jueves, 1 de agosto de 2013

INTRODUCCIÓN
La Religión según Freud y otros pensadores
La religiosidad en general es un fenómeno ligado a la natu-raleza humana, como se muestra a lo largo de miles de años en los que, de un modo o de otro, en todas las agrupaciones huma-nas ha surgido toda una serie de creencias y de ritos, mediante los cuales el ser humano ha tratado de ponerse en contacto con supuestos espíritus o divinidades, seres poderosos e invisibles, cuya voluntad se suponía que podía influir en el devenir de los acontecimientos y, por ello mismo, en la propia vida humana.
El estudio de la religiosidad desde diversas perspectivas, como la antropológica, la psicológica o la sociológica, ha dado frutos realmente decisivos para comprender el valor simple-mente “humano, demasiado humano” de este tipo de fenómenos, que, sin duda de ninguna clase, habría que clasificar como un aspecto más de la tendencia humana a la superstición en general hasta el punto de poder decir que el hombre es un ser religioso por lo mismo que es un ser supersticioso, y que las religiones actuales sólo son un conjunto de supersticiones tal vez un poco mejor sistematizadas que las antiguas y mucho mejor apoyadas en la utilización de mecanismos psicológicos para provocar la histeria colectiva y la aceptación irracional de doctrinas eviden-temente irracionales desde el punto de vista de todo aquél que esté dispuesto a razonar sin prejuicios acerca de su contenido doctrinal, en relación con el cual se ha montado el mayor nego-cio de la Historia, que ha servido para el progresivo enrique-cimiento de los dirigentes de diversas confesiones religiosas y, entre ellas y de manera especial, la Iglesia Católica, carente de escrúpulos para actuar en complicidad con toda clase de gobier-nos y para aprovecharse de la ingenuidad de la gente sencilla.
Por lo que se refiere a la Religión en los últimos siglos y especialmente en los países más adelantados culturalmente se ha ido avanzando en la comprensión de la falta de valor objetivo de sus contenidos y en especial del de la existencia de sus miste-riosos seres supuestamente trascendentes, como lo serían las diversas divinidades. A partir del siglo XIX nos encontramos con planteamientos que, además de rechazar la existencia de Dios desde el punto de vista de la mera especulación, muestran una postura especialmente crítica contra la religión por consi-derar que es una de las causas principales de la degradación de la dignidad humana, porque a través de ella el hombre se aliena respecto a su esencia y la proyecta en un ser imaginario en el que proyecta sus sentimientos, en lugar de dirigirlos hacia sus semejantes, en quienes existe realmente dicha esencia. Este es el caso de planteamientos como los de L. Feuerbach, M. Hess y K. Marx. Se llega a afirmar que “la religión es el opio del pueblo” (M. Hess, K. Marx) en el sentido de que, por la esperanza de una vida ultraterrena, el hombre queda como adormecido y deja de preocuparse y de luchar para salir de la opresión económica y social que durante muchos siglos ha estado sufriendo como con-secuencia de la ambición capitalista, ayudada por la actitud de los dirigentes políticos y religiosos, que han impulsado su nego-cio recibiendo una sustancial comisión en riquezas y en poder político por parte de los capitalistas a cambio de su contante labor de apaciguamiento del proletariado explotado, mediante sus mensajes en favor de la obediencia, de la resignación y del respeto a sus patronos, depositando su esperanza en otra vida mejor, en la que serán compensados por los sufrimientos y las miserias de ésta.
Por su parte y desde otra perspectiva, Nietzsche (1.844-1.900) considera que la religión en general y el cristianismo en particular son una manifestación del nihilismo, por cuanto, al poner todo el valor de la vida en “el más allá”, degrada por completo el valor de ésta vida, llegando a negar su valor, a des-calificar los placeres vitales y a exaltar el valor del sufrimiento. Advierte, sin embargo, que la “muerte de Dios” –el adveni-miento del ateísmo- puede implicar inicialmente un cata-clismo espiritual, por cuanto el sistema de valores de la civilización occidental de los últimos dos mil años se ha fundamentado en la creencia en el Dios del Cristianismo. La “muerte de Dios”, la toma de conciencia de que Dios no existe, puede significar una caída todavía más profunda en el nihilismo, que sólo podrá ser superado cuando el hombre adquiera la capacidad de convertirse en su propio Dios y sea capaz de valorar la vida por ella misma en lugar de despreciarla en espera de “otra vida mejor”. El senti-miento de la unidad de todas las manifestaciones vitales, la aceptación de la vida desde el prisma del arte y del juego, y la doctrina del Eterno Retorno fueron considerados por Nietzsche como puntos de apoyo esenciales para la total superación de la vivencia equivocada de que nada tiene sentido, es decir, del nihilismo derivado de la “muerte de Dios”.
Por otra parte y desde una perspectiva como la de carácter psicológico –que no es la que aquí se va a desarrollar de modo especial- tiene interés reflejar el punto de vista de de Sigmund Freud (1856-1939), fundador del Psicoanálisis, que tanta reper-cusión científica y social ha tenido desde el siglo XX hasta la actualidad.
Freud considera que la religión representa una “transfor-mación delirante de la realidad”, “un infantilismo psíquico”, “un delirio colectivo”, “una neurosis obsesiva universal” o una serie de “ideas delirantes” que gran parte de la humanidad utiliza como mecanismos para protegerse contra el dolor y las miserias de la vida, y para evitar la caída en una “neurosis individual”. Veamos a continuación un conjunto de textos de Freud espe-cialmente significativos por lo que se refiere a su punto de vista acerca de la religión:
-“…numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una transformación delirante de la reali-dad. También las religiones de la humanidad deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos”[1].
- “[La técnica de la religión] consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimida-ción de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis indivi-dual. Pero no alcanza más [...] Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los “inescrutables designios” de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a acep-tarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo”[2].
- “Sin conocer aún otras relaciones más profundas, califiqué a la neurosis obsesiva de religión privada desfigurada, y a la religión, de neurosis obsesiva universal[3].
- “Pero ¿cómo se defiende [el individuo] de los poderes prepotentes de la Naturaleza, de la amenaza del Destino? [...] El primer paso es ya una importante conquista. Consis-te en humanizar la Naturaleza. A las fuerzas impersonales, al Destino, es imposible aproximarse; permanecen eterna-mente incógnitas. Pero si en los elementos rugen las mis-mas pasiones que en el alma del hombre, si la muerte misma no es algo espontáneo, sino el crimen de una volun-tad perversa; si la Naturaleza está poblada de seres como aquellos con los que convivimos, respiraremos aliviados, nos sentiremos más tranquilos en medio de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. Conti-nuamos acaso inermes, pero ya no nos sentimos, además, paralizados; podemos, por lo menos, reaccionar, e incluso nuestra indefensión no es quizá ya tan absoluta, pues pode-mos emplear contra estos poderosos superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos den-tro de nuestro círculo social; podemos intentar conjurarlos, apaciguarlos y sobornarlos, despojándoles así de una parte de su poderío [...] Obrando de un modo análogo, el hombre no transforma sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a igual –cosa que no corresponde a la impresión de superioridad que tales fuerzas le producen-, sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses, conforme a un prototipo infantil”[4].
-“Hay algunos [dogmas religiosos] tan inverosímiles y tan opuestos a todo lo que trabajosamente hemos llegado a averiguar sobre la realidad del mundo, que, salvando las diferencias psicológicas, podemos compararlos a las ideas delirantes[5].
A continuación Freud plantea a la religión algunas críticas de carácter filosófico o simplemente racional, relacionadas con los argumentos con los que se pretende defender el valor obje-tivo de las creencias religiosas, argumentos como el de que “de-bemos aceptarlas porque ya nuestros antepasados las creyeron ciertos” o como el de que existen “pruebas que nos han sido transmitidas por tales generaciones anteriores” o, finalmente, que “está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credi-bilidad de tales principios”:
- “[Por lo que se refiere a los principios religiosos,] si pre-guntamos en qué se funda su aspiración a ser aceptados como ciertos, recibiremos tres respuestas singularmente desacordes. Se nos dirá primeramente que debemos acep-tarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos; en segundo lugar, se nos aducirá la existencia de pruebas que nos han sido transmitidas por tales generaciones ante-riores y, por último, se nos hará saber que está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credibilidad de tales principios [...] Esta última respuesta ha de parecernos sin-gularmente sospechosa. El motivo de semejante prohibición no puede ser sino que la misma sociedad conoce muy bien el escaso fundamento de las exigencias que plantea con respecto a sus teorías religiosas [...] Debemos creer porque nuestros antepasados creyeron. Pero estos antepasados nuestros eran mucho más ignorantes que nosotros.
  Creyeron cosas que nos es imposible aceptar. Es, por tanto, muy posible que suceda lo mismo con las doctrinas religiosas [...] De poco sirve que se atribuya a su texto literal o solamente a su contenido la categoría de revelación divina, pues tal afirmación es ya por sí misma una parte de aquellas doctrinas cuya credibilidad se trata de investigar, y ningún principio puede demostrarse a sí mismo”[6].
- “Nos decimos que sería muy bello que hubiera un dios creador del mundo y providencia bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontra-mos harto singular que todo suceda así tan a medida de nuestros deseos. Y sería más extraño aún que nuestros pobres antepasados, ignorantes y faltos de libertad espi-ritual, hubiesen descubierto la solución de todos estos enigmas del mundo”[7].
Por ello y en cuanto Freud juzga que los auténticos motivos que llevan a aceptar las creencias religiosas no son precisamente racionales sino que son una “neurosis obsesiva de la colectivi-dad humana”, opina, desde un punto de vista que guarda cierta semejanza con la doctrina de Nietzsche acerca de “la muerte de Dios”, que “el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso de crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución”:
- “Sabemos que el hombre no puede cumplir su evolución hasta la cultura sin pasar por una fase más o menos definida de neurosis, fenómeno debido a que para el niño es impo-sible yugular por medio de una labor mental racional las muchas exigencias instintivas que han de serle inútiles en su vida ulterior y tiene que dominarlas mediante actos de represión [...] La mayoría de estas neurosis infantiles [...] quedan vencidas espontáneamente en el curso del creci-miento, y el resto puede ser desvanecido más tarde por el tratamiento psicoanalítico. Pues bien: hemos de admitir que también la colectividad humana pasa, en su evolución secu-lar, por estados análogos a las neurosis y precisamente a consecuencia de idénticos motivos [...] La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo, de la relación con el padre. Conforme a esta teoría hemos de su-poner que el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso de crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución”[8].
Al igual que sucede con los planteamientos de Freud, exis-ten desde el siglo XIX -especialmente en los campos de la Psi-cología, de la Antropología y de la Sociología- una serie de pun-tos de vista que, desde una perspectiva racionalista denuncian la serie de mentiras embaucadoras e interesadas que han utilizado organizaciones como la de la jerarquía católica para montar sus inmensos negocios basados en las supercherías religiosas.
Teniendo en cuenta estos planteamientos realmente intere-santes para todo aquel que quiera profundizar en el conocimien-to del fenómeno religioso y de sus causas, a lo largo de estas páginas se presentará un enfoque crítico de la Religión desde una perspectiva de carácter esencialmente racional por el que se mostrará la índole contradictoria de diversas doctrinas relacio-nadas con la idea de Dios y, de manera especial, con otras creadas por de los dirigentes de la Iglesia Católica, contradic-ciones de las que los jerarcas católicos se defienden refugián-dose en los conceptos de “misterio”, de “dogma” y de “fe”.
Pero los llamados “misterios” son simplemente contradic-ciones o, en el mejor de los casos, afirmaciones carentes de sen-tido. ¿Por qué los dirigentes de la secta católica presentan como un “misterio” aquello que desde el punto de vista lógico cual-quiera puede comprobar que se trata de una contradicción o de algo que ni siquiera ellos entienden? Por la sencilla razón de que la acumulación de doctrinas a lo largo de los siglos ha determi-nado que cada una de ellas se estableciese sin considerar ade-cuadamente si guardaba una coherencia o no con otras doctrinas anteriormente establecidas, y, en cuanto la jerarquía de la Iglesia ha pretendido mostrarse como sabia hasta el punto de presentar-se como “infalible en materia de fe y costumbres”, en lugar de reconocer y corregir sus constantes errores ha considerado más conveniente para sus intereses conservarlos y tratarlos mediante un “acto de fe” como “misterios” que además debían ser acep-tados como verdades indiscutibles, es decir como “dogmas de fe”, incomprensibles para la razón humana, pero no por ello menos verdaderos. Esto no le ha sido especialmente difícil, dada la escasa racionalidad del ser humano, que tiende a considerar que quienes le dirigen o se visten con ropajes de hechiceros, como las de los actuales obispos y cardenales, con sus capas y demás vestimenta tan lujosa, colorista y ostentosa, son total-mente superiores a él a la hora de razonar y de pontificar acerca de qué es verdad y qué es falso, hasta el punto de que si un obispo le dijera a uno de sus fieles que 3 es igual a 1, el fiel, dejando de lado su propia racionalidad, llegaría a sugestionarse de que el obispo, dijera lo que dijera, se hallaba en posesión de la verdad. De hecho, esto es lo que hacen cuando pretenden que se crea en un dogma como el de la “Trinidad”, según el cual “el Padre”, “el Hijo” y “el Espíritu Santo”, siendo distintos entre sí, cada uno de ellos es Dios, aunque a continuación digan también que hay un solo Dios.
Cuando a algún niño de seis años se atreva a decirle al “ca-tequista”:
-No entiendo eso, ¿podría explicarlo un poco más?
Éste le responderá:
-Pues claro, niño, ¿cómo vas a entenderlo? ¡Se trata de un misterio! Y no hay que preguntar la explicación de los misterios, sino sólo creer en ellos. ¡La fe es lo más impor-tante! Pues si todas las doctrinas se pudieran razonar, ¿qué mérito tendría que creyésemos en ellas?”.
Otro ejemplo de estas absurdas contradicciones –en las que lo más asombroso y más digno de estudio es que haya quien las crea- es la afirmación de la infinita misericordia y amor divino junto con la afirmación de la existencia de un castigo eterno al que Dios enviará a la mayor parte de sus hijos a quienes, en teo-ría, tanto ama. Estas contradicciones se analizarán con mayor detalle a lo largo de este trabajo, aunque su número es tan ele-vado que aquí sólo se hará referencia a algunas de las más llamativas.
Desde estos planteamientos se tiende, pues, hacia el análisis racional y radical de las fantasías religiosas, y hacia su consi-guiente rechazo cuando se demuestre se inconsistencia, reivin-dicando del valor del hombre y de los valores inmanentes de la vida humana denunciando las fantasías humanas cuando se pre-tende que éstas se conviertan en sustitutas de la verdad.
Por otra parte, a pesar de que en el campo de la tradición filosófica se puede observar la evolución desde planteamientos claramente religiosos, que resultan dominantes hasta el siglo XVIII, hasta planteamientos ateos, que dominan en los siglos XIX y XX, parece que los puntos de vista ateos de filósofos y científicos importantes (Schopenhauer, Feuerbach, Marx, Nietz-sche, Freud, Russell, Sartre, Einstein, Ayer…) no han trascen-dido de manera radical a nivel popular, y las creencias religiosas siguen manteniendo un índice de aceptación todavía importante. En cualquier caso las jerarquías de los diversos negocios religio-sos -especialmente a partir de la crisis de la Metafísica, propi-ciada por Hume y por Kant- han intensificado su tendencia a justificar el valor de la religión utilizando la vía de la fe, como ya sucedió con la postura de K. Wojtyla –alias Juan Pablo II-, especialmente puesta de manifiesto en su encíclica Fides et Ratio, y como sucede igualmente con su sucesor J. Ratzinger –alias Benedicto XVI-, con su tendencia a recuperar plantea-mientos del pasado, como el del uso del latín en la misa y diver-sas ceremonias religiosas, lo cual representa, en primer lugar, una forma de recobrar para la Religión su carácter de realidad misteriosa que debe provocar en los fieles un sentimiento de admiración y de asombro irracional en cuanto el latín es una lengua del pasado que resulta para los “fieles” católicos tan familiar como los cauces de inspiración del oráculo de Delfos; en segundo lugar, una forma de tratar de inculcar la sumisa aceptación de las doctrinas religiosas planteando que su com-prensión está reservada exclusivamente para miembros esco-gidos de la jerarquía religiosa especialmente inspirados por el “Espíritu Santo”; y, en tercer lugar, una forma de intentar evitar que los “fieles” conozcan directamente las diversas doctrinas en las que se supone que deben creer para que de ese modo desa-parezca en ellos cualquier intento de análisis racional de tales doctrinas que pudiera dar lugar a la comprensión de la serie de falsedades y de fábulas en las que dicha jerarquía religiosa ha ido montando y ampliando su repugnante –a la vez que rentable- farsa.
Aunque el título de este trabajo se refiera a “Iglesia Cató-lica” y no a la “Jerarquía Católica”, en realidad las críticas van dirigidas contra esta última por la sencilla razón de que no ha sido el conjunto de miembros de la Iglesia Católica el que ha fijado sus doctrinas a lo largo del tiempo sino que ha sido su jerarquía la que ha protagonizado la tarea de establecerlas, la de perfeccionar sus estructuras de funcionamiento interno y la de acrecentar por su mediación su poder político, económico y social a lo largo de los siglos.
La larga historia de la Iglesia Católica ha determinado una progresiva estructuración de sus órganos de poder interno, en la que existe una clara y tajante diferenciación entre el colectivo de sus altos mandos -el Papa, los cardenales, los obispos y las altas jerarquías en general-, y el conjunto de fieles integrados en esa organización. La misma jerarquía utiliza acertadamente los nombres de “pastores” y “rebaño” para referirse muy adecua-damente a esta diferenciación. Pero, mientras las altas jerarquías gozan de lujos faraónicos y de un inmenso poder, tejiendo y destejiendo todo lo que quieren a nivel doctrinal y a nivel de estrategias para mantener o aumentar su poder en sus diversas zonas de influencia política y social, los simples creyentes ni disfrutan de los beneficios económicos de su Iglesia ni partici-pan como elementos activos que puedan influir de algún modo en la política de su organización, ni en la reflexión y discusión sobre el valor de sus doctrinas, ni en la deliberación acerca de los objetivos que la organización católica deba perseguir de acuerdo con su ideología –si es que tiene alguna en la que crea,  que no se relacione con su ambición por el poder y las riquezas-, ni en el nombramiento de sus jerarquías.
Tal situación implica evidentemente un distanciamiento radical entre la jerarquía católica –los “pastores”- y los fieles –el “rebaño”-, que no pintan nada ni en la elección de su jefe supre-mo ni en la de los obispos y cardenales, lo cual implica un abso-luto desprecio del sistema democrático por parte de la jerarquía de esta organización con el pretexto de que defienden un sistema de “gobierno teocrático” (?), según el cual sería el propio Dios quien habría inspirado a los cardenales en su elección de cada nuevo Papa, y a éste en la elección de obispos y cardenales, a pesar de que tal elección se haya realizado de múltiples maneras a lo largo de los siglos, incluso mediante la simple compra del cargo.
Anteriormente, hasta el siglo XI, los fieles habían partici-pado al menos en el nombramiento por aclamación de uno de los candidatos al cargo de “Papa” o jefe supremo, pero finalmente, como consecuencia de un decreto del papa Nicolás II en el año 1.059, el nombramiento de dicho cargo quedó desligado del voto de los simples creyentes para pasar a ser objeto exclusivo de elección del grupo jerárquico de los cardenales, de manera que desde aquel momento los fieles pasaron a adoptar un papel esen-cialmente pasivo.
La doctrina católica es el instrumento “ideológico” funda-mental de dominio de los “pastores” de la jerarquía católica sobre el “rebaño” de los simples creyentes, cuyo papel, como su propio nombre indica, es, por una parte, el de “creer” sumisa-mente la serie de doctrinas que les propongan los papas, los cardenales y los obispos, y, por otra, el de obedecer las órdenes y consignas que de ellos reciban en orden a “su eterna sal-vación” (?).
Tales doctrinas están formadas en lo esencial por un con-junto de dogmas que, por ello mismo, se consideran “verdades indemostrables” para la razón humana, por lo que no se basan en la razón ni en la experiencia, y representan la continuidad de antiguas doctrinas míticas o la aparición de algunas doctrinas nuevas especialmente oportunistas, que en cualquier caso cie-rran los ojos al pensamiento racional o científico, llegando incluso a oponerse a él en multitud de casos, como sucedió con el heliocentrismo defendido por Galileo o con el evolucionismo defendido por Darwin.
Si se plantease a los altos dirigentes de la Iglesia Católica cómo han llegado ellos a conocer la verdad de tales dogmas, responderían que el Espíritu Santo les había comunicado su verdad, pero, si se les preguntase en qué momento el Espíritu Santo les había comunicado tales verdades y se atreviesen a ser sinceros, tendrían que reconocer la falsedad de sus anteriores afirmaciones, pues, al igual que ya sucedía en la época en que se escribió el Antiguo Testamento, las doctrinas del Cristianismo en general y las de la Iglesia Católica en particular están tan plaga-das de contradicciones que no hace falta investigar demasiado para saber que el origen de tales doctrinas no puede provenir de un ser supuestamente veraz como en teoría debería serlo el Dios de esta religión -o de esta secta, en cuanto surgió como una secta a partir de la religión de Israel-.
Además, suponiendo que los diversos “dogmas católicos”se hayan llegado a conocer por inspiración del Espíritu Santo, sólo quien hubiese tenido dicha inspiración tendría motivos para aceptar la verdad de tales misterios, mientras que quienes sólo conocemos las palabras del supuesto inspirado o impostor no tenemos motivo ningunos para sentirnos obligamos a dar credi-bilidad a sus palabras, por mucho que ellos insistan en que debe-mos hacer un acto de fe y creer en ellas.    
A lo largo de este trabajo se presentan algunas de esas doc-trinas arbitrarias o contradictorias mediante las que la jerarquía católica ha tenido adormecida a gran multitud de pueblos a lo largo de los siglos como consecuencia, entre otros motivos, de que hasta hace pocos años la cultura fue un bien muy alejado del pueblo. Tales doctrinas han sido el instrumento esencial me-diante el que la jerarquía católica ha logrado una extraordinaria prosperidad económica y política, traicionando casi desde sus comienzos el ideal inicial de fraternidad universal defendido y practicado por los primeros cristianos, al menos según se cuenta en Hechos de los apóstoles, para ocuparse casi en exclusiva de su propio enriquecimiento y poder, aliándose con todo tipo de gobiernos opresores y asesinando sin escrúpulos, en nombre de su “Dios” y mediante el instrumento de su llamada “Santa Inqui-sición”, a quienes disentían -o así les parecía a sus jerarcas- de alguna de sus doctrinas, especialmente cuando la disensión pura-mente teórica podía desembocar en una “herejía” que implicase una ruptura política y social entre el poder central de la organi-zación y el grupo disidente o “hereje” o, lo que es lo mismo, una desmembración del negocio “espiritual” y el consiguiente debili-tamiento del poder central de Roma.
Desde el punto de vista doctrinal la jerarquía de la Iglesia Católica incorpora en sus doctrinas toda una serie de mitos que conviene exponer y desenmascarar tanto por su carácter contra-dictorio como, de manera especial, por su influencia perniciosa sobre la sociedad en general a lo largo de los siglos hasta el mo-mento presente, en el que continúa sin escrúpulo alguno su labor destructiva contra las sociedades democráticas, contra los Dere-chos Humanos y contra la libertad de las personas y de los pue-blos, favoreciendo los gobiernos tiránicos o dictatoriales que más benefician a sus propios intereses de enriquecimiento per-sonal y de la propia organización.






[1] El malestar en la cultura, p. 25. Al. Ed., Madrid, 1973. La cursiva es mía.
[2]  O. c., p. 28-29. La cursiva es mía.
[3] Autobiografía, p. 92. Al. Ed., Madrid, 1970. El subrayado es mío.
[4] El porvenir de una ilusión, p. 153-155. Al Ed., Madrid, 1978.
[5] El porvenir de una ilusión, p. 169. Al Ed., Madrid, 1978. La cursiva es mía.
[6] El porvenir de una ilusión, p. 164. Al Ed., Madrid, 1978.
[7] El porvenir de una ilusión, p. 171. Al Ed., Madrid, 1978.
[8] El porvenir de una ilusión, p. 181. Al Ed., Madrid, 1978. La cursiva es mía. 

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