La contradicción por la cual,
a pesar de la redención de Jesús,
sin la fe no hay salvación.
A fin de analizar con mayor detenimiento la transformación radical que sufre el
concepto de salvación en el Nuevo Testamento, tiene especial interés
observar cómo este cambio va acompañado de un auge esencial en la valoración de
la fe, hasta el punto de que Pablo de
Tarso llega a afirmar:
“El hombre alcanza la salvación por la
fe y no por el cumplimiento de la ley”[1].
La
doctrina que exalta el valor de la fe como condición necesaria y suficiente
para la salvación se remonta al pasado más remoto del Cristianismo, de forma
que ya en el evangelio de Juan se afirma:
-“en verdad, en verdad os digo, el que
escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no
incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la
vida”[2], y
-“...es necesario que sea puesto en alto
el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él alcance la vida eterna.
Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo
el que crea en él no perezca, sino alcance la vida eterna”[3],
Comentario:
En esta última cita la idea de “salvación” está implícitamente contenida en la
de “conseguir la vida eterna”, lo cual, como ya se ha dicho, no tiene nada que
ver con la idea de “salvación” del Antiguo
Testamento, que se refería a la liberación política-militar del pueblo de
Israel respecto a los diversos pueblos por quienes fue sometido a lo largo de
su historia.
La referencia al “Hijo
del hombre”, nombre ya utilizado en Daniel
de modo misterioso, como si se tratase
de algo muy especial a pesar de que todo somos “hijos del hombre y de la
mujer”, se dirige aquí a Jesús, y la idea de que debe ser “levantado en alto”
se refiere evidentemente a su crucifixión, al sacrificio de Jesús en la cruz,
ese sacrificio para el que no estaba demasiado dispuesto cuando en el evangelio
atribuido a Lucas Jesús trata de
impedir que lo detengan ordenando a sus discípulos que compren espadas para defenderse
de quienes iban a prenderle[4],
un sacrificio del que ya se ha comentado su carácter absolutamente innecesario
en cuanto Dios hubiera podido perdonar directamente –si es que había algo que
perdonar-, sin necesidad de nada más que de su misericordia infinita. Pero la
Ley del Talión, esa ley que el propio Jesús quiso sustituir por la del perdón y
la del amor, exigía de modo paradójico ese sacrificio: Había habido un ofensa,
luego debía haber la reparación correspondiente.
“Quien alcance la salvación por la fe, ese
vivirá”[5].
Comentario:
Aquí nos encontramos ya con un pasaje de Pablo de Tarso, “el apóstol de los
gentiles”, que no llegó a conocer a Jesús, y cuya postura se caracteriza por su
defensa de la fe como vía de salvación espiritual de los hombres en general –y
no sólo de los judíos, como había opinado Pedro teniendo en cuenta la tradición
judía que consideraba a Yahvé como el Dios que había elegido a Israel como su
pueblo, a pesar de que en diversos libros del Antiguo Testamento ya se comenzaba a dar a Yahvé el valor de un
Dios superior a todos los demás dioses[6] y
finalmente a verlo como Dios único[7].
a) “[Nosotros]
alcanzaremos la salvación si creemos en aquel que resucitó de entre los muertos
a Jesús nuestro Señor, entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado
para nuestra salvación”[8],
b) “el hombre
alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”[9].
Comentario:
Se trata de textos similares al anterior, pero que tienen la importante
particularidad de que en el texto a
se afirma la doctrina de la redención, según la cual Jesús murió por nuestros
pecados y fue resucitado para nuestra salvación, lo cual, como ya se ha dicho,
representa la máxima aplicación de la Ley del Talión que el propio Jesús quiso
superar, mientras que el texto b
defiende de manera explícita la nula importancia del cumplimiento de la ley si
falta la fe: Sólo la fe salva. Pero, como a continuación se explica, esta
última doctrina hay que matizarla, pues, a pesar de su apariencia, no significa
una valoración exclusiva de la fe dejando a un lado el cumplimiento de la ley. Pablo
considera que la fe podría no ir acompañada del amor, pero insiste en que la fe
sólo tiene valor cuando tiene sus repercusiones en la conducta de cada uno y
tales repercusiones son las que se relacionan con el amor:
“lo que vale es
la fe que actúa por medio del amor”[10].
Por eso y en relación con esta cuestión puntualiza
en otro momento que podría haber fe sin amor, pero que sólo la fe, unida al
amor, es condición necesaria y suficiente para la salvación:
“aunque mi fe
fuese tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y
aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las
llamas, si no tengo amor, de nada me sirve”[11].
El
significado del amor que debe ir
unido a la fe es precisamente aquél
del que deben emanar las obras
correspondientes, las cuales ya no se realizan por la simple consideración de
la obligación de su cumplimiento material sino porque emanan del amor que a su
vez va ligado a la fe:
“el que ama al
prójimo ha cumplido la ley. En efecto, los preceptos no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y
cualquier otro que pueda existir, se resumen en éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”[12].
En
esta misma carta -y en el conjunto de su correspondencia- defiende esta
doctrina cuando proclama:
“El hombre alcanza la salvación por la
fe y no por el cumplimiento de la ley”[13],
o cuando dice
“si confesares con tu boca a Jesús por Señor y
creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”[14].
Respecto
a estas palabras, comparándolas con los planteamientos de la posterior
“teología católica”[15],
tiene interés reflejar la contradicción de que mientras Pablo de Tarso y
quienes escribieron los evangelios presentan la fe como una opción
personal libre a la que uno podría adherirse o alejarse voluntariamente,
la postura oficial de la jerarquía católica considera de modo dogmático que la
fe, como “virtud teologal”, es un don gratuito que Dios concede a
quien quiere y que, por lo tanto, no depende de una opción personal libremente
elegida.
Cuando se objeta a los defensores de esta última
interpretación que uno no sería responsable de que Dios le hubiera concedido o
no la fe, se le suele responder o bien que Dios da la fe a todos y que es
responsabilidad de uno mismo el recibirla o rechazarla, o bien que, si no tiene
fe, debe pedirla a Dios. Con la primera respuesta consiguen intranquilizar a
personas mentalmente débiles que fácilmente llegan a sentirse culpables de su
falta de fe en lugar de tomar conciencia de que no tienen por qué asumir ni
afirmar como verdad nada que no sepan que lo sea; y, con la segunda, consiguen
convencer a personas igualmente manipulables y propensas al sentimiento de
culpa, las cuales parecen no reparar en que para pedir la fe en Dios, antes
haría falta creer ya en la existencia de ese Dios a quien van a pedirle la fe,
y evidentemente en tal planteamiento existiría un círculo vicioso.
Esta perspectiva, además, está en contradicción con
la doctrina de la jerarquía católica, que entiende la fe como un don del propio
Dios, pero de hecho es la defendida en los evangelios y de manera especial en
las cartas de Pablo de Tarso.
En este mismo sentido se presentan a continuación
algunos otros pasajes del Nuevo
Testamento que defienden esta misma relación entre fe y salvación:
a) “El que cree en él no será condenado;
por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído
en el Hijo único de Dios”[16];
b) “Convertíos y creed en el evangelio”[17].
c) “Y el Señor dijo:
-Si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, diríais a
esta morera: “Arráncate y trasplántate al mar”, y os obedecería”[18].
d) “Sabemos, sin embargo, que Dios salva
al hombre, no por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en
Jesucristo. Así que nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la
salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley.
En efecto, por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación”[19].
Entre
estas citas, aunque todas hacen hincapié en la idea de que la fe depende de una
opción personal, tiene especial interés la última, la de Pablo de Tarso, en
cuanto de manera explícita presenta la fe desde ese mismo punto de vista,
consecuencia de una capacidad de autosugestión, relacionada con una finalidad
interesada y por ello, como diría Kant, de carácter no moral, que
impulsa a abrazar la fe “para alcanzar la salvación por medio de esa fe
en Cristo”.
Evidentemente el punto de vista de Pablo de Tarso -o
de los dirigentes católicos y protestantes- es un absurdo total, al defender
que el hecho de creer sea un mérito para la salvación o para cualquier
otra cosa, puesto que en realidad sería un pecado contra la propia moral
cristiana en favor de la veracidad, ya que la
fe, en ese sentido de actitud personal de esfuerzo por creer como verdadero
en algo respecto a lo cual no se sabe que lo sea, representa una actitud contraria a la veracidad.
Por
otra parte, decir, como Pablo,
“si Cristo no ha resucitado, vuestra fe
carece de sentido”[20],
nos llevaría a tener
que demostrar que, en efecto, Cristo
había resucitado. Pero, además, mientras que sería una paradoja absurda pretender
fundamentar la fe en la resurrección de Cristo en el conocimiento de
que Cristo hubiera resucitado, lo cual implicaría que la fe dejaría de ser fe
para ser conocimiento, sería
igualmente absurdo que se concediese a la fe un mérito especial por ser
aceptada de modo ciego e irracional, y, por ello, si la propia resurrección de
Cristo tuviese que ser objeto de fe, en tal caso la pretensión de Pablo de
Tarso de fundamentar la fe a partir de una fe anterior en la resurrección de
Cristo sería simplemente absurda –y nada meritoria- por incurrir en un círculo
vicioso y por basarse, en último término, en la afirmación dogmática de un
supuesto hecho cuya verdad se desconocía.
En resumen, creer en la verdad de algo que sabemos
que es verdad no parece tener mérito alguno, pues es una actitud espontánea
que ni siquiera depende de la propia voluntad, mientras que creer en algo que
desconocemos que sea verdadero, además de no ser precisamente meritorio, sólo representa
una muestra de falta de rigor intelectual, de obcecación o del deseo de que las
fantasías que nos gustan sean verdaderas.
Tal como se verá a continuación, la carta
de Santiago, a pesar de su
aparente oposición a la doctrina de Pablo de Tarso, en el fondo viene a decir
lo mismo:
“La fe sin obras
está muerta”[21],
pues,
en efecto, al igual que en esta frase, también Pablo, a pesar de su insistencia
en proclamar el valor de la fe, pone como condición para la salvación que la fe
vaya acompañada de amor, el cual se manifestará en el cumplimiento de la ley, resumida
en las palabras de Jesús “Amarás al prójimo como a ti mismo”.
Si hay alguna diferencia entre Santiago y Pablo,
posiblemente consista en que Pablo insiste más que Santiago en que no son las
obras o el cumplimiento de la ley por sí misma lo que salva, sino la fe
acompañada del amor y de la proyección de ese amor en las acciones
correspondientes.
No obstante, para ser
más exactos, hay que decir igualmente que Pablo de Tarso, aunque defiende la
suficiencia de la fe acompañada del amor al prójimo para obtener la salvación,
sustenta al mismo tiempo la doctrina de la predestinación divina, tal como supo
verla en su estudio del Antiguo
Testamento del que cita una frase de Yahvé a Moisés:
“Tendré misericordia de quien quiera y me
apiadaré de quien me plazca”[22].
Sin embargo, donde el planteamiento de Pablo de Tarso es más débil y criticable es en su
argumentación para tratar de fundamentar la fe, pues ésta o bien se fundamenta
en un conocimiento, como podía serlo el de los profetas o se sostiene en la
consistencia de su propio contenido o por su correspondencia con una comprobación
empírica. Ahora bien, la aceptación de un argumento de autoridad, como el de la
inspiración divina de los profetas, habría requerido del conocimiento previo de
que dicha inspiración era auténtica y que no se trataba de un delirio o de
cualquier proyección subjetiva de anhelos, preocupaciones o deseos simplemente
humanos. Por ello, en último término la aceptación de las enseñanzas de los
profetas debía basarse en un acto de fe, pues no había forma de demostrar el
valor objetivo de sus mensajes y enseñanzas. Ahora bien, la aceptación de tales
enseñanzas por un acto de fe implicaba aceptar como verdad algo de lo que no se
sabía que lo fuera, pues, en caso contrario no había que hablar de fe sino de
conocimiento. Pero aquella aceptación, sin una base en el conocimiento, no
podía tener ningún valor moral incluso en relación con la ley de Moisés por la
cual no se debía mentir, en cuanto la fe implicaba una actitud por la que se
afirmaba como verdad el contenido de aquello de lo cual no había conocimiento.
Y así, como era lógico, Pablo de Tarso se refugió en la fe, pero no avanzó –ni
podía avanzar- un solo paso en el encuentro de argumentos, racionales o
empíricos, que avalasen la verdad de aquellos contenidos del cristianismo.
Pablo de Tarso parece
haber estado tan imbuido del pensamiento religioso de Israel que no llegó a
plantearse el problema de saber cómo reconocer que un profeta era realmente un
profeta y hablaba en nombre de Yahvé. Pero, si hubiera sabido que el supuesto
profeta hablaba en nombre de Dios, en tal caso ya no habría necesitado tener fe
en dicho profeta, pues habría tenido conocimiento.
Insistiendo en la
esencial importancia de la fe, Pablo de Tarso escribe:
“Dios salva al
hombre, no por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en Jesucristo.
Así que nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por
medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley. En efecto, por el
cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación”[23].
Comentario:
Se trata de un pasaje que se encuentra en la misma línea que los anteriores
pero explicado con mayor detalle y excluyendo de la salvación a quien pretenda
alcanzarla por el cumplimiento de las leyes morales, pero al margen de la fe en
Jesús.
“Y si por el
delito de uno solo la muerte inauguró su reinado universal, mucho más por obra
de uno solo, Jesucristo, vivirán y reinarán los que acogen la sobreabundancia
de la gracia y del don de la salvación”[24].
Comentario:
En esta ocasión Pablo de Tarso no sólo habla de la salvación como una “gracia”
o como un “don”, sino también del llamado “pecado original”, cuya universalidad
acepta sin justificación de ninguna clase, a pesar de que en el Antiguo Testamento apenas se le había
dado otro valor que el de ser el “primer pecado” y de que por su causa la
muerte se convirtió en destino de todos.
Dicho “pecado original”
podía ser entendido en uno de dos siguientes sentidos:
1) que Eva fue “el
origen” del primer pecado, sin que esto tuviera ninguna trascendencia moral para el resto de la humanidad[25],
o
2) que Eva fue la
primera persona que pecó y cuyo pecado contaminó a toda la humanidad, de manera
que por su causa toda la humanidad nace
en pecado y sólo mediante la aceptación de Jesús mediante la fe el hombre
queda liberado de dicho pecado. Pablo de Tarso introduce aquí la idea del
“pecado original” en ese segundo sentido y de nuevo insiste en él a
continuación de este pasaje:
“así como por el
delito de uno solo la condenación alcanzó a todos los hombres, así también la
fidelidad de uno solo es para todos los hombres fuente de salvación y de vida”[26].
Se trata de un punto de vista absurdo, pero es el
que los dirigentes de la secta católica han defendido sin que sus fieles en
general hayan puesto objeción alguna a esta barbaridad –entre otros motivos
porque su opinión no cuenta para nada en las doctrinas que establecen los
dirigentes de esta secta y sobre todo porque en general su facultad para
razonar acerca de estas cuestiones quedó definitivamente atrofiada cuando a lo
largo de la infancia se les inculcó la doctrina de que lo suyo era tener fe y
que lo propio de lo de los curas y de los obispos era comunicarles en qué
debían creer y qué debían hacer o abstenerse de hacer.
“si proclamas
con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha
resucitado de entre los muertos, te salvarás”[27].
Comentario:
En este texto Pablo recurre nuevamente a la fe
como condición necesaria para la salvación, pero, en lugar de relacionarla con
el supuesto sacrificio de Jesús, la
relaciona con el supuesto milagro de su resurrección.
Uno de los problemas
que plantea este pasaje consiste en que parece defender que el acto de fe es
una cuestión de simple voluntad individual, lo cual está en contradicción con
la doctrina oficial de la Iglesia Católica, que considera que la fe es un don
divino y precisamente por eso la juzga, junto a la esperanza y a la caridad, como
una “virtud teologal”. Y, desde luego, pensando un poco en esta cuestión, puede
comprenderse lo absurdo del planteamiento paulino, pues el hecho de poder
alcanzar la autosugestión respecto a la verdad de cualquier proposición, por
irracional que sea, simplemente presupone la existencia de una capacidad para
cerrar los ojos a la razón y así poder admitir como verdad aquellas doctrinas
cuya aceptación provenga del deseo o del interés que se tenga en que lo sean.
Además, en el caso de
la propuesta de Pablo de Tarso, nos encontramos ante un ejemplo de lo que Kant
llamaría “imperativo hipotético”, que no tendría valor moral alguno por su
carácter interesado, pues, de acuerdo con ella, uno trataría de tener fe por
las consecuencias positivas que derivasen de tenerla y no porque aquello en lo
que se trataba de creer fuera realmente verdadero. Por ello y en contra de esta
propuesta, hay que decir que tal exaltación de la fe, tal invitación a creer
como verdad aquello que se ignora que lo sea es contradictoria con la moral que
predica el deber de ser veraces y, en consecuencia, el deber de no aceptar como
verdad nada que no se sepa que lo es.
Finalmente este pasaje
está en contradicción con otro punto de vista del propio Pablo de Tarso, que es
el de la predeterminación divina, pues el primer y único motivo por el que el
hombre se salva es dicha predeterminación, y una consecuencia de ella será que
el propio Dios concederá la fe para creer en la resurrección de Cristo y en la
salvación mediante la fe a aquél a quien haya predestinado para ser salvado,
pero no la concederá a aquél a quien haya predeterminado a ser condenado.
Parece como si Pablo, a fin de realizar su proselitismo tan fructífero hubiese
“olvidado” dicha doctrina de la predestinación para centrarse en la doctrina de
la fe, entendida además como un acto voluntario y no como una gracia divina.
“Si
Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido”[28].
Comentario:
De nuevo nos encontramos ante otro importante texto de Pablo de Tarso. Según
parece, en relación con la muerte de Jesús sus discípulos difundieron muy
pronto el bulo de que había resucitado y que, si no estaba con ellos,
era porque había sido llevado al Cielo para regresar prontamente a establecer
su reino después de un “juicio universal”.
Esta idea de la resurrección de Jesús fue tan
importante dentro de la dogmática cristiana que Pablo de Tarso llegó a
considerar este supuesto hecho como la piedra angular del cristianismo, hasta
el punto de que la misma fe carecería de sentido si Cristo no hubiera
resucitado. Ahora bien, el hecho de que Cristo hubiera resucitado ¿era una
verdad comprobada? Si lo era, en tal caso ya no era necesaria la fe, puesto que
se tenía el conocimiento de tal verdad, y, si no lo era, en tal caso la
creencia en dicha doctrina no implicaba mérito alguno sino todo lo contrario,
en cuanto uno se mentía a sí mismo tratando d aceptar como verdad algo respecto
a lo cual carecía de fundamento[29].
Pero, de nuevo, como la capacidad humana para razonar y para ser coherente con
la razón en cuestiones relacionadas con las creencias religiosas es tan
insignificante en quien ha sido previamente adoctrinado durante su infancia, no
son muchos los católicos que se han detenido a considerar estas cuestiones
otorgando su confianza a la propia razón en lugar de dársela al obispo de
turno, que predica desde el púlpito de una catedral con estrafalaria vestimenta
de pavo real, pero al margen de cualquier argumentación racional.
Por
su parte, dice Santiago en su carta:
-“por
las obras alcanza el hombre la salvación y no sólo por la fe”[30].
Comentario:
Como ya se ha dicho, este pasaje y otros similares representan un punto de
vista distinto al de Pablo de Tarso –al menos en el énfasis que cada uno de
estos dirigentes pone en la fe o en las obras como llave de la salvación-.
Parece que Santiago pone el énfasis en las obras para contrarrestar el que
había puesto Pablo en la fe, pero no porque no diera importancia a la fe.
El punto de vista que
aparece en la carta de Santiago en
principio podría tener más sentido que el defendido por Pablo de Tarso, pero
conviene tener en cuenta que esta doctrina se la podría criticar por el orgullo
que representa suponer que uno pueda alcanzar la salvación por sus obras, es
decir, por sus propios méritos, en lugar de aceptar que la salvación provenga
de la gracia y de la omnipotencia divinas, que, según indican Pablo de Tarso,
Aurelio Agustín, Tomás de Aquino o Martín Lutero, no pueden estar subordinadas
a ningún mérito humano sino exclusivamente al propio Dios que no estaría
condicionado por nada ajeno a su propia y libérrima voluntad.
Por su parte, Juan escribe:
“envió a su Hijo
para librarnos de nuestros pecados”[31].
Comentario:
Este pasaje habla de “nuestros pecados” y esa expresión no parece incluir el
“pecado original”, aunque tampoco lo excluya de modo explícito. En este punto
esta doctrina podría suponer la superación del absurdo de considerar que exista
un pecado que se herede, aunque el texto no es lo bastante preciso como para
poder afirmar que el autor negase la existencia de tal pecado. En cualquier
caso, el autor sigue incurriendo en el arcaico e irracional prejuicio basado en
la Ley del Talión de considerar que la obtención del perdón requiere de un sacrificio por el cual se pague la culpa que supone el pecado. Pero imaginar al Dios cristiano sediento de sangre o de
cualquier otro tipo de sacrificio para perdonar cualquier supuesto pecado es
contradictorio con su teórica misericordia y amor infinitos, e igualmente sería
infantilmente soberbio considerar que el ser humano fuera capaz de ofender o de
causar el más mínimo daño a una divinidad omnipotente, a pesar de que el
antropomorfismo del Antiguo Testamento
presenta en demasiados momentos a un Dios colérico, vengativo, cruel e iracundo,
como si la obediencia o la insumisión humana pudieran afectarle en su estado
emocional, suposición que se encuentra en contradicción con la teórica inmutabilidad
y omnipotencia divina en cuanto la distancia entre Dios y el hombre sería tan
absoluta que éste no tendría la más remota posibilidad de ofenderle. En este
sentido el refrán que dice: “No ofende quien quiere, sino quien puede”, resulta
en este caso plenamente acertado. Pero lo más absurdo de esta cuestión es que
se olvida que, de acuerdo con la doctrina católica, los actos humanos estarían
predeterminados por Dios, por lo que en el mejor o peor de los casos sería el
propio Dios quien, al ser la causa de las malas acciones del hombre, pecaría
contra sí mismo, lo cual evidentemente es otro nuevo absurdo.
Retomando la cuestión de la relación entre la fe y
las obras, posteriormente Aurelio Agustín
escribió: “Ama y haz lo que quieras”, entendiendo, al igual que Pablo de Tarso,
que del amor brotan espontáneamente las buenas acciones. Por ello a
continuación de esta frase añadió:
“si te callas,
hazlo por amor; si gritas, también hazlo por amor; si corriges, también por
amor; si te abstienes, por amor. Que la raíz de amor esté dentro de ti y nada
podrá salir sino lo que es bueno”[32].
Por su parte y en relación con el tema de la salvación, Tomás de Aquino se había opuesto al punto de vista de Orígenes que
consideraba que el hombre podía salvarse por sus méritos. Tomás de Aquino
replicó que todo dependía de la predestinación divina, la cual no podía
depender de nada ajeno al propio Dios, ni siquiera de los méritos humanos sino
sólo de la exclusiva voluntad divina[33].
En el siglo XVI Martín Lutero, que había sido fraile
agustino, en una carta a Melanchthon le escribió su conocida frase: “Pecca
fortiter, sed crede fortius” (“Peca fuertemente, pero cree más fuertemente”).
Una lectura superficial de esta frase podría sugerir que Lutero valoraba
exclusivamente la fe y quitaba cualquier importancia a las acciones, pero en
realidad lo que quiso decir es que el hombre no puede salvarse por sus
acciones, pues éstas son siempre defectuosas –tal como después aceptó
igualmente Kant, negando que el ser humano fuera capaz de realizar un solo
“imperativo categórico” perfecto-. Por ello, aunque el hombre luchase por obrar
rectamente, su salvación no podía venir de sus actos sino sólo de la fe,
concedida por el propio Dios y con ella la salvación.
Y de este modo Pablo de
Tarso, Aurelio Agustín, Tomás de Aquino y Martín Lutero coinciden en que el
hombre es incapaz de salvarse por sí mismo, pues todo depende de la
predeterminación divina. Sin embargo, mientras Lutero considera además que el
hombre es pecador y que por ello es incapaz de merecer por sí mismo la
salvación, Tomás de Aquino no rechaza que el hombre pueda hacer méritos para su
salvación, al margen de que tales méritos no condicionen en ningún caso la
predeterminación divinas, y en este punto coincide con Pablo de Tarso, quien, a
pesar de su insistencia en la suficiencia de la fe, en su carta a los Romanos defiende igualmente la
predestinación basándose en pasajes bíblicos como el que dice:
-“las decisiones
divinas no dependen del comportamiento humano, sino de Dios”[34]
-“Dios muestra
su misericordia a quien quiere y deja endurecerse a quien le place”[35]
No obstante, Pablo de Tarso concede cierto
protagonismo al hombre cuando considera que el cumplimiento de la ley es el
“acompañante” que conduce hasta Cristo para “alcanzar así la salvación por
medio de la fe”, y en este sentido escribe:
“La ley nos
sirvió de acompañante para conducirnos a Cristo y alcanzar así la salvación por
medio de la fe. Pero al llegar la fe, ya no necesitamos acompañante”[36].
Pero,
si la salvación se obtiene por la fe, y la fe es un don de Dios, cuyas
“decisiones […] no dependen del comportamiento humano”[37],
entonces, como se ha dicho antes, Pablo de Tarso se contradice en este punto,
de manera que ese “acompañante”, el cumplimiento de la ley, de nada sirve en el
caso de que Dios haya determinado no conceder la fe. Y éste es, como ya se ha
dicho, un punto de vista compartido por Tomás de Aquino[38].
En efecto, el tema de
la libertad se enfocó también en el cristianismo desde la problemática de la salvación y la de la predestinación, y en estas cuestiones,
frente a otras opiniones heterodoxas
como la de Pelagio (360-425), que
había defendido la tesis de que el hombre se salva por sus méritos y se condena
por sus culpas, venció la tesis de que toda salvación viene de Dios y no de los
méritos procedentes del buen uso de la libertad por parte del hombre. Complementariamente
se defendió la tesis de que Dios ha predestinado a los hombres desde la
eternidad para su salvación o reprobación. Mediante esta tesis quedaba a salvo
la omnipotencia divina, aunque el protagonismo del hombre respecto a los actos
realizados por él así como el valor de tales actos desaparecían por completo.
Los planteamientos
tomistas -al igual que los de Aurelio Agustín- se mantuvieron en esta línea ortodoxa, y contribuyeron a su fijación
como doctrina oficial de la iglesia católica.
Por
lo que se refiere al tema de la salvación,
Tomás de Aquino, criticando a Pelagio, consideró que el hombre era incapaz de
conseguir la bienaventuranza por sus propios méritos y que sólo el auxilio
divino podía llevarle a alcanzar este objetivo[39];
que nadie merecía por sí mismo dicho auxilio[40];
y que desde la eternidad Dios determinó a quiénes concedería dicho auxilio y a
quiénes lo negaría para que en unos casos brillase su misericordia y en otros
su justicia (?):
“Mas como quiera
que Dios, entre los hombres que persisten en los mismos pecados, a unos los
convierta previniéndolos y a otros los soporte o permita que procedan
naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y
no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad, del mismo modo que
dependió de su voluntad el que, al hacer todas las cosas de la nada, unas
fueran más excelentes que otras; tal como de la simple voluntad del artífice
nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos
para usos nobles y otros para usos bajos”[41].
Por lo que se refiere de manera más concreta al tema
de la predestinación, la postura de
santo Tomás es idéntica a la de los luteranos y los calvinistas en cuanto
defiende que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por
Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina esté a
su vez causada por los méritos del hombre:
“Y como se ha
demostrado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación
divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del
fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la
eternidad por su sabiduría [...], es necesario que dicha distinción de hombres
haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que
designó de antemano a algunos desde la eternidad para dirigirlos al fin último,
se dice que los predestinó [...] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no
había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió [...] Y puede
también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa
ciertos méritos humanos, no sólo porque la gracia de Dios, que es efecto de la
predestinación, no responde a mérito alguno, pues precede a todos los méritos
humanos [...], sino también porque la voluntad y providencia divinas son la
causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y
providencia divinas”[42].
Por extraña y absurda que pueda parecer la doctrina
de la predestinación, hay que tener
en cuenta que sólo ella -tal como Tomás de Aquino comprendió- podía dejar a
salvo la omnipotencia divina, ya que,
de lo contrario, la voluntad divina quedaría subordinada a las acciones y a los méritos del hombre. Sin embargo,
esta doctrina tiene el inconveniente de convertir al hombre en una especie de
marioneta cuyas acciones sólo aparentemente son suyas y, por lo tanto, no
deberían repercutir en ninguna clase de mérito
o de culpa por cuanto en último
término no dependerían de él sino de la voluntad de Dios.
En
relación con esta cuestión podría plantearse un diálogo imaginario entre un
ateo y un obispo, aplicable igualmente a cualquiera de los misterios que los
dirigentes católicos pretenden que sean “creídos” por sus “fieles” y por todo
el mundo, pues por esos se llaman “católicos”.
El obispo podría decir:
-No
trates de razonar sobre los dogmas de la Iglesia porque son misterios”.
Y
el ateo podría responderle:
-Pero, si son misterios, es decir, si la razón no
puede llegar a comprenderlos, ¿podrías explicarme cómo has llegado tú a saber
que son verdaderos?”
-¿Para qué te crees que está la fe? La fe la da Dios
y su valor es infinitamente superior al de la razón y, en este sentido además,
como ya decía “San Agustín”, para entender algo hay que comenzar creyendo. Por
eso escribió: “nisi credideritis non intelligetis”, es decir, “si no creéis, no
entenderéis”.
-¡Vaya solución la de tu amigo! Me parece que eso es
una aberración, pues para creer algo necesitaré tener argumentos o razones que
justifiquen mi decisión a favor de la doctrina de que se trate. Es absurdo
pretender lo contrario. ¿Qué valor concedería a la veracidad si asintiese a
cualquier doctrina sin contar al menos con un argumento serio en su favor? ¿Cómo
podría aceptar los dogmas de tu iglesia o los de cualquier otra sin atentar
contra el precepto de ser veraz? Comprende que dicho principio me exige que
sólo otorgue mi asentimiento a las proposiciones que se me presenten como verdaderas,
pero que no asuma como verdadero aquello que otro me diga por el simple hecho
de que me asegure que ha hablado con Dios o que hay en su interior una especie
de lucecita que le dice “¡esto es verdad!”. Además, ¿cómo se pueden aceptar
como verdad doctrinas que no sólo son incomprensibles sino que incluso van en
contra de la propia razón?
Y el obispo podría responder:
-Para alcanzar esas verdades debes comenzar aceptando
la fe en Cristo para, a continuación, aceptar que el Papa y los cardenales de la
Iglesia Católica están inspirados por el Espíritu Santo cuando proclaman un
dogma de fe.
-¿No te das cuenta de que incurres en un círculo
vicioso? Si al menos inicialmente me justificases de algún modo todo lo que
decís respecto a Cristo y a sus supuestos representantes, todo lo demás sería
muy sencillo, pero lo más absurdo es que pretendas justificar el valor de la fe
a partir de esa misma fe. ¿No te das cuenta de que eso no tiene ningún sentido?
Pero, además, el problema se complica todavía más, en cuanto, si me dieras un
argumento lógico a favor de esas creencias iniciales, la fe dejaría de ser fe
para convertirse en conocimiento, mientras que, si no me lo dieras, la fe
representaría un desprecio de la veracidad y un suicidio de la razón.
-Ya te he dicho que el mérito de la fe consiste en
aceptar doctrinas que son incomprensibles para el ser humano. ¿Qué mérito
tendría creer aquello que estás viendo o aquello que comprendes por la razón?
Recuerda que cuando el apóstol Tomás manifestó su incredulidad respecto a la
resurrección de Jesús, éste, después de mostrarle las heridas, le dijo:
“-¿Crees porque me has visto? Dichosos
los que creen sin haber visto”[43]
-Sí, eso pone el evangelio de Juan, pero también
dice que, cuando Jesús se presentó en la casa en donde se encontraban los
apóstoles, le dijo a Tomás:
“-Acerca tu dedo y comprueba mis manos;
acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo sino creyente”[44].
Date
cuenta de cómo, a pesar de que Jesús le pide a Tomás que sea creyente,
previamente le ha mostrado una prueba de que ha resucitado, con lo cual está
defendiendo la postura según la cual el asentimiento a cualquier doctrina debe
venir precedido de una comprobación racional o experimental, de manera que no
se puede creer cualquier cosa y mucho menos considerar que una creencia
injustificada se corresponda con un mérito especial, sino, como ya te he dicho,
con una falta de rigor intelectual, con una falta contra la veracidad.
Además, fíjate: ¿Por qué crees que la Ciencia ha
avanzado tanto en los últimos siglos? ¿Te parece que ha avanzado a costa de
actos de fe o por la utilización de la razón y de la experiencia? ¿No te das
cuenta de que incluso para abandonar la razón y sustituirla por la fe
necesitaría tener una razón y
que por ello mismo la fe seguiría estando subordinada a la razón?
-Si sigues por ese camino, no llegarás a ningún
sitio. No tienes más opción que guiarte por la soberbia de tu razón, tan
insignificante, o acogerte a la fuerza de la gracia divina y de la fe. Tú
sabrás lo que haces.
-Te entiendo: La razón o la fe irracional, la
comprensión o el ciego dogmatismo y el fanatismo; dirigir mi vida desde mi
débil racionalidad o renunciar a esa pequeña luz para dejar que tú y tu gente
la dirijáis con vuestras consignas, misterios, dogmas, mitos y prejuicios. Pues
todo eso que ponéis en el terreno de la fe, todo eso a lo que llamáis
“misterio” coincide en muchas ocasiones con lo que en Lógica se llama
“contradicción”. Y pretender que acepte como verdad esas contradicciones es
pretender que renuncie a mi razón para convertirme en un manso cordero o borrego
fiel, sometido a vuestras órdenes, dispuesto a comulgar con ruedas de molino.
Por cierto, una fe de esa clase fue la que propició que en año 1978 más de 900
personas se suicidasen en Guyana, obedeciendo la invitación de su jefe
espiritual, el “reverendo” Jim Jones.
-¡Por favor! ¡Qué comparaciones tan absurdas! ¡Ése
era un loco, pero nuestra palabra es la palabra de Dios! ¡Allá tú y tu soberbia
racionalista si no quieres escuchar! Además, ¿acaso no conoces los milagros
realizados por Dios, por la Virgen y por los santos?
-He oído hablar de sucesos milagrosos pero no he
sido testigo de ninguno. Además, he oído hablar de ellos no sólo en tu religión
sino en todas las que conozco. Así que con ese argumento tendría que aceptar
que todas las religiones son verdaderas.
-Ten en cuenta que los milagros de Lourdes o de
Fátima son auténticos milagros y no mentiras como las de los embaucadores de
otras religiones. ¿No te das cuenta de que la propia grandiosidad del santuario
de Lourdes y los miles de personas que acuden allí continuamente sería incomprensible si no fuera por los
milagros que la Virgen ha realizado en quienes acuden a ella con auténtica fe?
-De acuerdo. Ya sé que Lourdes está siempre muy
concurrido y que se habla de que allí en alguna ocasión ocurren milagros. Pero,
¿por qué ésa a quien llamáis “la Virgen María” se preocuparía de ayudar a un
paralítico con dinero suficiente para viajar a Lourdes y no se iba a preocupar
de los miles de niños que cada día mueren de hambre en África o en otros
lugares del mundo y que no pueden viajar a Lourdes porque no tienen dinero ni
para un plato de comida? ¿Por qué para obtener los favores de la Virgen habría
que acudir a Lourdes o a algún otro santuario especial? ¿Acaso la Virgen no
podría hacer esos milagros en cualquier lugar de la tierra, en cualquier
iglesia donde la veneren o donde de verdad se necesiten?
-¿Quiénes somos nosotros para pedir cuentas a Dios o
a la Virgen de los motivos de sus decisiones y de sus milagros?
-Sinceramente, debo decirte, por si nunca lo has
pensado, que los milagros contradicen la omnipotencia y la omnisciencia de Dios
y, por ello, es absurdo aceptar la existencia tales milagros.
-Pero, ¿qué barbaridades dices? ¿Por qué Dios no iba
a poder hacer milagros siempre que quisiera? ¿Acaso no es omnipotente?
-En apariencia eso que dices está muy bien, pero
piensa que, de acuerdo con vuestra “teología”, Dios por su omnipotencia y por
su omnisciencia ha programado desde la eternidad todos los acontecimientos del
Universo, incluidas las acciones del hombre.
-¿Acaso Dios no es libre para hacer lo que quiera en
cualquier momento?
-Sí, ya sé que vuestros teólogos dicen que es
absolutamente libre. Sin embargo, también defienden que es inmutable.
-¿Y qué problema hay con tal doctrina?
-Pues es muy sencillo. El problema consiste en que
si Dios lo ha programado todo desde la eternidad, su inmutabilidad junto a su
infinita sabiduría implican que lo que ha programado sucederá tal como lo programó,
de manera que los supuestos milagros implicarían que, debido a los rezos de
algún ser humano, Dios se arrepentía de alguno de los sucesos que había
programado y lo corregía mediante un “milagro” por el que cambiaba sus planes
eternos (?). Pero la aceptación de tal corrección implicaría la “herejía”, como
vosotros la llamaríais, de negar la omnisapiencia y la inmutabilidad divina.
-¿Cómo te atreves a juzgar los motivos de Dios en
lugar de humillarte ante él y reconocer tu impotencia para llegar a comprender
las causas de sus actos?
-¡Por favor! Yo no juzgo “los motivos de Dios”, pues
para eso tendría que comenzar por aceptar que existe un ser al que te refieres
con la palabra “Dios”. Yo parto simplemente de mi propia ignorancia y de mi
aspiración a llegar a conocer algo. Pero no pretendo ocultar mi ignorancia con
supuestas “verdades de fe.
-¡Dejemos el tema! ¡Ya veo que no tienes remedio! ¡Somos
los auténticos enviados de Cristo y los que enseñamos su palabra! ¡Recuerda que
podemos excomulgarte y privarte de la eterna salvación!
-¿Quieres decir que la famosa “redención” de Cristo
es papel mojado? ¿De nada sirve esa redención sin que vosotros deis vuestro
“visto bueno”? ¿Debo someterme ciegamente y aceptar las doctrinas que vosotros
queráis imponer? Si no haces otra cosa que afirmar dogmáticamente, enfadarte
por mis opiniones o por mis preguntas, y amenazarme con vuestro Infierno,
entonces muy poco podremos avanzar. Así que vive como mejor te plazca, pero no
pretendas imponerme tus “creencias” –si es que de verdad las tienes-, pues es
inadmisible que trates de adoctrinar a los niños en ideas que ni tú mismo
entiendes y que encima digas que el mérito principal de la fe consiste
en una actitud por la que uno se esfuerza en creer lo que no sabe, en
aceptar como verdad aquello que desconoce que lo sea.
Un
diálogo como éste reflejaría adecuadamente la repuesta de los caciques de la
Iglesia Católica a estas críticas y podría alargarse indefinidamente, pero
sería estéril pues el obispo es incapaz de entrar en el juego del razonamiento
y simplemente exige la fe en él en cuanto ése es el juego que han seguido a lo
largo de la historia para atemorizar a la gente y para hacerles creer en una
vida mejor mientras en ésta sufren por las enfermedades, por el hambre y por la
muerte, mientras que los obispos viven rodeados de lujos en suntuosos palacios,
lo cual demuestra con claridad que ni ellos mismos se creen las doctrinas que
pretenden imponer.
Veracidad y fe.
Por otra parte, en cuanto la fe se entiende como el
resultado de una opción personal por la que se asume como verdad una doctrina
en relación con la cual no existe evidencia alguna en su favor, desde una
perspectiva como la de la misma moral cristiana tal opción debería considerarse
inmoral, en cuanto representa una actitud contraria a la veracidad y en cuanto la veracidad es una de las
normas de la moral cristiana. En efecto, mientras la veracidad consiste en aquella
disposición por la que se pretende aceptar como verdad exclusivamente aquello
que lo sea, la fe implica aquella
actitud por la que se intenta aceptar ciegamente como verdad mediante un
ejercicio de autosugestión algo que en realidad se desconoce que lo sea.
Desde este punto de vista, que es el que aparece en
los Evangelios y en los escritos de
Pablo de Tarso, la creencia en los diversos dogmas y misterios afirmados por la
jerarquía católica implicaría un desprecio de la veracidad, es decir,
del octavo mandamiento de las tablas de Moisés, el cual es incompatible con
una valoración positiva de la fe en cuanto ésta pretende que se acepten
como verdad doctrinas cuya verdad se desconoce, hasta el punto de que la misma
jerarquía católica los considera “misterios”, es decir, doctrinas cuya verdad
sobrepasa las posibilidades de la razón humana para comprenderlas.
Esta manera de entender la fe, como una opción
personal, es la que se sobreentiende en la famosa “apuesta de Pascal”, quien
consideraba que ante la duda de si Dios existe o no, la apuesta no podía ser
dudosa: Había que apostar en favor de la existencia de Dios, es decir, había
que someterse a la fe en él, pues, aunque no existiera, nada se perdía
con haber creído, mientras que, si existiera, se habría ganado todo,
precisamente por haber tenido fe. Pero esta “apuesta” dice muy poco en favor de
Pascal desde el punto de vista de su concepto de esa divinidad en la que “convenía” creer. Sería realmente triste
que dicha divinidad juzgase, salvase o condenase a alguien por el hecho de que se
guiase de su propia racionalidad a la hora de afirmar o negar su existencia, o
de abstenerse de juicio mientras no tuviera bases suficientes para afirmarla o
para negarla.
En relación con la actitud que debe mantenerse
respecto a la fe en su relación con la veracidad tiene interés reflejar las
palabras de B. Russell cuando escribe:
“el verdadero precepto de la veracidad
[...] es el siguiente: ‘Debemos dar a toda proposición que consideramos [...]
el grado de crédito que esté justificado por la probabilidad que procede de las
pruebas que conocemos’”[45].
Sin
embargo, parece que los dirigentes católicos pretenden conseguir con sus
“verdades de fe” determinados objetivos como los siguientes:
1) Presentarse a sí mismos como portadores de un
mensaje misterioso, pero necesario para la obtención de la “eterna salvación”;
2) Aparentar ante la gente que ellos están en
contacto directo o indirecto con un Dios que les informa de sus mensajes y
doctrinas para que las prediquen a los hombres;
3) Proteger sus propias doctrinas de cualquier
crítica contraria a partir de una supuesta autoridad sobre los “fieles” de su
iglesia, pues, cuando tales contenidos puedan ser racionalmente criticables, la
mejor forma de mantener su autoridad acerca de su valor es recurrir a la autoridad
divina, de la que supuestamente ellos serían los “embajadores” y “pontífices”
–hacedores de puentes-, entre su Dios y el resto de los mortales, como si Dios
–en el caso de que existiera y fuera omnipotente-, no hubiera tenido poder
suficiente para comunicarse directamente con cada uno de los seres humanos.
En relación con este punto tiene interés hacer
referencia al punto de vista de Tomás de Aquino (siglo XIII) respecto a las
relaciones entre la razón y la fe, quien a pesar de aceptar el valor de
la razón para los avances científicos, consideró que siempre que la razón condujese
a una conclusión contraria a la fe, eso era una señal inequívoca de que la
razón se había equivocado en sus conclusiones y, en consecuencia, había que
desechar el valor de tales conclusiones racionales. Desde un planteamiento
semejante, sumado al enorme poder político que el cristianismo durante aquellos
siglos, puede explicarse la sangrienta labor de la “Santa Inquisición” contra
todo aquél que se atreviese a pensar libremente y sin someterse a las “verdades
oficiales” del cristianismo. Se explica igualmente que la Iglesia Católica
condenase formalmente a Galileo en el año 1.633 por haberse atrevido a defender
el heliocentrismo, doctrina que se oponía a las enseñanzas de la Biblia y que por ello mismo había que
considerar “herética”.
Por otra parte, los dirigentes católicos, si más
adelante advierten que les conviene corregir alguna doctrina en cuanto la
Ciencia haya puesto claramente de manifiesto su falsedad, en tal caso y para no
perder autoridad entre sus fieles, tratarán de amoldarse a las evidencias
científicas considerando que su anterior doctrina se había interpretado mal o
que se trataba de una metáfora, o se servirán de cualquier otra explicación que
les permita seguir afirmando dogmáticamente lo que le convenga, sin que
la Ciencia o la razón puedan quitarles autoridad, tal como sucedió en el caso
de la defensa del heliocentrismo o como en el de la defensa del evolucionismo
por parte de Darwin en el XIX, teoría científica contra la que el
fundamentalismo cristiano sigue dando sus agónicos coletazos mediante su actual
defensa recalcitrante del mito creacionista.
En definitiva, ¿qué autoridad podrían tener los
dirigentes católicos para exigir que se tuviera fe en sus palabras y en sus
dogmas? Ninguna otra que sus propias palabras sin fundamento de ninguna clase,
ya que, si nos remontamos a la Biblia como
“libro sagrado”, premisa esencial de la fe cristiana, simplemente nos
encontramos con mitos o con narraciones que en muchas ocasiones se contradicen
con otras pero que en ningún caso se fundamentan en la razón ni en una supuesta
autoridad que deba ser reconocida porque así lo quieran los dirigentes de esta
secta.
En cuanto la fe y la religión en general van ligados
al fanatismo y a la intolerancia, habría que concienciar a la sociedad de la
conveniencia de desenmascarar a quienes, después de tantos siglos de fraudes,
robos y asesinatos, todavía pretenden seguir manipulando a niños y jóvenes para
conseguir con ellos el reemplazo de quienes, gracias a la fuerza de la cultura
y de la racionalidad, se han ido liberando de sus garras[46].
Fe y veracidad como actitudes contradictorias.
Como ya se ha visto, de acuerdo con muchos de los
planteamientos anteriores los dirigentes de la Iglesia Católica consideran la fe
como una condición necesaria para
la salvación, pero al mismo tiempo y de acuerdo con los mandamientos de
Moisés exigen igualmente no mentir o, lo que es lo mismo, ser veraces.
Ahora bien, en cuanto la fe
implica aceptar como verdad algo de lo que no se sabe que lo sea, mientras
que la veracidad implica reconocer como verdad sólo aquello de lo que se
sabe que lo es, estas actitudes son realmente contradictorias
entre sí.
¿Podrían los agentes del Vaticano defenderse de la
crítica a su doctrina acerca de deber de
someter la razón a la fe, es decir, a la aceptación irracional de aquellos absurdos
o simples doctrinas que ellos decidan que hay que creer sin mostrar prueba
alguna de su verdad?
Ante esta situación de perplejidad por la
contradicción de sus doctrinas y por su obstinación en que deben ser creídas,
a pesar de lo que diga la razón o el simple sentido común, los oligarcas de la
Iglesia Católica declaran con insistencia que hay que creer en las doctrinas
que ellos proclaman argumentando que se encuentran por encima de la razón
humana y que ellos conocen por inspiración divina.
Su desprecio de la razón humana pudo comprobarse una
vez más en la encíclica Fides et ratio de Karol Wojtyla (alias Juan Pablo II), en la que este señor,
máximo dirigente de la Iglesia Católica, criticó la filosofía cartesiana y la
de la Ilustración del siglo XVIII, incluida la del propio Kant, teniendo el
atrevimiento de llamar a la filosofía de esa época ¡“ideología del mal”!, a
pesar de que Descartes fue un sumiso servidor de la Iglesia Católica y a pesar
de que Kant creía en la existencia de Dios e incluso la veía como el tercer
“postulado de la razón práctica”, aunque criticase la “teología racional”.
Parece evidente que si el señor Wojtyla criticó a Descartes y a los filósofos
que después le siguieron fue especialmente porque dejaron de aceptar que la
Filosofía siguiera siendo la “sierva de la Teología” (“ancilla Teologíae”) y
comprendieron que la Filosofía debía construirse sin prejuzgar nada o, como
dijo Descartes, desde una duda metódica absoluta acerca de las enseñanzas
recibidas hasta que alcanzase una evidencia absoluta acerca de su verdad,
evidencia que no podía provenir de la fe sino de una intuición racional. En
este sentido, la primera y fundamental regla del método cartesiano, la “Regla
de la evidencia”, consistía en lo siguiente:
“No admitir
jamás como verdadero cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era; es
decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender
en mis juicios más que lo que se presentare a mi espíritu tan clara y
distintamente que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda.”
Evidentemente,
con la claridad y la distinción a la que Descartes hacía referencia al definir la
intuición no aludía a ningún tipo de “fe”, sino a una intuición de carácter intelectual,
la cual tenía su origen en las luces
de la sola razón.
Es cierto, por otra parte, que Descartes no tan valiente
como para enfrentarse con la Iglesia Católica y que, por miedo al enorme poder
de esa organización, no se atrevió a
someter las creencias religiosas al tribunal de la razón e incluso renunció a defender
el heliocentrismo al conocer la condena de Galileo. Pero, en cualquier caso, lo
que más molestó al señor Wojtyla fue la valoración cartesiana de la razón que fue
recobrando la fuerza que había tenido en sus primeros siglos y que
progresivamente se fue liberando de la fuerza represiva de las autoridades
religiosas que imponían a la sociedad qué doctrinas debían aceptar y qué
doctrinas debían rechazar. Dicen que la ignorancia es atrevida y, desde luego,
el señor Wojtyla fue un buen ejemplo de ello, pues en aquel siglo XVII la Iglesia
Católica se atrevió a condenar a Galileo simplemente porque fue un científico
extraordinario y no tuvo inconveniente en defender doctrinas contrarias a las
defendidas en la Biblia, no porque Galileo fuera contrario a la
religión sino porque por encima de todo buscaba la verdad hasta el punto de
haber creado el método experimental, tan decisivo para el desarrollo de la
Ciencia a lo largo de los últimos siglos.
Lo más grave para el arrogante orgullo de los caciques de la Iglesia
Católica fue que Galileo estaba en lo cierto y que la Biblia, ¡palabra de Dios!, estaba equivocada.
[1] Romanos 3:27-28.
[2] Juan, 5:
24.
[3] Juan,
3:14-17.
[6] “El Señor, el
Dios de los dioses, habla y convoca a la tierra desde oriente a occidente” (Salmos 50:1).
[7] “[Ezequías oró
así] -Señor, Dios de Israel, que te sientas sobre los querubines, tú eres el
Dios de todos los reinos de la tierra, tú has hecho el cielo y la tierra […] Te
suplico, Señor, Dios nuestro, que nos libres de su poder [del de los reyes de
Asiria], para que todos los reinos de la tierra sepan que tú, Señor, eres el
único Dios” (2 Reyes, 19:15).
[12] Romanos, 13:8-9. Además y como
confirmación del valor de este punto de vista puede hacerse referencia a otro
pasaje como el siguiente:
“Entonces, ¿qué? ¿Nos entregaremos al
pecado porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡De ninguna manera!
Sabido es que si os ofrecéis a alguien como esclavos y os sometéis a él, os
convertís en sus esclavos: esclavos del pecado, que os llevará a la muerte; o
esclavos de la obediencia a Dios, que os conducirá a la salvación.
Pero, gracias a Dios, vosotros que erais
antes esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón la doctrina que os ha
sido transmitida, y liberados del pecado os habéis puesto al servicio de la
salvación” (Romanos, 6:13-18).
Ya antes, en diversos libros del Antiguo Testamento y en los evangelios,
se había defendido esta misma máxima defendida por Pablo de Tarso: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo”.
[13] Romanos 3:27-28.
[14] Romanos,
10:9.
[15] Escribo estos
términos entrecomillados porque de este modo quiero expresar que me parece tan
absurdo afirmar la existencia de “un conocimiento racional de Dios” como afirmar
la existencia de “un conocimiento de lo inexistente”, como lo sería lo referente
a ese supuesto Dios, que se ha mostrado como contradictorio o como simplemente
antropomórfico.
[16] Juan, 3:18.
[17] Marcos, 1:15.
[18] Lucas, 17:6.
[19] Pablo: Gálatas,
1:16. La cursiva es mía. El valor absoluto que Pablo concede a esa fe para
conseguir la salvación aparece de manera inequívoca en diversos pasajes de sus
cartas, como los siguientes: Romanos,
3:28, Romanos, 10:10, Gálatas, 3: 24-25 y Filipenses, 3:9.
[20] I Corintios, 15:17.
[22] Romanos, 9:15.
[25] En Eclesiástico, una obra de la Biblia
perteneciente al siglo II a. C., se dice: “Por la mujer comenzó el pecado, por
culpa de ella morimos todos” (25:24). Este pasaje, que hace referencia a la
doctrina según la cual, mientras Adán y Eva estuvieron en el paraíso no estaban
condenados a tener que morir, pero que a raíz de su desobediencia a Dios fue
expulsada del paraíso y condenada entre otras cosas a tener que morir, pudo ser
en cierto modo un motivo para que posteriormente surgiera la idea mucho más
grave de que la mujer era la causa de que todo los seres humanos nacieran con
el pecado original. Pero evidentemente Eva no era culpable de la presencia de
la muerte en el mundo; si acaso, de la suya propia, y ni siquiera, teniendo en
cuenta que todas las acciones humanas habrían estado predeterminadas por
Dios.
[27] Romanos, 10:9.
[28] Pablo: 1 Corintios, 15:17.
[29] Un análisis detallado de
la problemática que plantea la valoración moral de la fe puede encontrarse en
este mismo trabajo, en el capítulo correspondiente.
[38] Así, por
ejemplo, en los capítulos 89 y 90 del libro III de la Suma contra los gentiles, Tomás de Aquino, criticando a Orígenes
(185-254), defiende la tesis de que Dios no sólo es la causa de la existencia
de la voluntad humana como potencia, sino también la causa de las elecciones concretas de la
voluntad:
“Algunos, no entendiendo cómo Dios puede
causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se
empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en
nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de
querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello. Así lo
expone Orígenes [...].
De esto parece haber nacido la opinión
de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el
libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los sucesos
exteriores. Pues quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo,
enriquecerse o edificar, no siempre lo podrá alcanzar [...].
Todo lo cual, en verdad, está en abierta
oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se dice en Isaías: Todo
cuanto hemos hecho lo has hecho tú, Señor. Luego no sólo recibimos de Dios la
potencia de querer, sino también la operación”.
Así pues, la perspectiva de teólogos
como Orígenes salvaría la libertad
del hombre, pero no la omnipotencia divina, mientras que desde la perspectiva
de Tomás de Aquino se salvaría la
omnipotencia divina pero no la libertad humana.
Insistiendo en este mismo punto de
vista, añade Tomás de Aquino un poco más adelante: “Dios es causa no sólo de
nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”. Y en el capítulo siguiente
concluye así: “Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de
nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina
providencia”.
[40]O.c., c. 149.
[41]O.c., c. 161. La influencia de San Pablo sobre estos
planteamientos parece evidente, pues en su Epístola
a los Romanos escribió lo siguiente: “¿Acaso la figura plasmada dirá a su
plasmador: ‘¿por qué me hiciste así?’ ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el
barro para hacer de la misma masa un vaso para honor y otro para afrenta? (Romanos,
9:20-21). Por su parte, Nietzsche critica estos
planteamientos cuando escribe: “Demasiadas cosas le salieron mal a ese alfarero
que no había aprendido suficientemente el oficio. Pero eso de vengarse en sus
cacharros y en sus criaturas, porque le habían salido mal a él, eso fue un
pecado contra el buen gusto” (Así
habló Zaratustra, p. 289. Planeta-De Agostini, Barcelona, 1992).
[42]O.c., c. 163.
[45] Ibídem.
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