viernes, 1 de marzo de 2013


La vida como “valle de lágrimas”
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía

La doctrina tradicional de la jerarquía católica considera la vida terrena como un valle de lágrimas, un destierro, un lugar para la penitencia, el sufrimiento y el ayuno, al que el hombre fue desterrado para pagar por “el pecado original” (?) y para “purificarse” a fin de poder alcanzar la “bienaventuranza eterna” –la cual, por otra parte, depende de la predestinación divina y de la “redención” de Cristo, que sería un aspecto de dicha predestinación, pero no de los méritos del hombre, según lo indica Tomás de Aquino, “Doctor de la Iglesia Católica”-.
En este sentido y para comprobar la vigencia de esta doctrina puede ser suficiente hacer referencia a las palabras del fundador del Opus Dei, “San José María Escrivá”, quien en un primer momento escribe:
- “Ningún ideal se hace realidad sin sacrificio. -Niégate. - ¡Es tan hermoso ser víctima!”[1].
En estas palabras, a pesar de que la consideración de la belleza que habría en ser víctima la subordina al hecho de que la búsqueda de un ideal exige sacrificios, sin embargo en sus últimas palabras, donde dice “¡Es tan hermoso ser víctima!”, el señor Escrivá no introduce ningún tipo de nexo de subordinación entre esta frase y la primera, en la señala la necesidad del sacrificio para la consecución de un ideal, como el alpinista que se sacrifica durante varias jornadas penosas para disfrutar de la sensación de triunfo cuando alcanza la cumbre de la montaña. Sin embargo, la separación establecida por el señor Escrivá sugiere más bien la idea de que el ser víctima es por sí mismo algo hermoso, y, en este mismo sentido, igual habría podido hablarles a los esclavos de las delicias de su esclavitud.
De hecho, más adelante presenta una exaltación de las bondades del dolor, sin mencionar para nada en qué podría consistir tal bondad. Escribe en este sentido:
- “Bendito sea el dolor. -Amado sea el dolor. -Santificado sea el dolor...
¡Glorificado sea el dolor!”[2].
Pero, claro está, si el dolor fuera tan bueno y formidable, parece que dejaría de ser dolor, pues la gente normal entiende por dolor algo que no es precisamente “hermoso”, ni “amado”, ni “santificado”, ni “glorificado”. Seguramente este señor o bien era un masoquista o en cualquier caso estaba mal de la cabeza.
Quizá su grandiosa valoración del dolor debió de estar relacionada con la idea, tantas veces repetida en las iglesias, de que por su mediación el hombre se unía al sufrimiento y a la pasión y muerte de Jesús para redimir al hombre de sus pecados. Pero, como ya se ha dicho en el capítulo correspondiente, la redención del hombre por medio del dolor o por la pasión y muerte de Jesús no era otra cosa que la traslación de la Ley del Talión al Cristianismo, entendiendo que el “pecado original” y cualquier otro pecado representaban ofensas a Dios que no podían ser directamente perdonadas por Dios de acuerdo con su infinita misericordia sino que su perdón sólo podía producirse mediante un sacrificio que compensara tales ofensas. Y este sacrificio es el que, según los dirigentes cristianos, se produjo mediante el sufrimiento y la muerte del hijo de Dios, el único hombre cuyo sacrificio podía compensar las ofensas cometidas por la humanidad, del mismo modo que, de acuerdo con la ley del Talión, el daño que implicase la pérdida de un ojo se compensaba castigando al causante de dicho daño con la pérdida correspondiente de uno de los suyos.
Pero una comprensión adecuada de lo que implica el amor y la misericordia infinita de Dios conduce a comprender que esta nueva forma de aplicación de la ley del Talión, según la cual para perdonar una ofensa Dios necesite del sacrificio de su propio hijo -o del de cualquier otro ser humano- es un antropomorfismo absurdo. Por ello, la actitud del señor Escrivá al defender el valor del sufrimiento como si fuera un placer exquisito resulta una completa barbaridad, al margen de que en la vida humana el sufrimiento exista de modo inevitable. Pero, además, si el dolor resulta tan santo y tan fabuloso como al señor Escrivá le pareció, ¿qué clase de mérito pudo haber en aquel supuesto sacrificio del hijo de Dios, que debió de disfrutar divinamente clavado en la cruz hasta su muerte?
Pero, continúa el señor Escrivá,     
“El ayuno riguroso es penitencia gratísima a Dios”[3].
Seguramente la penitencia rigurosa ha sido muy del gusto de todos los sádicos psicópatas de todos los tiempos, pero eso no parece un argumento en su favor sino sólo un síntoma clarísimo de enfermedad mental de quienes defienden la idea de que a su supuesto Dios le resultan muy gratos el ayuno y la penitencia.
¿Qué sentido tiene la “penitencia”? ¿Qué utilidad tiene? Sirve para la satisfacción de los tiranos que, como Calígula o como cualquier otro bestia, disfrutaban con el sufrimiento ajeno. Por ello, las palabras del fundador del “Opus Dei” casi no merecen comentario. Se califican por sí mismas. Expresan pura y simplemente le masoquismo de un loco, complementario del sadismo de su supuesto Dios igualmente absurdo, pero así ha presentado la jerarquía católica al Dios del cristianismo a lo largo de los siglos.
¿Acaso es compatible esa “glorificación del dolor” con la idea de un “dios amor”? Sólo desde la hipocresía o desde la locura de un sádico podría afirmarse “amado sea el dolor”. Pues ¿qué sentido tendría entonces luchar contra él, en sus múltiples manifestaciones, como las de las enfermedades, la miseria y el hambre, si se tratase de realidades tan “gratísimas a Dios”, según escribía el fundador del Opus? ¿Qué sentido tendría compadecer al que sufre y tratar de mitigar su dolor?
Este punto de vista representa uno de los motivos de que la jerarquía católica defiende toda clase de penitencias y ataca el placer sexual como pecado, considerando que sólo es legítimo dentro del matrimonio y a condición de que se produzca como una simple consecuencia del cumplimiento del precepto bíblico “creced y multiplicaos”, entendiendo en consecuencia que la búsqueda del placer en las relaciones sexuales, desvinculada del objetivo de la procreación, debe considerarse como pecado. Ésta es la causa por la que igualmente condena el uso del preservativo en cuanto implica la búsqueda del placer desvinculado del fin de la procreación. Éste es el motivo de que la jerarquía católica considere igualmente que los días de la “Cuaresma” son días de penitencia, de ayuno, de azotes, de abstención de carne –aunque no de caviar y de otros manjares-, presentando a Dios como un ser sádico que se complace con el sufrimiento humano. Y, ciertamente, desde una visión antropomórfica de cortas miras, podría verse a Dios de este modo, asimilándolo con los diversos reyezuelos y señores terrenales de cualquier época. Pero en cualquier caso la imposible hipótesis de un Dios como perfección absoluta en ningún caso podría corresponderse con esta otra, tan ridícula y absurda.
La absurda doctrina cristiana que enaltece y glorifica el sufrimiento tiene como fundamentos históricos el mito del pecado original y el de la Ley del Talión, como ya se ha dicho, basada en la venganza, en cuanto considera que un daño queda compensado con otro daño: “Ojo por ojo y diente por diente”[4]. Esta antigua ley es incompatible con la idea del Dios-amor defendida por la Iglesia Católica y va ligada a la idea de que el sufrimiento purifica, y que, por ello, cualquier penalidad que el hombre padezca debe ser recibida incluso con alegría, teniendo conciencia de que de ese modo colabora con Jesús en su obra redentora, la cual por otra parte ni siquiera se habría producido por el sufrimiento del propio Jesús en la cruz, quien efectivamente no habría logrado que “su Padre” perdonase a la humanidad, pues, según los Evangelios, condena al “fuego eterno” a la mayor parte de ésta y, además, ya desde la eternidad habría predestinado a cada hombre a ser salvado o condenado. Siendo consecuentes con el punto de vista de Escrivá de Balaguer acerca del dolor habría que esforzarse por alcanzar el Infierno y no el Cielo, pues parece que en el Infierno se sufre más, hay un dolor infinito, de manera que si el dolor debe ser glorificado, ¿dónde podríamos disfrutar más del dolor que en el Infierno? 
Pero en realidad ni el sufrimiento del Infierno ni el sufrimiento terrenal sirven para purificar nada, al margen de que el dolor sea un mecanismo biológico que nos avisa de alguna enfermedad o deterioro de nuestro organismo, y, por ello, la exaltación del dolor o de la penitencia como “gratísima a Dios” sólo es una muestra del absurdo antropomorfismo que invade las doctrinas de la jerarquía católica, pues el perdón de un ser infinitamente misericordioso no debería requerir para nada de la venganza consistente en deleitarse con el sufrimiento de quien hubiera podido causarle una ofensa. Pero, además, ¿cómo podría el ser humano ofender a Dios teniendo en cuenta que todas y cada una de sus acciones y que todos y cada uno de sus deseos y decisiones habrían sido programados por ese mismo Dios tan perfecto e impasible? Sería estúpidamente pretencioso considerar que el ser humano tuviera la capacidad de ofender o de causar el más ligero disgusto a un ser perfecto como lo sería Dios, suponiendo que existiera, pues en el propio concepto de perfección iría incluida necesariamente la absoluta inmutabilidad y, por ello, la impasibilidad de tal ser, totalmente alejado de las posibilidades humanas de provocar en él cualquier alteración como sería el doloroso sentimiento de haber sido ofendido o el sádico sentimiento placentero de hacernos sufrir y de disfrutar por ello.
Como dice un refrán español, “no ofende quien quiere, sino quien puede”, pero, suponiendo que Dios existiera ¿quién podría ofenderle? Sería realmente muy presuntuosa la suposición de que el ser humano tuviera la capacidad de causar la más mínima molestia a un ser tan absolutamente perfecto y trascendente. Ya en el libro de Job, uno de los más interesantes de la Biblia, su autor había tomado conciencia de esta cuestión cuando escribió:
“Si pecas, ¿en qué perjudicas a Dios?
Si multiplicas tus delitos, ¿qué daño le causas?
Y si eres justo, ¿qué gana con ello?
¿Qué recibe él de tu mano?
Es a ti mismo a quien afecta tu maldad;
a ti, que eres hombre, tu rectitud[5].

Pero, además, el ser humano no sólo no podría ofender a Dios sino que ni siquiera podría querer hacerlo, pues en cuanto Dios sería el ser que colmaría cualquier deseo humano, sería contradictorio odiar o despreciar aquella realidad que a la vez sería objeto de amor y deseo, ya que en cuanto Dios fuera el bien absoluto y en cuanto, como dice Aristóteles, el bien es aquello a lo que todo tiende[6], es efectivamente una contradicción afirmar que se pueda odiar aquello que al mismo tiempo se ama y se desea.
Pero entonces, ¿qué sentido tiene esta apología del dolor?
Parece que las doctrinas y creencias aparentemente más absurdas tienen siempre una explicación oculta que puede aflorar cuando se analizan las circunstancias en que ha surgido. Y, en este sentido, es evidente que esta doctrina ha servido y mucho a los intereses económicos de la jerarquía católica, pues su insistencia en la idea del ser humano como pecador y de que la penitencia es el modo de obtener el perdón divino calaron en los creyentes más ingenuos y más dóciles, y la jerarquía católica supo encauzar las penitencias debidas hacia el terreno económico, planteando a sus fieles en muchas ocasiones la posibilidad de sustituir la penitencia física por diversos “donativos”, “ofrendas”, “herencias”, “limosnas” a la Iglesia Católica –o, más exactamente, a la jerarquía católica- y presionándoles hasta el momento de su muerte para que donasen todos sus bienes a la Iglesia, para realizar así esta última obra de caridad penitente, que repercutiría en el bien de su eterna salvación, aunque sin duda mucho más claramente en el incremento de las riquezas del Vaticano, sin que nunca haya llegado ni llegue el momento de que los dirigentes católicos decidan compartir esa “penitencia económica”, tan glorificada, repartiendo “sus” (?) riquezas entre los pobres para cumplir con el mensaje de aquél en cuyo nombre dicen predicar.


[1] Camino, 175.
[2] Camino, 208.
[3] Camino, 231.
[4] Éxodo, 21:24; Levítico, 24:20.
[5]  Job, 35:6-8.
[6] Aristóteles: Ética Nicomáquea, I, 1094a, 2-3.

No hay comentarios: