La supuesta infalibilidad del “Papa”.
Antonio García
Ninet
Doctor en
Filosofía
La jerarquía
católica defiende como dogma de fe la infalibilidad del Papa, pero esta
defensa o bien tiene el inconveniente de representar un regreso al infinito, ya que sólo hubiera tenido sentido a partir
del conocimiento previo de la infalibilidad de quien declarase tal
infalibilidad, conocimiento para el cual habría que remontarse a un
conocimiento previo que le sirviera de fundamento y así indefinidamente, o bien
representa una afirmación simplemente dogmática y sin fundamento alguno.
La
Jerarquía Católica afirma que su jefe supremo, el Papa, es infalible cuando
habla “ex cathedra” en materias de fe y costumbres. Esta doctrina fue declarada
dogma de fe por el papa Pío IX en el Concilio Vaticano I, en el año
1870. Resulta realmente asombroso cómo los dirigentes católicos pudieron tardar
tantos siglos en descubrir un poder tan esencial y extraordinario como lo era el
de la infalibilidad de su jefe supremo.
Nos encontramos aquí con la sorprendente afirmación
de un dogma de la secta católica descubierto ¡casi después de 19 siglos de
Cristianismo!, como si el propio Dios se hubiera olvidado de comunicárselo al
apóstol Pedro cuando comenzó la historia de tal organización. En apoyo del papa
de forma directa, pero también de modo indirecto en apoyo de esta doctrina,
“sor Lucía”, una de las “testigos” [¡?!] de las supuestas apariciones en Fátima
de María, la madre de Jesús, dijo:
“quien no está con el Papa no está con
Dios; y quien quiera estar con Dios tiene que estar con el Papa”[1].
Como
ya se ha dicho, ante este descubrimiento, tan importante (?) como reciente, resulta
realmente asombroso que la Jerarquía Católica haya estado funcionando durante
casi 2.000 años sin tener conciencia de tal infalibilidad de su jefe supremo, a pesar de lo útil que le habría resultado
conocer ese don tan especial a la hora de señalar qué era verdad y qué era
falso, evitando así las múltiples discusiones y herejías surgidas por la falta
de conocimiento de la existencia de un líder tan clarividente, inspirado
directamente por el propio Dios.
Sin embargo el problema de
carácter simplemente lógico que plantea la proclamación de un dogma como éste
es que incurre en un “círculo vicioso” en cuanto su valor está supeditado a la
aceptación previa del supuesto de que las doctrinas conciliares sean
infalibles, con lo cual se quiere decir que si las doctrinas conciliares son
infalibles y si una de tales doctrinas es la de que el Papa es infalible,
entonces el Papa es infalible. Pero entonces el problema lógico se traslada
al de demostrar que las doctrinas conciliares sean infalibles,
afirmación que resulta ya indemostrable y que, por ello, sólo podría
establecerse de manera dogmática e irracional, procedimiento que
efectivamente es el más usual en las declaraciones de la jerarquía católica.
Pero, siendo fieles a la Lógica y a la razón en
general, lo único que podría afirmarse de manera rigurosa sería la tautología
según la cual si las doctrinas conciliares son infalibles, entonces las
doctrinas conciliares son infalibles, lo cual no permitiría avanzar un solo
paso en la demostración de que el Papa o
los cónclaves cardenalicios fueran infalibles, ya que para proclamar tal
infalibilidad el concilio Vaticano I partía de una situación de desconocimiento
milenario de esa supuesta facultad de las reuniones conciliares, y, claro está,
a partir del desconocimiento de si el propio concilio era infalible o no, desde
la coherencia lógica ningún concilio hubiera podido proclamar como dogma que los
cónclaves cardenalicios o que el papa fueran infalibles.
Tal proclamación de infalibilidad fue algo así como
un “golpe de estado” doctrinal respecto al resto de la agrupación católica, a
partir del cual en lo sucesivo nadie podría opinar libremente acerca de las
doctrinas de fe o de la moralidad de las costumbres a excepción del propio jefe
supremo de la jerarquía católica.
Por otra parte, con la proclamación de este dogma
mediante el que se quiere exaltar la idea de una milagrosa iluminación divina
por parte del “Espíritu Santo”, la jerarquía católica se tiende a sí misma una
trampa de cierta importancia en cuanto las contradicciones en que los diversos
papas hayan incurrido en el pasado o vayan incurriendo en el presente tendrán
un carácter especialmente grave por la teórica imposibilidad de cada nuevo papas
para rectificar los diversos dogmas proclamados por los anteriores, en cuanto
ello implicaría negar la infalibilidad del papa anterior, de cuya iluminación
por el Espíritu Santo habría emanado la primera doctrina. Y, por ello, en la
serie de ocasiones en que un papa se atreva a contradecir las doctrinas
establecidas ex cathedra por otro papa, se arriesgaría a dejar en
evidencia ante los católicos de base la falta de valor del dogma acerca de tal
infalibilidad. En este sentido el papa que condenó a Galileo estableció como
dogma de forma implícita o explícita que el Sol se movía alrededor de la
Tierra. En consecuencia, una de dos o el Sol se mueve alrededor de la Tierra o
el papa no es infalible, pero, como el Sol no se mueve alrededor de la Tierra,
este sencillo ejemplo demuestra que el dogma de la infalibilidad de los papas
es un puro camelo, como por otra parte se ha demostrado en muchas otras
ocasiones a lo largo de la historia.
Es indiscutible que la supuesta infalibilidad del
papa no funcionó adecuadamente en aquellos momentos del siglo XVII, y, sin
embargo, la jerarquía católica ha tenido el descaro y la osadía de proclamarla
de nuevo, pese a ése y a muchos otros errores en los que ha incurrido a lo
largo del tiempo, porque sabe por experiencia de muchos siglos que a los
católicos de bases no les preocupan mucho las complicadas cuestiones teológicas de que se ocupan sus dirigentes.
Gracias tienen que darles porque se ocupen ellos de resolverlas.
Así que, a pesar de estos inconvenientes, para la jerarquía
católica el dogma de la infalibilidad de su jefe es una herramienta importante
con miras a su funcionamiento económico y político, ya que de ese modo puede
intentar recuperar la fuerza social y moral que, con el desarrollo y la
autonomía de las democracias modernas respecto a su anterior dependencia
ideológica de las doctrinas de “Roma”, había ido perdiendo en los últimos
siglos, y dedicarse a amenazar y a excomulgar de nuevo a todo aquel que no se
atenga a las interpretaciones doctrinales defendidas por el papa, quien de ese
modo podrá ejercer mayor presión sobre cualquiera cuyas palabras o acciones
puedan hacer peligrar la buena marcha económica de su negocio. Y, en este
sentido, podrá seguir condenando la actitud de los “Teólogos de la Liberación”,
cuyo compromiso con los pobres ha sido constantemente reprimido por los
dirigentes católicos, a los cuales les interesa especialmente mantener buenas
relaciones con los grandes explotadores de la humanidad, de quienes reciben
beneficios económicos muy considerables, pero inversamente proporcionales a la
mayor o menor complicidad de dicha jerarquía con los pobres, de quienes no
obtiene precisamente beneficios, a pesar de representar su coartada esencial
cuando se les plantea la pregunta acerca de qué papel cumple la Iglesia
católica en la sociedad.
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