echado todo entero al fuego eterno[4].
4) “…irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna”[5].
5) “Más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al fuego eterno, donde […] el fuego no se extingue”[6]
6) “Y en el abismo, cuando se hallaba entre torturas, levan-tó el rico y vio a lo lejos a Abrahán y a Lazaro en su seno. Y gritó “Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje en agua la yema de su dedo y refresque mi lengua, porque no soporto estas llamas”. Abrahán respondió: “Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida, y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí con-solado mientras tú estás aquí atormentado”[7].
7) “Puesto que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los que sufrís, descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] aparezca entre llamas de fuego y tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”[8].
8) “En cuanto a los cobardes, los incrédulos, los depravados, los criminales, los lujuriosos, los hechiceros, los idólatras, y los embusteros todos, están destinados al lago ardiente de fuego y azufre, que es la segunda muerte”[9].   
De acuerdo con los pasajes anteriores queda claro que el Infierno es un castigo consistente en el fuego (textos 1, 2, 3, 4, 5 y 8; que dicho fuego es eterno (textos 2, 3, 4, 5, 8); 3) y que el Infierno fue creado inicialmente para “el diablo y sus ángeles” (texto 2); al parecer Dios no previó inicialmente qué haría con los hombres que no fueran de su gusto y no creó un “lugar” especial para ellos sino que simplemente, cuando se encontró con ese pequeño problema, les envió al mismo lugar al que había enviado anteriormente al “diablo y sus ángeles” –aunque en el Apocalipsis se dice que Satanás y sus ángeles fueron arrojados a la tierra[10]-; y, finalmente, el Infierno hace referencia a cierto “lugar” al que los condenados van no sólo a estar sin más, aleja-dos de Dios, sino a sufrir mediante un castigo físico. Esto se dice de manera explícita en los textos 1, 6 y 7, y de manera implícita pero igualmente clara en todos los demás.
Este detalle del sufrimiento físico de los condenados tiene especial importancia porque, ante la incompatibilidad de la su-puesta misericordia infinita de Dios y el castigo eterno del Infierno, algunos han defendido la teoría de que en realidad este castigo no tiene nada que ver con el fuego ni con una acción divina por la que él condene a nadie, sino que es cada uno de los condenados quien voluntariamente se aleja de Dios, de manera que el Infierno consistiría precisamente en tal alejamiento. Sin embargo, como se ha podido ver a través de los textos anteriores, es el propio Dios quien castiga, y su castigo no consiste exclusivamente en recluir “lejos de la presencia del Señor” a los condenados, sino que consiste además en el sufrimiento provocado por el fuego eterno. Pero evidentemente tal castigo contra-dice el dogma de la infinita misericordia divina, y contradice igualmente otro dogma como lo es el de la “Redención”, por la cual Jesús habría cargado con los pecados del mundo liberando a los hombres de ellos. Según parece, los dirigentes católicos así cómo quienes escribieron los Evangelios  no se percataron de la contradicción existente entre aquella “redención” o “salvación”  y el castigo del Infierno, prevaleciendo la doctrina de la exis-tencia del Infierno y dejando aquella “salvación” de Jesús casi sin efecto alguno. Seguramente los dirigentes cristianos comprendieron que podrían tener mejor sometida a su clientela si la atemorizaban con la idea del Infierno que si le decían que, sien-do infinito el amor divino, al final todos estábamos predestina-dos a la bienaventuranza eterna.
El castigo del Infierno representa un nuevo avance en la imaginación sádica de los autores bíblicos.
En el Antiguo Testamento habían defendido la ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”. ¿Servía de algo esta ley? Quizá en algunos casos pudo servir de freno para impedir la transgresión de las normas, pero lo peor de este castigo era la barbaridad de las penas que acompañaban a cualquier delito, como, por ejemplo, el hecho de trabajar en sábado, que iba unido a la pena de muerte, y sobre todo el hecho de que las penas no se imponían como un medio de corregir a los infractores de las leyes sino como una forma de venganza contra el infractor, venganza que sigue existiendo como motivo principal de las penas infligidas por el propio Yahvé en infinidad de ocasiones. Lo que tienen en común la aplicación de la ley del Talión, cuan-do ésta iba unida a la pena de muerte, y el Infierno es precisa-mente que en ambos casos el motivo de su aplicación no es otro que el de la venganza y no el de conseguir que los delincuentes o pecadores mejoren en su forma de comportase, ya que tanto en un caso como en el otro, después de la muerte del transgresor de la ley, el condenado es ya incapaz de mejorar y su muerte sólo habrá servido para calmar la ira y la agresividad de quien se haya sentido perjudicado por el correspondiente delito cometido, que para nada se remedia con la muerte del delincuente. De hecho, una de las citas anteriores es un ejemplo ridículo de lo que aquí se dice. En ella cuenta el evangelio de Lucas que Abraham le contestó al rico condenado que le pedía que enviase a Lázaro para mojar su boca con uno de sus dedos humedecido con agua, pues no aguantaba las llamas del Infierno: “Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida, y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí consolado mientras tú estás aquí atormentado”[11]. Esta respuesta es por sí misma suficientemene significativa del rencor o del espíritu vengativo, presentando este carácter retributivo o vengativo del Infierno como algo plenamente lógico, natural y compatible con la infinita bon-dad y misericordia divinas, aunque en dicho castigo no tenga nada que ver con el supuesto perdón que debería corresponderse con la infinita misericordia divina.
Por ello, en el caso de la pena del fuego eterno del Infierno, nos encontramos ante un castigo mucho más salvaje y absurdo todavía que los castigos del Antiguo Testamento, pues el infractor de la ley no sólo no va a mejorar con ese castigo sino que va a estar sufriendo eternamente sin que esto sirva de nada a nadie, a no ser a un enfermo de rencor patológico que sea capaz de go-zar indefinidamente con el sufrimiento ajeno. Por eso, el “miste-rio” del Infierno es una de las contradicciones más importantes del cristianismo, pues es lo más opuesto a la idea de un Dios que ama por encima de cualquier ofensa, suponiendo que el hombre tuviera la capacidad de ofender a un ser tan omnipotente y tan inmutable como la Iglesia Católica considera a su Dios, suponiendo igualmente que el carácter limitado del ser humano fuera compatible con una ofensa a Dios tan llena de infinita maldad que le hiciera acreedor a un castigo eterno, suponiendo además que una pena pudiera servir para contrarrestar una ofensa y suponiendo finalmente que el infinito amor divino fuera insuficiente para perdonar a ese hombre cuyas ofensas habrían sido programadas además por el propio Dios, por cuya omnipotencia los dirigentes cristianos proclaman que todo está predeterminado desde la eternidad.
Sin embargo, si se tiene en cuenta que un padre es capaz de perdonar ofensas muy graves, suponer que Dios, el supuesto Padre común de todos, con un amor infinito, fuera incapaz de perdonar a cualquier hombre, por muy grave que fuera la ofensa cometida, sería, además de contradictorio, un insulto a ese Dios, si existiera.
El texto 7 tiene un carácter similar al anterior, pero el pasa-je en sí presenta algún aspecto que pone en mayor evidencia la naturalidad con que Pablo de Tarso considera justo el castigo del Infierno e incluso su carácter de venganza de Dios no sólo en línea con la ley del Talión sino avanzando mucho más lejos to-davía en su carácter de castigo irracional, pues a diferencia del “ojo por ojo” se defiende el “sufrimiento eterno” para quien ha causado un sufrimiento, siempre limitado, en esta vida. En efecto, se dice en ese escrito de Pablo de Tarso:
“Puesto que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los que sufrís, descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”[12].
Posteriormente, en el siglo XIII, Tomás de Aquino seguiría siendo fiel a esa línea de pensamiento y añadiría un poco más de atractivo para los sádicos escribiendo:
“Para que la felicidad de los santos más les complazca y de ella den más amplias gracias a Dios, se les concede que contemplen perfectamente el castigo de los impíos”[13].  
Sin embargo la doctrina acerca del Infierno, entendido como un lugar en el que gran parte de los seres humanos sufrirán un castigo eterno aparece en el Antiguo Testamento en muy pocas ocasiones, donde más bien se suele hablar de castigos relacionados con la muerte de quien desobedece determinados preceptos divinos y la muerte de su descendencia “hasta a tercera y la cuarta generación”[14]. Conviene tener en cuenta que, cuando así se describe la venganza divina, los sacerdotes de Israel todavía no han imaginado la posibilidad de un castigo más allá de la muerte en cuanto consideran que la muerte es el fin absoluto del hombre, regresando al polvo del que procede. Y así, como los sacerdotes de Israel no se habían atrevido a llevar su imaginación hasta esos sobrecogedores extremos de terror, no habiendo alcanzando a imaginar todavía un castigo que fuera más allá de la mera muerte física, por ello, –con alguna excepción, como la de Daniel- sólo se les ocurrió extender el castigo hasta la muerte terrenal de los descendientes del transgresor de la ley divina, como puede comprobarse en los textos siguientes:
-“Esto dice el Señor […] Te arrojaré con los muertos, con las gentes del pasado, y te haré habitar en las profundidades de la tierra, en el país de la eterna soledad[15].
-“Todos están destinados a la muerte, a bajar a lo profundo de la tierra, al país de los muertos[16].
En estos textos de Ezequiel puede comprobarse que aunque se habla del país de la eterna soledad o del “país de los muertos”, no se menciona todavía el Infierno como un castigo físico, como fuego eterno, cosa que sí sucede en los pasajes del Nuevo testamento.
 Esta doctrina, como ya se ha comentado, es criticable en sí misma y por ser contradictoria con otras de la Iglesia Católica.
A las razones anteriores pueden sumarse las siguientes:
En primer lugar, hay que tener en cuenta que esta creencia absurda en Dios como un “Señor” con derecho a imponer sus normas, y en el hombre como un “siervo” que debiera obedecerlas, sólo se encuentra a partir de la proyección de lo que en el pasado fue la vida humana, en relación con la cual las organizaciones políticas y sociales, como las del antiguo Egipto, estaban estructuradas de manera piramidal, con un faraón o un rey con poder absoluto sobre la vida y la muerte de la población, una clase sacerdotal y aristocrática, que se encontraba en según-do lugar, y una gran masa de población que apenas tenía dere-chos y que vivía sometida al poder del faraón. La justificación de los derechos del faraón sobre el pueblo no derivaba de otra cosa que de su poder, alcanzado como consecuencia de acciones bélicas o como herencia de sus antepasados. Por ello mismo y con mayor motivo, desde que los sacerdotes israelitas afirmaron la existencia de Yahvé como Señor absoluto del Universo, les resultó fácil concluir que a él se le debía una obediencia y una sumisión absolutas, y que cualquier alejamiento de sus órdenes merecía un castigo inexorable y especialmente cruel, como la muerte del pecador y la de su descendencia o como la del Infierno.
En segundo lugar y de acuerdo con la doctrina de la predeterminación divina, conviene no olvidar que el hombre no elegiría nada por su propia cuenta sino que, según indican Isaías, Pablo de Tarso o Tomás de Aquino, todo cuanto el hombre decide o hace es Dios quien lo decide o hace, por lo que el hombre no elegiría alejarse de Dios, sino que habría sido Dios mis-mo quien habría decidido esa supuesta elección del hombre, tal como indica Tomás de Aquino cuando escribe:
“Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”[17];
añadiendo más adelante:
“Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia”[18].
Además, como el propio Tomás de Aquino defiende, la idea de que alguien eligiera de manera consciente apartarse de Dios sería contradictoria, en cuanto el hecho mismo de elegir determinado objetivo es lo que demuestra qué es lo que considera como bien quien lo elige, de manera que, en cuanto a Dios se le considera como bien absoluto y el Infierno representa el mayor mal, es inconcebible por contradictorio que alguien pudiera elegir alejarse de Dios y preferir el Infierno, pues sólo se desea lo que se presenta como bien, pero el Infierno, siendo por definición el mayor mal posible, no podría ejercer sobre el hombre atractivo alguno. En consecuencia, nadie se alejaría de Dios vo-luntariamente.
De acuerdo con este planteamiento, Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, decía que la voluntad tiende necesaria-mente al bien, y así este importante “doctor” del Cristianismo proporciona una crítica implícita al argumento anterior pues, si el bien es aquello a lo que todo tiende (“bonum est quod omnia appetunt” -dice Tomás de Aquino siguiendo a Aristóteles-), no tiene sentido afirmar al mismo tiempo que se pueda elegir el mal sino por error, al haberlo confundido con un bien[19].
Y, en tercer lugar, la doctrina sobre el Infierno como castigo eterno que emana de un Dios del que se afirma al mismo tiempo que es misericordia y amor infinito encierra una nueva contradicción interna tan evidente que es totalmente innecesario añadir comentario alguno.
Además, la imperfección humana –para lo bueno, pero también para lo malo- implica que no puede tener una maldad tan absoluta que le lleve a cometer un pecado merecedor de un castigo infinito como lo sería el infierno, suponiendo que debiera existir un nexo necesario entre pecado y castigo, que no lo hay en absoluto sino sólo desde una perspectiva antropomórfica.
Por ello, la doctrina acerca del Infierno es sólo la expresión de un afán de venganza en cuanto no sirve para mejorar al hombre considerado culpable, de manera que cualquier castigo divino que no sirviera para mejorar la conducta del castigado sólo sería compatible con el sadismo y con un deseo patológico de venganza, pero en ningún caso con un Dios considerado como amor y misericordia infinitas.
Por otra parte, además, suponiendo que Dios existiera y que hubiese ordenado amar incluso a los propios enemigos, si luego condenase con castigos eternos a quienes supuestamente hubieran sido sus enemigos, el propio Dios habría sido incoherente con sus mandatos al no perdonarles, y sería realmente asombroso que el hombre fuera más capaz de perdón que el propio Dios, cuya misericordia se supone infinita, pues, efectivamente, no hace falta esforzarse mucho para comprender que la existencia del Infierno es contradictoria con tal doctrina, ya que, si ni siquiera resulta concebible que el más malvado de los hom-bres fuera capaz de castigar a un hijo con un sufrimiento eterno, sería un insulto a la bondad de Dios –si existiera- considerarla compatible con una monstruosidad semejante, teniendo en cuenta además que ese castigo no tendría más finalidad que la del castigo mismo, la de causar sufrimiento sólo como una manera de satisfacer un absurdo deseo de venganza.
En definitiva, la doctrina del Infierno es incompatible con la que afirma que Dios es misericordia y amor infinitos, y, por ello, resulta asombroso comprobar hasta qué punto el adoctrinamiento religioso puede anular la racionalidad humana en cuanto puede lograr que las mentes infantiles –y con posterioridad adultas- sean inconsecuentes con la Lógica más elemental, perdiendo la capacidad de tomar conciencia de una contra-dicción tan evidente. Esa debilidad de la racionalidad humana se muestra por ello de un modo más claro en aquellos casos en los que la jerarquía de la Iglesia Católica aprovecha la temprana edad de la infancia para troquelar las mentes de los niños gra-bando en ellas la idea de que “la fe está por encima de la razón” y que, por ese motivo, deben considerar que allí donde perciben una contradicción en realidad deben acostumbrarse a considerar humildemente que se trata de un profundo misterio cuya comprensión no se encuentra a “su” alcance –pero, al parecer, sí al de los obispos, aunque nunca la hayan explicado-.
En estos últimos años algunos dirigentes de la secta católica, como Karol Wojtyla –alias “Juan Pablo II”-, al comprobar que cada día va en aumento el número de críticas contra doctrinas tan absurdas como la de la existencia del Infierno, han pensado que tal vez podían solucionar esta dificultad insuperable reinterpretando todo lo que de forma clara se dice en el Nuevo Testamento y considerando que en realidad no sería Dios quien condenase sino que sería el hombre quien elegiría libremente alejarse de Dios, de manera que el Infierno no consistiría en otra cosa que en ese estado de alejamiento de Dios libremente elegido.
El caso es que, rodeados de tanto lujo y de tanto ambiente y solemnidad clerical, puede haber un momento en que el Papa haya llegado a creer en el dogma de su infalibilidad, se haya atrevido a inventar cualquier sandez y se la haya creído como si realmente se la hubiera inspirado el Espíritu Santo, a pesar de que lo que todo el mundo interpreta como “el Infierno” es no sólo aquello que nos enseñaron los curas cuando éramos niños sin otro criterio que el de la autoridad de los maestros y la de los curas respecto a la verdad de esos temas religiosos, sino aquellas palabras de la Biblia cuyo sentido es claro y cuya reinterpretación surge como consecuencia de que hasta el Papa pueda haber llegado a ser consciente de la barbaridad de aquel castigo y se haya sentido con suficiente autoridad como para modificarlo, suprimiendo las cualidades de tratarse de un “fuego eterno” y un “castigo procedente del propio Dios” para convertirlo en “un alejamiento voluntario de Dios que el hombre decide”, a pesar de las numerosas ocasiones en que el castigo del Infierno apare-ce en los evangelios y en el Apocalipsis como un castigo divino.  
En efecto, para refutar esta interpretación, es conveniente refrescar la memoria de quienes parecen haber olvidado los diversos textos bíblicos en los que, como se ha podido ver, el Infierno es un castigo que proviene de Dios y en que, al margen de su sentido como sufrimiento psíquico, tiene igualmente el carácter de un sufrimiento físico y eterno. Y, como no tiene mayor trascendencia incluir un nuevo ejemplo igual de claro que los anteriores, añado una nueva referencia como lo es el pasaje de Lucas en el que se dice:
“temed a aquel que […] tiene poder para arrojar al fuego eterno[20],
pasaje en el que de nuevo se habla del “fuego eterno” y en el que se hace referencia no al individuo como tomando la decisión de alejarse de Dios sino a “a aquel que tiene poder para arrojar al fuego eterno”, es decir, al propio Dios.
Hay que insistir en definitiva en que, a pesar de que la reinterpretación del Infierno como un alejamiento de Dios, libre y voluntario por parte del hombre está en diáfana contradicción con los textos citados, y, a pesar de que mediante esta “solución” Dios quedaría libre de cualquier responsabilidad por lo que se refiere al destino del hombre, en ella se olvida en primer lugar que, cuando en la Biblia se habla del Infierno, no se lo describe como un lugar o un estado al que uno se dirige voluntaria-mente sino como un lugar de castigo eterno al que el mismo Jesús envía a quienes no tengan fe en su palabra o no la cumplan.
La doctrina del Infierno surgió en muy diversas religiones, aunque con matices distintos por lo que se refiere a su sentido y a sus características, y resulta evidente su carácter antropomórfico, relacionado con la actitud de muchos de los déspotas y tira-nos de los tiempos en que se escribieron los diversos mitos acerca de dioses y demonios, acerca de lugares paradisíacos y lugares de castigo para las almas de los muertos, como sucede con el mismo Hades homérico, en el que Aquiles dice a Odiseo:
“preferiría ser un bracero y ser siervo de cualquiera, de un hombre miserable de escasa fortuna, a reinar sobre todos los muertos extinguidos”[21].
 Todavía en estos momentos la ingenuidad de una gran parte de la humanidad es tan elevada que la jerarquía de la Iglesia Católica sigue utilizando la idea del Infierno para seguir graban-do en la mente de sus adoctrinados niños de cinco y seis años esa absurda pesadilla, y para atemorizar así a sus fieles en general y tenerlos sumisos y dispuestos a obedecerles en todo aquello que les digan y, de manera especial, en las consignas políticas que les interese transmitir para mantener y aumentar sus privilegios en los diversos países hasta donde alcanzan con sus repulsivas “patas de tarántula”[22].
No obstante y a pesar del carácter contradictorio de tal concepto de Dios, los dirigentes de la Iglesia Católica están especialmente interesados en conservar esta doctrina porque de este modo se presentan como administradores del perdón, de la excomunión o de la eterna condenación, de forma que pueden excomulgar o perdonar los pecados de acuerdo con determinadas condiciones, como la ofrenda de diversas y variadas donaciones (casas, tierras, dinero, herencias) a la misma organización eclesiástica, y porque el temor al Infierno lleva a los creyentes a seguir las consignas de los dirigentes de esta iglesia en todos los terrenos, especialmente en el político, a la hora de facilitarles el camino para asegurar e incrementar sus privilegios políticos, económicos y sociales.




[1] Daniel, 12:2. La cursiva es mía.
[2] Mateo, 13:49-50. La cursiva es mía.
[3] Mateo, 25: 4l. La cursiva es mía.
[4] Mateo, 5:29. La cursiva es mía.
[5] Mateo, 25:46. La cursiva es mía.
[6] Marcos, 9:47. La cursiva es mía.
[7] Lucas, 16:23-25.
[8] 2 Tesalonicenses, 1:6-9. La cursiva es mía.
[9] Apocalipsis, 21:8. La cursiva es mía. Resulta de interés observar que en el evangelio de Juan no se menciona el “Infierno” en ningún momento de manera explícita, aunque sí se contraponga “vida eterna” y “condenación”, la cual podría significar simplemente condena a morir para siempre, tal como se acepta a lo largo de casi todo el Antiguo Testamento.  
[10] Apocalipsis, 12:7-9.
[11] Lucas, 16:23-25. El autor de este evangelio presenta esta escena con gran realismo, como si la hubiera presenciado directamente. Cualquiera que tenga interés puede comprobar que el autor de este evangelio es muy dado a escribir de ese modo acerca de hipotéticas situaciones que él en ningún caso pudo haber presenciado. Parece que lo importante no era su veracidad sino el efecto que tales “historias” pudieran causar en sus ingenuos oyentes o lectores.
[12] 2 Tesalonicenses, 1:6-9.
[13] “Ut beatitudo sanctorum magis complaceat eis et de ea uberiores gratias Deo agant, datur eis ut poenam impiorum perfecte intueantur” (Summa Theologica, V, Suppl., q. 94, a. 1; B.A.C., Madrid, 1958, p. 557).
[14] Así, por ejemplo, se dice en Deuteronomio: “No te postrarás ante ellos ni les darás culto, porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la maldad de los hombres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Deuteronomio, 5, 9-10). El castigo hasta la tercera y cuarta generación es señal de crueldad y de absoluta injusticia por parte de Yahvé, cuya sed de venganza y cuya omnipotencia están por encima de todo, pero además y de manera especial es una prueba de que en esos momentos a los sacerdotes de Israel todavía no se les ha ocurrido la idea de la inmortalidad en la que el bien o el mal puedan prolongarse: Ni gloria eterna, ni castigo eterno.
[15] Ezequiel, 26:19-20. La cursiva es mía.
[16] Ezequiel, 31:14. La cursiva es mía.
[17] Suma contra los gentiles, libro III, cap. 89.
[18] Suma contra los gentiles, libro III, cap. 90.
[19] De hecho la misma Biblia llega a reconocer esta idea cuando dice: “la maldad es necedad y la insensatez locura” (Eclesiastés, 8:25).
[20] Lucas, 12:5. La cursiva es mía. En Mateo aparece un texto similar: “temed […] al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno” (Mateo, 10:28. La cursiva es mía).
[21] Homero: Odisea, XI, versos 489-492.
[22] Me he servido aquí del acertado símil utilizado por Blasco Ibáñez en su libro La araña negra en referencia a los jesuitas. 
PREDETERMINACIÓN DIVINA Y LIBERTAD HUMANA.
La predeterminación divina, dogma de la Iglesia Católica implícito en la supuesta omnipotencia divina, es contradictoria con la libertad y con la responsabilidad del hombre.
La doctrina de la predeterminación divina, aunque no tendría cabida en la idea de Dios como ser perfecto, pues no habría nada que tuviese que predeterminar ya que nada existiría además de él, es coherente sin embargo con ese otro Dios antropomórfico al que se le atribuye entre otras la cualidad de la voluntad y la de la omnipotencia: Si todo absolutamente depende de la voluntad de Dios, efectivamente no puede haber acción alguna que dependa del hombre en el sentido de que el hombre la desee y la elija sin que su deseo y su elección no sean otra cosa que manifestaciones de la voluntad de Dios: El hombre no puede querer nada distinto de lo que Dios haya decidido que quiera, y, en consecuencia, en cuanto la elección y la acción son consecuencia del querer, el hombre no puede elegir o hacer nada que Dios no haya programado que el hombre elija o haga.
Como se verá en su momento, esta cuestión fue tratada por Tomás de Aquino de un modo muy coherente tomando como punto de partida la cualidad divina de la omnipotencia y apoyándose además en un texto de Isaías al que más adelante se hará referencia.
Lo paradójico y contradictorio de los textos en que se hace referencia a esa omnipotencia divina que predetermina los actos humanos es que están unidos a toda una serie de pasajes en los que de manera implícita se defiende la libertad, la responsabilidad, el mérito y la culpa del hombre por sus acciones, justificando así a Yahvé en sus castigos fulminantes contra su pueblo o contra los enemigos de su pueblo. 
A continuación pasamos a ver algunos pasajes bíblicos en los que se pone de manifiesto el poder absoluto de Dios sobre las acciones humanas, o, lo que es lo mismo, su omnipotencia frente a la supuesta libertad y responsabilidad humanas:               
a) “El Señor dijo:
-[…] Yo haré que [el faraón] se muestre intransigente y  que no deje salir al pueblo”[1].
Aquí puede verse cómo la intransigencia del faraón viene determinada por el propio Dios de acuerdo con su omnipotencia a la que nada escapa. Por ello, no tiene sentido atribuir al faraón culpa alguna por haber sido intransigente, ya que fue Yahvé quien estableció que lo fuera. En consecuencia, los castigos contra el faraón son tan absurdos como lo serían los del niño que castigase a uno de sus muñecos por haber hecho aquello que el propio niño hubiera decidido que hiciera desde su fantasía lúdica.
b) “El Señor dijo a Moisés:
-[…] Yo voy a aumentar la obstinación de los egipcios, para que entren en el mar detrás de vosotros, y entonces me cubriré de gloria a costa del faraón”[2].
c) “El Señor había decretado que todas estas ciudades se obstinasen en atacar a Israel, para que así fueran consa-gradas sin piedad al exterminio y aniquiladas, como había mandado el Señor a Moisés”[3].
En el texto b la obstinación de los egipcios es consecuencia nuevamente de la voluntad de Yahvé, y en el texto c es Yahvé quien establece que los pueblos de la “tierra prometida” ataquen a Israel, así que es absurdo que posteriormente tomé represalias por las acciones que él había decidido que aquellos hicieran.
d) “Pero ellos no hicieron caso a su padre, porque el Señor quería hacerlos perecer”[4].
e) “Pero Amasías no hizo caso, porque el Señor había deter-minado entregarlo en manos de Joás, por haber rendido culto a los dioses de Edom”[5].
f) “El Señor hizo que el faraón se obstinara, para que no le obedeciese; puso así de manifiesto su poder bajo el cielo”[6].
Lo mismo sucede en estos otros textos. Asombra la ingenuidad de quienes escribieron estos pasajes, pues, queriendo resaltar el enorme poder de su Dios, no fueron conscientes de que de ese modo eliminaban la libertad y la responsabilidad humanas. Quizá estos planteamientos reflejan en el fondo la aceptación de una “moral material” muy primitiva, en la que lo importante no es la intención de quien actúa ni las causas por las que actúa sino los hechos concretos que se producen por su mediación, aunque la causa de tales hechos provenga del propio Dios.
g) “Así pues, Dios muestra su misericordia a quien quiere y deja endurecerse a quien le place. Me dirás: “entonces, ¿por qué reprende, si nadie puede resistir a su voluntad?”. Pero, ¿quién eres tú, pobre hombre, para exigir cuentas a Dios? ¿Es que un vaso de barro puede decir al que lo ha modelado: “Por qué me has hecho así”? ¿O es que el alfarero no puede hacer del mismo barro un vaso de lujo como uno corriente?”[7].
Aquí es Pablo de Tarso quien en los comienzos del cristianismo sigue asumiendo la omnipotencia divina de manera clarividente como la causa de todo cuanto sucede. Sin embargo, consciente de la incompatibilidad entre dicha omnipotencia y la libertad humana, hay un momento en que parece querer liberar a Dios de esa responsabilidad última de todo cuanto el hombre hace escribiendo: “[Dios] deja endurecerse a quien le place”, como si él sólo “permitiera” sin ser causa de que alguien “se endurezca” o peque. No obstante, a continuación, con su ejemplo del alfarero, acepta que todo depende de Dios y, a la vez, critica a quienes se atreven a pedirle cuentas por sus decisiones.
De hecho y en un sentido similar al de Pablo de Tarso, ya anteriormente, en Job, el autor –o el propio personaje de Job- se siente abrumado por el inmenso poder de Dios y, en este sentido escribe:
a) “Si arrebata una presa, ¿quién se lo impedirá? ¿Quién le dirá “Qué es lo que haces”?[8]
b) “Pues Dios no es un hombre a quien yo pueda exigir que comparezcamos juntos en un juicio. No hay entre nosotros ningún árbitro que pueda mediar entre ambos, para que aparte su látigo de mí, y no me espante su terror. Sin embargo, hablaré sin temor ante él, porque yo no me siento culpable”[9].
c) “Que alguien juzgue entre este mortal [Job] y Dios, como   entre un hombre y su prójimo”[10]
d) “Pero si él decide algo, ¿quién lo detendrá?
Él realiza lo que desea”[11].
e) “No, Dios no hace el mal,
el Poderoso no quebranta el derecho”[12].
En estos pasajes Job reconoce y se siente abrumado por el inmenso poder de Dios, que aparece por encima de cualquier norma por la que tuviera que regirse y por encima de cualquier “árbitro” o juez que pudiera mediar entre él y Dios. Yahvé es poder absoluto. Sin embargo, en el texto b, Job se atreve al menos a intentar defenderse ante Dios: “hablaré sin temor ante él, porque yo no me siento culpable”. En el texto c Job se atreve incluso a pedir “que alguien juzgue entre este mortal [Job] y Dios”, criticando de modo implícito la arbitrariedad divina frente a una teórica justicia que pudiera frenar el despotismo divino, ajeno a toda norma y situado “más allá del bien y del mal”, pues nada puede resistirse a su poder. Pero, más adelante, posiblemente vencido por el sufrimiento, aunque no por la imposible comprensión de las arbitrariedades de su Dios, llega incluso a aceptar que, a pesar de todo, Dios es justo, que “el Poderoso no quebranta el derecho”. Pero claro está, Dios sería justo porque, por definición, “lo justo” se define a partir de “lo que Dios hace”: Como se diría desde el voluntarismo de Ockham en referencia a cualquier aspecto de la moral, Dios no hace lo que hace porque sea justo o bueno sino que es justo o bueno porque él lo hace, pues, si sus acciones estuvieran subordinados a su-puestos valores objetivos, en tal caso dejaría de ser omnipotente.
Ante esta serie de consideraciones en torno a los motivos por los que Dios habría actuado con tal despotismo, finalmente Job llega a la conclusión de que Dios no es sólo la causa de los bienes que el hombre recibe a lo largo de su vida, sino que es la causa de todo, pues nada hay por encima de Dios. Y, por ello, dice:   
“Si se acepta de Dios el bien ¿no habremos de aceptar también el mal?”[13].
Influido muy posiblemente por esta reflexión, el autor de Eclesiástico escribe en este mismo sentido:
“Bien y mal, vida y muerte, pobreza y riqueza, vienen del Señor”[14].
Pero, evidentemente, aunque la conclusión a que se llega en Job y en Eclesiástico es coherente con la realidad, en cuanto en ella hay bienes y males cuyo origen último no podría estar en ninguna otra causa que en Dios si existiera, sin embargo no es coherente con las cualidades del Dios que de manera especial han defendido los dirigentes de la secta católica cuando dicen de él que es bondad infinita y que, por ello mismo, no podría ser causa de ningún mal. 
Finalmente, tiene interés señalar la semejanza de temática entre estos textos de Job y la del libro Sabiduría que se cita a continuación. En efecto, se dice en este libro:
“Pues ¿quién se atreverá a preguntarte qué has hecho?
¿Quién se opondrá a tu sentencia?
¿Quién te citará a juicio por haber destruido lo que creaste? ¿Quién se alzará contra ti para vengar a hombres injustos?   Porque fuera de ti no hay otro Dios que cuide de todo, a quien tengas que demostrar que tus juicios no son injustos, ni rey o soberano que pueda desafiarte, defendiendo a los que tú castigas.
Porque eres justo, lo riges todo con justicia, y consideras indigno de tu poder el condenar a quien no merece castigo”[15].  
Sin embargo, mientras Job muestra una actitud más desafiante con Dios, llegando a manifestarle que él no se considera culpable, en Sabiduría se muestra una actitud más conformista, de manera que, aceptando la tesis según la cual “fuera de ti no hay otro Dios que cuide de todo, a quien tengas que demostrar que tus juicios no son injustos”, se afirma igualmente que Dios es justo y se considera indigno de su poder el condenar a quien no merece castigo. Parece como si el autor de esta obra, que posiblemente pertenezca a las últimas del Antiguo Testamento, fuera amnésico o que ni siquiera hubiera leído aquellas partes de la Biblia en las que Yahvé mata sin piedad a inocentes y culpables, a ancianos, mujeres y niños, “hasta la tercera y la cuarta generación” simplemente por pertenecer a la familia de aquel a quien desea castigar[16]. Pero, ¿es ésa la justicia de Dios?
1.5.1. Predeterminación divina.
La doctrina de la predeterminación divina es una simple consecuencia derivada de la doctrina de la omnipotencia divina a la que todo está sometido, pero evidentemente es contradictoria con la supuesta libertad humana cuando ésta se entiende como la capacidad para realizar los propios actos, sin nada que determine el propio querer sino la propia voluntad, con independencia de cualquier determinación ajena a ella misma.
Sin embargo, tanto la predeterminación divina como la libertad humana son defendidas en la Biblia y en las doctrinas posteriores de la Iglesia Católica, tal como se muestra a continuación:
1) En diversos pasajes de la Biblia se defiende, por una parte, una predeterminación divina de carácter general, referida a los actos aparentemente derivados de la libre voluntad huma-na, especificando que dicha predeterminación se refiere tanto a los actos buenos como a los malos. Y, por otra, se defiende igualmente una libertad del hombre por la que éste sería respon-sable de sus actos en cuanto éstos emanarían exclusivamente de su propia voluntad.
En defensa de esa predeterminación de carácter general se dice de manera inequívoca:
a) “Tú hiciste el pasado, el presente y el futuro. Todo lo proyectado ha sucedido”[17].
b) “…todo lo que hacemos eres tú [Señor] quien lo rea-liza”[18].
c) “Todo cuanto existe ya estaba prefijado”[19].
El pasaje b, que se encuentra en Isaías, sirvió de punto de apoyo para que posteriormente Tomás de Aquino lo utilizase como argumento de autoridad en defensa de su personal defensa de la predeterminación divina frente a la tesis de Orígenes, que había defendido la libertad humana, poniendo límites inevitables a tal predeterminación.
Por otra parte, tiene interés señalar que en una ocasión al menos y tal vez por influjo de la filosofía griega la defensa de la predeterminación divina estuvo unida a la doctrina del Eterno Retorno, según la cual todos los sucesos, programados por Dios, se repiten a lo largo del tiempo de manera indefinida. En este sentido, se dice en Eclesiastés:
“Lo que es ya fue; lo que será ya sucedió, y Dios vuelve a traer lo que pasó”[20].
Según parece, el autor de esta obra, perteneciente al parecer  al siglo III antes de nuestra era, conoció la filosofía griega y recibió especialmente la influencia de los estoicos, quienes defendieron la doctrina del Eterno Retorno. Sin embargo, esta doctrina está en contradicción con el Génesis, donde se defiende la idea de un principio del Universo (“al principio creo Dios el cielo y la tierra”[21]), mientras que el Eterno Retorno implica la negación de un principio. Por ello mismo, está igualmente en contradicción con la doctrina cristiana del “fin del mundo”, que implica un cese de las sucesivas e infinitas reencarnaciones que implica la doctrina del Eterno Retorno.
Igualmente y por lo que se refiere a las buenas acciones del hombre se dice en la Biblia:
“Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis mandamientos, observando y guardando mis leyes”[22].
Evidentemente el hecho de que las buenas acciones sólo aparentemente dependan del hombre, siendo en realidad acciones procedentes de la predeterminación divina, implica que el hombre no es responsable de ellas y, en consecuencia, no adquiere mérito ni demérito alguno por haberlas realizado. Y lo mismo sucede con las malas acciones, pues son muchos los momentos en los que se insiste en la idea de que es el propio Dios quien ha programado al hombre para cometerlas. Se dice en este sentido:
- “El Señor había decretado que todas estas ciudades se obstinasen en atacar a Israel, para que así fueran consagradas sin piedad al exterminio y aniquiladas, como había mandado el Señor a Moisés”[23].
- “el Señor hizo que los madianitas se matasen unos a otros en el campamento”[24].
- “Pero ellos no hicieron caso a su padre, porque el Señor quería hacerlos perecer[25].
- “El Señor ha hecho todo para un fin, incluso al malvado para la desgracia[26].
- “Por eso Dios les envía [a quienes va a condenar] un poder embaucador [= que les embaucará], de modo que crean en la mentira y se condenen todos los que en lugar de creer en la verdad, se complacen en la iniquidad”[27]
- “El Señor hizo que el faraón se obstinara, para que no le obedeciese; puso así de manifiesto su poder bajo el cielo”[28].
Finalmente y en contradicción con la doctrina de la predeterminación hay otros momentos de la Biblia en los que se defiende de forma implícita  o explícita la idea de que el hombre es libre y responsable de sus actos, los cuales, por ello mismo, estarían en contradicción con las doctrinas de la omnipotencia y predeterminación divinas y con aquellos pasajes que hemos visto en los que se dice que todo está predeterminado por Dios. Y así, en este sentido contradictorio, se dice en Eclesiástico:
- “No digas: “Fue el Señor quien me incitó a pecar”, porque él no hace lo que detesta […] Él hizo al hombre al principio, y lo dejó a su propio albedrío. Si quieres, guardarás los mandamientos; de ti depende el permanecer fiel […] Ante el hombre están vida y muerte; lo que él quiera se le dará”[29].
2) Con la aparición de la secta cristiana se tiende en general a afirmar la libertad del hombre como capacidad para acercarse o alejarse de Dios, según la actitud que adopte frente a sus leyes. Sin embargo, hubo y sigue habiendo en el cristianismo dificultades imposibles de superar para armonizar la doctrina del libre albedrío con estas otras de carácter teológico y con otras más generales analizadas en otros momentos.
Como se acaba de ver, existe una problemática especial-mente importante dentro del Cristianismo como lo es la de la compatibilidad entre la omnipotencia divina, según la cual todo lo que sucede en el Universo es resultado exclusivo de la voluntad divina, y la libertad humana, según la cual hay acciones que dependen exclusivamente de la voluntad del hombre, la cual podría oponerse y representar un límite frente a la omnipotencia divina. Esta alternativa conduce a la contradicción de un ser omnipotente que no poseería la omnipotencia si se acepta la libertad del hombre, o a la contradicción de un ser libre que no poseería la libertad en cuanto se acepte la existencia de un ser efectivamente omnipotente.
En relación con esta cuestión, ya en el siglo XIII Tomás de Aquino (1225-1274) se había enfrentado a estas dificultades, y en sus escritos reflejó, como era lógico, planteamientos contradictorios, pues, a fin de justificar la responsabilidad moral humana, defendió la libertad del hombre, pero a fin de defender la omnipotencia divina en otras  ocasiones la libertad humana que-dó negada de hecho al considerar que las decisiones del hombre eran causadas por Dios.
Así, por lo que se refiere a este dilema, Tomás de Aquino estuvo de acuerdo con la tradición socrática de que todo lo que deseamos lo apetecemos por considerarlo bueno, es decir, que nadie desea el mal por el mal. En este sentido escribió:
“la voluntad no puede dirigirse hacia ningún objetivo a no ser por la consideración del bien”[30],
y que el hombre estaría determinado por un bien absoluto como lo sería Dios:
“...ninguna otra cosa puede ser causa de la voluntad, sólo Dios mismo, que es el bien universal”[31],
o la felicidad:
..sólo el bien que es perfecto y no le falta nada es el bien que la voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza”[32].
Sin embargo, para escapar al determinismo que derivaría de la atracción del bien, defendió igualmente, con las dos excepciones anteriores, que el hombre era libre en cuanto dependía de su voluntad la elección de cualquiera de los bienes que se pre-sentasen ante él: “...sed quia bonum multiplex est, propter hoc non ex necessitate determinatur ad unum”[33]. Y en este mismo sentido, afirmó:
“El hombre no elige con necesidad, precisamente porque lo que es posible que no exista no es necesario que exista. Pero la razón de que es posible elegir y no elegir puede apreciarse por la doble potestad del hombre, porque el hombre puede querer y no querer, obrar y no obrar, y puede también querer esto o lo otro, hacer esto o lo otro. Y la razón de esto está en la virtud misma de la razón, pues la voluntad puede tender hacia cuanto la razón puede aprehender como bueno. Ahora bien, la razón puede aprehender como bien no sólo el querer y el obrar, sino también el no querer y el no obrar. Y además, en todos los bienes particulares puede considerar la razón de algún bien o el defecto de algún bien, que tiene razón de mal. Según esto, puede aprehender cualquiera de estos bienes como elegible o como rechazable. En cambio, al bien perfecto, que es la bienaventuranza, la razón no puede aprehenderlo bajo razón de mal o de algún defecto; y por eso el hombre quiere la bienaventuranza necesariamente y no puede querer no ser feliz”[34].
Sin embargo y en contra de la doctrina a favor de la libertad humana defendida en este pasaje, hay que decir que estas consideraciones se encuentran en contradicción con aquéllas que, al defender la omnipotencia divina, resultan incompatibles con la libertad humana según la cual habría decisiones y acciones que dependerían exclusivamente de la voluntad del hombre y no de la voluntad divina omnipotente. Precisamente por este motivo, la frase inicial del último texto citado, donde se dice “El hombre no elige con necesidad, precisamente porque lo que es posible que no exista no es necesario que exista” es incoherente con el pensamiento del propio Tomás de Aquino acerca de la omnipotencia, de la inmutabilidad y de la omnisciencia divina, pues de acuerdo con tales cualidades todo lo que sucede y todo lo que el hombre hace sucede necesariamente porque ha sido predeterminado por Dios desde la eternidad de modo necesario, al margen de que el ser humano no alcance a comprender las causas por las cuales cada suceso y cada acción son necesarias. Y, por ello, la afirmación según la cual “lo que es posible que no exista no es necesario que exista”, en cuanto parte de la aceptación infunda-da de que exista algo que podría no existir, implica olvidar que todo lo que existe existiría necesariamente en cuando dependiera de Dios, que actuaría siempre desde su omnipotencia, su omnisciencia y su inmutabilidad. 
Igualmente, su defensa de la libertad humana se contradice con su correspondiente defensa del intelectualismo socrático, según el cual la voluntad tiende a seguir necesariamente aquello que la razón le presenta como bien. En el párrafo citado Tomás de Aquino dice: “la voluntad puede tender hacia cuanto la razón puede aprehender como bueno. Ahora bien, la razón puede aprehender como bien no sólo el querer y el obrar, sino también el no querer y el no obrar” y, por ello, la voluntad no sería libre sino que, en cualquier caso, estaría ligada a la visión de la razón acerca del bien realizable en un momento dado, razón que podría acertar o equivocarse en sus apreciaciones acerca del mayor bien asequible. En definitiva, Tomás de Aquino no tiene en cuenta que, aunque se puede querer y no querer en razón del bien o de la ausencia de bien, en cuanto los bienes se muestran como diversamente valiosos, la voluntad se inclina necesaria-mente por aquel bien que aparece como el mejor ante la razón, aunque la razón, mediatizada por el conjunto de factores psíquicos que la afectan en cada momento, pueda quedar ofuscada por ellos y no acertar en su apreciación del mayor bien objetivo.
Quizá un ejemplo pueda servir para aclarar los problemas que encierra la doctrina tomista: Si deseáramos conseguir la mayor cantidad posible de dinero y algún millonario generoso (?) nos ofreciese la posibilidad de elegir entre dos cheques auténticos, uno de 1.000.000 € y otro de 100 €, aunque cual-quiera de las posibles elecciones se relacionaría con un bien, nuestra elección se inclinaría por la primera opción, aunque éste no dejaría de tener carácter limitado y no absoluto. Sin embargo, si tales cheques estuvieran metidos en el interior de un sobre, de forma que no pudiéramos tener la seguridad de cuál de ellos contenía la cantidad mayor de dinero, podríamos equivocarnos y elegir el de 100 €, lo cual no demostraría que nuestra auténtica preferencia fuera ésa, sino que no habíamos dispuesto de medios adecuados para reconocer cuál era el sobre que contenía el che-que preferido y que en nuestra elección habían influido factores no racionales.
Tomás de Aquino reconoce que todo lo que es objeto de elección lo es en cuanto la razón lo presenta como bueno, y ése es el motivo por el cual afirma que el hombre quiere la bienaventuranza necesariamente, en cuanto la razón no puede aprehenderla como mal. En consecuencia, el determinismo representado por el bien absoluto seguiría existiendo, en cuanto la capacidad para elegir o no elegir sólo sería la manifestación de la incapacidad del hombre para valorar instantáneamente y con total claridad y evidencia el grado de bondad existente en sus diversas posibilidades de elección, de manera que, si su razón fuera capaz de una clarividencia plena acerca de dicha bondad o maldad, elegiría necesariamente aquello que aprehendiera como bueno y, en consecuencia, estaría determinada por ese bien objetivo aunque tuviera carácter limitado.
Por otra parte, si la elección se realizase sin motivo alguno, sería azarosa, y no tendría sentido llamarla libre. Tomás de Aquino, comprendiendo esta dificultad, trató de justificar la elección de cada momento a partir del modo de ser de la propia naturaleza: “qualis unusquisque est, talis finis videtur ei”[35], pero, aunque de este modo pretendió superar el determinismo derivado de la atracción del bien, sin embargo sólo consiguió dar una visión más completa de dicho determinismo, en cuanto hizo derivar de esa naturaleza de cada individuo la elección de su voluntad.
Finalmente, para librarse del determinismo que derivaría de la propia naturaleza, Tomás de Aquino afirma que, aunque la elección esté determinada por la naturaleza de cada uno, sin embargo esa naturaleza ha sido previamente objeto de elección. Pero esta “solución” presenta nuevas dificultades, siendo la primera que nadie elige su propia naturaleza, pues toda elección se produce a partir de una naturaleza previamente existente con la que uno se encuentra sin haberla elegido, ya que para poder elegirla uno debería haber existido previamente, lo cual implica una contradicción en cuanto nadie puede elegir desde una naturaleza anterior a su naturaleza inicial. Y, siendo la segunda que, incluso aceptando que dicha elección fuera posible, nuevamente se plantearía el dilema consistente en que o bien habríamos elegido la propia naturaleza por un motivo –y en ese caso sería ese motivo el que habría determinado la elección de dicha naturaleza- o bien la habríamos elegido sin motivo alguno –y en tal caso volveríamos nuevamente a una interpretación de la conducta humana basada en el azar-. De este modo, la palabra libertad sería equívoca o vacía de contenido, ya que o bien sería equivalente a determinismo, o bien sería equivalente a azar.
2) Por otra parte, cuando Tomás de Aquino analiza el tema de la omnipotencia divina, dejando de lado los problemas de la libertad y de la responsabilidad humana, defiende un planteamiento absolutamente determinista basándose en que nada puede escapar a la omnipotencia y, por lo tanto, a la predetermina-ción divina:
a) Así, criticando a Orígenes (185-254), defiende la tesis de que Dios no sólo es la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino también la causa de las elecciones concretas de la voluntad y la causa de las propias decisiones que conducen a las actuaciones correspondientes. Escribe Tomás de Aquino:
“Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello. Así lo expone Orígenes [...]. De esto parece haber nacido la opinión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los sucesos exteriores. Pues quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo, enriquecerse o edificar, no siempre lo podrá alcanzar [...]. Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se dice en Isaías: Todo cuanto hemos hecho lo has hecho tú, Señor. Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación”[36].
Así pues, mientras desde la perspectiva de teólogos como Orígenes acerca del acto voluntario se salvaría la libertad del hombre, desde la de Tomás de Aquino se salvaría la omnipotencia divina, pero no la libertad del hombre.
El punto de vista de Orígenes se podría reflejar de acuerdo con el siguiente esquema:
        Potencia de querer à Elección de la voluntad à Acto físico
             (Voluntad)                                 ↑                             ↑  
                     ↑                         Libertad del hombre             |
                     |                                                                         |
                     |                                                                         |
                     |____________  DETERMINISMO ____-__|
                                                          DIVINO

Sin embargo, desde la perspectiva de Tomás de Aquino se salva-ría la omnipotencia divina pero no la libertad humana, ya que tanto los actos físicos, como las elecciones de la voluntad del hombre y como la misma posesión de la voluntad o capacidad para tomar decisiones por parte del hombre dependerían por completo de Dios. Por ello, el esquema correspondiente a este punto de vista sería el siguiente:

               Potencia de querer    Elección     Acto físico
                          ↑______________↑__________↑
                            DETERMINISMO  DIVINO

Insistiendo en este mismo punto de vista, añade Tomás de Aquino un poco más adelante:
“Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”,
o, lo que es lo mismo, Dios es causa de la existencia de nuestra voluntad o capacidad para tomar las decisiones que en cada momento tomamos, pero igualmente es causa de que queramos realizar una acción u otra. Y en el capítulo siguiente concluye así:
“Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia”.
Es decir, en cuanto Dios es causa de la existencia de nuestra voluntad o capacidad de querer y en cuanto es causa igualmente de que queramos esto o aquello, es igualmente la causa de las elecciones concretas que en cada momento realicemos como consecuencia de nuestro querer –que no es otro que lo que Dios haya querido que queramos-. La contradicción de Tomás de Aquino entre su defensa de la libertad humana y su defensa de la absoluta predeterminación divina es evidente. No obstante, hay que señalar que su argumento en favor de la predeterminación divina es plenamente coherente con la consecuencia lógica que deriva del dogma de la omnipotencia divina.     
b) El tema de la libertad se enfocó también en el cristianismo desde la problemática de la “salvación” y la de la “pre-destinación”, y en estas cuestiones, frente a otras opiniones “heterodoxas”, como la de Pelagio (360-425), que había defendido la tesis de que el hombre se salva por sus méritos y se condena por sus culpas, venció la tesis de que toda salvación viene de Dios y no de los méritos procedentes del buen uso de la libertad por parte del hombre; por ello, complementariamente, había que concluir en la idea de que Dios había predestinado a los hombres desde la eternidad para su salvación o reprobación.
Y así, por lo que se refiere al tema de la salvación, Tomás de Aquino, criticando a Pelagio, considera que el hombre es incapaz de conseguir la bienaventuranza por sus propios méritos y que sólo el auxilio divino puede llevarle a alcanzar este objetivo[37]; que nadie merece por sí mismo dicho auxilio[38]; y que desde la eternidad Dios determinó a quiénes concedería dicho auxilio y a quiénes lo negaría para que en unos casos brillase su misericordia y en otros su justicia (?):
“Mas como quiera que Dios, entre los hombres que persisten en los mismos pecados, a unos los convierta previniéndolos y a otros los soporte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad, del mismo modo que dependió de su voluntad el que, al hacer todas las cosas de la nada, unas fueran más excelentes que otras; tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para usos bajos”[39].
Uno de los aspectos criticables de este último párrafo es la comparación que Tomás de Aquino hace de Dios con un artífice, pues en cuanto el artífice sea humano será imperfecto y debido a su imperfección podrá elegir de forma variable y no guiado por el principio de lo mejor, que consiste en que Dios elige libre-mente pero también necesariamente debido a su perfección, por lo que no tiene sentido considerar que Dios “al hacer todas las cosas de la nada, unas fueran más excelentes que otras[40].
Por lo que se refiere de manera más concreta al tema de la predestinación, la postura de Tomás de Aquino es idéntica a la de los luteranos y los calvinistas en cuanto defiende que la elec-ción y la reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divi-na esté a su vez causada por los méritos del hombre. Escribe Tomás de Aquino en este sentido:
“Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado des-de la eternidad por su sabiduría [...], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó [...] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los re-probó o los odió [...] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méritos humanos, no sólo porque la gracia de Dios, que es efecto de la predestinación, no responde a mérito alguno, pues precede a todos los méritos humanos [...] sino también porque la voluntad y providencia divinas son la causa pri-mera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y providencia divinas”[41].
Por extraña y absurda que pueda parecer la doctrina de la predestinación, hay que tener en cuenta que sólo ella -tal como Tomás de Aquino comprendió- podía dejar a salvo la omnipotencia divina, ya que, de lo contrario, la voluntad divina quedaba subordinada a las acciones y a los méritos del hombre. Sin embargo, esta doctrina tiene el grave inconveniente de convertir al hombre en una simple marioneta cuyas acciones sólo aparente-mente serían suyas y, por lo tanto, no deberían repercutir en ninguna clase de mérito o de culpa por cuanto en último término no dependerían de él sino de la voluntad de Dios.
Mediante esta tesis quedaba a salvo la omnipotencia divina, aunque el protagonismo del hombre respecto a los actos realizados por él así como su valor moral desaparecían por completo.
Sin embargo, los planteamientos tomistas -al igual que los de Aurelio Agustín- se mantuvieron en esta línea “ortodoxa”, y contribuyeron a su fijación como doctrina oficial de la Iglesia Católica.
Posteriormente, en relación con esta cuestión hubo diversas polémicas, como la de Erasmo de Rotterdam (1467-1536) frente a Martín Lutero (1483-1546), defendiendo el primero la libertad del hombre en su obra De libero arbitrio y negándola el segundo en su correspondiente escrito De servo arbitrio; o también la del dominico Domingo Báñez (1528-1604) frente al jesuita Luis de Molina (1536-1600), en la que pretendiendo ambos defender a un tiempo la omnipotencia de Dios y la libertad del hombre, no llegaron a una solución del problema, por lo que el papa prohibió que siguieran las discusiones, declarando que se trataba de un misterio.
En el siglo XVI los teólogos españoles Domingo Báñez, dominico, y Luís de Molina, jesuita, entablaron una polémica con la intención de encontrar una solución que salvase a un tiempo la omnipotencia divina y la libertad humana. Pero, como era lógico, la discusión no alcanzó un final feliz; la solución de Báñez se inclinaba, como la de Tomás de Aquino, a salvar la omnipotencia divina, anulando la libertad del hombre, mientras que la de Molina se inclinaba, como la de Orígenes o la del también jesuita Francisco Suárez, a salvar la libertad humana, en detrimento de la omnipotencia divina. Como no hubo forma –ni podía haberla- de encontrar una solución satisfactoria a esta cuestión, en el año 1594 el papa Clemente VII prohibió que siguieran las discusiones, aunque no se atrevió a condenar ninguno de ambos puntos de vista.
Una consecuencia de la imposibilidad de salvar la libertad humana si se afirmaba la omnipotencia divina era que la responsabilidad humana dejaba de tener sentido y, en consecuencia, debían desaparecer todas aquellas doctrinas derivadas de aquella supuesta responsabilidad, como las referentes a las ideas de mérito, culpa, premio o castigo.
Como esta contradicción entre una omnipotencia divina limitada por los actos humanos libres y una libertad humana sometida a una omnipotencia divina tendría repercusiones radicalmente peligrosas para la consistencia de la dogmática cristiana, pues tales doctrinas eran contradictorias entre sí, los teólogos aplicaron a ellas –al igual que a muchas otras- el calificativo de “misterio”, el cual hace referencia a una doctrina incomprensible para la limitada capacidad humana y sólo comprensible por Dios.
Este recurso al “misterio” ha sido una tónica de la jerarquía católica que lo ha aplicado a aquellas doctrinas en las que ella o sus críticos han descubierto su incongruencia con otras simultáneamente afirmadas. Mediante la consideración de que determinada doctrina tiene el carácter de “misterio” se considera que tal doctrina debe ser aceptada por un acto de fe, lo cual implica una renuncia a su comprensión y una aceptación de su verdad mediante un acto de sugestión, programado insistente y conve-nientemente por la jerarquía religiosa y por los sacerdotes mediadores, que tratan así de “blindar” sus doctrinas contradictorias contra cualquier planteamiento racional que pretenda poner en evidencia su falsedad mediante la aplicación del principio de contradicción, lo cual obligaría a los dirigentes de la organización católica a reconocer sus errores, dejando en evidencia su carácter falible simplemente humano y el fraude consistente en afirmar que su verdad había siso comunicada a través del Espíritu Santo a la Iglesia Católica por la mediación del Papa de turno (dogma de la infalibilidad del papa) o a través de un concilio de los cardenales presidido por el Papa.
El concepto de “misterio” es complementario del concepto de “dogma”, entendido como una doctrina que los dirigentes católicos proclaman como absolutamente verdadera, que no es racionalmente demostrable y que debe ser creída y aceptada por el “fiel” para no ser excluido de la organización y de su “eterna salvación” (?), a pesar de tratarse de doctrinas contrarias a la razón o simplemente incomprensibles.
Los “dogmas” plantean el insoluble problema de cómo se puede saber que una doctrina teológica sea verdadera sin saber al mismo tiempo por qué lo es, en cuanto no sea demostrable y en cuanto además sea contradictorio, como sucede en muchas ocasiones, poniendo en evidencia la mendacidad y el carácter embaucador de los dirigentes de la organización católica, que deciden qué doctrinas hay que aceptar como dogmas, aprovechándose de la buena fe y de la ingenuidad de sus “fieles” para atrofiar su inteligencia a fin de poder así manipular mejor sus mentes animándoles a que desistan de intentar comprender y a que se esfuercen en fortalecer su fe en las palabras de sus dirigentes ya que, como en los tiempos del Antiguo Testamento, dicen que les hablan en nombre de Dios.




[1] Éxodo, 4:21. Pasajes muy similares a éste y con la misma temática se encuentran en Éxodo, 10: 27, Éxodo, 11:10, y Éxodo, 14:4.
[2] Éxodo, 14:8.
[3] Josué, 11:20.
[4] 1 Samuel, 2:25.
[5] 2 Crónicas, 25:20.
[6] Eclesiástico, 15:15.
[7] Pablo de Tarso: Romanos, 9:18-19.
[8] Job, 9:12.
[9] Job, 9:32-35.
[10] Job, 16:21.
[11] Job, 23:13.
[12] Job, 34:12.
[13] Job, 2:10.
[14] Eclesiástico, 11:14.
[15] Sabiduría, 12:12-15.
[16] Son muchas las ocasiones en que se ha mostrado qué clase de justicia es la de Yahvé. Por ello, a fin de recordarla será suficiente con poner un solo ejemplo: “Samaría tendrá su castigo, por haberse rebelado contra su Dios. Serán pasados a filo de espada; sus niños serán estrellados y reventadas sus mujeres encinta” (Oseas, 14:1). La cursiva es mía.
[17] Judit, 9:5.
[18] Isaías, 26:12.
[19] Eclesiástes, 6:10.
[20] Eclesiastés, 3:15.
[21] Génesis, 1:1.
[22] Ezequiel, 36:27. La cursiva es mía.
[23] Josué, 11:20. La cursiva es mía.
[24] Jueces, 7:22: La cursiva es mía.
[25] 1 Samuel, 2:25. La cursiva es mía.
[26] Proverbios, 16:4. La cursiva es mía.
[27] 2 Tesalonicenses, 2: 11.
[28] Eclesiástico, 16:15. La cursiva es mía.
[29] Eclesiástico 15:11-17. La cursiva es mía.
[30] Tomás de Aquino: Suma Teológica, I, q. 28, a. 2.: “Voluntas in nihil po-test tendere nisi sub ratione boni...” En este mismo sentido escribió también más adelante: “La voluntad es un apetito racional” y “todo apetito es sólo del bien” (I-II, q. 8, a. 1).
[31] Suma Teológica, I-II, q. 9, a. 6.
[32] Suma Teológica, I-II, q. 10, a. 2.
[33] Suma Teológica, I, q. 28, a. 2: “…pero, puesto que el bien es múltiple, a causa de esto no es determinada necesariamente a la elección de uno solo”.
[34] Suma Teológica, I-II, q. 13, a. 6.
[35] Suma Teológica, I-II, q. 13, a. 6.
[36] Suma contra los gentiles, III, capítulos 89 y 90.
[37] Suma Teológica, I, q. 83, a. 1.
[38]Suma contra los gentiles, 7, III, c. 147.
[39] O.c., c. 149. Puede verse la influencia de Pablo de Tarso (Romanos, 9:18-19) en Tomás de Aquino en el ejemplo utilizado por este último, que es idéntico al utilizado por Pablo de Tarso.
[40] La cursiva s mía.
[41] O.c., c. 163. La influencia de Pablo de Tarso sobre estos planteamientos parece evidente, pues en su Epístola a los Romanos escribió: “¿Acaso la figura plasmada dirá a su plasmador: ‘¿por qué me hiciste así?’ ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro para hacer de la misma masa un vaso para honor y otro para afrenta? (Romanos, 9:20-21). Por su parte, Nietzsche critica estos planteamientos cuando escribe: “Demasiadas cosas le salieron mal a ese alfarero que no había aprendido suficientemente el oficio. Pero eso de vengarse en sus cacharros y en sus criaturas, porque le habían salido mal a él, eso fue un pecado contra el buen gusto” (Así habló Zaratustra, p. 289. Planeta-De Agostini, Barcelona, 1992).