Los
demonios según la Biblia y según los
dirigentes de la Iglesia Católica
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
La
jerarquía católica considera que, además
de el mundo y la carne, también
el demonio es un enemigo del alma, sin preocuparle lo más mínimo
la contradicción que supone que su Dios, considerado como infinitamente bueno,
haya creado tales seres y les permita causar sufrimientos e incluso la misma muerte a los seres humanos en cuyos
cuerpos consigan introducirse
Por lo que se refiere a la historia o a los orígenes
del demonio resulta bastante paradójico que sólo se diga algo de ellos no en
los primeros libros de la Biblia sino
en el último, en el Apocalipsis,
donde se narra de forma mítica e infantil la popular historieta de la lucha
entre el arcángel Miguel y Satanás, con sus respectivos ejércitos, y el triunfo
del arcángel Miguel. El autor de este libro se dejó llevar por el atractivo de
una exposición tenebrosa y oscura, pero no supo o no quiso presentar un relato
mínimamente racional, pues para expulsar a Satanás del cielo Dios no tenía
necesidad alguna de aquella singular batalla, pues un simple deseo suyo habría
sido suficiente para derrotar al ángel que supuestamente se rebeló contra él.
Sin embargo, parece que el autor quiso dar mayor suspense y colorido a esta
historieta y, por ello, aunque así pueda resultar más atrayente, está llena de
antropomorfismo al imaginar aquellos dos ejércitos en una lucha encarnizada,
como si la derrota de Satanás hubiera podido suponer un esfuerzo especial por
parte de los ángeles fieles a Dios. En este sentido, se dice en Apocalipsis:
“Se trabó
entonces en el cielo una batalla: Miguel y sus ángeles entablaron combate
contra el dragón. Lucharon encarnizadamente el dragón y sus ángeles, pero
fueron derrotados y los arrojaron del cielo para siempre. Y el gran dragón, que
es la antigua serpiente, que tiene por nombre Diablo y Satanás y anda
seduciendo a todo el mundo, fue precipitado a la tierra junto con sus ángeles”[1].
Este pasaje es, efectivamente, contradictorio en
cuanto, por lo que se refiere al demonio o a los demonios, es un mito infantil y sádico pretender,
por una parte, que Dios les haya expulsado del cielo -y condenado al fuego
eterno-, y, por otra, defender al mismo tiempo que les permite pasearse por el
mundo tratando de embaucar, seducir y reclutar a seres humanos que les acompañen
para aumentar sus huestes infernales, o que Dios les permita igualmente
introducirse en el cuerpo de diversos hombres –o de otros animales- para
causarles toda clase de sufrimientos físicos y psíquicos.
En el Antiguo
Testamento existe ya algún ejemplo de posesión diabólica, como lo es el
siguiente:
“Él le dijo:
-El
corazón y el hígado del pez sirven para quemarlos ante un hombre o una mujer
atormentados por el demonio o por un mal espíritu. Desaparecerá así de esa
persona todo tormento y nunca volverá a él. La hiel se unta en los ojos de una
persona que tenga manchas blancas en los ojos, luego se sopla sobre ellos y
quedarán curados […] Cuando entres en la cámara nupcial, toma una parte del
hígado del pez y su corazón y lo pones en las brasas del incienso. El olor se
esparcirá, lo olerá el demonio y huirá para no volver ante ella nunca más.”[2].
En este pasaje el endemoniado aparece al mismo tiempo como un enfermo cuya curación, equivalente a la expulsión del demonio, se
produce mediante remedios naturales y sin que sea necesaria la intervención de
Dios o de un enviado suyo, remedio que en este caso funciona provocando un olor
que resulta repugnante para el demonio. Pero, si los demonios son espíritus,
resulta muy ingenua la idea de que tuvieran olfato, que es un sentido
relacionado con lo material.
El autor de este libro
habría sido más coherente si hubiese relacionado su “remedio natural” con una
“enfermedad”, conectada también con el mundo natural, pero la tendencia a la
superstición y al mito le llevó a realizar esta extraña combinación por la que
habla de un remedio natural pero relacionándolo con un efecto que nada tiene
que ver con lo natural sino con lo supuestamente sobrenatural, como es la
huida, que no la expulsión, del demonio ¡a causa del mal olor!
El Nuevo
Testamento enriquece el carácter mitológico del Antiguo y tiene numerosos pasajes en los que se habla de estas
posesiones diabólicas, pero con la importante diferencia de que ahora ya no
serán los remedios naturales los que curen o consigan espantar al demonio sino
que será la acción de Jesús la que obligará al demonio o a los demonios, pues
podría haber muchos, a abandonar el cuerpo de la persona que esté o estén
ocupando. No obstante, hay momentos en los que se sigue hablando de
“curaciones”, lo cual resulta positivo en cuanto eso significa que el autor del
escrito correspondiente comprende que se está enfrentando a una enfermedad.
Sin embargo, hay muchas ocasiones en las que se
habla sin más de una posesión diabólica y de una orden de Jesús obligando al
demonio o a los demonios a abandonar el cuerpo de determinada persona. En este
sentido pueden mencionarse los siguientes eejemplos:
a) “El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte
alarido, salió de él”[3].
b)
“Mientras los ciegos se iban, le presentaron un hombre mudo poseído por un
demonio. Jesús expulso al demonio y el mudo recobró el habla”[4].
c)
“Había precisamente en la sinagoga un hombre con espíritu inmundo, que se puso
a gritar:
-¿Qué
tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?
¡Sé quién eres: el Santo de Dios!
Jesús
lo increpó diciendo:
-¡Cállate
y sal de ese hombre!
El
espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de
él”[5].
d)
“Uno de entre la gente le contestó:
-Maestro,
te he traído a mi hijo, pues tiene un espíritu que lo ha dejado mudo. Cada vez
que se apodera de él, lo tira por tierra, y le hace echar espumarajos y
rechinar los dientes hasta quedarse rígido.
[…]
Jesús,
viendo que se aglomeraba la gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole:
-Espíritu
mudo y sordo, te ordeno que salgas y no vuelvas a entrar en él.
Y
el espíritu salió entre gritos y violentas convulsiones”[6].
e) “Jesús resucitó […] y se apareció a
María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios”[7].
Este último pasaje es
realmente sorprendente, pues María Magdalena había estado con Jesús durante
mucho tiempo y hasta el mismo día de su muerte y nunca había presentado ningún
síntoma de estar endemoniada ni tampoco se menciona en ningún otro pasaje el
momento en que Jesús la habría liberado de tales intrusos. Sin embargo, esta
misma anécdota aparece reflejada también en Lucas[8]. En cualquier caso, parece que quien
escribió el evangelio atribuido a Marcos se entusiasmó excesivamente con el
tema de los demonios –pues este evangelio es el que contiene más referencias a
endemoniados, a diferencia del de Juan, que no tiene ninguno-, pues los
menciona en muchísimas más ocasiones que en todo el Antiguo Testamento donde apenas en alguna ocasión –en Tobías- se menciona la existencia de
endemoniados, aunque sí en diversas ocasiones la existencia del demonio.
f) “Entonces [Jesús] le preguntó:
-¿Cómo te
llamas?
Él le respondió:
-Legión es mi
nombre, porque somos muchos.
Y le rogaba
insistentemente que no lo echara fuera de la región.
Había allí cerca
una gran piara de cerdos, que estaban hozando al pie del monte, y los demonios
rogaron a Jesús:
-Envíanos a los
cerdos para que entremos en ellos.
Jesús se lo
permitió. Los espíritus inmundos salieron, entraron en los cerdos, y la piara
se lanzó al lago desde lo alto del precipicio, y los cerdos, que eran unos dos
mil, se ahogaron en el lago. Los porquerizos huyeron y lo contaron por la
ciudad y por los caseríos…”[9].
Este
pasaje tiene especial interés, aunque sólo sea como anécdota, para reflexionar
un poco en el hecho de que en él se dice, en primer lugar, que la persona
poseída no lo estaba por un solo demonio sino por ¡alrededor de dos mil
demonios!, ya que fueron unos dos mil los cerdos que luego se precipitaron al
lago y se ahogaron en él como consecuencia de la acción de los demonios, que se
habían introducido en ellos. Alguien podría replicar que el hecho de que fueran
dos mil demonios en lugar de uno sólo era irrelevante, ya que, al no ser
materiales, no ocupaban espacio, por lo que igual hubieran podido instalarse
dos millones. Pero a esta réplica se le podría responder que, si ya es absurdo
que un solo demonio se instale en el cuerpo de un ser humano, causándole toda
esa serie de males de que se habla, mucho más incomprensible y absurdo sería
que Dios fuera tan sádico que permitiera que dos mil demonios se instalasen en
el cuerpo de cualquiera, al margen del absurdo que supone el que permita el
acceso de uno solo. En segundo lugar, porque Jesús accede a la petición de los
demonios de introducirse en aquellos dos mil cerdos después de haber sido
expulsados del cuerpo de aquel hombre, pues, si el hombre no merecía semejante
tormento, tampoco lo merecían aquellos cerdos, que para librarse del
sufrimiento que les producían los demonios se vieron obligados a lanzarse por
el precipicio y a morir ahogados. En tercer lugar, porque además tampoco parece
que Jesús tuviera consideración alguna por las enormes pérdidas económicas que
debió de sufrir el dueño de los cerdos, pues dos mil cerdos son muchos cerdos,
y en el citado pasaje no se dice para nada que Jesús resarciese al dueño de esa
pérdida económica. Y, por último, que resulta ciertamente incomprensible que
Dios, siendo los demonios sus mayores enemigos, tuviera con ellos la especial consideración
de hacer caso de su petición en perjuicio de los cerdos, accediendo a que
ocupasen los cuerpos de éstos, que acabaron perdiendo la vida.
En relación con estos últimos pasajes
resulta evidentemente caprichosa la absurda costumbre de los demonios de
introducirse varios o muchos en una sola persona, a pesar de haber tantas personas
libres y disponibles, y es realmente chocante que en aquel tiempo y en aquella
pequeña región de Israel hubiese tan gran número de endemoniados, mientras que
ahora, con muchísima más población en el mundo, apenas se hable de endemoniados
o se hable de ellos en países o regiones sospechosamente dominados por la
incultura y la superstición, donde los dirigentes de la secta católica se
atreven a “investigar” la posible presencia del maligno en alguna persona incauta,
aquejada de alguna enfermedad mental, para practicar en él un exorcismo,
poniendo en peligro la vida de esa persona por no haberla llevado a su debido
tiempo a la consulta de un neurólogo.
Sin embargo, en bastantes otros casos se habla de expulsión del demonio y se identifica dicha expulsión con una
“curación”, lo cual parece indicar que en la mentalidad de la época y de
quienes escribieron estos pasajes evangélicos, a pesar de la referencia al
demonio, se considera al mismo tiempo que se enfrentan a una enfermedad –que
podría haber sido provocada por el demonio- y que Jesús tiene la facultad de
curarla. Veamos un ejemplo:
“Cuando el niño se acercaba, el demonio
lo tiró por tierra y lo sacudió violentamente. Pero Jesús increpó al espíritu
inmundo, curó al niño y se lo entregó
a su padre”[10].
En
este pasaje tiene interés remarcar que, a pesar de que en él se hable
claramente de un niño endemoniado, al final se diga que Jesús “curó” al niño,
tratando tal situación de manera correcta como una enfermedad –un ataque
epiléptico, se diría en la actualidad-, a pesar de que todavía la jerarquía
católica siga afirmando la existencia de endemoniados, siga manteniendo la
orden menor o cargo de “exorcista” y siga realizando exorcismos teatrales sin
querer enterarse de que la epilepsia y otras enfermedades mentales nada tienen
que ver con los supuestos demonios.
Por ello, es evidente que la creencia en la
existencia de personas endemoniadas procede de la existencia de enfermedades que tienen manifestaciones
especialmente impresionantes, como sucede con las de carácter mental en general
y con la epilepsia en particular, cuyas crisis se producen de manera muy
aparatosa, con pérdida de la conciencia, convulsiones y temblores
incontrolables, abundante salivación y otras más, todas ellas muy
impresionantes.
En este sentido, tiene interés comprobar que en los Evangelios hay casos en los que al
tiempo que se habla de una posesión
diabólica, a continuación se habla de una curación, lo cual implica el reconocimiento más o menos explícito
de que hablar de posesión diabólica es lo mismo que hablar de ese tipo especial
de enfermedad. Así sucede, por ejemplo, en el siguiente pasaje:
“Y
un hombre de entre la gente gritó:
-Maestro,
por favor, mira a este hijo mío, que es el único que tengo; un espíritu se apodera de él y, de repente,
le hace gritar y lo zarandea con violencia entre espumarajos, y a duras penas
se marcha de él después de haberlo maltratado; he suplicado a tus discípulos
que lo expulsaran, pero no han podido.
Jesús
respondió:
-¡Generación
incrédula y perversa! […] Trae aquí a tu hijo.
Cuando el niño
se acercaba, el demonio lo tiró por
tierra y lo sacudió violentamente. Pero Jesús increpó al espíritu inmundo, curó al
niño y se lo entregó a su padre”[11].
También
aquí se hace equivaler, aunque sólo hasta cierto punto, el estar poseído por el
demonio con tener una enfermedad o con ese mismo hecho más la consideración implícita
de que el demonio sea el causante de dicha enfermedad; por ello, cuando se dice
que Jesús “curó” al niño, se está diciendo de modo implícito que expulsó al
demonio que le provocaba los sufrimientos correspondientes y viceversa.
Que en la antigüedad la gente se asombrase ante lo
impactante de tales crisis epilépticas o de otro tipo, y que las atribuyese a
algo “sobrenatural” es comprensible precisamente por la falta de cultura y por
el escaso desarrollo científico –en especial de la medicina- del momento. Pero
que en la actualidad la jerarquía católica siga impulsando a que sus fieles continúen
creyendo en semejante explicación insensata es el colmo del abuso de la
ingenuidad y buena fe de esas personas sencillas.
En cualquier caso y a pesar de su carácter tan
irracional y absurdo, a la jerarquía católica le ha venido bien mantener esa
superstición por motivos evidentes, como en especial el de tener dominados a
sus fieles haciéndoles creer en el poder y en la presencia de “el maligno” y en
el correspondiente poder de los “exorcistas” para vencer y expulsar a los
demonios de un modo algo similar al que utilizan algunos padres cuando tratan
de hacerse obedecer por sus hijos amenazándoles con “el hombre del saco” y con
otras fábulas similares; en segundo lugar, porque la existencia de “exorcistas”,
que en determinadas ocasiones asisten a algún supuesto “endemoniado” con
llamativos rituales mediante los que pretenden convencer a su pasmado público
de que se están enfrentando con el demonio en una encarnizada lucha, contribuye
a diversificar los ceremoniales teatrales introducidos por la jerarquía
católica, abarcando así una mayor variedad de aspectos de la vida, además de
los representados por los diversos rituales realizadas en el interior de las
iglesias, como las misas, rosarios, “viacrucis”, o como las procesiones de
Semana Santa y las de las fiestas locales, a fin de conseguir intensificar en
sus fieles la creencia en el carácter trascendental e insustituible de sus
servicios; en tercer lugar, porque la jerarquía de la secta católica tiene
cierta dificultad para cambiar sus doctrinas desde el momento en que en los
propios evangelios aparecen los demonios y los endemoniados y, por ello, en cuanto
tales “libros sagrados” representen “la palabra de Dios”, sería realmente algo
complicado negar el valor de estos pasajes utilizando el recurso tradicional de
considerar que tal aparente doctrina era en realidad una metáfora que había que
saber interpretar. Además, desde el momento en que los dirigentes católicos han
instituido la “orden menor” de “exorcista” y toda una serie de sacerdotes
“especializados” en extraer demonios del cuerpo –como el de conocida película El exorcista-, podría causar cierto
escándalo en los “fieles” que, de pronto y en contra de su doctrina tradicional
de tantos siglos, ahora la cambiasen y proclamasen que no había endemoniados
sino sólo personas enfermas que debían ser tratadas de modo adecuado y no por
ningún tipo de exorcismo, por lo que la propia “orden menor” de “exorcista”
dejaría de tener sentido, y tal rectificación, después de tantos siglos de
haber defendido la doctrina contraria, podría dañar el prestigio de la
organización católica. Pues, en efecto, la jerarquía católica, siguiendo las
supuestas actuaciones de Jesús, según se narra en los evangelios, complementa
esta ridícula doctrina sobre la “posesión diabólica” con la de la práctica de exorcismos, forma “cristiana”
de hechicería que se corresponde con otras de religiones más antiguas e
igualmente atrasadas. Mediante esta práctica el “exorcista” de turno visita a
la persona poseída por el demonio y a base de extraños ritos y oraciones
“lucha” contra el supuesto demonio y se esfuerza por expulsarle del cuerpo de
la persona afectada por tal posesión.
Así pues, por lo que se refiere a la doctrina de la
llamada “posesión diabólica”, la jerarquía católica ha sido fiel a la tradición
de los evangelios, en los que, como se ha podido ver, se cuenta en diversos
pasajes que Jesús habría ordenado al “maligno” abandonar el cuerpo de personas
poseídas por él, y en donde se dice también que Jesús dio a sus apóstoles este
mismo poder.
Por otra parte, resulta extraño –pero en sentido
positivo- que en el evangelio de Juan
no se hable en ningún momento de posesiones diabólicas ni, en
consecuencia, de exorcismos por parte de Jesús. Quizá la explicación de esta
ausencia se deba a que este último evangelio se escribió a finales del siglo I
y a que quien lo escribió –“Juan, el Anciano”, un cristiano de origen griego-
debió de tener una formación cultural bastante mayor que la de quienes
escribieron los otros evangelios, los llamados “sinópticos” respecto a los
cuales pudo haber una fuente común o quizá alguno de ellos pudo servir de
inspiración principal a los otros dos.
Un
aspecto asombrosamente ridículo y absurdo relacionado con el tema del demonio
es el que se refiere a las tentaciones de
Jesús, narradas en los evangelios atribuidos a Mateo y a Lucas[12],
en las que el demonio ofrece a Jesús toda clase de bienes con tal que éste le
adore. Pues, ¿qué sentido podría tener que el diablo, expulsado del Cielo,
pudiera tentar a quien era dueño de todo lo que aquél le ofrecía?, ¿qué sentido
podía tener que quien había sido vencido y condenado pretendiera tentar a su
vencedor con bienes que ya poseía, siendo el demonio consciente de este hecho?,
¿qué sentido podía tener que Jesús se
hubiese prestado a ese juego de manera seria, como si los ofrecimientos de “el
Tentador” pudieran tener para él algún valor? ¿Acaso Jesús no era Dios y, por
ello mismo, dueño absoluto de todo aquello que “el Maligno” pudiera ofrecerle? ¿Acaso
Jesús lo había olvidado? ¿Acaso Jesús-Dios, que todo lo tenía predeterminado,
había programado la ridícula comedia de que el diablo fuera al desierto a
tentarle?, ¿qué sentido podía tener que hubiera programado al demonio para que
éste le tentase de ese modo tan ridículo? Esta anécdota es tan asombrosamente extravagante
que su inclusión en los evangelios y su aceptación por quienes creen en ella
sólo admite como explicación la incultura y la estulticia de quienes la
escribieron y las de quienes han llegado a darle algún crédito. La única
explicación de la existencia de un pasaje como éste –igual que la de muchos
otros, como el de los dos mil cerdos endemoniados y muertos a continuación al
precipitarse a un lago- podría consistir en que quien confeccionó este relato
tuviera un cociente intelectual especialmente bajo, que escribiera habiendo pensando
–con bastante acierto- que sus lectores tendrían una mentalidad tan similar a
la suya que podrían creer semejantes estupideces, o que hubiese escrito este
pasaje desde el supuesto asumido –presente en otros pasajes ya mencionados en otro
momento- de que Jesús no era Dios ni hijo de Dios, pues de ese modo las
tentaciones del demonio hubieran podido ser menos absurdas.
En todos
estos casos en los que se habla de endemoniados lo más asombroso es que Dios,
siendo el demonio su mayor enemigo y siendo Dios omnipotente, no sólo consintiera
sino que incluso hubiera programado que los demonios se paseasen libremente por
el mundo introduciéndose en diversos cuerpos humanos para causarles
sufrimiento, teniendo que intervenir Jesús –o los “exorcistas” en los casos posteriores
a Jesús- para lograr en nombre de Dios que los demonios abandonasen los cuerpos
de las personas poseídos por ellos. Resulta difícil asumir la doctrina de la
predeterminación divina aplicada especialmente a casos como éstos, en cuanto
dicha predeterminación implica que Dios habría prefijado desde la eternidad la
existencia de los demonios, que éstos pudieran vagar libremente por el mundo, que
pudieran introducirse en determinados cuerpos humanos para causarles
sufrimientos y, finalmente, que en algunos casos los exorcistas pudieran
intervenir increpando a los demonios “en el nombre de Dios” para conseguir
liberar a los endemoniados de esos malignos inquilinos. Ciertamente, resultaría
desconcertante que, por una parte, Dios hubiera programado a los demonios para
que se introdujeran en diversos cuerpos humanos y que, por otra, Jesús o algún
representante nombrado por la “Iglesia Católica” se tuvieran que dedicar a
expulsar a esos demonios que estarían actuando de acuerdo con la predeterminación
divina.
Por otra parte, es realmente difícil o más bien
imposible imaginar cómo esos espíritus inmundos podrían introducirse en cuerpos
materiales causándoles sufrimientos, en cuanto, por definición, lo material y
lo supuestamente inmaterial no tienen posibilidad alguna de interactuar
recíprocamente. Por ello, suponer que tales espíritus causen daños en el
estómago, en el hígado, en la cabeza, en los intestinos o dondequiera que pudieran
introducirse (?) representa una contradicción con el concepto de “espíritu”
que, en cuanto supuestamente inmaterial,
no podría “tocar” ni “dañar” para nada una realidad de carácter material, por lo que la idea de
“posesión diabólica”, junto con las aparatosas reacciones y sufrimientos
físicos de las “personas poseídas”, pertenece al tipo de supersticiones más
ridículas que puedan haber ideado los inventores de religiones.
En relación con esta misma cuestión resulta
igualmente contradictoria la absoluta enemistad entre Dios y Satanás con la
conversación que supuestamente mantuvieron ambos respecto al carácter de la
fidelidad de Job. En efecto, en este sentido se dice en el pasaje
correspondiente:
“Un
día en que los hijos de Dios asistían a la audiencia del Señor, se presentó
también entre ellos Satán.
Y
el Señor preguntó a Satán:
-¿De
dónde vienes?
Él
respondió:
-De
recorrer la tierra y darme una vuelta por ella.
El
Señor le dijo:
¿Te
has fijado en mi siervo Job? No hay en la tierra nadie como él; es un hombre
íntegro y recto que teme a Dios y se guarda del mal.
Dijo
Satán:
-¿Crees
que Job teme a Dios desinteresadamente? ¿Acaso no lo rodeas con tu protección,
a él, a su familia y a sus propiedades? Bendices todo cuanto hace y sus rebaños
llenan el país. Pero extiende tu mano y quítale todo lo que tiene. Verás cómo
te maldice en tu propia cara.
El
Señor le respondió:
-Puedes
disponer de todos sus bienes, pero a él no lo toques.”[13]
¿Cómo
pudo darse tal conversación entre Dios y Satanás, hablando entre ellos como
viejos amigos?, ¿acaso Satanás no era el “enemigo” de Dios?, ¿acaso no estaba
castigado por él? Parece que, por el contrario, vivía la mar de feliz, gozando
de libertad, “recorriendo la tierra y dándose una vuelta por ella”, gozando del
privilegio de una conversación amistosa con ese Dios terrible a quien ni
siquiera el propio Moisés pudo mirar de frente, reuniéndose con él para hacer
una apuesta sobre el grado de fidelidad de Job y contemplar a continuación el
resultado de la serie de pruebas a las que Job fue sometido por el demonio con
el consentimiento de Dios. Todo esto sólo tiene sentido viendo a Satanás como
un amigo de Dios, lo cual está en contradicción con aquellos otros pasajes en
los que se habla del demonio como de “El maligno”, como el enemigo de Dios.
Además, aunque este pasaje es
especialmente llamativo, no es el único en el que un demonio aparece dotado de un poder
especial que alcanza no sólo a provocar sufrimientos físicos y psíquicos en
aquellos en quienes se introduce, tal como ya se ha visto, sino incluso hasta poder
disponer sobre la vida y la muerte de
determinadas personas, o hasta poder seducir
y lograr de este modo la condena de determinadas personas, como si Dios
hubiera querido concederle esos absurdos privilegios, o como si quienes
escribieron pasajes como éstos lo hubieran hecho pensando acertadamente que ese
juego de “buenos y malos” era especialmente útil para lograr que la narración
resultase más atractiva, pues un relato en el que el malo carece de poder no
provoca suficiente suspense y atención en el lector y pierde tanto interés como
cualquier competición cuyo resultado se conoce de antemano.
Y así, en Tobías, en relación con esos poderes
concedidos a los demonios, se cuenta lo siguiente:
“Y es que Sara
se había casado con siete hombres, pero el malvado demonio Asmodeo había dado muerte a los siete antes de
que tuvieran relaciones con ella cumpliendo sus deberes hacia la esposa”[14]
“Dicen
también, según tengo oído, que es un demonio [= Asmodeo] el que los mata. A
ella no le causa ningún daño; únicamente mata
al que quiere acercársele”[15].
Igualmente
en 2 Tesalonicenses escribe Pablo de Tarso:
“La
aparición del impío, gracias al poder
de Satanás vendrá acompañada de toda clase de milagros, señales y prodigios
engañosos. Y con toda su carga de maldad seducirá
a los que están en vías de perdición, por no haber amado la verdad que los
habría salvado. Por eso Dios les envía un poder
embaucador, de modo que crean en la mentira y se condenen todos los que en lugar de
creer en la verdad, se complacen en la iniquidad”[16].
Y
en un sentido similar en Apocalipsis
se habla nuevamente de este mismo poder que
Dios habría concedido a Satanas –la bestia- para seducir a la humanidad, para
blasfemar contra el propio Dios y para luchar contra los creyentes y vencerles,
consiguiendo así su sometimiento.
“La
tierra entera corría fascinada tras la bestia. Entonces adoraron al dragón,
porque había dado poder a la bestia y
adoraron también a la bestia, diciendo:
-¿Quién
hay como la bestia? ¿Quién es capaz de luchar contra ella?
Se
le dio autorización para proferir palabras orgullosas y blasfemas […]. Y así lo
hizo: profirió blasfemias contra Dios, contra su nombre, contra su santuario y
contra los que habitan en el cielo. También
se le concedió hacer la guerra a los creyentes y vencerlos; y se le otorgó
poder sobre las gentes de toda raza, pueblo, lengua y nación. Y todos los
habitantes de la tierra, a excepción de aquellos que desde la creación del
mundo están inscritos en el libro de la vida del Cordero degollado, le rendirán
pleitesía”[17].
La
doctrina relacionada con el demonio
tiene otras vertientes, como la que se relaciona con los pactos con el
diablo o como la de la brujería, que fueron aprovechados por la jerarquía
católica para sembrar el terror en la gente a manifestar cualquier punto de
vista contrario a las interpretaciones doctrinales de dicha jerarquía o para
obtener el pago de “limosnas” sustanciales ante la amenaza de ser quemado vivo
en la hoguera, acusado y condenado por brujería. Al procesado por asuntos relacionados
con la brujería se le sometía a diversas “pruebas” (?) para llegar a saber si
había realizado algún pacto con el diablo o algo similar. Así, por ejemplo, la
“prueba del agua”, por la que se introducía a una acusada –pues casi siempre se
trataba de “brujas”- en un pozo, de manera que, si se hundía, se la consideraba
inocente, mientras que si flotaba, se la consideraba culpable; el inconveniente
principal de esta prueba era que las que flotaban eran condenadas y quemadas,
mientras que las que se hundían en muchas ocasiones se ahogaban.
[1] Apocalipsis, 12:7.
[3] Mateo,
1:23-27. Otro pasaje de este mismo evangelio en el que se habla de endemoniados
se encuentra en 1:34.
[5] Marcos, 1:23-26. En Lucas aparece un ejemplo muy similar al anterior de forma que
parece que uno de los evangelistas haya copiado su texto del otro. Se dice, en
efecto, en este evangelio:
“Había en la sinagoga un hombre poseído
por un demonio inmundo, que se puso a gritar con voz potente:
-¿Qué tenemos nosotros que ver contigo,
Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Yo sé quién eres: el Santo de
Dios.
Jesús le increpó, diciéndole:
-¡Cállate y sal de ese hombre!
Y el demonio, después de tirarlo por
tierra en medio de todos, salió de él sin hacerle daño”.
[7] Marcos, 16:9.
[9] Marcos,
5:1-17. En Mateo, en 8:28-32, se narra
esta misma anécdota, pero mientras en Marcos
se hace referencia a un solo endemoniado, en Mateo se dice que se trataba de dos endemoniados y no se precisa el
número de demonios ni de cerdos en los que se introdujeron. En Lucas, en 8:29-39, también se cuenta
esta misma historia, y la narración está de acuerdo con la de Marcos en que se trataba de un único
endemoniado, aunque no precisa el número de demonios ni de cerdos, como se hace
en Marcos.
[11] Lucas, 9:38-42. La
cursiva es mía.
[13] Job, 1:6.
[17] Apocalipsis, 13:3.
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