“EL PECADO ORIGINAL”… Y TAN ORIGINAL
Antonio
García Ninet
Doctor en Filosofía
Crítica de la contradicción del llamado
“pecado original” con el que todos habríamos nacido, pues, en cuanto el
concepto de pecado hace referencia a una acción voluntaria en contra de la
ley divina, en el momento
de nacer nadie ha realizado acción alguna, ni buena ni mala.
Desde
el Concilio de Cartago a finales del siglo IV, la jerarquía cristiana
afirma como dogma de fe la existencia de un “pecado” cometido por Adán y
Eva, que se transmitiría al resto de la humanidad con la excepción de
María, la madre de Jesús.
CRÍTICA:
Lo más probable es que la idea de una falta o de un pecado como ése se debiese
al hecho que el pensamiento de Israel y, como consecuencia, el cristiano se
habían preguntado por la causa de sus continuos padecimientos en la vida (las enfermedades,
el hambre, los conflictos bélicos y el sufrimiento en general) y por la causa
de la muerte. El pensamiento de entonces, ligado a la fantasía, del mismo modo
que había llevado a los hombres a una interpretación antropomórfica de toda esa
serie de fenómenos considerando que estaban provocados por seres invisibles
dotados de poderes extraordinarios, igualmente condujo al pueblo de Israel a
pensar que el daño que sufrían debía de ser un castigo derivado de alguna
ofensa contra Yahvé, considerando que sólo mediante determinados rituales y
sacrificios podrían aplacar su ira y conseguir su perdón.
La absurda doctrina de la jerarquía católica, que
considera que el supuesto pecado original se trasmite de padres a hijos desde
Adán y Eva, de quienes descenderíamos todos, fue defendida inicialmente en el
primer libro de la Biblia, en Génesis, donde se dice:
-“A
la mujer [Yahvé] le dijo:
Multiplicaré
los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor; desearás a tu marido,
y él te dominará.
Al
hombre le dijo:
Por haber hecho
caso a tu mujer y haber comido del árbol prohibido, maldita sea la tierra por
tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida […] Con el
sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de la que
fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás”[1].
Es evidente que lo que
pretendía el autor de este pasaje era buscar una explicación al hecho de los
diversos sufrimientos que los seres humanos padecen a lo largo de su vida
(dolor, hambre, lucha por la vida y la misma muerte como resultado último
inexorable) y, por ello, ofreció una primera explicación, mítica sin duda, de
los diversos males que padecía la humanidad y de la misma muerte, pero no
porque la culpa de Adán y Eva se transmitiese al conjunto de su descendencia
sino porque, como consecuencia de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, su
descendencia ya no pudo gozar de los bienes que ellos habían disfrutado
mientras vivieron en él.
El ser humano había tratado de encontrar una
explicación para estos hechos que en apariencia al menos parecían tan
incompatibles con la idea de un Dios protector, y, como pensaron que debía
haber una explicación a tales hechos sin renunciar a sus creencias religiosas,
elaboraron la mítica historia de Adán y Eva. Además, habituados como estaban a
las costumbres y leyes tiránicas de los dirigentes de su pueblo y al proceder
de un Dios que castigaba las ofensas no sólo en quien las cometía sino también
en su descendencia “hasta la tercera y cuarta generación”, no les resultó
difícil aceptar el pasaje bíblico que consideraba que Adán y Eva eran la causa
inicial de todos los males de la humanidad, aunque su descendencia no hubiese
cometido pecado alguno. No obstante, el hecho de que la humanidad en general
pagase las consecuencias de la desobediencia de Adán y Eva no supuso que en el Antiguo Testamento se considerase que la
humanidad naciera con ese mismo pecado. Así se reconoce en Eclesiástico, donde se llega a “afinar” un poco más a la hora de
señalar al culpable absoluto de todos nuestros males, considerando de modo
machista –que fue la perspectiva habitual a lo largo de toda la Biblia- que la culpa no fue de Adán y de
Eva sino sólo de Eva. Se dice, en efecto, en dicha obra:
“Por
la mujer comenzó el pecado,
por culpa de ella morimos todos”[2].
El
mismo Pablo de Tarso siguió defendiendo esa idea, que expresó en frases como:
“por el delito de uno solo la condenación alcanzó a todos los hombres”[3],
Y entendieron que tal
explicación de los diversos males humanos, a pesar de ser absurda porque, entre
otros motivos, el conjunto de la humanidad no había cometido delito, ofensa o
daño alguno, era la única que podían dar para no tener que negar la existencia
de un Dios omnipotente y sumamente bueno,.
Un modo de pensar tan absurdo puede haber tenido también
una base en la mentalidad de quienes escribieron el Antiguo Testamento, en donde se cuenta, por ejemplo, que en la última
de las famosas plagas de Egipto y a fin de lograr que el faraón permitiese la
marcha del pueblo de Israel, Yahvé, de manera despótica y absurda, castigó a
los egipcios con la muerte de todos sus primogénitos. ¿Qué delito habían
cometido tales primogénitos para merecer aquella absurda represalia?
Simplemente se cumplía a nivel de fábula bíblica lo que parecía tan
habitual en el contexto político-social de aquella cultura, en la que las
culpas, aunque fueran individuales, iban seguidas de venganzas o castigos que
tenían en muchas ocasiones un sentido colectivo, como puede comprobarse en la
serie de ocasiones en que Yahvé castiga una ofensa “hasta la tercera y cuarta
generación”[4],
lo cual representa ya el mismo tipo de arbitrariedad que el condenar a todas
las generaciones posteriores, como habría sucedido con el supuesto “pecado
original”, aunque en este caso la injusta arbitrariedad divina quedaba elevada
a la máxima potencia.
Precisamente por ir en contra de esta idea del
castigo colectivo en relación con un
delito individual, los musulmanes rechazaron
la existencia de tal “pecado original”.
Por otra parte, conviene tener en cuenta que en Génesis,
libro en el que aparece el relato de aquella desobediencia, Dios castigó también
a la pobrecita serpiente, que, por cierto, nada tiene que ver con el demonio, a
pesar de la serie de imágenes religiosas en que aparece María aplastando la
cabeza de la serpiente-demonio. Y Yahvé dijo a la serpiente:
“Por haber hecho eso, serás maldita
entre todos los animales y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás
sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad
entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, pero
tú sólo herirás su talón”[5].
Puede
parecer asombroso que Yahvé, el Dios de Israel y el Dios del cristianismo,
tuviera una actitud tan infantil y tan absurda con la serpiente, como si ese
animal fuera responsable de sus actos y hubiera querido buscar la perdición
para Adán y Eva, pero conviene tener en cuenta que en aquellos tiempos,
anteriores a la aparición de la Filosofía y de la Ciencia, el ser humano
necesitaba disponer de alguna explicación, por mítica que fuera que respondiese
a sus inquietudes y misterios de que estaba rodeada su existencia. Y, en realidad,
lo que se intenta hacer en la parte de este mito relacionado con la serpiente
es dar una explicación de la causa por la cual esos animales se mueven de
manera tan peculiar y distinta de cómo se mueven los seres humanos, quienes consideraron
tal forma de desplazamiento como algo realmente incómodo y duro para la
serpiente, como si se tratase de un castigo, sin comprender que tal modo de
desplazamiento es adecuado para la constitución anatómica y fisiológica de este
animal. Y, como debía de existir una explicación para un hecho tan negativo (?)
como esta forma de desplazamiento, al igual que en el caso de los seres humanos
al autor de este pasaje sólo se le ocurrió la explicación de que también la
serpiente a su manera había pecado o había contribuido al pecado de Eva, y, por
eso, hizo decir a Yahvé:
“por haber hecho eso, serás maldita
entre todos los animales y entre todas las bestias del campo”[6].
Claro
que, si Yahvé consideró que la serpiente había sido la culpable de la
desobediencia de Eva y de Adán, en tal caso, no debió castigar a éstos. Pero la
solución más fácil para el autor fue la de considerar culpables tanto a la
serpiente como a Adán y a Eva, y ello hizo que Yahvé castigase a la
descendencia de la serpiente y a la de Adán y Eva. De esa forma la presencia
constante del mal en el mundo tenía ya una explicación y no se trataba de un
castigo gratuito de Dios sino de un castigo que era consecuencia de una culpa,
tanto en el caso de la serpiente como en el del ser humano. Era una explicación
ridícula, infantil, absurda, pero fue la explicación que dieron de los males
humanos y de la misma muerte. Parece que en aquellos remotos tiempos la
humanidad no estaba preparada todavía para aplicar el rigor lógico a sus
razonamientos explicativos de los complicados misterios de la existencia y, en
consecuencia, mezcló tales razonamientos con fantasías muy alejadas de la
racionalidad. Lo que luego sucedió fue que surgió una clase sacerdotal
interesada en mantener esa serie de doctrinas míticas porque les habían servido
para inventarse el rol social de intérpretes de todo lo relacionado con la
divinidad, y, por tal motivo, les interesaba que los mitos del pasado
perdurasen en el tiempo ya que vivían de comunicar al pueblo haciéndolas pasar
por verdades, las diversas mentiras y las supuestas órdenes que recibían de
Yahvé, que ellos transmitían a su pueblo para que éste obedeciera a Yahvé, pero
ese “Yahvé” no era otra cosa que el invento de los inventos, que les sirvío
para dominar a su pueblo a lo largo de muchos años. Posteriormente los
dirigentes cristianos siguieron la misma táctica de los sacerdotes de Israel y
así montaron el inmenso negocio de la actual Iglesia Católica. No les
interesaba destruir mitos sino, si acaso, añadir algunos más y eso fue lo que
hicieron y siguen haciendo en la actualidad para satisfacer las necesidades
soteriológicas de sus seguidores, si no de un modo real, al menos de un modo
fantástico.
Sin embargo, a pesar de que la conducta vengativa de
Yahvé se extiende a la familia y a la descendencia de quien le haya ofendido,
hay un texto en Ezequiel en el que de
manera explícita se critica esta actitud y esta manera de aplicar castigos en
cuanto no se hace exclusivamente al culpable sino también a la descendencia del
culpable. El texto en cuestión dice así:
-“Recibí esta palabra del Señor: […]
Vosotros decís: “¿Por qué no carga el
hijo con la culpa de su padre?” Pues porque el hijo recta y honradamente ha
guardado todos mis mandamientos y los ha puesto en práctica: por eso vivirá. El
que peca es el que morirá. El hijo no cargará con la culpa del padre, ni el
padre con la del hijo”[7]
La
importancia de este texto es doble, pues, por una parte defiende algo que en la
actualidad parece totalmente lógico: Es el culpable y no su descendencia quien
debe ser castigado; pero, por otra, representa una nueva contradicción con
respecto a otros textos bíblicos en los que Yahvé no tiene reparo alguno en
castigar a culpables y a inocentes, a mujeres, ancianos y niños que nada tenían
que ver con la teórica ofensa que se le hubiera podido causar.
Por otra parte, la expulsión del jardín de Edén fue
una decisión divina para evitar que Adán y Eva comieran del fruto del árbol de
la vida y vivieran para siempre[8].
De hecho en el mismo libro, en Génesis,
se asocia la idea de la inmortalidad con la vida en el Paraíso y, por ello, la
expulsión del Paraíso iba acompañada de la perdida de la inmortalidad y, en
consecuencia, del regreso al polvo del que los hombres procedían, es decir del
castigo a tener que morir para siempre. La muerte y el resto de males que la
humanidad padecía era un castigo injusto, pero también una consecuencia
indirecta del castigo a Eva y a Adán, que Yahvé hubiera podido evitar, pero que
quien escribió el Génesis tuvo que explicar,
dado que dichos fenómenos sucedían de manera inexorable, para dar respuesta así
a la pregunta acerca de la causa de los sufrimientos y de la muerte. El texto bíblico
dice así:
“Así que el
Señor Dios lo expulsó del huerto de Edén […] Expulsó al hombre y, en la parte
oriental del huerto de Edén, puso a los querubines y la espada de fuego para
guardar el camino del árbol de la vida”[9].
El
dogma del pecado original implica, en cualquier caso, diversas
contradicciones:
La primera consiste en el propio carácter
absurdo y contradictorio de un pecado que se hereda: Si el concepto de
pecado hace referencia a una acción voluntariamente cometida en contra
de supuestas leyes divinas, no tiene sentido la tesis de que el hombre nazca
ya en pecado, pues antes de nacer no puede haber realizado acción alguna,
ni voluntaria ni involuntaria, ni buena ni mala, a favor o en contra de tales
leyes. De hecho, el mismo Aurelio Agustín sólo pudo encontrar, como explicación
de la “herencia” de ese pecado, una nueva doctrina, pero tan absurda como la
anterior, consistente en la idea de que los hijos heredaban de los padres no
sólo el cuerpo, sino también el alma (doctrina conocida con el nombre de
“traducianismo”), de manera que como el alma que heredaban provenía de un alma
en pecado, por ello los seres humanos nacían en pecado. Además, estando
relacionado el pecado con una potencia del alma como sería la voluntad,
si el hombre sólo heredase el cuerpo, el obispo de Hipona –“San Agustín”- no
entendía qué lógica podía haber en la doctrina de la herencia de ese supuesto
pecado, pues el cuerpo era sólo el instrumento del que se servía el
alma para realizar aquellos actos que podían estar o no de acuerdo con la
voluntad divina y, por lo tanto, no podía ser el origen del pecado,
mientras que, por otra parte, si el alma era creada directamente por Dios para
cada uno de los hombres que nacieron después de Adán y Eva, resultaba
incomprensible y absurdo que Dios hubiese creado un alma en pecado.
La jerarquía cristiana de la época no aceptó la
tesis de Aurelio Agustín, seguramente porque, al considerar al alma como una
realidad espiritual, no podía aceptar que ésta se transmitiese de padres
a hijos como consecuencia de una relación meramente física. Pero, no
encontrando ninguna explicación racional para esta doctrina, no tuvo ningún
reparo en considerar el pecado original -¡y tan “original”!- como un misterio,
concepto con el que los dirigentes católicos tratan siempre de esconder y de
negar la larga serie de contradicciones en que va incurriendo a lo largo de su
ya prolongada historia.
En segundo lugar, en cuanto la jerarquía
católica considera que la omnipotencia divina pudo evitar que María naciera
en pecado, esta doctrina representaría la demostración más evidente de que nacer
en pecado no era necesario e inevitable, y, en consecuencia, plantea una
insuperable dificultad: ¿No es contradictorio con la supuesta omnipotencia y
amor infinito de Dios negar que concediese al resto de la humanidad la gracia
que concedió a María? ¿Por qué no lo evitó? ¿Habrá que pensar que era bueno que
el hombre naciera en pecado? Pero, si era bueno, ¿por qué privó a María de tal
“privilegio”? Y, si no era bueno, ¿por qué sólo utilizó su poder para librar
del pecado a María y no al resto de la humanidad? Pues, si el amor de Dios era
infinito, no tenía sentido que su poder se debilitase a medida que lo fuera
utilizando. Y tampoco tenía sentido considerar que su amor fuera “más infinito”
para unos que para otros, por muy grande que fuera su amor a
María. Quizá, con ganas de decir desatinos, alguien pudiera sugerir que el
pecado original era bueno a fin de que Dios manifestase su amor muriendo en
una cruz, pero en tal caso la consideración del pecado como bueno sería
contradictoria con la supuesta necesidad de la llamada “redención”. Además,
habría sido un nuevo absurdo que el perdón de la humanidad se obtuviese por la
mediación del sufrimiento y de la muerte injusta de alguien, tanto si se
trataba de un hombre como si se trataba del mismo Dios en una cruz.
Tal explicación sólo podría tener sentido en el
contexto de una mentalidad sádica en la que las ofensas al rey o al faraón sólo
se perdonaban con la muerte del ofensor y de toda su familia, como sus mismos hijos
-en este caso, el propio Dios convertido en hombre-, que pagarían por el delito
de otro hombre. Por ello mismo, esta doctrina representa además una aplicación
de la ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente…”, defendida en el Antiguo Testamento[10] aunque
luego criticada por Jesús, y habría sido radicalmente incompatible con la constante
referencia al perdón y a la misericordia infinitas de Dios, cuya aplicación
debería ser gratuita precisamente por tratarse de una gracia y no
el resultado de una “transacción” como la que podría expresar la supuesta
“redención”, doctrina basada en una nueva aplicación de aquella ley del Talión,
que adoptaba ahora un sentido ligeramente distinto y que podía expresarse
mediante las palabras “tú me ofreces un sacrificio digno de mí y, a cambio, yo
te perdono”.
Por otra parte, el pecado original, considerado
en sí mismo, plantea además otros dos problemas que muestran igualmente su
carácter absurdo:
1) Si en el momento de la supuesta creación de Adán
y Eva no hubo contrato alguno entre Dios y “nuestros primeros padres”
que estableciese para ellos la obligación de obedecer los mandatos que Dios
quisiera imponerle, es absurda la doctrina según la cual el hombre tenía la obligación
de obedecerle a partir del argumento erróneo de que, como Dios le creó,
tenía el derecho de exigirle su obediencia en aquello que quisiera mandarle.
Sin embargo, la supuesta creación de Dios no pudo haber sido precedida de un
contrato entre el ser humano y Dios, en el que se estableciesen las condiciones
de la creación del primero, ya que para realizar dicho pacto el hombre debería
haber existido previamente.
2) Es igualmente absurdo que Dios impusiera a Adán y
a Eva la prohibición de comer de aquel árbol cuando, a causa de su presciencia,
sabía de antemano que comerían de él, y cuando además, como consecuencia de su omnipotencia,
estaban predeterminados a
hacerlo. Así que de nuevo nos encontramos ante la idea antropomórfica
de un Dios, pues, al igual que un niño que juega con sus muñecos, deja
volar su fantasía e imagina luchas y aventuras entre ellos aunque sea él quien
actúa mientras que sus muñecos sólo “hacen” aquello que él quiere que “hagan”,
del mismo modo sería Dios quien determinaría las acciones del hombre y el mismo
sentimiento de cada uno de ser el auténtico protagonista de “sus actos” (?).
Esa tradición bíblica es la que debió de influir decisivamente
en la creación del mito de la trasmisión hereditaria del pecado original y
en la absurda idea de la necesidad de un sacrificio especial, como el de la muerte de “Dios-Hijo” hecho hombre, para la
consecución del perdón de la humanidad, como si la supuesta misericordia
infinita de Dios no pudiese actuar directamente y sin necesidad del sacrificio
de una víctima divina o humana. En cualquier caso, nos encontraríamos ante una
actitud despótica e irracional, pues ¿qué clase de amor habría en la actitud de
ese Dios cuya misericordia infinita fuera insuficiente para perdonar a la humanidad por la desobediencia de dos seres humanos? ¿qué lógica habría en
la doctrina de que la humanidad en general tenía alguna culpa de los actos
realizados por aquellos “primeros padres”?
Los absurdos de esta doctrina son tantos que su
aceptación por parte de los creyentes sólo resulta comprensible a partir de la libertad
adoctrinadora que los diversos estados han concedido a los dirigentes católicos
a lo largo de los siglos para inculcar tales absurdos en niños de cuatro, cinco
y seis años, y a partir de la dificultad que tienen los adultos para revisar y
superar las creencias asumidas durante la infancia por contradictorias y ridículas
que sean.
En
cualquier caso leyendo el Nuevo
Testamento puede observarse el cambio de perspectiva que en él se produce
por lo que se refiere a la idea de Dios como “salvador”, pues deja de ser el salvador de su pueblo, Israel, respecto
a sus enemigos, para convertirse en el salvador
de la Humanidad respecto al pecado original y respecto a los demás pecados,
a pesar de que en este último punto los dirigentes de la secta católica,
olvidando el supuesto valor de la acción salvífica de Jesús, siguen advirtiendo
que quien muere en pecado es condenado por Dios al castigo eterno del Infierno.
¿De qué sirvió entonces aquel sacrificio, tan fundamental para los dirigentes
cristianos cuya finalidad era redimirnos de nuestros pecados?
[3] Romanos,
5:18. La cursiva es mía. Pablo de Tarso habla del delito “de uno sólo”. Parece
que su astucia le frenó de forma que no se atrevió a escribir “de una sola”,
pero el machismo de Pablo de Tarso es tan absoluto que el sentido de sus
palabras no deja apenas lugar para la duda en el sentido de que con tal
expresión se estaba refiriendo a Eva.
[4] Por ejemplo, en
Éxodo, 20:5 y 34:7.
[8] Génesis,
3:22.
No hay comentarios:
Publicar un comentario