La
Iglesia Católica y la eutanasia
Antonio
García Ninet
Doctor
en Filosofía
Aunque
en el Antiguo Testamento se habla con
admiración de varios suicidios, los dirigentes católicos rechazan la eutanasia, pero están de acuerdo con la
pena de muerte, con la santificación de guerras y cruzadas, y con la muerte de
alrededor de 35.000 niños cada día como consecuencia del hambre, en relación
con las cuales muestra una absoluta indiferencia.
La
Jerarquía Católica defiende la doctrina según la cual es moralmente inaceptable
que el ser humano decida acerca del momento de su muerte, hasta el punto de que
ni siquiera acepta el uso de medidas paliativas contra el dolor en cuanto
puedan adelantar la muerte unos días o unas horas. El argumento por el que
defiende este punto de vista consiste en que dice considerar que la vida
pertenece a Dios, que el hombre debe aceptar su voluntad y tratar de vivir todo
el tiempo posible hasta que él decida otra cosa, aunque sea en medio de atroces
sufrimientos que sólo sirven para prolongar una absurda agonía, pues sólo Dios
tendría derecho a disponer el cese de la vida.
Se
trata de un argumento muy pobre que puede ser criticado desde diversas
perspectivas.
En primer lugar, habría que demostrar que
efectivamente existiera ese supuesto ser al que llaman Dios, lo cual es
imposible, tal como ya demostró Hume y tal como al comienzo de este trabajo se
ha demostrado.
En segundo
lugar, suponiendo que ese Dios existiera, la afirmación de los dirigentes católicos
según la cual la vida humana le pertenece y por ello el hombre no tiene derecho
a decidir libremente acerca de cuándo poner fin a esa vida, hay que decir que
esas afirmaciones son erróneas en cuanto, si la vida la diese Dios, por ello
mismo, en cuanto fuese un don, quien la recibiese la tomaría como un regalo, es
decir, en propiedad, lo cual implica el derecho para hacer con ella lo que uno
considere más conveniente y durante el tiempo que considere oportuno, sin que
tenga obligación de luchar por seguir viviendo, sea cual sea el grado de
sufrimiento que deba padecer como consecuencia de una enfermedad terminal o en
cualquier otra situación límite en la que una persona pueda llegar a sentir la
vida como una carga insoportable que es mejor abandonar voluntariamente, en
lugar de tener que esperar a que la muerte llegue después de un penoso
sufrimiento absurdo. Además, esto debería ser así especialmente, porque, si
antes de recibir la vida se hubiera firmado un contrato entre cada ser humano y
Dios, en el sentido de que el hombre aceptaba la vida con la condición de dejar
que fuese Dios quien decidiese acerca de su final, en ese caso todavía podría
tener algún sentido someterse a su voluntad a fin de cumplir con tal contrato.
Pero, resulta que ese contrato era imposible realizarlo porque para ello uno
tenía que haber nacido previamente, lo cual implicaría disponer ya de la vida
sin haber dado su consentimiento previo[1].
En tercer lugar, al margen de que no exista
una realidad como ésa que los dirigentes católicos pretende nombrar con el
término “Dios”, el concepto de Dios de la secta católica es realmente
contradictorio, en cuanto un Dios al que no le importase para nada el sufrimiento,
tan presente a lo largo de la vida humana y tantas veces especialmente presente
en los últimos días de la vida, o que
negase a las personas el derecho a decidir sobre el término de su propia vida
sería un Dios sádico y en cualquier caso incompatible con las cualidades de la
bondad y del amor infinito que al mismo tiempo se le atribuyen. Por ello, la
suposición de que Dios pudiera querer tal sufrimiento sería un insulto a ese
Dios del que la jerarquía de la secta católica dice que es “nuestro padre”.
Quienes a estas alturas pretenden justificar el
sufrimiento lo siguen haciendo además a partir de la consideración de que la
humanidad todavía está “pagando” por el “pecado original” –del que, por otra
parte, se dice que Jesús redimió a la humanidad- sin entender que la idea de
que el sufrimiento pueda verse como una compensación del pecado sólo cabe en la
mente retorcida de personas patológicamente vengativas, como quienes
defendieron y siguen defendiendo la Ley del Talión (“ojo por ojo, diente por diente”),
tan dominante en el Antiguo Testamento,
tan “palabra divina” como el Nuevo.
Por otra parte, en el Antiguo Testamento se habla al menos de tres suicidios sin hacer
referencia a ellos de modo condenatorio e incluso hablando del tercero como de un
acto de “honor”.
En primer lugar se cuentan los suicidios del rey
Saúl y de su escudero mediante una sencilla descripción en la que lo que llama
la atención del narrador es que el escudero de Saúl no se atreviera a obedecer
la orden de su rey de que le matase y, en segundo lugar, que en aquel mismo día
muriesen Saúl, sus tres hijos y el escudero, que también se suicidó, pero el
autor de la narración en ningún caso muestra ningún sentimiento de escándalo o de
condena moral por la decisión de Saúl ni por la de su escudero.
Más adelante, en 2 Macabeos se cuenta un
tercer suicidio. En este caso se trata de Razis, un senador de Jerusalén, quien
“acorralado, se echó sobre su espada;
prefirió morir con honor antes que caer en manos criminales y sufrir ultrajes
indignos de su nobleza”[2].
En
este caso tiene especial interés que el narrador de la “palabra divina”,
refiriéndose al suicidio de Razis, diga que éste prefirió “morir con honor”, lo
cual representa una valoración altamente positiva de su decisión de suicidarse y,
por ello mismo, en ningún caso una condena moral. Pero, si efectivamente el
suicidio hubiese sido valorado como moralmente negativo en el Antiguo Testamento, los suicidios de
Saúl y de su escudero así como el suicidio de Razis habrían merecido una descalificación
moral, la cual no aparece para nada. En efecto, según dice el primer libro de Daniel,
“Los filisteos cercaron a Saúl y a sus
hijos, y mataron a Jonatán, a Abinadab y a Melguisúa, hijos de Saúl. El peso
del combate cayó entonces sobre Saúl, que fue descubierto por los arqueros y
herido gravemente. Saúl dijo a su escudero:
-Saca tu espada y mátame, no sea que vengan
los incircuncisos y me ultrajen.
Pero su escudero
se negó, pues tenía mucho miedo. Entonces Saúl tomó su espada y se echó sobre ella.
Su escudero, al ver que Saúl había muerto, se echó él también sobre la suya y
murió con él. Así murieron juntos el mismo día, Saúl, sus tres hijos y su
escudero”[3].
Por
otra parte, esta “palabra de Dios” resulta sorprendente porque, a pesar de que
no condena el suicidio ni, por ello mismo, la eutanasia, a continuación, casi
al comienzo del segundo libro de Samuel, se contradice con la mayor ingenuidad
del mundo, narrando que Saúl no llegó a suicidarse sino que pidió a un
amalecita que le matase y que éste le hizo ese favor:
“Él se volvió, me vio y me llamó. Yo
respondí: “Aquí me tienes”. Me preguntó: “¿Quién eres?” Respondí: “Soy un
amalecita”. Me dijo: “Acércate a mí, por favor, y mátame; porque se ha
apoderado de mí la angustia y aún sigo vivo”. Así que me acerqué a él y lo
maté, porque sabía que no podría sobrevivir a su derrota”[4].
La
condena de la eutanasia –la “buena muerte”- por parte de la jerarquía católica
no sólo es contradictoria con cualquiera de estos textos de la Biblia, esa tantas veces pregonada
“palabra de Dios”, sino también con su aceptación constante de la pena de
muerte, por la que la misma jerarquía católica se ha arrogado en tantas
ocasiones el derecho de privar de la vida a tantos seres humanos, vida a la
que, según ella, sólo Dios tendría derecho a poner fin. Y es contradictoria con
la serie de ocasiones en que ha perseguido y condenado a muerte a quienes no
pensaban como ella; es contradictoria, con las ocasiones en que ha defendido,
alentado y promovido guerras como las de las Cruzadas o como la guerra civil
española, bautizada como “cruzada nacional”, que provocó cientos de miles de
muertos; es contradictoria con su despreocupación por los miles de niños que
cada día mueren a causa del hambre, o con su silencio hipócrita, casi absoluto,
ante las actuales guerras en la zona de Oriente medio y en muchas otras zonas
del mundo cuando le interesa seguir manteniendo buenas relaciones diplomáticas
con los gobiernos de los países agresores.
Y resulta especialmente hipócrita y vergonzoso que
este grupo mafioso se preocupe infinitamente más por que se alargue la agonía
de quienes están llegado al fin de sus días que por emplear sus incalculables
riquezas en salvar las vidas de los casi 35.000 niños que cada día mueren como
consecuencia del hambre.
[1] De hecho, hay
personas que en ocasiones han reprochado a sus padres el haberles obligado a
nacer y que ante los sufrimientos que implica la vida hubieran preferido no
haber nacido. Parece que, siendo Dios el máximo responsable de esas vidas, esas
personas, en cuanto creyeran en Dios, deberían haberle pedido cuentas a él
acerca de ese regalo no deseado.
[2] 2 Macabeos,
14:41-42.
[3] 1 Samuel,
31, 2-6.
[4] 2 Samuel,
1, 7-10. En 1 Crónicas, 10, se narra la muerte de Saúl con idénticas
palabras que las que aparecen en la narración de 1 Samuel, 31:2-6, lo
cual implica evidentemente que el escritor de uno de los libros copió
literalmente lo que había escrito el otro.
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