sábado, 3 de agosto de 2013

EL INFIERNO COMO APLICACIÓN SUPREMA DE LA LEY DEL TALIÓN

De acuerdo con la dogmática tradicional de los dirigentes de la Iglesia Católica, el señor Ratzinger –alias Benedicto XVI- ha vuelto a afirmar la doctrina de la existencia del Infierno como castigo eterno, doctrina que, por otra parte, no hubiera podido cambiar en cuanto pretendiera ser coherente con la doctrina tradicional de la Iglesia Católica referente a sus “dogmas”, considerados como doctrinas incuestionablemente verdaderas y que, por ello mismo, no pueden ser modificadas por la decisión de una nueva autoridad –al margen de que, cuando les interesa, los dirigentes católicos busquen y encuentren cualquier pretexto para hacerlo, y elaboren diversos sofismas para presentar nuevas doctrinas como interpretaciones más claras y exactas (?) de doctrinas anteriores-.
La doctrina relacionada con el castigo del Infierno se encuentra ya en algunos libros del final del Antiguo Testamento, aunque de un modo mucho más difuso respecto al que posteriormente irá adquiriendo en el Nuevo Testamento, donde especialmente en los Evangelios, se presenta como un fuego eterno al que Dios condena a la mayoría de la humanidad en cuanto muchos son los llamados pero pocos los escogidos. Los dirigentes de la secta católica han defendido esta doctrina desde el principio y la han mantenido hasta la actualidad.
Así, se dice en Daniel:
- “Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para el castigo eterno[1].
Pero, como ya se ha dicho, donde de forma clara y definitiva se habla del Infierno como castigo eterno, relacionado incluso con el fuego, es en el Nuevo Testamento, donde se nombra en muy diversas ocasiones como las siguientes:
1) “Así será el fin del mundo. Saldrán los ángeles a separar a los malos de los buenos, y los echarán al horno de fuego; allí llorarán y les rechinarán los dientes”[2],
2) “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles”[3];
 3) “Te conviene más perder uno de tus miembros que ser echado todo entero al fuego eterno[4].
4) “…irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna”[5].
5) “Más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al fuego eterno, donde […] el fuego no se extingue”[6]
6) “Y en el abismo, cuando se hallaba entre torturas, levan-tó el rico y vio a lo lejos a Abrahán y a Lazaro en su seno. Y gritó “Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje en agua la yema de su dedo y refresque mi lengua, porque no soporto estas llamas”. Abrahán respondió: “Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida, y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí con-solado mientras tú estás aquí atormentado”[7].
7) “Puesto que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los que sufrís, descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] aparezca entre llamas de fuego y tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”[8].
8) “En cuanto a los cobardes, los incrédulos, los depravados, los criminales, los lujuriosos, los hechiceros, los idólatras, y los embusteros todos, están destinados al lago ardiente de fuego y azufre, que es la segunda muerte”[9].   
De acuerdo con los pasajes anteriores queda claro que el Infierno es un castigo consistente en el fuego (textos 1, 2, 3, 4, 5 y 8; que dicho fuego es eterno (textos 2, 3, 4, 5, 8); 3) y que el Infierno fue creado inicialmente para “el diablo y sus ángeles” (texto 2); al parecer Dios no previó inicialmente qué haría con los hombres que no fueran de su gusto y no creó un “lugar” especial para ellos sino que simplemente, cuando se encontró con ese pequeño problema, les envió al mismo lugar al que había enviado anteriormente al “diablo y sus ángeles” –aunque en el Apocalipsis se dice que Satanás y sus ángeles fueron arrojados a la tierra[10]-; y, finalmente, el Infierno hace referencia a cierto “lugar” al que los condenados van no sólo a estar sin más, aleja-dos de Dios, sino a sufrir mediante un castigo físico. Esto se dice de manera explícita en los textos 1, 6 y 7, y de manera implícita pero igualmente clara en todos los demás.
Este detalle del sufrimiento físico de los condenados tiene especial importancia porque, ante la incompatibilidad de la su-puesta misericordia infinita de Dios y el castigo eterno del Infierno, algunos han defendido la teoría de que en realidad este castigo no tiene nada que ver con el fuego ni con una acción divina por la que él condene a nadie, sino que es cada uno de los condenados quien voluntariamente se aleja de Dios, de manera que el Infierno consistiría precisamente en tal alejamiento. Sin embargo, como se ha podido ver a través de los textos anteriores, es el propio Dios quien castiga, y su castigo no consiste exclusivamente en recluir “lejos de la presencia del Señor” a los condenados, sino que consiste además en el sufrimiento provocado por el fuego eterno. Pero evidentemente tal castigo contra-dice el dogma de la infinita misericordia divina, y contradice igualmente otro dogma como lo es el de la “Redención”, por la cual Jesús habría cargado con los pecados del mundo liberando a los hombres de ellos. Según parece, los dirigentes católicos así cómo quienes escribieron los Evangelios  no se percataron de la contradicción existente entre aquella “redención” o “salvación”  y el castigo del Infierno, prevaleciendo la doctrina de la exis-tencia del Infierno y dejando aquella “salvación” de Jesús casi sin efecto alguno. Seguramente los dirigentes cristianos comprendieron que podrían tener mejor sometida a su clientela si la atemorizaban con la idea del Infierno que si le decían que, sien-do infinito el amor divino, al final todos estábamos predestina-dos a la bienaventuranza eterna.
El castigo del Infierno representa un nuevo avance en la imaginación sádica de los autores bíblicos.
En el Antiguo Testamento habían defendido la ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”. ¿Servía de algo esta ley? Quizá en algunos casos pudo servir de freno para impedir la transgresión de las normas, pero lo peor de este castigo era la barbaridad de las penas que acompañaban a cualquier delito, como, por ejemplo, el hecho de trabajar en sábado, que iba unido a la pena de muerte, y sobre todo el hecho de que las penas no se imponían como un medio de corregir a los infractores de las leyes sino como una forma de venganza contra el infractor, venganza que sigue existiendo como motivo principal de las penas infligidas por el propio Yahvé en infinidad de ocasiones. Lo que tienen en común la aplicación de la ley del Talión, cuan-do ésta iba unida a la pena de muerte, y el Infierno es precisa-mente que en ambos casos el motivo de su aplicación no es otro que el de la venganza y no el de conseguir que los delincuentes o pecadores mejoren en su forma de comportase, ya que tanto en un caso como en el otro, después de la muerte del transgresor de la ley, el condenado es ya incapaz de mejorar y su muerte sólo habrá servido para calmar la ira y la agresividad de quien se haya sentido perjudicado por el correspondiente delito cometido, que para nada se remedia con la muerte del delincuente. De hecho, una de las citas anteriores es un ejemplo ridículo de lo que aquí se dice. En ella cuenta el evangelio de Lucas que Abraham le contestó al rico condenado que le pedía que enviase a Lázaro para mojar su boca con uno de sus dedos humedecido con agua, pues no aguantaba las llamas del Infierno: “Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida, y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí consolado mientras tú estás aquí atormentado”[11]. Esta respuesta es por sí misma suficientemene significativa del rencor o del espíritu vengativo, presentando este carácter retributivo o vengativo del Infierno como algo plenamente lógico, natural y compatible con la infinita bon-dad y misericordia divinas, aunque en dicho castigo no tenga nada que ver con el supuesto perdón que debería corresponderse con la infinita misericordia divina.
Por ello, en el caso de la pena del fuego eterno del Infierno, nos encontramos ante un castigo mucho más salvaje y absurdo todavía que los castigos del Antiguo Testamento, pues el infractor de la ley no sólo no va a mejorar con ese castigo sino que va a estar sufriendo eternamente sin que esto sirva de nada a nadie, a no ser a un enfermo de rencor patológico que sea capaz de go-zar indefinidamente con el sufrimiento ajeno. Por eso, el “miste-rio” del Infierno es una de las contradicciones más importantes del cristianismo, pues es lo más opuesto a la idea de un Dios que ama por encima de cualquier ofensa, suponiendo que el hombre tuviera la capacidad de ofender a un ser tan omnipotente y tan inmutable como la Iglesia Católica considera a su Dios, suponiendo igualmente que el carácter limitado del ser humano fuera compatible con una ofensa a Dios tan llena de infinita maldad que le hiciera acreedor a un castigo eterno, suponiendo además que una pena pudiera servir para contrarrestar una ofensa y suponiendo finalmente que el infinito amor divino fuera insuficiente para perdonar a ese hombre cuyas ofensas habrían sido programadas además por el propio Dios, por cuya omnipotencia los dirigentes cristianos proclaman que todo está predeterminado desde la eternidad.
Sin embargo, si se tiene en cuenta que un padre es capaz de perdonar ofensas muy graves, suponer que Dios, el supuesto Padre común de todos, con un amor infinito, fuera incapaz de perdonar a cualquier hombre, por muy grave que fuera la ofensa cometida, sería, además de contradictorio, un insulto a ese Dios, si existiera.
El texto 7 tiene un carácter similar al anterior, pero el pasa-je en sí presenta algún aspecto que pone en mayor evidencia la naturalidad con que Pablo de Tarso considera justo el castigo del Infierno e incluso su carácter de venganza de Dios no sólo en línea con la ley del Talión sino avanzando mucho más lejos to-davía en su carácter de castigo irracional, pues a diferencia del “ojo por ojo” se defiende el “sufrimiento eterno” para quien ha causado un sufrimiento, siempre limitado, en esta vida. En efecto, se dice en ese escrito de Pablo de Tarso:
“Puesto que Dios es justo, vendrá a retribuir con sufrimiento a los que os ocasionan sufrimiento; y vosotros, los que sufrís, descansaréis con nosotros cuando Jesús, el Señor […] tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer el evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”[12].
Posteriormente, en el siglo XIII, Tomás de Aquino seguiría siendo fiel a esa línea de pensamiento y añadiría un poco más de atractivo para los sádicos escribiendo:
“Para que la felicidad de los santos más les complazca y de ella den más amplias gracias a Dios, se les concede que contemplen perfectamente el castigo de los impíos”[13].  
Sin embargo la doctrina acerca del Infierno, entendido como un lugar en el que gran parte de los seres humanos sufrirán un castigo eterno aparece en el Antiguo Testamento en muy pocas ocasiones, donde más bien se suele hablar de castigos relacionados con la muerte de quien desobedece determinados preceptos divinos y la muerte de su descendencia “hasta a tercera y la cuarta generación”[14]. Conviene tener en cuenta que, cuando así se describe la venganza divina, los sacerdotes de Israel todavía no han imaginado la posibilidad de un castigo más allá de la muerte en cuanto consideran que la muerte es el fin absoluto del hombre, regresando al polvo del que procede. Y así, como los sacerdotes de Israel no se habían atrevido a llevar su imaginación hasta esos sobrecogedores extremos de terror, no habiendo alcanzando a imaginar todavía un castigo que fuera más allá de la mera muerte física, por ello, –con alguna excepción, como la de Daniel- sólo se les ocurrió extender el castigo hasta la muerte terrenal de los descendientes del transgresor de la ley divina, como puede comprobarse en los textos siguientes:
-“Esto dice el Señor […] Te arrojaré con los muertos, con las gentes del pasado, y te haré habitar en las profundidades de la tierra, en el país de la eterna soledad[15].
-“Todos están destinados a la muerte, a bajar a lo profundo de la tierra, al país de los muertos[16].
En estos textos de Ezequiel puede comprobarse que aunque se habla del país de la eterna soledad o del “país de los muertos”, no se menciona todavía el Infierno como un castigo físico, como fuego eterno, cosa que sí sucede en los pasajes del Nuevo testamento.
 Esta doctrina, como ya se ha comentado, es criticable en sí misma y por ser contradictoria con otras de la Iglesia Católica.
A las razones anteriores pueden sumarse las siguientes:
En primer lugar, hay que tener en cuenta que esta creencia absurda en Dios como un “Señor” con derecho a imponer sus normas, y en el hombre como un “siervo” que debiera obedecerlas, sólo se encuentra a partir de la proyección de lo que en el pasado fue la vida humana, en relación con la cual las organizaciones políticas y sociales, como las del antiguo Egipto, estaban estructuradas de manera piramidal, con un faraón o un rey con poder absoluto sobre la vida y la muerte de la población, una clase sacerdotal y aristocrática, que se encontraba en según-do lugar, y una gran masa de población que apenas tenía dere-chos y que vivía sometida al poder del faraón. La justificación de los derechos del faraón sobre el pueblo no derivaba de otra cosa que de su poder, alcanzado como consecuencia de acciones bélicas o como herencia de sus antepasados. Por ello mismo y con mayor motivo, desde que los sacerdotes israelitas afirmaron la existencia de Yahvé como Señor absoluto del Universo, les resultó fácil concluir que a él se le debía una obediencia y una sumisión absolutas, y que cualquier alejamiento de sus órdenes merecía un castigo inexorable y especialmente cruel, como la muerte del pecador y la de su descendencia o como la del Infierno.
En segundo lugar y de acuerdo con la doctrina de la predeterminación divina, conviene no olvidar que el hombre no elegiría nada por su propia cuenta sino que, según indican Isaías, Pablo de Tarso o Tomás de Aquino, todo cuanto el hombre decide o hace es Dios quien lo decide o hace, por lo que el hombre no elegiría alejarse de Dios, sino que habría sido Dios mis-mo quien habría decidido esa supuesta elección del hombre, tal como indica Tomás de Aquino cuando escribe:
“Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”[17];
añadiendo más adelante:
“Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia”[18].
Además, como el propio Tomás de Aquino defiende, la idea de que alguien eligiera de manera consciente apartarse de Dios sería contradictoria, en cuanto el hecho mismo de elegir determinado objetivo es lo que demuestra qué es lo que considera como bien quien lo elige, de manera que, en cuanto a Dios se le considera como bien absoluto y el Infierno representa el mayor mal, es inconcebible por contradictorio que alguien pudiera elegir alejarse de Dios y preferir el Infierno, pues sólo se desea lo que se presenta como bien, pero el Infierno, siendo por definición el mayor mal posible, no podría ejercer sobre el hombre atractivo alguno. En consecuencia, nadie se alejaría de Dios vo-luntariamente.
De acuerdo con este planteamiento, Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, decía que la voluntad tiende necesaria-mente al bien, y así este importante “doctor” del Cristianismo proporciona una crítica implícita al argumento anterior pues, si el bien es aquello a lo que todo tiende (“bonum est quod omnia appetunt” -dice Tomás de Aquino siguiendo a Aristóteles-), no tiene sentido afirmar al mismo tiempo que se pueda elegir el mal sino por error, al haberlo confundido con un bien[19].
Y, en tercer lugar, la doctrina sobre el Infierno como castigo eterno que emana de un Dios del que se afirma al mismo tiempo que es misericordia y amor infinito encierra una nueva contradicción interna tan evidente que es totalmente innecesario añadir comentario alguno.
Además, la imperfección humana –para lo bueno, pero también para lo malo- implica que no puede tener una maldad tan absoluta que le lleve a cometer un pecado merecedor de un castigo infinito como lo sería el infierno, suponiendo que debiera existir un nexo necesario entre pecado y castigo, que no lo hay en absoluto sino sólo desde una perspectiva antropomórfica.
Por ello, la doctrina acerca del Infierno es sólo la expresión de un afán de venganza en cuanto no sirve para mejorar al hombre considerado culpable, de manera que cualquier castigo divino que no sirviera para mejorar la conducta del castigado sólo sería compatible con el sadismo y con un deseo patológico de venganza, pero en ningún caso con un Dios considerado como amor y misericordia infinitas.
Por otra parte, además, suponiendo que Dios existiera y que hubiese ordenado amar incluso a los propios enemigos, si luego condenase con castigos eternos a quienes supuestamente hubieran sido sus enemigos, el propio Dios habría sido incoherente con sus mandatos al no perdonarles, y sería realmente asombroso que el hombre fuera más capaz de perdón que el propio Dios, cuya misericordia se supone infinita, pues, efectivamente, no hace falta esforzarse mucho para comprender que la existencia del Infierno es contradictoria con tal doctrina, ya que, si ni siquiera resulta concebible que el más malvado de los hom-bres fuera capaz de castigar a un hijo con un sufrimiento eterno, sería un insulto a la bondad de Dios –si existiera- considerarla compatible con una monstruosidad semejante, teniendo en cuenta además que ese castigo no tendría más finalidad que la del castigo mismo, la de causar sufrimiento sólo como una manera de satisfacer un absurdo deseo de venganza.
En definitiva, la doctrina del Infierno es incompatible con la que afirma que Dios es misericordia y amor infinitos, y, por ello, resulta asombroso comprobar hasta qué punto el adoctrinamiento religioso puede anular la racionalidad humana en cuanto puede lograr que las mentes infantiles –y con posterioridad adultas- sean inconsecuentes con la Lógica más elemental, perdiendo la capacidad de tomar conciencia de una contra-dicción tan evidente. Esa debilidad de la racionalidad humana se muestra por ello de un modo más claro en aquellos casos en los que la jerarquía de la Iglesia Católica aprovecha la temprana edad de la infancia para troquelar las mentes de los niños gra-bando en ellas la idea de que “la fe está por encima de la razón” y que, por ese motivo, deben considerar que allí donde perciben una contradicción en realidad deben acostumbrarse a considerar humildemente que se trata de un profundo misterio cuya comprensión no se encuentra a “su” alcance –pero, al parecer, sí al de los obispos, aunque nunca la hayan explicado-.
En estos últimos años algunos dirigentes de la secta católica, como Karol Wojtyla –alias “Juan Pablo II”-, al comprobar que cada día va en aumento el número de críticas contra doctrinas tan absurdas como la de la existencia del Infierno, han pensado que tal vez podían solucionar esta dificultad insuperable reinterpretando todo lo que de forma clara se dice en el Nuevo Testamento y considerando que en realidad no sería Dios quien condenase sino que sería el hombre quien elegiría libremente alejarse de Dios, de manera que el Infierno no consistiría en otra cosa que en ese estado de alejamiento de Dios libremente elegido.
El caso es que, rodeados de tanto lujo y de tanto ambiente y solemnidad clerical, puede haber un momento en que el Papa haya llegado a creer en el dogma de su infalibilidad, se haya atrevido a inventar cualquier sandez y se la haya creído como si realmente se la hubiera inspirado el Espíritu Santo, a pesar de que lo que todo el mundo interpreta como “el Infierno” es no sólo aquello que nos enseñaron los curas cuando éramos niños sin otro criterio que el de la autoridad de los maestros y la de los curas respecto a la verdad de esos temas religiosos, sino aquellas palabras de la Biblia cuyo sentido es claro y cuya reinterpretación surge como consecuencia de que hasta el Papa pueda haber llegado a ser consciente de la barbaridad de aquel castigo y se haya sentido con suficiente autoridad como para modificarlo, suprimiendo las cualidades de tratarse de un “fuego eterno” y un “castigo procedente del propio Dios” para convertirlo en “un alejamiento voluntario de Dios que el hombre decide”, a pesar de las numerosas ocasiones en que el castigo del Infierno apare-ce en los evangelios y en el Apocalipsis como un castigo divino.  
En efecto, para refutar esta interpretación, es conveniente refrescar la memoria de quienes parecen haber olvidado los diversos textos bíblicos en los que, como se ha podido ver, el Infierno es un castigo que proviene de Dios y en que, al margen de su sentido como sufrimiento psíquico, tiene igualmente el carácter de un sufrimiento físico y eterno. Y, como no tiene mayor trascendencia incluir un nuevo ejemplo igual de claro que los anteriores, añado una nueva referencia como lo es el pasaje de Lucas en el que se dice:
“temed a aquel que […] tiene poder para arrojar al fuego eterno[20],
pasaje en el que de nuevo se habla del “fuego eterno” y en el que se hace referencia no al individuo como tomando la decisión de alejarse de Dios sino a “a aquel que tiene poder para arrojar al fuego eterno”, es decir, al propio Dios.
Hay que insistir en definitiva en que, a pesar de que la reinterpretación del Infierno como un alejamiento de Dios, libre y voluntario por parte del hombre está en diáfana contradicción con los textos citados, y, a pesar de que mediante esta “solución” Dios quedaría libre de cualquier responsabilidad por lo que se refiere al destino del hombre, en ella se olvida en primer lugar que, cuando en la Biblia se habla del Infierno, no se lo describe como un lugar o un estado al que uno se dirige voluntaria-mente sino como un lugar de castigo eterno al que el mismo Jesús envía a quienes no tengan fe en su palabra o no la cumplan.
La doctrina del Infierno surgió en muy diversas religiones, aunque con matices distintos por lo que se refiere a su sentido y a sus características, y resulta evidente su carácter antropomórfico, relacionado con la actitud de muchos de los déspotas y tira-nos de los tiempos en que se escribieron los diversos mitos acerca de dioses y demonios, acerca de lugares paradisíacos y lugares de castigo para las almas de los muertos, como sucede con el mismo Hades homérico, en el que Aquiles dice a Odiseo:
“preferiría ser un bracero y ser siervo de cualquiera, de un hombre miserable de escasa fortuna, a reinar sobre todos los muertos extinguidos”[21].
 Todavía en estos momentos la ingenuidad de una gran parte de la humanidad es tan elevada que la jerarquía de la Iglesia Católica sigue utilizando la idea del Infierno para seguir graban-do en la mente de sus adoctrinados niños de cinco y seis años esa absurda pesadilla, y para atemorizar así a sus fieles en general y tenerlos sumisos y dispuestos a obedecerles en todo aquello que les digan y, de manera especial, en las consignas políticas que les interese transmitir para mantener y aumentar sus privilegios en los diversos países hasta donde alcanzan con sus repulsivas “patas de tarántula”[22].
No obstante y a pesar del carácter contradictorio de tal concepto de Dios, los dirigentes de la Iglesia Católica están especialmente interesados en conservar esta doctrina porque de este modo se presentan como administradores del perdón, de la excomunión o de la eterna condenación, de forma que pueden excomulgar o perdonar los pecados de acuerdo con determinadas condiciones, como la ofrenda de diversas y variadas donaciones (casas, tierras, dinero, herencias) a la misma organización eclesiástica, y porque el temor al Infierno lleva a los creyentes a seguir las consignas de los dirigentes de esta iglesia en todos los terrenos, especialmente en el político, a la hora de facilitarles el camino para asegurar e incrementar sus privilegios políticos, económicos y sociales.




[1] Daniel, 12:2. La cursiva es mía.
[2] Mateo, 13:49-50. La cursiva es mía.
[3] Mateo, 25: 4l. La cursiva es mía.
[4] Mateo, 5:29. La cursiva es mía.
[5] Mateo, 25:46. La cursiva es mía.
[6] Marcos, 9:47. La cursiva es mía.
[7] Lucas, 16:23-25.
[8] 2 Tesalonicenses, 1:6-9. La cursiva es mía.
[9] Apocalipsis, 21:8. La cursiva es mía. Resulta de interés observar que en el evangelio de Juan no se menciona el “Infierno” en ningún momento de manera explícita, aunque sí se contraponga “vida eterna” y “condenación”, la cual podría significar simplemente condena a morir para siempre, tal como se acepta a lo largo de casi todo el Antiguo Testamento.  
[10] Apocalipsis, 12:7-9.
[11] Lucas, 16:23-25. El autor de este evangelio presenta esta escena con gran realismo, como si la hubiera presenciado directamente. Cualquiera que tenga interés puede comprobar que el autor de este evangelio es muy dado a escribir de ese modo acerca de hipotéticas situaciones que él en ningún caso pudo haber presenciado. Parece que lo importante no era su veracidad sino el efecto que tales “historias” pudieran causar en sus ingenuos oyentes o lectores.
[12] 2 Tesalonicenses, 1:6-9.
[13] “Ut beatitudo sanctorum magis complaceat eis et de ea uberiores gratias Deo agant, datur eis ut poenam impiorum perfecte intueantur” (Summa Theologica, V, Suppl., q. 94, a. 1; B.A.C., Madrid, 1958, p. 557).
[14] Así, por ejemplo, se dice en Deuteronomio: “No te postrarás ante ellos ni les darás culto, porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la maldad de los hombres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Deuteronomio, 5, 9-10). El castigo hasta la tercera y cuarta generación es señal de crueldad y de absoluta injusticia por parte de Yahvé, cuya sed de venganza y cuya omnipotencia están por encima de todo, pero además y de manera especial es una prueba de que en esos momentos a los sacerdotes de Israel todavía no se les ha ocurrido la idea de la inmortalidad en la que el bien o el mal puedan prolongarse: Ni gloria eterna, ni castigo eterno.
[15] Ezequiel, 26:19-20. La cursiva es mía.
[16] Ezequiel, 31:14. La cursiva es mía.
[17] Suma contra los gentiles, libro III, cap. 89.
[18] Suma contra los gentiles, libro III, cap. 90.
[19] De hecho la misma Biblia llega a reconocer esta idea cuando dice: “la maldad es necedad y la insensatez locura” (Eclesiastés, 8:25).
[20] Lucas, 12:5. La cursiva es mía. En Mateo aparece un texto similar: “temed […] al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno” (Mateo, 10:28. La cursiva es mía).
[21] Homero: Odisea, XI, versos 489-492.
[22] Me he servido aquí del acertado símil utilizado por Blasco Ibáñez en su libro La araña negra en referencia a los jesuitas. 

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