jueves, 14 de marzo de 2013


Los demonios según la Biblia y según los dirigentes de la Iglesia Católica
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía

La jerarquía católica  considera que, además de el mundo y la carne, también el demonio es un enemigo del alma, sin preocuparle lo más mínimo la contradicción que supone que su Dios, considerado como infinitamente bueno, haya creado tales seres y les permita causar sufrimientos e incluso la  misma muerte a los seres humanos en cuyos cuerpos consigan introducirse
Por lo que se refiere a la historia o a los orígenes del demonio resulta bastante paradójico que sólo se diga algo de ellos no en los primeros libros de la Biblia sino en el último, en el Apocalipsis, donde se narra de forma mítica e infantil la popular historieta de la lucha entre el arcángel Miguel y Satanás, con sus respectivos ejércitos, y el triunfo del arcángel Miguel. El autor de este libro se dejó llevar por el atractivo de una exposición tenebrosa y oscura, pero no supo o no quiso presentar un relato mínimamente racional, pues para expulsar a Satanás del cielo Dios no tenía necesidad alguna de aquella singular batalla, pues un simple deseo suyo habría sido suficiente para derrotar al ángel que supuestamente se rebeló contra él. Sin embargo, parece que el autor quiso dar mayor suspense y colorido a esta historieta y, por ello, aunque así pueda resultar más atrayente, está llena de antropomorfismo al imaginar aquellos dos ejércitos en una lucha encarnizada, como si la derrota de Satanás hubiera podido suponer un esfuerzo especial por parte de los ángeles fieles a Dios. En este sentido, se dice en Apocalipsis:        
“Se trabó entonces en el cielo una batalla: Miguel y sus ángeles entablaron combate contra el dragón. Lucharon encarnizadamente el dragón y sus ángeles, pero fueron derrotados y los arrojaron del cielo para siempre. Y el gran dragón, que es la antigua serpiente, que tiene por nombre Diablo y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo, fue precipitado a la tierra junto con sus ángeles”[1].
Este pasaje es, efectivamente, contradictorio en cuanto, por lo que se refiere al demonio o a los demonios, es un mito infantil y sádico pretender, por una parte, que Dios les haya expulsado del cielo -y condenado al fuego eterno-, y, por otra, defender al mismo tiempo que les permite pasearse por el mundo tratando de embaucar, seducir y reclutar a seres humanos que les acompañen para aumentar sus huestes infernales, o que Dios les permita igualmente introducirse en el cuerpo de diversos hombres –o de otros animales- para causarles toda clase de sufrimientos físicos y psíquicos.
En el Antiguo Testamento existe ya algún ejemplo de posesión diabólica, como lo es el siguiente:
“Él le dijo:
-El corazón y el hígado del pez sirven para quemarlos ante un hombre o una mujer atormentados por el demonio o por un mal espíritu. Desaparecerá así de esa persona todo tormento y nunca volverá a él. La hiel se unta en los ojos de una persona que tenga manchas blancas en los ojos, luego se sopla sobre ellos y quedarán curados […] Cuando entres en la cámara nupcial, toma una parte del hígado del pez y su corazón y lo pones en las brasas del incienso. El olor se esparcirá, lo olerá el demonio y huirá para no volver ante ella nunca más.”[2].
En este pasaje el endemoniado aparece al mismo tiempo como un enfermo cuya curación, equivalente a la expulsión del demonio, se produce mediante remedios naturales y sin que sea necesaria la intervención de Dios o de un enviado suyo, remedio que en este caso funciona provocando un olor que resulta repugnante para el demonio. Pero, si los demonios son espíritus, resulta muy ingenua la idea de que tuvieran olfato, que es un sentido relacionado con lo material.
El autor de este libro habría sido más coherente si hubiese relacionado su “remedio natural” con una “enfermedad”, conectada también con el mundo natural, pero la tendencia a la superstición y al mito le llevó a realizar esta extraña combinación por la que habla de un remedio natural pero relacionándolo con un efecto que nada tiene que ver con lo natural sino con lo supuestamente sobrenatural, como es la huida, que no la expulsión, del demonio ¡a causa del mal olor!
El Nuevo Testamento enriquece el carácter mitológico del Antiguo y tiene numerosos pasajes en los que se habla de estas posesiones diabólicas, pero con la importante diferencia de que ahora ya no serán los remedios naturales los que curen o consigan espantar al demonio sino que será la acción de Jesús la que obligará al demonio o a los demonios, pues podría haber muchos, a abandonar el cuerpo de la persona que esté o estén ocupando. No obstante, hay momentos en los que se sigue hablando de “curaciones”, lo cual resulta positivo en cuanto eso significa que el autor del escrito correspondiente comprende que se está enfrentando a una enfermedad.
Sin embargo, hay muchas ocasiones en las que se habla sin más de una posesión diabólica y de una orden de Jesús obligando al demonio o a los demonios a abandonar el cuerpo de determinada persona. En este sentido pueden mencionarse los siguientes eejemplos:
    a) “El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de él”[3].
b) “Mientras los ciegos se iban, le presentaron un hombre mudo poseído por un demonio. Jesús expulso al demonio y el mudo recobró el habla”[4].
c) “Había precisamente en la sinagoga un hombre con espíritu inmundo, que se puso a gritar:
-¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!
Jesús lo increpó diciendo:
-¡Cállate y sal de ese hombre!
El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de él”[5].
d) “Uno de entre la gente le contestó:
-Maestro, te he traído a mi hijo, pues tiene un espíritu que lo ha dejado mudo. Cada vez que se apodera de él, lo tira por tierra, y le hace echar espumarajos y rechinar los dientes hasta quedarse rígido.
[…]
Jesús, viendo que se aglomeraba la gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole:
-Espíritu mudo y sordo, te ordeno que salgas y no vuelvas a entrar en él.
Y el espíritu salió entre gritos y violentas convulsiones”[6].
e) “Jesús resucitó […] y se apareció a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios”[7].
Este último pasaje es realmente sorprendente, pues María Magdalena había estado con Jesús durante mucho tiempo y hasta el mismo día de su muerte y nunca había presentado ningún síntoma de estar endemoniada ni tampoco se menciona en ningún otro pasaje el momento en que Jesús la habría liberado de tales intrusos. Sin embargo, esta misma anécdota aparece reflejada también en Lucas[8]. En cualquier caso, parece que quien escribió el evangelio atribuido a Marcos se entusiasmó excesivamente con el tema de los demonios –pues este evangelio es el que contiene más referencias a endemoniados, a diferencia del de Juan, que no tiene ninguno-, pues los menciona en muchísimas más ocasiones que en todo el Antiguo Testamento donde apenas en alguna ocasión –en Tobías- se menciona la existencia de endemoniados, aunque sí en diversas ocasiones la existencia del demonio.
f) “Entonces [Jesús] le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
Él le respondió:
-Legión es mi nombre, porque somos muchos.
Y le rogaba insistentemente que no lo echara fuera de la región.
Había allí cerca una gran piara de cerdos, que estaban hozando al pie del monte, y los demonios rogaron a Jesús:
-Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos.
Jesús se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron, entraron en los cerdos, y la piara se lanzó al lago desde lo alto del precipicio, y los cerdos, que eran unos dos mil, se ahogaron en el lago. Los porquerizos huyeron y lo contaron por la ciudad y por los caseríos…”[9].
Este pasaje tiene especial interés, aunque sólo sea como anécdota, para reflexionar un poco en el hecho de que en él se dice, en primer lugar, que la persona poseída no lo estaba por un solo demonio sino por ¡alrededor de dos mil demonios!, ya que fueron unos dos mil los cerdos que luego se precipitaron al lago y se ahogaron en él como consecuencia de la acción de los demonios, que se habían introducido en ellos. Alguien podría replicar que el hecho de que fueran dos mil demonios en lugar de uno sólo era irrelevante, ya que, al no ser materiales, no ocupaban espacio, por lo que igual hubieran podido instalarse dos millones. Pero a esta réplica se le podría responder que, si ya es absurdo que un solo demonio se instale en el cuerpo de un ser humano, causándole toda esa serie de males de que se habla, mucho más incomprensible y absurdo sería que Dios fuera tan sádico que permitiera que dos mil demonios se instalasen en el cuerpo de cualquiera, al margen del absurdo que supone el que permita el acceso de uno solo. En segundo lugar, porque Jesús accede a la petición de los demonios de introducirse en aquellos dos mil cerdos después de haber sido expulsados del cuerpo de aquel hombre, pues, si el hombre no merecía semejante tormento, tampoco lo merecían aquellos cerdos, que para librarse del sufrimiento que les producían los demonios se vieron obligados a lanzarse por el precipicio y a morir ahogados. En tercer lugar, porque además tampoco parece que Jesús tuviera consideración alguna por las enormes pérdidas económicas que debió de sufrir el dueño de los cerdos, pues dos mil cerdos son muchos cerdos, y en el citado pasaje no se dice para nada que Jesús resarciese al dueño de esa pérdida económica. Y, por último, que resulta ciertamente incomprensible que Dios, siendo los demonios sus mayores enemigos, tuviera con ellos la especial consideración de hacer caso de su petición en perjuicio de los cerdos, accediendo a que ocupasen los cuerpos de éstos, que acabaron perdiendo la vida.  
En relación con estos últimos pasajes resulta evidentemente caprichosa la absurda costumbre de los demonios de introducirse varios o muchos en una sola persona, a pesar de haber tantas personas libres y disponibles, y es realmente chocante que en aquel tiempo y en aquella pequeña región de Israel hubiese tan gran número de endemoniados, mientras que ahora, con muchísima más población en el mundo, apenas se hable de endemoniados o se hable de ellos en países o regiones sospechosamente dominados por la incultura y la superstición, donde los dirigentes de la secta católica se atreven a “investigar” la posible presencia del maligno en alguna persona incauta, aquejada de alguna enfermedad mental, para practicar en él un exorcismo, poniendo en peligro la vida de esa persona por no haberla llevado a su debido tiempo a la consulta de un neurólogo.
Sin embargo, en bastantes otros casos se habla de expulsión del demonio y se identifica dicha expulsión con una “curación”, lo cual parece indicar que en la mentalidad de la época y de quienes escribieron estos pasajes evangélicos, a pesar de la referencia al demonio, se considera al mismo tiempo que se enfrentan a una enfermedad –que podría haber sido provocada por el demonio- y que Jesús tiene la facultad de curarla. Veamos un ejemplo:
“Cuando el niño se acercaba, el demonio lo tiró por tierra y lo sacudió violentamente. Pero Jesús increpó al espíritu inmundo, curó al niño y se lo entregó a su padre”[10].
En este pasaje tiene interés remarcar que, a pesar de que en él se hable claramente de un niño endemoniado, al final se diga que Jesús “curó” al niño, tratando tal situación de manera correcta como una enfermedad –un ataque epiléptico, se diría en la actualidad-, a pesar de que todavía la jerarquía católica siga afirmando la existencia de endemoniados, siga manteniendo la orden menor o cargo de “exorcista” y siga realizando exorcismos teatrales sin querer enterarse de que la epilepsia y otras enfermedades mentales nada tienen que ver con los supuestos demonios.
Por ello, es evidente que la creencia en la existencia de personas endemoniadas procede de la existencia de enfermedades que tienen manifestaciones especialmente impresionantes, como sucede con las de carácter mental en general y con la epilepsia en particular, cuyas crisis se producen de manera muy aparatosa, con pérdida de la conciencia, convulsiones y temblores incontrolables, abundante salivación y otras más, todas ellas muy impresionantes.
En este sentido, tiene interés comprobar que en los Evangelios hay casos en los que al tiempo que se habla de una posesión diabólica, a continuación se habla de una curación, lo cual implica el reconocimiento más o menos explícito de que hablar de posesión diabólica es lo mismo que hablar de ese tipo especial de enfermedad. Así sucede, por ejemplo, en el siguiente pasaje:
“Y un hombre de entre la gente gritó:
-Maestro, por favor, mira a este hijo mío, que es el único que tengo; un espíritu se apodera de él y, de repente, le hace gritar y lo zarandea con violencia entre espumarajos, y a duras penas se marcha de él después de haberlo maltratado; he suplicado a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.
Jesús respondió:
-¡Generación incrédula y perversa! […] Trae aquí a tu hijo.
Cuando el niño se acercaba, el demonio lo tiró por tierra y lo sacudió violentamente. Pero Jesús increpó al espíritu inmundo, curó al niño y se lo entregó a su padre”[11].
También aquí se hace equivaler, aunque sólo hasta cierto punto, el estar poseído por el demonio con tener una enfermedad o con ese mismo hecho más la consideración implícita de que el demonio sea el causante de dicha enfermedad; por ello, cuando se dice que Jesús “curó” al niño, se está diciendo de modo implícito que expulsó al demonio que le provocaba los sufrimientos correspondientes y viceversa.  
Que en la antigüedad la gente se asombrase ante lo impactante de tales crisis epilépticas o de otro tipo, y que las atribuyese a algo “sobrenatural” es comprensible precisamente por la falta de cultura y por el escaso desarrollo científico –en especial de la medicina- del momento. Pero que en la actualidad la jerarquía católica siga impulsando a que sus fieles continúen creyendo en semejante explicación insensata es el colmo del abuso de la ingenuidad y buena fe de esas personas sencillas.
En cualquier caso y a pesar de su carácter tan irracional y absurdo, a la jerarquía católica le ha venido bien mantener esa superstición por motivos evidentes, como en especial el de tener dominados a sus fieles haciéndoles creer en el poder y en la presencia de “el maligno” y en el correspondiente poder de los “exorcistas” para vencer y expulsar a los demonios de un modo algo similar al que utilizan algunos padres cuando tratan de hacerse obedecer por sus hijos amenazándoles con “el hombre del saco” y con otras fábulas similares; en segundo lugar, porque la existencia de “exorcistas”, que en determinadas ocasiones asisten a algún supuesto “endemoniado” con llamativos rituales mediante los que pretenden convencer a su pasmado público de que se están enfrentando con el demonio en una encarnizada lucha, contribuye a diversificar los ceremoniales teatrales introducidos por la jerarquía católica, abarcando así una mayor variedad de aspectos de la vida, además de los representados por los diversos rituales realizadas en el interior de las iglesias, como las misas, rosarios, “viacrucis”, o como las procesiones de Semana Santa y las de las fiestas locales, a fin de conseguir intensificar en sus fieles la creencia en el carácter trascendental e insustituible de sus servicios; en tercer lugar, porque la jerarquía de la secta católica tiene cierta dificultad para cambiar sus doctrinas desde el momento en que en los propios evangelios aparecen los demonios y los endemoniados y, por ello, en cuanto tales “libros sagrados” representen “la palabra de Dios”, sería realmente algo complicado negar el valor de estos pasajes utilizando el recurso tradicional de considerar que tal aparente doctrina era en realidad una metáfora que había que saber interpretar. Además, desde el momento en que los dirigentes católicos han instituido la “orden menor” de “exorcista” y toda una serie de sacerdotes “especializados” en extraer demonios del cuerpo –como el de conocida película El exorcista-, podría causar cierto escándalo en los “fieles” que, de pronto y en contra de su doctrina tradicional de tantos siglos, ahora la cambiasen y proclamasen que no había endemoniados sino sólo personas enfermas que debían ser tratadas de modo adecuado y no por ningún tipo de exorcismo, por lo que la propia “orden menor” de “exorcista” dejaría de tener sentido, y tal rectificación, después de tantos siglos de haber defendido la doctrina contraria, podría dañar el prestigio de la organización católica. Pues, en efecto, la jerarquía católica, siguiendo las supuestas actuaciones de Jesús, según se narra en los evangelios, complementa esta ridícula doctrina sobre la “posesión diabólica” con la de la práctica de exorcismos, forma “cristiana” de hechicería que se corresponde con otras de religiones más antiguas e igualmente atrasadas. Mediante esta práctica el “exorcista” de turno visita a la persona poseída por el demonio y a base de extraños ritos y oraciones “lucha” contra el supuesto demonio y se esfuerza por expulsarle del cuerpo de la persona afectada por tal posesión.
Así pues, por lo que se refiere a la doctrina de la llamada “posesión diabólica”, la jerarquía católica ha sido fiel a la tradición de los evangelios, en los que, como se ha podido ver, se cuenta en diversos pasajes que Jesús habría ordenado al “maligno” abandonar el cuerpo de personas poseídas por él, y en donde se dice también que Jesús dio a sus apóstoles este mismo poder.    
Por otra parte, resulta extraño –pero en sentido positivo- que en el evangelio de Juan no se hable en ningún momento de posesiones diabólicas ni, en consecuencia, de exorcismos por parte de Jesús. Quizá la explicación de esta ausencia se deba a que este último evangelio se escribió a finales del siglo I y a que quien lo escribió –“Juan, el Anciano”, un cristiano de origen griego- debió de tener una formación cultural bastante mayor que la de quienes escribieron los otros evangelios, los llamados “sinópticos” respecto a los cuales pudo haber una fuente común o quizá alguno de ellos pudo servir de inspiración principal a los otros dos.
Un aspecto asombrosamente ridículo y absurdo relacionado con el tema del demonio es el que se refiere a las tentaciones de Jesús, narradas en los evangelios atribuidos a Mateo y a Lucas[12], en las que el demonio ofrece a Jesús toda clase de bienes con tal que éste le adore. Pues, ¿qué sentido podría tener que el diablo, expulsado del Cielo, pudiera tentar a quien era dueño de todo lo que aquél le ofrecía?, ¿qué sentido podía tener que quien había sido vencido y condenado pretendiera tentar a su vencedor con bienes que ya poseía, siendo el demonio consciente de este hecho?, ¿qué sentido  podía tener que Jesús se hubiese prestado a ese juego de manera seria, como si los ofrecimientos de “el Tentador” pudieran tener para él algún valor? ¿Acaso Jesús no era Dios y, por ello mismo, dueño absoluto de todo aquello que “el Maligno” pudiera ofrecerle? ¿Acaso Jesús lo había olvidado? ¿Acaso Jesús-Dios, que todo lo tenía predeterminado, había programado la ridícula comedia de que el diablo fuera al desierto a tentarle?, ¿qué sentido podía tener que hubiera programado al demonio para que éste le tentase de ese modo tan ridículo? Esta anécdota es tan asombrosamente extravagante que su inclusión en los evangelios y su aceptación por quienes creen en ella sólo admite como explicación la incultura y la estulticia de quienes la escribieron y las de quienes han llegado a darle algún crédito. La única explicación de la existencia de un pasaje como éste –igual que la de muchos otros, como el de los dos mil cerdos endemoniados y muertos a continuación al precipitarse a un lago- podría consistir en que quien confeccionó este relato tuviera un cociente intelectual especialmente bajo, que escribiera habiendo pensando –con bastante acierto- que sus lectores tendrían una mentalidad tan similar a la suya que podrían creer semejantes estupideces, o que hubiese escrito este pasaje desde el supuesto asumido –presente en otros pasajes ya mencionados en otro momento- de que Jesús no era Dios ni hijo de Dios, pues de ese modo las tentaciones del demonio hubieran podido ser menos absurdas.
 En todos estos casos en los que se habla de endemoniados lo más asombroso es que Dios, siendo el demonio su mayor enemigo y siendo Dios omnipotente, no sólo consintiera sino que incluso hubiera programado que los demonios se paseasen libremente por el mundo introduciéndose en diversos cuerpos humanos para causarles sufrimiento, teniendo que intervenir Jesús –o los “exorcistas” en los casos posteriores a Jesús- para lograr en nombre de Dios que los demonios abandonasen los cuerpos de las personas poseídos por ellos. Resulta difícil asumir la doctrina de la predeterminación divina aplicada especialmente a casos como éstos, en cuanto dicha predeterminación implica que Dios habría prefijado desde la eternidad la existencia de los demonios, que éstos pudieran vagar libremente por el mundo, que pudieran introducirse en determinados cuerpos humanos para causarles sufrimientos y, finalmente, que en algunos casos los exorcistas pudieran intervenir increpando a los demonios “en el nombre de Dios” para conseguir liberar a los endemoniados de esos malignos inquilinos. Ciertamente, resultaría desconcertante que, por una parte, Dios hubiera programado a los demonios para que se introdujeran en diversos cuerpos humanos y que, por otra, Jesús o algún representante nombrado por la “Iglesia Católica” se tuvieran que dedicar a expulsar a esos demonios que estarían actuando de acuerdo con la predeterminación divina.
Por otra parte, es realmente difícil o más bien imposible imaginar cómo esos espíritus inmundos podrían introducirse en cuerpos materiales causándoles sufrimientos, en cuanto, por definición, lo material y lo supuestamente inmaterial no tienen posibilidad alguna de interactuar recíprocamente. Por ello, suponer que tales espíritus causen daños en el estómago, en el hígado, en la cabeza, en los intestinos o dondequiera que pudieran introducirse (?) representa una contradicción con el concepto de “espíritu” que, en cuanto supuestamente inmaterial, no podría “tocar” ni “dañar” para nada una realidad de carácter material, por lo que la idea de “posesión diabólica”, junto con las aparatosas reacciones y sufrimientos físicos de las “personas poseídas”, pertenece al tipo de supersticiones más ridículas que puedan haber ideado los inventores de religiones.
En relación con esta misma cuestión resulta igualmente contradictoria la absoluta enemistad entre Dios y Satanás con la conversación que supuestamente mantuvieron ambos respecto al carácter de la fidelidad de Job. En efecto, en este sentido se dice en el pasaje correspondiente:
“Un día en que los hijos de Dios asistían a la audiencia del Señor, se presentó también entre ellos Satán.
Y el Señor preguntó a Satán:
-¿De dónde vienes?
Él respondió:
-De recorrer la tierra y darme una vuelta por ella.
El Señor le dijo:
¿Te has fijado en mi siervo Job? No hay en la tierra nadie como él; es un hombre íntegro y recto que teme a Dios y se guarda del mal.
Dijo Satán:
-¿Crees que Job teme a Dios desinteresadamente? ¿Acaso no lo rodeas con tu protección, a él, a su familia y a sus propiedades? Bendices todo cuanto hace y sus rebaños llenan el país. Pero extiende tu mano y quítale todo lo que tiene. Verás cómo te maldice en tu propia cara.
El Señor le respondió:
-Puedes disponer de todos sus bienes, pero a él no lo toques.”[13]
¿Cómo pudo darse tal conversación entre Dios y Satanás, hablando entre ellos como viejos amigos?, ¿acaso Satanás no era el “enemigo” de Dios?, ¿acaso no estaba castigado por él? Parece que, por el contrario, vivía la mar de feliz, gozando de libertad, “recorriendo la tierra y dándose una vuelta por ella”, gozando del privilegio de una conversación amistosa con ese Dios terrible a quien ni siquiera el propio Moisés pudo mirar de frente, reuniéndose con él para hacer una apuesta sobre el grado de fidelidad de Job y contemplar a continuación el resultado de la serie de pruebas a las que Job fue sometido por el demonio con el consentimiento de Dios. Todo esto sólo tiene sentido viendo a Satanás como un amigo de Dios, lo cual está en contradicción con aquellos otros pasajes en los que se habla del demonio como de “El maligno”, como el enemigo de Dios.
Además, aunque este pasaje es especialmente llamativo, no es el único en el que un demonio aparece dotado de un poder especial que alcanza no sólo a provocar sufrimientos físicos y psíquicos en aquellos en quienes se introduce, tal como ya se ha visto, sino incluso hasta poder disponer sobre la vida y la muerte de determinadas personas, o hasta poder seducir y lograr de este modo la condena de determinadas personas, como si Dios hubiera querido concederle esos absurdos privilegios, o como si quienes escribieron pasajes como éstos lo hubieran hecho pensando acertadamente que ese juego de “buenos y malos” era especialmente útil para lograr que la narración resultase más atractiva, pues un relato en el que el malo carece de poder no provoca suficiente suspense y atención en el lector y pierde tanto interés como cualquier competición cuyo resultado se conoce de antemano.
Y así, en Tobías, en relación con esos poderes concedidos a los demonios, se cuenta lo siguiente:
“Y es que Sara se había casado con siete hombres, pero el malvado demonio Asmodeo había dado muerte a los siete antes de que tuvieran relaciones con ella cumpliendo sus deberes hacia la esposa”[14]
“Dicen también, según tengo oído, que es un demonio [= Asmodeo] el que los mata. A ella no le causa ningún daño; únicamente mata al que quiere acercársele”[15].
Igualmente en 2 Tesalonicenses escribe Pablo de Tarso:
“La aparición del impío, gracias al poder de Satanás vendrá acompañada de toda clase de milagros, señales y prodigios engañosos. Y con toda su carga de maldad seducirá a los que están en vías de perdición, por no haber amado la verdad que los habría salvado. Por eso Dios les envía un poder embaucador, de modo que crean en la mentira y se condenen todos los que en lugar de creer en la verdad, se complacen en la iniquidad”[16].
Y en un sentido similar en Apocalipsis se habla nuevamente de este mismo poder que Dios habría concedido a Satanas –la bestia- para seducir a la humanidad, para blasfemar contra el propio Dios y para luchar contra los creyentes y vencerles, consiguiendo así su sometimiento.
“La tierra entera corría fascinada tras la bestia. Entonces adoraron al dragón, porque había dado poder a la bestia y adoraron también a la bestia, diciendo:
-¿Quién hay como la bestia? ¿Quién es capaz de luchar contra ella?
Se le dio autorización para proferir palabras orgullosas y blasfemas […]. Y así lo hizo: profirió blasfemias contra Dios, contra su nombre, contra su santuario y contra los que habitan en el cielo. También se le concedió hacer la guerra a los creyentes y vencerlos; y se le otorgó poder sobre las gentes de toda raza, pueblo, lengua y nación. Y todos los habitantes de la tierra, a excepción de aquellos que desde la creación del mundo están inscritos en el libro de la vida del Cordero degollado, le rendirán pleitesía”[17].
La doctrina relacionada con el demonio tiene otras vertientes, como la que se relaciona con los pactos con el diablo o como la de la brujería, que fueron aprovechados por la jerarquía católica para sembrar el terror en la gente a manifestar cualquier punto de vista contrario a las interpretaciones doctrinales de dicha jerarquía o para obtener el pago de “limosnas” sustanciales ante la amenaza de ser quemado vivo en la hoguera, acusado y condenado por brujería. Al procesado por asuntos relacionados con la brujería se le sometía a diversas “pruebas” (?) para llegar a saber si había realizado algún pacto con el diablo o algo similar. Así, por ejemplo, la “prueba del agua”, por la que se introducía a una acusada –pues casi siempre se trataba de “brujas”- en un pozo, de manera que, si se hundía, se la consideraba inocente, mientras que si flotaba, se la consideraba culpable; el inconveniente principal de esta prueba era que las que flotaban eran condenadas y quemadas, mientras que las que se hundían en muchas ocasiones se ahogaban.


[1] Apocalipsis, 12:7.

[2] Tobías, 6:8-17.
[3] Mateo, 1:23-27. Otro pasaje de este mismo evangelio en el que se habla de endemoniados se encuentra en 1:34.
[4] Mateo, 9:32.
[5] Marcos, 1:23-26. En Lucas aparece un ejemplo muy similar al anterior de forma que parece que uno de los evangelistas haya copiado su texto del otro. Se dice, en efecto, en este evangelio:
“Había en la sinagoga un hombre poseído por un demonio inmundo, que se puso a gritar con voz potente:
-¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Yo sé quién eres: el Santo de Dios.
Jesús le increpó, diciéndole:
-¡Cállate y sal de ese hombre!
Y el demonio, después de tirarlo por tierra en medio de todos, salió de él sin hacerle daño”.
[6] Marcos, 9:17.
[7] Marcos, 16:9.
[8] “María, llamada Magdalena, de la que había expulsado siete demonios” (Lucas, 8:2).
[9] Marcos, 5:1-17. En Mateo, en 8:28-32, se narra esta misma anécdota, pero mientras en Marcos se hace referencia a un solo endemoniado, en Mateo se dice que se trataba de dos endemoniados y no se precisa el número de demonios ni de cerdos en los que se introdujeron. En Lucas, en 8:29-39, también se cuenta esta misma historia, y la narración está de acuerdo con la de Marcos en que se trataba de un único endemoniado, aunque no precisa el número de demonios ni de cerdos, como se hace en Marcos.
[10] Lucas, 9:42. La cursiva es mía.
[11] Lucas, 9:38-42. La cursiva es mía.
[12] Mateo, 4:1-11, y Lucas, 4:1-13.
[13] Job, 1:6.
[14] Tobías, 3:8. La cursiva es mía.
[15] Tobías, 6:14-15. La cursiva es mía.
[16] Pablo de Tarso: 2 Tesalonicenses, 2:9. La cursiva es mía.
[17] Apocalipsis, 13:3.

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