De
acuerdo con la dogmática tradicional de los dirigentes de la Iglesia Católica,
el señor Ratzinger –alias Benedicto XVI- ha vuelto a afirmar la doctrina de la
existencia del Infierno como castigo eterno, doctrina que, por otra parte, no
hubiera podido cambiar en cuanto pretendiera ser coherente con la doctrina tradicional
de la Iglesia Católica referente a sus “dogmas”, considerados como doctrinas
incuestionablemente verdaderas y que, por ello mismo, no pueden ser modificadas
por la decisión de una nueva autoridad –al margen de que, cuando les interesa, los
dirigentes católicos busquen y encuentren cualquier pretexto para hacerlo, y
elaboren diversos sofismas para presentar nuevas doctrinas como interpretaciones
más claras y exactas (?) de doctrinas anteriores-.
La doctrina relacionada con el castigo del Infierno se
encuentra ya en algunos libros del final del Antiguo Testamento, aunque de un modo mucho más difuso respecto al
que posteriormente irá adquiriendo en el Nuevo
Testamento, donde especialmente en los Evangelios,
se presenta como un fuego eterno al
que Dios condena a la mayoría de la humanidad en cuanto muchos son los llamados pero pocos los escogidos. Los dirigentes
de la secta católica han defendido esta doctrina desde el principio y la han
mantenido hasta la actualidad.
Así, se dice en Daniel:
- “Y muchos de los que duermen en el polvo de la
tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para
el castigo eterno”[1].
Pero,
como ya se ha dicho, donde de forma clara y definitiva se habla del Infierno
como castigo eterno, relacionado incluso con el fuego, es en el Nuevo Testamento, donde se nombra en muy
diversas ocasiones como las siguientes:
1) “Así será el fin del mundo. Saldrán
los ángeles a separar a los malos de los buenos, y los echarán al horno de fuego; allí llorarán y les
rechinarán los dientes”[2],
2) “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y
sus ángeles”[3];
3) “Te conviene más perder uno de tus miembros
que ser echado todo entero al fuego
eterno”[4].
4) “…irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna”[5].
5) “Más te vale
entrar tuerto en el reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al fuego eterno, donde […] el fuego no se
extingue”[6].
6) “Y en el
abismo, cuando se hallaba entre torturas, levan-tó el rico y vio a lo lejos a
Abrahán y a Lazaro en su seno. Y gritó “Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía
a Lázaro para que moje en agua la yema de su dedo y refresque mi lengua, porque
no soporto estas llamas”. Abrahán respondió: “Recuerda, hijo, que ya recibiste
tus bienes durante la vida, y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí con-solado
mientras tú estás aquí atormentado”[7].
7)
“Puesto que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los
que sufrís, descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] aparezca entre
llamas de fuego y tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni
obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una
perdición eterna, lejos de la
presencia del Señor y de la gloria de su poder”[8].
8)
“En cuanto a los cobardes, los incrédulos, los depravados, los criminales, los
lujuriosos, los hechiceros, los idólatras, y los embusteros todos, están
destinados al lago ardiente de fuego y
azufre, que es la segunda muerte”[9].
De
acuerdo con los pasajes anteriores queda claro que el Infierno es un castigo
consistente en el fuego (textos 1, 2, 3, 4, 5 y 8; que dicho fuego es eterno
(textos 2, 3, 4, 5, 8); 3) y que el Infierno fue creado inicialmente para “el
diablo y sus ángeles” (texto 2); al parecer Dios no previó inicialmente qué
haría con los hombres que no fueran de su gusto y no creó un “lugar” especial
para ellos sino que simplemente, cuando se encontró con ese pequeño problema,
les envió al mismo lugar al que había enviado anteriormente al “diablo y sus
ángeles” –aunque en el Apocalipsis se
dice que Satanás y sus ángeles fueron arrojados a la tierra[10]-;
y, finalmente, el Infierno hace referencia a cierto “lugar” al que los
condenados van no sólo a estar sin más, aleja-dos de Dios, sino a sufrir mediante un castigo físico. Esto
se dice de manera explícita en los textos 1, 6 y 7, y de manera implícita pero
igualmente clara en todos los demás.
Este detalle del sufrimiento
físico de los condenados tiene especial importancia porque, ante la
incompatibilidad de la su-puesta misericordia infinita de Dios y el castigo eterno
del Infierno, algunos han defendido la teoría de que en realidad este castigo
no tiene nada que ver con el fuego ni con una acción divina por la que él
condene a nadie, sino que es cada uno de los condenados quien voluntariamente
se aleja de Dios, de manera que el Infierno consistiría precisamente en tal
alejamiento. Sin embargo, como se ha podido ver a través de los textos anteriores,
es el propio Dios quien castiga, y su castigo no consiste exclusivamente en recluir
“lejos de la presencia del Señor” a los condenados, sino que consiste además en
el sufrimiento provocado por el
fuego eterno. Pero evidentemente tal castigo contra-dice el dogma de la infinita
misericordia divina, y contradice igualmente otro dogma como lo es el de la “Redención”,
por la cual Jesús habría cargado con los pecados del mundo liberando a los
hombres de ellos. Según parece, los dirigentes católicos así cómo quienes
escribieron los Evangelios no se percataron de la contradicción
existente entre aquella “redención” o “salvación” y el castigo del Infierno, prevaleciendo la
doctrina de la exis-tencia del Infierno y dejando aquella “salvación” de Jesús
casi sin efecto alguno. Seguramente los dirigentes cristianos comprendieron
que podrían tener mejor sometida a su clientela si la atemorizaban con la idea
del Infierno que si le decían que, sien-do infinito el amor divino, al final
todos estábamos predestina-dos a la bienaventuranza eterna.
El
castigo del Infierno representa un nuevo avance en la imaginación sádica de los
autores bíblicos.
En el Antiguo
Testamento habían defendido la ley del Talión, “ojo por ojo, diente por
diente”. ¿Servía de algo esta ley? Quizá en algunos casos pudo servir de freno
para impedir la transgresión de las normas, pero lo peor de este castigo era la
barbaridad de las penas que acompañaban a cualquier delito, como, por ejemplo, el
hecho de trabajar en sábado, que iba unido a la pena de muerte, y sobre todo
el hecho de que las penas no se imponían como un medio de corregir a los infractores de las leyes sino como una forma de venganza contra el infractor, venganza
que sigue existiendo como motivo principal de las penas infligidas por el
propio Yahvé en infinidad de ocasiones. Lo que tienen en común la aplicación de
la ley del Talión, cuan-do ésta iba unida a la pena de muerte, y el Infierno es
precisa-mente que en ambos casos el motivo de su aplicación no es otro que el
de la venganza y no el de conseguir
que los delincuentes o pecadores mejoren en su forma de comportase, ya que
tanto en un caso como en el otro, después de la muerte del transgresor de la
ley, el condenado es ya incapaz de mejorar y su muerte sólo habrá servido para
calmar la ira y la agresividad de quien se haya sentido perjudicado por el
correspondiente delito cometido, que para nada se remedia con la muerte del
delincuente. De hecho, una de las citas anteriores es un ejemplo ridículo de lo
que aquí se dice. En ella cuenta el evangelio de Lucas que Abraham le contestó
al rico condenado que le pedía que enviase a Lázaro para mojar su boca con uno
de sus dedos humedecido con agua, pues no aguantaba las llamas del Infierno:
“Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida, y Lázaro, en
cambio, males. Ahora él está aquí consolado mientras tú estás aquí atormentado”[11].
Esta respuesta es por sí misma suficientemene significativa del rencor o del
espíritu vengativo, presentando este carácter retributivo o vengativo del
Infierno como algo plenamente lógico, natural y compatible con la infinita bon-dad
y misericordia divinas, aunque en dicho castigo no tenga nada que ver con el
supuesto perdón que debería corresponderse con la infinita misericordia divina.
Por ello, en el caso de la pena del fuego eterno del
Infierno, nos encontramos ante un castigo mucho más salvaje y absurdo todavía
que los castigos del Antiguo Testamento,
pues el infractor de la ley no sólo no va a mejorar con ese castigo sino que
va a estar sufriendo eternamente sin que esto sirva de nada a nadie, a no ser a
un enfermo de rencor patológico que sea capaz de go-zar indefinidamente con el
sufrimiento ajeno. Por eso, el “miste-rio” del Infierno es una de las
contradicciones más importantes del cristianismo, pues es lo más opuesto a la
idea de un Dios que ama por encima de cualquier ofensa, suponiendo que el
hombre tuviera la capacidad de ofender a un ser tan omnipotente y tan inmutable
como la Iglesia Católica considera a su Dios, suponiendo igualmente que el
carácter limitado del ser humano
fuera compatible con una ofensa a Dios tan llena de infinita maldad que le hiciera acreedor a un castigo eterno, suponiendo
además que una pena pudiera servir para contrarrestar una ofensa y suponiendo
finalmente que el infinito amor divino fuera insuficiente para perdonar a ese
hombre cuyas ofensas habrían sido programadas además por el propio Dios, por
cuya omnipotencia los dirigentes cristianos proclaman que todo está
predeterminado desde la eternidad.
Sin embargo, si se
tiene en cuenta que un padre es capaz de perdonar ofensas muy graves, suponer
que Dios, el supuesto Padre común de todos, con un amor infinito, fuera
incapaz de perdonar a cualquier hombre, por muy grave que fuera la ofensa
cometida, sería, además de contradictorio, un insulto a ese Dios, si existiera.
El texto 7 tiene un carácter similar al anterior, pero el pasa-je en
sí presenta algún aspecto que pone en mayor evidencia la naturalidad con que
Pablo de Tarso considera justo el
castigo del Infierno e incluso su carácter de venganza de Dios no sólo en línea con la ley del Talión sino
avanzando mucho más lejos to-davía en su carácter de castigo irracional, pues a
diferencia del “ojo por ojo” se defiende el “sufrimiento eterno” para quien ha
causado un sufrimiento, siempre limitado, en esta vida. En efecto, se dice en
ese escrito de Pablo de Tarso:
“Puesto que Dios
es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento
a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los que sufrís,
descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer el
evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición
eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”[12].
Posteriormente, en el siglo XIII, Tomás de Aquino
seguiría siendo fiel a esa línea de pensamiento y añadiría un poco más de
atractivo para los sádicos escribiendo:
“Para que la
felicidad de los santos más les complazca y de ella den más amplias gracias a
Dios, se les concede que contemplen perfectamente el castigo de los impíos”[13].
Sin
embargo la doctrina acerca del Infierno, entendido como un lugar en el que gran
parte de los seres humanos sufrirán un castigo eterno aparece en el Antiguo Testamento en muy pocas
ocasiones, donde más bien se suele hablar de castigos relacionados con la muerte de quien desobedece determinados
preceptos divinos y la muerte de su
descendencia “hasta a tercera y la cuarta generación”[14].
Conviene tener en cuenta que, cuando así se describe la venganza divina, los
sacerdotes de Israel todavía no han imaginado la posibilidad de un castigo más
allá de la muerte en cuanto consideran que la muerte es el fin absoluto del
hombre, regresando al polvo del que procede. Y así, como los sacerdotes de
Israel no se habían atrevido a llevar su imaginación hasta esos sobrecogedores extremos
de terror, no habiendo alcanzando a imaginar todavía un castigo que fuera más
allá de la mera muerte física, por ello, –con alguna excepción, como la de Daniel- sólo se les ocurrió extender el
castigo hasta la muerte terrenal de los descendientes del transgresor de la ley
divina, como puede comprobarse en los textos siguientes:
-“Esto dice el
Señor […] Te arrojaré con los muertos,
con las gentes del pasado, y te haré habitar en las profundidades de la tierra,
en el país de la eterna soledad”[15].
-“Todos están
destinados a la muerte, a bajar a lo
profundo de la tierra, al país de los
muertos”[16].
En
estos textos de Ezequiel puede comprobarse
que aunque se habla del país de la eterna soledad o del “país de los muertos”,
no se menciona todavía el Infierno como un castigo físico, como fuego eterno,
cosa que sí sucede en los pasajes del Nuevo
testamento.
Esta doctrina,
como ya se ha comentado, es criticable en sí misma y por ser contradictoria con
otras de la Iglesia Católica.
A las razones anteriores pueden sumarse las
siguientes:
En primer lugar,
hay que tener en cuenta que esta creencia absurda en Dios como un “Señor” con
derecho a imponer sus normas, y en el hombre como un “siervo” que debiera obedecerlas,
sólo se encuentra a partir de la proyección de lo que en el pasado fue la vida
humana, en relación con la cual las organizaciones políticas y sociales, como
las del antiguo Egipto, estaban estructuradas de manera piramidal, con un
faraón o un rey con poder absoluto sobre la vida y la muerte de la población,
una clase sacerdotal y aristocrática, que se encontraba en según-do lugar, y
una gran masa de población que apenas tenía dere-chos y que vivía sometida al
poder del faraón. La justificación de los derechos del faraón sobre el pueblo no
derivaba de otra cosa que de su poder, alcanzado como consecuencia de acciones
bélicas o como herencia de sus antepasados. Por ello mismo y con mayor motivo,
desde que los sacerdotes israelitas afirmaron la existencia de Yahvé como Señor
absoluto del Universo, les resultó fácil concluir que a él se le debía una
obediencia y una sumisión absolutas, y que cualquier alejamiento de sus órdenes
merecía un castigo inexorable y especialmente cruel, como la muerte del pecador
y la de su descendencia o como la del Infierno.
En
segundo lugar y de acuerdo con la
doctrina de la predeterminación
divina, conviene no olvidar que el hombre no elegiría nada por su propia
cuenta sino que, según indican Isaías, Pablo de Tarso o Tomás de Aquino, todo
cuanto el hombre decide o hace es Dios quien lo decide o hace, por lo que el
hombre no elegiría alejarse de Dios, sino que habría sido Dios mis-mo quien
habría decidido esa supuesta elección del hombre, tal como indica Tomás de
Aquino cuando escribe:
“Dios es causa
no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”[17];
añadiendo más adelante:
“Por consiguiente, como Él es la causa
de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están
sujetas a la divina providencia”[18].
Además,
como el propio Tomás de Aquino defiende, la idea de que alguien eligiera de
manera consciente apartarse de Dios sería contradictoria, en cuanto el hecho
mismo de elegir determinado objetivo es lo que demuestra qué es lo que
considera como bien quien lo elige, de manera que, en cuanto a Dios se le
considera como bien absoluto y el Infierno representa el mayor mal, es
inconcebible por contradictorio que alguien pudiera elegir alejarse de Dios y
preferir el Infierno, pues sólo se desea lo que se presenta como bien, pero el
Infierno, siendo por definición el mayor mal posible, no podría ejercer sobre
el hombre atractivo alguno. En consecuencia, nadie se alejaría de Dios vo-luntariamente.
De acuerdo con este planteamiento, Tomás de Aquino,
siguiendo a Aristóteles, decía que la voluntad tiende necesaria-mente al
bien, y así este importante “doctor” del Cristianismo proporciona una crítica
implícita al argumento anterior pues, si el bien es aquello a lo que todo
tiende (“bonum est quod omnia appetunt” -dice Tomás de Aquino siguiendo a
Aristóteles-), no tiene sentido afirmar al mismo tiempo que se pueda elegir
el mal sino por error, al haberlo
confundido con un bien[19].
Y,
en tercer lugar, la doctrina sobre el
Infierno como castigo eterno que emana de un Dios del que se afirma al
mismo tiempo que es misericordia y amor infinito encierra una nueva
contradicción interna tan evidente que es totalmente innecesario añadir
comentario alguno.
Además, la imperfección humana –para lo bueno, pero
también para lo malo- implica que no puede tener una maldad tan absoluta que le
lleve a cometer un pecado merecedor de un castigo infinito como lo sería el
infierno, suponiendo que debiera existir un nexo necesario entre pecado y
castigo, que no lo hay en absoluto sino sólo desde una perspectiva
antropomórfica.
Por ello, la doctrina acerca del Infierno es sólo la
expresión de un afán de venganza en cuanto no sirve para mejorar al hombre
considerado culpable, de manera
que cualquier castigo divino que no sirviera para mejorar la conducta del
castigado sólo sería compatible con el sadismo y con un deseo
patológico de venganza,
pero en ningún caso con un Dios considerado como amor y misericordia infinitas.
Por otra parte, además, suponiendo que Dios
existiera y que hubiese ordenado amar incluso a los propios enemigos, si luego
condenase con castigos eternos a quienes supuestamente hubieran sido sus
enemigos, el propio Dios habría sido incoherente con sus mandatos al no
perdonarles, y sería realmente asombroso que el hombre fuera más capaz de
perdón que el propio Dios, cuya misericordia se supone infinita, pues,
efectivamente, no hace falta esforzarse mucho para comprender que la existencia
del Infierno es contradictoria con tal doctrina, ya que, si ni siquiera resulta
concebible que el más malvado de los hom-bres fuera capaz de castigar a un hijo
con un sufrimiento eterno, sería un insulto a la bondad de Dios –si
existiera- considerarla compatible con una monstruosidad semejante, teniendo en
cuenta además que ese castigo no tendría más finalidad que la del castigo mismo, la de causar
sufrimiento sólo como una manera de satisfacer un absurdo deseo de venganza.
En definitiva, la doctrina del Infierno es
incompatible con la que afirma que Dios es misericordia y amor infinitos, y,
por ello, resulta asombroso comprobar hasta qué punto el adoctrinamiento
religioso puede anular la racionalidad humana en cuanto puede lograr que las
mentes infantiles –y con posterioridad adultas- sean inconsecuentes con la
Lógica más elemental, perdiendo la capacidad de tomar conciencia de una contra-dicción
tan evidente. Esa debilidad de la racionalidad humana se muestra por ello de un
modo más claro en aquellos casos en los que la jerarquía de la Iglesia Católica
aprovecha la temprana edad de la infancia para troquelar las mentes de los
niños gra-bando en ellas la idea de que “la fe está por encima de la razón” y
que, por ese motivo, deben considerar que allí donde perciben una contradicción
en realidad deben acostumbrarse a considerar humildemente que se trata de
un profundo misterio cuya comprensión no se encuentra a “su” alcance
–pero, al parecer, sí al de los obispos, aunque nunca la hayan explicado-.
En
estos últimos años algunos dirigentes de la secta católica, como Karol Wojtyla
–alias “Juan Pablo II”-, al comprobar que cada día va en aumento el número de críticas
contra doctrinas tan absurdas como la de la existencia del Infierno, han pensado
que tal vez podían solucionar esta dificultad insuperable reinterpretando todo
lo que de forma clara se dice en el Nuevo
Testamento y considerando que en realidad no sería Dios quien condenase
sino que sería el hombre quien elegiría libremente alejarse de Dios, de manera
que el Infierno no consistiría en otra cosa que en ese estado de alejamiento
de Dios libremente elegido.
El caso es que, rodeados de tanto lujo y de tanto
ambiente y solemnidad clerical, puede haber un momento en que el Papa haya
llegado a creer en el dogma de su infalibilidad, se haya atrevido a inventar cualquier
sandez y se la haya creído como si realmente se la hubiera inspirado el
Espíritu Santo, a pesar de que lo que todo el mundo interpreta como “el
Infierno” es no sólo aquello que nos enseñaron los curas cuando éramos niños
sin otro criterio que el de la autoridad de los maestros y la de los curas respecto
a la verdad de esos temas religiosos, sino aquellas palabras de la Biblia cuyo sentido es claro y cuya
reinterpretación surge como consecuencia de que hasta el Papa pueda haber
llegado a ser consciente de la barbaridad de aquel castigo y se haya sentido
con suficiente autoridad como para modificarlo, suprimiendo las cualidades de
tratarse de un “fuego eterno” y un “castigo procedente del propio Dios” para
convertirlo en “un alejamiento voluntario de Dios que el hombre decide”, a
pesar de las numerosas ocasiones en que el castigo del Infierno apare-ce en los
evangelios y en el Apocalipsis como un castigo divino.
En efecto, para refutar esta interpretación, es
conveniente refrescar la memoria de quienes parecen haber olvidado los diversos
textos bíblicos en los que, como se ha podido ver, el Infierno es un castigo que proviene de Dios y en que, al
margen de su sentido como sufrimiento psíquico, tiene igualmente el carácter
de un sufrimiento físico y eterno. Y, como no tiene mayor
trascendencia incluir un nuevo ejemplo igual de claro que los anteriores, añado
una nueva referencia como lo es el pasaje de
Lucas en el que se dice:
“temed a aquel que […] tiene poder
para arrojar al fuego eterno”[20],
pasaje en el que de
nuevo se habla del “fuego eterno” y en el que se hace referencia no al
individuo como tomando la decisión de alejarse de Dios sino a “a aquel que
tiene poder para arrojar al fuego eterno”, es decir, al propio Dios.
Hay
que insistir en definitiva en que, a pesar de que la reinterpretación del
Infierno como un alejamiento de Dios, libre y voluntario por parte del hombre
está en diáfana contradicción con los textos citados, y, a pesar de que
mediante esta “solución” Dios quedaría libre de cualquier responsabilidad por
lo que se refiere al destino del hombre, en ella se olvida en primer lugar que,
cuando en la Biblia se habla del
Infierno, no se lo describe como un lugar o un estado al que uno se dirige
voluntaria-mente sino como un lugar de castigo eterno al que el mismo
Jesús envía a quienes no tengan fe en su palabra o no la cumplan.
La
doctrina del Infierno surgió en muy diversas religiones, aunque con matices
distintos por lo que se refiere a su sentido y a sus características, y resulta
evidente su carácter antropomórfico, relacionado con la actitud de
muchos de los déspotas y tira-nos de los tiempos en que se escribieron los diversos
mitos acerca de dioses y demonios, acerca de lugares paradisíacos y lugares de
castigo para las almas de los muertos, como sucede con el mismo Hades homérico,
en el que Aquiles dice a Odiseo:
“preferiría ser un bracero y ser siervo
de cualquiera, de un hombre miserable de escasa fortuna, a reinar sobre todos
los muertos extinguidos”[21].
Todavía en
estos momentos la ingenuidad de una gran parte de la humanidad es tan elevada
que la jerarquía de la Iglesia Católica sigue utilizando la idea del Infierno para
seguir graban-do en la mente de sus adoctrinados niños de cinco y seis años esa
absurda pesadilla, y para atemorizar así a sus fieles en general y tenerlos
sumisos y dispuestos a obedecerles en todo aquello que les digan y, de manera
especial, en las consignas políticas que les interese transmitir para mantener
y aumentar sus privilegios en los diversos países hasta donde alcanzan con sus
repulsivas “patas de tarántula”[22].
No obstante y a pesar del carácter contradictorio de
tal concepto de Dios, los dirigentes de
la Iglesia Católica están especialmente interesados en conservar
esta doctrina porque de este modo se presentan como administradores del
perdón, de la excomunión o de la eterna condenación, de forma que pueden
excomulgar o perdonar los pecados de acuerdo con determinadas condiciones,
como la ofrenda de diversas y variadas donaciones (casas, tierras, dinero,
herencias) a la misma organización eclesiástica, y porque el temor al Infierno
lleva a los creyentes a seguir las consignas de los dirigentes de esta iglesia en
todos los terrenos, especialmente en el político, a la hora de facilitarles el
camino para asegurar e incrementar sus privilegios políticos, económicos y
sociales.
[5] Mateo,
25:46. La cursiva es mía.
[9] Apocalipsis, 21:8. La cursiva es mía. Resulta de interés observar que en el evangelio
de Juan no se menciona el “Infierno”
en ningún momento de manera explícita, aunque sí se contraponga “vida eterna” y
“condenación”, la cual podría significar simplemente condena a morir para
siempre, tal como se acepta a lo largo de casi todo el Antiguo Testamento.
[10] Apocalipsis, 12:7-9.
[11] Lucas, 16:23-25. El autor
de este evangelio presenta esta escena con gran realismo, como si la hubiera presenciado
directamente. Cualquiera que tenga interés puede comprobar que el autor de este
evangelio es muy dado a escribir de ese modo acerca de hipotéticas situaciones
que él en ningún caso pudo haber presenciado. Parece que lo importante no era
su veracidad sino el efecto que tales “historias” pudieran causar en sus
ingenuos oyentes o lectores.
[13] “Ut beatitudo sanctorum magis complaceat eis et de ea uberiores
gratias Deo agant, datur eis ut poenam impiorum perfecte intueantur” (Summa Theologica, V, Suppl., q. 94, a . 1; B.A.C., Madrid,
1958, p. 557).
[14] Así, por
ejemplo, se dice en Deuteronomio: “No te postrarás ante ellos ni les
darás culto, porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la
maldad de los hombres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Deuteronomio, 5, 9-10). El castigo hasta la tercera y cuarta generación es
señal de crueldad y de absoluta injusticia por parte de Yahvé, cuya sed de
venganza y cuya omnipotencia están por encima de todo, pero además y de manera
especial es una prueba de que en esos momentos a los sacerdotes de Israel
todavía no se les ha ocurrido la idea de la inmortalidad en la que el bien o el
mal puedan prolongarse: Ni gloria eterna, ni castigo eterno.
[19] De hecho la misma Biblia
llega a reconocer esta idea cuando dice: “la maldad es necedad y la insensatez
locura” (Eclesiastés, 8:25).
[20] Lucas, 12:5.
La cursiva es mía. En Mateo aparece
un texto similar: “temed […] al que puede destruir al hombre entero en
el fuego eterno” (Mateo, 10:28. La cursiva es mía).
[21] Homero: Odisea, XI,
versos 489-492.
[22] Me he servido aquí del acertado símil utilizado por Blasco Ibáñez
en su libro La araña negra en
referencia a los jesuitas.