lunes, 23 de mayo de 2011

Reflexiones críticas en torno a la fe
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
“El hombre alcanza la salvación por la fe”
Pablo de Tarso

1. Veracidad y fe.
Al margen de la fe religiosa, es evidente que en el conjunto de nuestras actividades vitales la mayor parte de nuestras acciones tienen como supuesto la creencia en la eficacia vital de lo que emprendemos: Casi todo lo que hacemos presupone un conjunto de creencias acerca de la eficacia de lo que emprendemos, de manera que, sin ellas, la vida humana sería imposible. Pero, cuando se habla de las creencias humanas, conviene precisar el sentido con que se utiliza este término, pues no siempre es el mismo: La postura del creyente, aparentemente incompatible con la que mantiene un talante de absoluta veracidad, quizá no lo parezca tanto si se advierte que en este terreno pueden diferenciarse al menos dos sentidos básicos de la creencia, uno débil, de carácter espontáneo, y otro fuerte, de carácter dogmático.
La creencia espontánea se caracteriza por tratarse de una vivencia involuntaria que no pretende justificarse racionalmente, pero que, aunque sea de manera pre-reflexiva y acrítica, implica una certeza subjetiva acerca de doctrinas objetivamente inciertas. La importancia de este tipo de creencias deriva, por una parte, de la amplitud de sus contenidos y, por otra, del hecho de que, aunque muchas de ellas permanecerán indefinidamente en esta situación, otras se convierten en el origen de creencias dogmáticas o en el de auténticos conocimientos, y otras se desvanecen paulatinamente. El paso de la creencia espontánea a la creencia dogmática se produce por una reafirmación del valor de la primera sin que existan motivos objetivos que justifiquen este paso, mientras que la conversión de la creencia espontánea en conocimiento se produce cuando se alcanza una evidencia racional o empírica respecto al valor objetivo de sus contenidos.
La creencia dogmática, como ya se ha señalado, añade a los caracteres de la anterior una consciente y firme disposición a afirmar como verdadero el contenido de la creencia, a pesar de no contar con garantías de que lo sea. Se trata de la creencia como acto de fe, que se produce por sugestión y se fortalece por autosugestión para evitar su debilitamiento como consecuencia de posibles críticas procedentes de la Filosofía, de la ciencia o del simple sentido común. Por ello, si desde la perspectiva de una actitud veraz no habría nada objetable respecto a la creencia espontánea, puesto que ésta es involuntaria y no pretende suplantar al auténtico conocimiento sino todo lo más suplirlo mientras éste no haya surgido, no ocurre lo mismo por lo que se refiere a la creencia dogmática, ya que con ésta se suplanta el conocimiento y los planteamientos racionales. Por ello, mientras un aumento de creencia dogmática viene acompañado de un descenso de veracidad, un aumento de creencia dogmática implica un descenso de veracidad.
Por qué se mantiene, sin embargo, la creencia dogmatica en claro enfrentamiento con la veracidad es una pregunta que en parte puede responderse haciendo referencia a las mismas motivaciones que propician la aparición del otro tipo de creencia, ya que esta última es el origen primero de la anterior. Por ello, conviene analizar los motivos que explican la creencia espontánea y explicar los motivos que contribuyen a su transformación en creencia dogmática.
La creencia espontánea admite toda una compleja variedad de explicaciones que no necesariamente se excluyen entre sí, sino que se complementan mutuamente. En este sentido, hay que hacer referencia, en primer lugar, al hecho de que el ámbito de seguridades procedentes de auténticos conocimientos, especialmente durante la infancia, es muy limitado, y que, por ello, la realización satisfactoria de la vida exige que esos reducidos conocimientos tengan que ser complementados por creencias, basadas en la autoridad de una tradición inmemorial, que se acepta y es creída, en parte por motivos intrínsecos a tal tradición, en cuanto pueden representar la acumulación de un acervo de experiencias a partir de cuya depuración inductiva haya podido extraerse cierta “sabiduría popular”, y en parte por motivos extrínsecos, en el sentido, por ejemplo, de que el sentimiento de integración en un grupo social se consigue más plenamente cuando el hombre comparte no sólo una vida comunitaria basada en la existencia de unos intereses económicos, sino especialmente un sistema de creencias comunes que favorece la cohesión del grupo y, en consecuencia, un sentimiento de seguridad y de fuerza frente a posibles grupos hostiles. En relación con esta cuestión conviene además recordar que el hombre, como “animal social”, tiene fuertemente desarrollada la necesidad de sentirse integrado en una comunidad.
Hay que mencionar, en segundo lugar, el sentimiento de temor e inseguridad que provoca en el hombre el desconocimiento de su propia realidad y del mundo que le rodea: En las tradiciones míticas de todos los tiempos la creencia en dioses que gobernaban las fuerzas de la naturaleza (diluvios, sequías, terremotos, enfermedades o un clima apacible, buenas cosechas, salud, etc.) y la creencia de que tales dioses podían resultar accesibles para el hombre mediante diversos rituales mágicos y sacrificios sirvió para aminorar aquel sentimiento de temor; de ahí que, cuando con el progreso de la ciencia se han logrado de manera más eficaz esos mismos objetivos de control sobre la naturaleza, los diversos ritos mágicos y los sacrificios hayan dejado de ocupar el lugar preponderante que ostentaban y sólo se recurra a ellos en ocasiones excepcionales para las que, por otra parte, suelen ser tan ineficaces como la ciencia, aunque aporten al menos la satisfacción y el consuelo de “haberlo intentado todo”.
Conviene puntualizar, por otra parte, que el paso de la creencia espontánea a la creencia dogmática no implica necesariamente un cambio en cuanto a su contenido sino especialmente un cambio desde la espontaneidad de la primera al carácter dogmático de la segunda, que en algunas ocasiones se pretende que sea aceptada como un conocimiento paralelo al de la ciencia y, en otras, como el único y auténtico conocimiento frente a los considerados por los dirigentes católicos como desvaríos heréticos de la Filosofía y de la Ciencia. Por su parte, la transformación de la creencia espontánea en conocimiento o su simple desaparición viene determinada por la existencia de un método riguroso para verificar o refutar los contenidos de la creencia espontánea correspondiente.
Y, en tercer lugar, es importante señalar el valor trascendental de la creencia espontánea como un imprescindible mecanismo de supervivencia durante la infancia, ya que es en ese período inicial de la vida humana cuando se depende de los mayores de manera más absoluta. Esa dependencia, en cuanto viene acompañada del afecto y de la satisfacción de las diversas necesidades del niño por parte de quienes le cuidan, lleva consigo el desarrollo correspondiente del afecto del niño hacia ellos, y, al mismo tiempo, de una confianza incondicional en la verdad de las creencias que le transmiten. Tales enseñanzas serán, en líneas generales, adaptativas desde el punto de vista vital, pero también de modo inevitable estarán constituidas por una mezcla de verdades y de prejuicios. Este hecho explica suficientemente el que de forma poco variable, generación tras generación, y gracias a esta labor de transmisión de las creencias de padres a hijos, las diversas religiones se mantengan en sus respectivas áreas de influencia: Quien nace y es educado en el seno de una familia cristiana asumirá el cristianismo con la misma naturalidad con la que aprende a hablar el idioma de sus padres; quien nace y se educa en medio de una familia musulmana difícilmente dejará de ser musulmán; y casi con toda seguridad permanecerá budista el que nazca y se eduque en una familia budista. Por este motivo, los dirigentes de las diversas religiones suelen preocuparse por realizar su misión de proselitismo y obtienen sus mayores éxitos encauzando especialmente su mensaje no hacia las personas adultas, que por el desarrollo natural de su capacidad racional y crítica o por haber interiorizado ya previamente durante su infancia otras creencias difícilmente se abrirían a la aceptación de una ideología religiosa diferente, sino hacia la infancia, que, aunque no llegue a ser capaz de valorar críticamente el contenido de las doctrinas que recibe o precisamente por ello, es por naturaleza mucho más receptiva.
Por otra parte y en referencia a la creencia dogmática, hay que señalar como causa de su desarrollo el interés de los dirigentes de las diversas religiones en proclamar la autosuficiencia de la fe, más allá y por encima de la razón, como mecanismo para tener asegurada la fidelidad de sus adeptos y para alejar así el temor y la preocupación que podría suponer el que los diversos contenidos religiosos pudieran ser objeto del libre análisis crítico y se encontrasen en el trance de ser rechazados en cuanto no superasen la prueba de dicho análisis. Como su posible rechazo podría poner en peligo la organización eclesial correspondiente, la solución a este problema consistió en advertir que los “dogmas” religiosos son, por definición, incomprensibles para la razón humana y que, por lo tanto, deben ser aceptados por un acto de fe; complementariamente, se atemoriza al creyente para que desista de su actitud crítica advirtiéndole que “sin la fe no hay salvación”.
Sin embargo y en relación con la valoración que el cristianismo y otras religiones hacen de la fe -forma de creencia dogmática- como camino alternativo para la “salvación” (?), hay que insistir en que, de acuerdo con Nietzsche, parece una doctrina al menos tan absurda como lo sería la actitud del profesor que exigiera a sus alumnos, como condición indispensable para aprobar, que creyesen que él era la reencarnación de Platón.
Creer en algo, en el sentido de tender a considerarlo como verdadero sin que real-mente se pueda estar objetivamente seguro de que lo sea, tiene su explicación en cuanto existen toda una serie de circunstancias, tanto objetivas como subjetivas, que hagan surgir la creencia correspondiente. Así, por ejemplo, la creencia de que mañana llueva podría relacionarse con el hecho objetivo de que fuéramos expertos en meteorología y conociéramos la existencia próxima de un área de bajas presiones que hicieran pre-visible que tal fenómeno se produjera. Por otra parte, si además se está sufriendo una temporada de sequía, el deseo de que la lluvia se produzca -factor subjetivo- puede contribuir a que la creencia en la aparición de dicho fenómeno sea más intensa que si se atendiera exclusivamente a las circunstancias objetivas. Lo mismo sucede en el caso de las personas cuya penuria económica les lleva a jugar su sueldo en la lotería con un grado de confianza directamente proporcional al de su indigencia.
Así pues, la creencia en sentido amplio aparece como un fenómeno que es a un mismo tiempo natural e inevitable y que puede ser complementario del auténtico cono-cimiento cuando éste falta. Pero, en cualquier caso, parece que, si a nadie se le ocurre juzgar especialmente meritoria la creencia de que mañana llueva o deje de llover, y si tampoco se considera especialmente meritoria la devota actitud creyente del alumno que reconociese a Platón en su extraño profesor sino que se la juzgaría como un gesto sospechoso de interesada hipocresía, en tal caso lo mismo habría que juzgar de la creencia en el Dios del cristianismo o de la creencia en los dioses del Olimpo.
Conviene tener en cuenta además que la fe, como creencia dogmática, se opone a la veracidad y que, en consecuencia, se encuentra en contradicción con los mismos preceptos de la moral cristiana, por lo que, desde esta perspectiva, en lugar de laudable sería condenable.

2. El valor de la fe en el catolicismo.
Los dirigentes católicos, a la vez que proclaman que “sin la fe no hay salvación”, defienden el mandamiento “no mentirás”, sin comprender que ambas exigencias son excluyentes, en cuanto la fe implica aceptar como verdad algo de lo que no se sabe que lo sea, mientras que la veracidad implica reconocer como verdad sólo aquello de lo que se sabe que es verdad.
La doctrina que exalta el valor de la fe como condición necesaria y suficiente para la salvación se remonta al pasado más remoto del Cristianismo, de forma que ya en el evangelio de Juan se afirma:
“...es necesario que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él alcance la vida eterna. Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en él no perezca, sino alcance la vida eterna” ,
y
“en verdad, en verdad os digo, el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida” ;
del mismo modo, en su Epístola a los Romanos, Pablo de Tarso defiende esta misma doctrina cuando escribe:
“El hombre alcanza la salvación por la fe” ,
o cuando dice:
“si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” .
Respecto a estas palabras, comparándolas con los planteamientos de la posterior “teología católica” , tiene interés reflejar la contradicción de que mientras el Jesús de los evangelios y Pablo de Tarso presentan la fe como una opción personal libre a la que uno podría adherirse o alejarse voluntariamente, los dirigentes católicos parecen consideran de modo dogmático que la fe es un don gratuito que Dios concede a quien quiere y que, por lo tanto, no depende de una opción personal libremente elegida.
La primera perspectiva está en contradicción con la doctrina de la jerarquía católica, que entiende la fe como un don de Dios, pero de hecho es la defendida en los evangelios y de manera especial en las cartas de Pablo de Tarso, como puede comprobarse a través de los siguientes pasajes:
a) “El que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios” ;
b) “Convertíos y creed en el evangelio”
c) “Y el Señor dijo:
-Si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, diríais a esta morera: “Arráncate y trasplántate al mar”, y os obedecería” .
d) “Sabemos, sin embargo, que Dios salva al hombre, no por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en Jesucristo. Así que nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley. En efecto, por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación” .
Entre estas citas, aunque todas hacen hincapié en la idea de que la fe depende de una opción personal, tiene especial interés la última, la de Pablo de Tarso, en cuanto la relaciona con una finalidad interesada (es decir, como un imperativo hipotético) y por ello de carácter no moral, que impulsa a abrazar la fe “para alcanzar la salvación”. Por ello, su defensa de que la fe sea el camino para la salvación es absurda. Y el absurdo es mayor, si cabe, teniendo en cuenta que Pablo llega a decir que “por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación”, eliminando así la importancia moral de las acciones para concederla en exclusiva a esa fe, opuesta a la veracidad.
Por otra parte, decir, como Pablo, que
“si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido”
llevaría a tener que demostrar que, en efecto, Cristo había resucitado, mientras que fundamentar la fe en el conocimiento de que Cristo hubiera resucitado sería una paradoja, pues en tal caso la fe, al fundamentarse en un conocimiento, dejaría de ser fe, por lo que sería doblemente absurdo que se le concediese un mérito especial.
En resumen, creer en la verdad de algo que se sabe que es verdad no parece tener mérito alguno, mientras que creer en algo que se sabe que es falso o que se desconoce que sea verdadero tampoco parece precisamente meritorio sino sólo una muestra de falta de rigor intelectual o del deseo de ver como realidades las fantasías agradables.
La segunda perspectiva, al entender que la fe es un don de Dios, plantea la dificultad de entender qué mérito o qué culpa podría tener nadie en tener o no tener fe. Cuando se presenta esta objeción a los defensores de esta última perspectiva, se le suele responder o bien que Dios da la fe a todos y que es responsabilidad de uno mismo aceptarla o rechazarla, o bien que, si no tiene fe, debe pedirla a Dios. Con la primera respuesta consiguen preocupar a personas mentalmente débiles que fácilmente llegan a sentirse culpables de su falta de fe en lugar de tomar conciencia de que no tienen por qué afirmar como verdad nada que no sepan que lo sea; y, con la segunda, consiguen convencer a personas igualmente manipulables, que no reparan en que para pedir la fe en Dios, antes haría falta creer ya en la existencia de ese ser a quien iban a pedirle la fe y, por ello, en tal planteamiento existiría un círculo vicioso.
En relación con esta cuestión podría plantearse un diálogo imaginario entre un ateo y un católico. En un momento dado, el católico podría decir:
-No trates de razonar sobre los dogmas de la Iglesia porque son misterios,
y el ateo podría responderle:
-Si son misterios y la razón no puede llegar a comprenderlos, ¿cómo has llegado a saber que son verdaderos?
El diálogo podría continuar así:
-Para alcanzar esa serie de verdades debes cumplir con dos condiciones: La primera es la de que aceptes la fe católica, y la segunda, unida a la primera, es que creas también que el Papa -y el cónclave de cardenales de la Iglesia Católicas- están inspirados por el Espíritu Santo cuando proclaman un dogma de fe.
-Vale. Pero justamente lo que te pido es que me expliques: a) qué argumentos podrías darme para que aceptase la fe de que me hablas, y b) por qué tendría que reconocer la autoridad del papa o de los cardenales de tu iglesia a la hora de aceptar o rechazar el valor de sus doctrinas. Pero, además, el problema es algo más complicado, pues si me dieras un argumento sólido acerca de lo que te he pedido, la fe dejaría de ser fe para convertirse en conocimiento, mientras que si no me lo dieras, su aceptación representaría un desprecio de la veracidad y de la razón.
-¡Por favor! ¡No digas barbaridades! Aunque te parezca absurdo, ya sabes que el mérito de la fe consiste en aceptar doctrinas que son incomprensibles para el ser humano. Para pertenecer al número de “los escogidos” debes humillar tu razón como un instrumento que nada representa frente al don de la fe, que Dios envía a aquél que reconozca la insignificancia de su razón frente al carácter inconmensurable de su ser infinito.
-Lo siento mucho. No entiendo tu punto de vista por más que lo intento, pues me parece contradictorio. Por ejemplo, cuando hablas del mérito de aceptar la fe, aparece el siguiente problema: Si en principio lo único con que contamos desde el punto de vista de la búsqueda de la verdad es la razón y la experiencia, ¿por qué debería olvidarme de ellas y aceptar, mediante esa fe de que me hablas, la serie de doctrinas incomprensibles de vuestra religión? ¿No te parece que, si no me das argumentos, no tengo por qué abandonar mi propia racionalidad, por muy insignificante que sea? ¿No te das cuenta de que, además, para abandonar la razón y sustituirla por la fe necesitaría tener una razón? ¿No comprendes que, por ello mismo, la fe seguiría estando subordinada a esa razón, por lo que ésta seguiría siendo infinitamente superior a esa fe a la que tanto valor concedes?
-Mira, no hay otra alternativa. No tienes más opciones que seguir guiándote por la soberbia de tu racionalidad, tan insignificante y tan pobre, o acogerte a la gracia divina de la fe. Tú sabrás lo que haces.
-Te entiendo: La razón o la fe irracional, la comprensión o el dogmatismo y el fanatismo; dirigir mi vida desde mi racionalidad o renunciar a ella para dejar que los dirigentes de vuestra organización la dirijan con sus consignas, misterios, dogmas, mitos y prejuicios absurdos, pues todo eso que colocan en el terreno de la fe. Pero todo eso a lo que llamáis “misterio” es lo que en Lógica llamamos “contradicción”. Y pretender que acepte como verdad todas esas contradicciones o afirmaciones gratuitas es pretender que renuncie a mi razón y me convierta en un borrego sumiso, dispuesto a comulgar con ruedas de molino. Por cierto, una fe de esa clase fue la que propició que en el año 1978 más de 900 personas se suicidasen en Guyana, obedeciendo la invitación de su jefe espiritual, el “reverendo” Jim Jones.
-¡Por favor! ¡Vaya comparación! ¡Ése era un loco! ¡Nuestras doctrinas son la palabra de Dios, revelada en las Sagradas Escrituras! ¡Allá tú si no quieres escucharla!
-Pero, ¿cómo sabes que existe un ser como ése al que llamáis “Dios”?
-Sé que existe porque lo siento dentro de mí, y a partir de ahí sé que Jesús era Dios, y que sus mensajes se encuentran en la Biblia, en la tradición cristiana y en las palabras de los representantes de Jesús en la tierra.
-Entiendo que, si sabes que Dios existe y que es él quien ha trasmitido esos misterios, es natural que creas en ellos. Pero, ¿dispones de algún argumento que demuestre realmente que Dios existe y que ha trasmitido tales misterios?
-Ya te lo he dicho. ¡Tengo la firme creencia de que existe y eso vale para mí más que cualquier demostración! Pero, además, ha habido muchos teólogos y filósofos que han demostrado su existencia!
-Ya veo que hablas de creencias y de demostraciones. ¿Tienes algún inconveniente en que nos centremos primero en unas y luego en las otras?
-Como quieras. No tengo ningún inconveniente.
-Te propongo esto porque, si consideras que hay argumentos que demuestran la existencia de Dios, en ese caso la fe no te haría ninguna falta, ya que, cuando se sabe algo, nadie dice que tiene fe sino que sabe.
-No estoy de acuerdo, pues la fe es otra forma de conocimiento. Pero sigue con tu crítica.
-Pues sigo. Cuando uno cree sin saber, ¿te parece que su fe tiene algún mérito? Te lo pregunto porque, según los dirigentes de tu religión, la fe representa un mérito muy especial, hasta el punto de que llegan a proclamar que “sin la fe no hay salvación”, y eso me parece una barbaridad.
-No entiendo por qué te escandalizas, pues la fe es la virtud más importante del cristianismo. Sin ella todo el mundo andaría desorientado, pero con ella nos sentimos plenamente seguros y por encima de cualquier duda que pretendan plantearnos los no creyentes. Mira si tiene importancia que, como ya sabes, san Pablo escribió: “El hombre alcanza la salvación por la fe” .
-Sí, ya conocía ese punto de vista, pero insisto en que me parece absurdo.
-Ya sé que para los no creyentes el tema de la fe resulta muy oscuro, pero, ¿qué tiene de absurdo?
-Pues en principio podría referirme a dos objeciones esenciales.
-A ver, cuáles son.
-La primera consiste en que, si, como dicen los dirigentes de tu religión, la fe es un don de Dios, parece evidente que nadie tiene mérito ni culpa por tener o no tener esa fe. Y la segunda consiste en que, si, por el contrario, la fe depende de la propia voluntad en cuanto uno se esfuerce en creer, es decir, en asumir como verdad algo que no sabe que lo sea, entonces creer no sólo no tiene mérito alguno, sino que además es contradictorio con el precepto cristiano que prohíbe mentir.
-Analicemos esas críticas. Comencemos por la primera y luego veremos la segunda. ¿Te parece bien?
-Estoy de acuerdo.
-Pues voy a contestar a tu primera objeción. Consideras que si la fe es un don de Dios, entonces tenerla o no tenerla no implica ningún mérito. ¿Es eso lo que dices?
-Sí, en efecto.
-Pues la respuesta a tu objeción es que, aunque es verdad que es Dios quien concede la fe, para conseguirla hay que rezar, pedirla y ser perseverantes. Y eso no es tan fácil como parece. Es en esa predisposición positiva donde radica el mérito.
-Disculpa, pero no entiendo nada. ¿Dices que, si uno no tiene fe, tiene que rezar y pedírsela a Dios?
-Sí, eso es lo que he dicho.
-Pues, sinceramente, me parece que esa doctrina no tiene sentido.
-¿Por qué?
-Pues, muy sencillo. Si uno ya cree en Dios, no necesita pedirle la fe, pero, si no cree previamente en él, ¿cómo podría pedir la fe? ¿No te das cuenta de que para pedir algo a alguien, es necesario creer previamente en la existencia de ese alguien?
-No estoy de acuerdo con tu planteamiento. La cuestión es mucho más compleja y tú la planteas de una manera muy simple. Te equivocas al presentarla así, y por ello te precipitas en tus conclusiones.
-Dime en qué me he equivocado. A ver si es que no he entendido bien tu planteamiento.
-Lo que quiero decir es que tu crítica es muy simplista. Piensa que hay muchos siglos de cristianismo, muchos siglos de fe y de grandes pensadores cristianos que han estudiado a fondo estas cuestiones. ¿Crees que el pensamiento de toda esa serie de teólogos y filósofos no significa nada?
-No he dicho eso. Ya sé que ha habido pensadores cristianos relevantes. Pero una cosa es reconocer su valor histórico y otra muy distinta es considerar que sus doctrinas sean verdaderas. Y, precisamente, respecto a la objeción que estamos debatiendo, considero que tanto Agustín de Tagaste como Tomás de Aquino, dos pensadores cristianos especialmente conocidos, se equivocaron en sus planteamientos.
-Eso será una opinión tuya, pero el pensamiento de estos dos santos es muy valorado por los católicos y por los cristianos en general.
-Sí, ya lo sé, pero lo importante es si sus ideas sobre este tema fueron acertadas o no, al margen de su prestigio en el ámbito cristiano. Por ejemplo, Agustín de Tagaste escribió: “credo ut intelligam” –“creo para entender”-. Eso me parece una barbaridad, pues, si una cosa no la entiendes, por mucho que la creas, seguirás sin entenderla. Si un científico muy famoso de pronto comunicase que había descubierto una vacuna contra todas las enfermedades, es probable que desde ese momento creyeses en sus palabras. Sin embargo, tu creencia no pasaría de ser creencia mientras no comprobases mediante la experiencia que, en efecto, con esa vacuna desaparecían las enfermedades. Sólo entonces tu anterior creencia se convertiría en conocimiento. Pero, del mismo modo que no tendría valor moral alguno creer o no creer en el comunicado del científico del ejemplo, por lo mismo tampoco lo tiene creer o no creer en Dios, y menos todavía a partir de la doctrina de vuestros dirigentes según la cual la fe da Dios.
-Respecto al mérito de creer, tú mismo has hablado de la autoridad de la persona que propone determinadas doctrinas. Y en este sentido no me negarás el valor extraordinario de Jesús, el Hijo de Dios, cuya autoridad se pone de manifiesto tanto por la serie de milagros que hizo como en especial el de su misma vida y resurrección.
-Si Jesús tenía unas cualidades tan asombrosas, tu creencia será una consecuencia natural del conocimiento de tales cualidades. Pero del mismo modo que no veo mérito alguno en creer ni en no creer que un buen médico sea capaz de curar una enfermedad complicada, del mismo modo tampoco lo veo en creer o en no creer que Jesús haya sido un personaje extraordinario en cuanto mi creencia sea una consecuencia de mi conocimiento o desconocimiento previo de los prodigios que supuestamente realizó.
Por otra parte, cuando hablas de milagros, te estás precipitando, pues no sólo no existe ni una sola prueba mínimamente seria relacionada con ellos, sino que, sobre todo, son contradictorios con la omnisciencia y la predeterminación divinas. Además, si la creencia surge por un esfuerzo de la voluntad para sugestionarse de la verdad de lo que se le dice a uno cuando parece increíble y quien lo dice no inspira confianza alguna, ¿qué mérito habría en creerle?
Pero nos estamos desviando del tema. Mi pregunta es muy sencilla: Sólo te pregunto por qué consideráis meritorio tener fe. Pero, ya me contestarás cuando se te ocurra algo.
-¡Necesitas al menos cuatro cursos de Teología para poder dialogar sobre esta cuestión! ¿Cómo quieres que conteste a un planteamiento tan simple?
-¿No será que no tienes respuesta alguna que darme?
-Ni mucho menos. Lo que pasa es que me parece imposible que nos pongamos de acuerdo.
-Bueno, tú sabrás. Pero, ¿quieres que sigamos hablando?
-Como quieras.
-Pues, igual que he criticado antes a Agustín de Tagaste, quería criticar también a Tomás de Aquino. Este teólogo del siglo XIII concedió a la razón una importancia mayor que la que le dio Agustín, hasta el punto de que se sirvió de ella para intentar demostrar la existencia de Dios. Sin embargo, sus conocidas “cinco vías” fueron criticadas muy pronto por Guillermo de Ockham, que indicó que aquellas vías no demostraban nada y que aquella cuestión pertenecía al ámbito de la fe. En fin, ya sabes que posteriormente, en el siglo XVIII Hume y Kant –y posteriormente muchos otros pensadores- volvieron a criticarlas de manera contundente. Pero no es de eso lo que quería hablar ahora. A lo que quería referirme es a la actitud de Tomás de Aquino cuando subordinó la razón a la fe, llegando a proclamar que, si existe una contradicción entre ambas, tal contradicción es una prueba evidente de que es la razón la que ha incurrido en un error. ¡Eso sí que me parece patético! ¡Subordinar la racionalidad a la fe, y a la vez pretender razonar acerca de las razones por las que habría que negar la razón!
-Ten en cuenta que tanto Jesús como luego san Pablo insistieron en la importancia de la fe, y, por ello mismo, santo Tomás entendió que la fe debía ser la guía para evitar que la razón se alejase de la recta comprensión de las doctrinas teológicas. Y, en cuanto al valor de sus demostraciones de la existencia de Dios muchos católicos las siguen considerando válidas.
-Sí. Las vías de Tomás de Aquino será muy válida desde el cristianismo, pero no para la búsqueda de la verdad, pues ésta debe realizarse sin condicionamientos de ningún tipo, ya que, aunque es cierto que uno puede equivocarse en el ejercicio de su racionalidad, no es la fe la que puede corregir tales errores, sino la misma razón volviendo sobre sus pasos para asegurarse de haber realizado deducciones correctas y para corregir aquéllas en que se haya podido equivocar. Por ello la fe, en lugar de ser una ayuda en la búsqueda de la verdad, se convierte en un prejuicio que frena el avance del conocimiento, en cuanto subordina el valor de cualquier razonamiento a que su conclusión esté de acuerdo con ella. Por ello, lo correcto sería actuar de modo contrario al defendido por Tomás de Aquino y considerar que, cuando la razón alcanzase un resultado contradictorio con un dogma de fe, habría que rechazar tal dogma.
-¡Pero, hombre! ¡¿Cómo antepones la razón a la fe?!
-Pues, ¿qué quieres que te diga? Al fin y al cabo lo que te expreso no es tan escandaloso como parece. ¿No te has parado a pensar que el evangelio de Juan comienza con las palabras “en un principio existía la Razón, y la Razón estaba en Dios, y Dios era la Razón” ? Pues, si Dios era la Razón, ¿por qué defender la subordinación de la razón a la fe?
-Pues porque se trata de una razón humana, que es falible, y no divina, que es infalible, mientras que la fe viene de Dios, a través de Jesús y de la autoridad que concedió a sus representantes.
-Estoy de acuerdo en que por ser humanos podemos equivocarnos en el uso de nuestra razón, pero también por ser humanos podemos equivocarnos al establecer nuestras creencias. Pero, cuando dices que “la fe viene de Dios”, incurres de nuevo en un círculo vicioso, ya que, para que tal afirmación tuviera algún sentido, primero tendrías que saber que Dios existe y a continuación tendrías que demostrar que la fe viene de él. Pero, desde el momento en que supieras que Dios existe, sobraría cualquier referencia a la fe, ya que se cree cuando no se sabe, mientras que, cuando algo se sabe, nadie dice “creo que esto es así” sino “sé que esto es así”.
-¿No te parece que exageras en tu exaltación de la razón? Piensa qué sería de tanta gente que necesita creer y de alguien que les oriente en sus creencias.
-Desde luego que a los dirigentes cristianos -y especialmente a los del catolicismo- les viene de perlas que la gente crea en lo que dicen, y así han montado el negocio más fabuloso de la historia. Y es verdad que hay mucha gente con dificultades o con miedo a pensar por sí misma y que tiende a dejar en manos de otros cuestiones relacionadas con problemas vitales, y esa situación la explotan muy bien los dirigentes de la iglesia católica. Pero una cosa es que haya gente que no se atreva o no sepa pensar por sí misma y otra muy distinta es defender que la fe en lo que otro diga deba tener más valor que lo que diga la propia razón.
-¡Cuántas barbaridades hay que oír!
-¡De barbaridades, nada! Yo también he sido cristiano, pero a base de leer, de dialogar y de pensar, finalmente llegué a ver con claridad que todas las religiones sólo son un montaje con el que muchos se aprovechan de la ingenuidad y de la credulidad de la gente, que confía en el primero que les habla aparentando saberlo todo y amenazando con el fuego del Infierno a quien no les crea.
-Por favor, no mezcles los problemas. Dejemos para otro momento el problema del Infierno. Y el hecho de que haya embaucadores en todas partes no tiene por qué llevarte a generalizar.
-Pues bien. ¿Te parece que sigamos dialogando sobre la cuestión anterior?
-Si quieres que sigamos…
-Antes has dicho que la fe cristiana tenía, entre otros fundamentos, los milagros.
-Sí. Eso he dicho.
-Pero además dicen los cristianos que Jesús, que, según cuentan, hizo muchos milagros, era “el hijo de Dios” y que, por lo tanto, también era Dios. ¿Es así?
-Sí. Así es.
-Sin embargo, ¿sabías que apenas hay datos con valor histórico acerca de Jesús?
-Pues sí, conozco un poco esa literatura panfletaria, pero, aunque hubiera algo de cierto en ella, eso sería secundario, ya que la fe y las doctrinas de la iglesia católica suplen las deficiencias que pueda haber en los documentos que hablan de Jesús.
-Tú sabrás... Pero la resurrección de Jesús, tan importante para el cristianismo, y una infinidad de anécdotas que se cuentan en la Biblia no tienen base histórica alguna. Y los mismos evangelios tienen afirmaciones contradictorias entre sí y contradictorias con doctrinas posteriores de la iglesia católica. Todo esto tiene su importancia porque, si además resulta que no existe ninguna prueba rigurosa de la existencia de Dios, los fundamentos del cristianismo quedan reducidos prácticamente a cero, de manera que los cristianos ni siquiera disponéis de una base histórica que os sirva de punto de apoyo para sostener vuestra fe.
-Eso de que lo que dice la Biblia no sea una prueba me parece una afirmación muy atrevida. Una cosa es que a ti no te convenza, y otra, que no sea una prueba. Además, gracias a la tradición bíblica, hay millones de personas que creen en Dios.
-Estoy de acuerdo en que hay mucha gente que acepta la existencia de Dios y que incluso está convencida de poseer una prueba de su existencia, pero sabes que esas “pruebas” en realidad no demuestran nada, sino que sólo sirven para dejar tranquila la mente de quienes no se conforman con reconocer su falta de respuesta para cuestiones como ésa. No hace falta investigar mucho para comprobar que se trata casi siempre de personas que desde la infancia han sido adoctrinadas en las creencias religiosas, dificultándoles que en lo sucesivo puedan pensar por sí mismas y con independencia del lavado de cerebro recibido a lo largo de ese tiempo. ¿Acaso desconoces por qué vuestros dirigentes tienen tanto interés en acaparar la educación de la infancia? ¿Acaso desconoces por qué realizan esa labor de “catequesis”, que no es otra cosa que una pederastia mental, un lavado de cerebro contra las mentes de los niños?
-¡Cuidado con lo que dices! Las intenciones de los dirigentes católicos son buenas, ya que, si creemos que las doctrinas católicas representan el mensaje de Cristo, es natural que nos sintamos en la obligación de trasmitirlo.
-Pero, ¿cómo es posible que seas tan ingenuo y hagas caso de unos dirigentes que viven en palacios, en medio de lujos faraónicos, y que, a pesar de que en teoría deberían ocuparse de los pobres, en realidad siempre han estado junto a los poderosos y sólo piensan en seguir enriqueciéndose y en aumentar su control sobre la sociedad? Además, ¿qué es la enseñanza del catecismo sino un constante martilleo de las mentes infantiles para acostumbrarles a despreciar su inteligencia y a valorar por encima de todo la fe en lo que ellos quieran decirles? Se aprovechan de que a esas edades los niños aceptan cualquier cosa que les digan los mayores en cuanto no han desarrollado su capacidad crítica.
-Tú ves lo que quieres ver, pero la preocupación de la iglesia católica por la infancia es la de evitar que caiga en manos de gente desalmada y encuentren lo antes posible el auténtico modelo de vida y el auténtico camino para su salvación.
-¡Pues vaya modelo de vida les dais!
-Los hombres somos pecadores, pero la iglesia de Cristo es santa.
-Ya… ¿Y qué argumentos proponéis a esos niños para que comprendan dogmas como el del pecado original o el de que el propio Dios tuviera que morir?
-¿Para qué te voy a contestar, si ya sé que no te voy a convencer?
-¿No será más bien que careces de argumentos y que la mayor dificultad para que me convenzas consiste en que no soy un niño? Sabes muy bien que vuestro adoctrinamiento a los niños se basa en reiterar lo mismo infinidad de veces, diciéndoles que deben tener fe en vuestras palabras y en insistirles en que la inteligencia humana es demasiado limitada para comprender los misterios divinos.
-Las doctrinas de la iglesia católica están inspiradas por Dios, y tienen más valor que cualquier argumento que se te pueda ocurrir.
-Te recuerdo que vuelves a incurrir en el círculo vicioso de antes. De nuevo introduces a Dios en tus argumentos sin haber demostrado que exista. ¿Acaso dispones de alguna prueba de su existencia? Aunque sé que, si la tuvieras, ya la habrías expuesto desde que hemos empezado a hablar.
-Creo que no vale la pena que intente exponerte ninguna, pues sé que no te voy a convencer. Así que dejemos ese tema.
-Como quieras. Pero recuerda que nos quedaba otro punto por analizar...
-Se me había olvidado. A ver, ¿cuál era?
-Consistía en la segunda alternativa, la de considerar que la fe fuera una virtud personal por la que se alcanzaba la fe.
-Sí, ya recuerdo. Pues bien, en realidad esforzarse en creer –hacer un “acto de fe”, como decimos los católicos- no es una alternativa a la idea de que la fe sea un don divino sino sólo un complemento: Consiste en estar bien dispuesto y abierto a recibir ese regalo que Dios concede.
- Tampoco aquí consigo entender por qué alguien que tuviera fe debería esforzarse por conseguirla en lugar de esforzarse por alcanzar auténticos conocimientos.
-Tanto Jesús, como san Juan y san Pablo, y muchos otros santos insistieron en la importancia de la fe… ¡Sin ella andaríamos perdidos!
-¿No te des cuenta de que tal actitud sería contraria al precepto moral de no mentir y de que, por ello, en el mejor de los casos no podría implicar mérito alguno sino todo lo contrario?
-No sé por qué, pero tengo la impresión de que hablas movido por el rencor más que por el deseo de encontrar la verdad.
-Reconozco que no simpatizo demasiado con los dirigentes de vuestra organización, pero eso no significa que mis críticas sean viscerales, pues te estoy presentando argumentos de todo lo que critico y tú ni siquiera me contestas. Sigo con mi explicación: Lo que quiero que comprendas es que, en cuanto la fe se entienda como una opción personal, desde la misma moral cristiana debería considerarse inmoral, pues la creencia en los dogmas y misterios indemostrables de la jerarquía católica implica un desprecio a la veracidad, es decir, al mandamiento “no mentirás”, que es incompatible con una valoración positiva de la fe, ya que defender la fe equivale a defender que se acepten como verdad doctrinas cuya verdad se desconoce . Los mismos dirigentes católicos proclaman que tales doctrinas sobrepasan las posibilidades de la razón humana para comprenderlas.
-Pues mira, no sé si es un argumento convincente o no, pero, como te he dicho antes, la fe ayuda a mucha gente a sentirse bien. De hecho, he oído a muchas personas que, en medio de situaciones especialmente graves, suelen decir: “Si no fuera porque tengo fe, esto no podría soportarlo”.
-Eso no es un argumento relacionado con la verdad de esas doctrinas, sino sólo de su posible utilidad, al margen de que sean falsas. En tales casos se trata de personas que, ante el sufrimiento, la muerte y las diversas calamidades de la vida, se acogen a lo que sea con tal de superar la vivencia de los aspectos absurdo de la vida. Necesitan creer que, a pesar de las muchas penalidades, existe un “sentido oculto” para todo, y ahí es donde los dirigentes católicos se aprovechan para ofrecerles su mercancía religiosa, igual que hacen los “adivinos”, “astrólogos”, “videntes” y “quirománticos”, prediciendo el futuro en relación con la salud, el dinero, el amor y dando respuestas alentadoras a todo lo que les quiera preguntar la gente que cae en sus redes.
-¡Pero, hombre! ¡¿Cómo se te ocurre comparar a esos embaucadores de feria con los dirigentes de nuestra iglesia?!
-Te aseguro que apenas encuentro otra diferencia que la del volumen del negocio y la mayor o menor capacidad para el teatro. En ambos casos todo se sustenta en un acto de fe ciega, que, como te he dicho, es un acto de autoengaño. ¡Si al menos hubiera un solo conocimiento que os sirviera como fundamento para los demás…! Pero nada de eso existe. Si te fijas un poco, podrás darte cuenta de que especialmente en el caso de Pablo de Tarso, había ya un interés especial en que la gente aceptase esa absurda doctrina acerca de la importancia de la fe. Y la verdad es que los dirigentes católicos han sabido explotarla hasta llegar a la situación actual, en la que esa organización se ha convertido en la mayor multinacional del planeta.
-¿Entonces tú no crees en Dios?
-Yo podría creer en todo lo que viniese de Dios, pero la condición previa tendría que ser la de saber que Dios existe, y no la de creer que Dios existe. Además tal como veo el mundo, tan lleno de sufrimiento y miseria, eso no es ningún aliciente como para suponer que detrás de él exista un ser omnipotente, bondadoso y providente que busque nuestro bien. De manera que no sólo no conozco ninguna prueba que demuestre la existencia de Dios sino que conozco planteamientos, como los de Hume y de Kant entre otros, que niegan la posibilidad de tal conocimiento. Y, personalmente, estoy convencido además de que el mismo concepto de Dios, entendido como un ser perfecto que crea, que es omnipotente, que premia, castiga, sufre, etc., es simplemente un concepto antropomórfico y contradictorio con la idea de un ser perfecto.
-Tal vez tú no conozcas ninguna prueba de la existencia de Dios, pero nosotros sabemos que existe, tanto por la fe como por la razón. Y a quienes no alcanzan a comprender una verdad tan esencial, les queda la vía de la fe, tan esencial para el catolicismo, de manera que, al afirmar la existencia de Dios mediante la fe, se realiza un acto trascendental, que luego permite tener la seguridad de que Dios existe, sin necesidad de más pruebas.
-Sin embargo y como ya te he dicho antes, la fe es un acto de afirmación que uno se hace a sí mismo acerca de algo que desconoce, y por ello, es un acto contra de la veracidad y, en consecuencia, contra la norma de la moral que prohíbe mentir. ¿Cómo podrías responder a esta crítica.
-¡Pero, hombre! ¿Cómo podría ser inmoral una virtud que nos acerca a Dios?
-Pues lo es. Para entenderlo sólo tienes que pensar un poco lo que acabo de decirte: Si la fe consiste en el esfuerzo por creer como verdad algo que ignoras que lo sea, ¿no significa esa actitud un autoengaño, incluso desde la imposible hipótesis de que Dios existiera?
-Mira, ¡se trata de una vivencia tan profunda que tengo la más absoluta seguridad de que ha sido el propio Dios quien me la ha enviado y de que, por ello mismo, Dios existe!
-Vale. No dudo de que estés convencido de lo que me dices. Pero tú mismo hablas de “vivencia”. ¿Qué demuestran las vivencias? Sólo muestran los propios estados subjetivos, pero no que tales estados se correspondan con verdades ajenas a la propia subjetividad, pues para eso es necesario una demostración. Y, por eso, afirmar tus creencias como si fueran conocimientos es atentar contra el precepto de ser veraz, el cual exige que sólo afirmes las proposiciones que sepas que son verdaderas, pero que no asumas como verdadero aquello que simplemente creas sin justificación objetiva suficiente.
-Pero mi creencia, al margen de si tiene una justificación objetiva plena, tiene fundamentos muy sólidos, relacionados con múltiples documentos y con muchos siglos de tradición.
-Sabes que los documentos en que te basas son contradictorios en muchas ocasiones y que los escritos que hablan de Jesús se escribieron bastantes años después de cuando se supone que murió. Además, la humanidad está llena de iluminados, que se sienten en comunicación con Dios o con los extraterrestres o con los muertos, y de sinvergüenzas que viven de engañar al prójimo.
-¡No hagas esas absurdas comparaciones! ¡¿Cómo puedes pensar que nuestra iglesia tenga algo que ver con esa gente? ¡Nosotros llevamos el mensaje de Cristo!
-No te alteres. Pareces convencido de lo que me dices, pero yo te digo lo que pienso de muchos de los dirigentes de vuestra organización… Pero no nos desviemos del tema.
-Vale, sigamos. Respecto al valor de la fe quería que tuvieras en cuenta el punto de vista de un filósofo al que tú mismo te has referido. Me refiero a Kant. Supongo que sabes muy bien que este filósofo consideró que el conocimiento debía ser complementado por la fe y por eso escribió: “Me ha sido necesario suprimir el saber para dejar sitio a la fe”. Esa actitud representa una clara humillación de la razón frente al don inefable de la fe, que Dios envía a todo aquel que reconozca la miseria de su razón frente al carácter inabarcable de sus misterios. A ver, ¿qué respondes a eso?
-Tus palabras son elocuentes en la forma, pero están vacías de contenido. Veamos: Respecto a esa frase de Kant, sólo demuestra que este filósofo, por su educación protestante, creía en Dios y, por eso, aunque criticó muy acertadamente la Metafísica en general y la Teología racional en particular, luego trató de recuperarlo recurriendo a la “primacía de la razón práctica”, es decir, a una Teología basada en la moral absoluta que él defendió, dejando un hueco para la fe . Así que esa frase fue realmente desacertada. En su lugar, lo único que hubiera podido decir de manera veraz habría sido: “Me ha sido necesario negar el saber de la Metafísica y aceptar mi ignorancia respecto a tales cuestiones”. Y, por cierto, en la práctica esta actitud más veraz es la que se adopta en cualquier libro de Física o de ciencia: No existe capítulo ni párrafo alguno dedicado a hablar de Dios. Pero además, al margen del aparente problema de si Dios existe o no, ¿no sería sorprendente que ese Dios se hubiera encaprichado en que creyéramos en él en lugar de darse a conocer directamente?
-¿Y a ti no te parece una actitud muy soberbia la de pretender indicarle a Dios cómo debe actuar?
-De nuevo incurres en tu error de antes: Das como un hecho la existencia de Dios sin haberla demostrado.
-¿Y qué me dices de los milagros? ¿Acaso no significan nada ?
-He oído hablar de milagros, pero la verdad es que no he sido testigo de ninguno, y además, he oído hablar de ellos en todas las religiones que conozco. Así que con ese argumento tendría que aceptarlas todas, incluso las que dicen que la vuestra es falsa. ¿No te has dado cuenta de que los supuestos milagros sólo demostrarían que la sabiduría divina no era ilimitada, al poner en evidencia que o bien Dios se equivocó cuando desde la eternidad tenía predeterminado todo lo que por su voluntad iba a suceder o bien se equivoca cuando corrige sus designios “con milagros” que no encajaban con aquellos planes?
-¡Qué sabrás tú de los planes divinos! ¿Entonces te parece que los milagros de Lourdes o los de Fátima son falsos? ¿No te das cuenta de que la grandiosidad de estos lugares sería incomprensible si no fuera consecuencia de los milagros que la Virgen ha realizado en quienes acuden a ella con auténtica fe? ¿Por qué crees que tantos millones de personas siguen acudiendo a estos lugares?
-Sí. Ya sé que Lourdes está siempre muy concurrido y que se habla de que allí ocurren milagros de vez en cuando. Pero, sinceramente, esos milagros o lo que sea llegan a repugnarme: ¿Por qué la Virgen se iba a preocupar de ayudar a un paralítico con dinero suficiente para viajar a Lourdes y no de los miles de niños que cada día mueren de hambre? ¿Por qué para obtener los favores de la Virgen habría que acudir a Lourdes en lugar de poder conseguirlos en cualquier punto de la tierra?
-Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios o a la Virgen de los motivos de sus actos? Te falta humildad y te sobra osadía. Si comprendieses la absoluta libertad de la voluntad divina, no hablarías tan pretenciosamente.
-Yo trato simplemente de comprender. Los pretenciosos son los dirigentes de vuestra organización, que se creen –o eso dicen- en comunicación directa con ese Dios del que hablas. En último término pretendes resolver todos los problemas recurriendo a la fe, pero ¿no te das cuenta de que incluso para abandonar la razón necesitaría de una razón y que, por ello, la aceptación de la fe seguiría estando subordinada a la razón?
-Ya sé que desde tu adorado racionalismo te resulta difícil dar un solo paso en dirección a la fe, pero recuerda aquella frase de Pascal: “El corazón tiene sus razones, acerca de las cuales la razón no entiende” . Lo que quiso decir es que en este tipo de cuestiones las explicaciones racionales son insuficientes, pero que hay motivos que uno mismo desconoce y que le conducen creer sin saber por qué.
-Yo no pondría ninguna objeción a las creencias espontáneas y no forzadas, pues tienen causas inconscientes, pero también involuntarias, a diferencia de las creencias relacionadas con la fe, que vuestros dirigentes pretenden que la gente se esfuerce en aceptar de manera voluntaria. Por eso, cuando Pascal habla de las “razones del corazón”, podría estar acertado en cuanto se refiriese a “causas inconscientes” y a “creencias espontáneas”. Pero, en cualquier caso, sus palabras habrían sido más exactas cambiándolas por otras de estilo freudiano, como podrían ser: “el inconsciente tiene sus motivos, acerca de los cuales la conciencia apenas sabe nada”. Ahora bien, si Pascal se estaba refiriendo al deseo o a la necesidad subjetiva de creer en Dios, Nietzsche le habría replicado certeramente: “El hambre no demuestra que exista un alimento para satisfacerla”.
-Dale la interpretación que quieras, pero está claro que esas “razones del corazón” influyen en las creencias de una manera muy importante y que, en definitiva, la fe tiene carácter racional.
-De acuerdo. Se puede hablar de razones o, mejor, de motivos que influyen en las creencias. Pero, aun así, no se supera el dilema que antes he señalado, pues, si dices que la fe es racional, en tal caso se debe poder convertir en conocimiento, dejando de ser fe; pero, si no se puede convertir en conocimiento, tu afirmación no tiene sentido y, de hecho, en ningún momento se ha razonado un solo dogma de fe.
-Pues mira lo que te digo, incluso desde una posición que negase el carácter racional de las verdades de fe, el mismo Pascal es conocido por su famosa apuesta, según la cual, aceptando que no se pudiera demostrar ni la existencia ni la no existencia de Dios, la mejor opción sería la de creer que Dios existía, pues en el caso de que no existiera, nada se perdía, mientras que, si existía, la ganancia era infinita.
-¡Vaya punto de vista más patético el de considerar que la creencia o la afirmación de algo que se desconoce pudiera reportar una ganancia tan especial! ¡Sería algo así como jugar a la lotería o a la ruleta, pero con todas las garantías: Si Dios existe y creo en él, entonces gano; pero si no existe y creo en él, nada pierdo. Confunde el creer con el querer. Me decepciona este pensador con un argumento tan infantil y ridículo.
-Ya te he dicho que desde Jesucristo la fe es fundamental como luz y como guía. Pero fíjate además en un detalle que se me había pasado antes: La iglesia católica no dice que la fe sea racional sino que es razonable.
-¿Y qué diferencia hay? ¿No comprendes que esa diferencia es sólo de términos? ¿No te das cuenta de que lo razonable sólo lo es si es racional? ¿Qué sentido tendría decir de algo que sea razonable pero no racional?
-Mira, yo considero bueno tratar de razonarlo todo, pero en bastantes ocasiones la razón humana y la experiencia son incapaces de orientarnos en cuestiones realmente serias, y en tales ocasiones es cuando uno siente la necesidad de acogerse a la seguridad que da la fe.
-No estoy de acuerdo, pues, aunque se sienta la necesidad de comprender mejor la realidad, la fe no me da esa comprensión, ya que por mucho que me empeñe en creer, no por eso entenderé ni más ni menos. Si alguien prefiere engañarse con todos vuestros misterios, dogmas, prejuicios y mentiras, pues allá él, pero personalmente, cuando desconozco la explicación de un problema, prefiero reconocer mi ignorancia y, si puedo, seguir investigando.
-¡Eres un caso perdido! No entiendo cómo puedes ser tan orgulloso. ¿Qué te cuesta aceptar la fe de Cristo y conseguir así la salvación de su alma?
-¡Por favor! Es muy grave lo que estoy oyendo: ¿Quieres decir que la famosa “redención” de Cristo depende ahora de que tenga fe? Pues mira lo que te digo: Con sus “verdades de fe” los dirigentes católicos no pretenden otra cosa que alcanzar objetivos como: 1) Presentarse a sí mismos como portadores de un mensaje misterioso, pero necesario para la obtención de la “eterna salvación”; 2) aparentar ante la gente que están en contacto con un Dios que les informa de sus mensajes y doctrinas para que las prediquen a los hombres; y 3) protegerse de cualquier crítica contraria a sus doctrinas a partir de su supuesta autoridad sobre los fieles de su iglesia, pues, cuando tales contenidos puedan ser racionalmente criticables, la mejor forma de mantener su autoridad es recurrir a la fe y a la autoridad divina, de la que supuestamente ellos serían sus emisarios, como si Dios, en el caso de que existiera, no hubiera podido comunicarse directamente con cada uno de los seres humanos. Además, si advierten más adelante que les conviene corregir alguna doctrina en cuanto la Ciencia ponga de manifiesto su falsedad, en tal caso tratarán de amoldarse a las evidencias científicas, y se excusarán diciendo que la anterior doctrina se había interpretado mal, o que se trataba de una metáfora, o mediante cualquier otra explicación que les permita seguir afirmando dogmáticamente lo que les convenga.
En definitiva, ¿qué autoridad podrían tener los dirigentes católicos para exigir que se tuviera fe en sus absurdos dogmas? En cuanto la fe y la religión en general van ligados al fanatismo y a la intolerancia, habría que concienciar a la sociedad de la conveniencia de desenmascarar a quienes, después de tantos siglos de fraudes y de asesinatos, siguen manipulando a niños y jóvenes para que reemplacen en sus filas a quienes, gracias a la fuerza de la cultura y de la racionalidad, se han ido liberando de sus garras.
-¡Eres un loco endemoniado! ¡Es imposible hablar contigo! ¡Déjame en paz y vete al Infierno!

3. La fe desde el punto de vista de Nietzsche.
En relación con el Cristianismo y como consecuencia con su alta valoración de la veracidad, Nietzsche criticó la actitud de quienes, renunciando a la búsqueda de la verdad, se refugiaban bajo la bandera de las creencias religiosas y defendían la prioridad de la fe, de carácter irracional, sobre la veracidad crítica. El ataque de Nietzsche se dirige especialmente contra la tradición cristiana en la que sus más destacados representantes habían defendido el valor de la fe como camino alternativo, más perfecto y valioso para acceder a la verdad. Respecto a esta cuestión Nietzsche se pronuncia con su oposición más tajante en muy diversas ocasiones y desde perspectivas convergentes, que vienen a coincidir en el rechazo más radical del valor de la fe, proclamando, por ello, que la fe
“es la mentira a toda costa”
y también que
“las convicciones son enemigas de la verdad, más poderosas que las mentiras” .
Una de tales perspectivas es la que centra su mirada en la actitud fanática de quienes defienden sus convicciones como si realmente fuera un deber la defensa perpe-tua de aquello que una vez pudo parecer verdadero. Frente a este proceder, Nietzsche defiende el derecho a “traicionar” las propias creencias, el derecho de los “los espíritus libres” a someter continuamente a crítica intelectual y a revisión las más profundas y vitales convicciones. Critica, pues, el hecho de que hasta el momento actual
“dejarse arrebatar las creencias equivalía quizá a poner en riesgo la salvación eterna”
y que
“cuando las razones contrarias se mostraban muy fuertes, siempre había el recurso de calumniar a la razón y acudir al ‘credo quia absurdum’, bandera del extremo fanatismo” .
Y, por ello, afirma el derecho inalienable a la constante revisión intelectual de cualquier teoría o creencia, al tomar conciencia del carácter falible de la propia subjetividad. Se plantea, por ello, la siguiente cuestión:
“¿Estamos obligados a ser fieles a nuestros errores, aún sabiendo que con esta fidelidad dañamos nuestro yo superior? No, no hay tal ley, no hay tal obligación; debemos ser traidores, abandonar siempre nuestro ideal” .
desde el mismo instante en que tomemos conciencia de que se trataba de un ideal equivocado. Complementariamente, ataca la postura de quienes utilizan como argumento para defender sus creencias la sangre derramada por los mártires de dichas creencias; afirma efectivamente en El Anticristo:
“Que los mártires demuestran la verdad de una causa es una creencia tan falsa que me inclino a creer que jamás mártir alguno ha tenido que ver con la verdad [...] Los martirios [...] han sido una gran desgracia en la historia, pues seducían [...] ‘Sin embargo, la sangre es el peor testigo de la verdad’ ” .
Complementariamente y de manera generalizada, afirma que
“la moral cristiana es la forma más maligna de voluntad de mentira” .
Tratando de explicar el fenómeno de la fe, Nietzsche lo atribuye, en La gaya ciencia, a una especie de enfermedad de la voluntad, por la cual
“cuanto menos se es capaz de mandar, tanto más afanosamente se anhela a quien mande autoritariamente, ya sea un dios, un príncipe, un médico, un confesor, un dogma o una conciencia partidaria” .
La actitud intelectual del débil de voluntad significa que ante
“un artículo de fe, así esté refutado mil veces, si lo necesita, creerá siempre de nuevo que es verdadero” .
Nietzsche se asombra y lamenta que incluso hombres de una categoría intelectual tan extraordinaria como Pascal hayan sucumbido a esa perturbación intelectual que viene significada por
“esa fe de Pascal que se parece de una manera horrible a un suicidio permanente de la razón” .
En contraposición con esa debilidad de la voluntad sitúa su defensa del espíritu libre, concepto que hace referencia al hombre que en ningún caso se siente definitivamente ligado ante ideología alguna, sino que vive “únicamente para el conocimiento” y se caracteriza, en su búsqueda de la verdad, por el rigor más absoluto, por su disposición intelectual permanente para rechazar una opinión desde el preciso instante en que se le manifieste como falsa, y, en este mismo sentido,
“por la voluntad incondicional de decir no, allí donde el no es peligroso” .
Pasando a polemizar más directamente en contra del cristianismo y, en especial, en contra de la doctrina que considera la fe como requisito indispensable para la salvación, pone en evidencia lo absurdo de esta teoría comparando las supuestas relaciones de Dios con los hombres y las de un carcelero con sus presos, a través del siguiente diálogo:
“Una mañana los presos salieron al patio de trabajo; el carcelero estaba ausente [...] Entonces uno de ellos salió de las filas y dijo a voces: ‘Trabajad si queréis, y si no queréis, no trabajéis: es igual. El carcelero ha descubierto vuestros manejos y os va a castigar terriblemente. Ya le conocéis; es duro y rencoroso. Pero escuchad lo que os voy a decir: no me conocéis; yo no soy lo que parezco. Yo soy el hijo del carcelero, y tengo un poder absoluto sobre él. Puedo salvaros, y voy a salvaros. Pero entendedlo bien, no salvaré más que a aquellos de vosotros que crean que yo soy el hijo del carcelero. ¡Que los otros recojan el fruto de su incredulidad!” “Pues bien, dijo tras una corta pausa uno de los presos más jóvenes-: ¿qué importancia tiene para ti que creamos o que no creamos? Si eres verdaderamente el hijo del carcelero y puedes hacer lo que dices, intercede en nuestro favor y harás verdaderamente una buena obra; ¡pero deja esos discursos sobre la fe y la incredulidad!’” .
En relación con esta metáfora es evidente que en distintos pasajes de la Biblia hay múltiples textos en los que se aprecia esta valoración tan fundamental de la fe. Así, por ejemplo, el evangelio de San Juan afirma en este sentido:
“es necesario que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él alcance la vida eterna. Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en él no perezca, sino alcance la vida eterna” ,
y
“en verdad, en verdad os digo, el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida” ;
del mismo modo en su Epístola a los Romanos proclama Pablo de Tarso:
“si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” .
Posteriormente, el cristianismo, a través de muchas de sus más ilustres figuras (san Agustín, Lutero, Pascal, Kierkegaard, etc.), ha venido insistiendo en estos mismos planteamientos.
En estos planteamientos es asombrosamente ingenuo que se condicione la salvación a la fe, no sólo porque la fe implica cerrar los ojos al auténtico conocimiento sino también porque, como puede comprobarse en estos últimos pasajes, tal condicionamiento defiende la fe no por su propio valor, sino por ser un medio para obtener la eterna salvación, lo cual, utilizando la terminología kantiana, equivale a presentar la relación entre fe y salvación como un imperativo hipotético: Si quieres alcanzar la salvación, debes tener fe, planteamiento que, como el propio Kant indica, no puede tener carácter moral a causa de su carácter interesado. Y, por ello mismo, resulta paradójico que desde la perspectiva de Pablo de Tarso la fe –y no las obras- sea la llave de la salvación.

miércoles, 4 de mayo de 2011

4.5. La defensa del capitalismo y de la esclavitud y… de la fraternidad universal en el catolicismo.
“Esclavos, obedeced a vuestros amos terrenos […] como si de Cristo se tratara”
Pablo de Tarso

Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía


A pesar de que es posible que Jesús defendiera la igualdad de los hombres, en la Biblia se considera la esclavitud como una institución perfectamente acorde con la voluntad de Dios, hasta el punto de que en ella el propio Dios, en lugar de oponerse a tal institución, señala a su pueblo cómo deben ser sus relaciones con los esclavos. Por su parte, la organización católica, a lo largo de los siglos ha apoyado la esclavitud y también a las clases poderosas (reyes, nobleza, clase capitalista) hasta convertirse ella misma en la primera multinacional del mundo con un poder político de primer orden, olvidándose hipócritamente de los pobres y de las clases más desfavorecidas.

1. En el Antiguo Testamento la esclavitud fue aceptada como una institución natural y son muchas las ocasiones en que se hace referencia a los siervos o esclavos, como sucede, por ejemplo, cuando Sara, no pudiendo tener hijos, le propuso a Abraham que se acostase con su esclava Agar para así darle descendencia. Igualmente en relación con Noé se cuenta:
“Cuando Noé se despertó de su borrachera, se enteró de lo que había hecho su hijo menor, y dijo:
-¡Maldito sea Canaán [= hijo de Cam]! Sea para sus hermanos el último de sus esclavos” ;
En otros muchos lugares de la Biblia, “palabra de Dios” -según los dirigentes católicos-, se sigue hablando de la esclavitud como de una institución perfectamente natural de la que el propio Dios de Israel o algún personaje destacado llega a hablar con la mayor ingenuidad como si se tratase de una institución compatible con principios como el de la fraternidad de los hombres. En este sentido puede hacerse referencia a pasajes como el siguiente:
“El Señor dijo a Moisés y a Aarón: […]
-El esclavo que hayas comprado y haya sido circuncidado […] puede comer [el cordero pascual]” ,
palabras divinas (?) que expresan de modo implícito pero indudable la aceptación de tal institución y que sólo indican en qué condiciones se debe permitir al esclavo comer el cordero pascual.
Hay además otros pasajes bíblicos que tienen especial interés porque en ellos se afirma de modo explícito que el esclavo es propiedad de su señor, como una simple cosa a la que se puede incluso llegar a matar sin mayores consecuencias para su dueño, por lo menos en el caso de que el esclavo o la esclava no muera en el acto, “porque son propiedad suya”:
“El que mate a palos en el acto a su esclavo o a su esclava, será severamente castigado. Pero no será castigado si sobrevive un día o dos, porque son propiedad suya” .
La defensa de la esclavitud aparece a lo largo de toda la Biblia, pero en los tiempos antiguos debió de existir un sentimiento de unidad del pueblo hebreo especialmente intenso que debió de influir en que, a pesar de que los sacerdotes tratasen de conservar tal institución, la rechazaban para aquellos esclavos que fueran de origen judío. Así se indica en un texto de Jeremías, en el que se habla de un contrato entre el profeta y el rey Sedecías, según el cual
“todo israelita debía liberar a sus esclavos o esclavas hebreas, para que ningún judío fuera en adelante esclavo de un hermano suyo” .
Tal contrato pudo ser sancionado y bendecido por los sacerdotes judíos porque les beneficiaba directamente, por los esclavos que ellos mismos poseían, e indirectamente, porque así se ganaban el respeto de los poderosos que poseían esclavos y que, antes que renunciar a ellos, se habrían enfrentado a la clase sacerdotal. La defensa de la esclavitud aparece unida al bíblico racismo judío cuando Moisés comunica a su pueblo que podían comprar esclavos en las “naciones vecinas” -lo cual, por otra parte, no excluyó que los judíos pudieran tener esclavos igualmente judíos-. En este sentido se dice:
“[El Señor dijo a Moisés en el monte Sinaí] Los siervos y las siervas que tengas, serán de las naciones que os rodean; de ellos podréis adquirir siervos y siervas. También podréis comprarlos entre los hijos de los huéspedes que residen en medio de vosotros, y de sus familias que viven entre vosotros, es decir, de los nacidos en vuestra tierra. Esos pueden ser vuestra propiedad, y los dejaréis en herencia a vuestros hijos después de vosotros como propiedad perpetua. A éstos los podréis tener como siervos; pero si se trata de vuestros hermanos, los israelitas, tú, como entre hermanos, no le mandarás con tiranía” .
Posiblemente en estos momentos los sacerdotes y profetas judíos debieron de llegar a la conclusión de que les daría mayor autoridad entre su pueblo la exigencia de que ningún judío tomase o conservase como esclavo a otro judío.
Sin embargo, esta pretensión fue desapareciendo progresivamente, hasta el punto de que en otro texto de Éxodo, perteneciente al parecer al siglo IV a. C., se acepta que los judíos puedan tener esclavos igualmente judíos quizá por desconfianza hacia los esclavos procedentes de otros pueblos:
- [El señor dijo a Moisés:] “Si compras un esclavo hebreo, te servirá durante seis años, pero el séptimo quedará libre sin pagar nada […] Pero si el esclavo declara formalmente que prefiere a su amo […] y que no quiere la manumisión, entonces su amo […] le perforará la oreja con un punzón; y será esclavo suyo para siempre” .
En relación con esta cuestión tiene un especial interés resaltar el hecho de que tanto en Éxodo como en Deuteronomio, lugares en donde aparecen enumerados los mandamientos presentados por Moisés, solamente se mencionen nueve, pues el que actualmente aparece como el noveno –“no desearás la mujer de tu prójimo”-, en la Biblia forma unidad con el que en la actualidad aparece como el décimo, en cuanto, habiendo considerado que tanto la mujer como el esclavo eran simples propiedades del hombre, no tenía sentido descomponer el noveno mandamiento, que hacía referencia a la prohibición de codiciar los bienes o propiedades ajenos, en dos, uno de los cuales haría referencia a la prohibición de desear la mujer del prójimo, y otro se referiría a la prohibición de codiciar el resto de los bienes del prójimo, pues tanto la mujer como el esclavo y el resto de cosas eran simples propiedades. Y efectivamente, el noveno y último mandamiento decía:
“No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su siervo, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo que le pertenezca” ,
Así que, si posteriormente este mandamiento se descompuso en dos, los actuales noveno y décimo, posiblemente el motivo de tal disociación pudo ser el de tratar de que pasara al olvido aquella valoración denigrante de la mujer, que aparece en la Biblia, aunque no la del esclavo, del que, como más adelante se verá, Pablo de Tarso, cuyos escritos también forman parte de la Biblia católica, y personajes importantes de la organización cristiana, como el propio Aurelio Agustín, llegaron a escribir favora-blemente respecto a tal institución.
1.1. En relación con esta cuestión, merece una mención especial la obra de José, uno de los hijos de Jacob, que habiendo alcanzado el cargo de primer ministro del faraón de Egipto, consiguió, con sus dotes de capitalista usurero sin escrúpulos, reducir a toda la población egipcia a la condición de esclavos del faraón, tal como se muestra de modo admirativo en el siguiente pasaje bíblico que no tiene desperdicio como ejemplo asombroso del funcionamiento de la acumulación capitalista desde el punto de vista de la usura y del comercio:
“José acabó acumulando todo el dinero que había en Egipto y Canaán a cambio del trigo que le compraban, y lo iba depositando en la casa del faraón. Agotado el dinero en Egipto y Canaán, todos los egipcios acudieron a José, diciéndole:
-Danos pan; ¿vas a permitir que muramos, porque se nos ha terminado el dinero?
José les dijo:
-Si se os ha acabado ya el dinero, dadme vuestros ganados y a cambio os daré trigo.
Trajeron a José sus ganados, y José les dio alimentos a cambio de caballos, ovejas […] Pasado aquel año, vinieron a decirle:
-A nuestro señor no se le oculta que se nos ha acabado el dinero; también el ganado es ya de nuestro señor; sólo nos queda por darle nuestro cuerpo y nuestras tierras […] Cómpranos a nosotros y a nuestras tierras a cambio de pan. Seremos esclavos del faraón nosotros y nuestras tierras, pero danos simiente para que podamos vivir y no muramos […]
Así adquirió José para el faraón todas las tierras de Egipto […] y así el país pasó a ser propiedad del faraón. De este modo el faraón redujo a servidumbre [=esclavitud] a todo el pueblo del uno al otro confín de Egipto [con la excepción de las tierras de los sacerdotes] .
¿Qué opinión debió de merecer el hombre que redujo a esclavitud a casi todos los egipcios? En el libro de la Sabiduría se menciona a José considerándolo como modelo de hombre justo y proclamando que Dios le otorgó una gloria eterna . Y en Eclesiástico se declara que “no nació hombre semejante a José” , viéndolo igualmente como un hombre digno de ser admirado. Estas consideraciones pueden ayudar a entender que para el pueblo judío la esclavitud era algo perfectamente natural y mucho más tratándose de esclavos pertenecientes a otros pueblos.
En relación con el valor que los dirigentes católicos deben conceder a este pasaje hay que señalar que, en cuanto consideran que la Biblia en su conjunto está inspirada por Dios, lo mismo debe afirmarse de cualquiera de sus pasajes en particular. Y, efectivamente, el catecismo de los dirigentes católicos afirma de modo explícito:
"La santa Madre Iglesia […] reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia" .
Al mismo tiempo tiene interés observar la naturalidad y admiración que provocó en los escritores bíblicos la salvaje y despiadada usura de que se sirvió José para arruinar al pueblo judío a fin de enriquecer servilmente al faraón. Y, por ello mismo, tiene interés igualmente observar cómo, a lo largo de su historia la organización católica –como luego se verá- no ha hecho otra cosa que seguir el ejemplo de José por lo que se refiere a su compulsiva obsesión por acumular riquezas a costa de quien sea y por medio de cualquier procedimiento, mientras a su alrededor cada año millones de hombres, mujeres y niños mueren en medio de la más absoluta miseria.

2. Sin embargo y según los textos evangélicos la actitud de Jesús fue muy distinta a la de José, criticando duramente a los ricos y diciendo de ellos:
- “Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios” ;
- “¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!” ;
- “Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios” .
Por ello y como consecuencia lógica de esta actitud de Jesús así como de su defensa de los pobres y de la idea de la fraternidad universal, en los primeros años después de su muerte sus primeros discípulos vivieron en un régimen de auténtica fraternidad comunista en la que no había ricos ni pobres entre la primera comunidad cristiana en la que todo se compartía, según se cuenta en el escrito, atribuido a Lucas, Hechos de los apóstoles, en el que se dice con absoluta claridad:
-“Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno” ;
-“No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas las vendían, llevaban el precio de lo vendido, lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” .

3. Sin embargo y a pesar de la claridad de estas doctrinas evangélicas, esa vida comunista de los primeros cristianos desapareció muy pronto, pues Pablo de Tarso, auténtico fundador y propulsor del Cristianismo, se puso descaradamente del lado de los ricos, de manera que en lugar de enfrentarse a ellos, como había hecho Jesús, se convirtió en su cómplice y aliado, proclamando que Dios les había otorgado sus riquezas para que las disfrutasen –o “disfrutásemos”-, aunque les pedía hipócritamente que procurasen no ser orgullosos:
“A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean orgullosos, ni pongan su esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que nos provee de todos los bienes en abundancia para que disfrutemos de ellos” .
Al mismo tiempo y por escandaloso que pueda parecer, Pablo de Tarso, en línea con su defensa de los ricos, defendió igualmente la esclavitud de modo astuto e interesado, como una institución derivada de la voluntad de Dios, tal como puede comprobarse acudiendo a sus cartas, en las que exhorta a los esclavos a que cumplan con devoción y humildad las órdenes de sus señores en cuanto representan al propio Dios, según señala cuando escribe:
“¿Eras esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes. E incluso, aunque pudieras hacerte libre, harías bien en aprovechar tu condición de esclavo […] Que cada cual, hermanos, continúe ante Dios en el estado que tenía al ser llamado” .
En este pasaje Pablo de Tarso plantea la posibilidad de optar o no por la libertad al incorporarse a la organización cristiana, pero considera mejor
“que cada cual […] continúe ante Dios en el estado que tenía al ser llamado”,
lo cual no sólo representa evidentemente una actitud de transigencia y de freno ante cualquier intento de rebelión contra una institución tan injusta y contraria a los principios de Jesús, sino un auténtico apoyo a dicha institución, lo cual llevaba implícita una oferta de colaboración con las clases poderosas del imperio romano, la oferta según la cual el cristianismo no iba a representar ningún peligro contra las clases poderosas del imperio romano sino una ayuda extraordinaria mediante la cual podrían controlar mejor a esos esclavos, argumentándoles que su situación se debía a la voluntad de Dios, tal como se indica en el siguiente pasaje:
“Esclavos, obedeced a vuestros amos terrenos con profundo respeto y con sencillez de corazón, como si de Cristo se tratara. No con una sencillez aparente que busca sólo el agrado a los hombres, sino como siervos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios” .
En efecto, en este segundo pasaje Pablo declara de forma ya totalmente explícita que hay que tratar a los señores ¡“como si de Cristo se tratara”!, y que los esclavos deben comportarse “como siervos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios”. Es decir, la esclavitud aparece ya como una institución sagrada establecida por “voluntad de Dios”, a la que los esclavos deben someterse “con profundo respeto y con sencillez de corazón”.
En esta misma línea ideológica continúa escribiendo:
“Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de la tierra; no con una sujeción aparente, que sólo busca agradar a los hombres, sino con sencillez de corazón, como quien honra al Señor” .
Este tercer pasaje representa una confirmación del valor de las palabras del anterior y en él se exhorta a los esclavos a “obedecer en todo a vuestros amos de la tierra” comparándolos con “el Señor”, es decir, el propio Dios, comparación muy halagadora para los amos o señores, que además suponía una fuerte y astuta tentación de Pablo para lograr que el emperador, la nobleza romana y las clases poderosas en general no temieran a la nueva religión, sino que, por el contrario, vieran en ella una aliada que justificaba en el propio Dios la existencia de la esclavitud y la obligación moral de los esclavos de obedecer a sus amos “como quien honra al Señor”.
En este mismo sentido Pablo vuelve a insistir en esta idea cuando escribe:
“Todos los que están bajo el yugo de la esclavitud, consideren que sus propios amos son dignos de todo respeto […] Los que tengan amos creyentes, no les falten la debida consideración con el pretexto de que son hermanos en la fe; al contrario, sírvanles mejor, puesto que son creyentes, amados de Dios, los que reciben sus servicios” .
La novedad de este último pasaje consiste en que ya no sólo se habla de cristianos esclavos de señores no cristianos, sino de cristianos esclavos de otros cristianos, de forma que no sólo se defiende la idea de que el esclavo debe conformarse con su estado y obedecer a su señor sino también la idea de que el cristiano puede ser señor y dueño de esclavos, con la conciencia bien tranquila, a pesar de que tratar a alguien como esclavo consiste en considerarle como un simple objeto con el que se puede hacer cualquier cosa.
Conviene recordar, por otra parte, que las ideas de Pablo de Tarso no eran una innovación absoluta en la ideología cristiana sino que, como se ha podido ver, se correspondían, si no con el mensaje de Jesús, sí con la doctrina del Antiguo Testamento que de modo natural defendió la esclavitud en todo momento.

4. La defensa de la esclavitud por parte de los dirigentes católicos fue permanente durante todo el tiempo. De hecho a lo largo de la Edad Media una gran parte de la población europea tenía el status de siervo –otra forma de nombrar al esclavo- frente a los señores feudales, mientras la organización cristiana bendecía las estructuras políticas feudales mediante las que se mantenía al pueblo llano en la miseria más absoluta. En los siglos VXI, XVII y XVIII la conquista de América significó el resurgimiento más duro de la esclavitud tanto en relación con los negros como en relación con la población autóctona americana. Posteriormente la industrialización dio lugar a la aparición del proletariado, una nueva denominación de los esclavos en la sociedad capitalista. Sin embargo, de acuerdo con los fundamentos del catolicismo, los jefes de la organización católica justificaron en muchos casos y mantuvieron silencio en casi todos respecto a la nueva forma de esclavitud representada por el proletariado, que de nuevo tendría su justificación última en aquella “voluntad divina” de que había hablado Pablo de Tarso.
Y, por ello, aunque apenas hace un siglo que los dirigentes católicos se han atrevido a evolucionar hacia una teórica condena de la esclavitud, lo han hecho a remolque y con posterioridad al hecho de que la propia sociedad política y civil lo hiciera, pero sin tomar partido por la clase proletaria sino, por el contrario, poniéndose siempre al lado del capitalista, con quien comparte unos mismos intereses. Por ello mismo, no fue nada extraño que todavía en la Alemania de Hitler los dirigentes católicos llegaran a tener entre seis mil y siete mil “trabajadores forzosos”, es decir “esclavos”.
Por otra parte, la actitud de complicidad de los jefes de la organización cristiana con los ricos, iniciada con Pablo de Tarso, transformó su organización en un inmenso negocio que, adaptándose a todo tipo de circunstancias políticas y sociales, se fue enriqueciendo progresivamente hasta convertirse en la mayor multinacional “del espíritu” –y de lo que no es el espíritu-, incomparablemente más rica que cualquier otra de cualquier tipo, dedicada a la venta fantástica de parcelas de Cielo, mediante sus amenazas de excomunión, sus guerras “religiosas”, sus cruzadas, su alianza con las monarquías absolutas y con las clases política y económicamente poderosas en todos los momentos de la Historia, su constante confabulación sin escrúpulos con los gobiernos tiránicos de cualquier signo con tal que le proporcionasen suculentas ganancias económicas y le despejasen el camino para seguir adoctrinando al pueblo. Un instrumento especialmente sanguinario, utilizado por los jefes de la organización católica para conseguir sus objetivos, fue el de su Santa Inquisición, cruelmente opresora y sanguinaria, que fue utilizada por la jerarquía católica para mantener su poder, pisoteando la libertad de pensamiento y expresión de quienes, pretendiendo usar libremente su razón, pudieran criticar sus doctrinas, socavando así los fundamentos ideológicos de su fuerza política y económica. Los tiempos en los que la jerarquía católica ha tenido mayor poder político han sido a la vez los más escandalosos y sanguinarios en el funcionamiento de esta institución, que cometió innumerables asesinatos. A lo largo de la Edad Media y hasta ya entrado el siglo XIX, la Inquisición fue el mayor y más cruel instrumento de control de la jerarquía católica sobre los pueblos de Europa, conspirando contra la libertad y la justicia.
En los últimos siglos, la jerarquía católica ha seguido siendo la aliada constante de los poderes económicos y políticos del capitalismo y de la mayor parte de las dictaduras del planeta, sin otras excepciones que las de los países con dictaduras contrarias a la religión católica, de manera que, en el año 1949, el papa Pío XII excomulgó a los católicos afiliados al Partido Comunista, pero no realizó ninguna condena similar respecto a los afiliados al partido Partido Nazi, a pesar de la monstruosa barbarie con que actuó a lo largo de la segunda guerra mundial, sino que, por el contrario y como todo el mundo puede comprobar incluso con el testimonio de abundantes archivos fotográficos, muchos obispos y cardenales fraternizaron con el régimen nazi, con el fascismo, con la vergonzosa “cruzada nacional” –según la bautizó el cardenal Gomá- del general Franco, y con los criminales gobiernos golpistas sudamericanos.
Y en los últimos años la actitud de los jefes de la organización católica no se ha ceñido a la de conformarse con ser la multinacional más poderosa y rica del mundo y la más firme aliada de la plutocracia planetaria actual, sino que además ha condenado abiertamente a quienes, como los Teólogos de la Liberación, han tratado de adoptar una postura más próxima a la de Jesús, en defensa de los pobres y de los oprimidos, despreciando y pisoteando la doctrina de aquél en cuyo nombre decían predicar, doctrina según la cual:
“No podéis servir a Dios y al dinero” .