miércoles, 27 de febrero de 2013


La supuesta  infalibilidad del “Papa”.
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía

La jerarquía católica defiende como dogma de fe la infalibilidad del Papa, pero esta defensa o bien tiene el inconveniente de representar un regreso al infinito, ya que sólo hubiera tenido sentido a partir del conocimiento previo de la infalibilidad de quien declarase tal infalibilidad, conocimiento para el cual habría que remontarse a un conocimiento previo que le sirviera de fundamento y así indefinidamente, o bien representa una afirmación simplemente dogmática y sin fundamento alguno.
La Jerarquía Católica afirma que su jefe supremo, el Papa, es infalible cuando habla “ex cathedra” en materias de fe y costumbres. Esta doctrina fue declarada dogma de fe por el papa Pío IX en el Concilio Vaticano I, en el año 1870. Resulta realmente asombroso cómo los dirigentes católicos pudieron tardar tantos siglos en descubrir un poder tan esencial y extraordinario como lo era el de la infalibilidad de su jefe supremo.
Nos encontramos aquí con la sorprendente afirmación de un dogma de la secta católica descubierto ¡casi después de 19 siglos de Cristianismo!, como si el propio Dios se hubiera olvidado de comunicárselo al apóstol Pedro cuando comenzó la historia de tal organización. En apoyo del papa de forma directa, pero también de modo indirecto en apoyo de esta doctrina, “sor Lucía”, una de las “testigos” [¡?!] de las supuestas apariciones en Fátima de María, la madre de Jesús, dijo:
“quien no está con el Papa no está con Dios; y quien quiera estar con Dios tiene que estar con el Papa”[1].
Como ya se ha dicho, ante este descubrimiento, tan importante (?) como reciente, resulta realmente asombroso que la Jerarquía Católica haya estado funcionando durante casi 2.000 años sin tener conciencia de tal infalibilidad de su jefe supremo,  a pesar de lo útil que le habría resultado conocer ese don tan especial a la hora de señalar qué era verdad y qué era falso, evitando así las múltiples discusiones y herejías surgidas por la falta de conocimiento de la existencia de un líder tan clarividente, inspirado directamente por el propio Dios.
Sin embargo el problema de carácter simplemente lógico que plantea la proclamación de un dogma como éste es que incurre en un “círculo vicioso” en cuanto su valor está supeditado a la aceptación previa del supuesto de que las doctrinas conciliares sean infalibles, con lo cual se quiere decir que si las doctrinas conciliares son infalibles y si una de tales doctrinas es la de que el Papa es infalible, entonces el Papa es infalible. Pero entonces el problema lógico se traslada al de demostrar que las doctrinas conciliares sean infalibles, afirmación que resulta ya indemostrable y que, por ello, sólo podría establecerse de manera dogmática e irracional, procedimiento que efectivamente es el más usual en las declaraciones de la jerarquía católica.
Pero, siendo fieles a la Lógica y a la razón en general, lo único que podría afirmarse de manera rigurosa sería la tautología según la cual si las doctrinas conciliares son infalibles, entonces las doctrinas conciliares son infalibles, lo cual no permitiría avanzar un solo paso en la demostración de que el Papa  o los cónclaves cardenalicios fueran infalibles, ya que para proclamar tal infalibilidad el concilio Vaticano I partía de una situación de desconocimiento milenario de esa supuesta facultad de las reuniones conciliares, y, claro está, a partir del desconocimiento de si el propio concilio era infalible o no, desde la coherencia lógica ningún concilio hubiera podido proclamar como dogma que los cónclaves cardenalicios o que el papa fueran infalibles.
Tal proclamación de infalibilidad fue algo así como un “golpe de estado” doctrinal respecto al resto de la agrupación católica, a partir del cual en lo sucesivo nadie podría opinar libremente acerca de las doctrinas de fe o de la moralidad de las costumbres a excepción del propio jefe supremo de la jerarquía católica.
Por otra parte, con la proclamación de este dogma mediante el que se quiere exaltar la idea de una milagrosa iluminación divina por parte del “Espíritu Santo”, la jerarquía católica se tiende a sí misma una trampa de cierta importancia en cuanto las contradicciones en que los diversos papas hayan incurrido en el pasado o vayan incurriendo en el presente tendrán un carácter especialmente grave por la teórica imposibilidad de cada nuevo papas para rectificar los diversos dogmas proclamados por los anteriores, en cuanto ello implicaría negar la infalibilidad del papa anterior, de cuya iluminación por el Espíritu Santo habría emanado la primera doctrina. Y, por ello, en la serie de ocasiones en que un papa se atreva a contradecir las doctrinas establecidas ex cathedra por otro papa, se arriesgaría a dejar en evidencia ante los católicos de base la falta de valor del dogma acerca de tal infalibilidad. En este sentido el papa que condenó a Galileo estableció como dogma de forma implícita o explícita que el Sol se movía alrededor de la Tierra. En consecuencia, una de dos o el Sol se mueve alrededor de la Tierra o el papa no es infalible, pero, como el Sol no se mueve alrededor de la Tierra, este sencillo ejemplo demuestra que el dogma de la infalibilidad de los papas es un puro camelo, como por otra parte se ha demostrado en muchas otras ocasiones a lo largo de la historia.
Es indiscutible que la supuesta infalibilidad del papa no funcionó adecuadamente en aquellos momentos del siglo XVII, y, sin embargo, la jerarquía católica ha tenido el descaro y la osadía de proclamarla de nuevo, pese a ése y a muchos otros errores en los que ha incurrido a lo largo del tiempo, porque sabe por experiencia de muchos siglos que a los católicos de bases no les preocupan mucho las complicadas cuestiones  teológicas de que se ocupan sus dirigentes. Gracias tienen que darles porque se ocupen ellos de resolverlas.
Así que, a pesar de estos inconvenientes, para la jerarquía católica el dogma de la infalibilidad de su jefe es una herramienta importante con miras a su funcionamiento económico y político, ya que de ese modo puede intentar recuperar la fuerza social y moral que, con el desarrollo y la autonomía de las democracias modernas respecto a su anterior dependencia ideológica de las doctrinas de “Roma”, había ido perdiendo en los últimos siglos, y dedicarse a amenazar y a excomulgar de nuevo a todo aquel que no se atenga a las interpretaciones doctrinales defendidas por el papa, quien de ese modo podrá ejercer mayor presión sobre cualquiera cuyas palabras o acciones puedan hacer peligrar la buena marcha económica de su negocio. Y, en este sentido, podrá seguir condenando la actitud de los “Teólogos de la Liberación”, cuyo compromiso con los pobres ha sido constantemente reprimido por los dirigentes católicos, a los cuales les interesa especialmente mantener buenas relaciones con los grandes explotadores de la humanidad, de quienes reciben beneficios económicos muy considerables, pero inversamente proporcionales a la mayor o menor complicidad de dicha jerarquía con los pobres, de quienes no obtiene precisamente beneficios, a pesar de representar su coartada esencial cuando se les plantea la pregunta acerca de qué papel cumple la Iglesia católica en la sociedad.



[1] Revista “Christus” (Portugal), marzo de 1998.

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