miércoles, 23 de enero de 2013


La contradicción por la cual, 
a pesar de la redención de Jesús, 
sin la fe no hay salvación.

A fin de analizar con mayor detenimiento la transformación radical que sufre el concepto de salvación en el Nuevo Testamento, tiene especial interés observar cómo este cambio va acompañado de un auge esencial en la valoración de la fe, hasta el punto de que Pablo de Tarso llega a afirmar:
“El hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”[1].
La doctrina que exalta el valor de la fe como condición necesaria y suficiente para la salvación se remonta al pasado más remoto del Cristianismo, de forma que ya en el evangelio de Juan se afirma:
-“en verdad, en verdad os digo, el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida”[2], y
-“...es necesario que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él alcance la vida eterna. Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en él no perezca, sino alcance la vida eterna”[3],
Comentario: En esta última cita la idea de “salvación” está implícitamente contenida en la de “conseguir la vida eterna”, lo cual, como ya se ha dicho, no tiene nada que ver con la idea de “salvación” del Antiguo Testamento, que se refería a la liberación política-militar del pueblo de Israel respecto a los diversos pueblos por quienes fue sometido a lo largo de su historia.
La referencia al “Hijo del hombre”, nombre ya utilizado en Daniel de modo  misterioso, como si se tratase de algo muy especial a pesar de que todo somos “hijos del hombre y de la mujer”, se dirige aquí a Jesús, y la idea de que debe ser “levantado en alto” se refiere evidentemente a su crucifixión, al sacrificio de Jesús en la cruz, ese sacrificio para el que no estaba demasiado dispuesto cuando en el evangelio atribuido a Lucas Jesús trata de impedir que lo detengan ordenando a sus discípulos que compren espadas para defenderse de quienes iban a prenderle[4], un sacrificio del que ya se ha comentado su carácter absolutamente innecesario en cuanto Dios hubiera podido perdonar directamente –si es que había algo que perdonar-, sin necesidad de nada más que de su misericordia infinita. Pero la Ley del Talión, esa ley que el propio Jesús quiso sustituir por la del perdón y la del amor, exigía de modo paradójico ese sacrificio: Había habido un ofensa, luego debía haber la reparación correspondiente.   
Quien alcance la salvación por la fe, ese vivirá[5].
Comentario: Aquí nos encontramos ya con un pasaje de Pablo de Tarso, “el apóstol de los gentiles”, que no llegó a conocer a Jesús, y cuya postura se caracteriza por su defensa de la fe como vía de salvación espiritual de los hombres en general –y no sólo de los judíos, como había opinado Pedro teniendo en cuenta la tradición judía que consideraba a Yahvé como el Dios que había elegido a Israel como su pueblo, a pesar de que en diversos libros del Antiguo Testamento ya se comenzaba a dar a Yahvé el valor de un Dios superior a todos los demás dioses[6] y finalmente a verlo como Dios único[7].
a) “[Nosotros] alcanzaremos la salvación si creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación”[8],
b) “el hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”[9].
Comentario: Se trata de textos similares al anterior, pero que tienen la importante particularidad de que en el texto a se afirma la doctrina de la redención, según la cual Jesús murió por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra salvación, lo cual, como ya se ha dicho, representa la máxima aplicación de la Ley del Talión que el propio Jesús quiso superar, mientras que el texto b defiende de manera explícita la nula importancia del cumplimiento de la ley si falta la fe: Sólo la fe salva. Pero, como a continuación se explica, esta última doctrina hay que matizarla, pues, a pesar de su apariencia, no significa una valoración exclusiva de la fe dejando a un lado el cumplimiento de la ley. Pablo considera que la fe podría no ir acompañada del amor, pero insiste en que la fe sólo tiene valor cuando tiene sus repercusiones en la conducta de cada uno y tales repercusiones son las que se relacionan con el amor:
“lo que vale es la fe que actúa por medio del amor”[10].
Por eso y en relación con esta cuestión puntualiza en otro momento que podría haber fe sin amor, pero que sólo la fe, unida al amor, es condición necesaria y suficiente para la salvación:
“aunque mi fe fuese tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve”[11].
El significado del amor que debe ir unido a la fe es precisamente aquél del que deben emanar las obras correspondientes, las cuales ya no se realizan por la simple consideración de la obligación de su cumplimiento material sino porque emanan del amor que a su vez va ligado a la fe:
“el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, los preceptos no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro que pueda existir, se resumen en éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo[12].
En esta misma carta -y en el conjunto de su correspondencia- defiende esta doctrina cuando proclama:
“El hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”[13],
o cuando dice
 “si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”[14].
Respecto a estas palabras, comparándolas con los planteamientos de la posterior “teología católica”[15], tiene interés reflejar la contradicción de que mientras Pablo de Tarso y quienes escribieron los evangelios presentan la fe como una opción personal libre a la que uno podría adherirse o alejarse voluntariamente, la postura oficial de la jerarquía católica considera de modo dogmático que la fe, como “virtud teologal”, es un don gratuito que Dios concede a quien quiere y que, por lo tanto, no depende de una opción personal libremente elegida.
Cuando se objeta a los defensores de esta última interpretación que uno no sería responsable de que Dios le hubiera concedido o no la fe, se le suele responder o bien que Dios da la fe a todos y que es responsabilidad de uno mismo el recibirla o rechazarla, o bien que, si no tiene fe, debe pedirla a Dios. Con la primera respuesta consiguen intranquilizar a personas mentalmente débiles que fácilmente llegan a sentirse culpables de su falta de fe en lugar de tomar conciencia de que no tienen por qué asumir ni afirmar como verdad nada que no sepan que lo sea; y, con la segunda, consiguen convencer a personas igualmente manipulables y propensas al sentimiento de culpa, las cuales parecen no reparar en que para pedir la fe en Dios, antes haría falta creer ya en la existencia de ese Dios a quien van a pedirle la fe, y evidentemente en tal planteamiento existiría un círculo vicioso.
Esta perspectiva, además, está en contradicción con la doctrina de la jerarquía católica, que entiende la fe como un don del propio Dios, pero de hecho es la defendida en los evangelios y de manera especial en las cartas de Pablo de Tarso.
En este mismo sentido se presentan a continuación algunos otros pasajes del Nuevo Testamento que defienden esta misma relación entre fe y salvación:
a) “El que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios”[16];
b) “Convertíos y creed en el evangelio”[17].
c) “Y el Señor dijo:
    -Si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, diríais a esta morera: “Arráncate y trasplántate al mar”, y os obedecería”[18].
d) “Sabemos, sin embargo, que Dios salva al hombre, no por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en Jesucristo. Así que nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley. En efecto, por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación”[19].
Entre estas citas, aunque todas hacen hincapié en la idea de que la fe depende de una opción personal, tiene especial interés la última, la de Pablo de Tarso, en cuanto de manera explícita presenta la fe desde ese mismo punto de vista, consecuencia de una capacidad de autosugestión, relacionada con una finalidad interesada y por ello, como diría Kant, de carácter no moral, que impulsa a abrazar la fe “para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo”.
Evidentemente el punto de vista de Pablo de Tarso -o de los dirigentes católicos y protestantes- es un absurdo total, al defender que el hecho de creer sea un mérito para la salvación o para cualquier otra cosa, puesto que en realidad sería un pecado contra la propia moral cristiana en favor de la veracidad, ya que la fe, en ese sentido de actitud personal de esfuerzo por creer como verdadero en algo respecto a lo cual no se sabe que lo sea, representa una actitud contraria a la veracidad.  
Por otra parte, decir, como Pablo,
“si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido”[20],
nos llevaría a tener que demostrar que, en efecto, Cristo había resucitado. Pero, además, mientras que sería una paradoja absurda pretender fundamentar la fe en la resurrección de Cristo en el conocimiento de que Cristo hubiera resucitado, lo cual implicaría que la fe dejaría de ser fe para ser conocimiento, sería igualmente absurdo que se concediese a la fe un mérito especial por ser aceptada de modo ciego e irracional, y, por ello, si la propia resurrección de Cristo tuviese que ser objeto de fe, en tal caso la pretensión de Pablo de Tarso de fundamentar la fe a partir de una fe anterior en la resurrección de Cristo sería simplemente absurda –y nada meritoria- por incurrir en un círculo vicioso y por basarse, en último término, en la afirmación dogmática de un supuesto hecho cuya verdad se desconocía.
En resumen, creer en la verdad de algo que sabemos que es verdad no parece tener mérito alguno, pues es una actitud espontánea que ni siquiera depende de la propia voluntad, mientras que creer en algo que desconocemos que sea verdadero, además de no ser precisamente meritorio, sólo representa una muestra de falta de rigor intelectual, de obcecación o del deseo de que las fantasías que nos gustan sean verdaderas.
Tal como se verá a continuación, la carta de Santiago, a pesar de su aparente oposición a la doctrina de Pablo de Tarso, en el fondo viene a decir lo mismo:
“La fe sin obras está muerta”[21],
pues, en efecto, al igual que en esta frase, también Pablo, a pesar de su insistencia en proclamar el valor de la fe, pone como condición para la salvación que la fe vaya acompañada de amor, el cual se manifestará en el cumplimiento de la ley, resumida en las palabras de Jesús “Amarás al prójimo como a ti mismo”.
Si hay alguna diferencia entre Santiago y Pablo, posiblemente consista en que Pablo insiste más que Santiago en que no son las obras o el cumplimiento de la ley por sí misma lo que salva, sino la fe acompañada del amor y de la proyección de ese amor en las acciones correspondientes.
No obstante, para ser más exactos, hay que decir igualmente que Pablo de Tarso, aunque defiende la suficiencia de la fe acompañada del amor al prójimo para obtener la salvación, sustenta al mismo tiempo la doctrina de la predestinación divina, tal como supo verla en su estudio del Antiguo Testamento del que cita una frase de Yahvé a Moisés:
Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca”[22].
Sin embargo, donde el planteamiento de Pablo  de Tarso es más débil y criticable es en su argumentación para tratar de fundamentar la fe, pues ésta o bien se fundamenta en un conocimiento, como podía serlo el de los profetas o se sostiene en la consistencia de su propio contenido o por su correspondencia con una comprobación empírica. Ahora bien, la aceptación de un argumento de autoridad, como el de la inspiración divina de los profetas, habría requerido del conocimiento previo de que dicha inspiración era auténtica y que no se trataba de un delirio o de cualquier proyección subjetiva de anhelos, preocupaciones o deseos simplemente humanos. Por ello, en último término la aceptación de las enseñanzas de los profetas debía basarse en un acto de fe, pues no había forma de demostrar el valor objetivo de sus mensajes y enseñanzas. Ahora bien, la aceptación de tales enseñanzas por un acto de fe implicaba aceptar como verdad algo de lo que no se sabía que lo fuera, pues, en caso contrario no había que hablar de fe sino de conocimiento. Pero aquella aceptación, sin una base en el conocimiento, no podía tener ningún valor moral incluso en relación con la ley de Moisés por la cual no se debía mentir, en cuanto la fe implicaba una actitud por la que se afirmaba como verdad el contenido de aquello de lo cual no había conocimiento. Y así, como era lógico, Pablo de Tarso se refugió en la fe, pero no avanzó –ni podía avanzar- un solo paso en el encuentro de argumentos, racionales o empíricos, que avalasen la verdad de aquellos contenidos del cristianismo.          
Pablo de Tarso parece haber estado tan imbuido del pensamiento religioso de Israel que no llegó a plantearse el problema de saber cómo reconocer que un profeta era realmente un profeta y hablaba en nombre de Yahvé. Pero, si hubiera sabido que el supuesto profeta hablaba en nombre de Dios, en tal caso ya no habría necesitado tener fe en dicho profeta, pues habría tenido conocimiento.    
Insistiendo en la esencial importancia de la fe, Pablo de Tarso escribe:
“Dios salva al hombre, no por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en Jesucristo. Así que nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley. En efecto, por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación”[23].
Comentario: Se trata de un pasaje que se encuentra en la misma línea que los anteriores pero explicado con mayor detalle y excluyendo de la salvación a quien pretenda alcanzarla por el cumplimiento de las leyes morales, pero al margen de la fe en Jesús.
“Y si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado universal, mucho más por obra de uno solo, Jesucristo, vivirán y reinarán los que acogen la sobreabundancia de la gracia y del don de la salvación”[24].
Comentario: En esta ocasión Pablo de Tarso no sólo habla de la salvación como una “gracia” o como un “don”, sino también del llamado “pecado original”, cuya universalidad acepta sin justificación de ninguna clase, a pesar de que en el Antiguo Testamento apenas se le había dado otro valor que el de ser el “primer pecado” y de que por su causa la muerte se convirtió en destino de todos.
Dicho “pecado original” podía ser entendido en uno de dos siguientes sentidos:
1) que Eva fue “el origen” del primer pecado, sin que esto tuviera ninguna trascendencia moral para el resto de la humanidad[25], o
2) que Eva fue la primera persona que pecó y cuyo pecado contaminó a toda la humanidad, de manera que por su causa toda la humanidad nace en pecado y sólo mediante la aceptación de Jesús mediante la fe el hombre queda liberado de dicho pecado. Pablo de Tarso introduce aquí la idea del “pecado original” en ese segundo sentido y de nuevo insiste en él a continuación de este pasaje:
“así como por el delito de uno solo la condenación alcanzó a todos los hombres, así también la fidelidad de uno solo es para todos los hombres fuente de salvación y de vida”[26]
Se trata de un punto de vista absurdo, pero es el que los dirigentes de la secta católica han defendido sin que sus fieles en general hayan puesto objeción alguna a esta barbaridad –entre otros motivos porque su opinión no cuenta para nada en las doctrinas que establecen los dirigentes de esta secta y sobre todo porque en general su facultad para razonar acerca de estas cuestiones quedó definitivamente atrofiada cuando a lo largo de la infancia se les inculcó la doctrina de que lo suyo era tener fe y que lo propio de lo de los curas y de los obispos era comunicarles en qué debían creer y qué debían hacer o abstenerse de hacer. 
“si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás”[27].
Comentario: En este texto Pablo recurre nuevamente a la fe como condición necesaria para la salvación, pero, en lugar de relacionarla con el supuesto sacrificio de Jesús, la relaciona con el supuesto milagro de su resurrección.
Uno de los problemas que plantea este pasaje consiste en que parece defender que el acto de fe es una cuestión de simple voluntad individual, lo cual está en contradicción con la doctrina oficial de la Iglesia Católica, que considera que la fe es un don divino y precisamente por eso la juzga, junto a la esperanza y a la caridad, como una “virtud teologal”. Y, desde luego, pensando un poco en esta cuestión, puede comprenderse lo absurdo del planteamiento paulino, pues el hecho de poder alcanzar la autosugestión respecto a la verdad de cualquier proposición, por irracional que sea, simplemente presupone la existencia de una capacidad para cerrar los ojos a la razón y así poder admitir como verdad aquellas doctrinas cuya aceptación provenga del deseo o del interés que se tenga en que lo sean.
Además, en el caso de la propuesta de Pablo de Tarso, nos encontramos ante un ejemplo de lo que Kant llamaría “imperativo hipotético”, que no tendría valor moral alguno por su carácter interesado, pues, de acuerdo con ella, uno trataría de tener fe por las consecuencias positivas que derivasen de tenerla y no porque aquello en lo que se trataba de creer fuera realmente verdadero. Por ello y en contra de esta propuesta, hay que decir que tal exaltación de la fe, tal invitación a creer como verdad aquello que se ignora que lo sea es contradictoria con la moral que predica el deber de ser veraces y, en consecuencia, el deber de no aceptar como verdad nada que no se sepa que lo es.
Finalmente este pasaje está en contradicción con otro punto de vista del propio Pablo de Tarso, que es el de la predeterminación divina, pues el primer y único motivo por el que el hombre se salva es dicha predeterminación, y una consecuencia de ella será que el propio Dios concederá la fe para creer en la resurrección de Cristo y en la salvación mediante la fe a aquél a quien haya predestinado para ser salvado, pero no la concederá a aquél a quien haya predeterminado a ser condenado. Parece como si Pablo, a fin de realizar su proselitismo tan fructífero hubiese “olvidado” dicha doctrina de la predestinación para centrarse en la doctrina de la fe, entendida además como un acto voluntario y no como una gracia divina.
“Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido”[28].
Comentario: De nuevo nos encontramos ante otro importante texto de Pablo de Tarso. Según parece, en relación con la muerte de Jesús sus discípulos difundieron muy pronto el bulo de que había resucitado y que, si no estaba con ellos, era porque había sido llevado al Cielo para regresar prontamente a establecer su reino después de un “juicio universal”.
Esta idea de la resurrección de Jesús fue tan importante dentro de la dogmática cristiana que Pablo de Tarso llegó a considerar este supuesto hecho como la piedra angular del cristianismo, hasta el punto de que la misma fe carecería de sentido si Cristo no hubiera resucitado. Ahora bien, el hecho de que Cristo hubiera resucitado ¿era una verdad comprobada? Si lo era, en tal caso ya no era necesaria la fe, puesto que se tenía el conocimiento de tal verdad, y, si no lo era, en tal caso la creencia en dicha doctrina no implicaba mérito alguno sino todo lo contrario, en cuanto uno se mentía a sí mismo tratando d aceptar como verdad algo respecto a lo cual carecía de fundamento[29]. Pero, de nuevo, como la capacidad humana para razonar y para ser coherente con la razón en cuestiones relacionadas con las creencias religiosas es tan insignificante en quien ha sido previamente adoctrinado durante su infancia, no son muchos los católicos que se han detenido a considerar estas cuestiones otorgando su confianza a la propia razón en lugar de dársela al obispo de turno, que predica desde el púlpito de una catedral con estrafalaria vestimenta de pavo real, pero al margen de cualquier argumentación racional.
Por su parte, dice Santiago en su carta:
-“por las obras alcanza el hombre la salvación y no sólo por la fe”[30].
Comentario: Como ya se ha dicho, este pasaje y otros similares representan un punto de vista distinto al de Pablo de Tarso –al menos en el énfasis que cada uno de estos dirigentes pone en la fe o en las obras como llave de la salvación-. Parece que Santiago pone el énfasis en las obras para contrarrestar el que había puesto Pablo en la fe, pero no porque no diera importancia a la fe.
El punto de vista que aparece en la carta de Santiago en principio podría tener más sentido que el defendido por Pablo de Tarso, pero conviene tener en cuenta que esta doctrina se la podría criticar por el orgullo que representa suponer que uno pueda alcanzar la salvación por sus obras, es decir, por sus propios méritos, en lugar de aceptar que la salvación provenga de la gracia y de la omnipotencia divinas, que, según indican Pablo de Tarso, Aurelio Agustín, Tomás de Aquino o Martín Lutero, no pueden estar subordinadas a ningún mérito humano sino exclusivamente al propio Dios que no estaría condicionado por nada ajeno a su propia y libérrima voluntad.
Por su parte, Juan escribe:
“envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados”[31].
Comentario: Este pasaje habla de “nuestros pecados” y esa expresión no parece incluir el “pecado original”, aunque tampoco lo excluya de modo explícito. En este punto esta doctrina podría suponer la superación del absurdo de considerar que exista un pecado que se herede, aunque el texto no es lo bastante preciso como para poder afirmar que el autor negase la existencia de tal pecado. En cualquier caso, el autor sigue incurriendo en el arcaico e irracional prejuicio basado en la Ley del Talión de considerar que la obtención del perdón requiere de un sacrificio por el cual se pague la culpa que supone el pecado. Pero imaginar al Dios cristiano sediento de sangre o de cualquier otro tipo de sacrificio para perdonar cualquier supuesto pecado es contradictorio con su teórica misericordia y amor infinitos, e igualmente sería infantilmente soberbio considerar que el ser humano fuera capaz de ofender o de causar el más mínimo daño a una divinidad omnipotente, a pesar de que el antropomorfismo del Antiguo Testamento presenta en demasiados momentos a un Dios colérico, vengativo, cruel e iracundo, como si la obediencia o la insumisión humana pudieran afectarle en su estado emocional, suposición que se encuentra en contradicción con la teórica inmutabilidad y omnipotencia divina en cuanto la distancia entre Dios y el hombre sería tan absoluta que éste no tendría la más remota posibilidad de ofenderle. En este sentido el refrán que dice: “No ofende quien quiere, sino quien puede”, resulta en este caso plenamente acertado. Pero lo más absurdo de esta cuestión es que se olvida que, de acuerdo con la doctrina católica, los actos humanos estarían predeterminados por Dios, por lo que en el mejor o peor de los casos sería el propio Dios quien, al ser la causa de las malas acciones del hombre, pecaría contra sí mismo, lo cual evidentemente es otro nuevo absurdo.
Retomando la cuestión de la relación entre la fe y las obras, posteriormente Aurelio Agustín escribió: “Ama y haz lo que quieras”, entendiendo, al igual que Pablo de Tarso, que del amor brotan espontáneamente las buenas acciones. Por ello a continuación de esta frase añadió:
“si te callas, hazlo por amor; si gritas, también hazlo por amor; si corriges, también por amor; si te abstienes, por amor. Que la raíz de amor esté dentro de ti y nada podrá salir sino lo que es bueno”[32].
Por su parte y en relación con el tema de la salvación, Tomás de Aquino se había opuesto al punto de vista de Orígenes que consideraba que el hombre podía salvarse por sus méritos. Tomás de Aquino replicó que todo dependía de la predestinación divina, la cual no podía depender de nada ajeno al propio Dios, ni siquiera de los méritos humanos sino sólo de la exclusiva voluntad divina[33].
En el siglo XVI Martín Lutero, que había sido fraile agustino, en una carta a Melanchthon le escribió su conocida frase: “Pecca fortiter, sed crede fortius” (“Peca fuertemente, pero cree más fuertemente”). Una lectura superficial de esta frase podría sugerir que Lutero valoraba exclusivamente la fe y quitaba cualquier importancia a las acciones, pero en realidad lo que quiso decir es que el hombre no puede salvarse por sus acciones, pues éstas son siempre defectuosas –tal como después aceptó igualmente Kant, negando que el ser humano fuera capaz de realizar un solo “imperativo categórico” perfecto-. Por ello, aunque el hombre luchase por obrar rectamente, su salvación no podía venir de sus actos sino sólo de la fe, concedida por el propio Dios y con ella la salvación.
Y de este modo Pablo de Tarso, Aurelio Agustín, Tomás de Aquino y Martín Lutero coinciden en que el hombre es incapaz de salvarse por sí mismo, pues todo depende de la predeterminación divina. Sin embargo, mientras Lutero considera además que el hombre es pecador y que por ello es incapaz de merecer por sí mismo la salvación, Tomás de Aquino no rechaza que el hombre pueda hacer méritos para su salvación, al margen de que tales méritos no condicionen en ningún caso la predeterminación divinas, y en este punto coincide con Pablo de Tarso, quien, a pesar de su insistencia en la suficiencia de la fe, en su carta a los Romanos defiende igualmente la predestinación basándose en pasajes bíblicos como el que dice:
-“las decisiones divinas no dependen del comportamiento humano, sino de Dios”[34]
-“Dios muestra su misericordia a quien quiere y deja endurecerse a quien le place”[35]    
No obstante, Pablo de Tarso concede cierto protagonismo al hombre cuando considera que el cumplimiento de la ley es el “acompañante” que conduce hasta Cristo para “alcanzar así la salvación por medio de la fe”, y en este sentido escribe:
“La ley nos sirvió de acompañante para conducirnos a Cristo y alcanzar así la salvación por medio de la fe. Pero al llegar la fe, ya no necesitamos acompañante”[36].
Pero, si la salvación se obtiene por la fe, y la fe es un don de Dios, cuyas “decisiones […] no dependen del comportamiento humano”[37], entonces, como se ha dicho antes, Pablo de Tarso se contradice en este punto, de manera que ese “acompañante”, el cumplimiento de la ley, de nada sirve en el caso de que Dios haya determinado no conceder la fe. Y éste es, como ya se ha dicho, un punto de vista compartido por Tomás de Aquino[38].
En efecto, el tema de la libertad se enfocó también en el cristianismo desde la problemática de la salvación y la de la predestinación, y en estas cuestiones, frente a otras opiniones heterodoxas como la de Pelagio (360-425), que había defendido la tesis de que el hombre se salva por sus méritos y se condena por sus culpas, venció la tesis de que toda salvación viene de Dios y no de los méritos procedentes del buen uso de la libertad por parte del hombre. Complementariamente se defendió la tesis de que Dios ha predestinado a los hombres desde la eternidad para su salvación o reprobación. Mediante esta tesis quedaba a salvo la omnipotencia divina, aunque el protagonismo del hombre respecto a los actos realizados por él así como el valor de tales actos desaparecían por completo.
Los planteamientos tomistas -al igual que los de Aurelio Agustín- se mantuvieron en esta línea ortodoxa, y contribuyeron a su fijación como doctrina oficial de la iglesia católica.
Por lo que se refiere al tema de la salvación, Tomás de Aquino, criticando a Pelagio, consideró que el hombre era incapaz de conseguir la bienaventuranza por sus propios méritos y que sólo el auxilio divino podía llevarle a alcanzar este objetivo[39]; que nadie merecía por sí mismo dicho auxilio[40]; y que desde la eternidad Dios determinó a quiénes concedería dicho auxilio y a quiénes lo negaría para que en unos casos brillase su misericordia y en otros su justicia (?):
“Mas como quiera que Dios, entre los hombres que persisten en los mismos pecados, a unos los convierta previniéndolos y a otros los soporte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad, del mismo modo que dependió de su voluntad el que, al hacer todas las cosas de la nada, unas fueran más excelentes que otras; tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para usos bajos”[41].
Por lo que se refiere de manera más concreta al tema de la predestinación, la postura de santo Tomás es idéntica a la de los luteranos y los calvinistas en cuanto defiende que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina esté a su vez causada por los méritos del hombre:
“Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría [...], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó [...] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió [...] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méritos humanos, no sólo porque la gracia de Dios, que es efecto de la predestinación, no responde a mérito alguno, pues precede a todos los méritos humanos [...], sino también porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y providencia divinas”[42].
Por extraña y absurda que pueda parecer la doctrina de la predestinación, hay que tener en cuenta que sólo ella -tal como Tomás de Aquino comprendió- podía dejar a salvo la omnipotencia divina, ya que, de lo contrario, la voluntad divina quedaría subordinada a las acciones y a los méritos del hombre. Sin embargo, esta doctrina tiene el inconveniente de convertir al hombre en una especie de marioneta cuyas acciones sólo aparentemente son suyas y, por lo tanto, no deberían repercutir en ninguna clase de mérito o de culpa por cuanto en último término no dependerían de él sino de la voluntad de Dios.
En relación con esta cuestión podría plantearse un diálogo imaginario entre un ateo y un obispo, aplicable igualmente a cualquiera de los misterios que los dirigentes católicos pretenden que sean “creídos” por sus “fieles” y por todo el mundo, pues por esos se llaman “católicos”.  
El obispo podría decir:
-No trates de razonar sobre los dogmas de la Iglesia porque son misterios”.
Y el ateo podría responderle:
-Pero, si son misterios, es decir, si la razón no puede llegar a comprenderlos, ¿podrías explicarme cómo has llegado tú a saber que son verdaderos?”
-¿Para qué te crees que está la fe? La fe la da Dios y su valor es infinitamente superior al de la razón y, en este sentido además, como ya decía “San Agustín”, para entender algo hay que comenzar creyendo. Por eso escribió: “nisi credideritis non intelligetis”, es decir, “si no creéis, no entenderéis”.
-¡Vaya solución la de tu amigo! Me parece que eso es una aberración, pues para creer algo necesitaré tener argumentos o razones que justifiquen mi decisión a favor de la doctrina de que se trate. Es absurdo pretender lo contrario. ¿Qué valor concedería a la veracidad si asintiese a cualquier doctrina sin contar al menos con un argumento serio en su favor? ¿Cómo podría aceptar los dogmas de tu iglesia o los de cualquier otra sin atentar contra el precepto de ser veraz? Comprende que dicho principio me exige que sólo otorgue mi asentimiento a las proposiciones que se me presenten como verdaderas, pero que no asuma como verdadero aquello que otro me diga por el simple hecho de que me asegure que ha hablado con Dios o que hay en su interior una especie de lucecita que le dice “¡esto es verdad!”. Además, ¿cómo se pueden aceptar como verdad doctrinas que no sólo son incomprensibles sino que incluso van en contra de la propia razón?
Y el obispo podría responder:
-Para alcanzar esas verdades debes comenzar aceptando la fe en Cristo para, a continuación, aceptar que el Papa y los cardenales de la Iglesia Católica están inspirados por el Espíritu Santo cuando proclaman un dogma de fe.
-¿No te das cuenta de que incurres en un círculo vicioso? Si al menos inicialmente me justificases de algún modo todo lo que decís respecto a Cristo y a sus supuestos representantes, todo lo demás sería muy sencillo, pero lo más absurdo es que pretendas justificar el valor de la fe a partir de esa misma fe. ¿No te das cuenta de que eso no tiene ningún sentido? Pero, además, el problema se complica todavía más, en cuanto, si me dieras un argumento lógico a favor de esas creencias iniciales, la fe dejaría de ser fe para convertirse en conocimiento, mientras que, si no me lo dieras, la fe representaría un desprecio de la veracidad y un suicidio de la razón.
-Ya te he dicho que el mérito de la fe consiste en aceptar doctrinas que son incomprensibles para el ser humano. ¿Qué mérito tendría creer aquello que estás viendo o aquello que comprendes por la razón? Recuerda que cuando el apóstol Tomás manifestó su incredulidad respecto a la resurrección de Jesús, éste, después de mostrarle las heridas, le dijo:
“-¿Crees porque me has visto? Dichosos los que creen sin haber visto”[43]

-Sí, eso pone el evangelio de Juan, pero también dice que, cuando Jesús se presentó en la casa en donde se encontraban los apóstoles, le dijo a Tomás:
“-Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo sino creyente”[44].
Date cuenta de cómo, a pesar de que Jesús le pide a Tomás que sea creyente, previamente le ha mostrado una prueba de que ha resucitado, con lo cual está defendiendo la postura según la cual el asentimiento a cualquier doctrina debe venir precedido de una comprobación racional o experimental, de manera que no se puede creer cualquier cosa y mucho menos considerar que una creencia injustificada se corresponda con un mérito especial, sino, como ya te he dicho, con una falta de rigor intelectual, con una falta contra la veracidad.   
Además, fíjate: ¿Por qué crees que la Ciencia ha avanzado tanto en los últimos siglos? ¿Te parece que ha avanzado a costa de actos de fe o por la utilización de la razón y de la experiencia? ¿No te das cuenta de que incluso para abandonar la razón y sustituirla por la fe necesitaría tener una razón y que por ello mismo la fe seguiría estando subordinada a la razón?
-Si sigues por ese camino, no llegarás a ningún sitio. No tienes más opción que guiarte por la soberbia de tu razón, tan insignificante, o acogerte a la fuerza de la gracia divina y de la fe. Tú sabrás lo que haces.
-Te entiendo: La razón o la fe irracional, la comprensión o el ciego dogmatismo y el fanatismo; dirigir mi vida desde mi débil racionalidad o renunciar a esa pequeña luz para dejar que tú y tu gente la dirijáis con vuestras consignas, misterios, dogmas, mitos y prejuicios. Pues todo eso que ponéis en el terreno de la fe, todo eso a lo que llamáis “misterio” coincide en muchas ocasiones con lo que en Lógica se llama “contradicción”. Y pretender que acepte como verdad esas contradicciones es pretender que renuncie a mi razón para convertirme en un manso cordero o borrego fiel, sometido a vuestras órdenes, dispuesto a comulgar con ruedas de molino. Por cierto, una fe de esa clase fue la que propició que en año 1978 más de 900 personas se suicidasen en Guyana, obedeciendo la invitación de su jefe espiritual, el “reverendo” Jim Jones.
-¡Por favor! ¡Qué comparaciones tan absurdas! ¡Ése era un loco, pero nuestra palabra es la palabra de Dios! ¡Allá tú y tu soberbia racionalista si no quieres escuchar! Además, ¿acaso no conoces los milagros realizados por Dios, por la Virgen y por los santos?
-He oído hablar de sucesos milagrosos pero no he sido testigo de ninguno. Además, he oído hablar de ellos no sólo en tu religión sino en todas las que conozco. Así que con ese argumento tendría que aceptar que todas las religiones son verdaderas.
-Ten en cuenta que los milagros de Lourdes o de Fátima son auténticos milagros y no mentiras como las de los embaucadores de otras religiones. ¿No te das cuenta de que la propia grandiosidad del santuario de Lourdes y los miles de personas que acuden allí continuamente  sería incomprensible si no fuera por los milagros que la Virgen ha realizado en quienes acuden a ella con auténtica fe?
-De acuerdo. Ya sé que Lourdes está siempre muy concurrido y que se habla de que allí en alguna ocasión ocurren milagros. Pero, ¿por qué ésa a quien llamáis “la Virgen María” se preocuparía de ayudar a un paralítico con dinero suficiente para viajar a Lourdes y no se iba a preocupar de los miles de niños que cada día mueren de hambre en África o en otros lugares del mundo y que no pueden viajar a Lourdes porque no tienen dinero ni para un plato de comida? ¿Por qué para obtener los favores de la Virgen habría que acudir a Lourdes o a algún otro santuario especial? ¿Acaso la Virgen no podría hacer esos milagros en cualquier lugar de la tierra, en cualquier iglesia donde la veneren o donde de verdad se necesiten?
-¿Quiénes somos nosotros para pedir cuentas a Dios o a la Virgen de los motivos de sus decisiones y de sus milagros?
-Sinceramente, debo decirte, por si nunca lo has pensado, que los milagros contradicen la omnipotencia y la omnisciencia de Dios y, por ello, es absurdo aceptar la existencia tales milagros.
-Pero, ¿qué barbaridades dices? ¿Por qué Dios no iba a poder hacer milagros siempre que quisiera? ¿Acaso no es omnipotente?
-En apariencia eso que dices está muy bien, pero piensa que, de acuerdo con vuestra “teología”, Dios por su omnipotencia y por su omnisciencia ha programado desde la eternidad todos los acontecimientos del Universo, incluidas las acciones del hombre.
-¿Acaso Dios no es libre para hacer lo que quiera en cualquier momento?
-Sí, ya sé que vuestros teólogos dicen que es absolutamente libre. Sin embargo, también defienden que es inmutable.
-¿Y qué problema hay con tal doctrina?
-Pues es muy sencillo. El problema consiste en que si Dios lo ha programado todo desde la eternidad, su inmutabilidad junto a su infinita sabiduría implican que lo que ha programado sucederá tal como lo programó, de manera que los supuestos milagros implicarían que, debido a los rezos de algún ser humano, Dios se arrepentía de alguno de los sucesos que había programado y lo corregía mediante un “milagro” por el que cambiaba sus planes eternos (?). Pero la aceptación de tal corrección implicaría la “herejía”, como vosotros la llamaríais, de negar la omnisapiencia y la inmutabilidad divina.
-¿Cómo te atreves a juzgar los motivos de Dios en lugar de humillarte ante él y reconocer tu impotencia para llegar a comprender las causas de sus actos?
-¡Por favor! Yo no juzgo “los motivos de Dios”, pues para eso tendría que comenzar por aceptar que existe un ser al que te refieres con la palabra “Dios”. Yo parto simplemente de mi propia ignorancia y de mi aspiración a llegar a conocer algo. Pero no pretendo ocultar mi ignorancia con supuestas “verdades de fe.
-¡Dejemos el tema! ¡Ya veo que no tienes remedio! ¡Somos los auténticos enviados de Cristo y los que enseñamos su palabra! ¡Recuerda que podemos excomulgarte y privarte de la eterna salvación!
-¿Quieres decir que la famosa “redención” de Cristo es papel mojado? ¿De nada sirve esa redención sin que vosotros deis vuestro “visto bueno”? ¿Debo someterme ciegamente y aceptar las doctrinas que vosotros queráis imponer? Si no haces otra cosa que afirmar dogmáticamente, enfadarte por mis opiniones o por mis preguntas, y amenazarme con vuestro Infierno, entonces muy poco podremos avanzar. Así que vive como mejor te plazca, pero no pretendas imponerme tus “creencias” –si es que de verdad las tienes-, pues es inadmisible que trates de adoctrinar a los niños en ideas que ni tú mismo entiendes y que encima digas que el mérito principal de la fe consiste en una actitud por la que uno se esfuerza en creer lo que no sabe, en aceptar como verdad aquello que desconoce que lo sea.
Un diálogo como éste reflejaría adecuadamente la repuesta de los caciques de la Iglesia Católica a estas críticas y podría alargarse indefinidamente, pero sería estéril pues el obispo es incapaz de entrar en el juego del razonamiento y simplemente exige la fe en él en cuanto ése es el juego que han seguido a lo largo de la historia para atemorizar a la gente y para hacerles creer en una vida mejor mientras en ésta sufren por las enfermedades, por el hambre y por la muerte, mientras que los obispos viven rodeados de lujos en suntuosos palacios, lo cual demuestra con claridad que ni ellos mismos se creen las doctrinas que pretenden imponer.
Veracidad y fe.
Por otra parte, en cuanto la fe se entiende como el resultado de una opción personal por la que se asume como verdad una doctrina en relación con la cual no existe evidencia alguna en su favor, desde una perspectiva como la de la misma moral cristiana tal opción debería considerarse inmoral, en cuanto representa una actitud contraria a la veracidad y en cuanto la veracidad es una de las normas de la moral cristiana. En efecto, mientras la veracidad consiste en aquella disposición por la que se pretende aceptar como verdad exclusivamente aquello que lo sea, la fe implica aquella actitud por la que se intenta aceptar ciegamente como verdad mediante un ejercicio de autosugestión algo que en realidad se desconoce que lo sea.
Desde este punto de vista, que es el que aparece en los Evangelios y en los escritos de Pablo de Tarso, la creencia en los diversos dogmas y misterios afirmados por la jerarquía católica implicaría un desprecio de la veracidad, es decir, del octavo mandamiento de las tablas de Moisés, el cual es incompatible con una valoración positiva de la fe en cuanto ésta pretende que se acepten como verdad doctrinas cuya verdad se desconoce, hasta el punto de que la misma jerarquía católica los considera “misterios”, es decir, doctrinas cuya verdad sobrepasa las posibilidades de la razón humana para comprenderlas.
Esta manera de entender la fe, como una opción personal, es la que se sobreentiende en la famosa “apuesta de Pascal”, quien consideraba que ante la duda de si Dios existe o no, la apuesta no podía ser dudosa: Había que apostar en favor de la existencia de Dios, es decir, había que someterse a la fe en él, pues, aunque no existiera, nada se perdía con haber creído, mientras que, si existiera, se habría ganado todo, precisamente por haber tenido fe. Pero esta “apuesta” dice muy poco en favor de Pascal desde el punto de vista de su concepto de esa divinidad en la que “convenía” creer. Sería realmente triste que dicha divinidad juzgase, salvase o condenase a alguien por el hecho de que se guiase de su propia racionalidad a la hora de afirmar o negar su existencia, o de abstenerse de juicio mientras no tuviera bases suficientes para afirmarla o para negarla.
En relación con la actitud que debe mantenerse respecto a la fe en su relación con la veracidad tiene interés reflejar las palabras de B. Russell cuando escribe:
“el verdadero precepto de la veracidad [...] es el siguiente: ‘Debemos dar a toda proposición que consideramos [...] el grado de crédito que esté justificado por la probabilidad que procede de las pruebas que conocemos’”[45].
Sin embargo, parece que los dirigentes católicos pretenden conseguir con sus “verdades de fe” determinados objetivos como los siguientes:
1) Presentarse a sí mismos como portadores de un mensaje misterioso, pero necesario para la obtención de la “eterna salvación”;
2) Aparentar ante la gente que ellos están en contacto directo o indirecto con un Dios que les informa de sus mensajes y doctrinas para que las prediquen a los hombres;
3) Proteger sus propias doctrinas de cualquier crítica contraria a partir de una supuesta autoridad sobre los “fieles” de su iglesia, pues, cuando tales contenidos puedan ser racionalmente criticables, la mejor forma de mantener su autoridad acerca de su valor es recurrir a la autoridad divina, de la que supuestamente ellos serían los “embajadores” y “pontífices” –hacedores de puentes-, entre su Dios y el resto de los mortales, como si Dios –en el caso de que existiera y fuera omnipotente-, no hubiera tenido poder suficiente para comunicarse directamente con cada uno de los seres humanos.
En relación con este punto tiene interés hacer referencia al punto de vista de Tomás de Aquino (siglo XIII) respecto a las relaciones entre la razón y la fe, quien a pesar de aceptar el valor de la razón para los avances científicos, consideró que siempre que la razón condujese a una conclusión contraria a la fe, eso era una señal inequívoca de que la razón se había equivocado en sus conclusiones y, en consecuencia, había que desechar el valor de tales conclusiones racionales. Desde un planteamiento semejante, sumado al enorme poder político que el cristianismo durante aquellos siglos, puede explicarse la sangrienta labor de la “Santa Inquisición” contra todo aquél que se atreviese a pensar libremente y sin someterse a las “verdades oficiales” del cristianismo. Se explica igualmente que la Iglesia Católica condenase formalmente a Galileo en el año 1.633 por haberse atrevido a defender el heliocentrismo, doctrina que se oponía a las enseñanzas de la Biblia y que por ello mismo había que considerar “herética”.  
Por otra parte, los dirigentes católicos, si más adelante advierten que les conviene corregir alguna doctrina en cuanto la Ciencia haya puesto claramente de manifiesto su falsedad, en tal caso y para no perder autoridad entre sus fieles, tratarán de amoldarse a las evidencias científicas considerando que su anterior doctrina se había interpretado mal o que se trataba de una metáfora, o se servirán de cualquier otra explicación que les permita seguir afirmando dogmáticamente lo que le convenga, sin que la Ciencia o la razón puedan quitarles autoridad, tal como sucedió en el caso de la defensa del heliocentrismo o como en el de la defensa del evolucionismo por parte de Darwin en el XIX, teoría científica contra la que el fundamentalismo cristiano sigue dando sus agónicos coletazos mediante su actual defensa recalcitrante del mito creacionista.
En definitiva, ¿qué autoridad podrían tener los dirigentes católicos para exigir que se tuviera fe en sus palabras y en sus dogmas? Ninguna otra que sus propias palabras sin fundamento de ninguna clase, ya que, si nos remontamos a la Biblia como “libro sagrado”, premisa esencial de la fe cristiana, simplemente nos encontramos con mitos o con narraciones que en muchas ocasiones se contradicen con otras pero que en ningún caso se fundamentan en la razón ni en una supuesta autoridad que deba ser reconocida porque así lo quieran los dirigentes de esta secta. 
En cuanto la fe y la religión en general van ligados al fanatismo y a la intolerancia, habría que concienciar a la sociedad de la conveniencia de desenmascarar a quienes, después de tantos siglos de fraudes, robos y asesinatos, todavía pretenden seguir manipulando a niños y jóvenes para conseguir con ellos el reemplazo de quienes, gracias a la fuerza de la cultura y de la racionalidad, se han ido liberando de sus garras[46].
Fe y veracidad como actitudes contradictorias.
Como ya se ha visto, de acuerdo con muchos de los planteamientos anteriores los dirigentes de la Iglesia Católica consideran la fe como una condición necesaria para la salvación, pero al mismo tiempo y de acuerdo con los mandamientos de Moisés exigen igualmente no mentir o, lo que es lo mismo, ser veraces.   
Ahora bien, en cuanto la fe implica aceptar como verdad algo de lo que no se sabe que lo sea, mientras que la veracidad implica reconocer como verdad sólo aquello de lo que se sabe que lo es, estas actitudes son realmente contradictorias entre sí.
¿Podrían los agentes del Vaticano defenderse de la crítica a su doctrina acerca de deber de someter la razón a la fe, es decir, a la aceptación irracional de aquellos absurdos o simples doctrinas que ellos decidan que hay que creer sin mostrar prueba alguna de su verdad?
Ante esta situación de perplejidad por la contradicción de sus doctrinas y por su obstinación en que deben ser creídas, a pesar de lo que diga la razón o el simple sentido común, los oligarcas de la Iglesia Católica declaran con insistencia que hay que creer en las doctrinas que ellos proclaman argumentando que se encuentran por encima de la razón humana y que ellos conocen por inspiración divina.
Su desprecio de la razón humana pudo comprobarse una vez más en la encíclica Fides et ratio de Karol Wojtyla (alias Juan Pablo II), en la que este señor, máximo dirigente de la Iglesia Católica, criticó la filosofía cartesiana y la de la Ilustración del siglo XVIII, incluida la del propio Kant, teniendo el atrevimiento de llamar a la filosofía de esa época ¡“ideología del mal”!, a pesar de que Descartes fue un sumiso servidor de la Iglesia Católica y a pesar de que Kant creía en la existencia de Dios e incluso la veía como el tercer “postulado de la razón práctica”, aunque criticase la “teología racional”. Parece evidente que si el señor Wojtyla criticó a Descartes y a los filósofos que después le siguieron fue especialmente porque dejaron de aceptar que la Filosofía siguiera siendo la “sierva de la Teología” (“ancilla Teologíae”) y comprendieron que la Filosofía debía construirse sin prejuzgar nada o, como dijo Descartes, desde una duda metódica absoluta acerca de las enseñanzas recibidas hasta que alcanzase una evidencia absoluta acerca de su verdad, evidencia que no podía provenir de la fe sino de una intuición racional. En este sentido, la primera y fundamental regla del método cartesiano, la “Regla de la evidencia”, consistía en lo siguiente:
“No admitir jamás como verdadero cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios más que lo que se presentare a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda.”
Evidentemente, con la claridad y la distinción a la que Descartes hacía referencia al definir la intuición no aludía a ningún tipo de “fe”, sino a una intuición de carácter intelectual, la cual tenía su origen en las luces de la sola razón. 
Es cierto, por otra parte, que Descartes no tan valiente como para enfrentarse con la Iglesia Católica y que, por miedo al enorme poder de esa organización,  no se atrevió a someter las creencias religiosas al tribunal de la razón e incluso renunció a defender el heliocentrismo al conocer la condena de Galileo. Pero, en cualquier caso, lo que más molestó al señor Wojtyla fue la valoración cartesiana de la razón que fue recobrando la fuerza que había tenido en sus primeros siglos y que progresivamente se fue liberando de la fuerza represiva de las autoridades religiosas que imponían a la sociedad qué doctrinas debían aceptar y qué doctrinas debían rechazar. Dicen que la ignorancia es atrevida y, desde luego, el señor Wojtyla fue un buen ejemplo de ello, pues en aquel siglo XVII la Iglesia Católica se atrevió a condenar a Galileo simplemente porque fue un científico extraordinario y no tuvo inconveniente en defender doctrinas contrarias a las defendidas en la Biblia, no porque Galileo fuera contrario a la religión sino porque por encima de todo buscaba la verdad hasta el punto de haber creado el método experimental, tan decisivo para el desarrollo de la Ciencia a lo largo de los últimos siglos. Lo más grave para el arrogante orgullo de los caciques de la Iglesia Católica fue que Galileo estaba en lo cierto y que la Biblia, ¡palabra de Dios!, estaba equivocada.  



[1] Romanos 3:27-28.
[2] Juan, 5: 24.
[3] Juan, 3:14-17.
[4] Lucas, 22:36-38.
[5] Romanos, 1:17.
[6] “El Señor, el Dios de los dioses, habla y convoca a la tierra desde oriente a occidente” (Salmos 50:1).
[7] “[Ezequías oró así] -Señor, Dios de Israel, que te sientas sobre los querubines, tú eres el Dios de todos los reinos de la tierra, tú has hecho el cielo y la tierra […] Te suplico, Señor, Dios nuestro, que nos libres de su poder [del de los reyes de Asiria], para que todos los reinos de la tierra sepan que tú, Señor, eres el único Dios” (2 Reyes, 19:15).
[8] Romanos, 4:24-25.
[9] Romanos, 3:28.                 
[10] Gálatas, 5:6.
[11] 1 Corintios, 13:2-3.
[12] Romanos, 13:8-9. Además y como confirmación del valor de este punto de vista puede hacerse referencia a otro pasaje como el siguiente:
    “Entonces, ¿qué? ¿Nos entregaremos al pecado porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡De ninguna manera! Sabido es que si os ofrecéis a alguien como esclavos y os sometéis a él, os convertís en sus esclavos: esclavos del pecado, que os llevará a la muerte; o esclavos de la obediencia a Dios, que os conducirá a la salvación.
Pero, gracias a Dios, vosotros que erais antes esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón la doctrina que os ha sido transmitida, y liberados del pecado os habéis puesto al servicio de la salvación” (Romanos, 6:13-18).
Ya antes, en diversos libros del Antiguo Testamento y en los evangelios, se había defendido esta misma máxima defendida por Pablo de Tarso: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
[13] Romanos 3:27-28.
[14] Romanos, 10:9.
[15] Escribo estos términos entrecomillados porque de este modo quiero expresar que me parece tan absurdo afirmar la existencia de “un conocimiento racional de Dios” como afirmar la existencia de “un conocimiento de lo inexistente”, como lo sería lo referente a ese supuesto Dios, que se ha mostrado como contradictorio o como simplemente antropomórfico.
[16] Juan, 3:18.
[17] Marcos, 1:15.
[18] Lucas, 17:6.
[19] Pablo: Gálatas, 1:16. La cursiva es mía. El valor absoluto que Pablo concede a esa fe para conseguir la salvación aparece de manera inequívoca en diversos pasajes de sus cartas, como los siguientes: Romanos, 3:28, Romanos, 10:10, Gálatas, 3: 24-25 y Filipenses, 3:9.
[20] I Corintios, 15:17.
[21] Santiago, 2:26.
[22] Romanos, 9:15.
[23] Gálatas, 2:16.
[24] Romanos, 5:17.
[25] En Eclesiástico, una obra de la Biblia perteneciente al siglo II a. C., se dice: “Por la mujer comenzó el pecado, por culpa de ella morimos todos” (25:24). Este pasaje, que hace referencia a la doctrina según la cual, mientras Adán y Eva estuvieron en el paraíso no estaban condenados a tener que morir, pero que a raíz de su desobediencia a Dios fue expulsada del paraíso y condenada entre otras cosas a tener que morir, pudo ser en cierto modo un motivo para que posteriormente surgiera la idea mucho más grave de que la mujer era la causa de que todo los seres humanos nacieran con el pecado original. Pero evidentemente Eva no era culpable de la presencia de la muerte en el mundo; si acaso, de la suya propia, y ni siquiera, teniendo en cuenta que todas las acciones humanas habrían estado predeterminadas por Dios. 
[26] Romanos, 8:18.
[27] Romanos, 10:9.
[28] Pablo: 1 Corintios, 15:17.
[29] Un análisis detallado de la problemática que plantea la valoración moral de la fe puede encontrarse en este mismo trabajo, en el capítulo correspondiente.
[30] Carta de Santiago, 2:24.
[31] 1 Juan, 4:10.
[32] Aurelio Agustín: “Homilía VII”, párrafo 8.
[34] Romanos, 9:11-12.
[35] Romanos, 9:18.
[36] Gálatas, 3:24-25.
[37] Romanos, 9:11-12.
[38] Así, por ejemplo, en los capítulos 89 y 90 del libro III de la Suma contra los gentiles, Tomás de Aquino, criticando a Orígenes (185-254), defiende la tesis de que Dios no sólo es la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino también la causa de las elecciones concretas de la voluntad:
“Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello. Así lo expone Orígenes [...].
De esto parece haber nacido la opinión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los sucesos exteriores. Pues quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo, enriquecerse o edificar, no siempre lo podrá alcanzar [...].
Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se dice en Isaías: Todo cuanto hemos hecho lo has hecho tú, Señor. Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación”.
Así pues, la perspectiva de teólogos como Orígenes salvaría la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina, mientras que desde la perspectiva de Tomás de Aquino se salvaría la omnipotencia divina pero no la libertad humana.
Insistiendo en este mismo punto de vista, añade Tomás de Aquino un poco más adelante: “Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”. Y en el capítulo siguiente concluye así: “Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia”.
[39]Suma contra los gentiles, 7, III, c. 147.
[40]O.c., c. 149.
[41]O.c., c. 161. La influencia de San Pablo sobre estos planteamientos parece evidente, pues en su Epístola a los Romanos escribió lo siguiente: “¿Acaso la figura plasmada dirá a su plasmador: ‘¿por qué me hiciste así?’ ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro para hacer de la misma masa un vaso para honor y otro para afrenta? (Romanos, 9:20-21). Por su parte, Nietzsche critica estos planteamientos cuando escribe: “Demasiadas cosas le salieron mal a ese alfarero que no había aprendido suficientemente el oficio. Pero eso de vengarse en sus cacharros y en sus criaturas, porque le habían salido mal a él, eso fue un pecado contra el buen gusto (Así habló Zaratustra, p. 289. Planeta-De Agostini, Barcelona, 1992).
[42]O.c., c. 163.
[43] Juan, 20:29.
[44] Juan, 20:27.
[45] Ibídem.
[46] Los capítulos XXIV y XXV son complementarios de éste.

No hay comentarios: