miércoles, 27 de febrero de 2013


La inconsistencia de la oración y de los milagros
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía

Los dirigentes de la Iglesia Católica se contradicen cuando defienden que la oración puede modificar los planes y decisiones de Dios, previamente establecidos de acuerdo con su supuesta sabiduría, inmutabilidad, providencia y perfección infinitas.
La jerarquía católica afirma que Dios es inmutable y omnisciente, y, como consecuencia, que desde la eternidad ha predeterminado de modo infalible todos los sucesos del Universo y, entre ellos, los actos humanos. Por otra parte, afirma igualmente el valor de la oración a Dios, a la virgen María y a cualquiera de los llamados santos para conseguir por su mediación determinados favores que el hombre les implore.
Esta segunda doctrina, la que se relaciona con la importancia de la oración, es especialmente importante para el funcionamiento de la organización católica, pues todas las ceremonias, misas, comuniones, novenas, rosarios, viacrucis, espectáculos, procesiones, entierros, bautizos, rogativas, bodas y demás ceremonias de los dirigentes católicos van ligados a diversas oraciones por las que se ruega a Dios –a la Virgen o a cualquier santo- que realice -o intercedan a Dios para que realice- determinada acción en nuestro beneficio particular o en aquello que cada uno juzga como su beneficio particular, al margen de que encaje o no con los planes eternos de la supuesta providencia divina. El mismo jefe de la jerarquía católica se asoma todos los días a un balcón de la basílica de San Pedro en el Vaticano para el rezo del “Angelus” y, en otras ocasiones, para rezar por los enfermos, por los difuntos, por los heridos, por la paz del mundo, por la solución de determinados problemas… Y, de ese modo, resulta evidente que la actividad relacionada con las oraciones tiene una importancia esencial y definitiva como justificación de existencia de la iglesia católica o la de cualquier religión en general.
CRÍTICA: Sin embargo y aunque a primera vista pueda parecer que este punto de vista acerca de las diversas oraciones y ruegos a Dios tenga sentido, conviene hacerse la siguiente pregunta: ¿Tiene algún sentido la oración? Si la doctrina de la predeterminación divina, defendida ya en el Antiguo Testamento, fuera válida, entonces es evidente que la oración no tendría sentido alguno en cuanto ya todo estaría programado por Dios desde la eternidad, de manera que rezar implicaría pedirle a Dios que se olvidase de sus planes para realizar aquello que se le pidiese mediante las oraciones. Pero, si la oración tuviera sentido, entonces lo que sería evidente es que la acción divina no estaría necesariamente predeterminada por Dios, el cual no sería inmutable en sus decisiones sino que estaría sometido a variaciones de criterio como consecuencia de la presión que las peticiones humanas ejercieran sobre él a la hora de aceptarlas o rechazarlas.
Pero, en definitiva, lo más importante del asunto es que estas doctrinas son contradictorias entre sí.
Como consecuencia de su antropomorfismo la jerarquía católica –al igual que la de la práctica totalidad de religiones- considera que las oraciones humanas pueden modificar las decisiones de su divinidad, negando de modo implícito la inmutabilidad, la sabiduría, la providencia y la perfección de su Dios, cualidades que, por otra parte, proclaman como dogmas de fe.
Al margen de su carácter contradictorio, esta doctrina tiene una importancia primordial para el enriquecimiento económico de la organización católica en cuanto de este modo y mediante las diversas ceremonias y rituales “mágicos” relacionados con las diversas oraciones y las correspondientes tarifas económicas  establecidas en relación con muchas de ellas, la jerarquía católica recauda una ingente cantidad de dinero. Mediante estas oraciones y rituales se ruega a Dios por la salvación de las almas de los difuntos, por las víctimas de un terremoto, por los combatientes de un bando de una guerra, por los combatientes del otro, por la victoria de un bando en esa guerra, por la victoria del otro, por la paz del mundo, por el buen funcionamiento de los tanques y aviones de guerra, por el Papa, por Franco, por Hitler, por el rey, por el alma de un familiar, por los pobres del mundo para que soporten su situación con cristiana resignación, por los ricos para que agradezcan a Dios sus riquezas y para pedirle que las incremente, por que Dios nos libre de las sequías, por que nos libre de los diluvios, por librarnos de cualquier plaga, por librarnos de una enfermedad, por habernos salvado de morir en un accidente, por no habernos librado pero para que nos conceda la eterna salvación, para que nos toque la lotería, por haber hecho que nos tocase, por el perdón de nuestros pecados, por el perdón de los pecados ajenos, por la conversión de los judíos, por la conversión de Rusia, por el milagro de curarnos de una enfermedad curable o incurable, por agradecerle el aumento de nuestro patrimonio obtenido mediante la explotación del prójimo, para agradecerle lo bien que vivimos en “el primer mundo” mientras una tercera parte de la población mundial sufre y muere en medio de la más absoluta miseria…
En definitiva, la oración se convierte de este modo en el núcleo fundamental de casi todas las ceremonias religiosas y en lo que da sentido a la asistencia de los fieles al recinto religioso en donde las oraciones parecen llegar mejor a su destino, hasta el punto de que sin ellas esos mismos locales –las iglesias- dejarían de tener sentido.
La jerarquía católica, al fomentar esta doctrina, tan imprescindible para su funcionamiento y para la prosperidad de su negocio, parece olvidar que Dios, siendo infinitamente bueno, omnipotente y omnisciente, no necesitaría que nadie, a través de sus oraciones, tratase de recordarle lo que tiene que hacer ni tratase de influir en él pidiéndole que cambiase sus planes, realizando acciones contrarias a sus designios eternos.
Aunque puede parecer natural que uno recurra a Dios cuando se encuentra ante una dificultad frente a la cual se siente impotente, esa actitud es incongruente con las doctrinas religiosas acerca de Dios, quien, en cuanto fuera omnipotente, omnisciente e infinitamente bueno, haría siempre lo mejor por lo que no tendría sentido pedirle que lo hiciera.
Es más, en el fondo de esta cuestión existe una especie de dilema que conduce a una contradicción la cual sólo se resolvería con la desaparición de cualquier forma de oración que implicase una petición a Dios, fuera del tipo que fuese.
En efecto, el núcleo del problema se encuentra en el siguiente dilema:
-Cuando uno hace una petición a Dios o bien le pide que realice lo mejor, o bien le pide que realice algo que no es lo mejor.
-La primera parte de la alternativa o bien implicaría una especie de desconfianza consciente o inconsciente hacia Dios, por suponer que sólo hará lo mejor si uno se lo pide y no porque sea infinitamente bueno, o bien implicaría cierta ignorancia en asuntos de “Teología” por desconocer que Dios siempre hace lo mejor y que, en consecuencia, no tiene sentido pedirle que lo realice, ya que el hecho de que haga lo mejor no puede ser consecuencia de la oración sino de la absoluta perfección divina.
A lo largo de su historia más remota, la humanidad ha creado una imagen antropomórfica de los dioses o del Dios de las religiones monoteístas, de manera que del mismo modo que ha considerado natural pedir favores a los poderosos con la confianza de que las súplicas y manifestaciones de respeto y sumisión podrán influir en una predisposición más favorable respecto a sus peticiones, así también llega a creer que la mejor o peor predisposición de Dios depende igualmente de las súplicas y oraciones mediante las cuales le manifieste su adoración y su fidelidad, y no son consecuencia exclusiva de su sabiduría y de su bondad infinitas.
-Por otro lado, la segunda parte de la alternativa implicaría la absurda pretensión de tentar a Dios, al rogarle que dejase de hacer lo mejor en un sentido absoluto para hacer lo que uno valorase como lo mejor para él.
A la objeción según la cual, aunque Dios realice siempre lo mejor, desea que el hombre se lo pida, se responde indicando que es absurdo pedir lo que de antemano se sabe que necesariamente se ha de producir por ser lo mejor y por depender de Dios, que sólo actúa de acuerdo con este principio. Además, suponer que Dios desea que el hombre le pida cualquier cosa presupone de nuevo esa interpretación antropomórfica de Dios, pues, si Dios fuera perfecto, sería una equivocación suponer en él la existencia de deseos, ya que sólo quien carece de algo puede desearlo, pero por definición un ser perfecto de nada carece y, por ello, nada desea.
Quizá alguien pudiera objetar que sería el hecho de pedirle algo a Dios lo que convertiría esa petición en algo bueno. Pero ya en el siglo XIV Guillermo de Ockam señaló que la bondad de cualquier realidad estaba subordinada a la omnipotencia divina; y, en consecuencia, que Dios había establecido los distintos valores no porque fueran buenos en sí mismos, sino que eran buenos porque Él así lo había establecido, de manera que no existía nada que fuera bueno en sí mismo de forma que sirviera de guía a la que se sometieran las decisiones divinas, pues en tal caso Dios dejaría de ser omnipotente por estar subordinadas sus decisiones a ese supuesto bien absoluto que estaría por encima de su propio poder en cuanto debería servirle de guía.
Esta situación se presenta como mayormente absurda en cuanto la bondad o maldad de cualquier acción divina dependiera de que el hombre la pidiese a Dios, en lugar de que su bondad o maldad dependiera de la propia divinidad, tal como consideraba Ockham. Tomando, pues, como referencia estas observaciones, si se hace depender el bien de una acción del hecho de que el hombre la pida, en ese caso se estaría negando la omnipotencia de Dios al subordinar su voluntad a un principio ajeno al de su supuesta voluntad omnipotente. Además, aceptando ese planteamiento, uno podría pedir a Dios que matase a todos sus enemigos; pero no parece que tal petición se pudiera convertir en buena por el mero hecho de pedirla. Por lo tanto, parece claro que el criterio de bondad de cualquier acción o de cualquier fin que uno se proponga debería encontrarse en la propia voluntad divina.
En definitiva, toda esa tradición relacionada con las distintas modalidades de la oración tiene un componente esencial y exclusivamente antropomórfico por el que se tiende a ver a Dios como un ser cuya voluntad puede ser comprada o modificada mediante suplicas, sacrificios, ayunos, gestos de sumisión y obediencia, etc. Y, en este sentido, habría que considerar la oración –entendida como petición- como una ofensa a Dios, pues o bien supondría una desconfianza en que Dios fuera a hacer lo mejor si no se le pidiese que lo hiciera, o bien una pretensión de tentar a Dios, pero, en cualquier caso, no tendría sentido verla como un acto piadoso.
En definitiva, en cuanto la mayor parte del ritual cristiano gira en torno a la oración y en cuanto la oración sería una ofensa a Dios, en esta misma medida el conjunto de rituales y ceremonias establecidos por la jerarquía de la secta católica carece de sentido: Así sucede no sólo con las diversas ceremonias relacionadas con lo anteriormente señalado, como especialmente la Misa, sino también con las distintas oraciones prefabricadas, como el Padre nuestro, el Ave María, la Salve, la Letanía, el Rosario, el Vía Crucis, el Réquiem, y todas las ceremonias cuya esencia se relaciona siempre con peticiones y ruegos a Dios.
Eliminada la oración del ritual religioso, ¿qué sentido podría tener acudir a las iglesias? ¿Qué se le podría decir a Dios que él no supiese? ¿Habría que acercarse a la Iglesia para agradecer a Dios sus favores? Pero a Dios no le supondría ningún esfuerzo ni dificultad el hacerlos; además, si los hiciera, no sería porque el hombre se lo pidiese sino porque serían una manifestación de la perfección divina, según la cual actuaría siempre, tanto cuando pareciese que beneficiaba al hombre como cuando pareciese que le perjudicaba.
En definitiva, Dios haría siempre lo mejor y no podría hacer otra cosa porque su perfección le llevaría a querer sólo mejor, y, por ello, en el mejor de los casos la oración carecería de sentido.
Aceptando esta crítica, alguien podría argumentar que la oración podría ser un medio para sentir más intensamente la unión con Dios, venciendo así el sentimiento de soledad que en ocasiones acompaña al hombre y adquiriendo una conciencia renovada de la presencia de Dios y de su constante protección. Sin embargo, desde el momento en que uno tratase de ponerse “en contacto con Dios”, sólo estaría demostrando su desconfianza respecto a su constante omnipresencia y esa conducta sólo sería una muestra de debilidad, por lo que no podría significar un mérito de ninguna clase.
Por ello, si a la Iglesia no la guiasen intereses económicos, como los que comprobamos en los grandes montajes del Vaticano, de Lourdes, de Fátima y de tantos otros lugares de peregrinación y de negocios montados en torno a la esperanza en los milagros de María y de muchos otros objetos de devoción, debería prohibir o eliminar la oración. Pero, claro está, eso implicaría su suicidio como organización económica, que es lo que esencialmente es, pues la existencia de los ambiciosos intereses económicos de la jerarquía católica, cuya economía se sustenta en la ingenua credulidad de la mayoría de los católicos de base, es el obstáculo más importante para la superación de este antropomorfismo criticado ya por Platón mucho antes de la aparición del Cristianismo.
2. Un aspecto complementario de la anterior contradicción es el que se relaciona con la supuesta existencia de milagros, entendidos como modificaciones de los planes eternos de Dios, como si de pronto Dios descubriese que se había equivocado en ellos, lo cual estaría en contradicción con su supuesta sabiduría infinita.
Esta doctrina –al igual que la del punto anterior- contradice la supuesta omnisciencia divina por la cual los planes de Dios, al ser perfectos e inmutables, no pueden ser modificados como consecuencia de peticiones humanas que le hicieran variar de opinión. Sin embargo, desde hace ya muchos siglos la jerarquía católica ha encontrado en esta creencia otra forma de diversificar sus inmensos negocios, inculcando en los fieles la idea de que Dios realiza milagros, alterando el funcionamiento de las leyes naturales, emanadas de sus teóricas leyes eternas.
Como ya se ha dicho, la misma crítica dirigida en contra del valor de la oración vale igualmente para los milagros en cuanto son contradictorios con la supuesta sabiduría y poder infinitos del Dios católico. En efecto, quienes creen en los milagros parece que no tienen en cuenta la predeterminación divina, aspecto de la omnipotencia divina según el cual, de acuerdo con su poder y sabiduría infinita, Dios ha establecido todos y cada uno de los sucesos que se producirán en el Universo a lo largo de cada instante “hasta la consumación de los siglos”.
La creencia en los milagros sólo se explica a partir del antropomorfismo de suponer que, de pronto y a última hora Dios, de manera directa o por la mediación de su “madre” o de alguno de los considerados “santos”, cambia sus planes eternos y los rectifica para resolver un asunto particular que, al parecer, no previó cuando desde la eternidad “predeterminó” el desenvolvimiento de todos y cada uno de los sucesos. Esta doctrina supondría el absurdo de considerar que o bien Dios se equivocó al establecer sus designios eternos, o bien se equivoca ahora cuando los modifica, atendiendo a las súplicas de los hombres o dejándose llevar de la compasión, como si anteriormente no la hubiera tenido en cuenta. Ambas partes del dilema contradicen la idea de la absoluta perfección divina y, por ello, son evidentemente falsas.
Por otra parte, resulta sarcástico y de un egoísmo ciego y ridículo llegar a creer que Dios o la Virgen o cualquier santo puedan estar pendientes del reuma o de la parálisis de alguien, con tal que tenga suficiente dinero como para ir a peregrinar a Lourdes, y considerar al mismo tiempo perfectamente natural que se olviden de los muchos miles de niños que cada día mueren de hambre en medio de la más absoluta miseria, niños que habrían sido olvidados por Dios y por la Virgen por no haber podido viajar a Lourdes o a cualquier otro santuario “taumatúrgico” para ser escuchados adecuadamente, como si estos lugares tuvieran la exclusiva de las telecomunicaciones con Dios, María o el resto de los “santos”.
Un aspecto curioso y a la vez asombroso de esta cuestión es que, según la Biblia, ¡inspirada por el Espíritu Santo!, en ella se cuenten, como si se tratase de lo más natural del mundo, no sólo los milagros o prodigios de Yahvé –como, por ejemplo, los de las famosas plagas de Egipto-, sino también los prodigios producidos por los sacerdotes egipcios, que fueron capaces, al igual que Aarón, de lanzar sus bastones al suelo y hacer que se convirtieran en serpientes, al margen de que la serpiente de Aarón fuera más fuerte y se comiera a la de los sacerdotes egipcios:
“los magos de Egipto hicieron lo mismo con sus encantamientos: tiró cada uno su bastón, y también se convirtieron en serpientes, pero el cayado de Aarón devoró los bastones de los magos”[1].
Lo mismo sucedió con la primera plaga, la de la conversión del agua en sangre, y con la segunda, la de la invasión de las ranas, que los sacerdotes egipcios lograron igualar[2], aunque más adelante la magia de los sacerdotes egipcios ya no pudo llegar más lejos, a diferencia de la de Moisés y Aarón, que se sostenía en el poder de Yahvé, muy superior al de los dioses vecinos.
Sin embargo, a los dirigentes católicos les interesa pasar por alto estas contradicciones de las que es más que probable que sean conscientes, tratando más bien de fomentar la creencia en tales fenómenos por diversos motivos como, en primer lugar, por los suculentos beneficios económicos que consigue en la serie de “santuarios” –como los de Lourdes y Fátima- repartidos por gran parte del planeta, que se convierten en lugares de “turismo religioso” en los que, aunque no se produzcan los milagros solicitados, sí se produce el milagro económico consistente en la creación y desarrollo de boyantes comercios, dentro y fuera de los correspondientes “santuarios”, y los correspondientes ingresos económicos para los dirigentes católicos. Y, en segundo lugar, porque la histeria colectiva que va asociada a la aglomeración en esos lugares de fieles que comparten las mismas creencias tiene un efecto multiplicador en el crecimiento de su fanatismo, y tal situación les lleva a creer más firmemente en la verdad de sus doctrinas, lo cual, aunque sea un error absurdo, contribuye al crecimiento del gran negocio de la secta, que es la que se enriquece y disfruta de los beneficios obtenidos en las ceremonias teatrales que organiza en tales lugares en espera de los correspondientes “milagros”, los cuales sólo son un espejismo derivado de un adecuado montaje, relacionado igualmente con una histeria colectiva que, efectivamente, puede provocar, en tales circunstancias, que un paralítico pueda llegar a andar aunque su manifestación histérica reaparezca luego en otra parte del cuerpo.
Como anécdota ilustrativa en relación con los supuestos milagros y apariciones sobrenaturales, en la localidad valenciana de Alzira, el “vidente” Ángel Muñoz consiguió convencer a un puñado de gente sencilla de que cada mes se le aparecía la Virgen del Rosario en el Racó de les Vinyes para trasmitirle mensajes similares a los de las niñas de Fátima. Las limosnas de esta gente le permitieron “ganar” (?) dinero suficiente como para comprar una casa, que convirtió en “convento”, y seis apartamentos en la playa de Gandía, convenciendo a sus devotos de que todos los meses se le aparecía la Virgen.
Engaños similares se han producido en diversos lugares de España, como en El Palmar de Troya (Sevilla) o como en el Escorial (Madrid), donde la Virgen “se aparecía” a una señora, Amparo Cuevas, y donde los captados por esta persona han formado una agrupación religiosa que obliga a sus adeptos a donar su patrimonio a la organización y a vivir en sus residencias y alejados de sus familias.
El resultado obtenido por estos “iluminados” es similar al obtenido en Lourdes, con la diferencia de que el negocio de Lourdes tiene una historia más larga y por ello mismo está mucho mejor organizado. Y, al haber sido reconocido por los altos dirigentes de la secta católica como lugar santo de auténtica aparición de la Virgen, ha llegado a un nivel muy alto de prosperidad económica, mientras que estos otros lugares pueden prosperar, según como enfoquen su negocio, o llegar a ser denunciados o “desautorizados” por los mismos dirigentes de la secta católica en el caso de que pretendan actuar por libre, sin estar integrados en su organización.
Si alguien dudase de la falsedad de los supuestos milagros, podría reflexionar en el hecho de que, aunque en ocasiones se ha hablado de un paralítico que en Lourdes ha recuperado la movilidad de sus piernas, o de ciegos con ojos que recuperan la visión o de enfermos que se curan, resulta muy llamativo que nunca se haya mencionado que a un cojo le hayan crecido un par de piernas; o que a un ciego sin ojos haya conseguido el milagro de obtenerlos junto con la visión correspondiente, o de difuntos que, después de diez años de haber sido enterrados, hayan resucitado. Si hechos de este tipo se produjeran, serían realmente asombrosos y, por ello, deberían ser objeto de un estudio serio para tratar de descifrar sus causas, y, al menos mientras la ciencia no encontrase una explicación de tales sucesos aparentemente inexplicables, sería más disculpable que se los considerase como “milagros”. Pero en cualquier caso y como apuntaba D. Hume, sólo hay que creer en un milagro cuando el hecho que pretendamos explicar sea por sí mismo más milagroso que el propio milagro.
Por otra parte, resulta curioso como simple anécdota relacionada con la auténtica finalidad de estos “lugares milagrosos” recordar que –al menos hasta hace sólo unos pocos años- a la entrada al recinto del santuario de Lourdes había un letrero que decía en varios idiomas: “Prohibido mendigar”. Es sarcástico, pero muy sintomático, que en el mismo lugar al que la gente acude para “mendigar” a María un milagro se haya llegado a prohibir mendigar una simple limosna. La explicación de esta prohibición parece consistir, por una parte, en que el dinero que se dé a los pobres es dinero que deja de darse a la secta católica, que sí mendiga limosnas o incluso pagos estipulados por cualquier tipo de gracia que se pretenda conseguir de María mediante oraciones y ceremonias. Y, por otra, un segundo motivo importante de tal prohibición, tan contradictoria con los teóricos fines de la secta católica, es que la presencia incontrolada de gente que vive en medio del hambre y de la miseria crearía un ambiente “demasiado lastimoso”, y visualmente incompatible con la adecuada parafernalia teatral de la que se espera el auténtico milagro de Lourdes, consistente en los suculentos beneficios económicos que obtienen tanto la secta católica como la ingente cantidad de comercios e industrias montados en torno a las visiones de unas niñas posiblemente mal alimentadas, pero suficientemente adoctrinadas.
Al margen de la contradicción señalada, no dejaría de ser asombroso y ciertamente paradójico y escandaloso que María, la que, según el evangelio atribuido a Lucas, tuvo a su hijo en un pesebre, se preocupase especialmente de los problemas de quienes al menos tienen dinero suficiente para realizar el viaje a su santuario, y no de la gente que malvive y muere de hambre, tanto si se trata de los pobres que no tienen dinero para acceder a ese lugar como si se trata de quienes ni siquiera lo tienen para alimentarse. Así que parece que el auténtico milagro de tales lugares consiste de manera especial en las fabulosas ganancias económicas que obtiene la secta católica y en los boyantes negocios que se crean en tales lugares, relacionados con el “turismo religioso”, con la venta de recuerdos, medallas, imágenes y estampas, y con la creación de establecimientos hoteleros y demás negocios ligados a las visitas a esos “santos lugares”.





[1] Éxodo, 7:11-12.
[2] Éxodo, 7:22 y 8:3.

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