La
inconsistencia de la oración y de los milagros
Antonio García
Ninet
Doctor
en Filosofía
Los
dirigentes de la Iglesia Católica se contradicen cuando defienden que la oración puede modificar los planes y decisiones
de Dios, previamente establecidos de acuerdo con su supuesta sabiduría,
inmutabilidad, providencia y perfección infinitas.
La
jerarquía católica afirma que Dios es inmutable y omnisciente, y, como
consecuencia, que desde la eternidad ha predeterminado de modo infalible todos
los sucesos del Universo y, entre ellos, los actos humanos. Por otra parte, afirma
igualmente el valor de la oración a Dios, a la virgen María y a cualquiera de
los llamados santos para conseguir por su mediación determinados favores que el
hombre les implore.
Esta segunda doctrina, la que se relaciona con la
importancia de la oración, es especialmente importante para el funcionamiento
de la organización católica, pues todas las ceremonias, misas, comuniones, novenas,
rosarios, viacrucis, espectáculos, procesiones, entierros, bautizos, rogativas,
bodas y demás ceremonias de los dirigentes católicos van ligados a diversas oraciones
por las que se ruega a Dios –a la Virgen o a cualquier santo- que realice
-o intercedan a Dios para que realice- determinada acción en nuestro beneficio
particular o en aquello que cada uno juzga como su beneficio particular, al
margen de que encaje o no con los planes eternos de la supuesta providencia
divina. El mismo jefe de la jerarquía católica se asoma todos los días a un
balcón de la basílica de San Pedro en el Vaticano para el rezo del “Angelus” y,
en otras ocasiones, para rezar por los enfermos, por los difuntos, por los
heridos, por la paz del mundo, por la solución de determinados problemas… Y, de
ese modo, resulta evidente que la actividad relacionada con las oraciones tiene una importancia esencial
y definitiva como justificación de existencia
de la iglesia católica o la de cualquier religión en general.
CRÍTICA:
Sin
embargo y aunque a primera vista pueda parecer que este punto de vista acerca
de las diversas oraciones y ruegos a Dios tenga sentido, conviene hacerse la
siguiente pregunta: ¿Tiene algún sentido la oración? Si la doctrina de la predeterminación
divina, defendida ya en el Antiguo
Testamento, fuera válida, entonces es evidente que la oración
no tendría sentido alguno en cuanto ya todo estaría programado por Dios desde
la eternidad, de manera que rezar implicaría pedirle a Dios que se olvidase de
sus planes para realizar aquello que se le pidiese mediante las oraciones. Pero,
si la oración tuviera sentido, entonces lo que sería evidente es que la acción
divina no estaría necesariamente predeterminada por Dios, el cual no
sería inmutable en sus decisiones sino que estaría sometido a
variaciones de criterio como consecuencia de la presión que las peticiones
humanas ejercieran sobre él a la hora de aceptarlas o rechazarlas.
Pero, en definitiva, lo más importante del asunto es
que estas doctrinas son contradictorias entre sí.
Como consecuencia de su antropomorfismo la
jerarquía católica –al igual que la de la práctica totalidad de religiones- considera
que las oraciones humanas pueden modificar las decisiones de su
divinidad, negando de modo implícito la inmutabilidad, la sabiduría, la
providencia y la perfección de su Dios, cualidades que, por otra parte,
proclaman como dogmas de fe.
Al margen de su carácter contradictorio, esta
doctrina tiene una importancia primordial para el enriquecimiento económico
de la organización católica en cuanto de este modo y mediante las diversas
ceremonias y rituales “mágicos” relacionados con las diversas oraciones y las
correspondientes tarifas económicas establecidas en relación con muchas de ellas,
la jerarquía católica recauda una ingente cantidad de dinero. Mediante estas
oraciones y rituales se ruega a Dios por la salvación de las almas de los
difuntos, por las víctimas de un terremoto, por los combatientes de un bando de
una guerra, por los combatientes del otro, por la victoria de un bando en esa
guerra, por la victoria del otro, por la paz del mundo, por el buen
funcionamiento de los tanques y aviones de guerra, por el Papa, por Franco, por
Hitler, por el rey, por el alma de un familiar, por los pobres del mundo para
que soporten su situación con cristiana resignación, por los ricos para que
agradezcan a Dios sus riquezas y para pedirle que las incremente, por que Dios
nos libre de las sequías, por que nos libre de los diluvios, por librarnos de
cualquier plaga, por librarnos de una enfermedad, por habernos salvado de morir
en un accidente, por no habernos librado pero para que nos conceda la eterna
salvación, para que nos toque la lotería, por haber hecho que nos tocase, por
el perdón de nuestros pecados, por el perdón de los pecados ajenos, por la
conversión de los judíos, por la conversión de Rusia, por el milagro de
curarnos de una enfermedad curable o incurable, por agradecerle el aumento de
nuestro patrimonio obtenido mediante la explotación del prójimo, para
agradecerle lo bien que vivimos en “el primer mundo” mientras una tercera parte
de la población mundial sufre y muere en medio de la más absoluta miseria…
En definitiva, la oración se convierte de
este modo en el núcleo fundamental de casi todas las ceremonias religiosas y en
lo que da sentido a la asistencia de los fieles al recinto religioso en donde
las oraciones parecen llegar mejor a su destino, hasta el punto de que sin
ellas esos mismos locales –las iglesias- dejarían de tener sentido.
La jerarquía católica, al fomentar esta doctrina,
tan imprescindible para su funcionamiento y para la prosperidad de su negocio,
parece olvidar que Dios, siendo infinitamente bueno, omnipotente y omnisciente,
no necesitaría que nadie, a través de sus oraciones, tratase de recordarle lo
que tiene que hacer ni tratase de influir en él pidiéndole que cambiase sus
planes, realizando acciones contrarias a sus designios eternos.
Aunque puede parecer natural que uno recurra a Dios
cuando se encuentra ante una dificultad frente a la cual se siente impotente,
esa actitud es incongruente con las doctrinas religiosas acerca de Dios,
quien, en cuanto fuera omnipotente, omnisciente e infinitamente bueno, haría
siempre lo mejor por lo que no tendría sentido pedirle que lo hiciera.
Es más, en el fondo de esta cuestión existe una
especie de dilema que conduce a una contradicción la cual sólo se resolvería
con la desaparición de cualquier forma de oración que implicase una petición
a Dios, fuera del tipo que fuese.
En efecto, el núcleo del problema se encuentra en el
siguiente dilema:
-Cuando uno hace una petición a Dios o bien le pide
que realice lo mejor, o bien le pide que realice algo que no es lo
mejor.
-La primera parte de la alternativa o bien implicaría
una especie de desconfianza consciente o inconsciente hacia Dios, por
suponer que sólo hará lo mejor si uno se lo pide y no porque sea infinitamente
bueno, o bien implicaría cierta ignorancia en asuntos de
“Teología” por desconocer que Dios siempre hace lo mejor y que, en
consecuencia, no tiene sentido pedirle que lo realice, ya que el hecho de que haga
lo mejor no puede ser consecuencia de la oración sino de la absoluta perfección
divina.
A lo largo de su historia más remota, la humanidad
ha creado una imagen antropomórfica de los dioses o del Dios de las religiones
monoteístas, de manera que del mismo modo que ha considerado natural pedir
favores a los poderosos con la confianza de que las súplicas y manifestaciones
de respeto y sumisión podrán influir en una predisposición más favorable
respecto a sus peticiones, así también llega a creer que la mejor o peor
predisposición de Dios depende igualmente de las súplicas y oraciones mediante
las cuales le manifieste su adoración y su fidelidad, y no son consecuencia exclusiva
de su sabiduría y de su bondad infinitas.
-Por otro lado, la segunda parte de la alternativa
implicaría la absurda pretensión de tentar a Dios, al rogarle que dejase
de hacer lo mejor en un sentido absoluto para hacer lo que uno valorase
como lo mejor para él.
A la objeción según la cual, aunque Dios realice
siempre lo mejor, desea que el hombre se lo pida, se responde indicando que es absurdo
pedir lo que de antemano se sabe que necesariamente se ha de producir por ser
lo mejor y por depender de Dios, que sólo actúa de acuerdo con este principio.
Además, suponer que Dios desea que el hombre le pida cualquier cosa
presupone de nuevo esa interpretación antropomórfica de Dios, pues, si
Dios fuera perfecto, sería una equivocación suponer en él la existencia de deseos,
ya que sólo quien carece de algo puede desearlo, pero por definición un ser
perfecto de nada carece y, por ello, nada desea.
Quizá alguien pudiera objetar que sería el hecho de
pedirle algo a Dios lo que convertiría esa petición en algo bueno. Pero ya en
el siglo XIV Guillermo de Ockam señaló que la bondad de cualquier realidad
estaba subordinada a la omnipotencia divina; y, en consecuencia, que Dios había
establecido los distintos valores no porque fueran buenos en sí mismos, sino
que eran buenos porque Él así lo había establecido, de manera que no existía
nada que fuera bueno en sí mismo de forma que sirviera de guía a la que se sometieran
las decisiones divinas, pues en tal caso Dios dejaría de ser omnipotente por
estar subordinadas sus decisiones a ese supuesto bien absoluto que estaría por
encima de su propio poder en cuanto debería servirle de guía.
Esta situación se presenta como mayormente absurda
en cuanto la bondad o maldad de cualquier acción divina dependiera de que el
hombre la pidiese a Dios, en lugar de que su bondad o maldad dependiera de la
propia divinidad, tal como consideraba Ockham. Tomando, pues, como referencia
estas observaciones, si se hace depender el bien de una acción del hecho
de que el hombre la pida, en ese caso se estaría negando la omnipotencia
de Dios al subordinar su voluntad a un principio ajeno al de su supuesta voluntad
omnipotente. Además, aceptando ese planteamiento, uno podría pedir a Dios que
matase a todos sus enemigos; pero no parece que tal petición se pudiera convertir
en buena por el mero hecho de pedirla. Por lo tanto, parece claro que el
criterio de bondad de cualquier acción o de cualquier fin que uno se proponga
debería encontrarse en la propia voluntad divina.
En definitiva, toda esa tradición relacionada con
las distintas modalidades de la oración tiene un componente esencial y
exclusivamente antropomórfico por el que se tiende a ver a Dios como un
ser cuya voluntad puede ser comprada o modificada mediante suplicas,
sacrificios, ayunos, gestos de sumisión y obediencia, etc. Y, en este sentido,
habría que considerar la oración
–entendida como petición- como
una ofensa a Dios, pues o bien supondría una desconfianza en que Dios fuera a hacer lo mejor si no se le pidiese
que lo hiciera, o bien una pretensión de tentar
a Dios, pero, en cualquier caso, no tendría sentido verla como un acto
piadoso.
En definitiva, en cuanto la mayor parte del ritual
cristiano gira en torno a la oración y en cuanto la oración sería
una ofensa a Dios, en esta misma medida el conjunto de rituales y
ceremonias establecidos por la jerarquía de la secta católica carece de sentido:
Así sucede no sólo con las diversas ceremonias relacionadas con lo
anteriormente señalado, como especialmente la Misa, sino también con las
distintas oraciones prefabricadas, como el Padre nuestro, el Ave
María, la Salve, la Letanía, el Rosario, el Vía
Crucis, el Réquiem, y todas las ceremonias cuya esencia se relaciona
siempre con peticiones y ruegos a Dios.
Eliminada la oración del ritual religioso,
¿qué sentido podría tener acudir a las iglesias? ¿Qué se le podría decir a Dios
que él no supiese? ¿Habría que acercarse a la Iglesia para agradecer a
Dios sus favores? Pero a Dios no le supondría ningún esfuerzo ni dificultad el
hacerlos; además, si los hiciera, no sería porque el hombre se lo pidiese sino
porque serían una manifestación de la perfección divina, según la cual actuaría
siempre, tanto cuando pareciese que beneficiaba al hombre como cuando pareciese
que le perjudicaba.
En definitiva, Dios haría siempre lo mejor y no
podría hacer otra cosa porque su perfección le llevaría a querer sólo mejor, y,
por ello, en el mejor de los casos la oración carecería de sentido.
Aceptando esta crítica, alguien podría argumentar
que la oración podría ser un medio para sentir más intensamente la unión con
Dios, venciendo así el sentimiento de soledad que en ocasiones acompaña al
hombre y adquiriendo una conciencia renovada de la presencia de Dios y de su
constante protección. Sin embargo, desde el momento en que uno tratase de
ponerse “en contacto con Dios”, sólo estaría demostrando su desconfianza respecto
a su constante omnipresencia y esa conducta sólo sería una muestra de debilidad,
por lo que no podría significar un mérito de ninguna clase.
Por ello, si a la Iglesia no la guiasen intereses
económicos, como los que comprobamos en los grandes montajes del Vaticano,
de Lourdes, de Fátima y de tantos otros lugares de peregrinación y de negocios
montados en torno a la esperanza en los milagros de María y de muchos otros
objetos de devoción, debería prohibir o eliminar la oración. Pero, claro
está, eso implicaría su suicidio como organización económica, que es lo que
esencialmente es, pues la existencia de los ambiciosos intereses económicos de
la jerarquía católica, cuya economía se sustenta en la ingenua credulidad de la
mayoría de los católicos de base, es el obstáculo más importante para la
superación de este antropomorfismo criticado ya por Platón mucho antes de la
aparición del Cristianismo.
2.
Un aspecto complementario de la anterior contradicción
es el que se relaciona con la supuesta existencia de milagros, entendidos como
modificaciones de los planes eternos de
Dios, como si de pronto Dios descubriese que se había equivocado en ellos,
lo cual estaría en contradicción con su supuesta sabiduría infinita.
Esta doctrina –al igual que la del punto anterior-
contradice la supuesta omnisciencia divina por la cual los planes de Dios, al
ser perfectos e inmutables, no pueden ser modificados como consecuencia de
peticiones humanas que le hicieran variar de opinión. Sin embargo, desde hace
ya muchos siglos la jerarquía católica ha encontrado en esta creencia otra
forma de diversificar sus inmensos negocios, inculcando en los fieles la idea
de que Dios realiza milagros, alterando el funcionamiento de las leyes naturales, emanadas
de sus teóricas leyes eternas.
Como ya se ha dicho, la misma crítica dirigida en
contra del valor de la oración vale igualmente para los milagros en cuanto son
contradictorios con la supuesta sabiduría y poder infinitos del Dios católico.
En efecto, quienes creen en los milagros parece que no tienen en cuenta la predeterminación
divina, aspecto de la omnipotencia divina según el cual, de acuerdo con su
poder y sabiduría infinita, Dios ha establecido todos y cada uno de los sucesos
que se producirán en el Universo a lo largo de cada instante “hasta la
consumación de los siglos”.
La creencia en los milagros sólo se explica a partir
del antropomorfismo de suponer que, de pronto y a última hora Dios, de
manera directa o por la mediación de su “madre” o de alguno de los considerados
“santos”, cambia sus planes eternos y los rectifica para resolver un
asunto particular que, al parecer, no previó cuando desde la eternidad
“predeterminó” el desenvolvimiento de todos y cada uno de los sucesos. Esta
doctrina supondría el absurdo de considerar que o bien Dios se equivocó al
establecer sus designios eternos, o bien se equivoca ahora cuando los modifica,
atendiendo a las súplicas de los hombres o dejándose llevar de la compasión,
como si anteriormente no la hubiera tenido en cuenta. Ambas partes del dilema
contradicen la idea de la absoluta perfección divina y, por ello, son
evidentemente falsas.
Por otra parte, resulta sarcástico y de un egoísmo
ciego y ridículo llegar a creer que Dios o la Virgen o cualquier santo puedan
estar pendientes del reuma o de la parálisis de alguien, con tal que tenga
suficiente dinero como para ir a peregrinar a Lourdes, y considerar al mismo
tiempo perfectamente natural que se olviden de los muchos miles de niños que
cada día mueren de hambre en medio de la más absoluta miseria, niños que
habrían sido olvidados por Dios y por la Virgen por no haber podido viajar a
Lourdes o a cualquier otro santuario “taumatúrgico” para ser escuchados
adecuadamente, como si estos lugares tuvieran la exclusiva de las
telecomunicaciones con Dios, María o el resto de los “santos”.
Un aspecto curioso y a la vez asombroso de esta cuestión
es que, según la Biblia, ¡inspirada
por el Espíritu Santo!, en ella se cuenten, como si se tratase de lo más
natural del mundo, no sólo los milagros o prodigios de Yahvé –como, por
ejemplo, los de las famosas plagas de Egipto-, sino también los prodigios
producidos por los sacerdotes egipcios, que fueron capaces, al igual que Aarón,
de lanzar sus bastones al suelo y hacer que se convirtieran en serpientes, al
margen de que la serpiente de Aarón fuera más fuerte y se comiera a la de los
sacerdotes egipcios:
“los
magos de Egipto hicieron lo mismo con sus encantamientos: tiró cada uno su
bastón, y también se convirtieron en serpientes, pero el cayado de Aarón devoró
los bastones de los magos”[1].
Lo mismo sucedió con la primera plaga, la de la
conversión del agua en sangre, y con la segunda, la de la invasión de las
ranas, que los sacerdotes egipcios lograron igualar[2], aunque
más adelante la magia de los sacerdotes egipcios ya no pudo llegar más lejos, a
diferencia de la de Moisés y Aarón, que se sostenía en el poder de Yahvé, muy
superior al de los dioses vecinos.
Sin embargo, a los dirigentes católicos les interesa
pasar por alto estas contradicciones de las que es más que probable que sean
conscientes, tratando más bien de fomentar la creencia en tales fenómenos por diversos
motivos como, en primer lugar, por los suculentos beneficios económicos que
consigue en la serie de “santuarios” –como los de Lourdes y Fátima- repartidos
por gran parte del planeta, que se convierten en lugares de “turismo religioso”
en los que, aunque no se produzcan los milagros solicitados, sí se produce el
milagro económico consistente en la creación y desarrollo de boyantes
comercios, dentro y fuera de los correspondientes “santuarios”, y los
correspondientes ingresos económicos para los dirigentes católicos. Y, en
segundo lugar, porque la histeria colectiva que va asociada a la aglomeración en
esos lugares de fieles que comparten las mismas creencias tiene un efecto
multiplicador en el crecimiento de su fanatismo, y tal situación les lleva a creer
más firmemente en la verdad de sus doctrinas, lo cual, aunque sea un error
absurdo, contribuye al crecimiento del gran negocio de la secta, que es la que
se enriquece y disfruta de los beneficios obtenidos en las ceremonias teatrales
que organiza en tales lugares en espera de los correspondientes “milagros”, los
cuales sólo son un espejismo derivado de un adecuado montaje, relacionado
igualmente con una histeria colectiva que, efectivamente, puede provocar, en tales
circunstancias, que un paralítico pueda llegar a andar aunque su manifestación histérica
reaparezca luego en otra parte del cuerpo.
Como anécdota ilustrativa en relación con los
supuestos milagros y apariciones sobrenaturales, en la localidad valenciana de
Alzira, el “vidente” Ángel Muñoz consiguió convencer a un puñado de gente
sencilla de que cada mes se le aparecía la Virgen del Rosario en el Racó de
les Vinyes para trasmitirle mensajes similares a los de las niñas de
Fátima. Las limosnas de esta gente le permitieron “ganar” (?) dinero suficiente
como para comprar una casa, que convirtió en “convento”, y seis apartamentos en
la playa de Gandía, convenciendo a sus devotos de que todos los meses se le
aparecía la Virgen.
Engaños similares se han producido en diversos
lugares de España, como en El Palmar de Troya (Sevilla) o como en el Escorial
(Madrid), donde la Virgen “se aparecía” a una señora, Amparo Cuevas, y donde
los captados por esta persona han formado una agrupación religiosa que obliga a
sus adeptos a donar su patrimonio a la organización y a vivir en sus
residencias y alejados de sus familias.
El resultado obtenido por estos “iluminados” es
similar al obtenido en Lourdes, con la diferencia de que el negocio de Lourdes tiene
una historia más larga y por ello mismo está mucho mejor organizado. Y, al haber
sido reconocido por los altos dirigentes de la secta católica como lugar santo
de auténtica aparición de la Virgen, ha llegado a un nivel muy alto de
prosperidad económica, mientras que estos otros lugares pueden prosperar, según
como enfoquen su negocio, o llegar a ser denunciados o “desautorizados” por los
mismos dirigentes de la secta católica en el caso de que pretendan actuar por
libre, sin estar integrados en su organización.
Si alguien dudase de la falsedad de los supuestos
milagros, podría reflexionar en el hecho de que, aunque en ocasiones se ha
hablado de un paralítico que en Lourdes ha recuperado la movilidad de sus
piernas, o de ciegos con ojos que recuperan la visión o de enfermos que se
curan, resulta muy llamativo que nunca se haya mencionado que a un cojo le
hayan crecido un par de piernas; o que a un ciego sin ojos haya conseguido el
milagro de obtenerlos junto con la visión correspondiente, o de difuntos que,
después de diez años de haber sido enterrados, hayan resucitado. Si hechos de
este tipo se produjeran, serían realmente asombrosos y, por ello, deberían ser objeto
de un estudio serio para tratar de descifrar sus causas, y, al menos mientras
la ciencia no encontrase una explicación de tales sucesos aparentemente
inexplicables, sería más disculpable que se los considerase como “milagros”.
Pero en cualquier caso y como apuntaba D. Hume, sólo hay que creer en un milagro
cuando el hecho que pretendamos explicar sea por sí mismo más milagroso que el
propio milagro.
Por otra parte, resulta curioso como simple anécdota
relacionada con la auténtica finalidad de estos “lugares milagrosos” recordar
que –al menos hasta hace sólo unos pocos años- a la entrada al recinto del
santuario de Lourdes había un letrero que decía en varios idiomas: “Prohibido
mendigar”. Es sarcástico, pero muy sintomático, que en el mismo lugar al que la
gente acude para “mendigar” a María un milagro se haya llegado a prohibir
mendigar una simple limosna. La explicación de esta prohibición parece
consistir, por una parte, en que el dinero que se dé a los pobres es dinero que
deja de darse a la secta católica, que sí mendiga limosnas o incluso pagos estipulados
por cualquier tipo de gracia que se pretenda conseguir de María mediante
oraciones y ceremonias. Y, por otra, un segundo motivo importante de tal
prohibición, tan contradictoria con los teóricos fines de la secta católica, es
que la presencia incontrolada de gente que vive en medio del hambre y de la
miseria crearía un ambiente “demasiado lastimoso”, y visualmente incompatible
con la adecuada parafernalia teatral de la que se espera el auténtico milagro
de Lourdes, consistente en los suculentos beneficios económicos que obtienen
tanto la secta católica como la ingente cantidad de comercios e industrias
montados en torno a las visiones de unas niñas posiblemente mal alimentadas,
pero suficientemente adoctrinadas.
Al margen de la contradicción señalada, no dejaría
de ser asombroso y ciertamente paradójico y escandaloso que María, la que,
según el evangelio atribuido a Lucas, tuvo a su hijo en un pesebre, se
preocupase especialmente de los problemas de quienes al menos tienen dinero
suficiente para realizar el viaje a su santuario, y no de la gente que malvive
y muere de hambre, tanto si se trata de los pobres que no tienen dinero para
acceder a ese lugar como si se trata de quienes ni siquiera lo tienen para
alimentarse. Así que parece que el auténtico milagro de tales lugares
consiste de manera especial en las fabulosas ganancias económicas que obtiene la secta católica y en
los boyantes negocios que se crean en tales lugares, relacionados con el
“turismo religioso”, con la venta de recuerdos, medallas, imágenes y estampas,
y con la creación de establecimientos hoteleros y demás negocios ligados a las
visitas a esos “santos lugares”.