Iglesia
Católica y Homosexualidad
Antonio
García Ninet
Doctor
en Filosofía
Los
dirigentes de la Iglesia Católica consideran que la homosexualidad es antinatural,
negando así la omnisciencia y la omnipotencia de su Dios al crear la naturaleza
humana.
Aunque
diversos dirigentes de la secta católica aceptan la existencia de una tendencia
natural de carácter homosexual, muchos consideran que en el fondo se
trata de una desviación de la
naturaleza y que, por ello,
los homosexuales deben resignarse a vivir reprimiendo las tendencias de
tal “naturaleza desviada”, en cuanto dejarse llevar por ellas significaría
ceder a un comportamiento “antinatural” y, por ello, intrínsecamente malo.
En consecuencia, condenan la conducta de carácter homosexual, negando a los
homosexuales el derecho a vivir de acuerdo con su propia sexualidad y
afectividad según la sientan y, en consecuencia, el derecho a contraer una
unión jurídica y social como la del matrimonio, con el mismo valor que esta
institución tiene entre parejas heterosexuales. Además y a pesar de reconocer
que las tendencias homosexuales pueden ser consecuencia de causas naturales, el
señor Ratzinger, anterior jefe de la secta católica, no sólo ha prohibido la
ordenación de religiosos y religiosas que se comporten de acuerdo con
tales tendencias homosexuales sino también la de quienes simplemente las sientan.
A
pesar de que en otro tipo de apreciaciones morales la jerarquía católica se ha
alejado de las doctrinas del Antiguo
Testamento, como sucede con su actual rechazo de la poligamia, en el tema
de la homosexualidad se ha mantenido fiel a aquella doctrina primitiva en la
que el comportamiento homosexual era juzgado de un modo especialmente negativo,
aunque sin explicar las causas de tal valoración. Dice el Antiguo Testamento en este sentido:
“No te acostarás con un hombre como se
hace con una mujer; es algo horrible”[1];
En
este pasaje se afirma sin justificación de ninguna clase que la relación
homosexual “es algo horrible”. El interés de esta afirmación se encuentra mucho
más en lo que calla que en lo que dice, pues la simple condena de la
homosexualidad sin argumento de ninguna clase sólo puede servir como prueba de
que quien escribió tales palabras no tenía más argumento para condenarla que la
simple proclamación dogmática de tal condena. ¿Por qué era “algo horrible”?
Porque, de acuerdo con los gustos de quien escribió esta frase, así lo sentía
él. Pero eso, desde luego, no representa ningún argumento.
Un poco más adelante se señala el castigo que
corresponde a la “abominación” que conlleva el comportamiento homosexual:
“Si un hombre se
acuesta con otro hombre, como se hace con una mujer, cometen abominación; se
les castigará con la muerte. Ellos serán los responsables de su propia muerte”[2].
Es posible que textos como éste, en cuanto deben ser
aceptados como expresión de la “palabra de Dios”, hayan determinado que los
dirigentes de la secta católica sigan condenando los comportamientos
homosexuales, aunque tímidamente comiencen a aceptar que la homosexualidad
pueda tener causas naturales y aunque entre el clero de su propia organización
exista una proporción elevada de homosexuales y un elevado número de casos de
pederastia. Por suerte, la sociedad civil avanza –como siempre- con mayor
sentido común y en este sentido se dirige progresivamente hacia una aceptación
de la homosexualidad como una forma de ser tan natural como cualquier otra, que
ni es una enfermedad, ni un vicio, ni un comportamiento
antinatural. Pero los dirigentes de la secta católica presentan de modo
implícito como argumento la idea de que cometerían una especie de sacrilegio si
rechazaran la “palabra de Dios” y aceptaran la homosexualidad del mismo modo
que se aceptan las diversas peculiaridades físicas de cada persona y las conductas
que derivan de ellas en cuanto no impliquen ningún daño para la sociedad, a
pesar de que ése no sea el auténtico motivo de su teórico rechazo.
El
hecho de que la homosexualidad se castigase en el Antiguo Testamento con la pena de muerte, a pesar de que parezca
una pena realmente grave, puede verse como anecdótico si se tiene en cuenta que
esta misma pena era la que se aplicaba a los hijos rebeldes reincidentes, según
se indica en el siguiente pasaje:
“Si uno tiene un hijo indócil y rebelde,
que no hace caso a sus padres, y ni siquiera a fuerza de castigos obedece, su
padre y su madre lo llevarán a los ancianos de la ciudad, a la plaza pública, y
dirán a los ancianos de la ciudad: “Este hijo nuestro es indócil y
desobediente, no nos hace caso; es un libertino y un borracho”. Entonces todos
los hombres de la ciudad lo apedrearán hasta que muera”[3].
Sin
embargo, resulta algo chocante que la jerarquía católica, a la hora de condenar
la homosexualidad, no haya tenido en cuenta un pasaje de la Biblia en el que el
rey David, “hijo primogénito de Dios”, con ocasión de la muerte de su “amigo”
Jonatán, hijo del rey Saúl, expresa de manera perfectamente clara su amor
homosexual hacia él:
“¡Qué angustia
me ahoga,
hermano mío,
Jonatán!
¡Cómo te quería!
Tu amor era para mí más dulce
que el amor de las mujeres”[4].
Y
no es que la jerarquía católica –o israelita- tuviese algún motivo para
condenar estas palabras de lamento o los sentimientos que dejan traslucir, pues
se trata de sentimientos muy nobles y vitalmente enriquecedores. Lo absurdo es
que, cuando se trata de los sentimientos de un rey –al que en otros momentos se
le califica como “hijo primogénito de Dios”-, la jerarquía católica tenga el
cuidado de silenciarlos de modo hipócrita, mientras que luego condena el comportamiento
homosexual basándose en los textos que están de acuerdo con esta absurda
doctrina sin otra argumentación que la simple y dogmática afirmación de que se
trata de una conducta antinatural, pontificando acerca de qué es natural y qué
es antinatural y considerando además “lo supuestamente natural” como criterio
de moralidad, cuando en realidad lo que debería haber entendido ese gremio de
iluminados es que, tanto desde la hipótesis de que Dios exista como desde la
contraria, todo lo real es natural y todo lo natural es real.
Los ideólogos de esta organización no parecen haber
reparado en la contradicción consistente
en considerar que haya modos de ser “antinaturales”, pues desde el
momento en que juzgan que Dios se descuidó en algún momento al crear la
Naturaleza y que, en consecuencia, algunos seres humanos habrían nacido desviados
(?) respecto al modelo que él pretendía obtener, tal doctrina implica un
insulto a la sabiduría y a omnipotencia de su Dios. La Jerarquía Católica
olvida torpemente que, si su Dios existiera y fuera el creador de la
Naturaleza, ésta en ningún momento habría podido desviarse de sus designios y
que, por ello, es tan natural ser homosexual como ser heterosexual, ser
diestro o ser zurdo, rubio o moreno, blanco o negro, en el sentido de que hay causas
naturales que determinan el modo de ser de cada persona, modos que por sí
mismos no son ni mejores ni peores sino simplemente distintos.
Por otra parte, hay una soberbia ofensiva en la
actitud dogmática de quienes pretenden establecer qué es lo natural y qué no
lo es, al tiempo que sacralizan lo supuestamente natural considerándolo
como criterio de moralidad. Olvidan en estos casos que el concepto de lo
natural proviene de la metafísica aristotélica –basada a su vez en la
platónica- acerca de qué constituye la esencia y la naturaleza correspondiente
de una sustancia, y qué manifestaciones y actuaciones se corresponden con tal naturaleza.
Pero, al margen de que las metafísicas platónica y aristotélica hace ya
muchos siglos que han sido criticadas y superadas adecuadamente y aunque
hubieran sido correctas, sólo habrían tenido un valor orientativo acerca de qué
virtudes y actividades correspondientes eran las más adecuadas para la proyección
más adecuada del propio ser, para la obtención de la propia felicidad o
qué virtudes y actividades correspondientes eran las más adecuadas para lograr
el bien de la pólis, tal como lo expuso Aristóteles en su Ética
Nicomáquea, pero no qué formas de conducta eran absolutamente morales o
inmorales sin referencia a la propia felicidad o a la del grupo social[5].
Por otra parte, suponiendo que “lo natural” debiera
servir de criterio para descubrir “lo moral”, en tal caso lo que habría que
tener en cuenta es que para descubrir qué es natural y qué no, habría que
partir de la observación de cómo actúan de hecho los seres humanos para
describir su naturaleza en lugar de partir de una idea preconcebida de ella
para luego señalar cómo debían actuar desde el punto de vista de una
supuesta obligación moral.
Por otra parte, la soberbia de la jerarquía católica
se extiende hasta la exigencia
igualmente dogmática de que la sociedad amolde sus leyes a los principios que
ella considera “naturales”, como si cada persona no tuviera derecho a vivir de
acuerdo con su propia conciencia y sin que nadie trate de imponerle nada
relacionado con su vida privada. Por ello, resulta hipócrita y ridículo que los
dirigentes católicos, aceptando la existencia de tendencias homosexuales de
carácter natural, defiendan que el homosexual debe resignarse a vivir
aceptándolas pero sin comportarse de acuerdo con ellas.
Cuando
se pregunta a los dirigentes católicos por qué condenan la homosexualidad,
responde en otras ocasiones que la práctica de la homosexualidad es un
comportamiento “desordenado” en cuanto el fin de la sexualidad es la
procreación.
Se trata de un argumento igual de absurdo que el que
utilizan para condenar el uso del preservativo, en cuanto afirman que es
inmoral servirse de la sexualidad con el fin exclusivo de la obtención de
placer en lugar de servirse de ella para la procreación.
Por ello, la crítica realizada en el capítulo 4.7.
de este trabajo a la condena del disfrute sexual es igualmente aplicable a la
condena del comportamiento homosexual en general, en cuanto cualquier tendencia
y forma de disfrute sexual es tan respetable como las demás, pues en la medida en
que el comportamiento de acuerdo con las propias tendencias naturales no
perjudique a nadie, no tiene ningún sentido la represión de tales
tendencias naturales sin otra justificación que la de la proclamación gratuita
de la existencia de supuestas leyes divinas que así lo ordenan.
La doctrina de la jerarquía católica acerca de la
homosexualidad representa un aspecto más del absurdo carácter represivo de
sus doctrinas en contra de la sexualidad en general, al rechazar el derecho de los homosexuales a vivir
su sexualidad de acuerdo con su propia manera de sentirla, tanto si la
entienden como algo natural como si fuera el resultado de una elección
personal, la cual no dejaría de ser igualmente natural, pues entre
lo natural y lo elegido no existe ninguna diferencia, ya que uno
elige de acuerdo con sus deseos, los cuales son la expresión de la propia
individualidad, que a su vez no puede tener otro carácter que el de natural,
por lo que no tiene sentido considerar que exista nada “antinatural” –ni
siquiera el propio término-.
Por
otra parte y por lo que se refiere a las causas de la homosexualidad en
ocasiones se oyen otras interpretaciones absurdas como la que afirma que no
tiene una causa natural sino que se trata de un vicio, calificativo que
implica ya una valoración negativa de lo que, si acaso, podría considerarse
como un hábito adquirido. Pues bien, aceptando esta posibilidad, la
pregunta que surgiría a continuación sería: ¿Qué hay de moralmente perverso en
una conducta que a nadie perjudica y que es enriquecedora de la propia vida y
de la de otra u otras personas, sean del mismo género, de distinto género, o
del mismo y de distinto género a la vez? A esa pregunta la jerarquía católica,
anclada perezosamente en doctrinas conservadoras, heredadas de una tradición
irracional, ni sabe ni se esfuerza por responder, conformándose con pretender
imponer dogmas irracionales, en los que ni ella misma cree –al menos según
parece indicar el alto porcentaje de curas y obispos con una sexualidad tan
descontrolada que llega hasta la pederastia en una cantidad todavía desconocida,
pero nada despreciable y muy significativa de los trastornos psíquicos que suelen
acompañar en bastantes casos las doctrinas de la Iglesia Católica acerca de la sexualidad
y más concretamente acerca de la homosexualidad, trastornos que, al parecer, desembocan con bastante frecuencia en conductas
pederastas, social y jurídicamente condenadas por cuanto representan una violación
sexual infantil-.
Por ello, la condena de la homosexualidad es
un absurdo más de los dirigentes de la secta católica, anclada en unos dogmas
irracionales que no reconsidera porque calcula que rectificar es una manera de
aceptar su falta de infalibilidad, lo cual no conviene a sus intereses de
dominio sobre la sociedad. Sin embargo, puede llegar un momento –como en otras
ocasiones- en que vea peligrar su clientela de manera alarmante, y es entonces cuando
trata de amoldarse a aquella forma de pensamiento que resulta evidentemente natural
para todos menos para ella.
Por lo que se refiere a las causas de la
homosexualidad en los últimos sesenta años se han realizando estudios
serios, aunque todavía sin resultados definitivos. Sin embargo, lo que parece
evidente es que nadie elige ser homosexual sino que todo lo más descubre
que lo es, y lo descubre en general de un modo traumático como consecuencia
en una importante medida de la cizaña introducida en nuestra sociedad por los dirigentes
católicos a lo largo de los siglos, al margen de que la causa de dicha
homosexualidad sea genética o ambiental.
Por otra parte y desde una perspectiva científica,
desde la segunda mitad del pasado siglo se habla de la ambivalencia de la
sexualidad humana en el sentido de considerar que las personas en general
sentirían atracción sexual tanto por otras de su mismo sexo como por otras del
otro sexo. En este sentido y según los estudios de Alfred Kinsey, entre el 80 y
el 90 % de las personas serían bisexuales, mientras que sólo el resto podría
tener una sexualidad plenamente diferenciada de carácter heterosexual.
Por
otra parte y como dirían Freud o Marcuse en referencia a la motivación sexual
en general, es cierto que para la existencia de la civilización es
necesario cierto nivel de represión de los instintos, pero una cosa es
comprender la conveniencia de tal represión en cuanto contribuya al mantenimiento del orden social, y otra
muy distinta es considerar que haya tendencias sexuales o de cualquier otro
tipo que, consideradas en sí mismas, deban ser valoradas como moralmente
negativas y contrarias a una supuesta y misteriosa “ley sagrada” que
hubiera que respetar porque sí o porque así lo quisiera imponer cualquier
agrupación de iluminados como los dirigentes de la secta católica.
En este punto así como en cualquier otro que se
pretenda aplicar desde la perspectiva política, social o moral, los únicos
criterios que se deberían tener en cuenta son los del respeto a la propia
individualidad y los del respeto a la individualidad ajena, es decir, el
respeto al derecho de cada persona a vivir como mejor le parezca, con tal que
el uso de su libertad no implique una violación de los derechos y libertades
ajenas, y de manera especial, de los derechos relacionados con los menores.
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